Cuando Arcadi puso el punto final a sus memorias se encontró ante la necesidad imperiosa de salir a Galatea y ver de qué manera se ganaba la vida. Antes que nada envió un telegrama a Barcelona, el último que firmó como Suzanne Barrières, donde le avisaba en clave a su mujer que había llegado a México, que estaba a salvo y que fuera buscando la forma de reunirse con él. El asunto no era fácil, la Segunda Guerra Mundial complicaba los viajes entre Europa y América y, por otra parte, mi abuela no tenía dónde conseguir dinero para los pasajes. Además el ambiente represivo y lleno de restricciones de la posguerra dificultaba la obtención de un documento que les permitiera abandonar España.
El primer trabajo que encontró Arcadi fue de ayudante de zapatero en un taller que era un bohío rebosante de plantas y de pájaros enjaulados. Una rareza esa costumbre de tener cautivas en casa a esas mismas criaturas que afuera viven en libertad. Las herramientas y los zapatos que esperaban su turno para ser reparados colgaban en ganchos, como jamones, de los carrizos que sostenían el techo de palma. La mesa de trabajo era un tablón de madera que daba a la calle y que guardaba todavía rastros del color azul que alguna vez había lucido. Toda la faena se hacía del lado exterior del tablón, debajo de un árbol de mango que ofrecía una sombra más fresca que la penumbra caldeada y polvosa que reinaba dentro del bohío. El taller estaba en la avenida Negro Yanga, que era en realidad un terregal largo con casas en la orilla por donde circulaban vehículos de vez en cuando y animales todo el tiempo: gallos, perros, vacas, totoles, toches, tejones, tlacuaches y tepezcuintles. Toda esa fauna que trasegaba y triscaba y que a veces sesteaba a mitad de la avenida corría despavorida cuando aparecía un tigrillo, o cualquiera de las seis especies de víboras mortales que sembraban el pánico entre el resto de los seres vivos que habitaban Galatea: la coralillo, la cascabel, la mazacuata, la cuatro narices, la ilamacoa y la palanca. Cada vez que cualquiera de ellas cruzaba relampagueando el terregal de la avenida, gallinas, totoles y pijules huían envueltos en una escandalera más vistosa que eficaz, con lujo de graznidos fragorosos, polvareda espesa y plumas al viento. El trabajo de Arcadi consistía en sentarse en una silla junto al maestro e irle pasando clavos, brocha con cola, una charrasca, medio vaso de ron, lo que fuera necesitando para reparar el zapato que reconstruía, con una lentitud incosteable, sobre sus piernas. De la visita del licenciado Penagos, que llegó con un par de mocasines urgidos de mediasuelas bajo el brazo, salió el siguiente empleo de Arcadi. Supongo que ese joven catalán, lechoso y desterrado en ese pueblo de jarochos hijos del sol, movía a la compasión o, cuando menos, resaltaba violentamente. De buenas a primeras, en lo que el viejo rebuscaba entre sus cosas un papel donde pudiera escribirse un recibo, el licenciado Penagos citó a mi abuelo en su bufete, esa misma tarde. Una semana después ya lo había sacado del bohío y, aprovechando su caligrafía de trazo europeo, cosa nada común en aquella jungla, lo había puesto a redactar cartas y documentos, pagándole cuatro veces lo que le daba el zapatero. El bufete era una casa en forma, situada en la calle Héroes de Altotonga, una de las arterias principales de Galatea, que contaba con acera, media docena de faroles y grava apisonada sobre la tierra. El licenciado Penagos estaba asociado con sus dos hermanos, que también eran abogados pero de línea un poco más bárbara: llevaban sombrero, revólver y ceño arrugado y cuando ganaban un caso lo celebraban con vasos de ron y poderosas vociferaciones. Aquellos festejos exagerados de ninguna manera correspondían a la modestia de sus victorias legales, daba la impresión de que entre el juzgado y el bufete se daban tiempo para robar ganado o para asaltar un tren. En todo caso los tres distaban mucho de parecerse al modelo de abogado en que Arcadi había querido convertirse antes de que la guerra cambiara el rumbo de su vida. Su sueldo de escribano le alcanzaba para rentar una casita, amplia y desvencijada pero con paredes y techo de hormigón, situada entre el mercado y la estación de bomberos. Un día, mientras bebía un menjul en los portales de la Plaza de Armas y cavilaba sobre algún procedimiento turbio de los hermanos Penagos vio, a unas cuantas mesas de distancia, un hombre que le daba la espalda y movía los brazos y la cabeza de una forma que lo hizo interrumpir sus pensamientos y el trago que estaba a punto de darle a su bebida. En la mesa de aquel hombre había otros tres que también conversaban animadamente, y todavía con el trago suspendido y el vaso en la mano, Arcadi pudo escuchar, a pesar del griterío que había a esa hora en los portales, que aquella conversación era en catalán. Dejó el vaso en la mesa, y antes de que pudiera salir de su asombro, del asombro que le producía oír su lengua en aquel rincón del mundo, reparó en la carcajada del hombre que le daba la espalda y reconoció, por la risa, los manoteos y el tamaño del cuerpo, a su amigo Bages, a quien no veía propiamente desde que se habían separado en la frontera francesa. Era tan improbable aquello, y me pareció tan terrible y tan doloroso estarme equivocando, confundirlo, entusiasmarme y que al final no fuera Bages, que me quedé de piedra, inmóvil esperando a que aquel hombre mandara una señal más clara, pero un minuto después ya había corrido a plantarme enfrente de él, dice Arcadi en las cintas de La Portuguesa. Bages interrumpió lo que estaba diciendo en cuanto vio a su amigo, se quedó pasmado y dijo, ante el desconcierto de sus contertulios, «es imposible que seas tú»; luego se levantó y le dio un abrazo enorme, largo, el preámbulo de una sociedad que duraría el resto de sus vidas. Con Bages bebían menjul otros tres catalanes que habían perdido la guerra, cada uno había llegado por su parte y se habían ido encontrando, un caso no tan raro si se piensa que todos, con la excepción de Arcadi, habían entrado al país por Veracruz y se habían quedado en lugar de ir a probar suerte a la Ciudad de México. Puig era de Palamós, miope con calvicie prematura, escandalosamente flaco y rozaba los dos metros de altura, la antítesis de González, que era gordo y usaba ropa demasiado ajustada, tenía barba roja, fumaba compulsivamente y era el único de los cinco que había emigrado directamente a México sin pasar por un campo de prisioneros. El tercero era Fontanet, un gironés bajito y rubio, parecido, según las fotos que he visto, a James Stewart, era el único soltero del grupo y así permanecería, acompañado siempre por una legión de amantes indias, hasta el trágico final de su vida. Cinco catalanes reunidos en el culo vegetal del mundo, más tres menjules por cabeza, fueron acontecimiento suficiente para replantear sus expectativas y empezar a acariciar un proyecto colectivo.
