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El obrero de la construcción

El corredor solitario se apoyó en el declive y volvió a hacer frente al enemigo de su propio dolor. Aquello era una tortura y una terapia; esa era la razón por la cual lo hacía.

Quienes entienden de estas cosas suelen decir que, de todas las disciplinas que existen, la más brutal e implacable es el triatlón. El decatleta tiene que llegar a dominar un número mayor de habilidades, y los ejercicios basados en el lanzamiento hacen que necesite una mayor fuerza bruta; pero, en lo que respecta al tremendo aguante físico y la capacidad para llegar a hacer frente al dolor y conseguir vencerlo, hay muy pocas pruebas equiparables al triatlón.

Tal como hacía siempre durante los días en que se entrenaba, el hombre que en aquellos momentos estaba corriendo bajo el amanecer de New Jersey se había levantado bastante antes del alba. Primero fue en su camioneta hasta el lago más alejado, donde dejó su bicicleta de carreras junto al camino y la sujetó a un árbol con una cadena para que estuviera segura. Cuando pasaban dos minutos de las cinco, se puso el cronómetro en la muñeca, bajó la manga del traje de natación de neopreno para cubrir el cronómetro con ella y entró en las aguas heladas.

Lo que él practicaba era el triatlón olímpico, en el que las distancias se miden en longitudes métricas. Primero había que nadar mil quinientos metros, lo que para un estadounidense casi equivalía a una maldita milla; salir del agua, quedarse rápidamente en camiseta y pantalones cortos, y subir a la bicicleta de carreras. Luego, con el cuerpo inclinado sobre el manillar de la bicicleta de carreras, venían cuarenta kilómetros, cada uno de ellos recorrido al ritmo de un sprint. Desde hacía mucho tiempo el hombre tenía medida la distancia de un extremo a otro del recorrido a lo largo del lago, y sabía exactamente qué árbol de la otra orilla indicaba el lugar donde había dejado la bicicleta de carreras. El hombre había ido marcando sus cuarenta kilómetros por los caminos rurales, que siempre recorría durante esa hora vacía de tráfico y de gente, y sabía qué árbol era el punto más apropiado para abandonar la bicicleta e iniciar la carrera. La carrera consistía en diez kilómetros; un portalón de granja le indicaba el punto a partir del cual ya solo quedaban dos kilómetros por recorrer. Aquella mañana el hombre acababa de dejar atrás ese portalón. Los últimos dos kilómetros eran cuesta arriba, el terrible y postrer obstáculo, el tramo donde ya no había piedad.

La razón de que el dolor fuera tan intenso es que los músculos que se aplican a cada prueba son distintos. Los robustos hombros, el pecho y los brazos de un nadador normalmente no son necesarios para un ciclista especializado en pruebas de velocidad o para un corredor de maratón. En esos casos solo constituyen un peso adicional con el que se debe cargar.

El movimiento, borroso por la velocidad, de las piernas y las caderas de un ciclista no tiene nada que ver con la acción de los tendones y las fibras que proporcionan al corredor el ritmo y la cadencia necesarios para devorar los kilómetros que desfilan velozmente bajo sus pies. La repetitividad de los ritmos de un ejercicio no se corresponde con la de los del otro. El triatleta los necesita todos, y además debe igualar los rendimientos de tres atletas especializados uno detrás del otro.

A los veinticinco años de edad es una actividad cruel. A los cincuenta y uno debería poder ser denunciada acogiéndose a la Convención de Ginebra. El corredor había cumplido cincuenta y un años el mes de enero anterior. Se atrevió a echarle un vistazo a su cronómetro y torció el gesto. La cosa no estaba yendo muy bien, ya que llevaba varios minutos de más sobre su mejor marca. El corredor redobló sus esfuerzos contra el enemigo.

Los olímpicos intentan acabar en dos horas con veinte minutos, y el corredor de New Jersey había ido recortando su marca hasta dejarla en dos horas y media. Ahora ya casi había llegado a ese límite y todavía le quedaban casi dos kilómetros por recorrer.

