El 16 de junio de 1940 cayó el primer bombardeo sobre París y unos cuantos días después buena parte de Francia fue ocupada por las tropas alemanas. Arcadi seguía en el campo de prisioneros. Había sobrevivido su segundo invierno y esperaba, parcialmente descorazonado, las noticias del embajador mexicano. Arcadi pensaba, cada vez con más frecuencia, que ni volvería a ver a su familia, ni saldría vivo de ahí. Unos días después del primer bombardeo, un incidente en la playa cambió de curso el destino del islote de los artilleros, que a la sazón contaba con seis excombatientes republicanos, dos judíos sefarditas y una familia de gitanos, hombre, mujer y tres niños pequeños. El resto había sido reclamado, o había escapado, con éxito o, casi siempre, sin él, o se había muerto de frío, o de alguna epidemia o de desesperación. En abril un batallón de médicos había recorrido el campo dispensando vacunas para la difteria, y el resultado no había sido la erradicación de esta enfermedad sino la muerte, por esta misma, en unos cuantos días, de mil veinte prisioneros, entre ellos varios colegas de Arcadi. El golpe había sido tremendo, no sólo porque se le habían muerto cuatro colegas, sino porque en esa vacuna, que probablemente había sido la inoculación indiscriminada de la enfermedad, cabía la sospecha de que las autoridades del campo, al no saber qué hacer con ellos, estaban planeando exterminarlos. De los 250 000 habitantes que había tenido, en su punto más alto, el campo de Argelès-sur-Mer, quedaban, dieciséis meses después, 18 000.
Una mañana el hijo mediano de la pareja de gitanos jugaba con un cochecito pegado a la alambrada que rodeaba el campo. Un senegalés vigilaba de cerca sus movimientos pero nadie en el islote lo tomó demasiado en cuenta, era una vigilancia de rutina y además se trataba de un niño de tres o cuatro años. En un momento determinado el cochecito cruzó por debajo la alambrada y el niño estiró la mano para recogerlo. La reacción del guardia fue empujar brutalmente al pequeño, ante la mirada incrédula de los habitantes del islote, que en cuanto el niño había pasado la mano por debajo habían comenzado a atender con cierto suspenso el acontecimiento. Su padre el gitano había brincado hacia donde estaba el guardia y le había cogido la cabeza y lo había arrastrado adentro del campo, todo en un instante, mientras otros guardias corrían en su auxilio y los artilleros corrían para apoyar al gitano. Dieciséis meses de ira y resentimiento mutuo, unos por vigilar a la intemperie durante tantos meses en condiciones ínfimas y otros por ser vigilados en esas mismas condiciones, estallaron de manera incontenible. La batalla campal fue controlada, unos minutos más tarde, por un comando de spahis, cuyo líder, desde la altura de su caballo, tomó la determinación de regresar a los negros a sus puestos y a los prisioneros rijosos a España. A España, donde Franco iba a internarlos en otro campo de prisioneros probablemente peor que Argelès-sur-Mer. Como si hubieran tenido todo a punto y nada más estuvieran esperando a que algo así pasara, subieron a todo el islote, incluidos los dos sefarditas, que eran ciudadanos franceses, al vagón de un tren que dos horas después ya se había puesto en marcha hacia la frontera. Los otros vagones del tren venían llenos de rijosos de otros campos, o de otras zonas del mismo Argelès-sur-Mer. Algunos llevaban ahí metidos más de una semana encerrados en los vagones del tren de Franco, esto era lo que les había dicho un trío de desdichados que venían de Brams y que ya estaban en el vagón cuando los artilleros, dolidos todavía por la golpiza, lo abordaron. Era un vagón penumbroso que tenía dos montones de paja y un par de aberturas estrechas, casi rajas, cerca del techo. Si en Francia la situación de los republicanos era desesperada, en España, con la represión franquista que les esperaba, no tenía remedio. El tren había avanzado unos cuarenta y cinco minutos cuando el gitano comenzó a patear una tabla que, según había detectado, venía floja. De improviso había dejado a un lado al hijo que venía cargando y se había recostado en el piso para golpear la tabla con todo el pie, con los talones y las plantas y toda la fuerza de sus piernas que era mucha. El hijo que había pateado el senegalés lloraba abrazado a su madre, lloraba porque lo habían pateado y también porque había oído de los peligros que los esperaban en España, un miedo que parecía absurdo porque ellos no habían peleado la guerra y ni siquiera, como los sefarditas, habían salido de Francia durante ese periodo, sin embargo el brazo de Franco ajustaba para todos, era un brazo incluyente y largo y con toda seguridad el incidente de haber vivido en un islote de republicanos era crimen suficiente para meterlos en ese tren y encerrarlos muchos años, o de por vida, en otra playa, en una bodega, en un galerón o en un zulo, en cualquier parte donde hubiera gente purgando el crimen de haber perdido la guerra. De todas formas, si era absurdo o no, nunca iban a averiguarlo, porque un minuto después uno de los republicanos se había tirado junto al gitano y había empezado también a patear la tabla con todo el pie, con el talón y la planta y todo el ruido que producían sus botas. Luego se habían sumado otros dos, los desdichados que llevaban días a bordo del vagón habían comenzado a patear de pie, con otro ángulo y quizá con menos fuerza, no tenían mucho espacio pero su esfuerzo aplicado más arriba en la misma tabla logró que se partiera y que, una patada del gitano después, saliera volando vía abajo. Un rayo de luz entró con violencia, disipó súbitamente la penumbra y cayó todo en el torso del gitano, que instintivamente reculó, por el golpe de sol y también porque escaparse de ahí se había convertido, de un instante a otro, en una posibilidad real y daba miedo, miedo a fallar, miedo a ser capturado, miedo a romperse los huesos en el intento. De un instante a otro se veía el campo y la grava que arropaba los rieles y bastaba un instante para brincar, gracias al hueco que habían abierto la libertad estaba a un salto de distancia. En todo esto y en muchas más cosas pensaban todos los que iban en ese vagón en cuanto decidieron, animados por el rayo de sol y por lo mucho de futuro que éste tenía, ponerse a patear las tablas que estaban junto al hueco que había abierto el gitano. En cosa de un minuto, no más, asegura Arcadi, ese grupo de prisioneros que llevaba dieciséis meses de internamiento y una guerra perdida a cuestas, había abierto a patadas un hueco por donde pasaba holgadamente una persona. La libertad estaba a un salto pero no era fácil darlo, del otro lado del hueco el campo corría a una velocidad difícil de calcular. El gitano, que a fin de cuentas era el dueño de la iniciativa, formó a sus hijos y empezó a decirles que brincaran con fuerza y de manera sesgada con respecto a la posición del tren y que al caer aflojaran el cuerpo y sin más empujó al primero y luego al otro y luego al que había pateado el guardia, que todavía lloraba, y al final a su mujer, y luego se arrojó él mismo, después de despedirse de sus vecinos de islote con un gesto feroz, de hombre que acababa de ganarse la libertad a patadas. Uno de los republicanos brincó inmediatamente después y seguido de él los dos desdichados. Cuando Arcadi brincó sintió que le había faltado impulso y que los vagones que venían detrás iban a golpearlo y esto lo hizo efectuar un movimiento complicado, una torsión, una brazada excesiva que buscaba alejarse del resto del tren que, de acuerdo con su perspectiva, iba a golpearlo. Tanto movimiento en el aire lo distrajo y no pudo medir bien el trecho, el tranco, que lo separaba del piso, y antes de que pudiera percatarse de que ya estaba muy cerca de la tierra dio repentinamente con ella, un golpe seco que acabó en el acto, sin dar lugar a resonancias ni a nada más que no fuera la oscuridad y el silencio haciéndose cargo de su cuerpo.
Aun cuando todas las oficinas de gobierno y la mayor parte de las embajadas habían dejado París para trasladarse a la zona no ocupada, la legación mexicana seguía despachando en sus oficinas de la Rue Longchamp. Rodríguez quería permanecer ahí cuanto fuera posible, el contacto con los grupos republicanos iba a perderse en cuanto abandonaran la capital y esto era grave porque cada semana representaba la documentación de cerca de 2500 personas. A esta documentación masiva se había sumado la petición de 56 ciudadanos mexicanos que tenían propiedades en París, cuya ubicación podía resultar atractiva para que los alemanes montaran alguna de sus numerosas oficinas. Al momento de llegar la petición, el ejército alemán ya había dado aviso a diez propietarios mexicanos de que iba a expropiarles sus casas. Luis Rodríguez había ido a plantarse a las oficinas de la autoridad alemana y había sido recibido con prontitud, con deferencia incluso, pero también había detectado que a los expropiadores no les corría ninguna prisa y que si se esperaba a que ellos actuaran esas diez propiedades, y a saber cuántas más, acabarían llenas de soldados y de burócratas alemanes. De manera que regresó a su legación y con la ayuda de sus subordinados hizo unos carteles donde podía leerse: Este inmueble no puede ser expropiado. Se encuentra bajo la protección del gobierno de México. Esa misma tarde, con los carteles bajo el brazo, acompañado de Leduc, su secretario, fue visitando cada una de las casas en peligro y colocando, en el lugar más prominente de la fachada, el mensaje de su legación. En una de estas casas un sexteto de alemanes ya se había repartido las habitaciones y vociferaba en su lengua cosas que no entendían las dos propietarias que se hallaban arrinconadas en el recibidor, en un impasse que don Luis y su secretario llegaron a desactivar. Las mujeres se apellidaban Amezcua y eran dos hermanas bien entradas en la cincuentena, con una fortuna cuyo origen estaba cifrado en los cargos públicos que, durante el régimen de Porfirio Díaz, había ocupado el padre de las dos. Nada más ver la cara que tenían el embajador comprendió lo que ahí estaba sucediendo, mostró sus credenciales y apenas empezaba a explicar las inmunidades que tenía esa residencia cuando un individuo del sexteto, que era parte del cuerpo diplomático destacado en Francia antes de la guerra, reconoció al secretario Leduc y lo saludó, y alguna referencia hizo con respecto a un cóctel que habían compartido en la residencia del embajador de Estados Unidos. Probablemente gracias a ese intercambio de palabras amistosas las Amezcua recuperaron su casa y la legación mexicana anotó otro logro en su apretado plan de actividades.
Leduc era una celebridad en la vida diplomática parisina. Las embajadas de algunos países lo invitaban para verlo ejecutar su acto excéntrico, igual que había otras que, para no diezmar sus piezas de cristalería, preferían no invitarlo. El acto de Leduc, que al principio era ejecutado con discreción y meses más tarde convocaba un corrillo de entusiastas, consistía en coger una copa, beberse el contenido mientras conversaba con uno u otro diplomático y al final, con la misma naturalidad con que había bebido, sin perder el hilo de la conversación que sostenía, darle un mordisco a la copa, y luego otros hasta que se la comía completa. La señora MacArthur, esposa del embajador de los Estados Unidos, había sido una de las primeras en presenciar el acto de Leduc, hablaba con él de alguna fruslería, small talking para decir lo que hablaban en la lengua en que lo hacían, cuando el diplomático mexicano ejecutó ese controvertido acto que la señora embajadora halló descortés, por decir lo menos, hair raising para decirlo como ella lo dijo. A partir de entonces la señora MacArthur se había alineado con las embajadas que preferían no tenerlo entre sus huéspedes. Pero alguna vez, en cierta celebración muy comprometida, se vio obligada a invitarlo, no sin antes tomar la precaución de pedirle al jefe de protocolo que hablara con el señor Leduc para sugerirle, de una manera diplomática e inequívocamente firme, que se abstuviera de ejecutar su acto durante el cóctel. Leduc había asistido con la intención de acatar la sugerencia, el temor que su acto producía en la embajadora le parecía bastante divertido. En la cima de aquella celebración, en el caso de que esos festejos letárgicos puedan tener un clímax, la señora MacArthur había acudido a saludar a Leduc y, animada por unas copas de más, en un plan provocador inexplicable, le había preguntado, en un tono de voz demasiado alto que capturó la atención de los que estaban cerca, entre ellos el alemán que meses después intentaría expropiar la casa de las Amezcua: ¿qué, nuestro amigo no va a comer vidrio hoy? Y después del disparate, para consolidarlo, había llevado su provocación al extremo extendiéndole una copa vacía. La escena tenía gracia y algo de descortesía, y también había algo bochornoso en el desafío. Todos los asistentes a esa fiesta estaban al tanto de la sugerencia que se le había hecho al diplomático, y ahora se encontraban en suspenso, esperando su respuesta o su reacción. Leduc había rechazado amablemente la copa, argumentando que sí tenía antojo de un poco de vidrio pero que prefería buscárselo él mismo y, dicho esto, se había trepado de un brinco a la mesa larga donde descansaban las bandejas con canapés y había cogido, de la lámpara que colgaba del techo, una pieza alargada de vidrio que comenzó a masticar en lo que brincaba al suelo y se retiraba y le decía a la señora MacArthur: buenas noches and thanks for the wine and for the glass.
El embajador Rodríguez y Leduc terminaron de asegurar las propiedades de los mexicanos cuando ya había oscurecido. De camino a la legación, al doblar una esquina, habían notado que un hombre vestido de oscuro y sombrero los seguía. Era el mismo que Rodríguez había percibido, con alguna frecuencia, en las ocasiones en que conversaba con refugiados en la calle, o en un restaurante, o afuera de su casa incluso. Todo parecía indicar que se trataba de uno de los hombres que Franco había mandado a Francia para que capturaran republicanos y los regresaran a España. Éste nada más los seguía, era un espía inocuo que además no parecía muy preocupado en ocultarse. Llegando a la Rue Longchamp notaron que el espía se quedaba a una distancia prudente mientras ellos entraban al edificio. Al día siguiente efectuarían una operación delicada de la que nadie tenía conocimiento, y era por esto que el espía en la esquina, por inocuo que fuera, empezaba a producirles cierta preocupación. Mientras ordenaban papeles y terminaban de atar los cabos en la agenda del día siguiente, Leduc echaba vistazos por la ventana, espiaba al espía oculto detrás de la cortina. De todas formas no quedaban opciones, con espía o sin él iban a tener que articular la huida del doctor Negrín, el primer ministro de la república española, que había decidido aceptar el ofrecimiento de ayuda diplomática que le había hecho personalmente el general Cárdenas. Las amenazas y las persecuciones de que era objeto el doctor obligaban a Rodríguez y a sus colaboradores a trabajar con una mezcla de velocidad y precisión que producía vértigo. En una situación similar a la de Negrín se encontraba el presidente Azaña, pero, a diferencia de éste, él no se había dejado persuadir por el ofrecimiento del presidente mexicano, sin embargo el embajador, siguiendo las instrucciones de Cárdenas, mantenía un contacto estrecho con él, lo visitaba con frecuencia y cooperaba en lo que podía para hacerle el exilio, que además lo había pescado enfermo, más llevadero. El día que Leduc y el embajador subieron a Negrín y a sus colaboradores en un barco que los llevaría, salvos y sanos, a Inglaterra, tuvo lugar un encuentro inquietante. La huida de Negrín había estado llena de imprevistos y a punto de fracasar en más de una ocasión por la cantidad de espías y de agentes que lo vigilaban a él, más los que espiaban a los diplomáticos mexicanos; un intricado operativo en el puerto de Burdeos que había tenido como base el Matelot Savant, un bar propiedad de un exmarino que era rojo hasta las jarcias, según decía él mismo con un orgullo desaforado. Para marcar el final de aquella misión que les había proporcionado más de un susto, el dueño del bar, naturalmente conocido como el matelot, invitó a un trago celebratorio, por el placer, así lo dijo, de haber conspirado juntos. La concurrencia del bar se componía básicamente de bebedores, era un sitio oscuro y lleno de humo, ahí se juntaban los hombres de mar que habían atracado sus barcos en el puerto, jugaban a las cartas, se contaban historias, un naufragio a medio Atlántico del que habían salido a nado, un tiburón furioso que había sido controlado de un sólido puñetazo entre los ojos, la experiencia bárbara de haber sido tragado por una ballena y tres días más tarde escupido en una isla sola de palmera única. Leduc y el embajador Rodríguez estuvieron ahí veinte minutos, no más, el camino a París era largo y podía tener nuevas complicaciones, el matelot les había contado, mientras bebían su whisky celebratorio, que en las últimas horas habían aumentado los retenes en la carretera y que se esperaba que la situación se pusiera imposible en la medida en que fuera consolidándose la ocupación del ejército alemán. Esto decía el matelot mientras sus colegas jugaban cartas y gritaban hazañas desmesuradas, un ritual de marinos, una calistenia emocional que en unas horas los tendría listos para liarse a golpes, o para irse de putas, o para irse ciegos de ron dando tumbos a la litera de su camarote, cualquiera de estos finales de noche en tierra firme, o los tres juntos para los más desmesurados. Terminaban su trago celebratorio y el matelot terminaba de informarles sobre los avances de la ocupación, cuando Leduc sintió en el hombro una mano que no apretaba pero tampoco había nada más caído, sentía algo de la presión de esa tenaza suave y quien la estaba ejerciendo en su hombro pretendía que así fuera, un apretón suave que provenía de una tenaza firme, que podía apretar más si era necesario. Leduc volteó rápido, casi brincó en su asiento y su alteración hizo voltear a Rodríguez y al matelot hacia el dueño de la tenaza. Los tres vieron, opacado por la neblina espesa que producía la combustión masiva de tabaco, el mismo rostro, pero sólo Leduc, que sentía la mano en su hombro, reconoció los rasgos de ese diplomático alemán que le había salido al paso la tarde anterior, en casa de las Amezcua, y que respondía al nombre de Hans. Antes de que pudiera decir nada, el diplomático alemán le dijo: ¿y ahora nuestro amigo va a comerse el vaso? Luego sonrió y se fue.