Mi madre y mi abuela zarparon de Vigo, a bordo de El Marqués de Comillas, el 3 de julio de 1943. El viaje en tren de Barcelona a Vigo fue largo pero con distracciones, podían charlar con la gente y mirar por la ventanilla, nada que ver con el trayecto en barco donde a mi madre le brotó una tos ferina que el médico de a bordo, luego de una inspección superficial, diagnosticó como suficientemente contagiosa para hacer el viaje en el camarote de infecciosos, un espacio oscuro de pared cóncava que dejaba pasar los ruidos del mar. Quince días más tarde el barco atracó en La Habana, Laia y mi abuela pasaron las cuarenta y ocho horas de escala confinadas en el camarote cóncavo, que en esas latitudes era un horno. Luego siguieron hasta el puerto de Veracruz, donde las esperaba Arcadi, nervioso de encontrarse con ellas cuatro años, una guerra y un mar después. Mi abuela iba temiendo lo peor del reencuentro, nadie sale ileso después de tantos meses en un campo de prisioneros, el daño infligido por el hambre y el maltrato físico deja, inevitablemente, secuelas. Cuando bajaba por la escalerilla rumbo a tierra firme se sintió aliviada, desde arriba vio a Arcadi saludándolas con la mano, parecía normal, es decir, parecía el mismo hombre que había dejado de ver cuatro años antes. Mi abuela puso los pies en México con Laia cogida de la mano y lo primero que hizo al estar frente a su esposo fue decirle a su hija: Mira, él es tu padre. Esas cosas que se dicen cuando nada que se diga puede estar a la altura del momento. Laia, por si el momento fuera poco, agregó una tensión inesperada, dijo, sin soltar la mano de su madre: aquest no és el meu pare. Arcadi perdió el color, y mi abuela el habla, durante los instantes que tardó la niña en meter la mano en la bolsa de su madre y sacar la cartera donde venía una fotografía de Arcadi vestido de militar y decir, poniendo su dedo mínimo encima de la foto: aquest és el meu pare.
Hace unos años estábamos Laia y yo fumando y bebiendo ginebra en el bar de un hotel del centro de Veracruz, matábamos el tiempo en lo que llegaba la hora de la comida. El humo del puro lo asocio siempre con mi madre y con mi infancia en La Portuguesa, cada vez que expulso una bocanada lo hago sin mucho énfasis para quedarme encerrado, protegido por ese velo que para mí tiene algo de placenta. En la casa había siempre cajas de puros abiertas y un refrigerador con reservas que llegaban mensualmente de San Andrés Tuxtla. Todos fumaban en esa casa y también en las casas de los socios de Arcadi. Hombres, mujeres y niños, en cuanto se encendía la luz eléctrica, nos defendíamos a fuerza de humo de los escuadrones de insectos que volaban, brincaban, corrían o se arrastraban. Aquel bar está en la parte alta del edificio y desde sus butacas puede verse un área de la ciudad y al fondo el puerto y el mar. Le estaba diciendo algo a mi madre cuando percibí que en el ventanal acababa ella de descubrir algo importante. Estuve aquí de niña, dijo, eso fue todo, una imagen, un retazo de su vida infantil que le arrancó una sonrisa que fue un segundo cargado de melancolía y después chupó su puro, echó al aire esa placenta que se confundió con la mía y, mirándome con esos ojos que son de un azul idéntico a los de Arcadi, me preguntó: ¿qué me estabas diciendo? Un año después me envió una fotografía de una niña que aparecía de espaldas asomándose por un balcón. Quien disparó la cámara, probablemente Arcadi, la sorprendió contemplando desde esa altura el puerto de Veracruz. Llevaba un vestido claro, zapatos oscuros y el pelo amarrado en dos trenzas. Era tan pequeña que no llegaba a la barandilla, miraba el mar cogida de los dos barrotes por donde metía la cabeza. Cuando me fijé en lo que la niña estaba viendo me quedé asombrado, la foto estaba tomada en el mismo sitio que hoy ocupa el bar donde fumábamos y bebíamos ginebra. En la parte de atrás de la foto dice, con una tinta antigua, borrosa y azul: «Veracruz, 1943». Abajo, en una línea escrita con la caligrafía reciente de Laia, dice: Te lo dije. Petons. Mamá.
Arcadi fue ganando terreno en el bufete de abogados. Año y medio más tarde ya tenía escritorio propio y secretaria. Además de la redacción de todos los documentos legales, ayudaba en distintos niveles a conseguir esas victorias que generaban tragos de ron y bullanga estrepitosa. Su ayuda iba desde la consecución de una pieza, evidencia fundamental para equis caso, en los desfiladeros de la barranca de Metlac, hasta la aplicación del sentido común en tal o cual inciso de un contrato. Esa multiplicidad laboral producía comisiones que fue juntando para echar a andar, junto con los otros cuatro catalanes que habían proyectado sus vidas desde las alturas del menjul, una plantación de café. El proyecto era una simpleza, consiguieron un terreno a unos cuantos kilómetros de Galatea y durante los fines de semana de varios meses, con la ayuda de media docena de nativos, sembraron una hectárea de cafetos y chapearon cien metros cuadrados de selva, donde establecieron un solar para desecar los granos, y levantaron un tejaván para instalar dentro un trapiche. Para ese quinteto de republicanos un negocio propio era la única forma de salir adelante, la condición de exiliados que tanto favorecía a algunos escritores e intelectuales era una desventaja insalvable para esos excombatientes sin gremio ni prestigio, que batallaban todos los días para quitarse de encima el fantasma de Hernán Cortés, y de sus conquistadores despiadados, que la gente simple de Galatea identificaba en ellos.
Cinco años más tarde el proyecto de la plantación era un negocio próspero que le permitió a cada uno construir una casa para trasladarse ahí, a la orilla del cafetal, con su familia. Ese grupo de casas, junto con los bohíos que ya estaban ahí salpicados por la selva, fueron quedándose con el nombre de un establecimiento que estaba situado al principio del camino, ochocientos metros abajo, rumbo a Galatea. Un jacalón de tabla burda y techo de palma, amueblado con sillas y mesas de metal, en cuya puerta se anunciaba: La Portuguesa. Cantina y salón de juego.
