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El rastreador

Hay muy pocas unidades militares cuya actividad sea más secreta que la del regimiento del Special Air Service británico, pero si existe una que haga que el siempre discreto SAS parezca el show televisivo de Jerry Springer, esa es el Dest.

La 14.a Compañía de Inteligencia Independiente, también llamada 14.a de Int., el Destacamento o el Dest, es una unidad del ejército que obtiene a sus reclutas directamente de la junta, y a diferencia del exclusivamente masculino SAS, con una buena proporción de mujeres soldado entre ellos.

Aunque puede llegar a combatir con una mortífera eficiencia en el caso de que sea necesario hacerlo, las principales tareas del Dest consisten en localizar al enemigo, seguirle los pasos, vigilarlo y mantenerlo bajo observación. Nunca son vistos y los aparatos de escucha que colocan son tan avanzados que rara vez pueden localizarse.

Una operación del Dest coronada por el éxito supone seguir a un terrorista hasta su base principal, entrar secretamente en ella por la noche, colocar un «micrófono» y luego estar a la escucha durante días o semanas enteras; había muchas probabilidades de que los terroristas terminaran hablando de su siguiente operación. Una vez que hubiera sido informado, el ligeramente más ruidoso SAS podría organizar una pequeña emboscada y, en cuanto el primer terrorista abriera fuego con un arma, acabar con todos ellos. Legalmente. En defensa propia.

Hasta 1995 la mayor parte de las operaciones del Dest habían tenido lugar en Irlanda del Norte, donde la información que obtenía en secreto había terminado llevando a algunas de las peores derrotas sufridas por el IRA. Fue el Dest el que tuvo la idea de infiltrarse en locales de pompas fúnebres donde algún terrorista, fuera bien republicano o unionista, yaciera dentro de un féretro, e introducir un micrófono en éste.

Aquella manera de actuar obedecía a que los padrinos de los terroristas, sabiendo que se hallaban bajo sospecha, rara vez se reunían para discutir sus planes. Pero en un funeral sí que se congregarían; se inclinarían sobre el ataúd y, tapándose la boca para protegerse de los lectores de labios apostados detrás de telescopios en la colina que se alzaba sobre el cementerio, celebrarían sus reuniones de planificación. Los micrófonos introducidos en el ataúd captarían muchas cosas. El sistema dio muy buenos resultados durante años.

En años venideros, sería el Dest el que llevaría a cabo la operación «Reconocimiento de Objetivos Cercanos» sobre los asesinos en masa de Bosnia, permitiendo así que los pelotones de captura del SAS se los llevaran para ser juzgados en La Haya.

La empresa cuyo nombre había sabido Steve Edmond de labios del señor Rubinstein, el coleccionista de obras de arte de Toronto que tan misteriosamente había recuperado sus cuadros, se llamaba Gestión de Riesgos y era una agencia muy discreta que tenía su sede en el distrito Victoria de Londres.

Gestión de Riesgos estaba especializada en tres cosas, y contaba con un considerable porcentaje de antiguo personal de las Fuerzas Especiales en su plantilla. La que proporcionaba más ingresos era Protección de Recursos que, como daba a entender su nombre, consistía en proteger propiedades extremadamente caras en beneficio de personas muy ricas que no querían despedirse de ellas. Dicha actividad solo era llevada a cabo en ocasiones especiales con duración limitada, no de manera permanente.

Después venía Protección Personal. Dicha actividad también tenía una duración limitada, aunque en Wiltshire había una pequeña escuela para adiestrar a los guardaespaldas de hombres ricos a cambio de una tarifa sustancial.

La más pequeña de las divisiones de Gestión de Riesgos era conocida como L&R, Localización y Recuperación. Aquello era lo que había necesitado el señor Rubinstein: alguien que siguiera el rastro de sus obras maestras perdidas y negociara su devolución. Dos días después de recibir la llamada de su preocupada hija, Steve Edmond acudió a su cita con el presidente de Gestión de Riesgos y le explicó lo que quería.