Unos días después de que zarpara el doctor Negrín, la legación mexicana tuvo que dejar París y el edificio de la Rue Longchamp y trasladarse, igual que las demás embajadas, a algún sitio cercano a Vichy, donde había montado sus oficinas el gobierno del mariscal Pétain. Pero antes, en lo que conseguían establecerse, Rodríguez y sus diplomáticos sostuvieron durante semanas una legación itinerante, del tingo al tango, brincando de la zona ocupada a la no ocupada, según su lista de prioridades donde figuraba la evacuación de grupos aleatorios de refugiados, la asistencia personal a los Azaña y las negociaciones con las compañías navieras o con dueños de un solo barco. La legación brincaba completa, con máquinas de escribir y maletas llenas de documentos, de St. Jean-de-Luz a Biarritz y de Montauban a Vichy y de ahí a Marsella, donde un grupo de agentes italianos sustituían las funciones de espionaje de los agentes de Franco. Los automóviles de la legación itinerante llevaban una cauda de agentes que iban jalando por todo el sur de Francia. A la animadversión que sentía Franco por el embajador mexicano, se habían sumado las sospechas de la Gestapo, tan desmedidas como infundadas, de que Rodríguez mandaba rojos a México para que desde ahí se esparciera el comunismo por toda América y en unos cuantos años aquel continente en masa estuviera en posibilidades de declararle la guerra al Reich.
El día que abandonaron París el embajador levantó un acta de la situación de los republicanos españoles que todavía permanecían en Francia. 30 000 se habían alistado como voluntarios en el ejército francés, 50 000 habían ingresado como trabajadores de esas empresas diversas que manejaban los entrepreneurs locales, 40 000 seguían recluidos en campos de prisioneros, 10 000 habían caído en alguno de los asilos de inválidos, otros 50 000 hacían quehaceres domésticos y pequeños trabajos para ganarse unos francos, 30 000 eran beneficiarios de los organismos de republicanos españoles en el exilio, 10 000 sobrevivían con sus propios recursos, otros 50 000 vivían en la indigencia y 30 000 andaban por ahí sin que se supiera muy bien qué hacían. El total, según el acta de Rodríguez, era de 300 000.
En la misma época en que se planeaba la huida de Negrín, irrumpía en la legación de la Rue Longchamp un individuo que había sido agente de compras de armamento de la república, un cargo tan turbio como cardinal que le permitía hasta entonces mantener sus oficinas en París y también gozar de una importancia que, a medida que se aproximaban los alemanes y los espías de Franco, se iba convirtiendo en un lastre. El ingeniero José Cabeza Pratt, con ese título y ese nombre llegaba siempre, había ido un par de veces a hablar con el embajador, con el ánimo de que el gobierno mexicano lo socorriera en caso de caer en las fauces del enemigo, así decía el ingeniero que más adelante pondría en vilo la estancia de Rodríguez y de sus diplomáticos en la zona no ocupada. La lista de logros del ingeniero Cabeza era, además de extensa, sorprendente: había comprado maquinaria en Checoslovaquia, morteros en Bélgica, municiones en Yugoslavia, tanques en Noruega, comestibles en Canadá, cañones en Grecia, vehículos terrestres en Portugal, aeroplanos en Rusia, aparatos científicos en Suiza, sublimados en Austria, lanas en Chile y explosivos ahí mismo en Francia. El ingeniero había logrado escapar milagrosamente de un comando de la Gestapo que había irrumpido en sus oficinas en París, cuando ya la legación mexicana despachaba en Biarritz. Esperando a que los vientos cambiaran de dirección había aguantado más de la cuenta en la capital, abandonado por todos menos por su secretaria, que también era su mujer y que sin ninguna intención había terminado salvándole la vida, si es que puede sostenerse que no había ninguna intención cuando la intención era justamente la contraria, la de hundir a su jefe, que era también su marido, denunciándolo a las autoridades de la Gestapo. El episodio es una simpleza, resulta que la mujer, cansada de ese marido que la trataba como secretaria, se había enredado con un oficial alemán, un incidente de bar donde dos empujados por una fila de tragos terminan en la cama inaugurando algo, una noche o varias o una relación alterna, como fue el caso de ellos dos, que estaban casados cada uno por su parte. La mujer se quejaba de su marido cada vez que compartía la cama con el oficial alemán y éste había terminado por plantear una solución que era quitar de en medio a José Cabeza, que de por sí encabezaba la lista de los más buscados por los agentes de Franco y por otra parte le obstruía el camino a las caderas de esa mujer que lo tenía bastante enamorado. La cosa es que las denuncias en esa etapa incipiente de la ocupación tenían que convertirse de inmediato en una detención, en un arresto, porque si se denunciaba en falso entonces la Gestapo arremetía contra quien había hecho la denuncia, esto lo sabía la mujer y también el oficial alemán, que ya había generado alguna desconfianza entre sus superiores por su conducta extramarital chiflada y tornadiza. La mujer, antes de dar el paso en falso que al final dio, había puesto en un cajón del escritorio de su marido una carpeta con documentos inculpatorios suficientes para que lo regresaran esposado a España. Luego había esperado a que Cabeza entrara a su oficina, venía cabeza en alto de un negocio que acababa de consolidar en un restaurante, para marcar el teléfono de su amante, que a su vez esperaba en el piso de arriba junto con un comando. El ingeniero entró en su oficina y cerró la puerta que dos minutos más tarde abriría de una patada el oficial tornadizo. La cerradura voló en dos pedazos, uno de éstos cayó, quién sabe con qué significado, en el escritorio de secretaria de la esposa, y lo que se vio a continuación, que fue la oficina vacía sin rastros del ingeniero, puso en jaque esa relación que había empezado en un bar, y de pésimo humor al responsable del comando que, luego de una revisión fugaz a esa oficina vacía que no tenía ni ventanas ni ruta de escape alguna, aprehendió a la mujer que había denunciado en falso. No existen ni testimonios ni documentos que permitan adivinar el destino de aquella pareja de amantes desgraciados. En cambio la volatilización del ingeniero tiene una explicación muy simple: nada más cerrando la puerta de su oficina había brincado dentro de un armario con la intención de esconder el dinero que le había generado el negocio que acababa de efectuar, estaba acomodando los billetes detrás de un entrepaño cuando el golpe en la puerta de su oficina le provocó el impulso de encerrarse en el armario. Desde ahí oyó cómo aprehendían a su secretaria, mientras le recriminaban al oficial tornadizo las locuras que lo orillaba a hacer su amante que, hasta entonces vino a enterarse, era su propia esposa. El ingeniero simplemente había salido después de la trifulca y se había ocultado durante dos semanas en los sitios más diversos hasta que tuvo la ocurrencia de viajar a Biarritz a pedirle ayuda al embajador Rodríguez. Tocó en la puerta de la suite que ocupaba la legación entonces, dos toquecitos discretos, tristones, todavía venía rumiando la información de su esposa que había llegado hasta sus oídos en alemán, lengua que por sus negocios mundiales entendía perfectamente. Rodríguez trabajaba solo en la suite, tenía un mapa de Francia extendido sobre el escritorio y marcaba con un círculo rojo los sitios donde tenían que efectuar tal diligencia y a un lado escribía, con tinta azul, la clase de diligencia que era y el día y la hora en que calculaba llevarla a cabo; por ejemplo, junto al círculo de Trabeaux, una población pequeña situada entre Biarritz y Burdeos, dice: refugiados con mujer y dos niños o más, 21 de junio, 9.00. Ese mapa, que sigue hasta hoy en el archivo de la Rue Longchamp, era en realidad su agenda donde iba distribuyendo y priorizando su abultado quehacer. Aunque era mediodía trabajaba con las cortinas cerradas, a la luz de una lamparita que arrojaba una luz atenuada por la nube que habían ido formando, a lo largo de la mañana, una veintena de cigarrillos. En la planta baja, en la zona del restaurante, los secretarios de la legación atendían una larga fila de españoles que salía del hotel y que colmaba buena parte de la acera. Esa fila había servido de orientación al ingeniero que, como José Cabeza por su casa, había llegado hasta la puerta del embajador gracias a una negociación sagaz al nivel de las camareras. Rodríguez abrió la puerta y casi brincó del susto cuando vio a Cabeza Pratt, greñudo, barbón y con un traje claro dentro del cual era evidente que había trasegado y dormido sin tregua durante muchos días. El ingeniero entró y dejó en el suelo la maleta que cargaba, una pieza voluminosa y oscura que daba la impresión de ir arrastrando aunque estuviera separada del piso. Antes de sentarse a conversar aceptó la invitación del embajador para que hiciera uso de la ducha y del jabón y de lo que hiciera falta para restablecerle la facha de agente de compras de la república. Salió limpio, afeitado y retocado con unas palmadas de loción, pero metido de nueva cuenta entre las arrugas y los lamparones de su traje, y ésa era la prueba, pensó Rodríguez al verlo, de que en esa maleta exagerada no había ropa sino cosas que con toda probabilidad le complicarían la vida. Necesito que me guarde esta maleta, me viene quemando las manos, dijo el ingeniero recién sentado en el borde de la cama, mirando a distancia eso que le quemaba. El embajador sirvió dos tragos de whisky y escuchó con interés el relato de la volatilización por la cual se había escabullido del comando de la Gestapo y luego, mientras reponía los tragos, Cabeza encendió un habano de La Habana que, además de espesar inmediatamente la nube de los cigarrillos, dio pie para que contara esa intimidad lastimosa de la que se había enterado en otra lengua y para la narración tampoco alegre de las que había pasado para llegar desde París hasta esa suite cargando la maleta exagerada, pues París y Biarritz se encontraban dentro de la zona ocupada y durante varios días había tenido que avanzar agachado, si no es que arrastrándose entre arbustos y yerbajos, para evitar ser atrapado por el enemigo, de ahí que me presente en estas trazas frente a usted, señor embajador, dijo a manera de disculpa. Rodríguez le advirtió que el hotel era visitado frecuentemente por oficiales alemanes y vigilado todo el tiempo por espías de Franco y le dijo, con impecable diplomacia, que con gusto le guardaba unos días la maleta pero que debía abandonar cuanto antes y con toda discreción el hotel, porque su presencia ahí comprometía gravemente su misión.
Una semana más tarde el ingeniero Cabeza Pratt se las arregló para que Rodríguez fuera a encontrarlo al atardecer en un punto específico de la playa de St. Jean-de-Luz. El embajador cubrió en taxi la distancia que había entre Biarritz y esa playa. A pesar de que Cabeza le parecía un elemento sospechoso, no quería que los agentes de Franco le cayeran encima por su culpa, así que hizo todo lo que durante esas semanas había aprendido para despistar a quien pudiera seguirlo, bajarse antes del taxi, dar rodeos por callejuelas, exponerse lo mínimo en áreas despejadas, agazaparse detrás de una barda o en un portal para ver qué percibía, cosas básicas, aparentemente nimias, que aprenden los que son espiados, o los que creen que lo son, basta fijarse, aguzar el oído, no distraerse ni un instante. Así llegó Rodríguez al punto de la cita y no tuvo que otear mucho para dar con la figura lamparoneada del ingeniero que, protegido por el casco de una barca en tierra, miraba con intensidad el horizonte del mar, el ultramar hacia donde muy pronto se iría, no sin antes pedirle a su amigo el embajador que le guardara la maleta el mayor tiempo posible y que le hiciera llegar cinco mil dólares, que sacó ahí mismo del bolsillo, a esa mujer que lo había traicionado y que de todas formas seguía amando. Todo eso lo dijo otra vez greñudo, otra vez barbón, otra vez altamente sospechoso. Rodríguez prometió que guardaría la maleta lo más que pudiera, después de tanta peripecia algo de afecto por Cabeza Pratt sentía.
Dos meses más tarde el ingeniero Cabeza Pratt había refundado su oficina en La Habana, había restablecido sus contactos mundiales y conseguido una concesión del gobierno cubano para importar la maquinaria agrícola que pondría en marcha otra más de las iniciativas para volver productivo el campo de la isla; un reto enorme y recurrente que obviaba esta entrelínea insalvable: maquinaria agrícola aparte, para volver productivo al campo cubano primero había que volver productivos a los cubanos. Al ingeniero le tenía sin cuidado lo que se hiciera con la maquinaria que había importado, a base de contactos clandestinos, de la Unión Soviética, el dineral que le había generado la transacción sería invertido en nuevos proyectos lejos del mundo de la compra-venta, que lo tenía aburrido. Ignoraba, o quizá lo sabía todo desde entonces, que esas máquinas que habían sido introducidas al país como piezas de ingeniería finlandesa serían el preámbulo, la avanzada de los productos soviéticos que invadirían la isla años después.
Para 1950 Cabeza Pratt ya era dueño de un par de hoteles en La Habana, uno en Varadero y otro en Santiago, enclave lleno de ritmo donde estaban los mejores soneros y un equipo de béisbol, los Leones, cuya franquicia adquirió sin tener idea de que iba a convertirse en un fanático de ese deporte que entonces era una novedad para él.
Para el año de la revolución ya poseía también una fábrica destiladora de ron y un cañaveral de innumerables hectáreas entre La Habana y Cojimar. Su estatus de empresario extranjero prominente, más su colmillo infalible, lo llevaron a negociar con la jerarquía mayor de los rebeldes que habían tomado las riendas de la isla, a cambio de ceder unas cuantas propiedades y de una suma considerable de dólares que fue registrada como «ayuda para la revolución», el nuevo gobierno le permitió seguir haciendo negocios. En unos cuantos años, montado en el axioma de que el mejor negocio está donde nadie más tiene permiso para negociar, había triplicado su fortuna. Para 1965 ya era el príncipe de La Habana, tenía una mansión en Miramar con piscina volada sobre las olas y un ejército de mulatas que lo ayudaban a sobrellevar la traición de su esposa, que, a pesar de su lejanía en el tiempo y de ese ejército que lo tenía plenamente saciado, seguía quitándole alguna noche el sueño. Poco a poco Cabeza fue concentrándose en los dos negocios que más lo atraían, uno era los Leones de Santiago, que además de ser campeones de la liga cubana estaban en negociaciones para foguearse internacionalmente, y otro era el proyecto de efectuar un scouting para dar con los soneros más competentes de la isla. Este proyecto había nacido como idea o, siendo más rigurosos, en forma de un sueño que retuvo al despertar la mulata con quien dormía, que en el momento de abrir los ojos le dijo: soñé que íbamos tú y yo en avión buscando al sonero más grande del mundo. Aquella línea breve había pegado en el blanco, Cabeza recordaría durante muchos años la mañana tibia en que había sido dicha, la brisa que animaba las cortinas y la ola estruendosa que había reventado abajo en el mar como anunciando que Su Mulata acababa de parir una excelente idea. Que durmiera con una sola mujer a la que llamaba Su Mulata y que levantara una empresa sobre esa línea soñada eran síntomas de que Cabeza había vuelto a enamorarse, cosa normal y hasta deseable en un hombre de su edad, si no fuera porque meses después, en el calor del scouting por todos los pueblos de Cuba, Su Mulata se había vuelto también su secretaria. De la línea soñada brincó ese mismo día al Ministerio de Aviación y Guerra para pedirle en préstamo al comandante Zariñana una de sus naves con todo y tripulación. Luego hizo un viaje a Estados Unidos y, mientras su mujer adquiría el ropero completo de prendas que vestiría su secretaria en la siguiente temporada, el ingeniero compró un sofisticado equipo de grabación portátil. Un mes después de la línea soñada volaban los dos y su tripulación hacia El Cocotal, una hondonada con bohíos y corrales de chivas en la provincia de Matanzas, donde El Coyol Valdivia, ciego de ron y sin más quórum que la maleza, oficiaba sones de grande altura. Ahí mismo comenzó ese proyecto que no terminaría nunca, pero que lo mantendría entretenido el resto de su vida. El piloto aterrizó el avión donde pudo y Cabeza Pratt y Su Mulata, seguidos por dos cambujos forzudos que iban cargándolo todo, instalaron su equipo portátil para grabarle al Coyol una docena de sones en un par de cintas de carrete abierto que inaugurarían la serie de pilas de cintas que irían, cinta tras cinta, llenando el sótano de la casa de Miramar. Cabeza gozaba viendo a Su Mulata, la veía caminar, o acercarle el micrófono al cantante, o comportarse de manera displicente con los cambujos, y todo eso era combustible para la noche que venía, o para el momento en que buscaran estar solos, a bordo del avión o confundidos con la flora y con la fauna o detrás de algún bohío, cosas que eran habituales en la Mulata, que era de por sí fogosa, pero no en el ingeniero, que antes de conocerla había sido un hombre más bien frío y calculador y que ya para esas alturas de su vida andaba desatado, descosido por esa mulata a la que le zumbaban el mango y la malanga, y así viajaban por toda la isla coleccionando canciones que iban apilando en el sótano con la idea de producir una colección de discos titulada Los Sones de Cuba, que saldría al mercado presentada en colores cálidos y con una serie de portadas donde aparecería desde luego la Mulata rodeada de vegetación o provocativamente echada en un diván acariciando un tres cubano o erotizada por un par de maracones de Jamagüey con el mar de fondo, y aun cuando el proyecto de los sones duraría años e incluso no terminaría nunca, la Mulata, aprovechando su jurisdicción de secretaria esposa y en general de mandamás en los negocios del ingeniero, había ido adelantando en el asunto de las portadas y se había organizado estudios fotográficos en esta y aquella locación de arriba abajo por toda la isla, y a continuación, llena de un orgullo contagioso para el ingeniero, le había dado por exhibir las fotos que eran en rigor portadas de disco por venir en cualquier ocasión que se le presentara. Pero al ingeniero también le interesaban sus Leones de Santiago, que a partir de algunas contrataciones clave se habían encaramado en la tabla de posiciones del béisbol nacional. A la Mulata no le interesaba nada el deporte y sin embargo ya había logrado instituirse como la Reina de los Leones de Santiago, y aparecía en la portada del calendario anual que regalaba el club al principio de cada temporada. Salía descalza y envuelta en una piel de león, acariciando ardorosamente una botella de cerveza Atuey, que a la luz de esas caricias tremendamente connotadas terminaba siendo pura metáfora. En aquel calendario que colgaba en todas las cocinas de las casas cubanas quedó cifrado el principio del desastre, aunque en la historia personal de José Cabeza Pratt esa cifra había quedado marcada en el momento en que Su Mulata se había convertido en su secretaria, un error garrafal que cometía por segunda vez en su vida.
