En el ejército, una diferencia de edad de solo seis años entre dos hombres jóvenes puede parecer toda una generación. El mayor de los dos casi aparece como una figura paterna. Así fue como ocurrió con el Tejón y el Topo. A los veinticinco años de edad, el oficial era seis años mayor. Además, procedía de un entorno social distinto y había recibido una educación mucho mejor.
Sus padres eran profesionales. Una vez terminada la secundaria se había pasado un año recorriendo Europa, visitando Grecia y Roma, la Italia histórica, Alemania, Francia e Inglaterra.
Después había pasado cuatro años estudiando en la universidad para terminar licenciándose en ingeniería civil y mecánica, antes de que tuviera que enfrentarse al reclutamiento. Él también había optado por el servicio de tres años e ido directamente a la escuela de oficiales que había en Fort Belvior, estado de Washington.
En aquella época Fort Belvior estaba produciendo oficiales a un ritmo de cien al mes. Nueve meses después de que hubiera ingresado allí, el Tejón había salido de Fort Belvior como subteniente, aunque ascendió automáticamente al empleo de teniente cuando fue enviado a Vietnam para unirse al Primer Batallón de Ingenieros de la Gran Roja. Él también había sido seleccionado por los «cazadores de talentos» para ingresar en las Ratas de Túnel; dado su rango, se convirtió rápidamente en Rata Seis cuando su predecesor volvió a casa. A él todavía le quedaban por delante nueve meses del año que debía pasar sirviendo en Vietnam, dos meses menos del tiempo que le faltaba por servir a Calvin Dexter.
Pero pasado un mes ya estaba claro que en cuanto los dos hombres entraban en los túneles, los papeles enseguida quedaban invertidos. Entonces el Tejón se dejaba guiar por el Topo, aceptando la realidad de que el joven, con sus años en las calles y las obras de New Jersey, poseía una especie de sexto sentido para el peligro, la amenaza silenciosa que esperaba detrás del siguiente recodo de un túnel y el olor que emanaba de una trampa para incautos, que ninguna licenciatura universitaria podía igualar y que podía mantenerlos con vida a los dos.
Antes de que ninguno de ellos hubiera llegado a Vietnam, el alto mando estadounidense ya se había dado cuenta de que tratar de destruir el sistema de túneles haciendo que saltaran por los aires no era más que una pérdida de tiempo. La laterita seca era demasiado dura y el complejo era demasiado extenso. Los continuos cambios en la dirección de los túneles hacían que las ondas expansivas de las explosiones solo llegaran hasta una determinada distancia, nunca lo bastante lejos.
Se habían hecho varios intentos de acabar con los túneles inundándolos, pero el agua se filtraba a través de los suelos. El sistema de emplear precintos contra el agua hacía que el gas tampoco diera resultado. Finalmente, se decidió que la única manera de obligar al enemigo a que presentara batalla era ir allí abajo y tratar de localizar los cuarteles generales de toda la Zona de Guerra C del Vietcong.
Dichos cuarteles, se creía, se encontraban en algún lugar entre la punta sur del Triángulo de Hierro donde los ríos Saigón y Thi Tinh se unían con los bosques de Bol Loi en el extremo camboyano. Dar con ellos, acabar con los cuadros superiores del Vietcong y echar mano a la enorme cantidad de datos que tenía que haber escondida allá abajo: ese era el objetivo que, si podía llegar a alcanzarse, constituiría una recompensa más valiosa que los rubíes.
De hecho los cuarteles generales se encontraban debajo de los bosques de Ho Bo, más hacia el norte, junto a la orilla del río Saigón, y nunca fueron encontrados. Pero cada vez que los tanquesexcavadora o los Arados de Roma dejaban al descubierto otra entrada de túnel, las Ratas de Túnel bajaban al infierno para seguir buscándolos.
Las entradas siempre eran verticales; eso suponía el primer peligro: bajar por ellas con los pies por delante significaba exponer la mitad inferior del cuerpo a cualquier vietcong que estuviera esperando dentro del túnel lateral. A ese vietcong le encantaría poder hundir una lanza de bambú con la punta afilada como una aguja en la ingle o en las entrañas del soldado suspendido sobre él antes de retroceder hacia la oscuridad para esfumarse en ella. Cuando ese soldado agonizante hubiera sido izado, con el ástil de la lanza arañando las paredes y la punta envenenada del bambú desgarrándole las entrañas, las probabilidades de supervivencia serían mínimas.
