El día que murió Franco hubo una conmoción en La Portuguesa. Recuerdo nítidamente las escenas fúnebres que transmitía la televisión, pero sobre todo el gesto de incredulidad con que Arcadi las miraba. Después del noticiario se reunieron todos en la terraza de Bages, no a celebrar, como habían imaginado siempre que lo harían, sino a preguntarse qué iban a hacer de ese día en adelante. Aun cuando la muerte de Franco había despejado el camino, pasaron dos años antes de que Arcadi se decidiera a regresar a Barcelona. Cada semana le comunicaba a Carlota un pretexto distinto que aplazaba el viaje: cuando no había que supervisar una siembra, había que cosechar, o desecar, o triturar, o moler, cualquier cosa le servía para no enfrentar lo que él sospechaba que iba a sucederle. Los tres meses que habían destinado para ese viaje de reencuentro terminaron reduciéndose a quince días en los que Arcadi se paseó como una sombra por el territorio de su vida anterior. En medio de aquel ir y venir, que tuvo a Carlota todo el viaje con los pelos de punta, descubrió que no reconocía casi nada. Su hermana Neus, con quien había hablado por teléfono cada diciembre durante treinta y siete años, era una voz que para nada correspondía con esa señora que efectivamente se parecía a él pero con quien, y esto lo venía a descubrir ahí de golpe, no tenía nada que ver. Arcadi había construido otra vida del otro lado del mar, mientras su hermana había purgado ahí mismo, como había podido, varias décadas de posguerra. Lo mismo le pasó con la ciudad que recorrió ansioso buscando referentes, buscándose a sí mismo en tal bar, en tal esquina, en tal calle, hasta que se armó de valor y fue al piso de Marià Cubí con la idea de pedirle al conserje que lo dejara merodear, ver el vestíbulo y las escaleras, y si era posible entrar a su antiguo piso; pero cuando llegó descubrió que el edificio había sido demolido y que en su lugar había un mamotreto moderno de vidrios ahumados lleno de consultorios y oficinas. Pero el golpe definitivo, al parecer, se lo dio la lengua, el catalán que había preservado, junto con sus amigos, durante tanto tiempo en La Portuguesa, y que había transmitido a dos generaciones, era una lengua contaminada, híbrida, con un notorio acento del ultramar. Durante aquellos quince días Arcadi, que llegó buscándose a Barcelona, terminó, a fuerza de frentazos y desencuentros, por borrar su rastro y luego le dijo a mi abuela que ya había tenido suficiente y que quería regresar a casa, que para él su hermana era una voz y Barcelona una colección de filminas que desfilaba cada domingo por la pared en la casa de La Portuguesa.
A partir de entonces, era el año 78, Arcadi comenzó un viraje vital del que no regresaría nunca. La primera señal, que entonces pasó desapercibida, fue la asiduidad con que lo visitaba el padre Lupe; era uno más de los visitantes que caían cíclicamente a La Portuguesa, una comunidad flotante de personajes de todo tipo, políticos, funcionarios del gobierno, el entrenador de los Cebús, el director de la banda municipal, el gerente de una incipiente cadena de supermercados, el alcalde y hasta el gobernador del estado de Veracruz, todos iban ahí de visita con la misma intención, que en general era sacarles un donativo, en dinero o en especie, a los catalanes. El padre Lupe era una autoridad eclesiástica en Galatea, dirigía una parroquia y originalmente se había acercado a Arcadi para pedirle un donativo, era un franciscano de hábito y sandalias con una desagradable propensión a los mimos ñoños y un mal aliento que nos hacía huir de su saludo. Luego Arcadi comenzó a devolverle las visitas, se metía a conversar durante horas con él en su parroquia, hasta que un día Teodora, la criada eterna, se lo encontró en misa de siete, sentado entre dos viejecitas murmurantes y enjutas, muy peinado y bien vestido, con su prótesis de gala y un misal donde iba siguiendo, fervorosamente, las oraciones que decía el padre Lupe. Teodora lo vio y no se quedó a la misa, fue directamente a avisarle a Carlota y Carlota, que ya algo sospechaba, fue a hablar con Bages a la oficina de la plantación. Lo de Arcadi era una