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El asesino

Cuando Yugoslavia estaba gobernada por el mariscal Tito, era una sociedad prácticamente libre de crímenes. Molestar a un turista era algo impensable, las mujeres podían ir sin miedo por las calles y las bandas organizadas no existían.

Lo cual resultaba bastante extraño, teniendo en cuenta que las siete repúblicas que formaban Yugoslavia, y antes el reino de serbios, croatas y eslovenos, habían producido algunos de los gángsteres más depravados y violentos de Europa.

La razón era que, después de 1948, el gobierno de Tito estableció un pacto con el hampa yugoslava. El trato fue muy simple: vosotros podéis hacer lo que queráis y nosotros cerraremos los ojos con una condición: que lo hagáis en el extranjero. Así, Belgrado se limitó a exportar la totalidad de sus criminales.

Los objetivos escogidos por los jefes de la delincuencia yugoslava fueron Italia, Austria, Alemania y Suecia. La razón también era muy simple. A mediados de los sesenta los turcos y los yugoslavos se habían convertido en la primera oleada de «trabajadores invitados» dentro de los países más ricos al norte de sus fronteras, lo cual significaba que se los alentaba a ir allí y hacer los trabajos más sucios y desagradables, que los excesivamente mimados indígenas ya no querían hacer.

Cada gran movimiento étnico siempre trae consigo su propio mundo del crimen. La mafia italiana llegó a Nueva York con los inmigrantes italianos, y los criminales turcos no tardaron en unirse a las comunidades turcas de «trabajadores invitados» esparcidas por toda Europa. Los yugoslavos hicieron otro Lanw, pero en su caso el acuerdo fue bastante mas estructurado.

Belgrado salió doblemente beneficiado de ello. Los miles de yugoslavos que trabajaban fuera del país enviaban cada semana a casa todas las divisas que habían ganado; en tanto que Estado comunista, Yugoslavia era un caos económico, pero el aflujo regular de divisas bastaba para mantener oculto ese hecho.

Mientras Tito repudiara a Moscú, Estados Unidos y la OTAN apenas prestaban atención a las otras cosas que hiciera. De hecho, el mariscal fue uno de los líderes de los países no alineados durante la guerra fría. La hermosa costa dálmata que se extendía a lo largo del Adriático se convirtió en una meca turística, atrayendo todavía más divisas extranjeras.

Internamente, Tito controlaba un régimen brutal en todo lo que concernía a los disidentes u opositores, pero se comportaba de la manera más callada y discreta posible. El pacto con lo gángsteres era administrado y supervisado no tanto por la policía civil como por la policía secreta, conocida como Seguridad del Estado o DB.

Fue la DB la que estableció los términos del pacto. Los delincuentes que se cebaban en la comunidades yugoslavas del extranjero podían volver a casa con toda impunidad para descansar y divertirse un poco, y lo hacían. Dichos gángsteres construyeron villas en la costa y mansiones en la capital. Hacían sus donativos a los fondos de pensiones de los jefes de la DB, y ocasionalmente se les pedía que llevaran a cabo algún «trabajillo» al que no se le daría publicidad ni se le seguiría la pista. La mente maestra que urdió aquel arreglo que tan cómodo resultaba para todas las partes implicadas fue un hombre que ya llevaba mucho tiempo al frente del Departamento de Inteligencia, el gordo y temible esloveno Stane Dolanc.

Dentro de Yugoslavia existía un poco de prostitución —firmemente controlada por la policía local— y algo de lucrativo contrabando, que, una vez más, contribuía a los fondos de pensiones oficiales. Pero la violencia, dejando aparte la de naturaleza estatal, estaba prohibida. Los jóvenes que no querían ir por el buen camino a lo máximo que llegaban era a encabezar pandilleros rivales, robar coches (que no perteneciesen a turistas) y pelearse. Si querían tomarse las cosas mas en serio, entonces tenían que irse.

Quienes optaran por hacerse los sordos acerca de aquellas cuestiones corrían el riesgo de dar con sus huesos en la celda de alguna prisión remota. El mariscal Tito no era ningún estúpido, pero no era inmortal. Murió en 1980, y entonces todo empezó a derrumbarse.

En 1986 un mecánico del distrito obrero de Zemun, en Belgrado, tuvo un hijo y le puso por nombre Zoran. Desde temprana edad, quedó claro que Zoran era un ser depravado y profundamente violento. Cuando tenía diez años, sus profesores se estremecían al oír su nombre.

