Había diez jóvenes pilotos dentro del cobertizo de la escuadrilla A, y otros ocho en la puerta contigua, que correspondía a la escuadrilla B. En el exterior, dos o tres Hurricane se alineaban inmóviles sobre el reluciente verdor de la hierba del aeródromo, con ese inconfundible aspecto de hallarse al acecho que les daba la protuberancia del fuselaje detrás de la carlinga. No eran nuevos: sus remiendos de tela revelaban cicatrices de combate sobre Francia durante la quincena anterior.
El estado de ánimo que imperaba dentro de los cobertizos no podía ofrecer un contraste más marcado con el cálido sol veraniego del 25 de junio de 1940 que lucía sobre el campo de Coltishall, Norfolk, Inglaterra. El estado de ánimo que imperaba entre los hombres del escuadrón 242 de la Real Fuerza Aérea, conocido como «el escuadrón canadiense», nunca había sido más tenebroso, y lo cierto era que existía una buena razón para ello.
El 242 llevaba combatiendo casi desde que se había disparado el primer tiro en el frente occidental. Aunque perdida de antemano, habían librado la batalla por Francia desde la frontera oriental hasta la costa del Canal. Mientras la gran máquina de la guerra relámpago de Hitler seguía avanzando y dejaba a un lado al ejército francés, los pilotos que trataban de detener el torrente se encontraban con que sus bases habían sido evacuadas y trasladadas un poco más hacia atrás cuando ellos todavía estaban en el aire. Tenían que buscar desesperadamente la comida, los alojamientos, los repuestos y el combustible. Cualquiera que haya formado parte en alguna ocasión de un ejército que está batiéndose en retirada sabrá que la palabra que lo define todo en semejantes situaciones es «caos».
Cruzando de nuevo el canal desde Inglaterra, habían librado la segunda batalla, entonces sobre las arenas de Dunquerque, mientras debajo de ellos el ejército británico intentaba salvar lo que podía de la desbandada abordando cualquier cosa que flotara para regresar remando a Inglaterra, cuyos blancos acantilados eran tentadoramente visibles a través de la llanura del mar en calma.
Para cuando el último Tommy de la infantería inglesa hubo sido evacuado de aquella horrible playa y los últimos defensores del perímetro pasaron a ser cautivos de los alemanes durante cinco años, los canadienses estaban exhaustos. Habían sufrido un terrible castigo: nueve muertos y tres heridos, más otros tres derribados y hechos prisioneros.
Tres semanas después todavía se encontraban atrapados en Coltishall, sin disponer de repuestos o herramientas para sustituir a los que abandonaron en Francia. Su jefe, el comandante de escuadrón Papá Gobiel, estaba enfermo desde hacía semanas, y ya no volvería a mandarlos. Aun así, los británicos les habían prometido un nuevo comandante, que esperaban en cualquier momento.
Un pequeño deportivo con la capota bajada apareció de entre los hangares y se detuvo cerca de los dos cobertizos de madera que alojaban a las tripulaciones. Un hombre se apeó de él, moviéndose con cierta dificultad. Nadie fue a darle la bienvenida. El hombre se dirigió hacia el cobertizo de la escuadrilla A caminando con una especie de torpe cojera. Unos minutos después ya había salido de allí e iba hacia el cobertizo de la escuadrilla B. Los pilotos canadienses lo observaban a través de las ventanas, perplejos ante aquella manera de andar, con los pies tan separados que le obligaban a bambolearse de uno a otro lado. La puerta se abrió y el hombre apareció en el hueco. Sus hombreras mostraban las insignias de jefe de escuadrón. Nadie se levantó.
—¿Quién está al mando aquí? —preguntó el hombre con voz malhumorada.
Un robusto canadiense se puso en pie, a un par de metros del sitio donde Steve Edmond estaba repantigado en una silla y observaba al recién llegado a través de una neblina azulada.
—Supongo que yo —dijo Stan Turner.
Eran los primeros tiempos. Stan Turner ya tenía dos derribos confirmados en su historial, aunque seguiría derribando aparatos enemigos hasta hacerse con un total de catorce presas y un puñado de medallas.
