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El refugiado

Por aquellos años había en Nueva York una institución caritativa llamada Atención al Refugiado. Sus miembros se definían a sí mismos como «ciudadanos preocupados», y la descripción menos elogiosa de sus personas hubiese sido «gente a la que le gusta hacer el bien».

La tarea que se habían impuesto consistía en mantener los ojos bien abiertos para detectar todos aquellos ejemplos de restos a la deriva de la raza humana que, habiendo encallado en las costas de Estados Unidos, deseaban tomarse al pie de la letra las palabras escritas en la base de la Estatua de la Libertad y quedarse en el país. Lo habitual era que se tratara de personas abandonadas a sus propios recursos, refugiados procedentes de un centenar de climas distintos que normalmente tenían un dominio muy fragmentario del inglés y se habían gastado sus últimos ahorros en la lucha por sobrevivir.

Su antagonista más inmediato era el Servicio de Inmigración y Naturalización, el formidable SIN, cuya filosofía parecía ser que el 99,9 por ciento de los solicitantes eran estafadores y timadores que debían ser enviados de vuelta al lugar del que habían venido o, en cualquier caso, a alguna otra parte.

El expediente que fue dejado encima del escritorio de Cal Dexter a principios del invierno de 1978 hacía referencia a un pareja que había huido de Camboya, el señor y la señora Horn Moung.

En una larga declaración efectuada por el señor Moung, quien parecía hablar en nombre de los dos y había sido traducida del francés, la lengua en que la mayoría de los camboyanos eran educados, su historia fue saliendo a la luz.

Desde 1975 Camboya se hallaba en manos de un tirano enloquecido y genocida llamado Pol Pot y de su fanático ejército, los Jemeres Rojos, un hecho que ya era bastante conocido en Estados Unidos y que más tarde llegaría a ser mucho mejor conocido a través de la película Los gritos del silencio.

Pol Pot había concebido el descabellado sueño de devolver a su país a una especie de edad de piedra agraria. Hacer realidad su visión llevaba aparejado un odio patológico hacia los habitantes de las ciudades y cualquier persona que tuviera alguna clase de educación. Toda aquella gente tenía que ser exterminada.

El señor Moung aseguraba haber sido director de un importante lycée, o escuela de segunda enseñanza, en la capital, Pnom Penh, y que su esposa había sido enfermera en una clínica privada. Ambos encajaban claramente en la categoría de personas que, según los parámetros de los Jemeres Rojos, debían ser ejecutadas. Cuando la situación se volvió insoportable, los Moung pasaron a la clandestinidad y fueron circulando de un piso franco a otro entre amistades y compañeros de profesión, hasta que todos estos hubieron sido arrestados y llevados a los campos.

El señor Moung afirmaba no haber sido capaz de llegar a las fronteras vietnamita o tailandesa porque en el campo, infestado de informadores y Jemeres Rojos, no habría podido pasar por un campesino. Con todo, había conseguido sobornar a un conductor de camiones para que los sacara en secreto de Pnom Pehn y los llevara al puerto de Kompong Son. Con los últimos ahorros que le quedaban, logró convencer al capitán de un mercante surcoreano de que los sacara del infierno en el que se había convertido su patria.

No sabía cuál era el destino del Estrella de Inchon, y le daba igual. Finalmente, resultó ser el puerto de Nueva York, con un cargamento de teca. Al llegar, el señor Moung no trató de eludir a las autoridades, sino que se presentó inmediatamente ante ellas y solicitó permiso para quedarse en Estados Unidos.

Dexter pasó la noche anterior a la audiencia inclinado sobre la mesa de la cocina mientras su esposa y su hija dormían a un par de metros de distancia, al otro lado de la pared. Aquella era la primera apelación de su carrera, y quería prestar la máxima ayuda posible al refugiado. Después de leer la declaración, pasó a la respuesta del SIN. Esta había sido bastante dura.

El que decide en cualquier ciudad de Estados Unidos es el director del distrito, y su departamento constituye el primer obstáculo que hay que superar. El colega del director que se hizo cargo del expediente había rechazado la petición de asilo basándose en la extraña teoría de que los Moung deberían haber acudido a la embajada o el consulado local de Estados Unidos y esperado en la cola, según mandaba la tradición nacional.