—Encuentre a mi nieto. No estamos hablando de un encargo que tenga límites presupuestarios —dijo.

El antiguo director de las Fuerzas Especiales, ahora retirado, se puso muy contento. Incluso los soldados tienen hijos a los que educar. El hombre al que telefoneó al día siguiente desde su casa de campo era Phil Gracey, un antiguo capitán del Regimiento de Paracaidistas que diez años en el Dest habían convertido en uno de los veteranos de la firma. Dentro de esta se lo conocía simplemente por el Rastreador.

Gracey mantuvo su propia reunión con el canadiense; su interrogatorio fue extremadamente detallado. Si el muchacho aún estaba vivo, quería saberlo todo acerca de sus costumbres personales, gustos, preferencias, e incluso vicios. Recibió dos buenas fotografías de Ricky Colenso y el número personal del móvil de su abuelo. Luego asintió y se fue.

El Rastreador pasó dos días hablando casi continuamente por teléfono. No tenía ninguna intención de moverse hasta que supiera exactamente adónde iba a ir, cómo, por qué y a quién buscaba. Pasó horas leyendo material escrito acerca de la guerra civil bosnia, los programas de ayuda y la presencia militar no bosnia en el terreno. Finalmente la fortuna le sonrió.

Naciones Unidas había creado una fuerza internacional de «mantenimiento de la paz», cayendo así en su habitual insensatez de enviar una fuerza para mantener la paz donde no había ninguna paz que mantener y luego prohibir a sus integrantes que crearan condiciones de paz, limitándose a ordenarles que contemplaran la carnicería sin intervenir en ella. Los efectivos constituyeron la UNPROFOR, a la que el gobierno británico había proporcionado un considerable contingente. Se hallaban estacionados en Vitez, a quince kilómetros de Travnik siguiendo la ruta que unía ambas poblaciones.

El regimiento que había allí en junio de 1995 llevaba poco tiempo; su predecesor había sido relevado tan solo dos meses antes, pero el Rastreador pudo localizar a su coronel dando un curso en un depósito de la Guardia. El coronel Pirbright resultó ser una auténtica mina de información. Tres días después de su conversación con el abuelo canadiense, el Rastreador voló a los Balcanes; no directamente a Bosnia (aquello era imposible) sino a Split, una ciudad en la costa de Croacia muy frecuentada por el turismo. Se presentó como un periodista independiente, lo cual siempre resulta una tapadera muy útil porque es completamente indemostrable que sea falsa o cierta. Por si acaso, el Rastreador también llevó consigo una carta de un gran dominical londinense en la que le solicitaba una serie de artículos sobre la efectividad de la ayuda humanitaria.

Durante las veinticuatro horas que pasó en Split, que estaba disfrutando de una inesperada prosperidad como principal punto de partida para la Bosnia central, el Rastreador adquirió un todoterreno, de segunda mano pero en muy buen estado, y una pistola. Solo por si acaso, también. Había que hacer un largo y duro viaje a través de las montañas desde la costa hasta Travnik, pero el Rastreador confiaba en que su información fuera exacta: se le había dicho que no entrara en ninguna zona de combate, y no lo hizo.

La guerra civil de Bosnia era una guerra extraña. Rara vez había línea del frente como tal, y nunca una batalla encarnizada. Lo único que había era una colcha hecha con retazos de comunidades monoétnicas que vivían sumidas en el miedo, centenares de pueblecitos y aldeas étnicamente «limpias» que habían sido consumidas por las llamas y, vagando entre ellas, bandas de soldadesca, en su mayor parte pertenecientes a uno de los «ejércitos nacionales» que las rodeaban, pero que también incluían grupos de mercenarios, saqueadores y paramilitares psicópatas que se hacían pasar por patriotas. Aquellos eran los peores.

