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El soldado

Cal Dexter apenas había terminado de prestar el juramento de fidelidad cuando se encontró camino del campamento de instrucción para realizar el adiestramiento básico. No tuvo que recorrer gran distancia, ya que Fort Dix se encuentra en el mismo New Jersey.

En la primavera de 1968 decenas de miles de jóvenes estadounidenses afluían al ejército; el 95 por ciento de dichos jóvenes habían sido alistados contra su voluntad. Eso no podía haberles importado menos a los sargentos instructores: su trabajo consistía en convertir aquella masa de joven humanidad masculina pelada al rape en algo que se pareciera a unos soldados antes de remitirlos, solo tres meses después, a su destino.

El lugar del que venían, los nombres de sus padres o el nivel de educación que habían recibido eran olímpicamente irrelevantes. El campamento de instrucción era el mayor igualador que pudiera llegar a existir, dejando aparte la muerte. Ese otro igualador vendría después. Para algunos.

Dexter era un rebelde nato, pero también conocía la calle bastante mejor que la mayoría de los reclutas. El rancho no era nada del otro mundo, pero aun así estaba mejor que lo que él había comido en muchas obras, así que lo devoraba.

A diferencia de los chicos ricos, Dexter no tenía ningún problema en usar los dormitorios colectivos y hacer sus abluciones al aire libre, o en mantener todo su equipo muy, muy ordenadamente guardado dentro de una pequeña taquilla. Lo que le resultó más útil de todo fue el hecho de que nunca había tenido detrás a nadie que fuera recogiéndole las cosas que dejaba tiradas, así que no esperaba encontrarse con nada de ese tipo en el campamento. Otros, acostumbrados a que se cuidara de sus personas en todo momento, pasaron mucho tiempo trotando alrededor de la plaza de armas o haciendo flexiones bajo la mirada de un sargento que estaba enormemente disgustado con ellos.

Una vez dicho esto, lo cierto es que Dexter tampoco le veía ningún sentido a la mayor parte de las reglas y los rituales, pero era lo bastante listo para no decirlo en voz alta. Y no veía que hubiera motivos para que los sargentos tuvieran siempre la razón y él siempre tuviera que estar equivocado.

La gran ventaja que tenía el haberse alistado voluntariamente para servir tres años quedó enseguida clara. Los cabos y los sargentos, que eran lo más aproximado a Dios que existía en el campamento, se enteraron pronto de su situación y no fueron demasiado duros con él. Después de todo, Dexter se aproximaba bastante a ser «uno de ellos». Aquellos niños ricos a los que sus mamás habían ido malcriando con toda su abundancia de atenciones y mimos fueron los que peor lo pasaron.

Cuando llevaba dos semanas en el campamento, Dexter pasó por su primera sesión de evaluación. Eso llevaba aparejado comparecer ante una de aquellas criaturas casi invisibles, un oficial. En este caso, un comandante.

—¿Alguna habilidad especial? —preguntó el comandante, seguramente por la vez número diez mil.

—Puedo conducir excavadoras, señor —dijo Dexter.

El comandante estudió sus formularios y levantó la vista.

—¿Cuándo fue eso?

—El año pasado, señor. Entre terminar la escuela y alistarme.

—Tus papeles dicen que solo tienes dieciocho años. Eso tuvo que ser cuando tenías diecisiete.

—Sí, señor.

—Eso es ilegal.

—Cielos, señor, pues sí que lo siento. No tenía ni idea de que fuera ilegal.

Dexter pudo notar cómo el cabo que se mantenía tieso como un palo junto a él trataba de mantener la seriedad. Pero el problema del comandante había quedado resuelto.

—Supongo que te ha tocado ingenieros, soldado. ¿Alguna objeción?

—No, señor.