Pero Zoran tenía una cosa que lo distinguiría de otros gángsteres de Belgrado como Zeljko Raznatovic, alias Arkan. Zoran era muy listo.

A los catorce años abandonó la escuela y se convirtió en el líder de una pandilla de adolescentes que se dedicaban a robar coches, pelearse, beber y seguir con la mirada a las chicas de la zona. Después de una «discusión» particularmente violenta con una pandilla rival, tres miembros de esta fueron tan salvajemente golpeados con cadenas de bicicleta que pasaron varios días entre la vida y la muerte. El jefe de policía local decidió que ya estaba bien de aquello.

Zoran Zilic fue detenido, conducido a un sótano por dos hombretones provistos de un par de buenos trozos de tubos de goma, y golpeado hasta que no pudo tenerse en pie. No se trataba de que la policía tuviera nada contra él, sino que sencillamente consideraba necesario que el chico se concentrara en lo que le estaban diciendo.

Después el jefe de policía le dio un consejo, o varios. Corría el año 1972 y el chico ya había cumplido los dieciséis. Una semana después se fue del país. Pero ya tenía un lugar donde presentarse. En Alemania se unió a la banda de Ljuba Zemunac, que había tomado su apellido del suburbio donde había nacido. Él también provenía de Zemun.

Zemunac era un delincuente impresionantemente salvaje y desalmado que más tarde sería asesinado a tiros en el pasillo de un tribunal alemán, pero Zoran Zilic estuvo junto a él durante diez años, ganándose la admiración del veterano malhechor como el matón más sádico que jamás hubiera tenido a su servicio. En el negocio de la protección ilegal, la capacidad para inspirar terror resulta vital. Zilic no solo lo haría mejor que nadie, sino que disfrutaba con ello.

En 1982, a la edad de veintiséis años, Zilic dejó a Zemunac y formó su propia banda. Aquello podría haber causado una guerra territorial con su antiguo jefe, pero Zemunac no tardó en irse al otro mundo. Durante los cinco años siguientes, Zilic siguió al frente de su banda en Alemania y en Austria. Ya hacía mucho que había aprendido el inglés y el alemán. Pero en casa las cosas estaban cambiando.

No había nadie para sustituir al mariscal Tito, cuyo historial bélico como partisano contra los alemanes combinado con la mera fuerza de su personalidad habían mantenido unida durante tanto tiempo a aquella antinatural federación de siete repúblicas. La década de los ochenta estuvo marcada por una serie de gobiernos de coalición que iban sucediéndose rápidamente, pero el espíritu de secesión e independencia separada ya había prendido en Croacia y Eslovenia, por el norte, y en Macedonia, por el sur. En 1987 Zilic decidió unir su suerte a un pequeño funcionario del antiguo Partido Comunista al que otros habían pasado por alto o subestimado. Aquel hombre reunía dos cualidades que le gustaban mucho a Zilic: era absolutamente implacable a la hora de ir tras el poder, y podía recurrir a un nivel de astucia y tortuosidad que dejaría desarmados a los rivales hasta el momento en que ya fuera demasiado tarde para que pudieran reaccionar. Había dado con el siguiente «gran hombre». Desde 1987 en adelante, Zilic se ofreció a «ocuparse» de los oponentes de Slobodan Milosevic. No rechazaría ningún encargo y no cobraría nada a cambio. En 1989 Milosevic ya se había dado cuenta de que el comunismo se hallaba completamente muerto, y sabía muy bien que el caballo al que había que montar era el del nacionalismo serbio más extremo. De hecho, Milosevic llevó a su país no uno sino cuatro jinetes, los del Apocalipsis. Zilic estuvo sirviéndolo casi hasta el final.

Yugoslavia se desintegraba por momentos. Milosevic se había presentado como el hombre capaz de mantenerla unida, pero no mencionó que tenía intención de hacerlo a través del genocidio, conocido como «limpieza étnica». Dentro de Serbia, la república de la que Belgrado era capital, la popularidad de Milosevic nació de la creencia de que él impediría que los serbios de toda la federación fueran perseguidos por los no serbios.

Pero para hacerlo, primero los serbios debían sufrir persecuciones. Si los croatas y los bosnios tardaban en llevarlas a cabo, habría que hacer los arreglos necesarios. Una pequeña matanza local normalmente haría que la mayoría residente se volviera contra los serbios que había entre ellos, y entonces Milosevic podría enviar a su ejército para salvarlos. Fueron los gángsteres, convertidos en «patriotas» paramilitares, quienes actuaron como sus agentes provocadores.

