7
El voluntario

El Rastreador hizo su equipaje y salió de Travnik en dirección norte. Estaba pasando de territorio bosnio (musulmán) a la zona controlada por los serbios. Pero una bandera británica ondeaba en lo alto de una antena sobre el Lada; con un poco de suerte eso debería bastar para evitar disparos de lejos. Si lo detenían, el Rastreador tenía intención de confiar en su pasaporte, la carta-prueba de que solo estaba escribiendo acerca de la ayuda humanitaria, y generosos regalos de cigarrillos de tabaco de Virginia que había comprado en la cantina de los cuarteles de Vitez.

Si todo eso fallaba, su pistola llevaba un cargador completo y estaba al alcance de su mano; y el Rastreador sabía cómo había que usarla.

Fue detenido dos veces, la primera por una patrulla de milicianos bosnios cuando estaba saliendo del territorio controlado por Bosnia, y la segunda por una patrulla del ejército yugoslavo al sur de Banja Luka. Sus explicaciones, documentos y regalos surtieron efecto en ambas ocasiones. Cinco horas después ya estaba entrando en Banja Luka.

Ciertamente, el hotel Bosna nunca haría que el Ritz tuviera que cerrar sus puertas por falta de clientela, pero era todo lo que tenía la población. El Rastreador se inscribió en recepción. Había habitaciones de sobra. Aparte de un equipo de la televisión francesa, le pareció que era el único extranjero que se alojaba allí. A las siete de aquella tarde entró en el bar. Había tres personas más bebiendo, todas serbias y sentadas a la mesa, y un barman. El Rastreador se instaló en uno de los taburetes de la barra.

—Hola —dijo—. Usted tiene que ser Dusko.

Se mostró abierto, afable y encantador. El barman estrechó la mano que le ofrecía y preguntó:

—¿Ha estado aquí antes?

—No, es la primera vez. Bonito bar. Uno enseguida se siente a gusto en él.

—¿Cómo sabe que me llamo Dusko?

—Un amigo mío estuvo destinado aquí recientemente. Un danés, Lasse Bjerregaard. Me pidió que le diera recuerdos de su parte si alguna vez llegaba a pasar por Banja Luka.

El barman se relajó considerablemente. Aquello no encerraba ninguna amenaza.

—¿Es usted danés?

—No, británico.

—¿Ejército?

—Cielos, no. Soy periodista. Estoy escribiendo una serie de artículos sobre las agencias de ayuda humanitaria. ¿Tomará una copa conmigo?

Dusko se sirvió de su mejor brandy.

—Me gustaría ser periodista. Algún día. Viajar. Ver mundo.

—¿Por qué no? Adquiera un poco de experiencia en el periódico de aquí y luego vaya a la gran ciudad. Eso fue lo que hice yo.

El barman se encogió de hombros con resignación.

—¿Aquí? ¿En Banja Luka? No hay periódico.

—Pues entonces pruebe en Sarajevo, o incluso en Belgrado. Usted es serbio. Puede salir de aquí. La guerra no durará eternamente.

—Salir de aquí cuesta dinero. Sin trabajo, no hay dinero. Sin dinero, no hay viaje ni trabajo.

—Ah, sí. El dinero siempre es un problema. O tal vez no.

El inglés sacó de su bolsillo un fajo de dólares estadounidenses, todos en billetes de cien, y los contó encima de la barra.

—Soy un poco anticuado —dijo—. Creo que las personas deberían ayudarse las unas a las otras. Eso hace que la vida se vuelva más fácil, más agradable. ¿Me ayudará, Dusko?

El barman estaba contemplando los mil dólares que había a unos cuantos centímetros de las puntas de sus dedos. No podía apartar los ojos de ellos. Cuando volvió a hablar, bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Qué está haciendo aquí? Usted no es reportero.

—Bueno, en cierta manera sí que lo soy. Hago preguntas. Pero el hacer preguntas me ha permitido llegar a ser rico. ¿Quiere ser rico como yo, Dusko?