Muy pocos le decían adiós a Fort Dix con lágrimas en los ojos. El campamento de instrucción no tiene nada que ver con unas vacaciones. Pero la mayoría de ellos salían de allí con la espalda recta, los hombros erguidos, un corte de pelo al uno en la cabeza, el uniforme de soldado raso, un petate con el equipo y un pase de viaje para su próximo destino. En el caso de Dexter, éste fue Fort Leonard Wood, Missouri, para pasar por el adiestramiento individual avanzado.

El suyo consistió en ingeniería básica; no solo se trataba de conducir una excavadora, sino también de conducir cualquier cosa que tuviese ruedas u orugas, la reparación y el mantenimiento de vehículos y, suponiendo que hubiera habido tiempo para ello, cincuenta cursos más aparte de esos. Otros tres meses después, Dexter obtuvo su certificado militar de instrucción operacional y fue destinado a Fort Knox, Kentucky.

La mayoría de la gente conoce Fort Knox únicamente como el depósito de oro de la Reserva Federal de Estados Unidos, una meca de la fantasía para todos aquellos que sueñan despiertos con llegar a ser ladrones de bancos y un lugar que ha dado pie a numerosos libros y películas.

Pero Fort Knox también es una enorme base militar y la sede de la escuela del ejército. En cualquier base de semejantes dimensiones siempre hay algún edificio que se encuentra en fase de construcción, fosos para tanques que cavar, una acequia que rellenar. Cal Dexter pasó seis meses como uno de los ingenieros de guarnición en Fort Knox antes de que fuera llamado al puesto de mando.

Cal acababa de celebrar su decimonoveno cumpleaños y ostentaba el grado de soldado de primera clase. Su superior estaba muy serio, como uno que se dispone a impartir la desdicha y la aflicción. Cal pensó que le había ocurrido algo a su padre.

—Es Vietnam —dijo el comandante.

—Magnífico —dijo el soldado de primera clase.

El comandante, que de muy buena gana hubiera pasado el resto de su carrera militar dentro de su anónimo hogar marital en la base de Kentucky, pestañeó varias veces.

—Bueno, pues entonces eso es todo —dijo en cuanto hubo acabado de pestañear.

Dos semanas después Cal Dexter recogió su petate, se despidió de los amigos que había hecho en la guarnición y subió al autobús que tenía que recoger a una docena de transferidos. Una semana más tarde bajaba por la rampa de un C5 Galaxy y entraba en el asfixiante y pegajoso calor del aeropuerto de Saigón, zona militar.

Al salir del aeropuerto, se sentó en la parte delantera del autobús, junto al conductor.

—¿Qué sabes hacer? —le preguntó el cabo conductor mientras metía el autobús de la tropa entre los hangares.

—Conduzco excavadoras —respondió Dexter.

—Bueno, entonces supongo que serás un CDPT como el resto de los que estamos por aquí.

—¿CDPT? —preguntó Dexter. Nunca había oído aquella palabra antes.

—Cabroncete de la parte trasera —le informó el cabo.

Dexter se encontró saboreando por primera vez la pirámide jerárquica que había en Vietnam. Nueve décimas partes de los soldados que iban a Vietnam nunca veían un vietcong, nunca hacían un disparo impulsados por la ira, y rara vez oían un tiro. Con unas pocas excepciones, los nombres de los cincuenta mil muertos que figuran en el Muro Conmemorativo junto al lago de la Reflexión de Washington proceden del otro diez por ciento. Incluso teniendo todo un segundo ejército vietnamita de cocineros, encargados de la tintorería y limpiadores de botellas, seguían haciendo falta nueve soldados en la retaguardia para mantener a uno en la jungla tratando de ganar la guerra.

—¿Dónde estás destinado? —preguntó el cabo.

—Primer Batallón de Ingenieros, la Gran Roja.

El conductor chilló igual que un murciélago de la fruta al que le acabaran de dar un susto.

—Lo siento —dijo—. He hablado demasiado pronto. Eso es Lai Khe, en el límite del Triángulo de Hierro. Mejor tú que yo, amigo.

—¿Es malo?

—La visión del infierno que tenía Dante, compañero.