Cuando éramos niños Joan y yo sabíamos que Arcadi había sido artillero y que mamá había nacido en Barcelona en medio de la guerra. Eso era todo. En la casa de La Portuguesa nunca se hablaba ni de la guerra ni de España, o más bien, no se hablaba como se debía de ese país donde había algo que era nuestro ni de esa guerra que había hecho pedazos la vida de la familia. Joan y yo éramos mexicanos y punto, habíamos nacido ahí, en la plantación de café, nunca fuimos ni al colegio Madrid, ni al Luis Vives, ni al Orfeó Català, ni a ninguna de las instituciones que frecuentaban los hijos y los nietos de los republicanos. Tampoco teníamos relación ni con los gachupines, ni con los españoletes, esos tataranietos de españoles, descendientes de varias generaciones de mexicanos, que siguen ceceando como si hubieran nacido en Madrid y acabaran de aterrizar por primera vez en la Nueva España. Los habitantes de La Portuguesa no eran muchos y además eran todos adultos, sus hijos habían emigrado a Puebla, a Monterrey o a la Ciudad de México y allá habían nacido sus nietos. Vivíamos una vida mexicana y sin embargo hablábamos en catalán y comíamos fuet, butifarra, mongetes y panellets, y los 15 de septiembre, el día de la independencia, permanecíamos encerrados en casa porque los mexicanos de Galatea y sus alrededores tenían la costumbre de celebrar esa fiesta moliendo a palos a los españoles.
Los domingos por la tarde Arcadi sacaba de su armario un aparato de metal negro y proyectaba, sobre la pared verdosa del salón, una serie de diapositivas que recorría las Ramblas, de la fuente de Canaletas a la estatua de Colón. La mayor parte de esas sesiones transcurría en silencio, aunque a veces, cuando Arcadi estaba de vena, comentaba algo sobre alguna fotografía y, en ocasiones excepcionales, sacaba una de su lugar para mostrarnos un detalle directamente en el negativo. Esa maniobra nos dejaba maravillados porque la efectuaba con su prótesis, ayudándose con el canto del garfio revisaba el orden de las fotografías y una vez que daba con la imagen que andaba buscando la sacaba de su casilla, la analizaba a trasluz y la ponía frente a nuestros ojos, sujetándola con su garfio reluciente. Arcadi había perdido el brazo izquierdo en un accidente con una máquina despulpadora de café, se había hecho un tajo profundo que por falta de atención se le había infectado y al cabo de tres días la infección se había convertido en gangrena gaseosa, ésta era la historia que siempre nos habían contado. El paseo de diapositivas por la Rambla terminaba siempre de la misma forma, arrasado por las fuerzas de la naturaleza. El zumbido permanente del sistema de ventilación del aparato, que era similar al que producen los élitros de un grillo macho, iba seduciendo, gradualmente, a las chicharras que cantaban en la selva, afuera de la casa. Una a una iban entrando por la ventana y, rendidas de amor por la tonada del macho, se iban posando primero encima del proyector y luego, cuando ya no cabían, en cualquier superficie cercana que estuviera libre: en la mesa de centro, en un florero, en los descansabrazos del sofá y finalmente encima de nosotros. El paseo dominical terminaba invariablemente antes de llegar a la estatua de Colón, era un paseo incompleto cuyo final consistía en Arcadi apagando furibundo el proyector y espantándose con el garfio media docena de chicharras que insistían en posarse sobre su cabeza. A mí me tocaba espantarle las chicharras a Joan, que se quedaba dormido desde la fuente de Canaletas y despertaba, sobresaltado y negro de insectos, a la hora de los aspavientos de Arcadi. En cuanto se apagaba el proyector, como por arte de magia, las chicharras regresaban a la selva.
El televisor era un aparato mágico del que podíamos disfrutar exclusivamente a cierta hora y rigurosamente supervisados por alguna de las criadas. Como ese aparato era un ejemplar único en los alrededores, cada vez que algo aparecía en la pantalla brotaba en la ventana, de manera automática, un montón de cabezas que crecía o decrecía según la temporada y que, de un día para otro, había sido reforzado por la cabezota de un elefante que vivía por ahí y que intentaba, sin ninguna probabilidad de éxito, confundirse con el resto de las cabezas. Ese montón de niños le daba estatus de bien común al televisor de Arcadi, pero también interrumpía la corriente de aire fresco que nos hubiera permitido mirar la televisión sin sudar a chorros, y además reforzaba nuestras diferencias con los habitantes tradicionales de la selva. La Portuguesa era una comunidad de blancos rodeada de nativos por los cuatro costados, el típico esquema social latinoamericano donde blancos y morenos conviven en santa paz, siempre y cuando los morenos entiendan que los blancos mandan y que, de vez en vez, lo manifiesten, para que los blancos no se inquieten, para que no empiecen a pensar que la cosa se está poniendo del cocol, que los criados empiezan a trepárseles por las barbas, ¡pinches indios!, les da uno la mano y luego te agarran el pie. Ese estilo convivencial vigente desde el año 1521 que se sigue aplicando en México en todos los rincones de la cotidianidad, en la calle, en una tienda, adentro de la casa con las criadas y el chófer. Ahí estábamos mi hermano y yo, el par de blancos, mirando cómodamente el televisor desde nuestro sillón verdoso, a tres metros escasos de esos nativos que se apelotonaban en la ventana, éramos el ejemplo vivo de ese encuentro entre dos mundos que lleva siglos sin poder consolidarse.
Cada desplazamiento por la casa entrañaba toparse con un espécimen que hubiera puesto a brincar de gusto a un entomólogo. Las marimbolas planeaban por los pasillos, dueñas de un vuelo gordo y antiguo, de biplano, disputándose el espacio aéreo con avispas zapateras, cigarrones, zancudos, amoyotes y azayacates, estos tres últimos eran igual de solitarios que la marimbola pero mucho más veloces, se desplazaban con la rapidez del chaquiste, que a diferencia de éstos aparecía en nubes de medio centenar de individuos tan pequeños que podían introducirse por la urdimbre de la ropa y sacarle ronchas en todo el cuerpo a una persona que anduviera vestida de pies a cabeza. Joan y yo vivíamos permanentemente picoteados por las tres variedades de mosco; cada noche, antes de dormirnos, Laia y mi abuela nos frotaban el cuerpo con un mejunje pestilente. En la tarde, cuando empezaba a irse el sol, se sumaban al espacio aéreo de la casa los bichos voladores que se sentían atraídos por la luz eléctrica, a esa hora se encendían los puros, cada habitante de la casa comenzaba a defenderse de los bichos a fuerza de andar envuelto en un nubarrón. También había unas mariposas negras enormes que se confundían con la rugosidad de un mueble o con una mancha de humedad en el tapiz, hasta que alguien les pasaba demasiado cerca y las asustaba y las hacía echarse a volar, contrariadas y con el sentido de la orientación perdido, dejando polvaredas negras cada vez que golpeaban con las alas aquello que interfería con su carta de navegación. También volaban alrededor de la luz eléctrica polillas, mayates, cigarrones, catarinas y campamochas, y ocasionalmente, dependiendo de la densidad de las evaporaciones de la selva, cocuyos, unicornios y chicharras, aunque estas últimas, como ya se dijo, preferían la seducción del proyector de filminas. Los unicornios eran unos escarabajos negros, torpes y escandalosos, tres veces más grandes que un mayate, que más que volar rebotaban de una superficie a otra, tenían un cuerno en el centro de la frente, o en donde según las coordenadas de un mamífero debiera estar la frente, seis patas peludas y una baba que te arruinaba la ropa cada vez que te caía encima.