Hasta 1989 el Estado yugoslavo había mantenido a sus hampones bajo control, pero Milosevic los hizo socios de pleno derecho. Como otros tantos segundones que se han visto encumbrados al poder estatal, Milosevic no tardó en quedar fascinado por el dinero. La mera magnitud de las sumas involucradas actuaba sobre él como la flauta de un encantador de serpientes sobre una cobra. Para Milosevic no se trataba del lujo que el dinero podía llegar a comprar, ya que en el aspecto personal fue austero hasta el último momento. Lo que lo hipnotizaba era el dinero como otra forma de poder. El gobierno yugoslavo que lo sucedió estimaría que él y sus compinches habían desviado a sus cuentas en el extranjero alrededor de veinte mil millones de dólares.

Otros no fueron tan austeros. Entre estos se encontraba la propia y horrenda esposa de Milosevic, así como su hijo y su hija, igualmente temibles. Comparada con los Milosevic, la familia Monster parecía salida de un episodio de La casa de la pradera.

Entre aquellos «socios de pleno derecho» figuraba Zoran Zilic, un asesino a sueldo que con el tiempo se convirtió en el matón personal del dictador. Bajo Milosevic, la recompensa nunca se cobraba en efectivo, sino que llegaba bajo la forma de franquicias para actividades delictivas especialmente lucrativas, combinadas con la garantía de una inmunidad absoluta. Los compinches del tirano podían robar, torturar, violar y matar, y la policía no podía hacer nada en absoluto. Milosevic estableció un régimen basado en el crimen combinado con la estafa haciéndose pasar por un patriota, y los serbios y los políticos europeos occidentales se lo creyeron durante años.

A pesar de tanta brutalidad y tanto derramamiento de sangre, Milosevic no consiguió salvar la federación yugoslava y ni siquiera acercarse a su sueño de una Gran Serbia. Eslovenia se separó, seguida por Croacia y Macedonia. Después de los acuerdos de Dayton de noviembre de 1995, Bosnia también se proclamó independiente; para acabar, en julio de 1999 Milosevic no solo perdió Kosovo, sino que también había logrado que la misma Serbia quedara parcialmente destruida bajo las bombas de la OTAN.

Al igual que Arkan, Zilic también formó una pequeña cuadrilla de paramilitares. Había otras, como los siniestros, enigmáticos y brutales Chicos de Frankie, el grupo de Frankie Stomatovi quien asombrosamente ni siquiera era serbio, sino un croata rengado de Istria. A diferencia del extravagante y ostentoso Arka muerto a tiros en el vestíbulo del Holiday Inn de Belgrado, Zilic se mantuvo a sí mismo y a su grupo, lo bastante en las sombras para no hacerse notar. Pero durante la guerra de Bosnia llevó a su grupo al norte en tres ocasiones, dejando un reguero de violaciones, torturas y asesinatos a través de toda aquella infortunada república, hasta que la intervención estadounidense puso fin a sus desmanes.

La tercera incursión fue en abril de 1995. Mientras que Arkan llamaba a su grupo los Tigres y disponía de un par de centenar de hombres, Zilic se conformaba con llamarlos los Lobos de Zoran y mantenía su número bastante reducido. En la tercera salida solo se llevó a una docena consigo. Todos ellos eran matones experimentados, salvo uno. Zilic carecía de un operador de radio; uno de sus colegas, cuyo hermano pequeño estaba estudiando derecho, le dijo que éste tenía un amigo que había sido operador en el ejército.

Después de ponerse en contacto con él a través de su compañero de estudios, el recién llegado accedió a renunciar a sus vacaciones de Pascua y unirse a los Lobos.

Zilic quiso saber cómo era. ¿Había participado en algún combate? No, había hecho su servicio militar en el cuerpo de señales y esa era la razón por la que estaba listo para tener un poco de «acción».

—Si nunca le han disparado, entonces seguramente nunca habrá matado a nadie —dijo Zilic—. Así que esta expedición debería ser una especie de escuela para él.

El grupo partió hacia el norte la primera semana de mayo, tras un retorno provocado por problemas técnicos en sus jeeps de fabricación rusa. Pasaron por la antigua estación de esquí de Pale, que se había convertido en la capital de la autoproclamada Republika Serbska, aquel tercio de Bosnia que ya estaba lo bastante «limpio» para ser considerado exclusivamente serbio. Se mantuvieron alejados de Sarajevo, en otro tiempo la orgullosa anfitriona de los juegos Olímpicos de invierno y ahora en ruinas, y entraron en la Bosnia propiamente dicha, estableciendo su base en el reducto de Banja Luka.