A Dexter no le parecía que aquello fuera a representar un gran problema para él, dado que todo el personal estadounidense había salido huyendo de la capital camboyana años antes, cuando los Jemeres Rojos entraron en ella.

Aquella negativa había hecho que se iniciase el procedimiento de deportación de los Moung. Fue entonces cuando Atención al Refugiado oyó hablar del caso y de estos y se dispuso a dar batalla.

Según el procedimiento, una pareja a la cual le era negada la entrada en el país por el departamento del director del distrito, podía apelar en la audiencia de exclusión al nivel inmediatamente superior, solicitando una audiencia administrativa ante un encargado de las concesiones de asilo.

Dexter tomó nota de que en la audiencia de exclusión, el segundo motivo esgrimido por el SIN para su negativa final había sido que los Moung no presentaban ninguna de las razones por las que se podía alegar persecución: raza, nacionalidad, religión, convicciones políticas y/o clase social. Dexter pensaba que en tanto que ferviente anticomunista —y tenía intención de aconsejar al señor Moung que se convirtiera en ello de inmediato— y como director de una escuela, su defendido estaba en situación de alegar los dos últimos motivos.

Su labor durante la audiencia de la mañana siguiente consistiría en convencer al oficial de audiencias de que concediera una salida conocida como Abstención del Proceso de Deportación, bajo la Sección 243(h) del Acta de Nacionalidad e Inmigración.

En letra minúscula, al final de una de las hojas había una anotación hecha por alguien de Atención al Refugiado diciendo que el encargado de las concesiones de asilo sería un tal Norman Ross. Lo que averiguó era interesante.

Dexter entró en el edificio del SIN, en el 26 de Federal Plaza, más de una hora antes de la audiencia para conocer a sus clientes. Él no era ni muy alto ni muy corpulento, pero los Moung eran todavía más pequeños, y la señora Moung semejaba una muñeca diminuta. Contemplaba el mundo a través de unos cristales que parecían haber sido cortados del fondo de un vaso de whisky. Gracias a sus documentos Dexter supo que tenían cuarenta y ocho y cuarenta y cinco años respectivamente.

El señor Moung parecía tranquilo y resignado. Como Cal Dexter no hablaba francés, Atención al Refugiado había proporcionado una intérprete.

Dexter pasó la hora de preparación repasando la declaración original, pero no había nada que añadir o quitar.

El caso no se vería en un auténtico tribunal, sino en una gran oficina con sillas traídas para la ocasión. Cinco minutos antes de la comparecencia, se les dijo que entraran.

Tal como había imaginado Dexter, el representante del director del distrito volvió a presentar los argumentos que ya se habían empleado en la audiencia de exclusión para rechazar la petición de asilo. No había nada que añadir o que quitar. Detrás de su escritorio, el señor Ross fue resiguiendo los argumentos que ya se hallaban expuestos en el expediente que tenía ante sí, y luego miró al novato que Honeyman Fleischer había enviado enarcando una ceja.

Detrás de él, Cal Dexter oyó que el señor Moung le murmuraba a su esposa: «Esperemos que este joven lo consiga o volverá a enviarnos allí para que muramos». Pero en realidad el refugiado había hablado en su propia lengua nativa.

Dexter empezó respondiendo al primer punto del director del distrito: desde que habían empezado a funcionar los llamados campos de la muerte no había habido ninguna representación diplomática o consular de Estados Unidos en Pnom Pehn. La más próxima estaba en Bangkok, Tailandia, una meta inalcanzable para los Moung. Vio aparecer la sombra de una sonrisa en la comisura de los labios de Ross cuando la tez del hombre del SIN se puso de un rosa pálido.

La tarea principal de Dexter consistía en constatar que si se hubiera demostrado que estaban en contra de los comunistas, como era el caso de sus clientes, habrían estado destinados a la tortura y la muerte tras ser capturados por los fanáticos Jemeres Rojos. El mero hecho de que el señor Moung dirigiese una escuela y tuviera un título universitario habría bastado para que lo ejecutaran.

Lo que había descubierto Dexter durante la noche que se había pasado estudiando el expediente era que Norman Ross no siempre había sido Ross. Su padre había llegado a Estados Unidos a principios de siglo como Samuel Rosen, procedente de un shtetl, en Polonia, huyendo de los pogromos que entonces llevaban a cabo los cosacos.