Bajar con la cabeza por delante significaba arriesgarse a que una lanza, una bayoneta o una bala disparada a quemarropa atravesara la base de la garganta.
La manera más segura parecía ser ir descendiendo lentamente hasta el último metro y medio, para luego dejarse caer y abrir fuego al más leve movimiento que se notara dentro del túnel. Pero la base del conducto podía ser de hojas y ramitas que escondían un pozo con estacas punji, tallos de bambú clavados en el suelo, con las puntas también untadas de veneno, que atravesarían la suela de una bota de combate y del pie que había dentro de esta hasta terminar saliendo por el empeine. Aserradas y con la forma de anzuelo, las estacas punji difícilmente podían ser extraídas. También eran muy pocos los que sobrevivían a ellas.
Una vez dentro del túnel, y cuando se estaba avanzando a rastras por él, el peligro podía adquirir la forma de un vietcong esperando detrás de la siguiente esquina, pero lo más probable era que consistiese en trampas para incautos. Las había de varios tipos, todos considerablemente astutos, y cada una de ellas tenía que ser desarmada antes de continuar avanzando.
Algunos horrores no necesitaban tener nada que ver con los vietcongs. Tanto el murciélago del néctar como el murciélago de las tumbas, con su barba negra, eran moradores de las cavernas que se resguardaban de la luz del día en los túneles hasta que se los molestaba. Lo mismo hacía la gigantesca araña-cangrejo, tan abundante sobre las paredes que estas parecían vibrar con un confuso movimiento. Todavía más numerosas eran las hormigas de fuego.
Ninguna de aquellas criaturas era letal, ya que ese honor le estaba reservado a la víbora del bambú, cuya mordedura significaba la muerte en treinta minutos. Habitualmente la trampa consistía en un tronco hueco de bambú de un metro clavado en el techo, que sobresalía en ángulo no más de un par de centímetros.
La serpiente se encontraba dentro del tubo con la cabeza hacia abajo, atrapada y furiosa, con su única vía de escape obstruida por un tapón de kapok en el extremo inferior. A través de él había un trozo de sedal que pasaba por un agujero y terminaba llegando en una clavija a un lado de la pared, desde donde iba a otra clavija clavada enfrente. Si el soldado que estaba arrastrándose por el suelo tocaba el sedal, arrancaba el tapón del trozo de bambú que había encima de él y entonces la víbora le caía sobre la nuca.
Y estaban las ratas, ratas de verdad. En los túneles habían descubierto su cielo privado y se reproducían furiosamente. De la misma manera que los soldados nunca dejarían a un hombre herido o ni siquiera a un cadáver dentro de los túneles, los vietcongs odiaban tener que dejar abandonada en la superficie a una de sus bajas para que los estadounidenses la encontraran y la añadiesen a su adorada «lista de bajas». Los vietcongs muertos siempre eran llevados abajo, enterrados dentro de las paredes del túnel en posición fetal, y recubiertos con arcilla mojada.
Pero una mano de arcilla no detendría a una rata. Por eso las ratas disponían de una inagotable fuente de alimento, y crecieron hasta adquirir el tamaño de gatos. Aun así los vietcongs vivían allá abajo durante semanas o incluso meses seguidos, retando a los soldados estadounidenses a que entraran en sus dominios, los encontraran y lucharan contra ellos.
Aquellos que lo hicieron y sobrevivieron llegaron a acostumbrarse tanto al hedor como a esa horrible forma de vivir. Abajo siempre hacía calor, estaba muy oscuro, se pegaba todo y no se tenía movilidad. Además apestaba. Los vietcongs tenían que llevar a cabo sus funciones corporales dentro de recipientes de barro; cuando estaban llenos, dichos recipientes eran enterrados en el suelo y se cerraban mediante un tampón de arcilla. Las ratas los abrían arañándolos con las garras.