—¿Qué es lo que quiere? —repitió el barman. Lanzó una rápida mirada de soslayo a los otros bebedores, que los estaban mirando.

—Usted ya ha visto un billete de cien dólares antes. En mayo pasado. Fue el día 15, ¿verdad? Un joven soldado intentó pagar la cuenta del bar con él y eso hizo que se armara un jaleo terrible. Mi amigo Lasse se encontraba aquí. Él me lo contó. Me explicó exactamente lo que sucedió y el porqué.

—Aquí no. Ahora no —siseó el asustado serbio. Uno de los hombres de las mesas se había levantado y estaba yendo hacia la barra. Un paño para limpiar surgió de la nada y cayó expertamente sobre el dinero—. El bar cierra a las diez. Vuelva.

A las diez y media, con el bar cerrado y la llave echada en la puerta, los dos hombres estaban sentados en un reservado y hablaban en la penumbra.

—Ellos no eran del ejército yugoslavo, no eran soldados —dijo el barman—. Eran paramilitares, mala gente. Se quedaron tres días. Las mejores habitaciones, la mejor comida, mucha bebida. Se fueron sin pagar.

—Uno de ellos intentó pagarte.

—Cierto. Solo uno. Era buen chico, distinto de los otros. Yo no sé qué estaba haciendo con ellos. Tenía educación. El resto eran gángsteres… Gente salida de las cloacas.

—¿Y tú no protestaste cuando no pagaron una estancia de tres días?

—¿Protestar? ¿Protestar? ¿Qué iba a decir? Esos animales tienen armas. Matan hasta a compatriotas serbios. Todos son asesinos.

—Así que cuando aquel chico tan simpático intentó pagarte, ¿quién fue el que le dio de bofetadas?

El Rastreador pudo sentir cómo el serbio se ponía rígido en la penumbra.

—Ni idea. El mandaba el grupo. No oí ningún nombre. Solo lo llamaban jefe.

—Todos esos paramilitares tienen nombres, Dusko. Arkan y sus Tigres, los Chicos de Frankie… Les gusta ser famosos. Presumen de sus nombres.

—Este no. Lo juro.

El Rastreador sabía que aquello era una mentira. Quienquiera que fuese, aquel asesino que trabajaba por su cuenta inspiraba un miedo terrible entre sus compatriotas serbios.

—Pero ese chico que era tan simpático… ¿tenía un nombre?

—Nunca lo oí.

—Estamos hablando de un montón de dinero, Dusko. Nunca volverás a verlo, nunca volverás a verme y tendrás suficiente dinero para volver a empezar partiendo de cero en Sarajevo después de la guerra. El nombre del chico.

—Él pagó el día que se fue. Como si se avergonzara de la gente con la que iba. Volvió y pagó con un cheque.

—¿Y el banco aceptó el cheque? ¿No te lo rechazaron? ¿Lo tienes?

—No, lo pagaron. Dinares yugoslavos. De Belgrado.

—¿Así que no hay cheque?

—Estará en el banco de Belgrado. En algún lugar. Probablemente ya lo hayan destruido. Pero yo anoté el número de su tarjeta de identificación, por si lo devolvían por falta de fondos.

—¿Dónde? ¿Dónde lo anotaste?

—En el cartón de un cuaderno de pedidos. Con un bolígrafo. El Rastreador lo examinó. Al cuaderno, que era utilizado para anotar pedidos de bebidas tan largos y complicados que no podían ser recordados de memoria, ya solo le quedaban dos hojas. Un día más y hubiese terminado en el cubo de la basura. Escrito con bolígrafo encima del cartón había un número de siete cifras y dos letras mayúsculas. La anotación ya tenía ocho semanas, pero todavía era legible.

El Rastreador entregó un donativo consistente en un millar de los dólares del señor Edmond y se fue. La manera más rápida de salir de allí era ir hacia el norte hasta entrar en Croacia y coger un avión en el aeropuerto de Zagreb.

