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La víctima

Ricky Colenso no había nacido para morir a la edad de veinte años dentro de un pozo negro en Bosnia. Las cosas nunca deberían haber terminado de aquella manera. Colenso había nacido para licenciarse en una universidad y vivir su vida en Estados Unidos, con una esposa e hijos y una probabilidad bastante decente de dedicarse a disfrutar de la vida, la libertad y la felicidad. Todo terminó torciéndose porque tenía demasiado buen corazón.

En 1970 un joven y brillante matemático llamado Adrian Colenso consiguió hacerse con la plaza de profesor de matemáticas en la Universidad de Georgetown, justo al lado de Washington. Adrian Colenso tenía veinticinco años, que lo hacían notablemente joven para el puesto.

Tres años después, Adrian Colenso dio un seminario de verano en Toronto, Canadá. Entre las personas que asistieron a dicho seminario, aun cuando entendiese muy poco de lo que estaba diciendo quien lo impartía, había una estudiante asombrosamente guapa llamada Annie Edmond. Se quedó prendada del profesor y organizó una cita a ciegas a través de unas amistades.

Adrian Colenso nunca había oído hablar del padre de ella, lo cual la asombró tanto como deleitó. Annie ya había sido perseguida por media docena de cazadores de fortunas. En el coche que los llevó de vuelta al hotel Annie descubrió que aparte de tener un impresionante dominio del cálculo infinitesimal, el profesor también besaba francamente bien.

Una semana después, Colenso regresó a Washington en avión. La señorita Edmond no era la clase de joven que se da por vencida a las primeras de cambio. Dejó su trabajo, obtuvo una sinecura en el consulado canadiense, alquiló un apartamento justo al lado de la avenida Wisconsin y llegó allí con diez maletas. Dos meses después se casaron. La boda se redujo a una discreta ceremonia celebrada en Windsor, Ontario, y la pareja pasó la luna de miel en Cancel Bay, en las islas Vírgenes estadounidenses.

Como regalo, el padre de la novia le compró a la pareja una gran casa de campo en Foxhall Road, muy cerca de Nebraska Avenue, situada en una de las áreas de aire más rústico y, debido a ello, más buscada de todo Georgetown. La casa se alzaba en media hectárea de terreno boscoso y tenía piscina y pista de tenis. La asignación de la novia cubriría su mantenimiento y el salario del novio se encargaría del resto. El matrimonio se instaló en una existencia doméstica llena de amor.

El pequeño Richard Eric Steven nació en abril de 1975; pronto fue apodado Ricky.

Creció, como millones de otros niños de Estados Unidos, en la seguridad y el cariño de la casa de sus padres, haciendo todas las cosas que hacen los chicos, pasando mucho tiempo en los campamentos de verano, descubriendo y explorando las emociones de las chicas y los coches deportivos, preocupándose por los títulos académicos y la proximidad de los exámenes.

Ricky no era ni brillante como su padre, ni tonto. Había heredado la maliciosa sonrisa de su padre y el atractivo de su madre. Quienes lo conocían lo consideraban un chico encantador. Si alguien le pedía ayuda, Ricky hacía todo lo posible por ayudar. Pero nunca hubiese debido ir a Bosnia.

Se graduó de la secundaria en 1994 y el otoño siguiente fue aceptado en Harvard. Aquel invierno, viendo en la televisión el sadismo de la limpieza étnica y sus consecuencias —el sufrimiento de los refugiados, los programas de ayuda— en un lugar muy lejano llamado Bosnia, Ricky decidió que quería ayudar de algún modo. Su madre le rogó que se quedara en Estados Unidos, diciéndole que si quería ejercitar su conciencia social había muchos programas de ayuda sin necesidad de ir tan lejos. Pero las imágenes de las aldeas destruidas, los huérfanos que lloraban y los ojos llenos de desesperación de los refugiados habían afectado profundamente a Ricky; tenía que ser Bosnia.