Desde allí Zilic empezó a hacer salidas, evitando topar con los peligrosos muyaidines y buscando blancos más débiles entre las comunidades musulmanas bosnias que carecieran de protección armada.

El 14 de mayo, encontraron una pequeña aldea en los montes Vlasic, la tomaron por sorpresa y mataron a todos sus habitantes. Después de pasar la noche en el bosque, la tarde del día 15 regresaron a Banja Luka.

El nuevo recluta los dejó al día siguiente, con el argumento de que quería volver a sus estudios. Zilic lo dejó marchar, no sin antes advertirle de que si llegaba a abrir la boca le cortaría personalmente la polla con un vaso roto y después le haría tragar ambas cosas, por ese orden. De todas maneras el chico no le gustaba, porque era idiota y no tenía agallas.

Los acuerdos de Dayton pusieron fin a esa clase de diversiones en Bosnia, pero Kosovo ya estaba madurando y en 1988 Zilic empezó a operar también allí. Aseguraba combatir contra el Ejército de Liberación de Kosovo, pero en realidad se dedicaba a saquear las comunidades rurales.

Nunca olvidó, sin embargo, cuál había sido la auténtica razón por la que se había aliado con Slobodan Milosevic. Los servicios prestados al déspota le habían proporcionado unos magníficos dividendos. Sus acuerdos «de negocios» eran como una patente de corso que le daba derecho a hacer aquello que obliga a cualquier mafioso a saltarse la ley para conseguirlo: él podía hacerlo con impunidad.

La mas importante de sus lucrativas actividades era la posesión de las franquicias de cigarrillos y perfumes, whiskies y coñacs de buena calidad, así como otros artículos de lujo. Zilic compartía aquellas franquicias con Raznatovic, el único gángster de una importancia comparable a la suya, y unos pocos más. A pesar de lo que se veía obligado a gastar en sobornos a la policía y para tener «protección» política necesaria, a mediados de los noventa ya era millonario.

Los narcóticos y las armas resultaban especialmente lucrativos. Su fortuna en dólares ascendía ya a cantidades de ocho cifras. Zilic también había pasado a integrar los archivos de la DEA, la CIA, la Defence Intelligence Agency (encargada del tráfico de armas) y el FBI.

Engordados por el dinero del que se habían apropiado, el poder, la corrupción, la ostentación, el lujo y el servilismo incesante del que eran objeto por parte de aquellos que los adulaban, quienes rodeaban a Milosevic se volvieron perezosos y complacientes. Daban por sentado que la fiesta duraría eternamente. Todos menos Zilic.

Se mantenía alejado de los bancos utilizados por la mayoría de sus compinches para guardar o transferir sus fortunas al exterior. Cada centavo que ganaba lo depositaba en el extranjero pero siempre a través de bancos de los que nadie en el Estado serbio sabía absolutamente nada. Y mantenía los ojos bien abiertos para detectar las primeras grietas en el sistema. Tarde o temprano razonaba con gran agudeza, incluso los asombrosamente débiles políticos y diplomáticos de Gran Bretaña y la Unión Europea verían lo que se ocultaba detrás de Milosevic y decidirían que había llegado la hora de poner fin a la fiesta, como en efecto ocurrió a causa de Kosovo.

Región fundamentalmente agrícola, Kosovo formaba, junta con la República de Montenegro, todo lo que permanecía bajo control serbio de la Federación de Yugoslavia. Estaba habitada por un millón ochocientos mil kosovares, todos ellos musulmanes y prácticamente indistinguibles de sus vecinos albaneses, y doscientos mil serbios.

Milosevic había estado persiguiendo a los kosovares durante diez años, hasta provocar que el en otro tiempo moribundo Ejército de Liberación de Kosovo volviera a cobrar fuerza. La estrategia sería la habitual en él: perseguir más allá de toda tolerancia; esperar a que despertara la indignación local; denunciar a los «terroristas»; entrar en masa para salvar a los serbios y restaurar el «orden». Pero entonces la OTAN dijo que no iba a seguir aguantando aquello por más tiempo. Milosevic no se lo creyó. Cometió un grave error, porque esta vez la OTAN hablaba en serio.