El piso era otro capítulo por donde cruzaban cucarachas, cuatapalcates, atepocates y lagartijas cuijas. Según el clima se agregaban otras especies, las noches de lluvia entraban sapos barítonos y ranas rabonas, las noches secas aparecían escorpiones negros y una criatura monstruosa, de la talla de un higo, conocida como cara de niño. Este monstruo caminaba con la parsimonia de quien sabe que apachurrarlo es un lujo prohibitivo, pues el estallamiento de sus vísceras dejaba una mancha indeleble en el parquet. La cara de este bicho era una pesadilla, un gajo ambarino y translúcido con dos puntos negros que eran sus ojillos. Algunas noches nos despertaban sus pasos sobre la madera del pasillo y gritábamos desesperados cuando, en medio de la oscuridad, lo oíamos entrar en nuestra habitación.
Los cojines en ese trópico tomado por los insectos tenían el mismo grado que el sombrero de los magos, bastaba levantarlos para que saliera de abajo un grillo, un pinacate o una araña capulina. Una vez, debajo de la almohada de Laia, apareció una mano de cangrejo moro que había transportado desde la cocina una turba de hormigas chicatanas.
Arcadi guardaba sus prótesis en un apartado de su ropero y nosotros las mirábamos detenidamente cada vez que había oportunidad. Tenía tres brazos postizos, uno parecía más falso que otro y el tercero era un garfio metálico que usaba para trabajar, los otros dos eran más bien de ornato, la mano de caucho no servía para agarrar cosas a diferencia del garfio que manejaba con soltura y pericia, era capaz de coger con sus dos pinzas una tarjeta o un grano de café. Aunque era muy pudoroso con sus brazos postizos, como era en realidad con todo, con frecuencia presenciábamos, seguramente porque los niños suelen colarse por todos lados, la faena de mi abuela poniéndole alguno de sus brazos. La veíamos aplicando una nube de talco en el cuenco de la prótesis y otra nube en el muñón, en su extremidad trunca que terminaba en una pieza que parecía rodilla, luego clavaba el cuenco en esa pieza e inmediatamente después, sin dar tiempo a que se aflojara, le ajustaba y amarraba dos tripas de cuero por la espalda. Luego Arcadi se cubría todo ese aparato con la camisa y mi abuela reponía las bolsitas de veneno, que metía en los cuencos y en las bisagras de las otras prótesis, para evitar que se alojara ahí algún bicho. Arcadi se ponía su mejor brazo, el que más real parecía, cuando llegaba alguien a visitarlo, alguien de fuera de La Portuguesa, porque sus socios y los que vivíamos ahí no reparábamos mucho en qué brazo traía, ni tampoco era raro si no traía ninguno, la gente se acostumbra a esas cosas y más nosotros que nunca lo conocimos completo, quiero decir con brazo.
Lauro era hijo de la criada. La criada tenía la edad de mi madre y sus historias son un círculo perverso. Cuando mi madre tenía doce años iba al mercado acompañada de Teodora, la criada, cuya misión era cargarle las canastas. Esta escena, que tiene escasos cincuenta años de antigüedad, parece extraída de la época de la colonia: la india cargada de bultos detrás de la rubia que carga su cartera por las calles de Galatea.
Teodora creció junto a Laia, durante años jugaron, conversaron y compartieron un grado importante de intimidad, fueron incluso cómplices en ciertas encrucijadas vitales, sin perder nunca, ni por un instante, de vista la posición social que cada una había heredado y que podría resumirse en esta idea aparentemente simple: una estaba para servir a la otra.
Laia era hija de los patrones y Teodora era hija de una sirvienta. El grado de intimidad entre ellas comenzó a disminuir cuando Laia entró al bachillerato y luego prácticamente desapareció cuando empezó a estudiar en la universidad. Teodora, bajita y muy morena, seguía lavando platos y fregando el piso en la misma casa de la selva mientras mi madre, muy alta y con una melena rubia que le llegaba a la cintura, desenmarañaba la fórmula del bismuto y del estroncio en la Facultad de Química de la UNAM.
Laia regresó a La Portuguesa graduada con honores. Hubo una fiesta para celebrar su triunfo académico y para anunciar que en poco tiempo iba a casarse con mi padre. Teodora, que sirvió los canapés y fregó los platos de aquella fiesta, iba a casarse por las mismas fechas con Pedro, un muchacho mísero de la periferia de Galatea que en un abrir y cerrar de ojos pasó de chófer de taxi a alcohólico profundo. Teodora quedó embarazada en ese abrir y cerrar de ojos.
Mi madre se casó con mi padre, un abogado de buena familia, es decir, una familia mexicana donde no había indios. Nunca en mi vida he tocado ni a un indio ni a un negro, decía el padre de mi padre, que era un viejo rico descendiente de españoles que poseía una plantación de caña en San Julián de los Aerolitos, una protuberancia selvática, salpicada de pedruscos enormes, que estaba entre Galatea y Tritón, en plena jungla veracruzana. Su aversión por lo moreno lo hacía sacarle la vuelta al café, al frijol negro, al huitlacoche, al chicozapote prieto y a la Coca-Cola, bebía whisky para no caer en la tentación del cuba-libre, que además de oscuro le parecía que era bebida de gente rascuache.
Lauro nació tres años antes de que mi madre se decidiera a tener hijos. Mis abuelos, en un gesto que no por típicamente latinoamericano deja de ser confuso, sutilmente siniestro, le permitieron a Teodora que siguiera sirviéndolos y con el tiempo reclutaron a su criatura para que también los sirviera. El círculo perverso no tardó en cerrarse: Lauro se convirtió en el mozo de la casa, su trabajo era servirnos y entre sus obligaciones estaba cargarnos las canastas cuando íbamos al mercado.