Unas cuantas llamadas telefónicas de su padre le hicieron saber que el responsable de la ayuda era el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, que tenía una gran delegación en Nueva York. Ricky suplicó que le permitieran unirse a ellos al menos durante el verano, y fue a Nueva York para informarse acerca del procedimiento de inscripción.

A principios de la primavera de 1995, los tres años de guerra en Yugoslavia habían destruido la federación y sembrado la destrucción en la República de Bosnia-Herzegovina. El ACNUR estaba operando allí a gran escala, con unos efectivos de alrededor de cuatrocientos «internacionales» y varios miles de cooperantes reclutados en la zona. El dispositivo lo dirigía un antiguo soldado británico, el barbudo y siempre enérgico Larry Hollingworth, al que Ricky había visto en televisión. El muchacho quería unirse a ellos y ayudar de alguna manera.

La delegación de Nueva York se mostró tan amable como poco entusiasmada. Las ofertas de aficionados les llegaban a carretadas, y las visitas personales ascendían a varias docenas al día. Aquello era las Naciones Unidas; había procedimientos, seis meses de burocracia, se tenían que rellenar suficientes impresos como para romper los amortiguadores a una camioneta, y, dado que Ricky tenía que estar en Harvard cuando llegara el otoño, probablemente al final encontraría una negativa.

El abatido joven estaba bajando en el ascensor al inicio de la hora del almuerzo cuando una secretaria de mediana edad le dirigió una amable sonrisa.

—Si realmente quieres ayudar allí, tendrás que ir directamente a la oficina regional de Zagreb —le dijo—. Ellos aceptan a la gente de la zona. Los que se encuentran sobre el terreno no están tan pendientes de los trámites.

Croacia había formado parte de la Yugoslavia en proceso de desintegración, pero había conseguido la independencia. Ahora constituía un Estado, y muchas organizaciones habían aprovechado la seguridad que ofrecía su capital, Zagreb, para establecerse en ella. Una de esas organizaciones era el ACNUR.

Ricky mantuvo una larga conversación telefónica con sus padres, consiguió que estos terminaran otorgándole su permiso de bastante mala gana e hizo el vuelo Nueva York-Viena-Zagreb.

Pero la respuesta siguió siendo la misma: había que rellenar un montón de impresos; en realidad, buscaban compromisos a largo plazo. Los aficionados que iban allí a pasar el verano suponían muchísima responsabilidad y no hacían ninguna aportación seria.

—Lo que deberías hacer es probar suerte con alguna ONG —sugirió el controlador regional, queriendo echarle una mano—. Se reúnen en la cafetería, justo aquí al lado.

El ACNUR podía ser el organismo mundial, pero con él no terminaba la cooperación. Prestar ayuda cuando ha habido algún desastre es toda una actividad económica, y para muchos una profesión. Aparte de las Naciones Unidas y los gobiernos, están las organizaciones no gubernamentales. En aquellos momentos había más de trescientas ONG en Bosnia.

De entre todas ellas, solo los nombres de alrededor de una docena le habrían sonado al gran público: Shave the Children (británica), Feed the Children (Estados Unidos), Age Concern, War on Want, Médicos sin Fronteras… Todas ellas estaban allí. Algunas se basaban en la religión, otras eran de origen laico, y muchas de las más pequeñas simplemente se habían creado durante la guerra civil bosnia, impulsadas por las imágenes televisivas transmitidas incesantemente a Occidente. En la parte inferior de la escala estaban los camiones solitarios conducidos a través de Europa por un par de robustos mocetones que se habían puesto de acuerdo para hacerlo mientras tomaban una ronda en su bar favorito. El punto de despegue para iniciar el último tramo del recorrido que terminaba llevando al corazón de Bosnia era Zagreb o el puerto adriático de Split.