Buscando su internacionalización, los Leones de Santiago hicieron una gira por México que se repetiría año tras año de 1969 a 1975, año en que murió el general Franco. Aunque efectivamente se trataba de una gira internacional, puesto que los partidos se jugaban fuera de Cuba, también hay que decir que los tres equipos rivales eran muy inferiores y que los beisbolistas cubanos iban menos a jugar que a pasarlo bomba en los pueblos de Veracruz donde los idolatraban. Durante seis años, cada marzo, los Leones de Santiago recorrieron los campos que juntos, merced a la posición geográfica que ocupaban, formaban el Triángulo de Oro del béisbol regional. El Triángulo estaba estelarizado por los Cebús de Galatea, los Bisontes de Paso del Macho y los Hormigones de Calcahualco. El resultado de aquella liga que dotaba también de internacionalidad al Triángulo de Oro era siempre el mismo, Cebús, Bisontes y Hormigones eran invariablemente derrotados por el equipo visitante. El primer viaje, la gira de 1969, estuvo lleno de sorpresas para el ingeniero Cabeza. Orondo a más no poder aterrizó en el aeropuerto de Veracruz del brazo de Su Mulata, seguido por los veinte elementos que conformaban la escuadra internacional. En Paso del Macho, que era el primer destino, sufrieron dos bajas antes del partido que le sirvieron al dueño del equipo para darse cuenta de que la advertencia que le había hecho el comandante Zariñana, y que él no había atendido por considerarla una gilipollez, había sido más que pertinente. No vaya a escapársele algún pelotero, le había dicho y, dicho y hecho, todavía no terminaban de instalarse en el hotel La Jaiba cuando Jardinero Izquierdo y Catcher ya habían corrido y desaparecido entre las brechas de un cañaveral. Ahí mismo en el vestíbulo, ante las miradas llenas de sorna de una tercia de aficionados jarochos que pedían autógrafos, el ingeniero había lanzado esa advertencia que le había dicho que dijera en caso necesario el comandante Zariñana: el gobierno revolucionario se hará cargo de las familias de aquellos que deserten. Esa frase, que sonó a cosa excéntrica para los jarochos, tenía para los peloteros de Santiago una profundidad espeluznante. El mensaje de Zariñana terminó con las deserciones, pero también sirvió para activar una deserción mayor que le partiría por segunda vez la vida al ingeniero. Los peloteros cambiaron la idea de escapar del régimen cubano por la de divertirse en grande, así que después de cada partido, jugaban dos contra cada equipo, armaban unas pachangas que ponían a castañetear las puntas del Triángulo de Oro del béisbol regional. Don José acababa de cumplir 79 años y ya no resistía las pachangas completas, así que se retiraba temprano a su habitación a dormitar mientras esperaba a Su Mulata, que sí tenía brío suficiente para cualquier tipo de festejo. La Mulata llegaba tarde pero llegaba, bailada y bebida y todavía fogosa y con ánimo de cumplirle a su marido que, cerca del amanecer, se encontraba en su mejor forma para gozar de esa mujer a la que le zumbaban el mango y la malanga. Fue en Calcahualco, después de la segunda victoria contra los Hormigones, cuando Su Mulata no llegó a tiempo y don José, con la idea de apaciguarse, salió a fumar un habano al jardín del hotel La Campamocha, y mientras caminaba por ahí entre los anturios y las aves de paraíso tirando gruesas bocanadas de humo y dándole vuelo a su vena más filosofal, fue atraído por los gemidos de una sirena que provenían de una de las habitaciones. Lo que vio a través de la ventana era una obviedad para cualquiera menos para él: Su Mulata jugaba al doble-play con el short-stop y el jardinero central y lanzaba a la noche unos gemidos que su marido, y esto era lo que más lo había desconcertado, desconocía. José Cabeza llegó hecho talco a los juegos de Galatea, la tercera punta del Triángulo de Oro y ciudad donde había quedado de verse por primera vez con Arcadi. La madrugada anterior había rechazado los mimos de Su Mulata, que no obstante el doble-play que acababa de ejecutar había llegado entera y ganosa al lecho de su marido; él simplemente se había dado la vuelta en la cama, no sabía cómo plantear lo que había visto ni qué actitud tomar, de esa madrugada en adelante, ante esa deserción mayor que acababa de activarse. Con esta espina clavada se encontró con mi abuelo en los portales de Galatea aquel mediodía de 1969. Hecho talco, pero enderezado por su nivel de campeón empresarial de Cuba, se acodó en la barra de El Pelícano Agónico y, con su clavel rojo distintivo bien evidenciado en la solapa, bebió dos menjules al hilo mientras Arcadi llegaba a recogerlo en su Ford Falcon reluciente. Joan y yo los vimos llegar, esperábamos ansiosos la aparición del dueño de ese equipo de estrellas del que todo mundo hablaba, aunque a decir verdad quedamos decepcionados al ver que no lo acompañaba ni Barbarito Santos, primera base y jonronero natural, ni el Baby Varela, short-stop legendario y reciente verdugo emocional, esto no lo sabíamos, de ese señor elegante que nada más bajando del Falcon nos obsequió una pelota firmada por sus jugadores y un par de guantes que utilizaríamos todos los días y a todas horas, hasta llevarlos a un punto material impreciso entre la desintegración y la desaparición. La visita de José Cabeza Pratt fue una revelación para nosotros. Lo primero que llamó nuestra atención fue que ese cubano hablara en perfecto catalán e, inmediatamente después, que el tema de la conversación no fuera ni el béisbol, ni Cuba, ni La Portuguesa, sino la guerra que habían perdido los dos con sus secuelas en Francia. Durante esa visita sucedió algo que nos tuvo intrigados durante años y que luego olvidamos y que reapareció, en el momento más inesperado, treinta años después, cuando yo revisaba los papeles del embajador Rodríguez en el archivo de la Rue Longchamp. En determinado momento de aquella reunión reveladora, Arcadi abandonó el sofá y al cabo de unos minutos regresó con una maleta negra que guardaba celosamente en un rincón de su armario, debajo de los estantes donde dormían sus prótesis, desde que teníamos memoria. Era una pieza oscura, grande y voluminosa, que nadie podía tocar porque pertenecía a un señor muy importante que algún día vendría por ella, decía mi abuela tratando de justificar la furia que se adueñaba de Arcadi cada vez que alguien osaba acercarse al objeto que custodiaba. Alguna vez una criada, con la intención de limpiar a fondo ese armario, había movido la maleta de su lugar y eso le había costado que la despidieran. Conscientes de la importancia arcana de esa pieza, que no sólo tenía poder sobre el humor de Arcadi sino también sobre el destino de la servidumbre de la casa, la observábamos, procurando no tocarla, cada vez que teníamos la ocasión. Mirábamos detenidamente los broches, dos chapas de latón cerradas con llave más un cincho asegurado en los extremos por un candado. Cada vez que la contemplábamos, o cuando años más tarde nos acordábamos de ella, entrábamos en la misma discusión, un desacuerdo que tenía como punto de partida el peso descomunal de la maleta que más de una vez corrimos el riesgo de comprobar, la cogíamos entre los dos de la manija y no lográbamos moverla ni un milímetro. Basados en su peso, y en los nervios que le producía a Arcadi, y en una serie de golpecitos con que auscultamos un día su interior, Joan dictaminó que contenía lingotes de oro y yo me incliné por un lote de piezas de armamento, pistolas, granadas, un par de morteros. De la base de la manija colgaba un rectángulo de piel que decía: Valija Diplomática, Legación de México en Francia. Eso era todo lo que podía saberse de esa maleta cuyo contenido desconocía hasta el mismo Arcadi, según decía mi abuela porque a Arcadi ese asunto no podía ni mencionársele. De manera que cuando lo vimos venir cargando, casi arrastrando, la maleta misteriosa, comprendimos que ese hombre amable que poseía el mejor equipo de béisbol de que teníamos conocimiento era también el señor muy importante que por fin llegaba a recoger su maleta monumental. A pesar de que sabíamos que Arcadi iba a enfurecerse, como en efecto pasó, le preguntamos al señor por el contenido de su maleta, y su respuesta nos hizo pensar que los dos podíamos tener razón: cosas de mayores, dijo, y puso su mano sobre una de las chapas de latón.
Al final de aquella primera visita a La Portuguesa el ingeniero obsequió a mi abuela un calendario de los Leones para que decorara su cocina, hay uno en cada cocina de Cuba, le dijo, seguramente para dotar de un aura doméstica a esa cubana de fuego que acariciaba, sin viso alguno de domesticidad, la botella de cerveza Atuey. Mi abuela, por si acaso no era verdad lo que había dicho el ingeniero, colgó el calendario detrás de la puerta de la alacena. A partir de entonces cada diciembre recibíamos por correo el calendario de los Leones del año siguiente, siempre con la misma mujer, siempre descalza y con la piel de león encima y siempre adoptando poses distintas, novedosas, que terminaban siendo muy parecidas a las anteriores, una rodilla ligeramente más flexionada, un poco más o menos de pasión por la botella, el pie derecho más caído o más plantado, diferencias nimias, inexistentes si no se miraba a la mulata con bastante atención. Pero el punto relevante de aquel calendario anual era que en las líneas de ese cuerpo exuberante podía leerse el paso del tiempo, se trataba de un valor cronológico involuntario que venía añadido a la fotografía de la reina de los Leones. Cada vez que se terminaban las hojas del calendario, cada enero, llegaba un ejemplar con las doce hojas nuevas del año que empezaba, el ciclo arrancaba otra vez, aparentemente igual, pero con un año más que venía despiadadamente registrado en el cuerpo de la mulata, que ciclo tras ciclo llegaba de Cuba más ancha y menos espectacular. Ya para 1975 el tiempo se había abultado de manera muy visible en algunas partes del cuerpo de la mulata. Ese mismo año, en diciembre, unos días después de que muriera el general Franco, el ingeniero José Cabeza se embarcó para España. Voló de La Habana al puerto de Veracruz y de ahí, junto con su escuadra internacional de beisbolistas, abordó la nave Danubio I, que atracaría quince días más tarde en Vigo. Arcadi comió con él y luego bebieron menjules hasta que zarpó el barco. Aunque su regreso a España era un sueño largamente acariciado, el ingeniero iba tristón, Su Mulata, que también era su esposa y secretaria, le había pedido el divorcio para casarse con el Jungla Ledezma, catcher de los Cebús de Galatea. La comida con Arcadi era entre otras cosas para pedirle que le entregara un dinero, que sacó ahí mismo del bolsillo, a esa mujer que aunque lo había traicionado seguía amando; de todas formas, cuando muera, el Estado va a quedarse con casi todo, dijo. Arcadi cumplió con su encargo esa misma noche, estaba perfectamente al tanto de que la cubana iba a casarse con el Jungla para quedarse en México, en Galatea se sabía todo. El ingeniero zarpó con sus Leones el 6 de diciembre de 1975, tenía 86 años cumplidos y el proyecto de exportar el béisbol a España, de esa forma pensaba reintegrarse a la vida de su país, al que no había vuelto durante treinta y seis años. Ya había establecido contacto con varios empresarios, su plan era hacer cuatro fechas de exhibición, cuatro partidos amistosos contra un equipo marroquí, dos en Madrid, uno en Barcelona y otro en Girona. El proyecto estaba, como todos los suyos, destinado a prosperar, tenía un plan de inserción impecable que de haberse llevado a cabo hoy en España el béisbol sería un deporte muy importante. Pero sucede que a mitad de la travesía el ingeniero Cabeza Pratt desapareció del barco y del mundo, nunca se supo si cayó por la borda o si se volatilizó como lo hiciera muchos años antes, cuando escapara en París de aquel escuadrón de la Gestapo. Los Leones regresaron a Cuba en cuanto tocaron España, el entrenador había asumido la responsabilidad del equipo y los había regresado a la isla, con alguna de las advertencias del comandante Zariñana zumbándole en la cabeza.
La Mulata se adaptó rápidamente a la vida en Galatea, hacía el mismo calor que en Cuba y ella pasaba por veracruzana sin ningún esfuerzo, además su vida social era, cuando menos en el flanco deportivo, una réplica de su vida anterior. El Jungla, que no veía más allá de su careta de catcher, la instituyó inmediatamente como reina de los Cebús y al año siguiente el equipo ya había importado la tradición de exhibirla en su calendario y a partir de 1976 el calendario de los Leones fue sustituido por el de los Cebús en la puerta de la alacena de mi abuela. Por otra parte el contacto con el equipo cubano, ya sin dueño que los internacionalizara, se había perdido, cosa que fue una tragedia porque a partir de entonces el único béisbol que podíamos ver era el de los equipos del Triángulo de Oro, que sin el acicate internacional que los despabilaba cada año, se volvieron ahuevados y complacientes. La Mulata siguió haciendo de las suyas, se decía que no había cebú que no hubiera gozado de su amor fogoso, y luego su grupo social de amantes fue expandiéndose hasta que, cuando menos en el imaginario de la región, tan inflamado como la pasión inagotable de la Mulata, no había habitante de Galatea que no hubiera entrado en esa carne de fuego.
El tiempo siguió aglutinándose en las líneas de aquel cuerpo. En la edición de 1979 (yo ya no vivía en La Portuguesa pero mi abuela seguía recibiendo su calendario anual), podía verse a la Mulata básicamente en la misma posición, sosteniendo con todo el entusiasmo (era poco) que le quedaba una botella de cerveza Victoria. Iba descalza y su piel de león característica, que al pasar a los Cebús se había convertido en un peluche marrón (el color de los cebúes, supongo), se había metamorfoseado (a saber por qué carambola étnica) en un juego de penacho, pechera y taparrabo azteca que dejaban demasiadas partes desnudas desde donde podían verse caer cantidades incronometrables de tiempo. El Jungla Ledezma resistió un año el trote de su mujer, seguía apareciendo con ella en actos públicos y la llevaba en el autobús del equipo cuando jugaban de visitantes en Calcahualco o Paso del Macho; después de todo era la reina de los Cebús, el icono que adornaba todas las cocinas de Galatea. El hartazgo que le producía al Jungla su rol de cornudo fue invadiéndolo progresivamente, copándolo digamos. Comenzó a beber y en un abrir y cerrar de ojos pasó de catcher heroico a borracho perdido, abandonó el béisbol y estableció su axis mundi alrededor del guarapo que servían en la cantina La Portuguesa, sitio convenientemente lejos de sus fans, que le increpaban todo el tiempo su deserción, por cierto costosísima en términos de calidad de juego para los Cebús, que mientras el Jungla se mataba bebiendo guarapo se fueron deslizando hacia una liga menor, que no jugaba en campo sino en llano y cuyos contrincantes eran las Chicharras de Chocamán y las Nahuyacas Asesinas de Potrero Viejo. Yo ya no era un niño cuando el Jungla bebía en La Portuguesa, ya podía acodarme en el tablón que fungía de barra y observar a ese jugador que habíamos admirado mucho. Bebía solo y en silencio en un rincón, su imagen me fascinaba: en unos cuantos meses se había puesto gordo, tenía los ojos hinchados, casi ni los abría, no me impresionaba tanto su ruina como la velocidad con que se había arruinado, era una ruina propia del trópico, donde todo se deteriora deprisa, con una velocidad pasmosa.