La limpieza étnica comenzó en la primavera de 1999, y el principal responsable fue el Tercer Ejército ocupante, ayudado en la labor por la Policía de Seguridad y grupos paramilitares como los Tigres de Arkan, los Chicos de Frankie y los Lobos de Zoran. Como estaba previsto que ocurriera, cientos de miles de kosovares huyeron presas del terror a través de las fronteras con Albania y Macedonia. Era lo que se suponía que tenían que hacer, y se suponía también que Occidente debía aceptarlos como refugiados. Pero no lo hizo. Lo que hizo Occidente fue empezar a bombardear Serbia.

Belgrado aguantó durante setenta y ocho días. La gente acusaba a la OTAN, pero en voz baja empezaba a murmurar que era el loco Milosevic quien había atraído aquella catástrofe sobre sus cabezas. Siempre resulta educativo observar cómo se desvanece el ardor guerrero en cuanto el techo se derrumba. Zilic oyó aquellos murmullos.

El 3 de junio de 1999 Milosevic aceptó las condiciones que se le exigían. Esa fue la manera en que lo expresó, pero para Zilic se trataba de una rendición incondicional. Decidió que había llegado el momento de partir.

Los combates terminaron. El Tercer Ejército, que apenas había llegado a sufrir bajas a causa de los bombardeos que la OTAN había estado efectuando a gran altura sobre el territorio de Kosovo, se retiró con todo su armamento intacto. Los aliados de la OTAN ocuparon la región. Los serbios que vivían allí empezaron a huir a Serbia, llevando su rabia consigo. La dirección de esa rabia comenzó a desplazarse de la OTAN a Milosevic, en medio de un país que había quedado hecho pedazos.

Zilic se dedicó a poner en lugar seguro su fortuna y a prepararse para abandonar el país. Durante el otoño de 1999 las protestas contra Milosevic fueron en aumento.

Durante una entrevista que tuvo con él en noviembre de 1999, Zilic le rogó al dictador que diera un golpe de Estado mientras aún disponía de un ejército leal y prescindiera de cualquier pretensión de democracia o partidos opositores. Pero a esas alturas Milosevic ya estaba viviendo en un mundo de fantasía donde su popularidad no había disminuido en lo más mínimo.

Zilic salió de la entrevista asombrándose una vez más de cómo, cuando los hombres que habían ostentado el poder absoluto comenzaban a perderlo, se derrumbaban en todos los sentidos. El coraje, la fuerza de voluntad, la percepción, la capacidad de tomar decisiones, incluso la de reconocer la realidad, todo era arrastrado por las aguas como la marea se lleva el castillo de arena. En diciembre Milosevic ya no ejercía el poder, sino que se aferraba a él. Zilic completó sus preparativos.

Había reunido una fortuna no inferior a quinientos millones de dólares, y tenía un sitio al que ir donde estaría a salvo. Arkan había muerto por enemistarse con Milosevic. Los principales responsables de la limpieza étnica en Bosnia, Karadzic y el general Mladic, estaban siendo perseguidos como animales a través de aquella Republika Serbska en la que habían buscado refugio. Otros ya habían sido detenidos por el nuevo tribunal de crímenes de guerra de La Haya. Milosevic estaba perdido.

Para que quedara constancia de ello, el 27 de julio de 2000 declaró que las próximas elecciones presidenciales tendrían lugar el 24 de septiembre. A pesar de las sistemáticas manipulaciones y de su negativa a aceptar los resultados, perdió los comicios. La multitud asaltó el Parlamento e instaló a su sucesor. Entre los primeros actos del nuevo régimen figuró empezar a investigar el período de Milosevic: los asesinatos, la desaparición de veinte mil millones de dólares.

El antiguo tirano se encerró en su villa del elegante barrio de Dedinje. El 1 de abril de 2001 el presidente Kostunica ya estaba listo para actuar, y Milosevic finalmente fue arrestado.

Pero Zoran Zilic ya llevaba mucho tiempo lejos de allí. En enero de 2000, desapareció. No se despidió de nadie ni se llevó equipaje alguno. Sencillamente se marchó como quien parte hacia una nueva vida en un mundo distinto, donde los viejos cachivaches ya no tendrían ningún valor. Por eso lo que hizo fue dejarlos atrás.

No se llevo consigo nada ni a nadie, salvo a su ultra leal guardia personal, un gigantón llamado Kulac. Una semana después ya estaba instalado en su nuevo escondite, que había pasado más de un año preparando para que lo acogiera.

Ningún servicio de inteligencia prestó atención a la partida de Zoran Zilic, salvo una persona. Un hombre que llevaba una existencia solitaria y callada en Estados Unidos tomó nota, con un interés considerable, de la nueva residencia del gángster.