—Es muy fácil, señor, rechazar a aquellos que vienen con nada buscando únicamente la oportunidad de seguir viviendo. Decir «no» y marcharse es muy fácil. No cuesta nada decretar que aquí no hay lugar para estos dos orientales y que deberían regresar al arresto, la tortura y el paredón de ejecución.

»Pero ahora yo le pregunto, suponiendo que nuestros padres hubieran hecho eso, y sus padres antes que ellos, cuántos, después de haber regresado a esa patria suya que sufría semejante baño de sangre, no habrían dicho: «Fui a la tierra de los hombres libres y pedí que se me diera una oportunidad de seguir viviendo pero ellos me cerraron las puertas y me enviaron de regreso a la muerte». ¿Cuántos, señor Ross? ¿Un millón? No. Casi diez millones. Le pido, y no basándome en un motivo legal o como un triunfo de la hábil semántica de los abogados, sino como una victoria para aquello que Shakespeare llamó «la calidad de la clemencia», que decrete que en este gran país nuestro hay espacio para un matrimonio que lo ha perdido todo salvo la vida y que ahora únicamente pide una oportunidad.

Norman Ross contempló a Dexter con expresión dubitativa por unos instantes. Luego golpeó suavemente su escritorio con el lápiz como si este fuera el mazo de un juez y dictó su decisión.

—Deportación denegada. Siguiente caso.

La mujer de Atención al Refugiado contó con nerviosismo a los Moung en francés lo que acababa de suceder. Ella y su organización podrían ocuparse de los procedimientos legales a partir de ese momento. Tendrían que llevar a cabo varios trámites administrativos, pero ya no había ninguna necesidad de contar con un abogado. Los Moung podían quedarse en Estados Unidos bajo la protección del gobierno, y pasado un tiempo terminarían obteniendo un permiso de trabajo, el dictamen de asilo y, en su momento, la naturalización.

Dexter miró a la mujer y le dijo con una sonrisa que ya podía irse. Luego se volvió hacia el señor Moung y dijo en vietnamita, la lengua nativa del señor Moung:

—Bien, ahora vayamos a la cafetería y podrá contarme quiénes son ustedes realmente y qué es lo que están haciendo aquí. En una mesa ubicada en un rincón de la cafetería del sótano, Dexter examinó los pasaportes camboyanos y los documentos de identidad.

—Estos documentos ya han sido examinados por algunos de los mejores expertos que hay en Occidente, y declarados auténticos. ¿Cómo los consiguieron?

El refugiado miró a su diminuta esposa.

—Ella los hizo. Mi mujer es una nghi.

En Vietnam existe un clan llamado nghi, que durante siglos había estado proporcionando la mayoría de sus estudiosos y eruditos a la región de Hue. Su habilidad particular, transmitida a lo largo de generaciones, consistía en un dominio excepcional de la caligrafía. Los nghi creaban los documentos de la corte para sus emperadores.

Con la llegada de la era moderna, y especialmente con el comienzo de la guerra contra los franceses en 1945, la absoluta dedicación de los nghi a la paciencia y el detalle, combinada con un nivel de artesanía realmente excepcional, significó que acabaran convirtiéndose en algunos de los mejores falsificadores del mundo.

La diminuta mujer de las gruesas gafas se había echado a perder la vista porque había pasado todo el tiempo que duró la guerra de Vietnam agazapada en un taller subterráneo, creando pases e identificaciones tan perfectas que los agentes del Vietcong habían podido entrar a su antojo en todas las ciudades del sur de Vietnam y nunca habían sido descubiertos.

Cal Dexter les devolvió los pasaportes.

—Volvamos a lo que dije arriba. ¿Quiénes son ustedes realmente, y por qué están aquí?

La mujer empezó a llorar calladamente y su esposo le cubrió las manos con la suya.

—Me llamo Nguyen Van Tran —dijo—. Estoy aquí porque conseguí escapar de un campo de concentración en Vietnam, donde pasé tres años. Esa parte al menos es cierta.

—¿Y por qué fingir que eran camboyanos? Estados Unidos ha aceptado a muchos sudvietnamitas que combatieron junto a nosotros en esa guerra.

—Porque yo era comandante del Vietcong. Dexter asintió lentamente.