El oficial británico de los furibundos ojos azules giró sobre sus talones y se dirigió con paso tambaleante hacia un Hurricane estacionado. Los canadienses fueron saliendo de sus cobertizos para observar.
—No me puedo creer lo que estoy viendo —le murmuró Johnny Latta a Steve Edmond—. Los muy bastardos nos han enviado a un comandante que no tiene piernas.
Era cierto. El recién llegado iba de un lado a otro balanceándose sobre un par de prótesis. Se izó a la carlinga del Hurricane, puso en funcionamiento el motor Rolls-Royce Merlin con un par de rápidos ademanes, enfiló el aparato hacia el viento y despegó. Durante media hora estuvo haciendo que el caza ejecutara todas las maniobras de acrobacia aérea que figuraban en el manual y unas cuantas que todavía no habían llegado a ser incluidas en él.
Era muy bueno en el aire, en parte debido a que había sido todo un as de la acrobacia aérea antes de perder las piernas cuando su avión se estrelló mucho antes de la guerra y en parte por el mero hecho de no tener piernas. Cuando un piloto de caza ejecuta un viraje muy cerrado o sale de un picado, maniobras que son realmente vitales en el combate aéreo, imprime intensas fuerzas gravitatorias a su propio cuerpo. El principal efecto es que la sangre abandona súbitamente la parte superior del cuerpo y se produce una pérdida del conocimiento. Como aquel piloto no tenía piernas, la sangre se quedaba en la mitad superior del cuerpo, cerca del cerebro. Los hombres de su escuadrón no tardarían en descubrir que su comandante podía ejecutar virajes bastante más cerrados que ellos. Finalmente el recién llegado hizo que el Hurricane tomara tierra, bajó de la carlinga y fue con sus andares bamboleantes hacia los silenciosos canadienses.
—Me llamo Douglas Bader —les dijo—, y vamos a ser el mejor maldito escuadrón de toda la maldita Fuerza Aérea.
Bader hizo honor a su palabra. Con la batalla de Francia ya perdida y la batalla de las playas de Dunquerque muy cerca de terminar en una horrible catástrofe, la gran prueba estaba a punto de llegar: Goering, el jefe de las fuerzas aéreas de Hitler, le había prometido a éste el dominio del cielo para facilitar el éxito de la invasión de Inglaterra. La batalla de Inglaterra fue la contienda por aquellos cielos. Cuando esta hubo terminado, los canadienses del 242 —siempre bajo las órdenes en combate de aquel comandante sin piernas— ya habían llegado a establecer la mejor relación entre derribos enemigos y pérdidas propias de todo su bando.
A finales de otoño, la Luftwaffe alemana ya había tenido más que suficiente y se retiró a Francia. Hitler descargó su ira sobre Goering y volvió a dirigir su atención hacia el este y Rusia.
En las tres batallas, Francia, Dunquerque e Inglaterra, que se sucedieron a lo largo de solo seis meses del verano de 1940, los canadienses habían acumulado ochenta y ocho derribos enemigos confirmados, sesenta y siete de ellos en la batalla de Inglaterra. Pero habían perdido a diecisiete pilotos, los MEA (muertos en acción); salvo tres, eran francocanadienses.
Cincuenta y cinco años después, Steve Edmond se levantó del escritorio de su despacho y volvió a acercarse, como había hecho tantas veces a lo largo de los años, a la fotografía que colgaba de la pared; no mostraba a todos los hombres con los cuales había llegado a volar, ya que algunos habían muerto antes de que les enviaran a otros para cubrir sus bajas. Pero mostraba a los diecisiete canadienses en Duxford, durante un cálido día despejado de finales de agosto durante el momento culminante de la batalla.
Casi todos se habían ido. La mayoría habían muerto en acción durante la guerra. Las caras de unos muchachos de entre diecinueve y veintidós años contemplaban el mundo desde la foto, animadas, expectantes y llenas de vitalidad, en el umbral de la vida y, aun así, en su mayoría destinadas a no verlo nunca.
