La guerra de Arcadi

Había una vez una guerra que empezó el 11 de enero de 1937. Lo que pasó antes fue la guerra de otros. Cada soldado tiene su guerra y la de Arcadi empezó ese día. Se alistó como voluntario en la columna Maciá-Companys y salió rumbo al frente. Así empiezan las historias, así de fácil. A veces se toma una decisión y, sin reparar mucho en ello, se detona una mina que irá estallando durante varias generaciones. Quizá la decisión contraria, la de no alistarse, también era una mina, no lo sé, sospecho que en una guerra nadie puede decidir en realidad nada. Martí, el padre de mi abuelo, mi bisabuelo, se había inscrito días antes en la misma columna, había decidido que no soportaba más su cargo de jefe de redacción de El Noticiero Universal, un periódico que llevaba meses dedicando su primera plana a las noticias de la guerra. Una mañana salió como siempre de su oficina, bebió café de pie, compró tabaco y en lugar de regresar, como era su costumbre, fue a escribir su nombre en la lista de voluntarios. Estaba fatigado de escribir sobre la guerra de los otros, quería empezar la suya, pelear por la república en una trinchera y con un arma. Luego se presentó en la oficina del director del periódico para comunicar su decisión, que era irrevocable, inaplazable, urgente. El director le dijo, para no perderlo, o quizá por el miedo que le daba el gesto y el arma con que había irrumpido en su oficina, que fuera su corresponsal, que le enviara noticias del frente.

Martí comunicó la noticia después de la cena, lo dijo como si nada, mientras se servía un trago de anís que era el preámbulo de su salida nocturna. Me voy mañana, anunció sin dejar de mirar, con cierta preocupación, una desportilladura que tenía su copa. No pudieron nada ni la desesperación de su mujer, ni las caras de asombro de sus tres hijos. Esa noche Martí salió a jugar cartas, o eso dijo. Arcadi y Oriol, sus hijos, aprovecharon su ausencia para contemplar el arma, una carabina desvencijada que compartía un receptáculo floreado con una tercia de paraguas. Al día siguiente se fue como lo había anunciado, de madrugada, sin que nadie lo advirtiera; tenía 52 años y un deseo inaplazable de reencuadrar su historia personal. Me pregunto qué tanto jugó la voluntad en la decisión de mi abuelo Arcadi, quizá fue mi bisabuelo quien detonó la mina. En sus memorias Arcadi consigna, supongo que para evitar especulaciones como ésta, los dos acontecimientos que lo llevaron a enlistarse en el frente. En la primera está él, en la azotea de un edificio, mirando el saldo de un bombardeo reciente: seis columnas enormes de humo que oscurecían el cielo de Barcelona. La segunda debe de ser producto del mismo bombardeo, no estoy seguro, en esa parte su escritura tiende a lo caótico, está más preocupado por justificar su alistamiento en la guerra que por describir con precisión esas dos imágenes poderosas, sobre todo la segunda, que consiste en una sola línea breve y atroz: una pila de caballos muertos en la plaza de Cataluña. Se ignora una pila de estas dimensiones cuando se está tratando de descifrar en qué momento empezó todo, en qué minuto se tomó la decisión de ir a la guerra, en qué instante cambió de rumbo su vida y la de Laia, su hija, y consecuentemente el mío. La dedicatoria de estas memorias es su clave de acceso: Me he propuesto al escribir este relato compendiar en pocas cuartillas estos relevantes hechos de mi vida, para que mi hija Laia los conozca un día. Tengo la impresión de que Arcadi se disculpa con ella, con nosotros, de antemano, por esa historia de guerra que desde entonces había comenzado a heredarnos. También es cierto que esa pila de caballos muertos pudo entonces no ser tan importante para ese hombre que escribía aquellas memorias en la selva de Veracruz, a cuarenta grados de temperatura ambiente, atormentado por las fiebres cíclicas de la malaria, después de haber perdido la guerra y casi todo lo que tenía. En un cuartucho de alquiler, bajo la amenaza de las potencias vegetales que intentaban meterse por la ventana, escribió, sin detenerse, 174 páginas donde narra los pormenores de esa guerra que perdió. Había zarpado un mes atrás del puerto de Burdeos, con destino a Nueva York, en un viaje lleno de dificultades y de una incertidumbre que fue creciendo a medida que se acercaba a México en un tren tosigoso que lo llevó hasta la frontera, con numerosas escalas de por medio; una de ellas, la más larga, en la estación de San Luis Missouri, donde el tren no había querido toser más y había enviado a sus pasajeros a vagar por ahí, mientras un mecánico, con medio cuerpo metido en la panza de la máquina, intentaba reparar el desperfecto. Arcadi descubrió ahí, junto a la estación, en una calle polvorienta con categoría suficiente para fungir como plató de western, un puesto de ayuda para refugiados españoles, cosa que le pareció insólita, una visión de la familia de los espejismos que, haciendo bien las cuentas, no era tan extraña: por ahí habían pasado miles de republicanos como él, que iban rumbo a México, atendiendo la invitación del general Lázaro Cárdenas, buscando un país donde establecerse. El puesto de ayuda estaba regenteado, si vale el término en este asunto de caridad, por un grupo de cuáqueros que hacía méritos ayudando a esa legión de soldados en desgracia. El tren tosió de nuevo y lo depositó en la frontera, sus memorias no dicen nada de la impresión que tuvo al poner los pies en México, en Nuevo Laredo, un pueblo inhóspito, resecado por un sol descomedido, lleno de sombrerudos con revólver a la cintura. El comité de recepción de ese país donde pensaba rehacer su vida parecía el casting de una de esas películas que comenzaban a rodarse, llenas de mexicanos malvados que soltaban simultáneamente balazos y carcajadas. Tampoco dice nada de sus impresiones al llegar a Galatea, un pueblo perdido en la selva de Veracruz, donde lo esperaba un pariente lejano de mi abuela, uno de esos aventureros españoles que había caído ahí a trabajar y a hacer fortuna. Arcadi se bajó del autobús con el frac de diplomático que le habían prestado en Francia para que hiciera la travesía sin contratiempos, arrastraba una valija enorme y negra que, al entrar en contacto con el terregal de Galatea, comenzó a levantar una vistosa polvareda; andaba rápido, iba ansioso por entrevistarse con el único nexo que tenía en ese país de película, llevaba su mata de pelo negro hecha un lío, ya era desde entonces como fue siempre, flaco y nervudo, de pies y manos demasiado grandes y con los ojos de un azul abismal. Preguntando llegó a la concesionaria de automóviles, Ford, según me dijo él mismo, que era una de las propiedades de aquel nexo único. El pariente lejano de mi abuela se fue haciendo, en cuestión de minutos, mientras acariciaba con una mano gorda y chata el cofre del nuevo modelo 1941, mucho más lejano. En un monólogo breve y devastador le dijo que no estaba dispuesto a ayudar a un rojo de mierda que había puesto en peligro la estabilidad de su país, que, afortunadamente, ya para entonces, marchaba sobre ruedas bajo la conducción del caudillo de España. Arcadi dio media vuelta y se fue pensando que si había sobrevivido una guerra y un campo de prisioneros, bien podría abrirse paso en esa maleza que brotaba por todas partes, en una grieta de la acera, a media calle por las rejas de una alcantarilla, en la rama que salía de una pared y que le desgarró la manga oscura de su frac diplomático. Antes de hacer cualquier cosa buscó ese cuarto de alquiler donde la selva quería meterse y se entregó a la tarea de exorcizarse, de sacarse de encima, a fuerza de escribirlo, al demonio de la guerra.