En Travnik, el Rastreador se encontró con su primer revés. John Slack se había ido. Un alma caritativa que colaboraba con Pensar en la Tercera Edad dijo que creía que el estadounidense se había unido a Alimentad a los Niños, una ONG mucho más grande con base en Zagreb. El Rastreador pasó la noche en su saco de dormir en la parte de atrás del cuatro por cuatro, y al día siguiente salió de Travnik para hacer otro agotador trayecto en dirección norte hacia Zagreb, la capital croata. Allí encontró a John Slack en el almacén de Alimentar a los Niños. Éste no pudo serle de mucha ayuda.

—No tengo ni idea de lo que ocurrió, adónde se fue o por qué —protestó—. Mire usted, Panes y Peces dejó de actuar allí el mes pasado y él formaba parte de esa operación. Se esfumó con uno de mis dos Landcruiser recién salidos de fábrica, lo cual quiere decir que se largó con el cincuenta por ciento de mis medios de transporte.

»Además, se llevó consigo a uno de mis tres cooperantes bosnios. Charleston no se mostró nada complacido. Ahora que la paz por fin está a punto de llegar, no quieren tener que volver a empezar partiendo de cero. Yo les dije que todavía quedaba mucho por hacer, pero me cerraron la tienda. Tuve suerte de poder encontrar un billete hasta aquí.

—¿Y qué me dice del bosnio?

—¿Fadil? No, es imposible que él estuviera detrás de aquello. Fadil era muy buen tipo, y se pasaba la mayor parte del tiempo llorando a su familia perdida. Si odiaba a alguien era a los serbios, no a los estadounidenses.

—¿Se ha sabido algo del cinturón con el dinero?

—Eso sí que fue una auténtica estupidez. Se lo advertí. Era demasiado dinero, tanto para dejarlo en algún sitio como para llevarlo encima. Pero no creo que Fadil lo matara por eso.

—¿Dónde estaba usted, John?

—Esa es la cuestión. Si yo hubiera estado allí, nunca habría ocurrido. Yo habría vetado la idea, cualquiera que fuese. Pero me encontraba en un camino de montaña del sur de Croacia, intentando conseguir que remolcaran al pueblo más cercano un camión cuyo motor había dejado de funcionar. Sueco estúpido… ¿A usted le parece que puede haber alguien que sea capaz de conducir un camión sin darse cuenta de que el colector del aceite se ha quedado vacío?

—¿Qué fue lo que descubrió?

—¿Cuando volví, quiere decir? Bueno, el chico había llegado al recinto y lo que hizo fue entrar, coger un Landcruiser y largarse en él. Otro de los cooperantes bosnios, Ibrahim, los vio a los dos, pero no le dijeron nada. Eso fue cuatro días antes de que yo regresara. Estuve llamando a su móvil, pero no obtuve respuesta. Entonces sí que empecé a subirme por las paredes. Pensaba que se habían ido de juerga, así que al principio estuve más enfadado que preocupado.

—¿Tiene alguna idea de la dirección que pudieron tomar?

—No. Ibrahim me contó que se fueron hacia el norte, y eso quiere decir que iban directamente hacia el centro de Travnik. Del centro de la población salen caminos que van a todas partes. En Travnik nadie se acuerda de nada.

—¿Y usted tiene alguna idea de adónde fueron, John?

—Pues sí. Me parece que el chico recibió una llamada. O, más probablemente, Fadil recibió una llamada y se lo dijo a Ricky. Ese chico siempre se dejaba arrastrar por la compasión. Si lo hubieran llamado para informarle de alguna emergencia médica en una de las aldeas de las montañas, Ricky habría salido corriendo para ayudar. Era demasiado impulsivo para dejar un mensaje. ¿Ha visto usted esa parte del territorio, amigo? ¿Ha llegado a conducir por ella? Todo son montañas, valles y ríos. Me imagino que cayeron por un precipicio y acabaron en el fondo de algún valle. Cuando caigan las hojas y llegue el invierno, supongo que alguien verá los restos del vehículo desperdigados entre las rocas. Oiga, tengo que irme. Buena suerte, ¿eh? Ricky era un buen chico.