Dexter nunca había oído hablar de Dante y supuso que estaría en alguna otra unidad. Se encogió de hombros.

Realmente había una ruta que iba desde Saigón hasta Lai Khe: era la carretera 13, que pasaba por Phu Cuong, subía a lo largo del límite este del Triángulo hasta llegar a Ben Cat, y luego seguía adelante durante unos veinticuatro kilómetros más. Pero no era demasiado aconsejable seguirla a menos que se dispusiera de una escolta blindada, e incluso entonces nunca de noche. Toda aquella zona tenía mucha vegetación, y era un teatro predilecto para emboscadas del Vietcong. Cuando Cal Dexter entró en el enorme perímetro defendido que alojaba a la Primera División de Infantería, la Gran Roja, lo hizo en helicóptero. Volvió a echarse el petate al hombro y preguntó cómo se iba al cuartel general del Primer Batallón de Ingenieros.

Durante el trayecto, Cal Dexter pasó por delante del parque de vehículos y vio algo que le cortó la respiración. Fue hacia un soldado que pasaba por allí y le preguntó:

—¿Qué demonios es eso?

—Unas fauces de cerdo —dijo el soldado lacónicamente—. Para limpiar el terreno.

Junto con la 25.a División de Infantería, la Rayo del Trópico llegada de Hawai, la Gran Roja trataba de vérselas con la que pasaba por ser el área más peligrosa de toda la península, el Triángulo de Hierro. La vegetación era tan espesa, tan impenetrable para el invasor y tan laberínticamente protectora para la guerrilla, que la única manera de intentar igualar un poco las condiciones en el campo de juego era talando la selva.

Para hacerlo, se habían desarrollado dos máquinas impresionantes. Una era el tanque-excavadora, que consistía en un tanque mediano M-48 provisto de una pala de excavadora instalada en su parte delantera. Con la pala bajada, el tanque empujaba la vegetación mientras la torreta blindada protegía a la tripulación que iba dentro. Pero mucho más grande era el Arado de Roma, o Fauces de Cerdo.

Aquella máquina era una bestia realmente terrible si daba la casualidad de que eras un arbusto, un árbol o una roca. Un vehículo de orugas de setenta toneladas de peso, el D7E, fue provisto de una pala curva especialmente forjada cuyo borde inferior, un saliente de acero endurecido, podía hacer astillas un árbol con un tronco de un metro de grosor.

El solitario conductor-operador de la máquina iba sentado en su cabina en su parte superior, protegido por una «barra para el dolor de cabeza» colocada encima de él, destinada a impedir que muriera aplastado por los restos cuando estos le fueran cayendo encima, y con una garita blindada para detener las balas de los francotiradores o un ataque de la guerrilla.

El «Roma» que figuraba en el nombre no tenía nada que ver con la capital de Italia, sino con Roma, Georgia, donde se fabricaba la bestia. El objetivo del Arado de Roma era hacer que cualquier parte del territorio que hubiera recibido su atención nunca más pudiera ser utilizada como santuario por el Vietcong. Dexter fue a la oficina del batallón, saludó y se presentó.

—Buenos días, señor —dijo—. Soldado de primera clase Calvin Dexter presentándose para el servicio, señor. Soy su nuevo operador de las Fauces de Cerdo, señor.

El teniente sentado detrás del escritorio suspiró cansadamente. Estaba llegando al final de su año de servicio en Vietnam y se había negado tajantemente a prolongarlo. Aborrecía el país, el invisible pero letal Vietcong, el calor, la humedad, los mosquitos y el hecho de que volvía a tener un sarpullido provocado por el calor en las partes íntimas y el trasero. Lo último que necesitaba con la temperatura aproximándose a los treinta y cinco grados era un bromista.

Pero Cal Dexter era un joven muy tenaz. Insistió y no se dio por vencido. Dos semanas después de haber llegado al puesto ya tenía su Arado de Roma. La primera vez que lo sacó, un conductor más experimentado trató de ofrecerle algunos consejos. Cal escuchó, se subió a lo alto de la cabina, y luego pasó el día entero conduciendo la máquina en una operación combinada con apoyo de infantería. Manejaba la gigantesca máquina a su manera, distinta y más eficaz.