Viniendo del país más fuertemente armado del planeta, los soldados que se convirtieron en Ratas de Túnel tenían que dejar a un lado toda la tecnología y regresar al hombre primitivo. Un cuchillo de comando, una pistola, una linterna, un cargador de repuesto y dos pilas para la linterna eran todo lo que se podía llevar abajo. De vez en cuando se llegaría a utilizar una granada de mano, pero resultaba peligrosa, a veces letal, para aquel que la lanzaba. En espacios tan pequeños, el estruendo podía reventar los tímpanos, pero lo peor era que la explosión absorbería todo el oxígeno en varias decenas de metros a la redonda. Un hombre podía llegar a morir antes de que se filtrara más aire desde el exterior.
Para una Rata de Túnel, el hecho de utilizar su pistola o su linterna equivalía a indicar su posición, a anunciar su llegada sin saber quién se encontraba agazapado en la oscuridad un poco más adelante, silencioso y a la espera. En ese sentido, los vietcongs siempre les llevaban delantera. Lo único que tenían que hacer era guardar silencio y esperar al hombre que iba arrastrándose hacia ellos.
Lo más terrible para los nervios, y el origen de muchas muertes, era la dura labor de ir atravesando las puertas-trampa que conducían de un nivel a otro, habitualmente hacia abajo.
Era bastante frecuente que un túnel terminara en un callejón sin salida. Pero ¿realmente se trataba de un callejón sin salida? En ese caso, ¿por qué excavarlo en primer lugar? En la oscuridad, con las yemas de los dedos que no palpaban ante ellas nada que no fuese una pared de laterita, la Rata de Túnel tenía que utilizar la linterna. Normalmente eso revelaría, por estar hábilmente camuflada y ser muy fácil de pasar por alto, la presencia de una puerta-trampa en la pared, el suelo o el techo. O se abortaba la misión, o había que abrir la puerta.
Pero ¿quién aguardaba al otro lado? Si la cabeza del soldado estadounidense era lo primero que pasaba por el agujero y había un vietcong esperando, la vida del soldado terminaría con la cuchillada que le rajaría el cuello o con la mordedura letal de un lazo de alambre empleado como garrote. Si el soldado se dejaba caer con los pies por delante, podía ser la lanza a través del estómago. Entonces moriría en una terrible agonía, con su torso sacudiéndose en un nivel y la mitad inferior del cuerpo destrozada en el nivel inferior.
Dexter hizo que los armeros le prepararan pequeñas granadas que tenían el tamaño de mandarinas, con una carga explosiva reducida del material habitual pero con más cojinetes. Durante sus primeros seis meses en los túneles fueron dos las ocasiones en que Dexter levantó una trampilla, lanzó una granada con una espoleta de tres segundos, y volvió a bajar la trampilla. Cuando la abrió por segunda vez y subió con su linterna encendida, la cámara siguiente era un amasijo de cuerpos destrozados.
Los complejos se hallaban protegidos de los ataques con gas por los precintos para el agua. La Rata de Túnel que iba arrastrándose por el suelo encontraría un estanque de agua fétida delante de él.
Aquello significaba que el túnel continuaba al otro lado del agua.
La única manera de pasar era ponerse boca arriba, meterse en el agua e impulsarse arañando el techo con las puntas de los dedos. La esperanza era que el charco terminara antes que el aire en los pulmones. De otra manera podía morir ahogado, con el cuerpo vuelto del revés, en la negrura a quince metros por debajo del suelo. La manera de sobrevivir era confiar en el compañero.
Antes de entrar en el agua, el hombre que iría delante se ataba una cuerda a los pies y le entregaba el extremo libre a su compañero. Si no daba un tranquilizador tirón a la cuerda antes de que hubieran transcurrido noventa segundos desde el momento en que había entrado en el agua, confirmando de esa manera que había encontrado aire al otro extremo de la trampa, su compañero tenía que sacarlo tirando de él sin perder un instante, porque el otro se estaría muriendo.
En medio de aquellas miserias, penalidades y miedo había un momento de vez en cuando en el que las Ratas de Túnel daban con el filón. Este sería una caverna, a veces abandonada a toda prisa, que estaba claro había sido un importante subcuartel general. Entonces se sacarían rápidamente de allí cajas de papeles, pistas, pruebas, mapas y demás recuerdos para entregarlos a los expertos de inteligencia del G2 que las esperaban.