La antigua República federal yugoslava compuesta por ocho repúblicas llevaba cinco años desintegrándose entre la sangre, el caos y la crueldad. En el norte, Eslovenia fue la primera en irse, afortunadamente sin derramamiento de sangre. En el sur, Macedonia había huido, proclamando una independencia unilateral. Pero en el centro, el dictador serbio Slobodan Milosevic empleaba todas las brutalidades conocidas para mantener bajo su poder a Croacia, Bosnia, Kosovo y Montenegro junto con su Serbia nativa. Ya había perdido Croacia, pero sus ansias de poder y de guerra no habían disminuido por ello.

El Belgrado al que había llegado el Rastreador en 1995 todavía se hallaba intacto. La desolación la provocaría la guerra de Kosovo, la cual todavía no se había producido.

Su departamento de Londres había informado al Rastreador de que existía una agencia de detectives privados en Belgrado, dirigida por un antiguo oficial de policía cuyos servicios ya habían utilizado antes. Aquel hombre había dotado a su agencia con el no excesivamente original nombre de Chandler, y fue fácil de encontrar.

—Necesito —le dijo el Rastreador al investigador, Dragan Stojic— localizar a un hombre joven cuyo nombre no conozco y sobre el que solo tengo el número de la tarjeta de identificación. Stojic gruñó.

—¿Qué ha hecho?

—Nada, que yo sepa. Vio algo. Quizá. Quizá no.

—Me basta con eso. ¿Un nombre?

—Y luego me gustaría hablar con él. No tengo coche y no domino el serbocroata. Puede que ese hombre hable inglés, y puede que no.

Stojic volvió a gruñir. Parecía ser su especialidad. Aparentemente había leído todas las novelas de Philip Marlowe y visto cada una de las películas que se habían hecho sobre ellas. Estaba intentando ser Robert Mitchum en El sueño eterno, pero el que fuese calvo y no llegara al metro sesenta de estatura lo hacía bastante difícil.

—Mis condiciones… —empezó a decir.

El Rastreador deslizó otro billete de cien dólares por encima del escritorio.

—Necesito contar con toda su atención —murmuró.

Stojic estaba fascinado. La trama podía haber haber sido la de la película Adiós, muñeca.

—Ya la tiene —dijo.

Para ser justos con él, hay que decir que el rechoncho ex inspector no perdió el tiempo. Lanzando humo negro, su ranchera Yugo, con el Rastreador en el asiento de pasajeros, los llevó a través de la ciudad hasta el distrito de Konjarnik. Allí, en la esquina de la calle Ljermontova, se encuentran los cuarteles generales de la policía de Belgrado, que eran, y siguen siendo, un enorme y feo bloque de colores marrón y amarillo, como una gigantesca avispa angular que yaciera sobre su costado.

—Será mejor que se quede aquí —dijo Stojic.

Luego se marchó durante media hora, en la cual debió de compartir algunos minutos de alegre conversación con un antiguo colega, porque cuando volvió el olor a cerezas del slivovitz se hallaba presente en su aliento. Pero traía consigo una tira de papel.

—Esa tarjeta pertenece a Milan Rajak. Tiene veinticuatro años y figura en los archivos como estudiante de derecho. Padre abogado, de bastante éxito, familia de clase media alta. ¿Está seguro de que no se ha equivocado usted de hombre?

—A menos que tenga un doble, él y su tarjeta de identificación con su fotografía estuvieron en Banja Luka hace dos meses.

—¿Y qué demonios podía estar haciendo él allí?

—Iba de uniforme. En un bar.

Stojic pensó en el expediente que le habían mostrado, pero que no le permitieron copiar.

—Cumplió con su servicio militar obligatorio. Todos los jóvenes yugoslavos tienen que hacerlo. El servicio militar abarca desde los dieciocho a los veintiún años.

—¿Como soldado de combate?

—No. Estuvo en el cuerpo de señales y fue operador de radio.

—Nunca tomó parte en un combate, aunque podría desear haberlo hecho. Podría haberse unido a un grupo que iba a ir a Bosnia para luchar por la causa serbia. ¿Un voluntario que no tenía las cosas demasiado claras? ¿Es posible?

