En 1985 Cal Dexter ya había dejado el bufete de Honeyman Fleischer, pero no por un trabajo que lo conduciría a una magnífica casa en Westchester. Había ingresado en la Oficina del Defensor Público, convirtiéndose así en lo que en Nueva York se conoce como un abogado del servicio de asistencia legal. Su nuevo trabajo no proporcionaba mucho prestigio y no resultaba nada lucrativo, pero aun así le daba algo que Dexter no habría encontrado en el ámbito del derecho mercantil o fiscal, y él lo sabía. Ese algo se llamaba sentirse satisfecho con el trabajo que hacía.
Angela se lo había tomado bien, de hecho incluso bastante mejor de lo que él había esperado. Para ser exactos, no le había importado lo más mínimo. La familia Marozzi estaba tan unida como los granos de uva en un racimo y todos eran gente del Bronx hasta la médula. Amanda Jane iba a una escuela que le gustaba mucho y en la que tenía gran cantidad de amigos. Cosas como conseguir un empleo más ambicioso y mejor y el ir subiendo en la profesión no formaban parte de sus necesidades, al menos por el momento.
El nuevo empleo de Dexter suponía trabajar una cantidad imposible de horas al día y representar a aquellos que se habían escurrido a través de un desgarrón en la red del Sueño Americano. Significaba defender en los tribunales a quienes no podían permitirse el lujo de pagar su propio representante legal.
Para Cal Dexter la pobreza y la falta de educación no tenían por qué significar necesariamente que fueras culpable. El que un «cliente» atónito y agradecido que, cualesquiera que fueran sus otros defectos, no había hecho aquello de lo que se le acusaba llegase a salir de la sala del tribunal habiendo sido declarado inocente siempre llenaba de satisfacción a Dexter. Fue una cálida noche de verano de 1988 cuando conoció a Washington Lee.
Por sí sola la isla de Manhattan ya tiene que hacer frente a más de ciento diez mil casos criminales al año, eso excluyendo las demandas civiles. El sistema judicial siempre parece encontrarse al borde del colapso, pero se las arregla de algún modo para ir sobreviviendo. En aquellos años, una parte de la razón para dicha supervivencia era la existencia de la cinta transportadora, en continuo funcionamiento durante las veinticuatro horas del día, formada por el sistema de audiencias procesales que iban desfilando incesantemente a través del gran bloque de granito del número 100 de Center Street.
Al igual que una buena función de vodevil, el edificio de los Juzgados Penales podía alardear de que nunca cerraba sus puertas. Decir que «toda la vida está aquí» probablemente hubiese sido una exageración, pero no cabía duda de que tarde o temprano las partes más viles de la vida de Manhattan terminaban haciendo acto de presencia en él.
Aquella noche de julio de 1988, Dexter estaba trabajando en el turno nocturno como abogado disponible al cual se le podía asignar un cliente porque así lo había decidido un juez que se encontraba sobrecargado de trabajo. Eran las dos de la mañana y Dexter estaba tratando de escabullirse cuando una voz le dijo que fuera a la sala AR2A. Dexter suspiró, porque nadie intentaba llevarle la contraria al juez Hasselblad.
Fue hacia el estrado para reunirse con un ayudante del fiscal del distrito que ya estaba esperando allí con un expediente en la mano.
—Está cansado, señor Dexter.
—Supongo que todos lo estamos, señoría.
—Eso no se lo discutiré, pero hay un caso más del que me gustaría que se hiciese usted cargo. Y no mañana, sino ahora. Tome, aquí tiene el expediente. Este joven parece haberse metido en un buen lío.
—Sus deseos son órdenes para mí, señoría.
Una sonrisa ensanchó el rostro de Hasselblad.
—Adoro que se me trate con deferencia —dijo.
Dexter cogió el expediente de manos del ayudante del fiscal del distrito y los dos hombres salieron de la sala juntos. En la tapa del expediente rezaba:
EL PUEBLO DEL ESTADO DE NUEVA YORK CONTRA WASHINGTON LEE.
—¿Dónde está? —preguntó Dexter.
—Aquí mismo, en una celda de espera —respondió el ayudante del fiscal del distrito.