rareza, pero la verdad es que todo empezaba a cambiar en aquella comunidad: González llevaba meses en cama porque había sufrido una serie de infartos y, como el médico se lo había advertido, moriría en menos de un año, seguido por su viuda cuatro meses después. Los Puig, cuyos hijos estudiaban en la Ciudad de México o se habían casado y vivían en otro sitio, habían regresado a España a principios del 76 y desde entonces no habían vuelto, incluso le habían pedido a Bages que vendiera la parte que les correspondía de La Portuguesa y que les enviara el dinero, cosa que Arcadi y Bages resolvieron comprándole su parte por medio de una temeraria maniobra económica que dejó severamente tocado el equilibrio financiero de la plantación. Carmen le había pedido el divorcio a Bages después de cuarenta y tantos años de casados, y hecha esta petición había regresado a Figueras, donde le quedaban una hermana y un sobrino, y ahí había descubierto que su matrimonio había desaparecido con la guerra y que no constaba en ningún acta. Bages se había quedado solo en su caserón, sus hijos, como los de todos, habían emigrado a la capital y él comenzó a extender la hora del menjul, la continuaba con el vino de la comida y de ahí se encadenaba con una sucesión de whiskys hasta que oscurecía. De manera que lo de Arcadi era un elemento más de los nuevos vientos que azotaban a La Portuguesa, así se lo dijo Bages a Carlota y luego le prometió que hablaría con él.
La misa de siete de Arcadi fue convirtiéndose en cosa de todos los días, oía los sermones del padre Lupe, comulgaba y después se iba a trabajar a la plantación. Tú no puedes comulgar, Arcadi —le decía Bages a la hora del menjul en la terraza— y eres un rojo y los rojos no comulgan. Las misas de Arcadi tuvieron su efecto colateral en la gachupinada de Galatea, la sociedad de españoles que vivía ahí desde antes de la guerra, el grupo de católicos franquistas, que tradicionalmente había visto con cierta repugnancia a los refugiados, ahora invitaban a Arcadi y a Carlota a sus bailes en el casino español. Bages montaba en cólera, manoteaba y golpeaba la mesa y del golpe tiraba los menjules al suelo y se levantaba con los brazos al aire como un oso y gritaba: ¡ostiaputamecagoenesosfachasdemierda, Arcadi, collons, no puedes claudicar así!, y volvía a golpear la mesa y entonces se iba al suelo un plato con aceitunas y un servilletero. Y Arcadi lo miraba impasible, sus ojos azul profundo imperturbables encima de la ira del oso, no había cómo hacerlo reaccionar, de los bailes del casino español había pasado a las oraciones en la mesa, antes de comer sus alimentos; yo recuerdo el día, era el verano del 82 y estaba ahí de vacaciones, ya entonces vivíamos con Laia y papá en la Ciudad de México: Arcadi golpeó el canto del plato con el filo de su garfio y dijo que antes de comer deseaba decir una oración, y enseguida comenzó a darle gracias al Señor por los alimentos recibidos, juntó la mano con el garfio y elevó los ojos al techo y siguió con una parrafada sobre el pan y sobre el vino. Para ese año Bages había extendido también hacía atrás la hora del aperitivo, inauguraba el día a las siete y media de la mañana con un carajillo y luego encadenaba uno tras otro, cada vez con menos café, para terminar con tazas de whisky puro justamente antes de la hora del menjul. Paralelamente, como paliativo para la soledad en que lo había dejado Carmen, empezaba a visitarlo un atajo de nativas, y en ese remolino alrededor de su figura monumental, y de lo que quedaba de su fortuna, reapareció un día la Mulata, que había sido reina del béisbol, mujer del ingeniero Cabeza Pratt y amante del Jungla Ledezma. Después del Jungla, catcher de los Cebús y el último de sus amantes de quien se recuerda el nombre, la Mulata había comenzado a perderse en una progresión suicida de cuerpos y de tragos. Hay quien dice, y aunque debe ser una exageración resulta bastante ilustrativa, que en 1978, para celebrar el encuentro final del campeonato, no el del Triángulo de Oro sino el de una liga inferior, se acostó en la noche con todos los integrantes del equipo campeón, las Chicharras de Chocamán, y