Una semana después de que zarpara Cabeza Pratt con rumbo a su nueva vida en La Habana, Rodríguez recibió en su suite un aviso del Ministerio de Asuntos Exteriores. El mariscal Pétain lo recibiría el lunes siguiente en Vichy, en el hotel du Parc, de cuatro y media a cinco de la tarde. Un lapso demasiado breve para todo lo que debía negociar. Los últimos días, además de las negociaciones que efectuaba con un armador de barcos y con el dueño de un almacén en Casablanca, que podía alojar, llegado el momento, a quinientos refugiados mientras se lograba embarcarlos a México, había visitado dos veces al presidente Azaña, cuya salud seguía deteriorándose, entre otras cosas por el acoso de los agentes de Franco. Durante la segunda visita el embajador le había entregado dos mil francos que le mandaba de México su amigo el general Cárdenas. Azaña los había aceptado a regañadientes y con la condición de que ese dinero fuera tomado como un préstamo que regresaría en cuanto estuviera en posibilidades de hacerlo.
Rodríguez llegó con media hora de anticipación al hotel du Parc. Tuvo tiempo de sentarse en un rincón del bar a darle vueltas a la conversación decisiva que iba a sostener, mientras bebía café y fumaba y observaba el ir y venir de funcionarios que habían convertido ese hotel en un edificio de oficinas de gobierno. El mostrador donde los huéspedes durante años habían pedido la llave de su habitación, o un juego extra de toallas o habían liquidado su cuenta, estaba ocupado por dos oficiales del ejército que remitían a los visitantes a tal o cual oficina, que antes había sido una habitación donde se dormía y donde no había ni máquinas de escribir, ni carpetas, ni pilas de expedientes. Extraño bandazo habían sufrido los hoteles, pensaba Rodríguez mientras esperaba la hora, él mismo había contribuido con las carpetas y los expedientes de su legación y con sus secretarios a la metamorfosis de más de un hotel y quién sabía si en el futuro, cuando la guerra terminara y los alemanes se fueran, o acabaran de establecerse, y los franceses regresaran a su vida cotidiana, con vacaciones y fines de semana largos en hoteles, quién sabía si entonces esos edificios ocupados pudieran volver a ser sitios para nada más dormir, para nada más tener sexo con alguien, para nada más desayunar en la cama antes de salir a recorrer los sitios turísticos de la ciudad. El embajador pensaba en eso mientras bebía café y fumaba y veía a los dos oficiales del ejército detrás de ese mostrador que antes habría estado ocupado, y probablemente después lo estaría de nuevo, por una francesa amable que diría bien sûr, s’il vous plaît o désolée, con una sonrisa según el caso, y volvía a pensar en las suites que él mismo había ocupado, un rastro dejado por medio país que alguien con sensibilidad y buen olfato podría, de ser necesario, ir detectando, habitaciones donde se había fumado demasiado y se habían trazado un número inmanejable de misiones, renta de barcos, alquiler de trenes, reuniones clandestinas, acuerdos secretos, fugas, huidas, pactos innombrables, pistas inasequibles, cosas que debían ir quedándose impregnadas en las habitaciones y en los edificios, en todo esto pensaba el embajador mientras fumaba y bebía café y mataba el tiempo. A las cuatro y media en punto subió a la oficina del mariscal, era la número 418, y el guardia que custodiaba la puerta sabía de su visita y tras un breve intercambio de palabras lo dejó pasar. La habitación de Pétain, contra sus pronósticos, no había sufrido mayores cambios, seguía pareciendo una habitación de hotel, la cama estaba deshecha, quizá había dormido una siesta o quizá la camarera no había podido hacerla en la mañana, esas cosas pasaban en su propia suite cuando empezaba a trabajar muy temprano y su concentración no resistía el ir y venir de un cuerpo extraño que recogía objetos y sacudía sábanas y las más de las veces canturreaba a medio metro de donde él trataba de concentrarse. Una tos y un carraspeo en el baño y luego el ruido de una puerta que se abría de golpe precedieron a la aparición del mariscal, un viejo ancho de bigote blanco y ojos claros que cruzó la habitación acomodándose los tirantes y que pareció sorprenderse en cuanto vio que el embajador mexicano ya estaba ahí, de pie, esperándolo. Una sorpresa fingida, actuada, porque nadie tose y carraspea así cuando sabe que está solo, pensó Rodríguez, y en todo caso la actuación y la descortesía de recibirlo mientras se subía los tirantes le parecieron un mal signo, y cosa natural por otra parte, porque ese hombre era pieza clave del poder contra el que su legación batallaba incansablemente, acababa de ser embajador de Francia ante el gobierno de Franco y un mes después se había convertido en jefe de Estado sumiso, acomodaticio y de invaluable utilidad para los intereses alemanes. El mariscal saludó a Rodríguez a distancia mientras se acomodaba en un sillón y ordenaba a alguien por teléfono una jarra de café y un par de tazas. Siéntese, por favor, le dijo al embajador mientras se tallaba con toda la mano abierta una mejilla y hacía sonar la barba que le había crecido durante el día, un gesto de hartazgo o de incomodidad que se sumaba a los signos anteriores. Rodríguez advirtió que en toda la suite no había más asiento que el que ocupaba Pétain, y antes de que pudiera pensar en una alternativa el mariscal le señaló la orilla de la cama. La oficina de Pétain era demasiado parecida a una habitación de hotel, pensó el embajador cuando se acomodaba en la orilla de esa cama deshecha, y sin perder más segundos de la escasa media hora que tenía comenzó a tratar el tema del acoso que sufría el presidente Azaña y del interés que tenía el presidente Cárdenas en el bienestar de su amigo. Pétain le respondió con gesto de extrañeza, pasándose la misma mano abierta ahora por la otra mejilla, que no tenía conocimiento de ese acoso y que desde luego le parecía una canallada, así que de inmediato impartiría instrucciones para que el asunto se investigara y se resolviera, y luego desvió la conversación para preguntarle a Rodríguez qué clase de hombre era el general Cárdenas, asunto que, por la forma en que lo preguntó, debía tenerlo intrigado. Una camarera entró con el café, colocó la bandeja encima de la cama desecha y sirvió dos tazas. No había otro sitio donde colocarla y además la bandeja cubría algo, una mínima parte siquiera, del trabajo que no había podido hacerse. Cuando volvieron a estar solos el embajador expuso el tema que más le preocupaba, el tema que en realidad lo había hecho pelear con toda su energía esa media hora de atención del mariscal: empezó con un resumen del trabajo que efectuaba su legación, la documentación de republicanos y el rastreo de trenes y barcos para llevar a efecto la evacuación multitudinaria a México. El embajador explicó, aunque estaba seguro que Pétain se había hecho informar minuciosamente antes de concederle la cita, que México era un territorio de grandes dimensiones donde un país como Francia podía caber cuatro veces y que tenía nada más veinte millones de habitantes, de manera que podía recibir sin dificultad a ciento treinta mil refugiados, más o menos, según sus cálculos. El mariscal lo oía con atención mientras batía compulsivamente su café y hacía un tin tin molesto con la cucharilla: había puesto cuatro terrones de azúcar que, pensaba Rodríguez, necesitarían una buena cantidad de meneos y tintines suplementarios, una paradoja, un chiste que ese hombre tuviera tanto gusto por lo dulce. Lejos, quizá a la entrada del hotel o en la misma recepción que ocupaban los dos oficiales, sonó una trompeta militar, un llamado para algo, quizá para convocar a los mozos y a las camareras o para cambiar la guardia de las habitaciones donde había gente importante. La suite del mariscal daba a un patio interior, podía percibirse el rumor amplificado, esa especie de vacío con ruido que suelen producir esos espacios, frases indiscernibles, timbres de teléfonos, el tableteo de varias máquinas de escribir, una puerta que se cierra. El mariscal fumaba, o eso hacía pensar una caja de puros y un cenicero con ceniza y un cabo despanzurrado, y sin embargo el embajador no se animaba a encender el cigarrillo que se moría por fumar, no quería alterar con nada la precaria estabilidad que había alrededor de esa conversación, un ambiente cerrado donde no podía hacerse ni un movimiento extra, ni un gesto de más, ni dejarse mucho espacio entre una frase y otra sin que el mariscal, harto desde el principio, aprovechara el hueco para levantarse e irse pretextando cualquier cosa. Lo que negociaba Rodríguez no era fácil, quería conseguir un documento donde se comprometiera a proteger a los republicanos españoles mientras llegaban los barcos que iban a evacuarlos del territorio francés. No era fácil porque al mariscal los alemanes lo tenían del cuello y los franquistas operaban en Francia solapados por ellos, todo esto se sabía pero no podía tratarse; y menos en esa suite frente a ese hombre que solapaba a los que solapaban. En los documentos de Rodríguez está registrada una parte del diálogo que sostuvieron, la transcripción fue hecha de memoria, quizá ahí mismo, a las cinco y minutos, en el mismo bar donde había esperado que dieran las cuatro y media. La idea era, creo, informar al general Cárdenas, con toda precisión, de lo que ahí se había hablado, pero además consiguió, con ese extracto montado como diálogo de teatro, un perfil perfecto de Pétain, de esas veces en que unas cuantas palabras acaban revelando la personalidad de quien las dijo:
—Pétain: ¿Por qué esa noble intención de favorecer a gente indeseable?
—Rodríguez: Le suplico la interprete usted, señor mariscal, como un ferviente deseo de beneficiar y amparar a elementos que llevan nuestra sangre y nuestro espíritu.
—Pétain: ¿Y si les fallaran, como a todos, siendo como son renegados de sus costumbres y de sus ideas?
—Rodríguez: Habríamos ganado, en cualquier circunstancia, a grupos de trabajadores, capacitados como los que más para ayudarnos a explotar las riquezas naturales que poseemos.
—Pétain: Mucho corazón y escasa experiencia…
—Rodríguez: Ahora si cabe una pregunta, señor mariscal: ¿qué problema puede plantearse cuando mi patria quiere servir con toda lealtad a Francia, deseosa de aligerar la pesada carga que soporta sobre sus espaldas, emigrando al mayor número de refugiados hispanos?
A las cinco en punto el mariscal dio por terminada la reunión, volvió a prometer que haría lo posible para liberar del acoso al presidente Azaña y a su familia, y también prometió que instrumentaría la elaboración de un documento que protegiera a los emigrantes españoles. Luego se quedó en silencio mirándose algo en la manga de la camisa, como si al dar por terminada la reunión Rodríguez se hubiera esfumado. El embajador se puso de pie para liquidar esos segundos incómodos y se despidió de Pétain a distancia, como supuso que le gustaba, sin estrecharle la mano ni decir gran cosa. Salió del hotel con una sensación ambigua, había ganado el estira y afloja con el mariscal pero sentía que al resultado le había faltado contundencia, tenía el temor de que simplemente se olvidara todo lo que acababa de decirse, no quedaba ni un testigo, ni un apunte, nada que le recordara al mariscal sus compromisos.
De Biarritz la legación mexicana pasó a Montauban, una ciudad mucho más cercana al rejuego político de Vichy. Ocupó las suites 7, 9 y 11 del hotel Midi y puso a ondear banderas mexicanas en las terrazas de cada una. Rodríguez pretendía con esto extender los privilegios de territorialidad que en realidad operaban, de manera exclusiva, en el edificio de la Rue Longchamp en París, pero gracias a su astucia y a que la zona libre era un auténtico río revuelto, consiguió que el suelo de las habitaciones 7, 9 y 11 pasara por territorio mexicano, por zonas diplomáticas de privilegio donde no podían entrar, a menos que el embajador o su secretario lo autorizaran, ni siquiera los empleados del hotel. La iniciativa fue clave para los tiempos que se aproximaban. Una semana después de aquella conversación con el mariscal Pétain comenzaron las redadas periódicas de la Gestapo y de los agentes de Franco. De buenas a primeras un escuadrón de franquistas entraba a saco en una casa, o en un bar, o en un hotel y se llevaban a los refugiados españoles a un campo de prisioneros o, según su importancia, directamente a España. Para septiembre el acoso a los republicanos era intolerable, Rodríguez trataba de comunicarse todos los días, a todas horas, sin ningún resultado, con el mariscal Pétain. Cansado de no recibir respuesta se fue a plantar al hotel du Parc y ahí le informaron, uno de los oficiales que habían sustituido a las recepcionistas, que el mariscal ya no despachaba ahí y que no tenían idea de dónde podía encontrarlo. El río revuelto de la zona libre servía también para eso, era un agua de dos filos que lo mismo ayudaba que obraba en contra. Lo más que consiguió Rodríguez fue una cita con el ministro Pierre Laval, quien sin rodeos ni diplomacias que matizaran la crudeza de su mensaje le dijo, y así quedó escrito en el informe que envió ese mismo día el embajador al general Cárdenas: no guardo ninguna simpatía para los refugiados, a ellos debemos nuestras mayores desgracias, inclusive la de mantenerlos a pesar de la tragedia que vivimos. No me opondré, por lo mismo, a que se vayan, pero tampoco haré nada para asegurarlos entre nosotros. Rodríguez analizó la situación con sus secretarios y juntos llegaron a la conclusión de que los perjuicios que provocaba el incumplimiento del acuerdo que habían firmado podían matizarse aprovechando al máximo el margen de operación que les dejaba el río revuelto. Basados en esta conclusión, y amparados por la territorialidad difusa que habían establecido, comenzaron a dar asilo temporal a los refugiados perseguidos. Primero destinaron para éstos la habitación 7 y se distribuyeron el espacio de la 9 y la 11, procurando no mezclar las zonas de trabajo con las zonas de descanso y sueño. Pero según el número y la intensidad de las redadas algunos días había que meter perseguidos también en la 9, y cuando se trataba de republicanos sumamente distinguidos, como fue el caso del presidente Azaña y su mujer, tuvieron que echar mano también del espacio de la 11. En esas condiciones el trabajo de la legación se complicaba, porque además de los asilados, que eran un grupo heterogéneo de hombres, mujeres y niños hacinados que trataban de turnarse para usar la cama, las sillas y el retrete, estaba la multitud de refugiados, que en ese momento no eran perseguidos, pero que deseaban inscribirse en el programa de emigración que seguía ofreciendo el gobierno mexicano. Poco a poco y armados de mucha paciencia los diplomáticos mexicanos lograron establecer el equilibrio entre el flujo de asilados, el tumulto que quería inscribirse y sus horas de sueño, que era el último reducto de vida personal que les quedaba. Extendiendo esa territorialidad, que ya de por sí estaba bastante extendida, fueron ganando espacios, uno en el bar y otro en el restaurante, y así lograron aliviar un poco la sobrepoblación en las habitaciones. También consiguieron que una docena de familias francesas que simpatizaba con la causa les diera asilo a grupos de perseguidos.