Las primeras casas de su pueblo natal se hicieron visibles detrás de una curva en la carretera 30. La vieja aldea prerrevolucionaria de Pennington se extiende a ambos lados de la 30, justo al lado de la interestatal 95, que baja desde Nueva York y atraviesa el estado para luego seguir hacia Delaware, Pensilvania y Washington. Dentro de la pequeña población, la carretera pasa a llamarse calle Mayor.

No es que hubiera gran cosa que decir acerca de Pennington, uno más entre el millón de los pulcros, ordenados y acogedores pueblecitos que forman el subestimado y siempre pasado por alto corazón de Estados Unidos de América. Pennington cuenta con un solo cruce colocado justo en el centro, allí donde la West Delaware Avenue se encuentra con la calle Mayor; varias iglesias muy frecuentadas de las tres congregaciones, un First National Bank y un puñado de comercios y residencias un poco alejadas de la calle, desperdigadas a lo largo de los caminos jalonados por árboles.

El corredor fue hacia el cruce, medio kilómetro más adelante. Todavía era demasiado temprano para tomarse un café en la Taza de Joe, o para desayunar en Vito’s Pizza, pero el corredor no habría hecho un alto en aquellos establecimientos ni aun suponiendo que hubiesen estado abiertos.

Al sur del cruce, el corredor pasó ante la casa de blancas tablas de chilla perteneciente a la cosecha de la guerra de Secesión con su letrero de señor Calvin Dexter, abogado, colgado junto a la puerta. Eran su despacho, su letrero y su bufete legal, salvo en aquellas ocasiones en las que se tomaba unos cuantos días libres y se iba de Pennington para ir a atender su otra actividad. Tanto su clientela como sus vecinos aceptaban sin hacerse preguntas el hecho de que el abogado se tomase unas vacaciones de vez en cuando para ir a pescar, sin saber nada del pequeño apartamento alquilado bajo otro nombre que tenía en la ciudad de Nueva York.

El corredor obligó a sus piernas doloridas a que recorrieran aquellos últimos quinientos metros para llegar al recodo que conducía hasta Chesapeake Drive, en el extremo sur del pueblo. Era allí donde vivía, y la esquina marcaba el final del calvario que Dexter se imponía a sí mismo. Aflojó el paso hasta detenerse, bajó la cabeza y se apoyó en un árbol mientras, jadeante, introducía un poco de oxigeno en sus pulmones. Dos horas, treinta y seis minutos. Muy alejado de su mejor tiempo. El hecho de que probablemente no hubiera nadie en ciento cincuenta kilómetros a la redonda que, con cincuenta y un años de edad, pudiera aproximarse a dicha marca no era lo que importaba. Lo que realmente importaba, algo que Dexter nunca podría atreverse a explicar a los vecinos que sonreían y lo vitoreaban al verlo pasar, era utilizar el dolor para combatir otro dolor que siempre se hallaba presente, el dolor que no se iba nunca, el dolor de la hija perdida, el amor perdido, el todo perdido.

El corredor entró en su calle y recorrió los últimos doscientos metros andando. Vio delante de él que el chico de los periódicos lanzaba un pesado fajo al porche de su casa. El muchacho lo saludó con la mano mientras pasaba en su bicicleta; Calvin Dexter le devolvió el saludo.

Al cabo de un rato cogería su ciclomotor e iría a recuperar su camioneta. Con el ciclomotor en la trasera de la camioneta, regresaría a su casa siguiendo el camino para bicicletas que discurría junto a la carretera. Pero primero necesitaba una ducha, unas cuantas tabletas con un alto contenido energético y el zumo de varias naranjas.

Recogió el fajo de periódicos de los escalones del porche, rompió la faja de papel que los envolvía y les echó una mirada. Calvin Dexter, el nervudo, afable y sonriente abogado de cabellos color arena de Pennington, New Jersey, había nacido sin nada que se pareciera ni remotamente a ventajas materiales.

Fue concebido en un vecindario muy pobre de Newark, en un lugar que se hallaba repleto de cucarachas y ratas, y vino al mundo en enero de 1950, hijo de un obrero de la construcción y una camarera de la fonda del barrio. Sus padres, de acuerdo con lo que marcaba la moral de la época, no tuvieron más remedio que contraer matrimonio después de que un encuentro en una sala de baile del vecindario y unas cuantas copas de alcohol demasiado barato hubieran hecho que las cosas se salieran de madre y ocasionaran la concepción de Calvin Dexter.