Aquellas páginas permanecieron ocultas medio siglo sin que Laia, mi madre, su destinataria original, tuviera idea de su existencia, hasta que hace algunos años, durante una visita que le hice a La Portuguesa, Arcadi se puso a hurgar en una caja de cartón donde conservaba algunas pertenencias, sacó un mazo de hojas y me lo dio, esto va a interesarte, dijo. Leí las páginas esa misma noche y durante los días siguientes le estuve dando vueltas a la idea de hacer algo con esa historia, no es una obra que pueda publicarse, está llena de errores e imprecisiones, además, y esto fue lo que acabó echando por tierra aquel primer intento, pensé que la guerra civil era un tema amplia y minuciosamente documentado y que una milésima versión de las desventuras de los refugiados resultaría a estas alturas poco interesante, no alcanzaba a vislumbrar, era imposible hacerlo entonces, que debajo de esas líneas subyacía la historia de cinco excombatientes republicanos que décadas después de haber perdido la guerra, en plenos años sesenta, desde su trinchera en la selva de Veracruz, seguían todavía batallando contra el general Franco. Seguramente por la situación extrema en que fueron escritas esas páginas, la historia brinca, de forma anárquica, del thriller de una batalla donde se está jugando el futuro de la república a los pormenores de una juerga aburridísima en las afueras de Belchite. A pesar de todas estas observaciones, dos semanas después regresé, me subí al coche armado con un magnetófono y media docena de cintas y conduje las cuatro horas que separan a la Ciudad de México de La Portuguesa. Una vez que crucé la sierra que divide a Puebla de Veracruz bajé la ventanilla, como hago siempre que estoy ahí, para empezar a contagiarme de la humedad y del olor que hay en esa zona del mundo, donde nací, hace cuarenta años, por obra de esa mina que Arcadi detonó el 11 de enero de 1937.

En aquella estancia intenté, durante tres días, grabar los pasajes que necesitaba para rellenar los huecos que tenía la historia, si es que existían esos pasajes, y si no el esfuerzo de todas formas serviría para convencerme de que había que desechar la posibilidad de rescatar esas páginas. La tarea de grabar a Arcadi fue un estira y afloja, cada vez que echaba a andar el magnetófono él cambiaba el tema o se sumía en un mutismo del que era muy difícil sacarlo. Grabé aquellas cintas casi contra su voluntad, aun cuando él había accedido a aclararme, o a contarme bien y con detalles, algunas partes de la historia, y a pesar de que me había hecho jurarle que no iba a usar ese material hasta que él estuviera muerto, y después de decirme eso fijaba sus ojos azules lejos, más allá, mientras se rascaba la nuca o la barba con la punta de su garfio. De todas formas, y de esto me enteraría años después, Arcadi no me contó toda la historia, omitió el complot que él y sus socios habían planeado en los años sesenta, un capítulo crucial que ni siquiera menciona en esas cintas.