Ricky encontró la cafetería, pidió un café y un slivovitz para disipar los efectos del frío viento de marzo que soplaba fuera, y miró alrededor en busca de un posible contacto. Dos horas después, un corpulento barbudo con aspecto de camionero entró en la cafetería. Llevaba una gruesa zamarra de lana y pidió café y un coñac doble con una voz que Ricky situó como procedente de Carolina del Norte o del Sur. Fue hacia el hombretón y se presentó. La suerte le había sonreído.

John Slack era el organizador y distribuidor de ayuda de una pequeña organización benéfica de Estados Unidos llamada Panes y Peces, surgida recientemente de Camino de Salvación, que en un mundo pecaminoso era el cuartel general del reverendo Billy Jones, evangelista televisivo y salvador de almas (a cambio del donativo apropiado) en la muy hermosa ciudad de Charleston. Slack escuchó a Ricky como haría alguien que ya hubiese oído aquello antes.

—¿Puedes conducir un camión, muchacho?

—Sí.

Aquello no era del todo cierto, pero Ricky suponía que un gran camión sería más o menos igual que una camioneta.

—¿Sabes leer un mapa?

—Por supuesto.

—¿Y quieres ganar un buen sueldo?

—No. Cuento con una asignación de mi abuelo.

Un destello burlón brilló en los ojos de John Slack.

—¿No quieres nada? ¿Solo ayudar?

—Eso es.

—De acuerdo, entonces quedas contratado. Yo no opero a gran escala. Voy de un lado para otro y compro alimentos, ropa, mantas, lo que sea, sobre el terreno y principalmente en Austria. Luego lo llevo en camiones a Zagreb, lleno el depósito de combustible y me dirijo hacia Bosnia. Operamos desde Travnik. Ahí abajo hay miles de refugiados.

—Por mí estupendo —dijo Ricky—. Yo pagaré mis gastos. Slack apuró lo que quedaba de su coñac.

—Vamos, muchacho —dijo.

El camión era un Hanomag alemán de diez toneladas, y antes de cruzar la frontera Ricky ya le había cogido el truco. Tardaron diez horas en llegar a Travnik, relevándose al volante. Era medianoche cuando llegaron al recinto que Panes y Peces tenía a las afueras de la ciudad. Slack le entregó unas cuantas mantas a Ricky.

—Pasa la noche dentro de la cabina —dijo—. Por la mañana te encontraremos un alojamiento.

El dispositivo de ayuda de Panes y Peces era realmente pequeño. Se componía de un segundo camión, que se disponía a partir hacia el norte a recoger más suministros, conducido por un sueco que hablaba en monosílabos; un pequeño cobertizo rodeado por una verja de alambre metálico para mantener fuera a los saqueadores, y otro cobertizo que llamaban almacén y servía para guardar los alimentos ya descargados pero aún por distribuir; tenia tres cooperantes bosnios reclutados en la zona. Además contaba con dos Toyota Landcruiser nuevos de color negro, que se utilizaban para la distribución de los pequeños cargamentos de ayuda. Slack presentó a Ricky a todo el mundo; por la tarde, el recién llegado ya había encontrado alojamiento en la casa de una viuda bosnia. Para ir y volver de la base compró una bicicleta medio desvencijada con una parte del dinero en efectivo que guardaba dentro de un monedero de cinturón. John Slack reparó en él.

—¿Te importaría decirme cuánto dinero llevas dentro de ese monedero? —preguntó.

—He traído mil dólares —respondió Ricky confiadamente—. Solo por si había alguna emergencia.

—Mierda. No los vayas exhibiendo por ahí o la armarás. Estos tipos pueden quitarte la vida por eso.

Ricky prometió que sería discreto. Los servicios postales, como no tardó en descubrir, eran inexistentes en la medida en que no existía ningún Estado bosnio; como resultado, no había departamento de correos estatal, y los servicios yugoslavos habían desaparecido. John Slack le dijo que cualquier conductor que fuera a Croacia o a Austria echaba al correo cartas y postales para todo el mundo. Ricky escribió rápidamente una postal que extrajo del paquete que había comprado en el aeropuerto de Viena y la echó al morral. El sueco se lo llevó al norte, y una semana después la señora Colenso recibía la postal.