Fueron dos las ocasiones en que el Tejón y el Topo se tropezaron con semejantes cuevas de Aladino. El alto mando, no muy seguro de cómo había que tratar a unos jóvenes tan extraños, repartió medallas y palabras de elogio. Pero a la gente del Departamento de Relaciones Públicas, normalmente ansiosa de contarle al mundo lo bien que estaba yendo la guerra, se le advirtió de que debía mantenerse alejada de aquello. Nadie dijo una palabra. Se organizó un viaje a la instalación, pero el «invitado» del Departamento de Relaciones Públicas solo llegó a recorrer quince metros por un túnel «seguro» antes de que le diera un ataque de histeria. Después de aquello, el silencio.
Pero había largos períodos sin combates, tanto para las Ratas de Túnel como para los demás soldados destacados en Vietnam. Algunos pasaban esas horas durmiendo, o escribían cartas, anhelando que llegara el final del turno de servicio y el viaje de regreso a casa. Algunos mataban el tiempo bebiendo o jugaban a las cartas y a los dados. Muchos fumaban, y no siempre Marlboro. Algunos se convertían en adictos. Otros leían.
Cal Dexter era uno de esos últimos. Hablando con su oficialcompañero, Dexter se había dado cuenta de lo lamentable que fue su educación académica, y volvió a empezar desde cero partiendo de la primera casilla. Descubrió que le fascinaba la historia. El bibliotecario de la base quedó encantado e impresionado con él, y le preparó una larga lista de libros de lectura obligada que Dexter obtuvo de Saigón.
De esa manera fue progresando a través de la Grecia clásica y la antigua Roma y supo que Alejandro había llorado cuando, a los treinta y un años de edad, vio que había derrotado a todo el mundo conocido y ya no quedaban más mundos que conquistar.
Llegó a saber del declive y la caída de Roma, de las Edades Oscuras y la Europa medieval, del Renacimiento y la Ilustración, la Era de la Elegancia y la Era de la Razón. Se sintió particularmente fascinado por los primeros años de las colonias norteamericanas, la Revolución y el motivo por el que su país había padecido una terrible guerra civil solo noventa años antes de que él naciera.
Durante aquellos largos períodos en los que el monzón o las órdenes lo mantenían confinado dentro de la base, Dexter también hizo otra cosa. Con la ayuda del anciano vietnamita que barría y limpiaba el «garito» para ellos, aprendió el vietnamita de uso cotidiano hasta que pudo hablarlo lo bastante bien para hacerse entender y entender algo más que eso.
Cuando llevaba nueve meses sirviendo en Vietnam ocurrieron dos cosas: Dexter recibió su primera herida en combate, y el Tejón terminó sus doce meses de servicio.
La bala fue disparada por un vietcong que estaba escondido dentro de uno de los túneles cuando Dexter bajó por el conducto de entrada. Para confundir a ese tipo de enemigo al acecho, Dexter había desarrollado una técnica propia. Lanzaba una granada conducto abajo, y luego bajaba por él moviéndose lo más deprisa posible. Si la granada no hacía pedazos el falso suelo del conducto, entonces era que no había ninguna trampa de estacas punji allí abajo. Si lo hacía, Dexter disponía del tiempo necesario para detenerse antes de chocar con las estacas.
La misma granada debería hacer pedazos a cualquier vietcong que estuviera esperando allí donde no se lo pudiera ver. En aquella ocasión el vietcong se encontraba allí, pero estaba esperando bastante dentro del pasaje armado con un Kalashnikov AK47. El vietcong sobrevivió a la deflagración, pero quedó herido, y efectuó un solo disparo contra la Rata de Túnel que caía rápidamente hacia él. Dexter llegó al suelo con la pistola preparada y devolvió el fuego haciendo tres disparos. El vietcong cayó y se alejó a rastras; fue encontrado más tarde, muerto. Dexter resultó alcanzado en la parte superior del brazo izquierdo, una herida superficial que curó bien pero lo mantuvo sobre el suelo durante un mes. El problema del Tejón fue más serio.
Los soldados lo admitirán y los policías lo confirmarán: no hay ningún sustituto para un compañero con el que te ha sido posible llegar a una confianza absoluta. Después de que hubieran aprendido a trabajar como compañeros en los primeros días, el Tejón y el Topo realmente ya no querían entrar en los túneles con ningún otro. En nueve meses, Dexter había visto cómo cuatro Ratas morían allí abajo. En un caso, la Rata de Túnel superviviente había regresado a la superficie gritando y llorando. Aquel hombre nunca volvería a bajar a un túnel, ni siquiera después de que hubiera pasado varias semanas con los psiquiatras.