Cuarenta días después de que se escapara del tren de Franco, Arcadi se apostó, oculto detrás de un montón de cascajo, frente al hotel Midi. Llevaba más de un mes errando por el sur de Francia y tenía la idea de abordar al embajador Rodríguez en cuanto lo viera. Al momento de escapar del tren había brincado mal y al caer se había golpeado la cabeza. Nada grave pero la conmoción le había durado lo suficiente para que les perdiera el rastro a sus colegas. Abrió los ojos cuando oscurecía, sobresaltado por el ruido de un tren que pasaba a toda velocidad por la vía. Lo primero que pensó fue que era el tren del que acababa de saltar y se pegó a la tierra y fue presa de la misma ansiedad que lo sobrecogía cuando trataba de protegerse de los bombardeos aéreos, se pegaba de tal manera que de milagro la tierra no cedía y se lo tragaba como él deseaba, con toda su voluntad, que lo hiciera, tierra trágame dice Arcadi que repetía con desesperación, una fórmula desde cierto ángulo inútil pero que lo aliviaba, tenía la sensación de estar haciendo algo durante esos momentos en que nada podía hacerse, formulaba esa petición para no dejarse matar sin haber intervenido, sin meter las manos o siquiera una frase o una palabra. Casi de inmediato descubrió que se trataba de otro tren, era pleno día cuando había brincado, y mirando por encima de su ansiedad pudo ver que los vagones llevaban ventanas y que el perfil fugaz de los que viajaban no parecía perfil de prisioneros. El tren fue alejándose hasta que desapareció, Arcadi se puso de pie y luego de una reflexión mínima, muy subordinada a los repiqueteos de su instinto de supervivencia, comenzó a caminar hacia donde supuso que había que hacerlo, en dirección contraria de las vías, sin tirar hacia Argelès-sur-Mer y sin acercarse demasiado a la frontera española. Así comenzó a caminar hacia occidente, el único punto cardinal que le quedaba, hacia la orilla atlántica de Francia, hacia México si entraban en juego el horizonte y el destino. Caminó toda la noche, había una luna clara que le permitía ir viendo dónde pisaba, y por otra parte no se animaba a echarse a dormir, prefería esperar a que amaneciera para buscar con luz un sitio propicio, para no echarse por accidente encima de un nido de alimañas. Gracias a esta decisión, fundamentada en el miedo que sentía por los bichos del campo, quedó establecida una estrategia efectiva que le permitía avanzar grandes distancias sin peligro de ser descubierto. Ni siquiera estaba seguro de que lo anduvieran buscando y el peligro de la Gestapo y de los agentes de Franco no pasaba de ser una anécdota incubada en los días ociosos del campo de prisioneros. De todas formas se cuidaba, procuraba evadir pueblos, carreteras y zonas descampadas donde alguien pudiera echarle el ojo, pues su uniforme y su cuerpo pasado por el purgatorio de Argelès-sur-Mer debían ser, supongo, muy fácilmente identificables. Durante diez días caminó así, siempre hacia la última coordenada que había mandado el embajador Rodríguez, una nota escueta dirigida al islote 5, donde les informaba que debido a la ocupación del ejército alemán mudarían la legación mexicana a un hotel de la ciudad de Biarritz, que ya les comunicaría, en cuanto supiera, el nombre del hotel y su dirección. El tren de Franco los había atrapado antes de que el embajador pudiera detallar su paradero, así que Arcadi caminaba sobre la coordenada general confiando en que Biarritz no sería una población muy grande y que una vez ahí no sería difícil dar con los diplomáticos mexicanos. Durante esos días me alimenté exclusivamente de remolachas, no había otra cosa y la verdad es que al compararlas con el pan agusanado o con el lío de tripas malolientes que nos daban para comer en el campo, las remolachas terminaban siendo un alimento decoroso. (…) El agua la iba bebiendo donde podía, en un río, en un charco, eran días lluviosos así que el agua no representaba ningún problema, dice Arcadi con su voz lejana en las cintas de La Portuguesa. Para no perder la cuenta de los días iba metiéndose una piedrita en el bolsillo cada vez que amanecía, por eso sabía que fue diez días después de haber brincado del tren que al llegar a la cima de una loma vio que, a unos quinientos metros, a mitad del campo, había un automóvil, un viejo Rosengart color azul, que súbitamente resquebrajó la serenidad que venía conservando a fuerza de monólogos optimistas, remolachas y caminatas kilométricas. De pronto se vio ante esa nave para la que imaginó un piloto generoso que podría llevarlo a Biarritz, o siquiera acercarlo, o al menos confirmarle si efectivamente estaba caminando hacia el occidente, pero inmediatamente después también imaginó el escenario opuesto. Pasar de largo era una locura, Arcadi era un náufrago y ahí, a quinientos metros, estaba el vehículo que podía rescatarlo, bastaba gritar y agitar las manos, pero también era cierto que el piloto podía ni ser tan generoso ni simpatizar con los republicanos españoles, quizá esto último, por lo que le había tocado experimentar, fuera lo más probable. Se decidió por una acción intermedia, agazaparse en un hueco natural que formaban tres pinos juntos y un brote de arbustos en semicírculo. Desde ahí, agazapado, podría esperar a que el dueño del Rosengart azul apareciera y dependiendo de cómo lo viera agitaría las manos y gritaría o mejor permanecería en silencio, recuperaría su serenidad y volvería a las remolachas y a los monólogos optimistas. En ésas estaba, agazapándose en ese hueco que le había parecido idóneo, cuando puso el pie encima de un miembro blando que hizo gritar y levantarse al dueño de la mano que aprovechaba ese hueco natural idóneo para dormitar. Arcadi brincó fuera del hueco y no se echó a correr porque no disculparse le pareció una descortesía mayor y el dueño de la mano, en la misma sintonía, al ver el desconcierto de Arcadi, ni gritó ni se enfureció como iba a hacerlo. Perdón, balbuceó Arcadi. Soy Jean Barrières, dijo el otro ofreciendo la mano, la derecha, que no le habían pisado. Era un hombre grande y sonriente, tenía briznas de yerba enredadas en el cabello y sus hombros amplios se recortaban contra el fondo del cielo, que tenía en ese momento un azul glorioso. Arcadi dijo su nombre y al estrecharle la mano percibió, y después comprobó con la vista, que le faltaban dos dedos. Barrières reconoció inmediatamente el uniforme y por las trazas, el rumbo y el cuidado con el que se conducía Arcadi, dedujo que se había escapado de Argelès-sur-Mer, incluso me atrevería a asegurar, dice Arcadi que dijo, que brincaste la semana pasada del tren de Franco, y dicho esto sacó de la bolsa de la camisa un Gauloise y lo invitó a fumar. Arcadi le preguntó, para hacer tiempo y para terminar de comprobar que se trataba de un hombre confiable, que de dónde sacaba que le había pasado eso que había dicho. Barrières le dijo, para tranquilizarlo, todavía sonriente y con el cielo azul glorioso todavía de fondo, que era militante del partido comunista y que estaba en contacto con los comités de ayuda a republicanos españoles de la zona, y además tenía contactos en Argelès-sur-Mer, Brams y Barcarès, en fin, que ese azul glorioso era la evidencia de que ese hombre al que había pisado la mano le había caído del cielo. Entonces Arcadi le dijo que sus deducciones no sólo eran exactas, eran también algo intimidatorias, y le confió su proyecto de llegar a Biarritz para encontrarse con el embajador Rodríguez y subirse en uno de los barcos que se llevaban a los refugiados a México.
Jean Barrières vivía en Toulouse con su mujer y con su hermana y se ganaba la vida reparando automóviles en su taller, que estaba en las afueras de la ciudad, un sitio ideal para ocultarse que ponía a disposición de Arcadi mientras lograba averiguar si la legación mexicana seguía despachando en Biarritz o había emigrado a otra parte, como era costumbre en esa época entre las representaciones diplomáticas. Arcadi viajó en el Rosengart encantado, era la primera vez en años que viajaba en un vehículo sin que nadie le viniera pisando los talones, gozando del paisaje y de la conversación y de la perspectiva de comer algo que no fueran tripas o remolacha y de echarse a dormir, por primera vez en diecisiete meses, en un lugar con paredes y techo. El taller de Barrières era un patio largo con dos tejavanes llenos de entrepaños con herramientas y de aparatos, grandes y pequeños, cuya utilidad era un acertijo. En uno de los extremos, junto a una pila de llantas, había un solo automóvil reparándose, o eso parecía por el capó y la puerta del conductor que estaban abiertos, daba la impresión de que alguien había estado trabajando ahí y que no hacía mucho se había ido. Cruzaron el taller y llegaron a una construcción de dos plantas que estaba al fondo, caminaron por un piso lleno de manchas de aceite donde abundaban los tornillos, las rondanas y toda clase de residuos metálicos. Arcadi seguía a Jean, que iba diciendo al vuelo, con lujo de manoteos, la naturaleza de algunos de los aparatos que, aun cuando era dicha, y con bastante énfasis manoteada, seguía siendo un acertijo. Esto es una deflactadora de doble vía, y esto que ves aquí como una estufa con pico de pato es un calibrador de platinos, todo lo iba diciendo Jean con gran teatralidad, deteniéndose frente a los acertijos, presentándolos, dándoles su lugar ante Arcadi, que nada más asentía y trataba de mostrarse interesado, aunque para la cuarta presentación ya empezaba a preguntarse a qué hora iban a meterse a la oficina donde él suponía que Jean iba a alojarlo. Llegando a la puerta Jean dijo que todavía faltaba que le mostrara otro de sus aparatos, que era probablemente el único que de verdad iba a interesarle. Caminó hacia la pila de llantas que estaba en una de las esquinas; entre ésta y una estantería llena de herramental grasiento había un aparato grande y rectangular que tenía un panel lleno de botones, manijas y medidores. Jean se paró junto al aparato y en la cima de su teatralidad, cosa que hacía suponer que finalmente habían llegado al acertijo mayor, movió una palanca del panel y éste se abrió como una puerta y dejó a la vista una cavidad donde Jean, que era bastante más voluminoso que Arcadi, se acomodó sin ninguna dificultad. En caso de que aparezca la Gestapo o los agentes de Franco, dijo.
Arcadi fue instalado en la habitación que había arriba de la oficina, un espacio con cama, retrete y ducha que estaba decorado con cierto gusto, era incluso elegante, desde luego excesivo para ocultar republicanos españoles que habían pasado meses durmiendo a la intemperie. Pero Arcadi no reparó al principio mucho en ello, quedó mudo ante la posibilidad de ducharse y de dormir toda la noche en esa cama. Jean le dio algunas instrucciones, simples pero que debían cumplirse al pie de la letra, no debía salir, ni asomarse por la ventana, ni encender la luz, ni hacer el mínimo ruido cuando los trabajadores estuvieran en el taller. Arcadi permaneció ahí un mes completo, su anfitrión pasaba muy temprano en la mañana, antes de que llegaran sus empleados, a dejarle una canasta de víveres que preparaba Suzanne, su hermana, y con frecuencia regresaba en la tarde, ya que el taller estaba vacío, a llevarle libros y a conversar y a jugar ajedrez. Para poder escribirle a mi abuela, Arcadi le pidió a Jean su nombre, de esa manera, firmada por otro y escrita en clave, la carta podría pasar los controles de Franco sin comprometer a la familia que le quedaba en Barcelona y que llevaba más de año y medio sin saber de él. Jean sugirió que sería mejor utilizar el nombre de su hermana, así despistarían completamente a los revisores del correo. Arcadi había oído en Argelès-sur-Mer de varios casos de colegas que habían escrito a sus familias y que días después se habían enterado de que, gracias a esa carta, los franquistas habían ido por ellos, mujeres, ancianos y niños, y se los habían llevado a alguno de los campos de concentración que Franco tenía por toda España. La idea era acabar con cualquier vestigio del bando derrotado, aunque éste fuera encarnado por un viejo de noventa años, cada vestigio contaba y las cartas de los republicanos en el exilio eran un excelente vehículo para dar con ellos. El hombre que escribía a su familia para decirle que estaba bien y que los quería sin saber que con esas líneas iba a condenarlos: has destruido a tu familia con tu puño y letra. Hay material de sobra en esta línea para perder la razón.
Arcadi escribió un par de cartas firmando como Suzanne Barrières y alcanzó a recibir una, no sé de qué forma habría explicado su situación pero el hecho es que mi abuela entendió que iba a tratar de irse a México y además le escribió de vuelta el nombre de un primo lejano que había emigrado hacía años a aquel país y que había hecho fortuna vendiendo automóviles en un pueblo selvático llamado Galatea.
Una noche Arcadi leía encerrado en el baño a la luz de una vela cuando oyó que el portón del taller se abría. Apagó la llama de un soplido y se dispuso a bajar para ocultarse en la cueva, pero cuando iba abriendo la puerta de la habitación escuchó un escándalo de pasos en el patio que en cosa de segundos se detuvieron frente a la puerta de la oficina. Arcadi calculó que en lo que intentaban abrir la cerradura tendría tiempo suficiente para escapar por la ventana rumbo a la cueva, pero la puerta fue abierta sorpresivamente en un instante y ese imprevisto lo dejó paralizado en medio de la habitación a oscuras, oyendo, con el corazón brincándole en la garganta, cómo los pasos caminaban por la oficina y sin perder tiempo comenzaban a trepar por la escalera. Alguien lo había traicionado, los agentes sabían perfectamente hacia dónde dirigirse, no habían tenido, a juzgar por la continuidad de sus pasos, ni un instante de duda. Arcadi cogió un jarrón, el único objeto con el que podía golpear a alguien, y se desplazó sigilosamente detrás de la puerta. Desde ahí oyó cómo los pasos subieron la escalera y cómo al llegar al umbral de la habitación una voz dijo: Arcadi, ¿duermes? No, dijo aliviado de oír la voz de Jean, y salió a su encuentro con el jarrón entre las manos y no lo vio a él sino a la rubia leonada que venía delante de él. Soy Ginger, dijo ella, y dio paso al gesto de Jean que lo decía todo. Arcadi bajó al patio con la incógnita sobre la elegancia de la habitación completamente despejada. Caminó un rato procurando no pisar ni objetos metálicos ni manchas de aceite, y ya que vio que la estancia iba para largo se echó adentro de un Citroën que los gordos repararían al día siguiente.
Aquella escena se repetía dos o tres veces por semana, más o menos igual, se abría el portón de improviso y volaban los dos al piso superior al tiempo que Arcadi se refugiaba en uno de los automóviles. Al parecer no había manera de sistematizarlo, Arcadi había sugerido que si se le avisaba con cierta anticipación él podía salirse antes de que ellos llegaran y así podía evitarse esa situación bochornosa. ¿Qué tiene eso de bochornoso?, había zanjado Jean y a continuación, mientras evaluaba la posición de uno de sus alfiles, le había dicho a Arcadi que avisarle con anticipación era imposible porque sus citas dependían de la conjunción de dos factores, que su mujer se hubiera ido temprano a la cama y que el marido de Ginger hubiera salido de copas con sus amigos, dijo Jean mientras levantaba el alfil por encima del tablero y lo colocaba en la posición que más le convenía. Jaque al rey, le dijo a Arcadi, que andaba distraído pensando en la relatividad de lo bochornoso: tenía apenas diecinueve años y ninguna experiencia en ese campo.
Así, durmiendo tres noches a la semana en el interior del automóvil en turno, pasó Arcadi ese mes oculto en las afueras de Toulouse, hasta que una noche, sin ruido del portón ni pasos previos que lo pusieran sobre aviso, la puerta de su habitación fue derribada de un golpe que lo hizo brincar de la cama. En cuanto cayó de pie sobre la piel falsa de tigre que fungía como tapete, dos agentes de la Gestapo le anunciaron que estaba arrestado. Arcadi llegó al Centro de Detención en calzoncillos y esposado por la espalda. Conducido por los agentes que iban abriéndole paso por el centro del tumulto que formaban los detenidos de esa noche, llegó hasta un escritorio donde un militar de cruz gamada en el antebrazo le leyó los cargos. Arcadi estaba acusado, así consta en el acta que se conserva hasta la fecha en el archivo del embajador Rodríguez, de «poseer propaganda política de inspiración extranjera» y de «distribuir octavillas y boletines de origen o inspiración extranjera cuya naturaleza es contraria al interés nacional». En la parte superior del acta dice con letras capitulares: Rotspanier, que era el vocablo alemán que definía a los rojos españoles. Después de oír los cargos y de decirle al que se los leía que no tenía idea de lo que le estaban hablando, Arcadi fue metido en un salón grande donde había otros cincuenta detenidos más o menos. En el umbral un guardia piadoso le había dado una frazada para que se la echara en los hombros. Los agentes de la Gestapo, que periódicamente espiaban las actividades de Barrières, se habían introducido a la oficina y habían descubierto, dentro de unas cajas ocultas detrás de un archivero, octavillas del partido comunista francés y ejemplares de las revistas Alianza, Reconquista de España, Treball y Mundo Obrero, evidencia suficiente para arrestar al Rotspanier que dormía en el piso de arriba. Esa noche Barrières entró al patio con Ginger de la mano y, al ver la puerta de la oficina abierta y la luz de la habitación encendida, supo que se habían llevado a su amigo. Un vistazo rápido al archivero que ocultaba las cajas le permitió, además de calcular la gravedad de los cargos, concluir que se trataba de una detención de rutina de las que practicaba todo el tiempo la Gestapo para establecer fianzas y obtener divisas. Sus colegas y él mismo habían pasado por eso infinidad de veces. Barrières le propuso a Ginger seguir adelante con su plan, al día siguiente pasaría por el centro a rescatar a Arcadi, no calculó, cosa rara en él, pero no tan rara si se toma en cuenta la lumbre de Ginger que lo obnubilaba, una secuela que iba a complicarle la vida. El secretario del Centro de Detención telefoneó a casa de los Barrières para avisar que habían encontrado propaganda política de inspiración extranjera en el taller de Jean y que habían detenido al infractor. La mujer de Jean encendió la lamparilla del buró para apuntar el folio del acta que le había tocado al detenido y de reojo comprobó que la cama de su esposo estaba vacía. Con cierta preocupación despertó a Suzanne, su cuñada, la mujer que, sin saberlo, firmaba las cartas que Arcadi le mandaba a mi abuela. Entre las dos llegaron a la conclusión de que lo procedente era acudir al Centro a pagar la fianza de Jean, para que no pasara la noche en una celda inhóspita. Era la conclusión natural, si se descarta que ninguna de las dos sospechaba que el taller era también escondite de colegas perseguidos y leonera. ¿Quién más que Jean podía ser el detenido? Abriéndose paso entre el tumulto de arrestados que esperaban su turno para que los encerraran, llegaron a la ventanilla a pagar la fianza. Era un trámite que conocían bien, lo habían efectuado dos veces desde que la Gestapo había empezado a operar en Toulouse. A cambio de una cantidad de dinero y del número de acta que la mujer proporcionó, apareció un muchacho en calzoncillos con una frazada en los hombros que respondía al nombre de Arcadi. Al ver a esas mujeres no supe qué hacer, y sobre todo: qué no decir —dice Arcadi en la cinta—, no sabía ni por qué se me acusaba de lo que se me acusaba, ni qué interés podían tener esas señoras en pagar mi fianza. ¿Y dónde está Jean?, preguntó la señora, y puso a trastabillar al inexperimentado de Arcadi, que no sabía dónde estaba pero sí tenía una idea de con quién podía estar. Su trastabilleo fue tal que en cuestión de instantes ya iban los tres a bordo de un Citroën rumbo al taller.
Dos días después Jean Barrières decidió que era momento de llevar a Arcadi a las afueras de Montauban. Había logrado averiguar el paradero de la legación mexicana y cierta información sobre la manera en que los agentes de Franco iban alternando las pesquisas de republicanos. También pesaba en su decisión que en ocasiones los arrestos de rutina, sobre todo los de Rotspaniers, volvían a repetirse hasta que se convertían en condenas formales o en deportaciones a España.