Hubo un tiempo en el que Travnik había sido una próspera ciudad-mercado habitada por serbios, croatas y musulmanes bosnios. Su presencia se reflejaba en las iglesias. Había una iglesia católica para los croatas desplazados, una iglesia ortodoxa para los también desplazados serbios y una docena de mezquitas para la mayoría musulmana, los únicos a quienes se suele llamar bosnios.

Con el estallido de la guerra civil, la comunidad triétnica que había convivido en armonía durante años quedó rota. A medida que un pogromo tras otro recorría el país, la confianza interétnica se evaporaba.

Los serbios se retiraron al norte de los montes Vlasic, que dominan Travnik, y a través del valle del río Lasva entraron en Banja Luka por el lado opuesto.

Los croatas también fueron expulsados; la mayoría de ellos se trasladaron unos quince kilómetros carretera abajo hasta llegar a Vitez. De este modo se formaron tres plazas fuertes de una sola etnia, nutridas con refugiados de su grupo étnico.

En el mundo de los medios de comunicación, los serbios aparecían como impulsores de todos los pogromos, a pesar de que ellos también habían visto cómo comunidades serbias enteras eran aniquiladas cuando vivían en lugares aislados y se encontraban en minoría. La razón era que en la antigua Yugoslavia los serbios habían ejercido el control del ejército; cuando el país estalló en pedazos, se limitaron a hacerse con el 90 por ciento del armamento pesado, lo cual les proporcionó una ventaja insuperable.

Los croatas, que tampoco se quedaban cruzados de brazos cuando se trataba de aniquilar a las minorías no croatas presentes entre ellos, habían obtenido un reconocimiento irresponsablemente prematuro por parte del canciller alemán Kohl; a partir de ese momento pudieron comprar armas en el mercado mundial. Los bosnios se hallaban básicamente desarmados, y se mantuvieron así siguiendo los consejos de los políticos europeos. Como resultado, fueron los que padecieron más brutalidades. A finales de la primavera de 1995 Estados Unidos, horrorizado y harto de estarse quieto sin hacer nada, utilizó su poderío militar para dar una buena tunda a los serbios y obligar a todas las partes a sentarse a una mesa de negociaciones en Dayton, Ohio. Los acuerdos de Dayton fueron llevados a la práctica ese mes de noviembre. Ricky Colenso no llegaría a verlo.

Cuando Ricky llegó a Travnik, la población ya había encajado un montón de obuses disparados desde posiciones serbias desperdigadas por las montañas. La mayoría de los edificios estaban envueltos en sudarios de tablas que se apoyaban contra las paredes. Si eran alcanzadas por un «inmigrante» las tablas quedaban convertidas en madera para fósforos, pero al menos salvaban la casa que había dentro. La mayor parte de los vidrios de las ventanas estaban rotos y habían sido sustituidos con plásticos. Por el momento, la mezquita principal, pintada de vivos colores, se había librado inexplicablemente de un impacto directo. Los dos edificios de mayores dimensiones de la ciudad, el gymnasium (la escuela secundaria) y la en otro tiempo famosa Escuela de Música, estaban llenos de refugiados.

Sin poder acceder a los campos de los alrededores y careciendo por ello de acceso a sus cosechas, los refugiados, que ascendían el triple de la población original, dependían de las agencias de ayuda para sobrevivir. Ahí era donde entraba en juego Panes y Peces, junto con una docena más de pequeñas ONG presentes en Travnik.

Los dos Landcruiser podían ser cargados hasta los topes con doscientos veinticinco kilos de ayuda humanitaria, y aun así llegar a las distintas aldeas y pueblecitos donde la necesidad era todavía mayor que en el centro de Travnik. Ricky accedió de buena gana a hacerse cargo del transporte de alimentos por los caminos de montaña que conducían hacia el sur.