Arcadi detectó que el esquema se repetía y tomó cartas en el asunto, inscribió a Lauro en la misma escuela donde íbamos nosotros, un instituto que regenteaban los hermanos Ávila, un trío de refugiados que lo había perdido todo durante la guerra en Valencia. La iniciativa de mi abuelo incluía comprarle ropa, darle obsequios en Navidad, sentarlo a la mesa con todos, en fin, tratarlo como a uno más de la familia. Todo esto venía reforzado por la decisión de mi padre de cooperar en el proyecto de sacar a Lauro y a sus descendientes de ese círculo que parecía una maldición. Para ello mi padre incluía a Lauro en todas nuestras actividades, cine, béisbol, días de campo y días de pesca.
Cuando estábamos en edad de estudiar la secundaria mi padre trasladó su bufete a la Ciudad de México. Lauro prefirió permanecer en La Portuguesa con mis abuelos, estudiar en Galatea todos los grados que le faltaban para ingresar a la universidad y conservar su posición de mozo en la casa. Se sentía responsable de su madre, que, para esas alturas, ya había sido abandonada por Pedro, que llevaba años desaparecido, cautivo en una borrachera de profundidades insondables, de la que emergía periódicamente para pedir recursos, unas monedas para pagarse el regreso a su limbo alcohólico. Cuando llegó el momento Lauro fue inscrito en la universidad, que estaba en la Ciudad de México. Entre La Portuguesa y la ciudad median, hasta hoy, trescientos cincuenta kilómetros de distancia, dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, un diferencial de quince grados centígrados en la temperatura ambiente, y un siglo de atraso en casi todos los incisos de la cotidianidad. El brinco de Lauro de una escuela a otra era también un brinco a la modernidad, desde el mundo premoderno. Por ejemplo, Lauro nunca había visto un edificio de más de dos plantas ni, por supuesto, se había metido nunca en un ascensor. Mi padre retomó el esfuerzo de sacarlo de ese círculo que parecía una maldición, lo instaló en nuestra casa, lo sentó a la mesa, le proporcionó el instrumental necesario para que pudiera dar el brinco. Lauro respondió positivamente los primeros meses, todas las mañanas se iba con nosotros a la universidad y los fines de semana compartíamos el mismo grupo de amigos. Un día, sin motivo aparente, comenzó a sentirse deprimido. No teníamos elementos para entenderlo entonces, pero la fuerza centrípeta de aquel círculo comenzaba a jalarlo, a reclamarlo. Poco a poco empezó a alejarse de nosotros y a faltar a sus clases. Una vecina nos dijo que Lauro se pasaba el día completo sentado en una banca del parque de Pensilvania, que estaba a unas cuantas calles. Tres meses después de su primer día de depresión anunció, durante la cena, que no se hallaba, que la tristeza lo carcomía y que regresaría al día siguiente, en el primer autobús, a La Portuguesa. Los argumentos para convencerlo de que se quedara fueron inútiles, al día siguiente cogió sus cosas y se fue, de regreso a la selva y a la premodernidad. Quizá pasamos por alto que nuestras historias personales eran inconciliables, que en el mundo de los mexicanos blancos ser indio e hijo de una sirvienta es una maldición muy difícil de remontar y que con frecuencia es menos doloroso asumir ese amargo pedigrí, que andar arrastrando de por vida el refrán: el indio, aunque se vista de seda, indio se queda.
Lauro regresó a La Portuguesa. Aprovechando la inercia que le habían dejado sus meses de universitario, Arcadi lo inscribió en la escuela de técnicos electricistas: seguía empeñado en cerrarle el paso al destino. El curso que duraba seis meses fue terminado en año y medio por un Lauro estrangulado entre el empecinamiento de Arcadi, a quien por cierto le decía padrino, y su propensión a pasmarse cada vez que lo embestía su propia información genética. La noche de su graduación de técnico electricista se organizó una reunión muy pequeña en la que estuvieron mis abuelos, mi padre (que estaba casualmente ahí diagnosticando un entuerto legal de su bufete), Teodora (que fungía alternativamente como invitada y como la sirvienta que servía los canapés), Lauro y su novia. Mi padre y mis abuelos veían con buenos ojos a Elvira, la novia, que era hija de una enfermera y venía de una familia no tan dada al cuás como la de Teodora. En un abrir y cerrar de ojos, que parecía una réplica histórica del anterior, Elvira quedó embarazada. Lauro se casó con ella (en otra reunión discreta donde Teodora también sirvió los canapés) y se la llevó a vivir, previo consenso, a casa de mis abuelos. Arcadi, inquieto porque su inversión no había producido ni un retoño, le consiguió algunos trabajitos, descomposturas eléctricas menores en casas de sus amigos, con la esperanza de que Lauro formara una clientela que le permitiera ir dejando paulatinamente su trabajo de mozo de la casa. Lauro conservó su clientela durante algunos meses, pero no pudo hacerla crecer como mi abuelo hubiera deseado, es más, siendo rigurosos, si graficáramos el número de clientes contra el tiempo que tardó en perderlos, el resultado sería una pendiente por donde su clientela se desbarrancó de manera, por decirlo así, desenfrenada. Lauro era un técnico electricista limitado que a veces, en el intento de reparar un cortocircuito parcial, acababa fundiendo la instalación eléctrica de toda la casa. Mi abuelo remendaba esos estropicios pagándole a su amigo agraviado los servicios de otro técnico electricista. Esta ficción duró poco, pero lo suficiente para que Lauro se enterara y pactara con el otro técnico electricista un porcentaje sobre las reparaciones de lo que él, ya para entonces con toda intención, descomponía. Los clientes se hartaron de la torpeza de Lauro, que mientras tanto, en otro abrir y cerrar de ojos, ya había tenido una hija y había embarazado a Elvira de otra. En una maniobra que carecía de estrategia y del más elemental sentido común, un desplante orgulloso al saberse descubierto en su asunto de los porcentajes, Lauro dejó la casa de mis abuelos para rentarse un bohío en la periferia de Galatea, a unos cuantos metros de donde Pedro, su padre, había fundado su limbo. Teodora, llorosa, secundada por Arcadi, le advirtió de los inconvenientes de vivir tan cerca de ese hombre que había sido su marido. Lauro no hizo caso, pero tampoco su orgullo tuvo tamaño suficiente para abandonar su trabajo de mozo, ni las reparaciones eléctricas, y ya para esas alturas absolutamente ficticias, que seguía efectuando en casa del único cliente que le quedaba, que era Arcadi. Semanalmente se descomponía el tostador o, dicho con más precisión: el tostador era descompuesto por Arcadi, que a la siguiente semana descompondría la clavija de la plancha, y a la siguiente el interruptor de la tele. En cada ocasión brincaba Lauro con su caja de herramientas y, amparado por su título de técnico electricista, hacía como que componía y le cobraba a su padrino un precio estratosférico.