Regresé a la Ciudad de México con la idea firme de abandonar el proyecto de las memorias de Arcadi. Guardé el mazo de hojas en un sobre junto con las cintas de testimonios, inútiles, pensaba entonces. Por otra parte Arcadi, al margen de su manía mística y de la vida excéntrica que al final llevaba, era un viejo saludable y parecía que no iba a morirse nunca y ante esa perspectiva me parecía siniestro meterme en esa historia que necesitaba de su muerte para ver la luz. Años más tarde, muchos menos de los que yo esperaba, le brotó un cáncer que le hizo lo que no había podido ni la guerra, ni Argelès-sur-Mer, ni Franco, murió en los huesos, en unas cuantas semanas, consumido por la enfermedad, y se llevó a la tumba el secreto que, justamente entonces, yo estaba a punto de descubrir, a partir de un episodio que me había sacudido de arriba abajo en Madrid, en un aula de la Universidad Complutense. Aprovechando mi paso por esa ciudad, durante unas vacaciones largas que me había dado la Facultad de Antropología de la UNAM, donde doy clases, mi amigo Pedro Niebla me invitó a charlar con su grupo de alumnos, unos cuarenta jóvenes que estudiaban periodismo, no recuerdo bien si la carrera o un máster, pero en cualquier caso se trataba de alumnos mayores, de estudiantes que estaban a punto de salir al mundo a buscarse un empleo en algún periódico o en algún canal de televisión. La idea de Pedro, que al principio me pareció ridícula y desproporcionada, era que les hablara de mi quehacer en la facultad y de algunos artículos que he publicado, todos en revistas académicas, sobre el mundo prehispánico. La invitación me pareció ridícula porque no veía por dónde podía interesarle a ese grupo de futuros periodistas la vida soporífera de un investigador, pero Pedro insistió tanto que acabé accediendo y me dejé conducir frente a sus alumnos, una mañana fría de octubre en que me apetecía vagar por la ciudad, beber café, comprar libros, cualquier cosa menos encerrarme en un aula a la mitad de mis vacaciones. Diserté durante media hora sobre los dioses en Teotihuacán, elegí ese tema porque está lleno de personajes mitológicos que, supuse, iban cuando menos a divertirlos, y fallé de tal manera que un alumno se puso de pie, cuando explicaba la simbología de la pirámide de la luna, e interrumpiendo lo que estaba diciendo me preguntó a bocajarro que por qué si yo era mexicano tenía un nombre tan catalán. Me detuve en seco desconcertado y al borde del enfado, pero enseguida comprendí que se trataba de una pregunta pertinente, por más que a mí esa situación me había parecido siempre normal y sin ningún misterio, así que conté a grandes rasgos la historia del exilio de mi familia, lo hice rápido, en no más de diez minutos. Cuando terminé mi explicación veloz los alumnos se quedaron mirándome desconcertados, como si acabara de contarles una historia que hubiera sucedido en otro país, o en la época del imperio romano. Pero ¿por qué tuvieron que irse de España?, preguntó una alumna, e inmediatamente después expresó su duda completa: ¿y por qué a México? Entonces yo, más confundido que ellos, les pregunté que si no sabían que más de medio millón de españoles habían tenido que irse del país en 1939 para evitar las represalias del general Franco. El silencio y las caras de asombro que vinieron después me hicieron rectificar el rumbo, dejar de lado la mitología teotihuacana, y ponerme a contarles la versión larga y detallada del exilio republicano, esa historia que ignoraban a pesar de que era tan de ellos como mía.

De regreso en México, espoleado por mi experiencia en la Complutense, sintiéndome un poco ofendido de que el exilio republicano hubiera sido extirpado de la historia oficial de España, busqué el sobre que contenía las memorias y las cintas que le había grabado a Arcadi en La Portuguesa y que llevaba años guardado en un cajón de mi oficina. Lo puse sobre mi escritorio y lo observé detenidamente como si se tratara de una criatura lista para la disección. Lo abrí como quien abre un sobre, no me di cuenta de que estaba detonando una mina.

Saqué el mazo de hojas y me enfrenté con esas memorias por segunda vez. En esa nueva vuelta atrapó mi atención un pasaje sobre el quehacer de artillero de Arcadi, en el que no había reparado durante la primera lectura: está él en la zona del Ebro dirigiendo su batería hacia unas coordenadas que le va dictando la voz, que sale por el auricular de un teléfono, de un soldado lejano que está subido en un observatorio desde donde puede verse con facilidad el campo de batalla. Arcadi no ve el campo, no ve en realidad nada, está en el piso camuflado detrás de unos matorrales y dispara media docena de cargas durante varios minutos, hacia la dirección que le indica la voz del teléfono. De pronto, escribe Arcadi, pasaron tres aviones enemigos volando muy bajo sobre mi espalda. Además del escándalo y del polvo que levantaron, dejaron un persistente olor a fuel en el aire. Pasaron de largo, pero un minuto después, antes de que desaparecieran el olor y el ruido de sus motores, oí cómo daban la vuelta en redondo y comenzaban a regresar: la maniobra que hacían siempre que localizaban un objetivo y optaban por regresar y hacerlo suyo. La voz del teléfono, medio ahogada por el estrépito de los aviones, dijo lo que yo ya oía venir, «van a por ustedes». Desde mi posición, parcialmente camuflado y pegado al suelo, no veía a los que estaban junto a mí, el ruido de las máquinas se volvió ensordecedor y un segundo después oí la primera detonación, la primera bomba que caía con un estruendo que se mezclaba con el motor de los tres junkers, y, un instante después, otra que cayó mucho más cerca y produjo un socavón que hizo temblar el suelo y mandó a volar al aire una tonelada de tierra y escombros que me cayó encima y me cubrió por completo, y un instante más tarde, no más de un segundo, sentía uno de los junkers pasando muy cerca de mi cuerpo, tanto que oí cómo abría las compuertas, con un chirrido metálico que no olvidaré nunca, y cómo desde esa altura comenzaba a caer la siguiente bomba. En la fracción de segundo que pasó antes de la explosión sentí, aun cuando estaba todo cubierto de tierra, que me caía en la espalda una gota hirviente de fuel. La bomba explotó unos metros adelante e hizo otro socavón y levantó otra tonelada de escombros. Los junkers, seguros de que me habían liquidado, se fueron. Quise gritar para ver si alguien vivía a mi alrededor, pero no pude hacerlo porque tenía la boca llena de tierra.