Tal como Dexter había imaginado basándose en la foto policial incluida en el expediente, su cliente era un chico flacucho con el aire entre perplejo y desesperado que suelen presentar las personas carentes de educación que han sido absorbidas, masticadas y escupidas por cualquiera de los numerosos sistemas judiciales que hay en el mundo. Lo que se veía en él era más confusión que astucia.
El acusado tenía dieciocho años y era uno de los moradores de aquel distrito totalmente desprovisto de encanto conocido como Bedford-Stuyvesant, una parte de Brooklyn que es virtualmente un gueto negro. Por sí solo ese hecho bastó para despertar el interés de Dexter. ¿Por qué el chico estaba siendo acusado en Manhattan? Supuso que habría cruzado el río y robado un coche, o atracado a alguien que tenía una cartera merecedora de ser robada.
Pero no, la acusación era por fraude bancario. ¿Significaba eso que Washington Lee había intentado pasar un cheque falsificado o utilizar una tarjeta de crédito robada, o que había recurrido, quizá, al viejo truco de hacer retiradas simultáneas de una cuenta inventada presentándose primero en un extremo del mostrador y luego en el otro? No.
A decir verdad los cargos eran bastante raros, y muy poco precisos. El fiscal del distrito había presentado una acusación en la que sostenía que Washington Lee había cometido fraude por una cuantía superior a diez mil dólares. La víctima del delito había sido el East River Bank y el hecho de que su sede se encontrara ubicada en la parte central de Manhattan explicaba el motivo por el cual el acusado iba a ser juzgado en la isla y no en Brooklyn. El fraude había sido detectado por el personal de seguridad del propio banco, que deseaba que el delito fuera castigado con el máximo rigor posible de acuerdo con las normas bancarias habituales.
Dexter se presentó con una sonrisa a su defendido, tomó asiento y le ofreció cigarrillos. Él no fumaba, pero el 99 por ciento de sus clientes se mostraban encantados ante la posibilidad de darle unas cuantas caladas a aquellos cilindros blancos. Washington Lee meneó la cabeza.
—Son malos para la salud —dijo.
Dexter se sintió tentado de decir que siete años en la penitenciaría estatal tampoco iban a beneficiar su salud, pero se abstuvo de hacerlo. Ahora que lo tenía delante en carne y hueso, Dexter reparó en que el señor Lee no solo carecía de atractivo sino que era pura y simplemente feo. ¿Cómo había conseguido embaucar a los del banco para que le entregaran tanto dinero? Habida cuenta de su aspecto, su manera de arrastrar cansinamente los pies y lo desmadejado de su postura, a Washington Lee difícilmente se le habría permitido atravesar el vestíbulo de mármol italiano del prestigioso East River Bank.
Calvin Dexter habría necesitado más tiempo del que disponía para dedicar la debida atención al expediente del caso. Su preocupación más inmediata era pasar por la formalidad del procesamiento y ver si existía alguna posibilidad, por remota que fuese, de obtener la libertad bajo fianza. Dudaba de que la hubiera.
Una hora después Dexter y el ayudante del fiscal del distrito volvían a estar en la sala. Washington Lee, que se mostraba completamente confuso y perplejo, fue llamado a comparecer ante el tribunal tal como señalaba la ley.
—¿Estamos listos para proceder? —preguntó el juez Hasselblad.
—Si el tribunal no tiene ninguna objeción a ello, he de solicitar un aplazamiento —dijo Dexter.
—Acérquense —ordenó el juez. Cuando los dos abogados estuvieron delante del estrado, preguntó—: ¿Tiene usted algún problema, señor Dexter?
—Este caso es más complejo de lo que aparenta, su señoría. No estamos hablando de unos cuantos tapacubos. La acusación hace referencia a una estafa de más de diez mil dólares a un banco de primera categoría. Necesito disponer de un poco más de tiempo para estudiar el caso.
El juez miró al ayudante del fiscal del distrito, quien se encogió de hombros para indicar que no tenía nada que objetar.
—Fijaré un día de esta semana —dijo el juez.
—Me gustaría solicitar una fianza —dijo Dexter.
—Me opongo, su señoría —intervino el ayudante del fiscal del distrito.
—Voy a fijar la fianza en la suma que menciona la acusación, diez mil dólares —dijo el juez Hasselblad.