Su padre no era lo que Calvin llamaría un mal hombre. Después de Pearl Harbor se ofreció voluntario a las fuerzas armadas, pero el mando consideró que, como obrero especializado de la construcción, su presencia resultaría de mayor utilidad en el país, donde el esfuerzo de guerra suponía la creación de miles de nuevas fábricas, astilleros y organismos del Estado.

El padre de Calvin Dexter era un hombre duro que nunca necesitaba pensárselo dos veces antes de llegar a utilizar los puños, única ley en muchos trabajos manuales. Pero intentaba llevar una vida lo más recta posible, entregaba en casa el sobre de su sueldo sin abrir y trataba de educar a su pequeño para que quisiera a la bandera, a la Constitución y a Joe di Maggio.

Pero cuando la guerra de Corea llegó a su fin, las oportunidades de encontrar trabajo desaparecieron de golpe. Lo único que quedó fue la crisis industrial, mientras que los sindicatos habían caído en manos de la mafia.

Calvin tenía cinco años cuando su madre se fue de casa. Todavía era demasiado pequeño para que pudiese entender por qué lo había hecho. Calvin no sabía nada del matrimonio sin amor de sus padres; se limitaba a aceptar con la filosófica paciencia de los muy pequeños que las personas siempre se gritaban y peleaban como lo hacían sus padres. No sabía nada sobre el viajante de comercio que le había prometido a su madre luces brillantes y mejores vestidos. Simplemente se le dijo que ella «se había ido».

El pequeño se limitó a aceptar el hecho de que ahora su padre estaba en casa cada noche, cuidando de él en vez de ir a tomarse unas cuantas cervezas después del trabajo o contemplando con expresión lúgubre una pantalla de televisor que no se veía demasiado bien. Hasta que hubo entrado en la adolescencia Calvin no se enteró de que su madre, abandonada a su vez por el viajante de comercio, había intentado regresar a casa, pero había sido rechazada por su enfurecido y amargado esposo.

Cuando Calvin tenía siete años, a su padre se le ocurrió una idea para resolver el problema que representaba el hecho de combinar la atención de un hogar con la necesidad de desplazarse para buscar trabajo. Dejaron el piso en un edificio sin ascensor de Newark donde habían vivido y adquirieron una caravana de segunda mano. Durante diez años, aquel vehículo pasó a ser la juventud de Calvin.

El padre fue pasando de un trabajo a otro, viviendo en la caravana y con aquel chico un poco zarrapastroso que asistía a cualquier escuela local que estuviera dispuesta a aceptarlo entre sus alumnos. Era la época de Elvis Presley, Del Shannon, Roy Orbison y los Beatles, que habían venido de un país del cual Calvin nunca había oído hablar. Era la época de Kennedy, la guerra fría y Vietnam.

Los trabajos venían y se terminaban. Calvin y su padre fueron por las ciudades del norte: East Orange, Union y Elizabeth; luego pasaron a trabajar en los alrededores de New Brunswick y Trenton. Durante un tiempo estuvieron viviendo en los Pine Barrens, donde Dexter padre era capataz de un pequeño proyecto de construcción. Posteriormente se fueron al sur, hacia Atlantic City. Entre las edades de ocho y dieciséis años, Cal asistió a nueve escuelas secundarias, una por año. La educación académica que llegó a recibir durante ese período hubiera cabido en un sello de correos.

Pero sí que llegó a recibir una instrucción en otras materias, como la calle y las peleas. Como su madre, la que se había ido de casa, Calvin nunca creció demasiado y terminó midiendo un metro setenta y dos centímetros. Tampoco era corpulento y musculoso como su padre, pero su esbelto cuerpo encerraba una resistencia temible y sus puños tenían un impacto devastador. En una ocasión desafió al luchador de una feria ambulante, lo dejó sin sentido de un solo puñetazo y se llevó los veinte dólares que daban de premio.

Entonces un hombre que olía a brillantina barata fue hacia su padre y le propuso que el chico acudiese a su gimnasio para hacerle boxeador; lo que hicieron los Dexter fue trasladarse a una nueva ciudad y un nuevo trabajo.