de madrugada, a título rigurosamente compensatorio, con todas las Nahuyacas Asesinas de Potrero Viejo, que habían quedado subcampeones. A partir de esta nota de gloria incuestionable dentro de su especialidad, la Mulata se había dedicado a vagabundear por Galatea y a gastarse en tragos la modesta herencia que le había dejado el ingeniero Cabeza y que el gobierno cubano había esquilmado cobrándose a lo chino un impuesto revolucionario. Con todo y lo desmedido del impuesto, la cantidad le había dado para un lustro ininterrumpido de guarapo. La Mulata bebía a sorbitos de un botellín cochambroso que cargaba siempre en sus vagabundeos, dormía donde la sorprendía la noche y comía lo que alguna mano piadosa le daba. Al paso de los años Galatea fue olvidando que había sido reina del béisbol y estrella de calendario y también, no se sabe exactamente cuándo, dejó de ser la Mulata para convertirse en la negra Moya, así, como la negra, apareció durante un breve periodo en la vida de Bages, revuelta con el atajo de nativas que lo visitaba. Carlota casi se volvió loca cuando la vio tomando aperitivos en la terraza, ataviada con un vestido largo que usaba Carmen, en la misma pose presuntuosa que había adornado durante años la puerta de su cocina. Aquella breve estancia sirvió para que yo le preguntara qué había dentro de la maleta negra de su exmarido Cabeza Pratt. Tuvo que hacer un esfuerzo, cerró teatralmente los ojos, hizo una mueca y antes de responderme se bebió el menjul de un sorbo y le gritó a una de las criadas que le sirviera otro, sus uñas largas y llenas de mugre parecían una enfermedad sobre el cristal. Como si súbitamente lo hubiera recordado todo, se enderezó en la silla y dijo: ¿Y quién es ese señor Cabeza?
La posición de Arcadi se fue extremando hacia un punto radicalmente opuesto del que Bages comenzaba a alcanzar, y entre los dos quedó un vacío que, en 1990, los orilló a vender tres cuartas partes de la plantación; fue la única forma que encontraron para salir de las deudas que, durante años de descuidos y malos manejos, había engendrado el negocio, aunque según Carlota y Laia algo más sensato podía haberse hecho, si no hubieran estado los dos tan metidos en sus cosas. El primer efecto de aquella reducción drástica del terreno fue la notoriedad que adquirió el elefante; al quedarse sin selva donde triscar, había tenido que empezar a hacer su vida alrededor de las casas. Llevaba quince años de ser la única mascota, el Gos había muerto en el 70 y él había ocupado con tal convicción su lugar, que de un día para otro su alimentación había pasado de la paca de forraje a la tinaja de alimento para perro. Ya entonces el elefante era un ejemplar viejo, tenía cierta incontinencia y una considerable torpeza destructiva, de un pisotón aniquilaba una podadora de césped o echaba una barda abajo de un recargón, y además iba soltando, de manera caprichosa y aleatoria, plastas de caca amarilla sobre una maceta o sobre un asador de carne, o encima del maletero de alguno de los automóviles.
Arcadi había dejado de frecuentar el casino español y de asistir a sus misas, y en su lugar había comenzado un repliegue que al principio tuvo lugar en una habitación donde habilitó una especie de estudio para leer y pensar, según explicó, y que con el tiempo fue evolucionando en una cosa más seria, que para 1992 se había convertido en una guarida de donde no salía más que un par de horas para tomar el aperitivo con Bages. Bages, por su parte, en el otro extremo, había contratado una vistosa plantilla de criadas, excesivas para las necesidades de un viejo solo, que, según Teodora y Carlota, dormían por turnos con él, cosa que era de agradecerse porque ya entonces Bages llevaba varios años herméticamente borracho y su séquito impedía que se fuera a Galatea a hacer destrozos y a meterse en líos y así todo quedaba en familia. La cosa no pasaba de que Bages se metiera a correr a medianoche al cafetal y que amaneciera cubierto de tajos y magullones, o de que fuera a gritarle a Arcadi, en la cima de una de sus fases iracundas, a cualquier hora del día o de la noche, que ya era hora de que mataran a Franco.