Eso significaba que la fianza quedaba completamente descartada, y todos lo sabían. Washington Lee no contaba con diez dólares, y como ningún fiador querría verse involucrado en el asunto, tendría que volver a una celda. Mientras salían de la sala, Dexter le pidió al ayudante del fiscal del distrito que le hiciera un favor.
—Sé buen chico y haz que no se quede dentro de la isla, sino en las Tumbas.
—Claro, no hay problema. Y ahora intenta dormir un poco, ¿vale?
El sistema judicial de Manhattan utiliza dos prisiones para estancias de corta duración. Por su nombre, las Tumbas sugiere un lugar subterráneo, pero en realidad se trata de un rascacielos empleado como centro de detención que se alza justo al lado de los edificios judiciales; a los abogados defensores les resulta mucho más cómodo visitar a sus clientes allí que en Riker’s Island, que queda bastante East River arriba. A pesar del consejo que el ayudante del fiscal del distrito acababa de darle, Dexter seguramente no dormiría; el expediente de Washington Lee se encargaría de impedírselo. Si Dexter iba a hablar con éste a la mañana siguiente, antes tendría que dedicar un poco de tiempo a ponerse al corriente del caso.
A ojos del observador experimentado, el fajo de papeles contaba la historia de la investigación y el arresto de Washington Lee. El fraude había sido detectado internamente y relacionado con él. El jefe del servicio de seguridad del banco, un tal Dan Mitkowski, había sido detective del Departamento de Policía de Nueva York y enseguida había conseguido convencer a algunos de sus antiguos colegas de que fueran a Brooklyn y arrestaran a Washington Lee.
Primero lo llevaron a una comisaría del centro, donde quedó detenido. Cuando las celdas de la comisaría se hallaban provistas de un número lo suficientemente elevado de malhechores, estos eran conducidos al edificio de los Juzgados Penales y realojados allí para alimentarse con la intemporal e invariable dieta de bocadillos de queso y mentiras inventadas sobre la marcha.
Entonces los engranajes habían empezado a seguir su curso inexorable. El historial policial mostraba una serie de pequeños delitos callejeros: tapacubos, máquinas expendedoras, hurtos en tiendas. Con esa formalidad ya completada, Washington Lee estaba listo para que lo procesaran. Ese fue el momento en que el juez Hasselblad quiso que el joven tuviera un representante legal.
Dadas las circunstancias, se trataba de un muchacho nacido sin nada y destinado a la nada, que de los pequeños hurtos iniciales pasaría a los robos para finalmente llevar una vida signada por el crimen y frecuentes períodos como invitado de los ciudadanos del estado de Nueva York en algún lugar «río arriba». Así pues ¿cómo demonios se las había arreglado Washington Lee para convencer al East River Bank, el cual ni siquiera tenía una sucursal en Bedford-Stuyvesant, de que se desprendiera de diez mil dólares? No había ninguna respuesta para esa pregunta, al menos en el expediente. Lo único que figuraba en éste era una acusación reducida al mínimo y un enfurecido banco con sede en Manhattan que estaba firmemente decidido a vengarse. El cargo era de robo de mayor cuantía en tercer grado, y solía castigarse con siete años entre rejas.
Dexter durmió tres horas, vio cómo Amanda Jane se iba a la escuela, se despidió de Angela con un beso y regresó a Center Street. Fue en una sala de entrevistas de las Tumbas donde por fin pudo sonsacar al joven negro.
En la escuela Washington Lee había sido un alumno desastroso. El futuro solo le ofrecía el camino que conduce a la marginación, el crimen y la cárcel. Y entonces uno de sus profesores, quizá más inteligente que los demás o meramente más generoso que ellos, había permitido que aquel inútil de chico accediera a su ordenador Hewlett Packard.
Fue como ofrecerle un violín al joven Yehudi Menuhin. Washington contempló las teclas, contempló la pantalla y empezó a hacer música. El profesor, que estaba metido en el mundo de los ordenadores cuando estos eran la excepción en vez de la regla, quedó muy impresionado. De aquello hacía cinco años.
Washington Lee empezó a estudiar. También empezó a ahorrar. Cuando abría las máquinas expendedoras y las destripaba, no lo hacía para fumarse las ganancias, bebérselas, metérselas por la vena o comprarse ropa con ellas. Washington Lee fue ahorrando todo lo que iba obteniendo hasta que logró comprarse un ordenador a buen precio cuando una tienda que iba a cerrar liquidó todas sus existencias.