Ni pensar en disponer de algo de dinero para las vacaciones, por lo que cuando se terminaba la escuela el chico simplemente iba a la obra con su padre. Allí preparaba café, se encargaba de los recados y hacía algún que otro trabajillo ocasional. Uno de aquellos recados lo puso en contacto con un hombre que llevaba unas gafas de sol de cristales verdosos que le explicó que tenía disponible un trabajo para las vacaciones; consistía en llevar sobres a distintas direcciones desperdigadas por todo Atlantic City sin decirle nada a nadie. Así fue como durante las vacaciones de verano del año 1965 Calvin pasó a convertirse en mensajero de un corredor de apuestas.

Un chico inteligente puede seguir observando incluso desde lo más bajo de la pirámide social. Cal Dexter podía entrar sin pagar en el cine local y maravillarse ante el glamour de Hollywood, las enormes panorámicas del salvaje Oeste, el dorado esplendor de los musicales de la pantalla grande y las delirantes payasadas de las comedias de Dean Martin y Jerry Lewis.

Todavía podía ver en los anuncios de la televisión elegantes apartamentos donde había cocinas de acero inoxidable y familias sonrientes en las que los padres parecían quererse el uno al otro. También podía contemplar las relucientes limusinas y los coches deportivos que se exhibían en las vallas publicitarias a la vera de las autopistas.

Calvin no tenía nada contra los hombres que trabajaban en las obras. Eran bastante groseros y hoscos, pero se mostraban amables con él, o por lo menos la mayoría de ellos lo eran. En la obra, él también llevaba casco de seguridad, y todo el mundo daba por hecho que cuando terminara la escuela seguiría los pasos de su padre en el oficio. Pero Calvin tenía otras ideas. Fuera cual fuese la vida que llegase a tener, se había jurado a sí mismo que estaría muy lejos del estruendo del martillo pilón y del polvo asfixiante de las mezcladoras de cemento.

Entonces fue cuando reparó en que no tenía absolutamente nada que ofrecer a cambio de esa vida mejor, más cómoda, más adinerada. Pensó en dedicarse a las películas, pero Calvin daba por sentado que todas las estrellas masculinas del cine eran hombres altos como torres, sin saber que la mayoría de ellos están bastante por debajo del metro con setenta centímetros. Si se le ocurrió pensar en aquello, fue únicamente porque una camarera le dijo que se parecía un poco a James Dean; pero como los obreros de la construcción se rieron a carcajadas, dejó correr la idea.

El deporte y el atletismo podían sacar a un chico de la calle y allanarle el camino que llevaba a la fama y la fortuna, pero Calvin había pasado tan deprisa por todas sus escuelas que nunca había tenido una oportunidad de formar parte de ningún equipo escolar. Cualquier cosa que exigiese una educación académica, y eso sin contar con tener determinadas calificaciones, estaba descartada. Aquello dejaba disponibles empleos poco especializados: servir mesas, hacer de botones, llenarse de grasa en un garaje, conducir una camioneta de reparto. La lista era interminable, pero, vistas las perspectivas que ofrecían la mayor parte de aquellos empleos, en realidad daría igual que se quedara en la construcción. La mera brutalidad y el peligro del trabajo hacían que estuviera bastante mejor pagado que la mayoría de ocupaciones disponibles.

También estaba el delito, naturalmente. Nadie que hubiera crecido en los muelles o en los proyectos de construcción de New Jersey podía ignorar que el crimen organizado, el formar parte de una pandilla, podía terminar llevando a una vida salpicada de grandes apartamentos, coches veloces y mujeres fáciles. Se decía que el delito casi nunca terminaba llevándote a la cárcel. Calvin no era italoamericano, lo cual le impedía llegar a ser miembro de pleno derecho de la aristocracia mafiosa, pero lo cierto era que algunos anglosajones también habían conseguido subir bastante arriba dentro de ella.

Dejó la escuela a los diecisiete años y al día siguiente empezó a trabajar en la nueva obra de su padre, un complejo de viviendas públicas que iban a ser construidas en las afueras de Princeton. Un mes después, el conductor de la excavadora se puso enfermo. No había ningún sustituto. Se trataba de un trabajo que requería ciertas habilidades. Cal echó un vistazo al interior de la cabina de la excavadora y le pareció entender todo lo que veía.