Era la segunda vez que leía ese pasaje y hasta entonces, quizá porque en la ocasión anterior me había dejado impresionar por el bombardeo, no había reparado en la dinámica delirante del artillero: un hombre situado entre el puesto de observación y las filas enemigas, disparando cada vez que se lo ordena una voz por teléfono, tratando de hacer blanco en un ejército que nunca ve. ¿Qué pensaría Arcadi después de esa media hora de disparos al vacío? Cada vez que le comunicaban que había hecho blanco, existía la posibilidad de que la granada que había disparado hubiera destruido un almacén o una casa, pero también podía ser que hubiera matado a un soldado, o a varios, cuando el tiro había sido afortunado, si es que vale el término para el acto de disparar y no saber, a ciencia cierta, cuánto daño se hizo, si se mató a alguien, o si no se mató. ¿Cómo lidiaba Arcadi con esto? Supongo que algo en él descansaba cuando la voz del teléfono le comunicaba que había fallado, que era necesario corregir el tiro, y entonces él podía imaginar, con cierto alivio, el hueco que había producido su granada en el suelo, pero ¿qué sentía cuando esa voz distante le comunicaba que había dado en el blanco? Eso le pregunté, de manera torpe y brusca, en las cintas de La Portuguesa. ¿Y sabes si mataste a alguien?, se oye que le digo. Después viene un silencio incómodo en el que Arcadi, me acuerdo muy bien, se miró detenidamente el garfio, primero un costado, luego el otro y luego arrugó la frente y la nariz con cierta molestia, como si no hubiera dado con lo que buscaba; después levantó la cara y puso sus ojos azules en un punto lejano antes de decirme: no sé si vas a entender esto pero aquélla era la guerra de otro.

En una de las visitas fugaces que hizo Arcadi a Barcelona cuando peleaba en el frente del Ebro, dejó embarazada a mi abuela, con quien se había casado, unos meses antes, en otra visita igual de fugaz. De aquel embarazo nació Laia, mi madre; salió al mundo en medio de un bombardeo, rubia como mi abuela y con los ojos de un azul abismal, idénticos a los de su padre.

Arcadi, con la ayuda de un subordinado flaco y de dientes largos al que llamaban Conejo, metía las piezas de su mortero a un camión cuando se enteró de que Laia había nacido. Su batería empezaba a perder terreno, era el principio de aquel repliegue ya imparable que terminaría llevándoselos hasta Francia. La imagen civil de aquel repliegue era una fila interminable de gente, con su casa y sus animales a cuestas, que caminaban rumbo al norte buscando un territorio menos hostil donde asentarse, una fila de hombres y mujeres polvosos y cabizbajos, con niños de brazos o grupos de niños, igual de polvosos, correteando alrededor de ellos, y un montón de animales balando, o ladrando o haciendo ruidos de gallina. Arcadi y el Conejo transportaban las piezas del mortero cuidándose de no darle un golpe a alguno de la fila que pasaba por la carretera junto al camión cuando, desde otro camión que pasó junto a ellos, se asomó Oriol, el hermano de Arcadi, y le gritó, porque venía de Barcelona y ahí se había enterado: eres padre de una niña. Eso fue todo, el camión de Oriol se perdió de vista y Arcadi se quedó inmóvil, con un fierro largo en la mano, tratando de digerir la noticia, mientras el Conejo le daba unas palmaditas de felicitación en la espalda. Dos días después consiguió un permiso para ir a conocer a Laia, le tomó toda la noche llegar a Barcelona porque las vías del tren estaban en mal estado y el reciente bombardeo había estropeado los accesos a la ciudad. Arcadi registra en sus memorias el momento en que llega al piso de la calle Marià Cubí, donde entonces vivían, y su esposa lo conduce a la habitación donde estaba Laia. Ahí, frente a su hija recién nacida, reflexiona sobre la calamidad de haber nacido en plena guerra: La vi ahí, envuelta en trapos y metida en una cuna demasiado grande, y lo único que sentí fue angustia, angustia porque dentro de unas horas tendría que dejarla sola en esa ciudad que los franquistas bombardeaban todo el tiempo. Luego pensé que en esa angustia estaba el germen del amor paterno. Después de esta reflexión más bien extraña cambia de tema y no dice más de ese acontecimiento que debió ser mucho más importante para él, o quizá no, la verdad es que nunca he podido identificar muy bien las motivaciones de Arcadi, ya desde entonces era un hombre bastante hermético y un poco fantasmal.