Pero el cuerpo del que nunca consiguió regresar todavía estaba allí abajo. El Tejón y el Topo bajaron provistos de cuerdas para dar con él y sacarlo del túnel, para repatriarlo y que se le pudiera dar un entierro cristiano. Le habían cortado el cuello. No habría ataúd para él.
De los trece Ratas de Túnel originales, cuatro más habían dejado la unidad al final de su período de servicio. Ocho hombres habían quedado fuera. Seis reclutas habían ingresado en la unidad, y esta volvió a quedar compuesta por once hombres.
—No quiero bajar ahí con nadie más —le dijo Dexter a su compañero cuando el Tejón fue a visitarlo a la clínica de la base.
—Yo tampoco querría si estuviera en tu lugar —dijo el Tejón.
Finalmente resolvieron el problema acordando que si el Tejón prolongaba su servicio durante otro año, el Topo haría lo mismo al cabo de tres meses. Así se hizo. Los dos aceptaron un segundo período de servicio y regresaron a los túneles. Encontrando un poco embarazosa la gratitud que sentía, el general de la división les entregó dos medallas más.
Cuando se estaba dentro de aquellos túneles, había ciertas reglas que nunca debían infringirse. Una de ellas era: nunca bajes solo. Debido a su notable intuición para detectar el peligro, el Topo solía ir unos cuantos metros por delante del Tejón. Otra regla era: nunca dispares los seis proyectiles de una sola vez. Eso le dirá al vietcong que te has quedado sin munición, que eres un pato esperando ser cazado. Cuando llevaba dos meses de su segundo período de servicio, en mayo de 1970, Cal Dexter estuvo a punto de infringir ambas reglas, y tuvo mucha suerte al sobrevivir.
La pareja había entrado en un pozo recién descubierto en los bosques de Ho Bo. El Topo iba delante y ya se había arrastrado unos trescientos metros a lo largo de un túnel que cambiaba cuatro veces de dirección. Las puntas de sus dedos habían detectado y desconectado dos trampas para incautos. Pero no se percató de que el Tejón estaba teniendo que hacer frente a su propia fobia personal, dos murciélagos de la tumba que habían caído en su pelo, y se había detenido porque era incapaz de hablar o seguir adelante.
El Topo estaba arrastrándose en solitario cuando vio, o creyó ver, el más tenue de los resplandores que provenía de detrás del próximo recodo. La luz era tan débil que el Topo pensó que las retinas podían estar haciéndole una mala pasada. Se arrastró hasta el recodo sin hacer ningún ruido y se detuvo, empuñando la pistola con la mano derecha. El resplandor también permaneció inmóvil, justo al otro lado del recodo. Dexter esperó durante diez minutos, sin ser consciente de que su compañero se había perdido de vista detrás de él al quedarse paralizado. Finalmente decidió romper aquella situación de tablas y se impulsó hacia delante, lanzando su torso alrededor del recodo.
A tres metros de distancia de él había un vietcong acurrucado a cuatro patas. Entre ellos dos estaba la fuente de luz, una lamparilla de aceite de coco con un diminuto pábilo flotando en el aceite. El vietcong evidentemente la había ido empujando ante él mientras cumplía con su misión, que era comprobar las trampas para incautos. Primero los dos enemigos se limitaron a mirarse fijamente el uno al otro durante medio segundo, y luego ambos reaccionaron a la vez.
Golpeándolo con el dorso de los dedos, el vietnamita lanzó el plato lleno de aceite de coco caliente directamente a la cara del americano. La luz se extinguió de inmediato. Dexter alzó su mano izquierda para protegerse los ojos y sintió que el aceite ardiendo se esparcía por sus nudillos. Disparó tres veces con la mano derecha mientras oía un frenético ruido de retirada túnel abajo. Se sintió tentado de utilizar los otros tres proyectiles, pero no sabía cuántos vietcongs más había.
El Tejón lo ignoraba, pero habían estado arrastrándose hacia el complejo que albergaba los cuarteles generales de toda la Zona de Mando del Vietcong. Custodiándolo había un total de cincuenta resueltos veteranos.