—¿Y cómo te las arreglaste para estafar al East River Bank?
—Entré en su sistema principal —respondió el chico.
Por un instante Cal Dexter pensó que quizá había habido alguna clase de clave de entrada, así que le pidió a su cliente que se explicara. Entonces Washington Lee se mostró animado por primera vez. Estaba hablando de lo único que no tenía secretos para él.
—Oiga, ¿tiene usted idea de lo débiles que son algunos de los sistemas defensivos que han ido creando para proteger las bases de datos?
Dexter admitió que no era una cuestión a la que hubiese dedicado mucho tiempo. Al igual que la inmensa mayoría de quienes no son expertos en el tema, Dexter sabía que los diseñadores de sistemas informáticos creaban «muros cortafuegos» para evitar el acceso no autorizado a aquellas bases de datos que contenían la información de naturaleza más confidencial. El modo en que lo hacían exactamente, por no hablar de la manera de llegar a ser más listo que ellos, era algo en lo que nunca había pensado. Poco a poco Washington Lee fue refiriéndole la historia.
El East River Bank tenía una enorme base de datos con toda la información concerniente a sus clientes. Debido a que la situación financiera de estos suele considerarse una cuestión muy privada, el acceso a aquellos detalles requería que empleados del banco introdujeran previamente un elaborado sistema de códigos. Si dichos códigos no eran absolutamente correctos, la pantalla del ordenador se limitaba a mostrar el mensaje ACCESO DENEGADO. Un tercer intento erróneo hacía que empezaran a sonar las señales de alarma en el despacho del director del banco.
Washington Lee había descifrado los códigos sin llegar a activar las alarmas, hasta el punto de que el ordenador principal, que estaba bajo los cuarteles generales del banco en Manhattan, obedecería sus instrucciones sin rechistar. Para decirlo brevemente, el chico había conseguido llevar a cabo el coitus non interruptus con un sofisticado sistema de tecnología punta.
Sus instrucciones eran simples. Washington Lee ordenaba al sistema que identificara los depósitos bancarios de los clientes del East River Bank y los intereses mensuales que se pagaban a las cuentas de estos. Luego le ordenaba que dedujera una cuarta parte de cada uno de dichos pagos por intereses y la transfiriese a su propia cuenta.
Como no tenía cuenta corriente, Washington Lee abrió una en la sucursal local del Chase Manhattan. Si hubiera estado lo bastante familiarizado con el negocio para transferir el dinero a las Bahamas, probablemente nunca lo habrían pillado.
Calcular el interés correspondiente a un depósito bancario es una operación bastante complicada, porque la suma dependerá de las fluctuaciones del tipo de interés a lo largo del período calculado. Llevarlo a la cifra que más se aproxime a la cuarta parte del total requiere su tiempo. La mayoría de las personas no disponen de ese tiempo. Confían en que el banco se encargará de realizar las operaciones matemáticas y que no cometerá ningún error al hacerlo.
El señor Tolstoi no era una de esas personas. Puede que tuviera ochenta años, pero su mente todavía funcionaba a la perfección. El gran problema del señor Tolstoi era el aburrimiento y cómo matar el tiempo en su diminuto apartamento en la calle 108 Oeste. Tras trabajar toda su vida como actuario para una gran compañía de seguros, el señor Tolstoi estaba convencido de que, si se la multiplicaba suficientes veces, hasta la calderilla tenía su importancia. Se pasaba el tiempo intentando pillar al banco en un error. Y un día lo consiguió.
El señor Tolstoi había llegado al convencimiento de que el interés que le había correspondido por el mes de abril era una cuarta parte inferior a lo que debería haber sido. Comprobó las cifras de marzo. Lo mismo. Retrocedió otros dos meses. Luego se quejó.
La directora de la sucursal le habría dado el dólar que faltaba, pero las reglas son las reglas. El señor Tolstoi había presentado su queja. En la central pensaron que solo se trataba de un único y pequeño fallo en una sola cuenta, pero de todos modos llevaron a cabo una comprobación en media docena de cuentas más escogidas al azar. Descubrieron que en todas se había producido el mismo error. Entonces llamaron a los técnicos informáticos.