Más adelante en sus memorias, Arcadi narra un bombardeo que mira desde las alturas de Montjuïc, cuando hacia el final de la guerra habían trasladado su batería a Barcelona, en la etapa en que empezaba a agudizarse el repliegue de las tropas republicanas. De pie frente a los amplios ventanales de Miramar vigilaba el horizonte con unos prismáticos, aunque se trataba de una vigilancia de rutina; la noche anterior, gracias a cierta información detectada con los fonolocalizadores y los radiogoniómetros, nos habíamos enterado de que esa madrugada la aviación facciosa planeaba un bombardeo sobre Barcelona. Amanecía y los destellos rojos y amarillos, sumados a la niebla que había sobre el Mediterráneo, dificultaban considerablemente la visibilidad, tanto que ni yo ni el centinela que vigilaba en el otro extremo percibimos nada hasta que tuvimos a la aviación enemiga muy cerca, a tiro. Las baterías estaban permanentemente preparadas, así que activamos la sirena y corrimos, cada quien detrás de su cañón. Yo encuadré en la mira a un par de aviones Breguet que volaban ligeramente separados del escuadrón y abrí fuego contra ellos, pero la granada, aunque estalló y produjo una humareda negra y de olor tóxico, no salió del cañón. Lo mismo les sucedió a otros dos artilleros, de los seis cañones nada más funcionaron tres y ninguno de éstos dio en el blanco. Unos segundos después pasó el escuadrón intacto sobre nosotros y comenzó a bombardear Barcelona, densas columnas oscuras de humo se levantaban en la ciudad después de las explosiones, los tonos rojizos del amanecer le daban un toque apocalíptico a ese espectáculo que yo miraba desesperado, junto a mi cañón, con las manos en la cabeza y el alma en vilo, pues varias de las columnas se levantaban desde Sant Gervasi, el barrio donde estaban mi mujer y mi hija Laia, recién nacida. La situación tenía algo de ridículo, ¿cómo íbamos a defender Barcelona con ese armamento inservible? Junto a mí estaba Prat, un artillero rubio y gordo, de piernas cortas y manos extrañamente rojas, que después huiría con nosotros cuando abandonáramos Barcelona, estaba igual que yo junto a su cañón, contemplando cómo las columnas negras ascendían contra el cielo rojo y golpeándose con su mano roja un muslo mientras repetía collons, collons, collons, con un ritmo molesto y obsesivo. Horas más tarde me enteré de que uno de los Breguets que se me había escapado había bombardeado un orfanatorio donde habían muerto catorce profesores y ciento cuatro niños, un horror del que hasta hoy me siento muy culpable.

Mi madre pasó su primer año de vida escapando de las bombas que caían de los aviones de guerra. Escapaba en brazos de mi abuela, que la traía de acá para allá, según en qué sitio las sorprendieran las sirenas de alarma. Tenían que salir de casa todos los días para hacer la fila en la oficina de racionamiento, se trataba de un esfuerzo de varias horas que producía resultados modestos: un trozo de pan, una lata de leche condensada, una pieza de pollo que no encajaba en ningún rincón de la anatomía de los pollos. Cuando la alarma las sorprendía en la fila corrían a un refugio, que era distinto del que utilizaban cuando el bombardeo las pescaba a medio camino. En realidad no eran refugios, uno era un sótano y otro el entresuelo de un garaje, y además no siempre estaban disponibles. A veces resultaba menos peligroso capotear las bombas a la intemperie que apretujarse con todo el vecindario en esas ratoneras que, en caso de recibir un impacto, iban a desmoronarse igual que el resto de las construcciones. En casa el asunto era distinto, había una dinámica rigurosamente establecida. El perro percibía el ruido de los aviones minutos antes de que sonaran las sirenas de alarma y comenzaba a aullar como perro loco al tiempo que emprendía una carrera que terminaba debajo de la cama de mi abuela. Todos en esa casa habían llegado a la conclusión de que un perro tan perceptivo tenía que saber dónde estaba el mejor lugar para refugiarse, de manera que en el momento en que se disparaba la alarma del perro, mi abuela corría, con mi madre en brazos, a meterse con él debajo de la cama y detrás de ellas se metían mi bisabuela y Neus y la mujer de Oriol. Desde ese refugio sofocante que se había inventado el perro oían las cinco apretujadas, atemorizadas, primero la alarma aérea y luego el tremor de los aviones de guerra, que oían crecer, primero un punto que se iba convirtiendo, en cuestión de segundos, en murmullo, en cuestión de segundos, en ruido atroz que en cuestión de segundos era ensordecedor, insoportable, un estruendo sostenido que hacía llorar al perro, un llanto discreto, bajito, de criatura que se sabía perdida, a merced de ese ruido que en cuestión de segundos se ramificaba en explosiones, una, dos, cuatro, doce, y en cuestión de segundos una que caía mucho más cerca y que hacía desaparecer momentáneamente el estruendo, que en cuestión de segundos quedaba olvidado, porque acababa de caer otra todavía más cerca que ponía a llorar a las mujeres bajito, como todas las criaturas que se saben perdidas, mi abuela abrazaba a mi madre con una fuerza desmesurada, la apretaba contra su pecho, quería metérsela al cuerpo y regresarla al limbo, y en cuestión de segundos caía otra bomba todavía más cerca y en cuestión de segundos la onda expansiva que entraba por la ventana y volcaba muebles y rompía cosas y mi abuela apretaba más a mi madre y pensaba en mi abuelo y en que todo iba a acabarse cuando en cuestión de segundos cayera, todavía más cerca, la siguiente bomba, que se retrasaba, que no llegaba, que al final no caía, que en su lugar quedaba un estruendo que se alejaba y que en cuestión de segundos era un punto que desaparecía. Entonces las mujeres salían de debajo de la cama, aliviadas, exultantes, a contemplar los estropicios de la ola expansiva. El perro salía después, agachado, temeroso de que en cualquier momento volviera a dispararse su alarma interior. Una vez, al salir de debajo de la cama, mi abuela vio que mi madre tenía sangre en la cabeza, y cuando iba gritar del susto reparó en que la sangre le salía a ella de la boca, de una muela que se había partido de tanto apretar cuando trataba de regresar a mi madre al limbo. La guerra desvela una realidad alterna, produce situaciones que luego son difíciles de comprender, de locos, puedo ver a mi abuela con sangre en la boca y su muela en la mano, parada en el centro de su piso hecho trizas, riendo a carcajadas, eufórica, feliz.