Era más de mediodía cuando Arcadi se apostó detrás de un montón de cascajo que había frente al hotel Midi, iba vestido con las prendas que le había dado Jean, unos pantalones demasiado grandes que se había ajustado con un cinturón, y una camisa donde hubieran cabido fácilmente dos Arcadis; se había peinado con agua para la ocasión, y todavía conservaba algo de orden en el pelo. En la zona donde supuso que estaba el vestíbulo había una cantidad exagerada de personas, un grupo que identificó de inmediato, por su miseria y su conducta ansiosa, como españoles refugiados. Vio que la bandera mexicana ondeaba en la terraza de una de las habitaciones y decidió, porque tenía el temor de que si se exponía mucho iban a pescarlo, que lo mejor era abordar al embajador en cuanto lo viera salir. Con esa intención se apostó detrás del cascajo y esperó hasta que empezó a oscurecer y su decisión comenzó a parecerle demasiado prudente. Aprovechando el camuflaje que le brindó un grupo nutrido que se aproximaba a la puerta, se introdujo en el vestíbulo y se confundió con la multitud que estaba ahí como esperando algo. En uno de los extremos, en un escritorio que estaba metido en el territorio del bar, había dos hombres de traje oscuro que trabajaban detrás de un altero de papeles. El altero se repetía idéntico en diversos puntos del bar, encima de un trío de bancos enanos y arriba de dos mesitas redondas que en otros tiempos debían haber soportado copas o vasos largos con bebidas frescas. Arcadi se acercó a ese par que parecía ser la autoridad que visitaba esa muchedumbre: había hombres, mujeres y niños de los que, aun cuando estaban exactamente en la misma situación que él, se sintió muy lejos. Arcadi explicó parte de su caso, nada más que el embajador lo había anotado en una lista en alguna de sus visitas a Argelès-sur-Mer y no dijo ni que había escapado, ni que había estado oculto más de un mes en Toulouse, ni tampoco que había caído en un centro de detención de la Gestapo. Uno de los secretarios, sospechando que había más historia detrás del extracto que acababan de contarles, le dijo que don Luis bajaría pronto de su oficina, a departir con los invitados, y que entonces, si quería, podía contarle a él con más detalle su situación. ¿Departir?, preguntó Arcadi desconcertado. Hoy es 15 de septiembre, la fiesta nacional mexicana, dijo el secretario que hablaba con él, el otro escribía cosas sin pausa en una hoja larga. Hasta entonces Arcadi reparó en que entre la multitud había camareros con bandejas llenas de copas, cosa que le pareció extraña y dispendiosa en medio de una guerra, aunque después se enteró, en alguna de las charlas que sostendría durante el siguiente mes con el embajador, que los camareros y la bebida eran una atención que el mariscal Pétain, para atenuar un poco la inutilidad de su investidura, tenía con los representantes del gobierno de México. Una atención de doble filo que funcionaba también para que los camareros, que eran en realidad espías disfrazados, averiguaran lo que fuera sobre esa misión diplomática que empezaba a ser un dolor de cabeza para el gobierno de Vichy. Ya para entonces Franco le enviaba al mariscal Pétain una lista semanal de refugiados deportables. Estas listas eran el resultado de una selección delirante, estaban conformadas a partir de los reportes de los espías franquistas, que tenían la obligación de enviar a Madrid cada semana un mínimo de diez nombres de republicanos cuya existencia fuera un riesgo para la seguridad del nuevo Estado español. También eran tomados en cuenta los reportes de la Gestapo, las observaciones de Lequerica, el embajador de España en Francia, y las suposiciones del Estado Mayor de Franco, que con la lista de funcionarios de la Segunda República en la mano, vaticinaban que fulano o mengano deberían estar, ¿por qué no?, escondidos por ejemplo en St. Jean-de-Luz, y a partir de esas coordenadas histéricas salía un pelotón de agentes de Franco, siempre apoyados por la Gestapo o por la policía francesa, a efectuar una razia en ese pueblo que incluía la revisión de casas, hoteles, restaurantes, granjas, fábricas, es decir, el allanamiento integral de la población. Con frecuencia los agentes no daban ni con fulano ni con mengano y entonces, como maniobra compensatoria, arrestaban a zutano y a su familia para cumplir con la cuota de deportados que se les exigía. Los republicanos que a partir de estas listas, o a causa de que no aparecieran los que estaban originalmente en ellas, eran regresados a España, tenían que purgar condenas, durante años, en los campos de prisioneros del dictador. La legación de Rodríguez era mencionada con frecuencia en los informes que acompañaban a las listas, los espías de Franco y el embajador Lequerica aseguraban que él había ayudado a escapar a Inglaterra al doctor Negrín, y que además pretendía llevarse a México al presidente Azaña y a cuanto cabecilla republicano se le acercara en busca de ayuda. Todo esto era cierto, como también lo era que no podía hacerse nada contra los perseguidos mientras estuvieran en territorio mexicano, es decir, en las habitaciones del hotel Midi que constituían la legación de México en Francia. Tampoco podía hacerse nada muy abiertamente, aunque algo se hacía, contra los refugiados que se habían apuntado en el proyecto de evacuación del embajador: había órdenes expresas del Reich en el sentido de evitar lo más posible los escándalos diplomáticos. Ése era aproximadamente el margen en que se movían, los dos bandos infringían cierto porcentaje de la convención: los diplomáticos mexicanos otorgaban disimuladamente asilo, mientras los agentes de Franco deportaban, por lo bajo, republicanos protegidos por el gobierno de México.
Arcadi se mezcló entre los invitados, participó en dos o tres conversaciones y aceptó, de un camarero solícito, media docena de canapés y dos copas del champán que había mandado el mariscal. Lo único que deseaba en realidad era subirse inmediatamente a un barco, llegar a México cuanto antes, recuperar a su mujer y a su hija y empezar a rehacer su vida en aquel país, casi nada. En cuanto pudo se acercó a Rodríguez, que departía con los invitados con la misma energía, un entusiasmo sobrado, que había desplegado en el campo de Argelès-sur-Mer, Rodríguez naturalmente no lo recordaba, había conocido a miles como él en los últimos meses, pero de inmediato le ofreció asilo en una de las casas de voluntarios franceses que colaboraban con la legación, mientras conseguimos embarcarlo, le dijo el embajador afable, poniéndole una mano encima del brazo que Arcadi interpretó como una invitación a que depositara en él su confianza.
Cerca de las ocho de la noche, don Luis llamó la atención de los invitados para agradecer su presencia en la celebración de esa fiesta tan importante para México, una intervención breve que buscaba acentuar el carácter exclusivamente social de esa reunión, aunque en el fondo, como después se enteraría Arcadi, esa celebración patria era un mero pretexto para intercambiar puntos de vista con ciertos líderes republicanos que de otra forma no hubieran podido acercarse al embajador. En un arranque de sociabilidad que le había despertado el champán, Arcadi se acercó a conversar con el secretario que, por estar escribiendo cosas sin pausa en una hoja larga, no había intervenido en su presentación. Sí, oí lo que le decía usted a mi colega, le dijo el secretario, que bebía sorbitos de una copa que traía en la mano. Arcadi aprovechó la buena disposición del diplomático para preguntarle sobre México, sobre Veracruz y concretamente de qué clase de pueblo era Galatea. ¿Galatea?, dice Arcadi que preguntó el secretario y que puso una cara de extrañeza que lo dejó preocupado. Luego, para compensar la nula información que tenía sobre ese rincón de su patria, el secretario se lanzó con una apología del país que representaba, le habló de sus ciudades, de sus zonas arqueológicas y sobre todo de sus escritores, con énfasis en don Alfonso Reyes, que era diplomático como él mismo. El entusiasmo del secretario empezó a crecer, citaba nombres, títulos de obras mientras le daba tragos esporádicos a su copa de champán. Su monólogo ya había logrado atraer la atención de otros que ahora formaban un semicírculo alrededor del diplomático, que hablaba y hablaba y en determinado momento, en lo que brincaba de Julio Torri a Gorostiza, mordió su copa y masticó el vidrio al tiempo que elaboraba una breve sinopsis de Muerte sin fin.
Venga un momento, Arcadi, le dijo el embajador con disimulo en el oído para no interrumpir la soflama que lanzaba su secretario, que ya tenía cautivados a la mitad de sus invitados. Arcadi fue conducido del brazo hasta un lugar apartado, en la zona donde los alteros de documentos ocupaban una parte del bar. Un camarero se acercó inmediatamente a ofrecer champán y canapés, y aunque el embajador le dijo que no deseaban nada, de todas formas se quedó por ahí paseándose con la bandeja en alto, sobre la palma de la mano derecha. Rodríguez le preguntó a Arcadi en voz baja su apellido y después le informó, también en voz baja, que su nombre aparecía en la lista de españoles deportables que acababa de enviar Franco. Arcadi sintió que se desvanecía, por un instante se vio con toda nitidez ingresando a una cárcel, alejado para siempre de su mujer y de su hija, o de pie con las manos atrás frente a un pelotón de fusilamiento, como les había sucedido a no pocos de sus compañeros de armas. No se preocupe, Arcadi —le dijo Rodríguez sin soltarle el brazo, sin dejarle de asegurar por esa vía que podía depositar su confianza en él—, voy a darle asilo aquí mismo.
Franco mandaba sus listas por partida cuádruple, al mariscal, al jefe de la Gestapo, al jefe de sus propios agentes y a Lequerica, su embajador. Rodríguez tenía cierta relación, muy estrecha en el inciso de colaborar con los republicanos, con uno de los secretarios de la embajada de España. Este diplomático, que aparece con la inicial A. en la bitácora del embajador, copiaba clandestinamente la lista que recibía Lequerica y la hacía llegar a la legación mexicana para que Rodríguez pudiera socorrer, o siquiera prevenir, a los refugiados que aparecían en ella. La lista de A. llegaba cada lunes a las manos del embajador con una puntualidad asombrosa y siempre siguiendo una ruta distinta. En las páginas que la bitácora dedica a su invaluable colaboración, se consignan, como ejemplo, dos de las formas en que Rodríguez recibió la lista: doblada en tres dentro de un bolsillo del frac que había mandado a la tintorería y doblada en cuatro partes, debidamente protegida por dos láminas de papel encerado, metida en el sitio que hubiera ocupado el jamón dentro de un sándwich.
El vestíbulo del hotel Midi comenzó a vaciarse. Luis Rodríguez, con su sobrado entusiasmo característico, se despedía personalmente de sus invitados en la puerta, a cada uno le iba diciendo algo distinto. Quizá eran claves o santo y señas para alguna de sus acciones de salvamento —se oye en la cinta que interrumpo y que hago que Arcadi pierda el vuelo, porque después se oye un silencio, se oye que lo dejo pensando y que unos segundos largos más tarde dice, mientras da unos golpecitos con su garfio en la silla: puede ser, ahora que lo mencionas puede que así fuera—. El vestíbulo quedó vacío con la excepción del medio círculo que seguía festejando, con abundancia de risas y exclamaciones, el soliloquio de Leduc. Dos camareros se habían añadido al público y habían dejado ahí sobre una mesa, a disposición de quien quisiera, media docena de botellas de champán. Acompáñeme, por favor, le dijo al oído el embajador a Arcadi, aprovechando que los espías que quedaban estaban absortos con el soliloquio. Arcadi abandonó el vestíbulo detrás del embajador, caminó un pasillo largo y subió las escaleras hasta el tercer piso. A medida que se alejaba del vestíbulo iba oyendo cómo todo aquel barullo de final de fiesta iba quedando reducido a la sola voz de Leduc que recitaba unos versos que hacían eco en el vacío de la escalera y que Arcadi recita en la cinta de memoria: No haremos obra perdurable. No tenemos de la mosca la voluntad tenaz.
Arcadi caminaba rumbo a las habitaciones saboreándose la primera noche de hotel que iba a tener en su vida, iba concluyendo, de manera precipitada, que los sitios donde le tocaba dormir mejoraban cada vez que se mudaba. Su entusiasmo se disipó, o más bien se emborronó con la humareda que salió en cuanto el embajador abrió la puerta de la habitación número 7 y le dijo: acomódese donde pueda y que pase buena noche. Arcadi se quedó mudo en el umbral. Dentro de la habitación, que no rebasaba el tamaño estándar, se hacinaba una veintena de refugiados, de todo tipo y variedad, que fumaba de manera desesperada. Tres niños correteaban y se arrojaban objetos, de un lado a otro de la cama, por encima de los hombres y las mujeres que la ocupaban. Había gente sentada, recostada y de pie, otros leían hojas de periódico o un libro, o nada más estaban ahí aprovechando el lujo de unos centímetros mullidos que les habían tocado en suerte. En medio de la cama reposaba, o quizá agonizaba, una viejecita inmóvil en la que nadie parecía reparar, que tenía la talla de los niños que se arrojaban objetos. ¡Vas a entrar o no!, gritó un hombre de guerrera y de bigote que, esperando a que Arcadi entrara y cerrara de una vez la puerta, había suspendido la lectura de su hoja de periódico. El hombre impaciente estaba medio sentado en un buró que compartía con otro individuo, también de guerrera y bigote, que dormitaba en su hombro. El panorama no mejoraba ni en el cuarto de baño, donde había un individuo leyendo sobre la tapa del retrete, otro medio sentado en el filo del bidé, y un viejo de corbata, pelo engominado y aire de cabildo, que estaba cómodamente recostado dentro de la bañera, con un suéter en la nuca que hacía las veces de cojín. Arcadi se disculpó y entró y, contra lo que le dictaba su instinto de supervivencia, cerró la puerta. El embajador había dispuesto que ni se dejaran las puertas abiertas ni se deambulara por los pasillos del hotel, le explicó, ya sin gritarle, y procurando no moverse para no alterar el sueño de su gemelo, el hombre de la guerrera. Tratando de disimular su desaliento, Arcadi se acomodó entre la cómoda y el ropero, intercambió puntos de vista con un hombre que le hablaba desde la cama y aceptó de otro un cigarro que fumó sin ganas, azuzado por el propósito de que hubiera siquiera un porcentaje suyo en esa nube que de todas formas iba a envenenarlo.
Así comenzó la primera noche de hotel en la vida de Arcadi, oyendo conversaciones aisladas, participando en algunas, dormitando y procurando no moverse, porque en ese espacio reducido, donde los cuerpos colindaban de manera tan íntima, bastaba estirarse mínimamente para que los de alrededor tuvieran que moverse un poco y consecuentemente los que estaban junto a ellos. Cada movimiento, por imperceptible que fuera, provocaba una ola que iba a reventar en alguno de los extremos de la habitación. Cerca de las doce de la noche, cuando Arcadi había logrado acomodarse y se disponía por fin a dormitar, el embajador Rodríguez abrió la puerta y sin hablar, con un movimiento enérgico de cabeza, invitó a los que quisieran a salir al pasillo un rato a estirarse. Era una maniobra que hacía cada vez que se podía, cuando estaba seguro de que los empleados del hotel no andaban cerca para husmear, que era siempre a deshoras, muy de noche o en la madrugada. Arcadi salió con los que querían espabilarse, unos cuantos prefirieron quedarse a sus anchas dentro de la habitación. En una esquina del pasillo el embajador había puesto, encima de una mesa, los canapés y el champán que habían sobrado. Un presente del mariscal Pétain, les dijo divertido y en voz baja invitándolos a que comieran y bebieran. Otros tantos refugiados de la habitación de junto, la 9, participaron también de esos minutos de recreo. Durante tres cuartos de hora comieron, bebieron y deambularon sin decir ni pío, todos compartían el miedo de ser descubiertos y deportados a España en el tren de Franco.
En los días que siguieron Arcadi comprobó aliviado que aquella noche la habitación había estado excepcionalmente llena, lo normal era que hubiera media docena de refugiados, a veces menos, el número dependía de las listas de Franco. La mayoría aparecía en una sola lista y después, a la semana siguiente, ya no volvía a aparecer, su nombre simplemente se desvanecía, dice Arcadi en la cinta y en su voz puede detectarse, sesenta años después, cierta incredulidad. Nunca pudo entender por qué su nombre apareció cinco semanas consecutivas, cuando había refugiados con cargos más vistosos que los suyos que no aparecieron ni una vez. Sin embargo, hurgando en los anales de la triple maquinaria policiaca que operaba en Francia durante ese año y observando con detenimiento su historial, Arcadi no era un refugiado tan inocuo como él creía. Había escapado del tren de Franco y había sido detenido en Toulouse por la Gestapo, y a esto había que agregar los delitos de guerra que quisieran adjudicarle por su escalafón de teniente de artillería, en resumen, y aunque efectivamente había refugiados con expedientes mucho más graves, Arcadi tenía deudas con las organizaciones policiacas de los tres países interesados.
La vida en la habitación del hotel Midi era monótona pero tenía sus comodidades, el embajador se las arreglaba para que sus huéspedes tuvieran comida, periódicos, libros, un mazo de cartas y un tablero de ajedrez. También procuraba conversar con ellos y sacarlos de su escondite cuando menos una vez al día. Una semana después de su llegada, el embajador llamó a Arcadi a su oficina, que estaba en la habitación número 11, para comunicarle que había vuelto a aparecer en las listas de Franco y que lo más sensato era permanecer en «territorio mexicano» hasta que su nombre, como sucedía tarde o temprano con casi todos, se desvaneciera. Rodríguez trabajaba sin tregua y era capaz de sostener una conversación larga sin interrumpir lo que estaba haciendo. En esas condiciones recibía a Arcadi y a quien fuera a verlo, sentado en su escritorio contra la pared, con las cortinas cerradas, fumando un cigarro tras otro, escribiendo notas o anotando nombres y cifras en su mapa. Rodríguez fue el primero que le dio a Arcadi razón sobre Galatea, le contó que había estado ahí una sola vez acompañando al general Cárdenas durante la campaña presidencial, le dijo que hacía calor, que la gente era amable y la selva de una espesura insólita. No se angustie, le va a ir muy bien, le decía el embajador sin perder el paso de la carta que escribía cada vez que Arcadi le preguntaba sobre ese pueblo remoto que ya desde entonces era su destino. La habitación número 11 era una suite dividida en dos espacios, uno era la oficina donde el embajador trabajaba y recibía gente y la otra era el dormitorio donde se acomodaban él y sus dos secretarios, los últimos sobrevivientes de esa legación que en París contaba con quince personas y que de hotel en hotel había ido decreciendo hasta ese extremo.