El anciano examinó la foto con más detalle. Benzie, que había sido su compañero de ala, había muerto derribado sobre el estuario del Támesis el 7 de septiembre, dos semanas después de que se hubiera tomado la foto. Solanders, que había venido de Terranova, había muerto al día siguiente.
Johnny Latta y Willie McKnight, que posaban el uno al lado del otro, morirían en enero de 1941 cuando volaban juntos sobre algún lugar del golfo de Vizcaya.
—Fuiste el mejor de todos nosotros, Willie —murmuró el anciano.
McKnight había sido el primer as y doble as; tenía un don natural para el combate aéreo; llevaba nueve derribos confirmados en sus primeros diecisiete días de combate y un total de veintiuna victorias aéreas cuando murió, diez meses después de su primera misión, con solo veintiún años de edad.
Steve Edmond había sobrevivido y llegado a ser considerablemente anciano y extremadamente rico, sin duda el mayor magnate minero de Ontario. Pero a lo largo de los años siempre había mantenido en su pared aquella foto, tanto cuando vivía en una cabaña con un zapapico por única compañía como cuando ganó su primer millón de dólares, y cuando (especialmente entonces) la revista Forbes lo declaró multimillonario.
Había conservado la foto para que le recordara la terrible fragilidad de esa cosa a la cual llamamos vida. Cuando volvía la vista hacia el pasado, Steve Edmond se preguntaba cómo había sobrevivido. Fue derribado por primera vez y, hallándose en el hospital, el escuadrón 242 partió hacia Extremo Oriente en diciembre de 1941. Cuando volvió a estar en condiciones de prestar servicio, lo enviaron al Mando de Adiestramiento.
No podía soportar tanta inactividad y bombardeó a las máximas autoridades con peticiones para que le permitieran volar de nuevo en misiones de combate; su deseo le fue concedido a tiempo para participar en el desembarco de Normandía pilotando el nuevo cazabombardero Typhoon de ataque en superficie, muy rápido y con gran potencia de fuego, que era un temible destructor de tanques.
La segunda vez que lo derribaron fue cerca de Remagen, mientras los efectivos estadounidenses se estaban abriendo paso a través del Rin. Edmond formaba parte de la docena de cazabombarderos Typhoon británicos que se encargaban de proporcionar cobertura durante el avance. El impacto directo en el motor solo le dio unos cuantos segundos para ganar altitud, abrir la carlinga y saltar antes de que el avión explotara.
Edmond saltó desde muy poca altura y el contacto con la tierra fue muy violento; se le rompieron ambas piernas por el impacto. Yació inmóvil sobre la nieve sumido en el estupor que produce el dolor, ligeramente consciente de la proximidad de unos cascos de acero redondos que corrían hacia él y mucho más de que los alemanes sentían un particular aborrecimiento por los Typhoon, así como de que los hombres a los que había estado haciendo saltar por los aires eran de una división panzer de las SS, las cuales no eran famosas precisamente por su tolerancia.
Una figura que llevaba el rostro cubierto por un pasamontañas se detuvo y bajó la mirada hacia él; una voz dijo: «Vaya, mira qué tenemos aquí». Edmond dejó escapar en un suspiro de alivio todo el aliento que había estado conteniendo hasta aquel momento. Pocos miembros de la élite de Adolf Hitler hablaban el inglés con acento del Mississippi.
Los estadounidenses lo llevaron de vuelta a través del Rin, aturdido por la morfina, y fue devuelto a Inglaterra a bordo de un avión. Cuando las piernas se le soldaron correctamente, se juzgó que estaba ocupando una cama de la que se tenía necesidad para los recién ingresados que acababan de llegar del frente, por lo que Edmond fue enviado a un centro de convalecencia en la costa del sur, donde pasaría el tiempo cojeando de un lado a otro hasta su repatriación al Canadá.
A Edmond le gustó Dilbury Manor, una enorme edificación Tudor impregnada de historia, con extensiones de césped que eran como el tapete verde de una mesa de billar y unas cuantas enfermeras bastante guapas. Steve Edmond tenía en aquella primavera veinticinco años y ostentaba el rango de comandante de ala.