Cuando nació su segunda hija Lauro comenzó a perder el paso, aparecía los martes y desaparecía los jueves y cargaba, de manera permanente, con todas las calidades de quien anda con media estocada. Teodora hablaba con mi abuelo de esa preocupación que le quitaba el sueño. Arcadi trataba de animarla y omitía la información de que Lauro vaciaba sistemáticamente las botellas que había en el comedor, al grado de que mi abuela, para reducir costos, rellenaba los whiskys y los brandis del aguardiente de caña inmundo que vendían a granel en la cantina.
Una noche de sábado Lauro irrumpió en una cena que ofrecían mis abuelos, a propósito de un aniversario de la plantación de café. La puerta del comedor se abrió de golpe y apareció Lauro teatral debajo del marco, estaba flaquísimo, vestía a retazos y se veía transportado por una borrachera hermética. Aunque no se movía, parecía que se lo estaba llevando un vendaval. Con los ojos inyectados y una voz donde campeaban veinte años de rencor y resentimiento, dijo que estaba cansado de tantas humillaciones y que Arcadi era, como todos los españoles, un explotador hijo de la chingada. Acto seguido se fue al suelo. Todos los comensales, que conocían perfectamente la historia de Lauro, se quedaron de una pieza. Lo mismo le pasó a Teodora, que había sido sorprendida por el numerito de su hijo mientras servía los canapés.
Aquél fue su acto final, nadie de La Portuguesa volvió a verlo. Mi hermano y yo tampoco, lo habíamos visto por última vez aquella noche en que, carcomido por la tristeza, había anunciado su brinco de regreso a la premodernidad.
Hace unos años Teodora me contó el desenlace: Elvira y sus hijas, guiadas por su instinto de conservación y aterrorizadas por la rigurosa dieta de aguardiente que observaba el jefe de la tribu, lo habían echado a la selva. Lauro había recalado, naturalmente, en el bohío de junto donde, sin mayores trámites, se había apuntado al plan de vida de Pedro, su padre. Un día Lauro apareció despanzurrado bajo una mafafa en la barranca de Metlac. La noche anterior, ciego de aguardiente, había cruzado la vía cuando pasaba el tren que venía de Cosolapa.
Mientras Teodora me contaba su tragedia, observé que el círculo que habían detectado mi abuelo y mi padre era, efectivamente, una maldición: las hijas de Lauro entraron a la cocina cargando las canastas de mis sobrinas, las hijas de Joan, que venían de comprar cosas en el mercado de Galatea.
La imagen que viajaba en ondas desde la Ciudad de México llegaba con una debilidad que convertía el acto de mirar la tele en un ejercicio de imaginación. Las caras y los cuerpos aparecían en la pantalla con dos o tres fantasmas y eran barridos, periódicamente, por una borrasca de puntos blancos. Aquel salón tuvo su nivel de audiencia más alto cuando el mago Uri Geller visitó México. Todos sabíamos de sus poderes, la radio y los periódicos no hablaban de otra cosa. El canal 2, por cierto el único que podía verse, anunció la presencia del mago e invitó a los televidentes a colocar sus aparatos descompuestos frente a la pantalla con la idea de que Geller los reparara con sus asombrosos poderes. Aunque la oferta era difícil de creer, los vecinos llegaron esa tarde cargando sus aparatos descompuestos y los depositaron, con un cuidado que rayaba en la devoción, en varias pilas frente al televisor. Nosotros depositamos una batidora, un reloj de pulsera y un reloj despertador. Un close-up de los ojos del mago nos dejó inmóviles y cuando la cámara se alejó, vimos que venía flanqueado por dos o seis asistentes, según la intensidad de los fantasmas que viajaban con la imagen. Geller levantó los brazos, cerró los ojos y lanzó un pase mágico que echó a andar la batidora de mi abuela y que hizo correr rumbo a la selva a la mitad de nuestros invitados.
Dos años después de aquella sesión de magia por televisión, el circo Frank Brown plantó su carpa entre Galatea y La Portuguesa y anunció, como su número estelar, la presencia del mago Uri Geller. A Galatea no llegaban muchos espectáculos y cualquier cosa servía de pretexto para vestirse con ropa elegante y salir de noche. Mi abuela y Laia desempolvaron sus galas y cepillaron sus zapatos de fiesta. El cepillado era imprescindible porque esos zapatos descansaban la mayoría del año en el fondo del ropero y eso hacía que, pese a las precauciones químicas que se tomaban, fueran invadidos por un hongo, en forma de pelusa gris, que los hacía verse como conejitos. El mismo cepillado tenía que aplicarle mi abuela a las prótesis de Arcadi que descansaban en un anaquel del armario y que, a diferencia del garfio, se usaban poco porque eran más bien decorativas, tenían una mano de cera semejante a una mano real pero carecían de articulaciones y esto las volvía imprácticas para la faena diaria en la plantación. Mi madre y mi abuela salieron majestuosas, perfumadas, con sus conejitos perfectamente cepillados, la noche en que el circo Frank Brown ofreció su primera y última función en Galatea. Llegando a la carpa un enano marchito, vestido con un traje ajado que acentuaba su abatimiento, nos condujo hasta nuestros lugares, que eran un tablón en el tercer nivel del graderío cuya dureza traspasaba las nalgas para irse a incrustar directamente a la cabeza del fémur. Luego de mostrarnos el tablón con una sonrisa que parecía un puchero, el enano estiró una manita lánguida para que se le diera una propina. El primer acto fueron los trapecistas, un par de morenos fibrosos, vestidos con un mallón lustroso y carcomido, que saltaban protegidos por una red viejísima en proceso de desintegración. Su acto era un desafío a la lógica: saltar con red o sin ella daba exactamente lo mismo. Luego vino un Tarzán cuyo número consistía en forcejear contra un tigre añoso, que había perdido, en algún circo anterior, las garras, los dientes y en general las ganas de vivir. Después siguió un payaso que nos puso tristes, compartiendo escena con los caballos y los elefantes de costumbre. El acto principal llegó después de un número tortuoso que ejecutó el tragafuego, un hombre largo y bembón