Le observaba con frecuencia un teniente, también de ingenieros, pero que parecía no tener ninguna obligación; un hombre joven y bastante callado que decía poco pero observaba mucho.

Es duro, se dijo el oficial a sí mismo una semana después. Es un solitario, un tipo arrogante y tiene talento. Veamos si se acobarda con facilidad.

No había ninguna razón para que un corpulento ametrallador acosara al mucho más pequeño conductor del arado, pero eso fue lo que hizo. La tercera vez que el ametrallador se metió con el soldado de primera clase procedente de New Jersey, llegaron a las manos. Pero no lo hicieron delante, donde todos hubieran podido verlos, porque eso iba contra las reglas. Aun así, había una pequeña explanada detrás del comedor. Acordaron que allí resolverían sus diferencias, con las manos desnudas, cuando hubiera anochecido.

El ametrallador y el soldado de primera clase se encontraron a la luz de las lámparas, con un centenar de soldados formando un círculo y apostando mayoritariamente en contra del menos corpulento de los dos. La presunción general era que asistirían a una repetición del combate a puñetazos entre George Kennedy y Paul Newman en la película La leyenda del indomable. Estaban muy equivocados.

Nadie había mencionado las reglas del marqués de Queensberry, así que el más pequeño de los dos hombres fue directamente hacia el ametrallador, pasó por debajo del primer puñetazo que pretendía arrancarle la cabeza y le dio una buena patada debajo de la rótula. Pasando a moverse en círculos alrededor de un oponente que ahora ya solo podía utilizar una pierna, el conductor del arado le asestó dos puñetazos en los riñones y un rodillazo en la ingle.

Cuando la cabeza del hombretón bajó hasta quedar a su altura, el conductor del arado le hundió el nudillo del dedo medio de su mano derecha en la sien izquierda, y las luces se apagaron para el ametrallador.

—No peleas limpio —dijo el que había ido recogiendo las apuestas cuando Dexter extendió la mano hacia él para recibir sus ganancias.

—No, y tampoco pierdo —dijo Dexter.

Más allá del círculo de luces, el oficial les hizo una seña con la cabeza a los dos policías militares que estaban con él, y estos se dispusieron a arrestarle. Un rato después el ametrallador, que todavía cojeaba, obtuvo los veinte dólares que se le habían prometido.

Treinta días en el calabozo fueron la pena, incrementada porque se negó a dar el nombre de su oponente. Dexter durmió perfectamente encima de la plataforma sin colchoneta que había dentro de la celda, y todavía estaba durmiendo cuando alguien empezó a pasar una cuchara metálica por los barrotes. Estaba amaneciendo.

—En pie, soldado —dijo una voz.

Dexter despertó, descendió de la plataforma y se puso firmes. El hombre lucía la solitaria barrita plateada de teniente en el cuello de su uniforme.

—Treinta días aquí dentro son realmente muy aburridos —dijo el oficial.

—Sobreviviré, señor —dijo el ex soldado de primera clase, ahora nuevamente reducido al rango de soldado raso.

—O podrías salir ahora mismo.

—Me parece que para eso antes tendría que hacer algo, señor.

—Oh, desde luego. Como dejar de perder el tiempo con esos enormes juguetes que sirven para presumir de macho y entrar en mi unidad. Entonces descubriremos si eres tan duro como crees ser.

—¿Y cuál es su unidad, señor?

—Me llaman Rata Seis. ¿Vamos?

El oficial dejó en libertad al prisionero con una firma y luego fueron a desayunar al comedor más diminuto y exclusivo que había en toda la división. No se permitía entrar a nadie sin permiso, y en aquel momento solo había catorce personas. Dexter era el que hacía quince, pero el número bajaría a trece en una semana cuando murieron dos más.