Llegó el día en que tuvimos que abandonar la batería de Miramar, escribe Arcadi en sus memorias, la situación, ya de por sí insostenible por la desorganización de los mandos superiores y por el mal estado en que se encontraba nuestro armamento, se agravó la tarde en que llamamos por teléfono al general Roca, nuestro superior directo, y cogió la llamada un sargento que nos indicó, un poco avergonzado, que el general había sentido a las tropas franquistas demasiado cerca y que ya para esa hora iba camino a la frontera para salir cuanto antes de España. Aquella noticia equivalía al anuncio de la disolución de nuestra batería y así fue tomada por todos los soldados y oficiales destacados en Miramar, estaba claro que cada quien tendría que enfrentar la llegada del ejército enemigo como mejor pudiera. Esa noche discutí, con cuatro oficiales más o menos afines, la posibilidad de irnos juntos a Francia, ninguno pensaba quedarse en España a resistir la previsible represión que el general Franco iba a desplegar contra los oficiales del bando perdedor. Montseny, un teniente tarraconense excesivamente parlanchín que tenía pinta de soldado romano, con quien había coincidido en la batería desde que peleábamos en el frente de Aragón, nos dijo que se había enterado de que el presidente Azaña ya estaba en una población del norte, listo para cruzar la frontera francesa. Los otros oficiales afines eran Prat, el artillero gordo y rubio que tenía las manos extrañamente rojas; Romeu, un valenciano bajito y de gafas al que no vi despeinarse nunca, ni en los peores bombardeos; y Bages, un barcelonés enorme y velludo que podía pasar, en un instante, de la conducta bestial al comportamiento beatífico, un hombre extremoso con quien había trabado una sólida amistad. El dato de que hasta el presidente Azaña se había ido nos hizo decidir, ya sin ninguna clase de remordimiento, que al día siguiente dejaríamos Barcelona en el Renault blanco que usaba Montseny. Pasé esa noche en vela tratando de digerir lo que iba a suceder al día siguiente, tendría que irme solo a Francia, sin mi mujer y sin mi hija, quién sabía por cuánto tiempo, dejarlas a las dos en esa ciudad que estaba a punto de ser ocupada por las tropas franquistas. A la mañana siguiente, muy temprano, fui a despedirme de ellas al piso de Marià Cubí, donde para esas alturas también vivían mis padres, que habían perdido su casa en uno de los bombardeos, mi hermano Oriol con su mujer y Neus, mi hermana. El ambiente en el piso era demoledor, Oriol estaba en una esquina del salón convaleciente de una esquirla de metralla que le había entrado en una nalga, provocándole una herida que se había complicado luego de una intervención rústica que le habían practicado los doctores del frente. Oriol siempre había sido más alto y más corpulento que yo, pero entonces lo vi muy disminuido, más que sentado en el sillón parecía que el sillón se lo estaba devorando. En el otro extremo estaba mi padre, también convaleciente, con una cobija de rombos sucia encima de las piernas, se había roto un brazo y un fémur en una estampida de pánico por un bombardeo en la plaza de Cataluña. Las mujeres se movían con dificultad por el piso, que era demasiado pequeño para tanta gente, la mujer de Oriol y mi hermana Neus iban de un lado a otro con compresas y linimentos y, en el centro de aquel cuadro trágico, mi hija Laia risueña, ajena a toda aquella decadencia, comiéndose la papilla de leche que le daba su madre. «El ejército de Franco acaba de cruzar el río Llobregat, estarán aquí en un par de horas», les dije. Todos se me quedaron mirando de una forma que partía el alma, se hizo un silencio espeso que hacía juego con la atmósfera viciada que se respiraba en el salón. Mi mujer habló primero, resolvió con una sola frase la situación, «tú desde luego tendrías que salir de España», me dijo, y en el acto mi padre salió de su postración para suplicarme que me llevara a Oriol. «Y contigo qué va a pasar», le dije. «Nada», contestó él, «soy un viejo inofensivo en el que no va a reparar nadie». En ese momento me pareció que lo dicho por mi padre tenía sentido y simultáneamente pensé que Oriol en esas condiciones sería un lastre para nuestra huida, pero la mirada suplicante de mi padre me orilló a cargar con mi hermano, aun cuando me parecía una descortesía hacerlo sin haberlo consultado antes con los otros oficiales. Me despedí de mi mujer y de mi hija, más aprisa de lo que hubiera deseado porque ya me esperaban en la calle con el motor en marcha. Ninguno de mis compañeros dijo nada cuando Oriol, arrastrando con dificultad su aspecto cadavérico, se amontonó con nosotros en el coche. Bajamos a toda velocidad por la calle Muntaner hasta la Gran Vía y de ahí enfilamos rumbo a Badalona. Las calles estaban llenas de basura y de escombros, por todas partes ardían hogueras, y las únicas personas que podían verse eran soldados buscando salir de la ciudad. Cerca de Badalona nos detuvimos al pie de un árbol y quemamos en una hoguera el fichero de la batería.