—Eso podría constituir un problema —admitió—. Cuéntemelo. Todo.

—Nací en 1930, en el sur, junto a la frontera con Camboya. Por eso sé hablar un poco el jemer. Mi familia nunca fue comunista, pero mi padre era un ferviente nacionalista. Quería ver libre a nuestro país del dominio colonial de los franceses. Me educó para que pensara como él.

—No veo que haya nada de malo en eso. ¿Por qué se hizo usted comunista?

—Ese es mi problema. Por eso he estado en un campo de concentración. No me hice comunista. Solo lo fingí.

—Continúe.

—Cuando era un muchacho, antes de la Segunda Guerra Mundial, fui educado en el sistema del liceo francés, aunque yo anhelaba ser lo bastante mayor para unirme a la lucha por la independencia. En 1942 llegaron los japoneses y expulsaron a los franceses, a pesar de que técnicamente hablando, la Francia de Vichy estaba de su lado. Así que empezamos a luchar contra los japoneses.

»Los comunistas comandados por Ho Chi Minh no tardaron en encabezar el movimiento. Eran más eficientes, más capaces más implacables que los nacionalistas. Muchos cambiaron de bando, pero mi padre no lo hizo. Cuando los japoneses se marcharon en 1945, tras ser derrotados, Ho Chi Minh se convirtió en un héroe nacional. Yo tenía quince años y ya participaba en la lucha. Entonces los franceses volvieron a Vietnam.

»Luego vinieron nueve años más de guerra. Ho Chi Minh y el movimiento comunista de resistencia del Vietminh sencillamente absorbieron los otros movimientos. Todos aquellos que se resistieron fueron ejecutados. Yo también tomé parte en esa guerra. Fui una de aquellas hormigas humanas que llevaban los cañones desmontados a las cimas de las montañas que se alzaban alrededor de Dien Bien Phu, donde los franceses terminarían siendo aplastados en 1954. Después vinieron los acuerdos de Ginebra, y también un nuevo desastre. Mi país quedó dividido en el norte y el sur.

—Y volvieron a guerrear.

—No de inmediato. Hubo un corto período de paz. Nosotros esperábamos el referéndum cuya celebración formaba parte de los acuerdos firmados en Ginebra. Cuando el referéndum nos fue negado porque la dinastía Diem, que gobernaba en el sur, sabía que lo perdería, volvimos a la guerra. Había que elegir entre los repugnantes y corruptos Diem en el sur o el general Giap y Ho en el norte. Yo había luchado a las órdenes de Giap, y lo tenía por un gran héroe. Escogí a los comunistas.

—¿Todavía era soltero?

—No, ya me había casado con mi primera esposa. Tuvimos tres hijos.

—¿Y ellos todavía siguen en Vietnam?

—No, todos murieron.

—¿De enfermedad?

—Los mataron los B-52.

—Continúe.

—Entonces llegaron los primeros estadounidenses. Los envió Kennedy, supuestamente como asesores. Pero para nosotros el régimen de Diem se había convertido en otro gobierno títere como los que nos habían impuesto los japoneses y los franceses. Así que una vez más, la mitad de mi país quedó ocupado por extranjeros. Volví a la selva para seguir luchando.

—¿Cuándo?

—En 1963.

—¿Diez años más?

—Diez años más. Cuando aquello hubo terminado, yo tenía cuarenta y dos años y había pasado la mitad de mi vida viviendo como un animal, sometido al hambre, la enfermedad, el miedo y la amenaza constante de morir en cualquier momento.

—Pero después de 1972 debió de sentir que por fin había triunfado —observó Dexter.

El vietnamita negó con la cabeza.

—Usted no entiende lo que ocurrió después de la muerte de Ho en 1968 —dijo—. El partido y el gobierno quedaron en distintas manos. Muchos de nosotros todavía estábamos luchando por el país con que habíamos soñado y pensábamos que disfrutaríamos de cierta libertad. Los que se hicieron con el poder después de la muerte de Ho tenían otros planes. Un patriota tras otro fue arrestado y ejecutado. Quienes mandaban ahora eran Le Doan y Le Duc Tho. Ellos carecían de la fortaleza interior de Ho, quien podía tolerar un enfoque humano. Doan y Tho tenían que destruir para dominar. El poder de la policía secreta fue enormemente incrementado. ¿Se acuerda de la ofensiva del Tet?