Una de esas veces en que Arcadi conversaba con Rodríguez en su habitación, mientras intercambiaban pronósticos sobre la permanencia de Franco en el poder, vio al fondo, en el dormitorio, una imagen a la que regresaría en sueños, según dice, durante el resto de su vida. Era una imagen tan disparatada que le dio vergüenza confirmarla ahí mismo con el embajador y prefirió esperar hasta que estuvo de vuelta en la habitación 7 para consultar con sus compañeros de asilo lo que acababa de presenciar. A mitad de sus pronósticos acerca de Franco, Arcadi vio cómo en el dormitorio un viejo trataba de orientar una silla frente a la ventana, con la intención de que la luz entrara directamente sobre las páginas del libro que, unos momentos más tarde, comenzaría a leer. El viejo batallaba con la silla para orientarla adecuadamente, era un mueble grueso y sólido y él no parecía estar en sus mejores días, todo lo contrario, daba la impresión de estar al borde del colapso, tanto que una mujer, probablemente la suya, apareció en la escena durante unos instantes para socorrerlo en su maniobra. El embajador, como era su costumbre, conversaba de frente a la pared, de espaldas a la habitación, escribía una carta sobre el escritorio en una de sus hojas membretadas, así que Arcadi podía mirar con toda libertad al viejo que leía en la habitación contigua mientras escuchaba los futureos sobre el dictador. Arcadi estaba intrigado con el estatus de ese personaje que, puesto que ocupaba el único espacio que tenían para descansar los miembros de la legación, debía ser muy importante. El viejo, probablemente llamado por el cosquilleo que debía producirle la mirada insistente de Arcadi, levantó los ojos del libro y volteó hacia la oficina de Rodríguez, nada más para comprobar que aquel cosquilleo se lo producía ese mirón tenaz, a quien sonrió y dedicó una inclinación de cabeza, un gesto breve, lo mínimo que se debían dos personas que habían perdido la misma guerra. Después el hombre simplemente regresó a su libro y dejó a Arcadi perturbado hasta el punto de que no volvió a atender ninguno de los futureos que, sin perder el paso de la carta que escribía, improvisaba el embajador. De regreso en su habitación Arcadi contó lo que acababa de ver y uno de los que estaban ahí le confirmó que era verdad, que era cierto que don Luis Rodríguez tenía escondido en su habitación al presidente Azaña.
Según los cálculos de Rodríguez ese mes de septiembre de 1940 todavía quedaban 80 000 refugiados en Francia, de los 300 000 que él calculaba que habían cruzado la frontera en febrero de 1939. Hasta esa fecha, como puede comprobarse en los archivos de la Rue Longchamp, la legación mexicana había documentado a 100 000 refugiados españoles. Durante ese mes Rodríguez coordinaba una cantidad de empresas, tentativas la mayoría, cuyo número y versatilidad explican por qué no dejaba de trabajar ni siquiera cuando sostenía una conversación. Nada más en el apartado del transporte, por ejemplo, había conseguido un barco griego que estaba en buenas condiciones pero le faltaba combustible y bandera de un país neutral que inspirara respeto a los países beligerantes. Mientras conseguía solucionar estos dos requisitos, intercalaba la negociación de dos barcos, de bandera francesa, que acababan de atracar en el puerto de Marsella; habían transportado alrededor de dos mil heridos desde Inglaterra y una vez descargados quedaban libres para cualquier misión, así que el administrador los ponía a disposición del embajador asegurándole que entre los dos barcos podían llevarse a México a 5000 refugiados. Los nombres de estos dos barcos eran Canadá y Sphinx, el barco griego se llamaba Angelopoulos. A esta negociación triple vino a sumarse una propuesta de la Cruz Roja francesa, que ofrecía el Winnipeg, de 10 000 toneladas, y el Wyoming, de 9000. La propuesta era descaradamente favorable para la Cruz Roja, pero de todas formas era una opción que, a juzgar por las notas que escribió el embajador al respecto, fue considerada con extrema seriedad. Por otra parte se trataba de una propuesta inesperada porque la Cruz Roja francesa se había distinguido por su falta de caridad y por su morosidad cínica a la hora de socorrer a los refugiados españoles. La propuesta consistía en llevarse 3000 refugiados a México y que allá el gobierno de Cárdenas llenara los barcos de combustible suficiente para el regreso y de bastimentos para socorrer a los franceses de la zona ocupada. Las consideraciones escritas del embajador Rodríguez sobre estos tres proyectos, que incluyen correspondencia con los responsables de los barcos, memorándums con el presidente Cárdenas y notas para su bitácora personal, fueron realizadas durante tres semanas de aquel septiembre y todas, con la excepción de los memorándums, están escritas a mano, con su caligrafía cuidadosa y llena de picos, encima de ese escritorio con vistas a la pared. Ese archivo, cuya carátula dice Angelopoulos, Canadá, Sphinx, Winnipeg y Wyoming, tiene más de un millar de páginas y su confección, como puede constatarse por los documentos que generó la legación durante esas tres semanas, fue alternada con todo tipo de ocupaciones: visitas a funcionarios públicos, negociaciones para conseguir vía libre por distintas aguas territoriales, conversaciones con los delegados del gobierno inglés, intercambio verbal y por escrito con seis distintos líderes de agrupaciones de exiliados en Francia y en México, la firma de más de 250 visas todos los días, el rescate angustioso del presidente Azaña, la fiesta del 15 de septiembre e innumerables charlas con los huéspedes que asilaba en sus habitaciones. De todas las posibilidades de transporte que barajó durante esas tres semanas, en las que invirtió cantidades significativas de tinta, papel y esfuerzo diplomático, nada más una, de manera parcial, pudo concretarse, por medio de un arreglo necesario y desventajoso, con el capitán del Sphynx.
Arcadi apareció cinco veces consecutivas en las listas de Franco, luego, como solía suceder, su nombre se esfumó, aunque en realidad fue a concentrarse en el padrón general de españoles que, mientras Franco viviera, no podrían regresar a su país, o sí, una vez que purgaran las condenas que el régimen les había adjudicado. Arcadi salió del hotel Midi treinta y dos días después de su llegada, el 16 de octubre de 1940, rumbo al pueblo remoto de Galatea, en Veracruz, México. Se fue con una noción aproximada de las circunstancias en que se quedaban mi madre y mi abuela, pero ignorándolo todo acerca de la suerte que habían corrido su hermano y su padre, mi bisabuelo, el hombre que detonó la primera mina de esta historia. Mi abuela, porque así juzgó que era pertinente hacerlo, no le comunicó, en la única carta que fue posible enviarle durante su exilio en Francia, lo que había sucedido con el resto de la familia, se limitó a escribir: estamos bien, no pierdas tu tiempo y tus energías pensando en nosotras. No dio más detalles, los guardó para cuando su marido estuviera sano y salvo en México, pensó que era lo mejor, la información que había omitido hubiera hecho trizas a ese hombre que de por sí ya estaba maltrecho, quizá, pensó entonces mi abuela, iba a quitarle las ganas de seguir batallando para llegar a Galatea. Cuando Arcadi finalmente se enteró de lo que les había sucedido, le escribió a su mujer una carta, desde aquella selva donde se encontraba a salvo, que decía: mejor que no me enteré, yo hubiera hecho lo mismo en tu caso.
Lo que Arcadi ignoraba entonces era que Oriol, su hermano, había desaparecido, pero aun cuando lo supo meses más tarde por la carta de mi abuela, siguió ignorando, durante décadas, los pormenores de aquella desaparición. Oriol había permanecido varios días más en aquel hospital de Port de la Selva, los médicos le habían prometido, a él y a todos los heridos, que un transporte especial los recogería para llevarlos a la frontera y que de ahí serían trasladados a un hospital en Francia. Pero una semana después de que se retirara el último contingente republicano, en el que iban Arcadi y Bages, los heridos, que eran noventa y seis, se encontraron en una situación que no atinaban, por cruda y brutal, a descifrar. Una noche no apareció el médico al que le tocaba la guardia y tampoco fue relevado por el que tenía el turno de la mañana, ni éste fue relevado por el que debía presentarse a mediodía. Cuando llegó otra vez la noche los heridos concluyeron que los habían abandonado. Se sabe que alguno de ellos consiguió una radio y que de su comunicación sacó en claro que el transporte que les habían prometido no existía, había sido un invento de alguien o un buen deseo que no se había cumplido. Se sabe también que después de una discusión, donde abundaron las escenas de rabia, de histeria y de pánico, concluyeron que había que irse de ahí antes de que llegaran los franquistas, todos conocían alguna historia de republicanos heridos que no habían contado con la misericordia del ejército enemigo. Se sabe que se fueron de ahí, como pudieron, ayudándose unos a otros: los que tenían heridas que les permitían moverse, que nada más estaban rengos o tenían fracturado el cráneo o les habían amputado un miembro no indispensable para desplazarse solos, ayudaban a los que no podían tenerse en pie. Se sabe que en esas condiciones enfilaron hacia la frontera y que así, como la más desastrosa de las retaguardias, llegaron, por recomendación de un payés que les dijo que la frontera estaba cerrada, a la falda del Pirineo. Se sabe que en cuanto empezaron a subir la cuesta comenzó a nevar y que había unas ventiscas preñadas de hielo que dificultaban enormemente el ascenso, al grado de que los que podían moverse, o cuando menos la mayoría de ellos, optaron por dejar ahí, medio protegidos de las ventiscas por una roca enorme, a los que no podían moverse. A partir de ahí cada herido eligió al azar su rumbo y cada quien, según su herida, su resistencia y su suerte, sobrevivió o murió en su empeño. Se sabe, o quizá nada más se puso por escrito, que Oriol fue visto por última vez cerca de la cima, todavía de pie, batallando contra una ráfaga mayor que corría por el espinazo de la cordillera, a unos cuantos pasos de atacar la pendiente que desembocaba en Francia. Todo esto no lo supo Arcadi hasta 1993, por medio de una carta que recibió en La Portuguesa, escrita de puño y letra por un amigo de Oriol que había logrado llegar a Collioure y había conseguido curarse y permanecer ahí y rehacer en aquel pueblo francés su vida. Eso es todo, no se sabe nada más. Durante toda su vida Arcadi conservó la esperanza de que su hermano anduviera perdido en algún país de la órbita soviética o en algún pueblo sudamericano. Todavía, cada vez que suena el teléfono, lo primero que piensa es que por fin lo llama Oriol, me dijo mi abuela hace unos años. A Martí, su padre, mi bisabuelo, no le fue mejor, pero al menos se sabe lo que le sucedió. Cuando el ejército franquista entró en Barcelona, Martí convalecía, en uno de los dormitorios del piso de Marià Cubí, de las fracturas que le había producido la estampida de pánico en la plaza de Cataluña. En ese piso además vivían mi bisabuela, mi abuela, mi madre, la mujer de Oriol y Neus, la hermana de mi abuelo, una tribu de mujeres que se habían deshecho de cuanto documento u objeto pudiera inculpar a los combatientes republicanos de la casa. No calcularon que en ese tipo de situaciones la gente, que bien puede ser un vecino con el que se tenía una relación cordial y civilizada, delata para congraciarse con el amo en turno y, basadas en este error de cálculo, no escondieron al bisabuelo, lo dejaron ahí convaleciente en su dormitorio mientras un trío de soldados, que sabían perfectamente por quién iban, revisaban de arriba abajo el piso. De nada sirvieron ni sus credenciales de periodista, ni la nula peligrosidad que representaba para el régimen de Franco ese viejo abatido y convaleciente. Lo sacaron de ahí esposado, a la fuerza, en medio de un jaloneo contra la tribu de mujeres que hacía todo para evitar que se lo llevaran. Martí fue metido en una celda común en la prisión Modelo, ahí esperó trescientos días a que le dictaran sentencia o a que lo dejaran en libertad. Neus, su hija, lo visitó sin falta todas las mañanas, sentía un afecto especial por él y además deseaba compensar la ausencia de su madre, que había ido una sola vez a visitarlo y saliendo de ahí lo había dado a él por muerto y a ella por viuda y se había vestido de luto el resto de su vida. Neus recuerda, con gran pesar hasta hoy, aquellas trescientas visitas donde le iba comunicando a su padre, que la oía pacientemente del otro lado de la reja, los avances, nunca muy consistentes, que iba haciendo el abogado. Poco era lo que podía hacerse cuando lo normal era que encerraran republicanos y sin juicio que mediara los dejaran ahí durante años, o los fusilaran, como sucedía no pocas veces. A medida que pasaban las semanas y los meses Neus iba perdiendo la esperanza de sacar de ahí a su padre con vida, Martí compartía el espacio con ocho detenidos en una celda sin ventilación que tenía un solo retrete. A los cuatro meses de estar ahí tuvo una crisis respiratoria que fue atendida, tarde y mal, por el médico de la cárcel. Más tarde se enteró, y al día siguiente su hija, de que tenía tuberculosis en un grado, al parecer, bastante avanzado. El abogado trató de usar como argumento la enfermedad para liberar a su cliente, o siquiera para conseguir que lo trasladaran a un hospital o a su casa, bajo el régimen de arresto domiciliario, que se usaba a veces cuando el juez era piadoso. La decisión del juez tardó demasiado en llegar, o quizá no iba a llegar nunca; el caso es que luego de trescientos días de cautiverio, y de varios meses de un deterioro que lo fue dejando acezante y cenizo, Martí murió en su catre, sin que ninguno de sus compañeros de celda lo notara, o cuando menos eso fue lo que le dijeron a Neus, que en cuanto llegó al día siguiente a visitarlo pensó que todavía dormía y pidió que lo despertaran. Martí fue enterrado sin ninguna ceremonia en el panteón civil de Barcelona, Neus y Adolfo, su novio, fueron los únicos que asistieron. Mi bisabuela no halló razones para asistir al entierro de quien llevaba sepultado casi un año, imposible culpar a esa mujer que había perdido en muy poco tiempo a los tres hombres que había en su vida. Mi abuela tuvo que quedarse en casa a cuidar de Laia, que era pequeña, y de la mujer de Oriol, que empezaba a experimentar unos ataques de locura que la hacían echarse a correr gritando que habían matado a su marido y en su carrera iba golpeándose contra los muebles y contra las paredes y con frecuencia se hacía daño.
Después del entierro de Martí el ambiente se enrareció en el piso de Marià Cubí, Neus se fue a vivir con Adolfo y dejó ahí a la tribu: a mi abuela y a la mujer de Oriol esperando ansiosas alguna noticia de sus maridos, y a mi bisabuela, que pasaba el día completo y buena parte de la noche sentada pacíficamente en un sillón, ligeramente encorvada hacia delante, con su mano ganchuda puesta en la perilla de un aparato de onda corta que había en el salón, una caja grande y marrón con dial de luz amarfilada, donde sintonizaba programas de todo el universo radiofónico que eran transmitidos en checo y en ruso y en otras lenguas que no entendía. Las crisis de la mujer de Oriol eran cada vez más espectaculares y se repetían con más frecuencia. Mi abuela la había llevado a un hospital, en un momento en que una crisis reciente la había dejado sin ánimo para resistirse, pero el médico que las atendió las había mandado de vuelta a su casa, por prudencia y por temor, las dos mismas razones que había esgrimido otro médico, amigo de la familia, durante una visita que les había hecho semanas después, cuando los ataques comenzaban a volverse incontrolables. Lo único que decía la mujer de Oriol cada vez que los médicos le preguntaban algo o trataban de auscultarla era que Franco había matado a su marido, y oír eso y solaparlo y encima tratar con medicina a la mujer que lo decía era un riesgo que ninguno de los dos doctores había querido correr, nada más el que era amigo había dejado unos calmantes, un tubo de pastillas que no había conseguido el menor efecto.
Una mañana muy temprano mi abuela notó que la puerta del piso estaba abierta y buscando el motivo dio con la mujer de Oriol, o más bien con su cuerpo suspendido en el vacío de la escalera, que se había colgado del cuello con un cinturón que estaba amarrado de uno de los barrotes del pasamanos con un nudo trabajoso, furibundo, a fin de cuentas la última atadura de su vida. Neus ayudó a mi abuela a salir del trance legal que significaba un ahorcado en casa, y también la socorrió meses después cuando murió mi bisabuela, de manera pacífica, mientras oía un noticiario que según mi abuela, que estaba ahí junto a ella, se transmitía en una lengua escandinava.