—Yo podría manejarla —dijo.

El capataz no parecía muy convencido; iría en contra de todas las normas. Bastaría con que a un inspector de trabajo se le ocurriera pasar por allí y su empleo sería historia. Por otra parte, en aquel momento toda la cuadrilla tenía que quedarse cruzada de brazos porque necesitaba que les fueran cambiando de sitio montañas de tierra.

—Ahí dentro hay un montón de palancas.

—Confíe en mí —dijo el chico.

Calvin necesitó unos veinte minutos para averiguar qué palanca se encargaba de cada función. Empezó a mover la tierra. Aquello significaba una bonificación, pero seguía sin ser una auténtica carrera profesional.

En enero de 1968, Calvin cumplió dieciocho años y el Vietcong lanzó la ofensiva del Tet. Calvin estaba viendo la televisión en un bar de Princeton. Después de las noticias vinieron varios anuncios y un breve documental del ejército. En él se mencionaba que, si se estaba en buena forma física, entonces el ejército proporcionaría una educación. Al día siguiente, Calvin entró en la delegación que el ejército estadounidense tenía abierta en Princeton City y dijo:

—Quiero alistarme.

En aquella época cualquier joven de Estados Unidos, si no alegaba alguna circunstancia bastante insólita o recurría al exilio voluntario, terminaba pasando por el servicio militar obligatorio en cuanto cumplía los dieciocho años. El deseo de prácticamente todos los adolescentes, y del doble de padres, era escapar de ello. El sargento mayor sentado detrás del escritorio extendió la mano para recibir la tarjeta de reclutamiento.

—No tengo tarjeta —dijo Cal Dexter—. Me estoy ofreciendo voluntario.

Eso bastó para que le prestaran toda su atención.

El sargento mayor cogió un impreso, manteniendo el contacto ocular igual que hace una comadreja cuando no quiere que se le escape el conejo.

—Bueno, chico, eso está muy bien. Es una decisión muy inteligente por tu parte. ¿Aceptarías un consejo de un viejo veterano?

—Claro.

—Elige tres años de servicio en vez de los dos obligatorios. Así tienes una buena posibilidad de conseguir destinos mejores y ampliar tus posibilidades profesionales. —Se inclinó hacia delante como quien está compartiendo un secreto de Estado—. Con tres años, incluso podrías evitar tener que ir a Vietnam.

—Pero es que yo quiero ir a Vietnam —dijo el chico de los tejanos sucios.

El sargento mayor se lo pensó un poco antes de responder.

—Está bien —dijo finalmente, hablando muy despacio. Hubiese podido decir que allá cada cual con sus gustos, pero lo que dijo fue—: Levanta la mano derecha…

Treinta y tres años después de aquello, el antiguo obrero de la construcción pasó cuatro naranjas por el exprimidor, volvió a frotarse con la toalla la cabeza mojada, y se llevó el montón de periódicos a la sala junto con el zumo de naranja.

Estaba el periódico local, otro de Washington y uno de Nueva York, y, dentro de un envoltorio, una revista técnica. Esa fue la primera que abrió.

Lo mejor de la aviación no es una revista de gran circulación, y en Pennington solo podía obtenerse por correo. Lo mejor de la aviación va dirigida a aquellos que sienten una auténtica pasión por los aeroplanos clásicos y de la Segunda Guerra Mundial. El corredor pasó rápidamente a la sección de anuncios clasificados y estudió el apartado de demandas. Entonces se quedó inmóvil, con el zumo a medio camino de la boca; dejó el vaso y volvió a leer el anuncio. Decía así:

«VENGADOR. Buscado. Oferta seria. No hay límite de precio. Se ruega telefonear».

No había ningún torpedero en picado Grumman Vengador de la guerra del Pacífico que estuviera esperando ser comprado. Todos los aviones de ese modelo estaban expuestos en los museos.

Alguien había descubierto el código de contacto. Había un número. Tenía que corresponder a un móvil.

La fecha era el 13 de mayo de 2001.