Los técnicos descubrieron que el ordenador principal llevaba unos veinte meses haciendo aquello a cada cuenta del banco. Le preguntaron por qué.
«Porque ustedes me dijeron que lo hiciera», respondió el ordenador.
—No, nosotros no te dijimos eso —replicaron los sabios. «Bueno, pues alguien lo hizo», dijo el ordenador.
Entonces fue cuando llamaron a Dan Mitkowski. La investigación no requirió mucho tiempo. Las transferencias de toda aquella calderilla habían ido a parar a una cuenta del Chase Manhattan en Brooklyn. Nombre del cliente: Washington Lee.
—¿Cuánto sacaste en limpio de todo eso? —preguntó Dexter.
—Casi un millón de dólares.
Dexter mordió la punta de su lápiz con tanta fuerza que la rompió. No era de extrañar que la acusación fuese tan vaga. Sí, desde luego que habían sido «más de diez mil dólares». La misma magnitud del fraude hizo que se le ocurriera una idea.
El señor Lou Ackerman siempre disfrutaba muchísimo con su desayuno. Para él era la mejor comida del día, porque el desayuno nunca tenía que ser consumido deprisa y corriendo como ocurría con el almuerzo y jamás llegaba a ser excesivamente abundante como pasaba con las cenas de gala. Al señor Ackerman le encantaba sentir la suave sorpresa del zumo muy frío, el crujido de los copos de cereales, la esponjosidad de unos huevos bien revueltos, el aroma del café Montaña Azul recién molido. En su balcón que daba a Central Park West, disfrutando del frescor de una mañana de verano antes de que el verdadero calor fuera cayendo sobre el día, desayunar constituía todo un deleite. Y era una lástima que el señor Calvin Dexter fuera a echárselo a perder.
Cuando su sirviente filipino le llevó la tarjeta a su terraza, el señor Lou Ackerman echó un vistazo a la palabra «abogado», frunció el entrecejo y se preguntó quién podría ser su visitante. El nombre, sin embargo, hizo sonar una alarma en su cerebro. Se disponía a decirle a su sirviente que le pidiera al visitante que fuera al banco más tarde esa misma mañana, cuando una voz detrás del filipino dijo:
—Ya sé que esto es una impertinencia por mi parte, señor Ackerman, y le pido disculpas por ello. Pero si tiene la amabilidad de concederme diez minutos, me atrevo a avanzarle que luego se alegrará mucho de que no nos hayamos reunido en su despacho para que todo el mundo estuviera pendiente de nosotros.
El señor Ackerman se encogió de hombros y señaló el asiento que había al otro lado de la mesa.
—Dile a la señora Ackerman que estoy reunido en la mesa del desayuno —le ordenó al filipino, y a continuación se volvió hacia Dexter—. Intente ser breve, señor Dexter.
—Lo seré. Ustedes quieren llevar a juicio a mi cliente, el señor Washington Lee, porque supuestamente se ha apropiado de casi un millón de dólares procedentes de las cuentas de sus clientes. Me parece que sería más sensato que retiraran los cargos.
El presidente general del East River Bank podría haberse puesto furioso. Muestras un poco de bondad ¿y qué obtienes a cambio? Un entrometido se presenta en tu casa para echarte a perder el desayuno.
—Olvídelo, señor Dexter. Esta conversación ha terminado. Lo que propone es imposible. El muchacho pagará por lo que ha hecho. Tiene que haber algo que evite que se cometan esta clase de actos. Es la política de la entidad. Buenos días.
—Lástima. Verá, el caso es que la manera en que lo hizo fue realmente fascinante. Washington Lee se introdujo en su sistema informático, luego atravesó como si tal cosa todos sus muros cortafuegos, y pasó por entre todos sus guardias de seguridad como si estos no existieran. Se supone que nadie debe poder hacer nada semejante.
—Se le ha acabado el tiempo, señor Dexter.
—Concédame unos segundos más, señor Ackerman. Ya habrá otros desayunos. Ustedes tienen aproximadamente un millón de clientes, tanto en forma de depósitos como en cuentas corrientes. Ellos piensan que sus fondos están a salvo con ustedes. A finales de esta semana, un flaco muchacho negro salido del gueto va a comparecer ante el juez y dirá que si él lo hizo, entonces cualquier aficionado que tenga dos dedos de frente podría vaciar cualquiera de las cuentas de sus clientes después de unas cuantas horas de sondeos electrónicos. ¿Cómo cree que se van a tomar eso sus clientes, señor Ackerman?