Mientras tanto, en Estados Unidos existía una pequeña unidad secreta conocida con el nombre de Laboratorio de la Guerra Limitada. Dicha unidad se pasó toda la guerra de Vietnam concibiendo espléndidas ideas para ayudar a las Ratas de Túnel, aunque ninguno de los científicos que la formaban llegó a bajar nunca a ninguno. Enviaban sus ideas a Vietnam, donde las Ratas, que sí bajaban a los túneles, las ponían a prueba, las encontraban poco prácticas y se las devolvían nuevamente a la unidad.
En el verano de 1970, el Laboratorio de la Guerra Limitada desarrolló una nueva clase de arma de fuego para ser empleada muy cerca del enemigo dentro de un espacio cerrado; con ella, al fin, tenían entre las manos un triunfo. El arma era una Magnum del calibre 44 con el cañón reducido a unos siete centímetros de longitud para que no estorbara, que utilizaba una munición especial.
El proyectil, muy pesado, que disparaba aquel calibre 44 estaba dividido en cuatro segmentos. Estos se mantenían unidos como si fueran uno por el cartucho pero al tocar fondo se separaban inmediatamente unos de otros para dar lugar a cuatro proyectiles. Las Ratas de Túnel descubrieron que iba muy bien cuando se estaba cerca del enemigo y que dentro de los túneles probablemente resultaría letal, porque si el arma era disparada dos veces llenaría el tramo de túnel que había delante con ocho proyectiles en vez de con solo dos. Eso te proporcionaba una probabilidad mucho más grande de acertar a algún vietcong.
Solo se llegaron a fabricar setenta y cinco de aquellas armas. Las Ratas de Túnel estuvieron utilizándolas durante seis meses; después las armas fueron retiradas. Alguien había descubierto que probablemente contravenían la Convención de Ginebra, así que los setenta y cuatro revólveres Smith and Wesson a los que se les hubiera podido seguir la pista fueron devueltos a Estados Unidos y nunca más se los volvió a ver.
Las Ratas de Túnel tenían una plegaria muy corta y sencilla: «Si he de recibir un balazo, que así sea. Si me han de dar una cuchillada, mala suerte. Pero por favor, Dios mío, nunca me entierres vivo allá abajo».
En el verano de 1970 el Tejón estuvo a punto de quedarse enterrado vivo.
O los soldados no hubieran debido estar allí abajo o los bombarderos B-52 que habían despegado de Guam no hubieran debido lanzar sus bombas desde nueve mil metros de altitud. Pero alguien había ordenado que vinieran los bombarderos, y ese alguien se olvidó de avisar a las Ratas de Túnel de que iban a venir. Ocurre. No muy a menudo, pero nadie que haya estado en las fuerzas armadas dejará de reconocer una metedura de pata de gran calibre cuando la tiene delante.
La nueva manera de pensar era que había que destruir los complejos de túneles haciendo que se derrumbaran mediante las tremendas explosiones de las bombas arrojadas por los B-52. En parte aquello había sido causado por un cambio de naturaleza psicológica.
En Estados Unidos, la opinión pública había pasado a estar totalmente en contra de la guerra de Vietnam.
Ahora los padres se estaban uniendo a sus hijos en las manifestaciones contra la guerra.
En la zona de guerra, la ofensiva Tet de hacía treinta meses no había sido olvidada. La moral se iba escurriendo poco a poco por el suelo de la selva. Todavía no se hablaba de ello en el alto mando, pero empezaba a extenderse la impresión de que aquella guerra no podía ser ganada. Todavía tendrían que transcurrir tres años antes de que el último soldado subiera al último avión para salir de allí, pero en el verano de 1970 se tomó la decisión de destruir con bombas los túneles que había en las «zonas de ataque libre». El Triángulo de Hierro se encontraba dentro de una zona de ataque libre.
Debido a que la 25.a División de Infantería se hallaba estacionada allí, los bombarderos tenían instrucciones de no dejar caer ninguna bomba a menos de tres kilómetros de la unidad estadounidense más próxima. Pero aquel día el alto mando se olvidó del Tejón y el Topo, que pertenecían a otra división.