Las habitaciones eran para dos oficiales, pero transcurrió una semana antes de que llegara su compañero de habitación. Era estadounidense, tenía aproximadamente la misma edad que Edmond y no llevaba uniforme. Su brazo y su hombro izquierdos quedaron destrozados durante un tiroteo en el norte de Italia. Aquello significaba operaciones encubiertas detrás de las líneas enemigas a cargo de las Fuerzas Especiales.
—Hola —dijo el recién llegado—, soy Peter Lucas. ¿Juegas al ajedrez?
Steve Edmond había salido de los duros campamentos mineros de Ontario y se había alistado en la Real Fuerza Aérea canadiense el año 1938 para escapar al desempleo que azotaba la industria minera cuando el mundo súbitamente no encontró nada en lo que utilizar el níquel. Años después ese metal se encontraba en cada uno de los motores de avión que transportaron por el aire a Edmond. Lucas provenía del cajón más alto de la cómoda social de Nueva Inglaterra, y no le había faltado de nada desde el día de su nacimiento.
Los dos jóvenes estaban sentados en el césped, separados por una mesa de ajedrez, cuando la radio, en el acento tan retorcidamente sofisticado que empleaban los locutores de la BBC para dar las noticias en aquellos tiempos, anunció a través de la ventana del comedor que el mariscal de campo Von Rundstedt acababa de firmar los instrumentos de rendición incondicional en Luneberg Heath. Era el 8 de mayo de 1945.
La guerra en Europa había terminado. El estadounidense y el canadiense se quedaron donde estaban y se acordaron de todos aquellos amigos que no volverían a casa; posteriormente ambos recordarían que aquella había sido la última vez que lloraron en público.
Una semana después se despidieron y regresaron a sus respectivos países. Pero en aquel centro de convalecencia junto a la costa inglesa habían llegado a desarrollar una amistad que perduraría de por vida.
El Canadá con el que se encontró Steve Edmond cuando volvió a casa era un país distinto. Él también era un hombre distinto, un héroe de guerra condecorado que regresaba a una economía floreciente. Él procedía de la cuenca de Sudbury, y fue a esa cuenca adonde regresó. Su padre había sido minero, y antes lo había sido su abuelo. Los canadienses extraían cobre y níquel en los alrededores de Sudbury desde 1885, y los Edmond habían ejercido aquella actividad durante la mayor parte de ese tiempo.
Steve Edmond descubrió que la Fuerza Aérea le debía un buen pico de su paga y lo utilizó para ingresar en la universidad, el primero de su familia que lo hacía. Como era natural, escogió disciplinadamente ingeniería de minas y añadió un curso de metalurgia al puchero de sus estudios. Se licenció en ambas materias entre los primeros de su clase en 1948 y enseguida fue contratado por la International Nickel Company (INCO), principal suministradora de empleos en la cuenca de Sudbury.
Fundada en 1902, la INCO había ayudado a hacer de Canadá el principal proveedor de níquel del mundo; el corazón de la empresa lo constituía el enorme yacimiento que poseía muy cerca de Sudbury, Ontario. Edmond ingresó como administrador de minas en prácticas.
Edmond hubiese seguido siendo un administrador de minas que vivía en una casa, cómoda pero de lo más corriente, de un suburbio de Sudbury, de no ser por aquella mente inquieta y en continua actividad que siempre le estaba diciendo «tiene que haber algo mejor».
La universidad le había enseñado que el núcleo básico del níquel, la pentlandita, también contiene otros elementos: platino, paladio, iridio, rutenio, rodio, telurio, selenio, cobalto, plata y oro. Edmond empezó a estudiar los distintos metales de las tierras raras, sus usos y el mercado potencial para ellos.
Nadie más se molestó en hacerlo, debido a que los porcentajes resultaban tan pequeños que su extracción no salía a cuenta, por lo que siempre terminaban en montones de escoria. Muy pocos sabían qué eran los metales raros.