Cuatro meses después de estar sentado en Georgetown, viendo en la pantalla del televisor las imágenes de miseria humana que lo habían llevado hasta allí, Ricky era feliz. Estaba haciendo lo que había ido a hacer. Se sentía conmovido por la gratitud de los campesinos de rostros nudosos y sus niños morenos de ojos como platos, que acudían al centro de una aldea aislada, en la que hacía una semana que no comían, para verlo descargar sacos de trigo, maíz, leche en polvo y sopa concentrada.

Ricky creía que así estaba devolviendo de alguna manera todos los beneficios y comodidades que un Dios benévolo, en el cual creía firmemente, le había otorgado en el momento de su nacimiento por el simple hecho de haberlo creado estadounidense.

No hablaba ni una palabra de serbocroata, la lengua común de toda Yugoslavia, ni el dialecto bosnio. No tenía ni idea de la geografía local, de adónde llevaban los caminos de montaña, de qué lugares eran seguros y cuáles podían ser peligrosos.

John Slack lo emparejó con uno de los cooperantes bosnios, un joven llamado Fadil Sulejman, que hablaba razonablemente bien el inglés aprendido en la escuela y que a partir de aquel momento pasó a actuar como su guía, intérprete y navegante.

A lo largo de abril y durante la primera quincena de mayo, Ricky envió cada semana una carta o una postal a sus padres, y con mayores o menores retrasos, dependiendo de quién iba a ir al norte para comprar suministros, sus cartas y sus postales llegaron a Georgetown luciendo sellos croatas o austríacos.

Fue en la segunda semana de mayo cuando Ricky se encontró solo y a cargo de la totalidad del depósito. El motor del camión del sueco Lars había sufrido una grave avería en una solitaria carretera de montaña en Croacia, al norte de la frontera pero a escasa distancia de Zagreb. John Slack había cogido uno de los Landcruiser para echarle una mano y poner de nuevo en servicio el vehículo.

Entonces fue cuando Fadil Sulejman le pidió un favor a Ricky. Como miles de las personas que había en Travnik, Fadil se había visto obligado a huir de su casa cuando la marea de la guerra empezó a avanzar hacia ella. Le explicó a Ricky que el hogar de su familia había estado en una granja, o pequeña propiedad, en un valle situado en lo alto de las laderas de los montes Vlasic. Ahora necesitaba desesperadamente saber si quedaba algo de él. ¿Le habrían prendido fuego o se habría salvado? ¿Todavía estaría en pie? Cuando empezó la guerra, su padre había enterrado algunos tesoros familiares debajo de un granero. ¿Seguirían aún allí? En una palabra, ¿podía ir Fadil a visitar el hogar de sus padres por primera vez en tres años?

Ricky le dijo a Fadil que podía tomarse todo el tiempo libre que necesitara para ir allí, pero el verdadero problema no era ese. Solo un vehículo todoterreno podría avanzar por los caminos de montaña, resbaladizos a causa de las lluvias primaverales. Aquello significaba usar el Landcruiser.

Ricky se encontró ante un dilema. Quería ayudar, y estaba dispuesto a pagar la gasolina, pero ¿era realmente segura la montaña? En el pasado las patrullas serbias se habían dedicado a recorrerla y emplazar su artillería para bombardear Travnik, situado debajo.

De aquello ya hacía un año, insistió Fadil. Ahora las laderas del sur, donde estaba la granja de sus padres, eran totalmente seguras. Ricky titubeó y finalmente, conmovido por las súplicas de Fadil y preguntándose qué se debía de sentir cuando se pierde el hogar, accedió. Con una condición: él también iría.

De hecho, con el sol de primavera el trayecto resultaba muy agradable. Dejaron la ciudad a sus espaldas y subieron unos quince kilómetros por la carretera principal que llevaba a Donji Vakuf antes de torcer hacia la derecha.