Después de ese acto que marcaba el final de su vida militar, se subieron los seis al Renault y enfilaron rumbo a Palafrugell, cada uno cavilando sobre el futuro que se disparaba en intensidades desiguales, lo mismo llegaba hasta una comida años después, rodeados de hijos y nietos con la guerra reducida a una anécdota, que se detenía en seco frente a la penumbra de la siguiente hora. Por la cuneta caminaba esa fila interminable de personas que llevaban su casa a cuestas, hombres, mujeres y niños cargando cajas, bultos, costales, animales vivos, esa misma fila que había descrito Arcadi meses antes cuando peleaba en el frente del Ebro y que ahora servía de complemento para una preocupación mayor, más concreta, que era la herida de su hermano Oriol, que en el espacio reducido del interior del coche despedía un olor que los obligaba a llevar las ventanillas abajo, aun cuando el aire frío de enero, agravado por la velocidad con que avanzaba el coche, era por momentos insoportable. Arcadi sentía cómo su hermano tiritaba, tenía fiebre y la costura precaria que le habían hecho los médicos del frente supuraba cada vez más, incluso notaba que el manchón húmedo que había ido apareciendo en el muslo de su hermano se extendía hacia sus propios pantalones. Algo martillaba en el motor, el clan clan de alguna pieza floja que se convertía en escándalo cuando el coche alcanzaba cierta velocidad. Arcadi se sentía atravesado por sensaciones intensas y contradictorias, quería ser solidario con Oriol y hacerse responsable de él hasta que estuvieran fuera de peligro, pero por otra parte lo percibía como un lastre y esa herida putrefacta que le manchaba los pantalones le provocaba un asco indecible, le repugnaba y en el acto sentía un aguijonazo de culpabilidad que lo mandaba de vuelta a sentir solidaridad con él y con su herida putrefacta que era a fin de cuentas carne de su carne. Cuando llegaron a Palafrugell el aspecto de Oriol había empeorado, no había dejado de tiritar y sus esfuerzos por disimularlo, por no ser identificado como el lastre que cíclicamente percibía su hermano, le desarreglaban el gesto. Empezaba a hacerse de noche, llevaban todo el día apretujados a bordo del Renault sin probar bocado y respondiendo con monosílabos a la conversación torrencial de Montseny. Entrando al pueblo Romeu dijo que un amigo de su padre vivía ahí, se llamaba Narcís y tenía una casa de piedra, era todo lo que recordaba, había estado ahí de niño, no sabía con qué motivo. Por las calles deambulaban individuos de esa fila de gente con su casa a cuestas que los perseguía desde los tiempos del frente del Ebro, buscaban un rincón donde pasar la noche y un alma caritativa que les diera un pan. Aunque era difícil pedir menos, la mayoría se iba de Palafrugell sin conseguir ninguna de las dos cosas.

Preguntando hallaron la casa de Narcís. Romeu tocó la puerta para ver si podían darles de comer y permitirles descansar un poco, calculando, claro, que Narcís recordaba la visita de su padre y suponiendo que lo seguía teniendo en buena estima. El resto observaba cómo su colega, impecablemente peinado y ajustándose cada dos por tres sus gafas de miope, hablaba y gesticulaba frente a un viejo de barba y cómo señalaba con énfasis hacia donde estaban ellos. En determinado momento el viejo se llevó la mano a la frente y sonrió, más que sonreír hizo una mueca de asombro, como quien distingue en un rostro adulto los rasgos del niño que fue. La mujer de Narcís se ocupó inmediatamente de Oriol, lavó y desinfectó la herida y sustituyó el vendaje pegostioso y maloliente por dos pedazos limpios de sábana que fue trenzando mientras hablaba, de cómo era su pueblo antes de la guerra. Con la suma de lo poco que había, un puño de cada cosa, la mujer de Narcís confeccionó una sopa que alcanzaba para todos. Los demás hablaban a gritos en la sala, animados por la proximidad de la cena, o del final de la guerra, no sabían, claro, que lo que sigue después de la guerra suele ser peor que la guerra misma. Cuando llegó la sopa Narcís hurgó en una estantería y sacó una botella de vino que estaba escondida detrás de una enciclopedia, la guardaba para una ocasión especial y qué ocasión más especial, les dijo, que ver cómo tu país se va a la mierda. Después de cenar Oriol se fue a dormir, era tarde y habían decidido aceptar la invitación completa, pasar la noche ahí y reanudar el viaje a la frontera al día siguiente. A pesar de la curación la herida había vuelto a supurar, Arcadi vio otra vez la mancha fresca en los pantalones cuando Oriol subía la escalera. Después de la cena, mientras Montseny aturdía al anfitrión con una decena de anécdotas, Bages trató durante media hora infructuosa de localizar Radio Barcelona en un aparato que había ahí, manipulaba el dial con brusquedad e intermitentemente, buscando una mejor orientación, subía el aparato de arriba abajo, parecía un oso buscándole un ángulo comestible a su presa. Cuando estaba a punto de darse por vencido encontró la frecuencia de una estación de Roma donde un locutor decía, en un italiano pausado que no permitía otras interpretaciones, que Barcelona había sido tomada por el ejército franquista a las dos de la tarde. Nadie dijo nada. En la chimenea ardía un fuego que todos miraban y que servía de coartada para no hablar, como si esperaran la revelación que podía venir del siguiente chasquido del leño que ardía.