Ackerman dejó su taza de café encima de la mesa y dirigió la mirada hacia el parque.
—Eso no es verdad. ¿Por qué deberían creerlo?
—Porque habrá periodistas presentes en la sala del tribunal, y la televisión y la radio estarán esperando fuera. Según mis cálculos, una cuarta parte de sus clientes decidirá cambiar de banco.
—Anunciaremos que estamos instalando un nuevo sistema de seguridad. El mejor que hay disponible en el mercado.
—Pero se supone que eso era lo que ustedes ya tenían, ¿verdad? Y resulta que un chico de Bedford-Stuyvesant que no ha terminado los estudios secundarios logró introducirse en él. Son ustedes muy afortunados, porque han recuperado la totalidad del millón de dólares. Supongamos que esto volviera a ocurrir, pero ahora por la cuantía de decenas de millones de dólares a lo largo de todo un horrible fin de semana, y que la totalidad del dinero fuese a parar a las islas Caimán. Entonces el banco tendría que cubrir las pérdidas de sus clientes. ¿Cree que su junta directiva toleraría semejante humillación?
Lou Ackerman pensó en su junta directiva. Algunos de los accionistas institucionales eran personas como Pearson-Lehman y Morgan Stanley. La clase de personas que no soportaban que se las humillara. La clase de personas que podían dejar sin empleo a un hombre.
—Conque así es como están las cosas, ¿eh?
—Me temo que sí.
—Está bien. Llamaré a la oficina del fiscal del distrito y diré que ya no estamos interesados en seguir adelante con el procesamiento, habida cuenta de que hemos recuperado todo nuestro dinero. Pero cuidado, le advierto que el fiscal del distrito puede seguir adelante por su cuenta en el caso de que quiera hacerlo.
—Pues entonces será usted muy persuasivo, señor Ackerman. Lo único que tiene que decir es: «¿Estafa? ¿Qué estafa?».
Después de todo, me parece que en este caso se impone la discreción. ¿No opina usted lo mismo?
Dexter se levantó y se dispuso a irse. Ackerman era un buen perdedor.
—Siempre nos iría bien disponer de un buen abogado, señor Dexter.
—Se me ha ocurrido una idea mejor. Ponga en nómina a Washington Lee. Me parece que cincuenta mil dólares al año sería un sueldo apropiado.
Ackerman se había levantado de golpe, derramando su café Montaña Azul sobre el mantel.
—¿Y para qué demonios iba a tener yo en nómina a ese desgraciado?
—Porque cuando se trata de ordenadores, Washington Lee es el mejor. Ya lo ha demostrado sobradamente. Se abrió paso a través de un sistema de seguridad que a ustedes les costó un montón de dinero instalar, y lo hizo con una lata de sardinas que cuesta cincuenta dólares. Ese chico podría instalarles un sistema que fuese totalmente impenetrable. Luego ustedes podrían convertir ese sistema en uno de sus grandes atractivos de cara a la clientela, diciendo que su entidad cuenta con la base de datos más segura que existe al oeste del Atlántico. Washington Lee es mucho menos peligroso dentro de la tienda que no meando fuera de ella.
Veinticuatro horas después Washington Lee fue puesto en libertad. Él no estaba muy seguro del porqué, al igual que tampoco lo estaba el ayudante del fiscal del distrito, pero el banco había sufrido un súbito ataque de amnesia empresarial y la oficina del fiscal del distrito estaba tan sobrecargada de trabajo como de costumbre. ¿Por qué insistir?
El banco envió una limusina a las Tumbas para recoger a su nuevo empleado. Washington Lee nunca había estado dentro de una limusina. Se instaló en el asiento trasero y se volvió hacia su abogado, que asomaba la cabeza por la ventanilla.
—No sé qué es lo que ha hecho usted o cómo lo ha hecho —dijo—. Quizá algún día pueda pagárselo.
—De acuerdo, Washington. Puede que algún día lo hagas.
Era el 20 de julio de 1988.