La carretera no dejaba de ascender, además de deteriorarse hasta convertirse en un sendero, también ascendente. Por todas partes los rodeaban fresnos, hayas y robles que lucían su follaje primaveral. Era, pensó Ricky, casi como estar en la parte del Shenandoah donde había acampado en una ocasión con un grupo de la escuela. Empezaron a derrapar en las curvas, y Ricky admitió que nunca hubiesen conseguido avanzar sin la tracción en las cuatro ruedas.

Los robles cedían paso a las coníferas, y a los mil quinientos metros de altitud entraron en un valle que, invisible desde el camino que discurría muy por debajo de él, parecía una especie de refugio secreto. En el corazón del valle encontraron la granja. Su chimenea de piedra había sobrevivido, pero el resto había sido incendiado y saqueado. Varios graneros deteriorados por el tiempo, a los cuales no habían prendido fuego, se alzaban entre las viejas cercas para el ganado. Ricky miró la cara de Fadil y dijo:

—No sabes cómo lo siento.

Bajaron del todoterreno junto a la ennegrecida chimenea; Ricky esperó mientras Fadil caminaba a través de las cenizas húmedas, dando patadas aquí y allá a lo que quedaba del lugar en que se había criado. Ricky lo siguió y pasó junto al aprisco del ganado y el pozo negro, rebosante de su nauseabundo contenido engrosado por las lluvias, para ir a los graneros en los que el padre de Fadil podía haber escondido los tesoros de la familia con el fin de salvarlos de los merodeadores. Entonces oyeron agitación y gimoteos.

Los dos hombres los encontraron debajo de una lona empapada y maloliente. Había seis niños, diminutos, encogidos y aterrorizados, con edades que iban desde los cuatro años hasta los diez. Eran cuatro niños y dos niñas, la mayor de las cuales era aparentemente la madre sustituta y jefa del grupo. En cuanto vieron a los dos hombres que los miraban, se quedaron paralizados de miedo. Fadil empezó a hablarles suavemente. Pasado un rato, la chica le contestó.

—Son de Gorica, un pueblecito que queda a unos siete kilómetros de aquí siguiendo la ladera de la montaña —tradujo Fadil—. Gorica quiere decir «pequeña colina». Yo lo conocía.

—¿Qué ocurrió?

Fadil habló un poco más en el dialecto local. La chica volvió a responder, y luego se echó a llorar.

—Vinieron hombres. Serbios, paramilitares.

—¿Cuándo?

—Anoche.

—¿Y qué sucedió?

Fadil suspiró.

—Era un pueblecito muy pequeño —dijo—. Cuatro familias, veinte adultos, puede que unos doce niños… Ahora ya no queda nadie, porque todos están muertos. En cuanto empezó el combate, sus padres les gritaron que huyeran. Escaparon en la oscuridad.

—¿Huérfanos? ¿Todos ellos?

—Todos ellos.

—Santo Dios, menudo país… Tenemos que meterlos en el todoterreno y bajarlos al valle —dijo el muchacho que había venido de Estados Unidos.

Sacaron a los niños, cada uno cogido de la mano del otro mayor que él para formar una cadena, del granero, a la intensa claridad del sol. Los pájaros cantaban. Era un valle muy hermoso.

Entonces vieron a los hombres donde empezaban los árboles. Había diez en dos jeeps GAZ rusos con camuflaje del ejército. Los hombres también llevaban uniformes de camuflaje. Iban fuertemente armados.

Tres semanas más tarde, después de limpiar y sacar brillo al buzón de correos, enfrentándose a otro día más sin ninguna postal, la señora Annie Colenso marcó un número de teléfono de Windsor, Ontario. Respondieron al segundo timbrazo y Annie reconoció la voz de la secretaria privada de su padre.

—Hola, Jean. Soy Annie. ¿Está ahí mi padre?

—Desde luego, señora Colenso. Ahora mismo le pongo con él.