Había un extraño emblema en la puerta del «garito», como llamaban ellos a su minúsculo club. Mostraba a un roedor erguido con el rostro fruncido en un gruñido amenazador, una lengua fálica, una pistola en una mano y una botella de licor en la otra. Dexter acababa de unirse a las Ratas de Túnel.

Durante seis años, en una secuencia constantemente cambiante de hombres, las Ratas de Túnel hicieron el trabajo más sucio y mortífero, y con mucho también el más aterrador, que pudiese llegar a haber en la guerra de Vietnam, pero sus acciones eran tan secretas y su número tan reducido que hoy en día la mayoría de la gente, incluso en Estados Unidos, apenas o nunca han oído hablar de ellos.

Probablemente no hubo más de trescientos cincuenta miembros a lo largo de todo el período: una pequeña unidad de los ingenieros de la Gran Roja, y otra de la División Rayo del Trópico, la 25. Cien de ellos nunca volvieron a casa. Alrededor de cien más fueron sacados a rastras, gritando y con los nervios destrozados, de su zona de combate, sometidos a terapia contra el trauma que habían sufrido y retirados del servicio activo. Los demás regresaron a Estados Unidos y, siendo por naturaleza solitarios, lacónicos y taciturnos, rara vez mencionaban lo que hicieron.

Ni siquiera Estados Unidos de América, que normalmente no se muestra nada tímido con sus héroes de guerra, fundió ninguna medalla ni levantó placa alguna. Aquellos hombres venían de ninguna parte, hicieron lo que hicieron porque era algo que tenía que hacerse, y luego volvieron a la nada y el olvido. Y toda su historia empezó porque a un sargento le dolía el trasero.

Estados Unidos no era el primer invasor de Vietnam, solo el más reciente. Antes de los estadounidenses habían estado los franceses, quienes ocuparon las tres provincias de Tonkín (norte), Annam (centro) y Cochinchina (sur), para añadirlas a su imperio colonial junto con Laos y Camboya.

Pero en 1942 los invasores japoneses expulsaron a los franceses, y después de que Japón fuera derrotado en 1945 los vietnamitas creyeron que al fin llegarían a verse unidos y libres de la dominación extranjera. Los franceses tenían otras ideas, y regresaron. Aunque al principio hubo otros, el hombre que dirigió la lucha por la independencia fue el comunista Ho Chi Minh. Él fue quien formó el ejército de resistencia del Viet Minh, y los vietnamitas volvieron a la jungla para continuar luchando. Y para continuar haciéndolo durante todo el tiempo que hiciera falta.

Un baluarte de la resistencia fue la zona agrícola muy rica en vegetación que había al noroeste de Saigón, y que se prolongaba hacia el norte hasta la frontera camboyana. Los franceses le dedicaron especial atención (como harían más tarde los estadounidenses) con una expedición punitiva tras otra. Para buscar algún refugio los granjeros locales no huían, sino que cavaban.

Carecían de tecnología y solo contaban con su capacidad, como de hormigas, para el trabajo duro, su paciencia, su conocimiento de la zona y su astucia. También tenían esterillas, palas y cestas tejidas con hojas de palmera. Es imposible calcular los millones de toneladas de tierra que llegaron a desplazar. Pero cavaron y se llevaron la tierra. Cuando los franceses se fueron después de la derrota que habían sufrido en 1954, la totalidad del Triángulo era un laberinto de conductos y túneles. Y nadie sabía de su existencia.

Entonces llegaron los estadounidenses, decididos a mantener un régimen que los vietnamitas consideraban una marioneta de otro poder colonial. Volvieron a la selva y a la guerra de guerrillas. Y siguieron cavando. Para el año 1964 ya contaban con doscientos kilómetros de túneles, cámaras, pasadizos y escondites. Cuando por fin los estadounidenses empezaron a darse cuenta de lo que tenían debajo, la complejidad del sistema de túneles los dejó anonadados. Los pozos de acceso se hallaban disfrazados de tal manera que fueran invisibles a pocos centímetros de distancia del suelo de la jungla. Allí abajo había hasta cinco niveles de galerías, las más profundas de ellas a unos quince metros de profundidad, unidas entre sí mediante estrechos y serpenteantes pasadizos por los que solo un vietnamita, o un blanco pequeño y nervudo, podía arrastrarse.