que, en lugar de resolver su acto ayudándose con la ilusión óptica, extinguía con su enorme cavidad bucal, a lo bestia y sin truco que mediara, una estopa envuelta en llamas. El público aplaudió a rabiar, no el acto que era pésimo, sino el talante recio de ese domador del fuego. El maestro de ceremonias, que era el famoso locutor de una radiodifusora de Galatea, invitó a los asistentes a que entregaran sus relojes descompuestos a una parvada de edecanes que volaba, con bolsa en mano, por todo el graderío. Mientras la parvada cumplía con su deber, el payaso salvaba el impasse escénico con un número más triste todavía. Los relojes formaron un montón considerable en el centro de una mesa que estaba cubierta con un mantel rojo. Las luces se apagaron y el famoso locutor anunció a la estrella. Un faro seguidor iluminó a Uri Geller, de capa azul, imponente, ovacionado en grande por esa multitud que había visto su acto, periódicamente manchado por la borrasca, dos años atrás en la televisión. El mago hizo primero unos trucos de calistenia mágica, dobló un par de cucharas con la mente, hipnotizó a una de sus edecanes y sacó una moneda de atrás de la oreja de la señora del presidente municipal. Finalmente llegó el momento estelar. Uri observó largamente el montón de relojes. El público que abarrotaba los tablones estaba en suspenso máximo, nadie decía una palabra ni producía ruido alguno. Una vez aquilatado el desafío, el mago de fama internacional ejecutó unos pases mágicos sobre el montón de relojes y levantó los ojos, buscando en los trapecios la inspiración necesaria. En ese instante Heriberto, un paisano que ayudaba a mi abuela a podar el jardín, atravesó la pista y, en una fracción de segundo, aprovechando la sólida concentración del mago, hizo un arillo con el mantel rojo y huyó con el botín de los relojes de toda la comarca. El mago seguía todavía colgado del trapecio cuando el público, en estampida, salía corriendo para alcanzar al ladrón. Además del público la estampida incluía a algunos animales que aprovechaban el caos para declarar su independencia, entre ellos el elefante que, a partir de entonces, se quedó a vivir en La Portuguesa.
Jovita, la otra criada, tenía un hijo al que le decíamos Jovito, o puede ser que así se llamara. Aquel niño esmirriado, demasiado pequeño para su edad y tristemente feo, lloraba a gritos cada vez que se sentaba a cagar en el retrete. El escándalo se debía a que, por algún desajuste congénito, al primer pujo se le aflojaba la retícula muscular del ano y le afloraba un tallo purpurino (conocido técnicamente como el cono de Yapor) que su madre corría a reacomodarle con dos dedos de vaselina. El procedimiento, con todo y la gritería, era parte del ritmo cotidiano de la casa. A veces el Jovito muy risueño (una risa que dolía porque lo volvía todavía más feo) se prestaba al chacoteo y aceptaba la invitación para cagar en nuestro baño. Mi hermano y yo mirábamos fascinados cómo a medida que le salía la mierda le iba saliendo también, poco a poco, el tallo de esa flor decapitada, que era tan fea y tan enigmática como el niño que la daba a luz. Joan dice, más bien para joderme, que aquellas sesiones frente a los lodos primigenios del Jovito despertaron mi vocación por la investigación antropológica, que aquella arcilla básica me había puesto por primera vez en contacto con los albores de la especie, una idea excéntrica que había olvidado hasta que me salió al paso, años después, en la playa de Argelès-sur-Mer.
A nosotros también nos salían cosas bizarras por el culo. Por más que se desinfectaban los alimentos siempre se iba algún parásito en las lentejas o en un trozo de carne, memorándums que mandaba la selva para recordarnos su vigor. Cíclicamente producíamos salmonelas o solitarias, esta última era más controlable porque se trataba de un solo animal que salía y se echaba a nadar, cuando caía en las aguas del retrete, o a reptar, cuando la deserción de nuestro laberinto intestinal nos pescaba dormidos. La deserción de las salmonelas era más bochornosa, salían de pronto, súbitamente, un puño terso de la familia de los copos caía en el calzón y se iba deslizando caprichosamente cuerpo arriba o cuerpo abajo. No era raro que en la escuela o a la hora de comer sintiéramos un par de ejemplares explorándonos los alrededores de las tetillas, o al contrario, cuando la masa de parásitos iba cuerpo abajo y se nos iba escurriendo por los pantalones y quedaba en el suelo el saldo de un reguero de culebrillas que era devorado de inmediato por un batallón de hormigas chicatanas. El remedio eran cucharadas de un brebaje que nos parecía peor opción que andar pariendo culebrillas.
Jovito era un niño hecho para la desgracia. Su mala fortuna alcanzaba niveles inconcebibles y él no aplicaba otro antídoto que reírse de ella, con unas carcajadas agudas que no correspondían a la mueca hosca, de malhechor corpulento, que hacía al ejecutarlas, y esta disparidad acababa subrayando su parte trágica, que era francamente toda. Mientras peor le iba con más ganas se reía. En una lista de sucesos penosos yo pondría el tétanos que pescó al arañarse con un alambre de púas (con el que todos nos habíamos arañado, sin consecuencias, al mismo tiempo), el panal de avispas que le cayó encima (justamente a él dentro de un universo de veinte niños que partíamos una piñata, con el colofón trágico de un palazo en la cabeza propinado por el niño que, sin percatarse del avispero, seguía tirando swings con los ojos vendados), y la marimbola que le picó (a saber como, porque iba vestido) en el prepucio (otra turgencia descomunal que colgó durante siete días, junto al tallo purpurino, a ras del agua del retrete). Qué cosa, pobre Jovito, una vez lo oímos carcajearse como nunca y corrimos preocupados a ver qué le había pasado. Las risas venían de la selva, por la zona del manglar. Detrás de unos matojos Leopito, Chubeto, Lauro y el Chentilín orinaban adentro de una zanja donde habían echado al Jovito, que, en impecable coherencia con su naturaleza, experimentaba un ataque de risa que ponía los pelos de punta.