—Demasiado bien.

—Ustedes los estadounidenses parecen pensar que para nosotros aquello fue una gran victoria. No es cierto. La ofensiva fue concebida en Hanoi y atribuida equivocadamente al general Giap, cuando de hecho éste ya no podía hacer nada contra Le Doan. La ofensiva del Tet le fue impuesta al Vietcong como una orden directa. Nos destruyó. La intención había sido precisamente esa. Quince mil de nuestros mejores cuadros murieron en misiones suicidas, entre ellos todos los líderes naturales del sur. Una vez que esos líderes hubieron desaparecido, Hanoi pasó a ostentar el poder supremo. Después del Tet, el ejército del norte se hizo con el control, justo a tiempo para la victoria. Yo era uno de los últimos supervivientes de los nacionalistas del sur. Quería un país libre y reunificado, sí, pero también quería que mi país tuviera libertad cultural, un sector privado y granjeros que fueran dueños de sus tierras. Eso resultó ser un error.

—¿Qué ocurrió?

—Después de la conquista del sur en 1975, empezaron los auténticos pogromos. Todo fue obra de los chinos. Dos millones de vietnamitas fueron despojados de todo cuanto poseían. Se vieron obligados a trabajar como esclavos o se les expulsó del país, convirtiéndose en lo que se conoció como boat people, «la gente de los barcos». Yo no estaba de acuerdo con todo aquello y así lo dije. Entonces fue cuando aparecieron los campos para los disidentes vietnamitas. Ahora hay doscientos mil en los campos, la inmensa mayoría de ellos gente del sur. A finales de 1975, el Bao Ve Cong An, la policía secreta, vino a buscarme. Yo llevaba escritas demasiadas cartas de protesta, diciendo que en mi opinión todo aquello por lo cual había luchado estaba siendo traicionado. Mi última carta no les gustó nada.

—¿Qué condena le impusieron?

—Tres años, la pena habitual para quienes debían ser «reeducados». Después de eso, vinieron tres años de vigilancia diaria. Fui enviado a un campo de internamiento en la provincia de Hatay, a unos sesenta kilómetros de Hanoi. Siempre te enviaban muy lejos de casa porque eso hace que luego te resulte mucho más difícil huir.

—Pero usted consiguió escapar, ¿no?

—Fue mi esposa la que consiguió hacer que huyéramos del campo. Ella es enfermera, además de falsificadora. Y yo fui director de escuela durante los escasos años de paz. Nos conocimos en el campo de internamiento. Ella trabajaba en el hospital, y a mí me habían salido unos abscesos en las piernas. Hablamos. Nos enamoramos. Imagíneselo, a nuestros años… Mi esposa me sacó de allí. Tenía escondidas unas cuantas alhajas de oro que no le habían confiscado, y sirvieron para comprar pasajes a bordo de un carguero. Bueno, ahora ya lo sabe todo.

—¿Y piensa que podría llegar a creerle? —preguntó Dexter.

—Usted habla nuestro idioma. ¿Estuvo allí?

—Sí, estuve allí.

—¿Y combatió?

—Lo hice.

—Entonces, y hablando de soldado a soldado, le diré que debería saber reconocer la derrota cuando la ve. Ahora está contemplando la más completa y absoluta de las derrotas. Bien, ¿nos vamos?

—¿En qué lugar estaba pensando?

—Habrá que volver a hablar con los de inmigración, claro está. Tendrá usted que contarles quiénes somos en realidad.

Cal Dexter terminó su café y se levantó. El comandante Nguyen Van Tran se dispuso a imitarlo, pero Dexter le indicó con un gesto que no lo hiciera.

—Un par de cosas, comandante. La guerra ha terminado. Ocurrió hace mucho tiempo y muy lejos de aquí. Intente disfrutar del resto de su vida.

El vietnamita parecía hallarse en estado de shock. Asintió torpemente. Dexter dio media vuelta y se marchó, pero cuando ya se había alejado un par de metros de la mesa, se volvió y dijo:

—Ah, sí. La segunda cosa. ¿Se acuerda de ese plato lleno de aceite de coco hirviendo que me arrojó encima? Bueno, pues me dolió mucho.

Era el 22 de noviembre de 1978.