Los distintos niveles estaban conectados por trampillas, algunas de las cuales conducían hacia arriba mientras que otras llevaban hacia abajo. Dichas trampillas también se hallaban camufladas, para que parecieran las paredes desnudas del final de un túnel. Había almacenes, cavernas que eran utilizadas como centros de reunión, dormitorios, talleres de reparaciones, comedores e incluso hospitales. En 1966 una brigada de combate entera podía esconderse allí abajo, pero hasta la ofensiva del Tet el Vietcong nunca tuvo necesidad de recurrir a semejante número de hombres.

La penetración por parte de un agresor se desalentaba de varias maneras. Era muy posible que un pozo vertical tuviera una astuta trampa para incautos al final. Disparar hacia abajo en el interior de los túneles no servía de nada, ya que estos cambiaban de dirección cada pocos metros, de manera que una bala se incrustaba en la pared.

Dinamitarlos tampoco servía de nada: había decenas de galerías alternativas dentro del laberinto, negro como la pez, que se ocultaba en las profundidades, pero solo un habitante de la zona las conocería. El gas no servía de nada: los túneles encajaban entre sí tan herméticamente como los precintos que se utilizan contra el agua, igual que hace la curva en forma de U de la cañería de un lavabo.

La red se extendía por debajo de la selva, casi desde los suburbios de Saigón hasta prácticamente la frontera camboyana. Había varias redes más en otros lugares pero ninguna como los Túneles de Cu Chi, cuyo nombre procedía de la población más cercana a ellos.

La arcilla laterítica siempre se volvía muy moldeable después del monzón, cuando era fácil de excavar, arrancar y sacar en cestas. Durante la temporada seca, aquella misma arcilla se endurecía como el cemento.

A partir del asesinato de Kennedy los estadounidenses empezaron a llegar en cantidades realmente significativas y ya no como instructores sino para combatir, lo que empezaron a hacer en la primavera de 1964. Contaban con los efectivos, las armas, las máquinas y la potencia de fuego necesarias… y nunca le acertaban a nada. Nunca le acertaban a nada porque nunca encontraban nada. Únicamente el cadáver de algún que otro vietcong en el caso de que les sonriera la suerte. Pero sufrían bajas, y el número de muertos empezó a subir.

Al principio fue más cómodo dar por sentado que durante el día los vietcongs eran campesinos, perdidos entre todos aquellos millones de siluetas vestidas con pijamas negros, que pasaban a convertirse en guerrilleros por la noche. Pero ¿por qué había tantas bajas durante el día, y nunca había nadie a quien devolver el fuego? En enero de 1966, la Gran Roja decidió acabar de una vez por todas con el Triángulo de Hierro. Fue lo que se llamó la Operación Obstáculo.

Empezaron por un extremo, se desplegaron y siguieron avanzando. Disponían de munición suficiente para acabar con toda Indochina. Llegaron al otro extremo, y todavía no habían encontrado a nadie. Entonces los francotiradores del Vietcong empezaron a disparar desde detrás de la línea en movimiento y los soldados sufrieron cinco bajas. Quienquiera que estuviese disparando solo contaba con viejas carabinas soviéticas accionadas por un cerrojo manual, pero una bala a través del corazón sigue siendo una bala a través del corazón.

Los soldados dieron media vuelta y recorrieron por segunda vez el mismo terreno. Nada, ningún enemigo. Sufrieron más bajas, siempre debido a disparos por la espalda. Descubrieron unas cuantas madrigueras, un puñado de refugios para las incursiones aéreas. Vacíos, sin ninguna cobertura. Más fuego de francotiradores, pero ninguna figura vestida de negro corriendo a la cual devolver los disparos.