A veces acompañábamos a mi abuela al mercado, cuando iba por algo específico que le hacía falta y que no había sido adquirido en la compra general que hacía Teodora. La íbamos siguiendo de un puesto a otro aturdidos por la gritería y por el bombardeo visual y olfativo que abarrotaba los pasillos, cajas de chile seco, montones de frijol negro y bayo, legumbres húmedas, ajos y guajes colgando del techo, mesas de pescados rosados y grises combatiendo con una cama de hielo acuoso el calor del trópico, cabezas, trompas, manos, espaldas y tripas de cerdo nadando en grasa nauseabunda, trozos de vaca cruda que manchaban el suelo con hilillos de sangre, fruta madura y pasada y todo, carnes y legumbres y frutas pudriéndose a causa del calor maligno que ahí corrompe, a una velocidad vertiginosa, cualquier cosa con vida, y nosotros caminando en medio de todo eso, con una altura desventajosa que nos hacía andar con la nariz al nivel de las piernas y los culos y las mesas donde toda esa fauna y flora se pudría, con los zapatos metidos en el fermento lodoso que cubría el piso, con las rodillas salpicadas de colores, amarillo mango, verde tuna, negro zapote prieto, rojo sangre de res. Caminar por los pasillos del mercado de Galatea era un espectáculo altisonante, grosero, bárbaro, pestilente, fétido e inconmensurablemente vivo que al final, luego de haberlo caminado, orillaba a mi abuela a darnos una recompensa, generalmente un muñeco de plástico, El Santo, Blue Demon, El Milmáscaras o un Batman o un Supermán y ocasionalmente, cuando había, un par de pollitos amarillos y vivos que cada uno se llevaba en la mano, con cierta angustia de ir cargando una criatura hirviente que olía a serrín y a avena y a polvo, y a veces de tantos besos a saliva, y con un corazón que hacía tictictic demasiado rápido, prueba irrefutable de que iba a morirse pronto. Llegábamos con los pollos a la casa y ahí les hacíamos una camita y les poníamos agua y maíz y pan húmedo y los protegíamos de la curiosidad del Gos y de los pasos despistados del elefante y no sé por qué siempre, o cuando menos así lo recuerdo, los pollos terminaban cayéndose al pozo, brincaban al borde y en lo que corríamos a salvarlos se caían sin remedio, sin que nada pudiera hacerse, los oíamos caer y piar y el tictictic de su corazón subiendo desde el fondo en un eco húmedo y entonces metíamos la cara en la boca del pozo y los veíamos lejísimos en el fondo que nos enviaba un aliento helado y musgoso, y entonces llegaba un adulto y con una cubeta y una cuerda intentaba, siempre sin éxito, rescatar a los pollos, quiero decir rescatarlos vivos, porque invariablemente al final salían mojados y fríos y sin piar ni hacer tictictic. Una vez fue Arcadi quien se ocupó del rescate, andaba por ahí cuando nos oyó gritar que los pollos se habían caído, y salió al patio bastante alterado y, de manera brusca y con una torpeza que logró preocuparnos, tiró la cubeta y la cuerda. Nosotros lo mirábamos con agradecimiento pero también con recelo y desconfianza, algo no estaba bien en su metodología, tenía medio cuerpo metido al pozo y manoteaba demasiado mientras nosotros le decíamos más hacia la pared, o más hacia el centro, y en ésas estábamos cuando vimos que su prótesis se le desprendía del hombro y caía largamente, dando golpes secos contra la piedra, por el vacío del pozo. Los tres nos quedamos mudos contemplando el brazo de Arcadi que flotaba en el agua, lejano, entre los dos pollos.
Laia tenía una fórmula para hacernos comer casi cualquier cosa. Puré de zanahoria, carne con acelgas, mariscos de textura anómala, por ejemplo, un ostión o las zonas blandengues de un pulpejo, cosas que no nos gustaban. Si no te comes eso no podrás ir a Barcelona, nos decía clavándonos su mirada azul y sin sacarse el puro de la esquina de la boca, y después por toda información nos decía que en Barcelona se comía mucho de eso, mucha acelga, mucho pulpejo, lo de menos era qué. Aun cuando no se podía regresar a España, aquella ciudad se nos presentaba como el objeto del deseo, que era semanalmente espoleado con los paseos por las Ramblas que Arcadi proyectaba sobre el tapiz verde del salón, y con menos frecuencia, pero con una intensidad, digamos, anual, con la llamada telefónica que ejecutaba, en presencia de todos, desde el teléfono que estaba atornillado a la pared del desayunador. Marcaba el cero y esperaba, esperábamos, a que la operadora le preguntara la fila de números que se sabía de memoria y que iba diciendo de manera pausada, paladeada incluso, era la única vez en el año que dictaba esa cifra que era, en cierto modo, su cordón umbilical con Barcelona. Luego volvíamos a esperar, a veces mucho, a veces tanto que la operadora le pedía que volviera a paladear la cifra. Finalmente contestaban del otro lado del océano, Alicia o la tía Neus, daba lo mismo, de todas formas, allá en el piso de Viladomat, se arrebataban el teléfono para hablar con su familia de México, a la que no veían desde hacía décadas, desde el final de la guerra. El segundo acto de la llamada navideña, luego del diálogo de Arcadi, que era una mezcla inconcebible de nostalgia y aspereza, era irnos pasando a cada uno el auricular. Todo lo que conocíamos de esas mujeres eran sus voces, a partir de ahí teníamos que hacer el ejercicio de inventarlas. Fotos no había, cada quien, supongo, combate la nostalgia como puede.
En 1970 Arcadi desapareció dos semanas de La Portuguesa. Su desaparición fue una rareza. En los veintitantos años que llevaba funcionando el negocio no se había ausentado más que cuando convalecía del accidente que le costó el brazo y durante un viaje de negocios que había hecho a Europa con Bages y Fontanet. La historia que nos contaron de aquella desaparición fue que había viajado a Holanda para explorar la posibilidad de comprar una máquina despulpadora de café, toda una alternativa y sin duda un paso enorme para el negocio donde el proceso de sacar la pulpa seguía haciéndose con el trapiche tradicional. Pero como solía pasar con las historias en esa casa, la de la máquina despulpadora había servido para ocultar la verdadera historia. Arcadi regresó de aquel supuesto viaje de negocios con un argumento consistente: la máquina holandesa costaba demasiado dinero y además hacía sola el trabajo que ejecutaban diez empleados y echar a tanta gente era un asunto impensable. En La Portuguesa había un equilibrio social precario que no podía alterarse sin enfrentar el riesgo de que las comunidades vecinas se dieran el gustazo, siempre latente, de prenderle fuego a las casas de los catalanes. Algo le pasó a Arcadi en aquel viaje porque a partir de entonces comenzó a convertirse en otra persona, tengo la sensación de que aquello que me dijo en las cintas de La Portuguesa, de que su guerra había sido la guerra de otro, empezó a operar desde que regresó de aquel viaje, aunque en realidad su vida, y la de sus socios, había cambiado dramáticamente después del episodio de los rojos de ultramar. Después de aquel viaje, durante muchas noches, oí cómo Arcadi lloraba en su habitación, con un llanto manso, bajito, atroz.