Casi todas las grandes fortunas están basadas en tener una idea realmente buena y las agallas necesarias para llevarla a la práctica. Trabajar duro y tener un poco de suerte también ayudan. La idea realmente buena que tuvo Steve Edmond fue meterse en el laboratorio cuando los otros jóvenes administradores de minas estaban consumiendo la cosecha de cebada por el método de bebérsela una vez destilada. Lo que terminó sacando de ello fue el proceso conocido como «lixiviación por presión del ácido».
Básicamente, el proceso consistía en sacar los diminutos depósitos de metales raros de la escoria, disolviéndolos y acto seguido reconstituyéndolos para convertirlos de nuevo en metal.
Si Edmond hubiera acudido a la INCO con aquello, le habrían dado una palmadita en la espalda y quizá incluso lo habrían invitado a cenar. En vez de eso lo que hizo fue presentar su dimisión y comprar un billete de tren de tercera clase para Toronto y la Oficina de Patentes.
Pidió prestado, por supuesto, pero no mucho, porque aquello a lo que él le había echado el ojo no costaba demasiado. Cuando un yacimiento de pentlandita se había agotado, o al menos había sido explotado hasta que resultaba antieconómico continuar trabajando en él, las compañías dejaban tras de sí enormes montones de escoria llamados presas de residuos. Las presas eran la basura y nadie las quería para nada. Steve Edmond sí que las quería, y las compró pagando unos pocos centavos por ellas.
Fundó Edmond Metals, Ems, conocida en la Bolsa de Toronto simplemente como Emmys, y el precio de las acciones fue subiendo. Edmond nunca llegó a vender la empresa, a pesar de todas las ofertas para hacerlo que se le presentaron, y jamás se embarcó en ninguna de las aventuras que le proponían los bancos y los asesores financieros. De esa manera evitó las falsas subidas, las burbujas financieras y las caídas del mercado. A los cuarenta años Steve Edmond ya era multimillonario y a los sesenta y cinco, en 1985, se había cubierto con el siempre escurridizo manto del milmillonario.
Él no alardeaba de ello y nunca olvidaba de donde provenía, daba mucho dinero a instituciones benéficas, evitaba a los políticos al mismo tiempo que se mostraba afable con todos ellos, y era conocido como un buen padre de familia.
A lo largo de los años hubo unos cuantos idiotas que, tomando aquella apacible fachada por la totalidad del hombre, pretendieron engañar, mentir o robar a Steve Edmond. Todas esas personas descubrieron, a menudo demasiado tarde desde su punto de vista, que en el interior de Steve Edmond había tanto acero como en cualquiera de los motores de avión detrás de los que hubiera llegado a sentarse.
Steve Edmond solo contrajo matrimonio una vez, en 1949, justo antes de su gran descubrimiento. Él y Fay se habían casado por amor y siguieron estando enamorados el uno del otro hasta que una enfermedad de las neuronas motrices se llevó a Fay en 1994. El matrimonio tuvo un bebé, su hija Annie, que nació en 1950.
En su ancianidad, Steve Edmond mimaba a su hija como había hecho siempre; aprobaba entusiásticamente al profesor Adrian Colenso, el académico de la Universidad de Georgetown con el que había contraído matrimonio su hija a los veintidós años, y estaba loco por su único nieto Ricky, en aquel entonces de veinte años de edad, que estaba pasando una temporada en algún lugar de Europa antes de volver a casa para empezar la universidad. Steve Edmond era casi siempre un hombre satisfecho de la vida, que tenía todos los motivos del mundo para sentirse así, pero había días en los que se encontraba preocupado e irritable. Entonces cruzaba el suelo del despacho de su gran ático muy por encima de la ciudad de Windsor, Ontario, y volvía a contemplar las jóvenes caras de la foto que llegaban hasta él desde hacía mucho tiempo y una gran distancia.
El interfono sonó y Edmond regresó a su escritorio.
—Sí, Jean.
—Tiene en la línea a la señora Colenso desde Virginia.
—Ah, muy bien. Pásamela. —Edmond se recostó en la silla giratoria acolchada mientras se establecía la conexión—. Hola, cariño. ¿Qué tal estás?