El día 4, el sargento Stewart Green, tan profundamente harto de todo aquello como lo estaban sus compañeros, se sentó a descansar un rato. Dos segundos después ya estaba de pie agarrándose el trasero con las manos. Hormigas de fuego, escorpiones, serpientes: Vietnam los tenía todos. El sargento estaba convencido de que lo habían picado o mordido. Pero solo había sido la punta de un clavo. El clavo formaba parte de un marco, y el marco era la puerta oculta de acceso a un conducto que descendía directamente hacia la negrura. El ejército estadounidense por fin había descubierto adónde iban los francotiradores. Habían estado marchando por encima de sus cabezas durante dos años.

No había absolutamente ninguna manera de combatir por control remoto al Vietcong, que vivía y se escondía debajo, en la oscuridad. La sociedad que en tres años más enviaría a dos hombres a caminar sobre la Luna carecía de tecnología apropiada para los túneles de Cu Chi. Solo había una manera de llevar el combate al enemigo invisible.

Alguien tenía que quitarse la ropa, conservando únicamente unos delgados pantalones de algodón, y, con una pistola, un cuchillo y una linterna, bajar a aquel oscurísimo, falto de ventilación, desconocido, lleno de trampas para incautos, mortífero, no cartografiado y espantosamente claustrofóbico laberinto de estrechos pasadizos sin ninguna salida conocida, para matar en su propio cubil a los vietcongs.

Se buscó a unos cuantos hombres, de una clase especial. Los altos y corpulentos no servían. El 95 por ciento que sentía claustrofobia no servía. Los bocazas, los exhibicionistas y los que siempre estaban pidiendo que los mirasen no servían. Los que sí podían llegar a hacer aquello eran las personalidades calladas, discretas, centradas en sí mismas y que preferían hablar en voz baja, hombres que a menudo eran unos solitarios dentro de sus propias unidades. Tenían que ser unos hombres impasibles, incluso gélidos, dotados de unos nervios de acero y que fueran casi inmunes al pánico, el auténtico enemigo que acechaba en el subsuelo.

La burocracia militar, a la que nunca le había dado ningún miedo utilizar diez palabras allí donde habría bastado con dos, los llamó Personal de Exploración de Túneles. Ellos se llamaron a sí mismos las Ratas de Túnel.

Cuando Cal Dexter llegó a Vietnam ya hacía tres años que existían las Ratas de Túnel, la única unidad cuyo porcentaje de Corazones Púrpura (heridos en acción) era del ciento por ciento.

El oficial que la mandaba en aquellos momentos era conocido como Rata Seis. Todos los demás tenían un número distinto. Una vez que habían ingresado en la unidad, dejaban de relacionarse con el resto y todo el mundo los miraba con una especie de respetuoso temor, porque los hombres suelen sentirse bastante incómodos cuando están con alguien que ha sido sentenciado a morir.

Rata Seis había dado justo en el blanco con su corazonada. El duro muchacho salido de las obras de New Jersey con sus mortíferos puños y pies, sus ojos de Paul Newman y su falta de nervios, había nacido para aquello.

Rata Seis lo llevó con él a los túneles de Cu Chi, y una hora después ya se había dado cuenta de que el recluta era el mejor combatiente. Los dos llegaron a ser compañeros en las profundidades, donde no había rangos y nunca se empleaba la palabra «señor», y durante casi dos turnos de servicio, aquellos dos hombres lucharon y mataron en la oscuridad hasta que Henry Kissinger se reunió con Le Duc Tho y acordaron entre los dos que Estados Unidos se iría de Vietnam. Después de que se hubiera alcanzado ese acuerdo, ya no tenía ningún sentido que siguieran haciendo aquello.

Para el resto de la Gran Roja, la pareja llegó a ser una leyenda de la que solo se hablaba en susurros. El oficial era el Tejón y el soldado recién ascendido a sargento era el Topo.