Estaban en un complejo próximo a Ben Sue, en el segundo nivel, cuando sintieron más que oyeron el primer crump de bombas haciendo explosión por encima de ellos. Luego hubo otro, y la tierra empezó a moverse alrededor de ellos. Olvidándose de los vietcongs, el Tejón y el Topo se arrastraron frenéticamente hacia el conducto que subía hasta el nivel uno.
El Topo llegó a él y había avanzado diez metros hacia el último pozo que subía hasta la luz del día cuando se produjo el desplome del techo. Tuvo lugar por detrás de él. «¡Tejón!», gritó. No hubo respuesta. El Topo sabía que veinte metros más adelante había un pequeño ensanchamiento, porque habían pasado ante él cuando bajaron. Empapado en sudor, se arrastró hasta allí y utilizó la anchura para dar la vuelta y regresar por donde había venido.
Encontró el montón de tierra con las puntas de los dedos. Entonces sintió una mano, y luego una segunda mano, pero más allá de eso no sintió nada excepto tierra caída. Empezó a cavar, lanzando la tierra detrás de él, pero obstruyendo su pronta salida al hacerlo.
Necesitó cinco minutos para descubrir la cabeza de su compañero, y cinco más para liberarle el torso. Las bombas habían dejado de caer, pero por encima los escombros desprendidos habían obstruido los conductos de aire. Empezaron a quedarse sin oxígeno.
—Sal de aquí, Cal —siseó el Tejón en la oscuridad—. Regresa con ayuda más tarde. No me va a pasar nada.
Dexter continuó apartando la tierra con los dedos. Ya había perdido totalmente dos uñas. Tardaría más de una hora en conseguir ayuda, y su compañero no sobreviviría ni la mitad de ese tiempo con los conductos de aire obstruidos. Encendió su linterna y se la puso en la mano a su compañero.
—No la sueltes y dirige el haz hacia atrás apuntando por encima de tu hombro.
La luz amarilla le permitió ver la masa de tierra que cubría las piernas del Tejón. Necesitó otra media hora. Después vino el lento arrastrarse de regreso a la luz del día, deslizándose entre los escombros que Dexter había ido arrojando detrás de él mientras cavaba. Sus pulmones se esforzaban por encontrar un poco de oxígeno, le daba vueltas la cabeza; su compañero estaba medio inconsciente. Entonces Dexter dobló la última esquina y sintió el aire.
En enero de 1971 el Tejón llegó al final de su segundo turno de servicio. Prolongarlo durante un tercer año estaba prohibido, pero de todas maneras ya había tenido más que suficiente. La noche antes de que regresara en avión a Estados Unidos, el Topo consiguió que le dieran permiso para acompañar a su compañero a Saigón para despedirse. Fueron hasta la capital en un convoy blindado. Dexter confiaba en encontrar al día siguiente un hueco en un helicóptero para volver.
Los dos hombres hicieron una cena rápida y luego recorrieron los bares. Manteniéndose alejados de las hordas de prostitutas, se concentraron en beber. A las dos de la madrugada se encontraron, sin sentir ningún dolor, en algún lugar de Cholon, el barrio chino de Saigón al otro lado del río.
Había un salón de tatuajes, todavía abierto y dispuesto a atender a la clientela, especialmente si se pagaba en dólares. El chino estaba pensando muy sensatamente en buscarse un futuro lejos de Vietnam.
Antes de tomar el transbordador para cruzar el río de nuevo, los dos jóvenes se hicieron un tatuaje cada uno en el antebrazo izquierdo. Mostraba una rata; no la rata agresiva que había en la puerta del «garito» de Lai Khe, sino una rata con ganas de marcha. Dando la espalda al espectador pero mirando hacía atrás por encima del hombro, la rata guiñaba un ojo y tenía los pantalones bajados. Aquella rata andaba buscando compañía. El Tejón y el Topo no pararon de reír hasta que se les pasó la borrachera, y entonces ya era demasiado tarde.
A la mañana siguiente, el Tejón regresó a Estados Unidos. El Topo siguió a su compañero diez semanas después, a mediados de marzo. El 7 de abril de 1971, las Ratas de Túnel cesaron de existir formalmente.
Ese fue el día en que Cal Dexter, a pesar de la insistencia de varios superiores, dejó el ejército y volvió a la vida civil.