La sonrisa desapareció del rostro de Edmond mientras escuchaba. Luego su cuerpo fue desplazándose cada vez más hacia delante en su asiento hasta que se encontró apoyado en el escritorio.
—¿Qué quieres decir con eso de que ha desaparecido…? ¿Has probado a telefonear…? ¿Bosnia? Las líneas no funcionan… Annie, ya sabes que los chicos de hoy en día no escriben… Quizá se ha quedado atascada en el correo de allí… Sí, acepto que él lo prometió firmemente… Está bien, déjalo en mis manos. ¿Para quién estaba trabajando?
Cogió una pluma y escribió lo que ella le dictó.
—Panes y Peces. ¿Ese es su nombre? ¿Y dices que es una agencia de ayuda humanitaria? Comida para los refugiados. Muy bien, entonces figurará en los registros oficiales. Tienen que estar inscritos. Déjamelo a mí, querida. Sí, tan pronto como tenga algo. Después de haber colgado, Edmond estuvo reflexionando durante unos momentos y luego llamó a su director general.
—Entre todos esos tunantes a los que das trabajo, ¿tienes a alguien que sepa hacer investigaciones a través de Internet? —preguntó.
El director general se quedó atónito.
—Por supuesto —respondió en cuanto se hubo recuperado de la sorpresa—. Tengo a docenas de ellos.
—Quiero el nombre y el número de teléfono particular de la persona que está al frente de una organización caritativa estadounidense llamada Panes y Peces… No, solo eso. Y los necesito deprisa.
Edmond los tuvo en diez minutos. Una hora más tarde colgaba el auricular después de haber mantenido una larga conversación con alguien que estaba en un reluciente edificio de Charleston, Carolina del Sur, el cuartel general de uno de aquellos evangelistas televisivos a los que tanto despreciaba Edmond, aquellos tipos que obtenían cuantiosos donativos de los crédulos a cambio de garantizarles la salvación.
Panes y Peces era el brazo asistencial oficioso de uno de aquellos salvadores que solicitaba fondos para los pobres refugiados de Bosnia, azotada en aquellos momentos por una feroz guerra civil. Cuántos de los dólares donados eran destinados a esos infortunados y cuántos iban a parar a la flota de limusinas del reverendo era algo que nadie acababa de tener muy claro. Pero si Ricky Colenso trabajaba en calidad de voluntario para Panes y Peces en Bosnia, le informó la voz que hablaba desde Charleston, habría estado en el centro de distribución que tenían en un lugar llamado Travnik.
—Jean, ¿te acuerdas de un hombre que hará cosa de un par de años perdió un par de cuadros de antiguos maestros que le robaron de su casa de campo de Toronto? Salió en los periódicos. Luego los cuadros volvieron a aparecer. Alguien del club dijo que ese hombre utilizó los servicios de una agencia muy discreta para seguirles el rastro y recuperarlos. Necesito el nombre de esa agencia. Llámame en cuanto lo tengas.
Aquel dato decididamente no figuraba en Internet, pero existían otras redes. Jean Searle, que ya llevaba muchos años como secretaria privada de Edmond, utilizó la Red de las Secretarias y recurrió a una de sus amigas, secretaria del jefe de policía.
—¿Rubinstein? Perfecto. Ahora ponme con el señor Rubinstein, en Toronto o donde sea.
Aquello requirió media hora. El coleccionista de obras de arte fue localizado mientras estaba visitando el Rijksmuseum en Amsterdam para contemplar, una vez más, la Ronda nocturna de Rembrandt. Lo hicieron levantarse de la mesa donde estaba cenando, dadas las seis horas de diferencia horaria. Pero se mostró dispuesto a ayudar.
—Jean —dijo Steve Edmond en cuanto hubo terminado de hablar con aquel hombre—, telefonea al aeropuerto. Que preparen el Grumman. Ya. Quiero ir a Londres. No, al Londres de Inglaterra.[1] Para llegar allí cuando esté saliendo el sol.
Era el 10 de Junio de 1995.