El Rastreador regresó a Travnik, organizó un pequeño despacho con alojamiento y reclutó a un tal Ibrahim, que se mostró encantado de tener trabajo, para que le hiciera de guía e intérprete. Se había llevado consigo un teléfono vía satélite con varias pilas de repuesto y un interferidor que impediría que detectaran sus comunicaciones. Era para mantenerse en contacto con la central de Londres, ya que allí disponían de recursos de los que él carecía. Al Rastreador le parecía que había cuatro posibilidades, las cuales iban desde lo insensato hasta lo probable pasando por lo posible. La más insensata de las cuatro era que Ricky Colenso había decidido robar el Landcruiser, ir en dirección sur hasta llegar a Belgrado, en Serbia, vender el vehículo y, una vez allí, había optado por abandonar toda su existencia anterior y vivir como un vagabundo. El Rastreador la rechazó. Aquello simplemente no era propio de Ricky Colenso, y además no veía por qué el chico iba a robar un Landcruiser cuando su abuelo podía comprarle la fábrica entera.

Otra era que Fadil Sulejman hubiera persuadido a Ricky de que lo llevara a algún sitio, y luego hubiera asesinado al joven estadounidense para quedarse con su dinero y el vehículo. Era posible, desde luego. Pero como musulmán bosnio que carecía de pasaporte, Fadil no conseguiría llegar muy lejos ni en Croacia ni en Serbia, ambas territorio hostil para él, y la presencia de un Landcruiser nuevo en el mercado sería percibida enseguida.

O bien Fadil y Ricky se habían encontrado con una persona o personas desconocidas y habían sido asesinados por el mismo botín. Entre los asesinos incontrolados que trabajaban por libre y que recorrían el territorio había unos cuantos grupos de muyaidines, fanáticos musulmanes procedentes de Oriente Próximo que habían venido a «ayudar» a sus correligionarios perseguidos en Bosnia. Se sabía que ya habían matado a dos mercenarios europeos, a pesar de que se suponía que se encontraban en el mismo bando, además de a un cooperante de la ayuda humanitaria y a un musulmán dueño de un garaje que se negó a donar petróleo.

Pero ocupando el primer lugar de la lista de probabilidades estaba la teoría de John Slack. El Rastreador se llevó consigo a Ibrahim y, un día tras otro, fue siguiendo todos los caminos que salían de Travnik para internarse varios kilómetros en los campos. Mientras el bosnio iba conduciendo lentamente detrás de él, el Rastreador examinaba los bordes de los caminos en cada empinada ladera que descendiese hacia los valles.

Estaba haciendo lo que se le daba mejor. Poco a poco, pacientemente y sin pasar nada por alto, el Rastreador buscaba señales de neumáticos, bordes desmoronados, líneas de derrapajes, vegetación aplastada y hierba que hubiera sido prensada por las ruedas. Tres veces, con una cuerda atada al Lada estacionado en el camino, bajó a cañadas en las que la masa de vegetación podía ocultar un Landcruiser destrozado. Nada.

Se sentaba con sus prismáticos al costado del camino y examinaba los valles en busca de un destello de metal o cristal. Nada. Después de diez días agotadores, el Rastreador llegó a convencerse de que Slack estaba equivocado. Si un todoterreno de aquellas dimensiones se hubiera salido del camino y despeñado, habría dejado una huella, por pequeña que fuese, que seguiría siendo visible incluso cuarenta días después. Y él hubiese visto aquella huella. No había ningún vehículo yaciendo en los valles que rodeaban Travnik.