Stojic se encogió de hombros.

—Sí, es posible. Pero esos paramilitares son una pandilla de cerdos. Unos gángsteres, eso es lo que son todos. ¿Qué iba a estar haciendo ese estudiante de derecho con ellos?

—¿Unas vacaciones de verano? —preguntó el Rastreador.

—Pero ¿qué grupo? ¿Deberíamos preguntárselo? —Stojic consultó su tira de papel—. La dirección de que disponemos corresponde a Senjak, y queda a media hora escasa de aquí.

—Entonces vayamos.

Encontraron la dirección sin ninguna dificultad, una sólida villa de clase media en la calle Istarska. Los años de servicio al mariscal Tito primero y a Slobodan Milosevic ahora parecían haber resultado bastante beneficiosos para el señor Rajak padre. Una mujer pálida y de aspecto nervioso que tendría cuarenta y pocos años pero parecía bastante mayor respondió al timbre de la puerta. Hubo un rápido intercambio de palabras en serbocroata.

—La madre de Milan —dijo Stojic—. Sí, él está en casa. Pregunta qué es lo que quiere usted.

—Hablar con él. Una entrevista. Para la prensa británica. Visiblemente sorprendida, la señora Rajak los dejó entrar y llamó a su hijo. Luego los acompañó a la sala de estar. Hubo un ruido de pies en la escalera y un joven apareció en el pasillo. Mantuvo una conversación en susurros con su madre y entró. Se lo veía perplejo, preocupado y casi asustado. El Rastreador le dirigió su sonrisa más afable y se dieron la mano. La puerta seguía estando unos centímetros abierta. La señora Rajak estaba hablando rápidamente por teléfono. Stojic lanzó una rápida mirada de advertencia al inglés, como para decir: «No sé qué es lo que quiere usted de él, pero dese prisa. La artillería ya viene de camino».

El inglés mostró un cuaderno de pedidos de un bar del norte. Las dos hojas que le quedaban lucían el encabezamiento del hotel Bosna. Pasando el cartón, le enseñó a Milan Rajak los siete números y las dos iniciales.

—Eso de pagar la factura fue muy decente por tu parte, Milan —dijo después—. El barman te quedó muy agradecido. Por desgracia el banco devolvió el cheque.

—No. Es imposible. Había…

Se calló y se puso blanco como el papel.

—Nadie te está culpando de nada, Milan. Así que ahora dime qué era lo que estabas haciendo en Banja Luka.

—Estaba de visita.

—¿Fuiste a ver a unos amigos?

—Sí.

—¿Llevando uniforme de camuflaje? Milan, Banja Luka es una zona de guerra. ¿Qué ocurrió ese día hace dos meses?

—No sé a qué se refiere. Mamá…

Luego pasó al serbocroata y el Rastreador ya no entendió. Miró a Stojic enarcando una ceja.

—Papá está a punto de llegar —murmuró el detective.

—Ibas con un grupo de diez hombres. Todos de uniforme, todos armados. ¿Quiénes eran?

Milan Rajak estaba sudando y parecía a punto de echarse a llorar. El Rastreador se dijo que tenía ante él a un joven con serios problemas nerviosos.

—¿Es usted inglés? Pero no es de la prensa. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué me acusa? Yo no sé nada.

Se oyó un chirriar de neumáticos delante de la casa y un ruido de pies que subían corriendo los escalones desde el pavimento. La señora Rajac mantuvo la puerta abierta y su esposo entró como una exhalación. Apareció en la puerta de la sala, enfadado y fuera de sí. Una generación mayor que su hijo, no hablaba inglés. Lo que hizo fue empezar a gritar en serbocroata.

—Pregunta qué está haciendo usted en su casa y por qué acosa de esa manera a su hijo —tradujo Stojic.

—No estoy acosando a su hijo —dijo el Rastreador sin perder la calma—. Me limito a hacerle una pregunta. ¿Qué estaba haciendo este joven hace ocho semanas en Banja Luka y quiénes eran los hombres que estaban con él?