La primera vez que oí a Bages gritando eso pensé que era parte de su delirio alcohólico y no el eco de aquel magnicidio que habían estado a punto de realizar. Era 1995 y yo estaba ahí con la idea de grabarle a Arcadi esas cintas con las que pensaba llenar los huecos que había en sus memorias. Entonces ya había sacado su estudio de la casa y se había trasladado a un cobertizo en medio de la jungla, se había dejado crecer el pelo y la barba y estaba en los huesos, más que un vagabundo parecía un santo. Siguiendo las órdenes de Carlota, que, aunque había decidido que no quería verlo más, estaba al pendiente, Teodora le llevaba de comer tres veces al día unos platos fastuosos que contrastaban con la austeridad de Arcadi y que eran, la mayoría de las veces, devorados por el elefante, que vivía una vejez perezosa echado afuera del cobertizo. De una caja de cartón donde conservaba algunas pertenencias Arcadi había sacado sus memorias para dármelas, aquel día en que, quizá harto de mis preguntas sobre la guerra, había cedido, no sé si para que por fin me callara o para ponerme sobre la pista del complot, o quizá para que me diera cuenta de que efectivamente había sido otro, y no él, quien había peleado la Guerra Civil; y para comprobarlo bastaba verlo convertido en un santón de la selva. Puede ser que Carlota se hubiera equivocado cuando, desde lo alto de la escalerilla del Marqués de Comillas, vio a Arcadi esperándola en el muelle del puerto de Veracruz, y lo que vio entonces desde arriba fue un hombre normal al que no se le notaban las secuelas ni de la guerra ni del campo de prisioneros; si Carlota hubiera observado con más atención habría descubierto que ese hombre era otro, que la pequeña Laia tenía razón cuando no vio en él al hombre de la fotografía. El repliegue de Arcadi tenía que ver con su capitulación, con su retirada, era la representación de la derrota, en el fondo se parecía al repliegue de los miles de individuos que vivieron la guerra y que, puestos frente a la memoria de aquel horror, decidieron, como él, replegarse, darle la espalda, perder aquel episodio incómodo de vista, pensar que esa guerra había sido peleada por otros, en un lugar y en un tiempo remotos, tan remotos que en aquella aula de la Complutense y en la playa de Argelès-sur-Mer, unas cuantas décadas más tarde, apenas queda memoria de esa guerra. Al final, al maquillaje que con tanta dedicación puso el general Franco sobre la Guerra Civil se fue sumando el acuerdo colectivo de olvidar.
Arcadi murió de un cáncer voraz a mediados del 2001. Yo lo vi unas semanas antes, mi abuela había muerto hacía un año y Bages estaba en el hospital, convaleciendo de un infarto con muy mal pronóstico. Arcadi seguía metido en su cobertizo, que ya para entonces había sido tomado por las alimañas por más que Teodora, la criada inmortal, trataba de combatirlas con todo tipo de venenos. Al mal aspecto que tenía se sumaba que ya no quería ponerse su prótesis y eso lo hacía verse más desvalido. Hacía una semana que el elefante se había perdido en la selva y Arcadi sostenía, con una aprensión que rayaba en la demencia, que se había ido a morir a otra parte. Le conté que había estado releyendo sus memorias y oyendo las cintas que habíamos grabado y que la idea de hacer algo con todo eso empezaba a entusiasmarme. Mira que eres necio, nen, me dijo, eso fue todo. Después me miró extrañado, como si no me reconociera, y luego volvió al plato de huevos revueltos que se estaba comiendo con la mano.