Ofreció una recompensa a cambio de información, lo bastante grande para hacer la boca agua. La noticia circuló rápidamente entre la comunidad de refugiados, y los que esperaban hacerse con la recompensa fueron a ver al Rastreador. Pero lo mejor que consiguió fue que alguien había visto el vehículo atravesando la población aquel día. Con destino desconocido, con dirección desconocida.

Pasadas dos semanas, el Rastreador dio por concluida la operación y fue a Vitez, donde estaba el cuartel general del contingente británico recién instalado en la zona.

Encontró alojamiento en una escuela que había sido convertida en una especie de hostal para la prensa, mayoritariamente británica. Estaba en una calle conocida como el Callejón de la Televisión, muy cerca del acuartelamiento británico pero lo bastante alejada de él para el caso de que las cosas se pusieran feas. Sabiendo lo que la mayoría de los militares piensan de la prensa, el Rastreador no se molestó en recurrir a su tapadera de periodista independiente, sino que concertó una cita con el coronel jefe basándose en lo que realmente era él, un antiguo miembro de los Servicios Especiales.

El coronel tenía un hermano en los paracaidistas. Un pasado común, unos intereses comunes. No había ningún problema, ¿podía ayudarlo de alguna manera?

Sí, había oído hablar del chico estadounidense desaparecido. Un feo asunto, desde luego. Sus patrullas habían mantenido los ojos bien abiertos, pero nada. El coronel escuchó la oferta del Rastreador de hacer un sustancial donativo al Fondo Caritativo del Ejército. Se organizó un vuelo de reconocimiento con un aparato ligero de los que se emplean en artillería. El Rastreador fue con el piloto. Estuvieron sobrevolando las montañas y las cañadas durante más de una hora. Ni rastro.

—Me parece que tendrá que empezar a buscar a algún culpable —dijo el coronel durante la cena.

—¿Los muyaidines?

—Posiblemente. Esos cerdos son muy raros, ¿sabe? Te matarán tan pronto como te vean llegar si no eres musulmán, o incluso siéndolo si no eres lo bastante fundamentalista. ¿El 15 de mayo, dice? Entonces nosotros solo llevábamos un par de semanas aquí y todavía nos estábamos familiarizando con el terreno. Pero he examinado el Registro de Incidentes y no hubo ninguno en el área. Podría probar suerte con los insits, o informes de situación, de la MSCE. No es que sirvan de mucho, pero tengo un montón de ellos en el despacho. Deberían cubrir el 15 de mayo.

La Misión de Seguimiento de la Comunidad Europea era reflejo de los esfuerzos de la Unión Europea por hacerse un hueco en una representación sobre la que no podía influir de ninguna manera. Bosnia había sido un asunto de las Naciones Unidas hasta que finalmente, y en un rapto de exasperación, Estados Unidos había asumido el control y resuelto el problema. Pero Bruselas quería tener un papel, así que creó un equipo de observadores.

Al día siguiente el Rastreador repasó el montón de informes. Casi todos los observadores de la Unión Europea eran militares que no tenían nada que hacer y que habían sido designados por los ministerios de Defensa de los miembros. Estaban desperdigados por Bosnia y disponían de un despacho, un piso, un coche y una asignación para pagarse los gastos. Algunos de los insits parecían más bien una especie de diario social. El Rastreador se concentró en cualquier informe que hubiera sido archivado el 15 de mayo o en los tres días siguientes. Había uno de Banja Luka fechado el 16 de mayo que atrajo su atención.

Banja Luka era una plaza fuerte de los serbios situada bastante al norte de Travnik y que quedaba al otro lado de los montes Vlasic. El oficial de la MSCE destacado allí era un comandante danés, Lasse Bjerregaard. En su informe decía que la tarde anterior, es decir el 15 de mayo, estaba tomando una copa en el bar del hotel Bosna cuando presenció una feroz discusión entre dos serbios que vestían uniforme de camuflaje. Uno estaba claramente furioso con el otro, que era bastante más joven que él, y no paraba de gritarle insultos en serbio. Lo abofeteó varias veces, pero la parte ofendida no mostró ninguna clase de reacción, indicando con ello la clara superioridad del agresor.