Stojic lo tradujo. Rajak padre se puso a gritar.

—Dice —explicó Stojic— que su hijo no sabe nada y no estuvo allí. Ha pasado todo el verano aquí, y si usted no se va ahora mismo de su casa llamará a la policía. Personalmente, creo que deberíamos irnos. El señor Rajak es un hombre bastante poderoso.

—De acuerdo —dijo el Rastreador—. Una última pregunta. A petición suya, el antiguo director de las Fuerzas Especiales, que ahora dirigía Gestión de Riesgos, había mantenido un almuerzo muy discreto con un contacto en el Servicio Secreto de Inteligencia. El jefe de la Oficina de los Balcanes se mostró dispuesto a ayudar tanto como le estaba permitido.

—¿Esos hombres pertenecían a los Lobos de Zoran? ¿El hombre que le dio un par de bofetadas era Zoran Zilic?

Stojic ya había traducido más de la mitad de aquello antes de que pudiera detenerse. Milan lo entendió todo en inglés. El efecto se desarrolló en dos etapas. Durante varios segundos se produjo un silencio entre perplejo y glacial, y luego la segunda parte fue como una granada que explota.

La señora Rajak soltó un grito y salió corriendo de la sala. Su hijo se desplomó en un sillón, escondió la cabeza entre las manos y empezó a temblar. El padre, cuyo rostro pasó del blanco a un feo color amarillento, señaló la puerta y empezó a gritar una sola palabra que Gracey supuso significaba «fuera». Stojic fue hacia la puerta. El Rastreador lo siguió.

Mientras pasaba junto al tembloroso joven, se detuvo y metió una tarjeta dentro del bolsillo superior de su chaqueta.

—Si alguna vez cambias de parecer —murmuró—, llámame. O escríbeme. Vendré.

Un silencio cargado de tensión reinó dentro del coche mientras volvían al aeropuerto. Dragan Stojic estaba claramente convencido de que se había ganado hasta el último de sus mil dólares. Cuando se detuvieron delante del edificio de salidas internacionales, le habló por encima del techo del coche al inglés que se disponía a irse.

—Si regresa alguna vez a Belgrado, amigo mío, le aconsejo que no mencione ese nombre. Ni siquiera en broma, y especialmente en broma. Los acontecimientos de hoy nunca han tenido lugar.

Cuarenta y ocho horas después el Rastreador ya había terminado su informe y se lo había entregado a Stephen Edmond, junto con su lista de gastos. Los últimos párrafos rezaban:

Me temo que he de admitir que los acontecimientos que condujeron a la muerte de su nieto, la forma de esa muerte o el lugar en el que descansa el cuerpo probablemente nunca llegarán a salir a la luz. Y estaría suscitando falsas esperanzas si dijese que creía que había una posibilidad de que su nieto todavía estuviera con vida. Por el momento y en lo que podemos esperar, lo único que me está permitido decir es: desaparecido y presuntamente muerto.

No creo que él y el bosnio que lo acompañaba se salieran de algún camino de la zona y cayeran al fondo de un barranco. Cada uno de los posibles caminos ha sido inspeccionado personalmente por mí. Tampoco creo que el bosnio lo asesinara por el todoterreno o el cinturón con el dinero o por ambas cosas.

Creo que se expusieron a un terrible peligro sin darse cuenta de lo que hacían y fueron asesinados por una persona o personas desconocidas. Es probable que dichas personas fueran miembros de una banda de criminales paramilitares serbios que se cree ha estado en esa zona. Pero sin pruebas, identificaciones, una confesión o una declaración ante un tribunal, no hay ninguna posibilidad de presentar acusaciones.

Lamento profundamente tener que comunicarle estas noticias, pero creo que podemos estar casi seguros de que se corresponden con la verdad.

Teniendo el honor de seguir estando a su disposición para todo lo que pueda desear de mí, señor, se despide atentamente de usted,

PHILIP GRACEY

Era el 22 de julio de 1995.