A mi abuela y a mi madre les tomó muchos meses conseguir dinero y un barco que las llevara a México en plena Segunda Guerra Mundial. Zarparon finalmente del puerto de Vigo el 3 de julio de 1943. Neus se quedó, se casó con Adolfo, tuvo a Alicia, su hija, en fin, rehízo como pudo su vida, es el único miembro de la familia que, por no haberse exiliado ni tampoco haberse muerto, logró permanecer en Barcelona. El dinero para el viaje llegó a manos de mi abuela de forma, si no misteriosa, sí curiosamente oportuna. Llegó después de mucho buscarlo con amistades y conocidos; Neus y su novio, que eran la única familia a la redonda, no tenían ni un céntimo y mi abuela era huérfana desde niña y no tenía hermanos, ni tíos, ni primos a quien recurrir, no en esa época donde nadie sabía quién vivía y quién había muerto. El dinero llegó justamente cuando había que comprar los pasajes para el barco que zarparía de Vigo y llegó de una persona inesperada, de manos del médico amigo de la familia que alguna vez había llevado una dotación de calmantes inocuos para la mujer de Oriol.
El presidente Azaña, como ya se ha dicho, era una de las prioridades de la legación de Rodríguez. El general Cárdenas mandaba preguntar semanalmente por su salud, por su situación política y por la intensidad de los acosos a que lo sometían los agentes de Franco.
Unos días antes de la fiesta mexicana de independencia, Luis Rodríguez había acudido a una recepción en la embajada de Suecia. No es completamente seguro que haya sido la embajada de aquel país, la forma en que está registrado este incidente en su bitácora se presta a confusiones; pero dejando de lado esta imprecisión, se sabe que ahí Rodríguez, en determinado momento del cóctel, fue abordado por Hans, el diplomático alemán que habían conocido en aquel intento de desalojo en París y que posteriormente los había desasosegado con su presencia, aparentemente casual, en aquel bar de Burdeos, justamente después de que habían ayudado al doctor Negrín y a su comitiva a embarcarse a Inglaterra. Rodríguez se sorprendió al ver que se le acercaba, no sabía en qué sector de la diplomacia acomodar a ese personaje con quien había coincidido en momentos cruciales. Hans le estrechó la mano y le dijo, muy cerca del oído para que nadie más oyera, que acababa de ordenar a un comando de élite de la Gestapo que entrara en una hora a la casa que estaba ubicada en el número 23 de la Rue Michelet y que aprehendiera a todos sus habitantes, y que él esperaba, le decía al embajador todavía sin soltarle la mano, que hiciera algo de provecho con esa información y que le deseaba mucha suerte, y entonces se despegó de su oído, le sonrió amistosamente y hasta entonces, antes de darse la media vuelta e irse, le soltó la mano. Rodríguez había salido de ahí pitando y había logrado sacar al presidente y a su mujer de la casa y se los había llevado al hotel Midi.
A principios de noviembre, tres semanas después de la partida de Arcadi, murió el presidente Azaña en el territorio mexicano de la habitación número 11, su enfermedad progresiva se le había adelantado a los agentes que querían regresarlo a España. La historia del exilio del presidente está ampliamente documentada, se ha narrado de diversas formas y abundan los ensayos al respecto. Su entierro fue una ceremonia desangelada, esto puede comprobarse en las fotografías que se hicieron ese día en aquella ceremonia que se malogró a causa de la creciente hostilidad que manifestaba el gobierno francés ante cualquier acto republicano. A pesar de esa hostilidad, que consiguió disuadir a casi todos los que hubieran querido rendirle homenaje, Luis Rodríguez hizo un esfuerzo histórico porque a don Manuel Azaña se le enterrara con los honores que merecía un presidente. Cuando se enteró de la grosera austeridad con que el gobierno francés pretendía que se le sepultara, movió todas sus fichas diplomáticas para que el mariscal Pétain lo recibiera. En menos de doce horas —la premura era importante porque el entierro ya tenía fecha y hora—, Rodríguez, con la ayuda del cada vez más valioso Hans, había conseguido una audiencia, a las once de la noche, en la suite de hotel que entonces funcionaba como oficina del mariscal. El encuentro fue bastante parecido al anterior, con la diferencia de que Rodríguez sabía que Pétain ni era hombre de fiar, ni su gobierno gozaba de mucha autonomía. En esas condiciones, sin darle tiempo ni oportunidad de que explicara, o cuando menos tratara de matizar, la escasa solidez de sus compromisos, el embajador le dijo que ya que había conseguido boicotear el entierro, siquiera otorgara su permiso para que el féretro del presidente Azaña fuera cubierto por la bandera republicana española, porque a esas alturas ya el gobierno de Vichy había dispuesto que el féretro se cubriera con el pabellón franquista. El mariscal oyó con atención, luego se tomó su tiempo encendiendo un habano y al cabo de unas cuantas bocanadas comenzó a armar un circunloquio, un pretexto extenso, un monólogo necio e insostenible que iba encaminado hacia un no rotundo. Rodríguez lo interrumpió, no quería perder el tiempo oyendo ese no demasiado largo, que por otra parte estaba siendo pronunciado por un jefe de Estado que mandaba menos que obedecía. Lo interrumpió poniéndose de pie y diciéndole estas palabras, que al día siguiente repetiría durante la ceremonia fúnebre, frente a ese cortejo insuficiente que aparece en las fotografías: entonces lo cubrirá con orgullo la bandera de México, para nosotros será un privilegio, para los republicanos una esperanza y para ustedes una dolorosa lección.
Casi dos meses después, el 27 de diciembre de 1940, Luis Rodríguez volvió a reunirse con el mariscal Pétain, su misión en Francia había terminado. Los agentes de Franco y de la Gestapo habían conseguido inmovilizar su legación y, por otra parte, el general Cárdenas había percibido que su embajador comenzaba a correr peligro. Aun cuando Rodríguez no había logrado concretar ni una sola de las evacuaciones masivas, regresó a México, su misión, al final, había terminado siendo otra: su formidable talento diplomático ayudó a sobrevivir a los miles de refugiados que se acercaron a él con la ilusión de ser tocados por su aura protectora. El embajador caminaba por las calles de Montauban como en un trance mágico, era un hechicero de frac ante el cual se doblegaban las fuerzas del mal, dice Arcadi en una de las cintas. El proyecto de evacuar masivamente republicanos, esa misión imposible que le había encargado el general, había encontrado así, por esa vía que rozaba el encantamiento, una forma alternativa de hacerse posible.
El embajador se despidió del mariscal en una ceremonia breve, iba acompañado por sus dos secretarios, y Pétain, según muestra la fotografía testimonial, se había hecho acompañar por tres hombres y una mujer, todos de nombre y cargo desconocidos. La fotografía fue tomada en el momento en que Rodríguez dirigía al mariscal, que en ese instante buscaba algo disimuladamente con la mano en la superficie de una mesilla que tenía junto a él, sus palabras de despedida. La ceremonia tuvo lugar, como todas las de esa época, en una habitación de hotel. Al fondo, detrás de las personas que la integran, se ve la puerta del cuarto de baño abierta y una cama deshecha que tiene debajo un par de pantuflas. Después de la despedida Rodríguez y sus secretarios, debidamente pertrechados por sus inmunidades diplomáticas, viajaron a París para dejar el archivo de la legación, que durante los últimos meses había sido trasladado de hotel en hotel, en el sótano del edificio de la Rue Longchamp. Luis Rodríguez tenía 37 años cuando terminó su misión en Francia. A principios del año siguiente, el 15 de enero de 1941, recibió en la Ciudad de México, en su nueva oficina, un telegrama donde se le comunicaba que el gobierno francés acababa de distinguirlo como Comendador de la Legión de Honor.
Arcadi zarpó de Burdeos el 16 de octubre de 1940. Supo que su viaje estaba arreglado la tarde anterior mientras jugaba ajedrez y, como detalle premonitorio, se encontraba aplicando el primer jaque mate de su vida, que también sería el último, porque desde entonces no ha vuelto a jugar ese juego que sin remedio lo remite a Argelès-sur-Mer y a ese peregrinar lastimoso por Francia que estaba a unas horas de terminarse. El embajador Rodríguez tocó la puerta y sin esperar respuesta asomó la cabeza para pedirle a Arcadi que fuera a su oficina: tenía una propuesta que hacerle que seguramente iba a encontrar interesante. Después de tantos días dentro de esa habitación la propuesta del embajador, aun sin conocerla, le pareció feliz e inmejorable. Con ese ánimo caminó por el pasillo rumbo a su oficina y se acomodó frente a él, o más bien frente a su espalda, nervioso por lo que fueran a decirle. El embajador, como era su costumbre, comenzó a hablar mientras escribía, le dijo a Arcadi, que lo oía desde la orilla de su asiento, con los pies muy juntos y las manos batallando fuerte una contra la otra, que acababa de conseguirle un pasaje en un barco que iba a Nueva York, y además un poco de dinero para que de ahí tomara otro barco o un tren que lo llevara a México. Era lo mejor que podía conseguirle, dijo, y su voz salió ligeramente ensordinada porque lo había dicho encorvado, demasiado cerca del escritorio y además se encontraba rodeado por una nube de humo que atenuaba las cosas, las que podían verse y también las que podían escucharse. A cambio necesito que haga usted algo por mí, siguió diciendo y hasta entonces dejó de escribir y, con un movimiento ágil, quizá excesivo para ese hombre dado a la ceremonia, le dio la vuelta a su silla y se acomodó frente a Arcadi y le dijo, ahora con la voz ya libre de cualquier sordina, dándole la espalda al escritorio y a la nube: necesito que se lleve usted algo a México y que me lo guarde los meses o los años que haga falta. Arcadi se quedó mudo, la súbita noticia de su viaje acababa de procurarle un hueco en el estómago. Dejar Europa y la cercanía con España parecía tan descabellado como permanecer ahí, tan lejos de España. Aceptó, sabía que debía abordar ese barco, aun cuando se sentía completamente paralizado por el temor y la incertidumbre, y aunque el encargo que estaba a punto de hacerle el embajador fuera llevarse un cebú en barco y tren hasta los confines de Galatea. Rodríguez metió medio cuerpo debajo de su escritorio y de ahí sacó, e inmediatamente puso junto a los pies de Arcadi, una maleta negra enorme, la misma que permanecería veintitantos años en el fondo del armario de La Portuguesa. La maleta le pareció a Arcadi demasiado grande, pesada e inmanejable como un cebú. Son documentos y objetos personales de un personaje importante del gobierno de la república, dijo Rodríguez mientras se recomponía la corbata y se acomodaba nuevamente en su escritorio frente a la pared. Reanudó la escritura del documento y siguió con su explicación, parecía que las palabras que pronunciaba se activaban con las que escribía, una suerte de interdependencia donde el trazo activaba al sonido y viceversa. Primero explicó cómo pensaba trasladarlo hasta el barco que estaba atracado en un puerto de la zona ocupada. A Arcadi le pareció que se trataba de un operativo complejo con grandes márgenes para el fracaso y así lo dijo, pero el embajador lo tranquilizó haciéndole ver que se trataba de un procedimiento del que él mismo y sus secretarios echaban mano con frecuencia. Luego vinieron las instrucciones para la entrega de la maleta: debía llevársela a México y una vez instalado, en Galatea o en donde fuera, debía enviarle un telegrama con su dirección al secretario particular del general Cárdenas, que ya estaría al tanto del asunto. La maleta estaba cerrada con un candado y la llave la tenía el dueño, que por lo pronto se había instalado en Cuba. Su misión consiste en conservar esa maleta, cerrada y en buen estado, hasta que su dueño la recoja, no importa, le repito, que pasen meses o años, le dijo Rodríguez y después agregó, para tranquilizarlo con respecto a la legalidad del acto de cruzar el mar arrastrando ese cebú: la maleta lleva toda clase de inmunidades diplomáticas, no tiene usted de qué preocuparse, nadie va a preguntarle nada ni a pedirle que la abra. Al día siguiente Arcadi se enteraría de que no sólo la maleta viajaba con inmunidades: el secretario Leduc apareció muy temprano en la habitación 7 cargando un traje oscuro para sustituir las prendas escasamente diplomáticas que le había obsequiado Jacques Barrières y un documento que lo acreditaba como funcionario especial de la legación de México en Francia.
El embajador Rodríguez escribía y bebía café cuando Arcadi entró a despedirse, el traje le quedaba grande y encima Leduc y uno de los refugiados habían tratado de ajustárselo con una serie de puntadas muy visibles y bastante torpes; el resultado general era la ilusión de que Arcadi en cualquier instante podía extraviarse dentro de su propia ropa. Va usted a llegar a Galatea hecho un príncipe, le dijo el embajador apenas lo vio entrar, y además tuvo la atención de dejar de escribir y de ponerse de pie frente a él. Arcadi pensaba que no había forma equitativa de agradecerle a ese hombre lo que había hecho por él, aun cuando en ese momento expresó su gratitud lo mejor que pudo, dijo unas cuantas palabras, según él, frías y bastante torpes. No tiene que agradecer, Arcadi, dijo el embajador abrazándolo con afecto pero también, supongo, sintiendo algo de piedad por ese muchacho catalán que iba a tratar de rehacer su vida en aquel pueblo selvático. Será mejor que se dé prisa, no pierda conmigo el tiempo que después puede hacerle falta, dijo separándose de Arcadi, y mientras le recomponía las solapas y el nudo de la corbata, lo tranquilizó diciéndole que seguramente volverían a coincidir algún día en México, como en efecto iba a suceder treinta y tantos años después, pero no de la forma en que en ese momento los dos imaginaban. Arcadi salió recompuesto aunque inclinado por el peso excesivo de la maleta, que era mucho mayor del que podía a simple vista atribuírsele; Leduc cogió una de las asas y así, con el peso repartido, cruzaron el pasillo, bajaron las escaleras y abordaron los tres el automóvil negro. Hicieron el trayecto hasta Burdeos sin más contratiempos que los habituales, un par de retenes donde un oficial, francés en el primero y alemán en el segundo, hizo preguntas y revisó sus documentos. Leduc había tomado la precaución de decirle a Arcadi que hablara lo menos posible y que de preferencia se limitara a responder con monosílabos; aunque el trámite se efectuaba en francés no quería correr el riesgo de que alguno detectara el acento catalán de Arcadi y concluyera, con toda justicia, que un diplomático mexicano que hablaba así constituía toda una irregularidad. Llegando a Burdeos fueron directamente al Matelot Savant, ese restaurante que desde la evacuación del doctor Negrín y su séquito se había ido convirtiendo en el punto nodal de las maniobras de evacuación del embajador Rodríguez. Los recibió el viejo matelot en persona y después de las formalidades, que se redujeron a la informalidad de un trago de whisky bebido de golpe y una serie de palmoteos en la nuca y en los hombros de Arcadi, los condujo a una mesa donde tres republicanos, una mujer y dos hombres, departían mientras llegaba la hora de abordar el barco. Buenas tardes, dijo Arcadi yéndose de lado por el peso de la maleta, y ligeramente escorado por el golpe súbito del whisky. La inclinación que llevaba hacía que su traje se viera más grande todavía, que él mismo se encontrara más al borde de la desaparición. Los republicanos le hicieron sitio en la mesa, habían llegado ese mismo día de París, luego de una temporada donde los tres, cada uno por su parte y con su propia historia, habían estado en vilo, con el futuro suspendido, permanentemente ocultos en una habitación, en un sótano, en una trastienda y también permanentemente en contacto, por carta o por la intermediación de civiles solidarios, con los diplomáticos de la legación mexicana que finalmente, como habían hecho con otros tantos, los habían salvado de las garras y las fauces y las armas y las órdenes de deportación de los agentes de Franco. Cada uno de los que departían en esa mesa tenía una historia de longitud y espesura similar a la de Arcadi, y ellos cuatro, que hablaban y bebían golpes de whisky y que celebraban el viaje que venía, no eran más que una parte mínima de esa multitud, de ese ejército, de ese país en trozos donde cada habitante tenía historias de longitud y espesura similar a las historias de ellos. Arcadi anotó en sus memorias una sinopsis del calvario por el que habían pasado sus tres compañeros de mesa, cada uno por su parte, cada quien en su sótano o en su trastienda. A cada uno le dedicó un par de páginas, tres en el caso de la mujer. Se trata de sinopsis minuciosas, de historias muy bien aprendidas porque se dijeron en aquella mesa y luego se siguieron diciendo a bordo del barco y después en el vagón del tren y al final cada uno se llevó tres historias más la suya, y quizá alguno de los tres haya escrito también una sinopsis de la vida de Arcadi, o haya dicho o siga diciendo, cada vez que alguien lo escucha, una de las versiones de su historia en un monólogo maniaco e interminable. Durante varios días, después de releer las memorias de Arcadi, estuve dándole vueltas a la idea de hacer algo con estas historias; el material que está ahí escrito es una tentación, son tres historias resumidas y perfectamente documentadas pero, concluí días después, no son nuestras, son las historias, de otros, y en una maniobra parecida a la del embajador Rodríguez, que salvó lo que pudo, a un refugiado de cada diez, o de cada mil, decidí, mientras pensaba que era imperativo viajar a Francia a hurgar en el sótano de la Rue Longchamp, que salvaría exclusivamente la historia que me define, la que desde que tengo memoria me perturba. Salvo la historia de Arcadi porque es la que tengo a mano, que es lo que hace uno siempre en realidad, lo que es factible hacer, salvar, amar, herir, dañar a quien se tiene a mano, los demás son la historia de otro.