Una vez que hubo terminado el incidente, el comandante trató de obtener una explicación del barman, quien hablaba de manera bastante vacilante ese inglés que el danés hablaba con gran fluidez; pero el barman se encogió de hombros y enseguida se fue barra abajo, de una manera muy descortés, impropia de él. A la mañana siguiente los dos uniformados habían desaparecido y el comandante nunca volvió a verlos.

El Rastreador pensó que era el tiro a ciegas más desesperado de toda su vida, pero telefoneó al oficial de la MSCE destinado en Banja Luka. Había habido otro cambio de puesto, porque fue un griego el que respondió a su llamada. Sí, el danés había vuelto a casa la semana anterior. El Rastreador llamó a Londres para pedirles que hablaran con el Ministerio de Defensa danés. Londres llamó pasadas tres horas. Afortunadamente, el apellido no era demasiado común, ya que otro, como Jensen, habría supuesto un auténtico problema. El comandante Bjerregaard estaba disfrutando de un permiso y su número de teléfono correspondía a Odense.

El Rastreador consiguió pillarlo en casa aquella noche cuando el comandante acababa de volver de un día de playa con su familia en plena ola de calor del verano. El comandante Bjerregaard se mostró más que dispuesto a ayudar. Recordaba con toda claridad la tarde del 15 de mayo. Después de todo, no había gran cosa que un danés pudiera hacer en Banja Luka y el destino había resultado muy solitario y aburrido.

Como cada tarde, Bjerregaard había ido al bar alrededor de las siete y media para tomarse una cerveza antes de cenar. Cosa de media hora después de que él hubiera llegado allí, un pequeño grupo de serbios con uniforme de camuflaje había entrado en el bar. El comandante pensó que seguramente no serían del ejército yugoslavo, porque no lucían las insignias de la unidad en sus hombros.

Parecían muy pagados de sí mismos y enseguida pidieron bebidas, una letal combinación de slivovitz acompañado con cervezas para hacerlo pasar. Varias rondas después, el comandante se disponía a retirarse al comedor, ya que el ruido se estaba volviendo ensordecedor, cuando otro serbio entró en el bar. Parecía ser el jefe, porque los demás se calmaron bastante.

El recién llegado les habló en serbio, y debió de ordenarles que fueran con él. Los hombres empezaron a apurar sus cervezas y a devolver los paquetes de cigarrillos y los mecheros a los bolsillos de sus uniformes. Entonces uno de ellos se ofreció a pagar.

El jefe pareció enloquecer de ira. Empezó a gritarle al subordinado. Los demás se quedaron tan callados como muertos, al igual que los otros clientes. Y el barman. La reprimenda al subordinado siguió, y fue acompañada por dos bofetadas. Aun así nadie protestó. Finalmente el jefe se marchó hecho una furia. Muy cabizbajos y sin decir palabra, los demás lo siguieron. Nadie se ofreció a pagar las bebidas.

El comandante había intentado obtener una explicación del barman con el que, después de varias semanas de ir a beber allí, había llegado a mantener una buena relación. El hombre había palidecido. El danés pensó que podía tratarse de rabia causada por la escena en el bar, pero aquello se parecía más al miedo. Cuando se le preguntó a qué había venido todo aquello, el barman se encogió de hombros y fue al otro extremo del ahora vacío bar, donde se quedó inmóvil dando la espalda al comandante.

—¿El jefe se enfadó con alguien más? —preguntó el Rastreador.

—No, solo con el que había intentado pagar —dijo la voz que hablaba desde Dinamarca.

—¿Por qué únicamente con él, comandante? Su informe no menciona ninguna posible razón.

—Ah. ¿No incluí eso? Lo siento. Pues yo creo que fue porque el hombre intentó pagar con un billete de cien dólares.