Esa noche mi abuelo durmió en la misma habitación que su hermano. Era la primera vez en meses que dormía en una cama. Recuerdo la acogedora sensación que me produjo el contacto con las sábanas limpias, violentamente contrastado con el tremendo hedor de las heridas de mi hermano, escribe Arcadi en una de sus páginas.

Al día siguiente reemprendieron el camino hacia la frontera, de manera tan errática que el viaje que podía haberles tomado unas horas terminó haciéndose en diez días. Esa dilación tenía las proporciones de un síntoma, nadie deja su país y a su familia mientras exista la mínima esperanza de resolver las cosas de otra manera. Montseny conducía con un orgullo que no tenía relación con el estado deplorable de su vehículo, iba erguido y con el pecho afuera y hacía unos comentarios que tampoco tenían relación con lo que les estaba sucediendo; Bages iba junto a él, de copiloto, porque era el único que se atrevía a callarlo cuando los aturdía, y además porque no cabía en otro asiento. Atrás iban Arcadi, Oriol, Prat y Romeu, que, por ser el más pequeño de estatura, iba montado entre Prat y Arcadi, no había otra forma de meter a cuatro en un espacio tan reducido. Pasando Peralada notaron que el clan clan que hacía la máquina empezaba a complicarse con una serie de tirones esporádicos, como si el automóvil se sofocara y momentos después recuperara su respiración normal. En Sant Climent se encontraron a un grupo de colegas artilleros que los llevaron a la reserva general, un campamento que estaba en las afueras donde reinaba un ambiente terminal. Al día siguiente se irían a Francia y ya se implementaban las medidas pertinentes: algunos destruían el armamento pesado que pudiera servirle a los franquistas; otros, en una suerte de ritual alrededor del fuego, quemaban de manera festiva toda la documentación de la reserva. El dinero se distribuía entre oficiales y soldados, cada quien recibía una cantidad según su rango. Durmieron ahí, muertos de frío, indecisos frente a la posibilidad de irse al día siguiente a Francia. En la mañana del 28 de enero el cocinero de la reserva despidió a todos con una calderada de patatas fritas. A las once empezó a correr el rumor de que las tropas enemigas habían desembarcado en Rosas, el personal de la reserva aceleró las maniobras de evacuación y ellos, todavía indecisos pero contagiados por los preparativos de la huida, se unieron al contingente. Sumaron el Renault blanco a la fila de camiones y vehículos pesados, la lentitud del tráfico provocaba que la máquina se fuera asfixiando con más insistencia, después de cada sofocón había que echarla otra vez a andar. Oriol iba recargado en el hombro de Arcadi, dormido o probablemente desmayado, no había nada que hacer en todo caso. Al llegar a la carretera que iba a La Jonquera, el pueblo fronterizo más cercano, se quedaron atascados en medio de una caravana interminable de automóviles, camiones, ambulancias, carretas y animales de ganado. Al cabo de hora y media, cuando el monólogo de Montseny y el olor de la herida de Oriol se hicieron insoportables, efectuaron una votación: Prat, Romeu y Montseny se integraron al contingente de la reserva general, mientras que Arcadi, Oriol y Bages decidieron quedarse en el coche y dar vuelta en redondo. Arcadi hubiera querido integrarse al contingente pero el estado de su hermano se lo impedía, y Bages, por solidario o quizá porque estaba harto de la cháchara de Montseny, había preferido quedarse con él. En la noche cenaron la última lata de carne y durmieron dentro de un autobús abandonado que era mucho más amplio que el interior del automóvil. En la mañana Bages averiguó que la frontera seguía cerrada para civiles y militares, sólo podían cruzar los heridos, lo cual no era una opción para Oriol, que se negaba a cruzar la frontera solo, como irremediablemente, llegado el momento, iba a tener que ser. A partir de aquí comienza una errancia más bien maniaca, regresan a Peralada y de ahí enfilan hacia Port de la Selva, pero el Renault no resiste y lanza el sofocón final a unos cuantos metros de una masía donde la dueña, a regañadientes, les prepara una tortilla y les da agua y un trozo de tela para cambiarle el vendaje a Oriol. Caminando regresan a Peralada, sosteniendo al herido por turnos, ahí permanecen día y medio en una casona habilitada como refugio, viendo cómo llueve sin parar. El 31 de enero Arcadi consigue que una camioneta de Fuerzas del Aire los lleve a Port de la Selva, ahí internan a Oriol en un galerón que servía de hospital, Arcadi le promete que regresará por él en cuanto se abra la frontera y sale de ahí sintiéndose culpable, pero también aliviado y ligero. Luego, todavía aplicando esa dilación que era un síntoma, Bages y él se presentan en la Comandancia de Artillería. Nos proporcionaron una vivienda bastante confortable, propiedad de un concejal que, en un momento de pánico, había huido a Francia. Encontramos en la alacena cuatro frascos de anchoas que nos sirvieron para comer durante día y medio. Pasamos del uno al cuatro de febrero vagando de aquí para allá sin que nuestros servicios fueran requeridos. El reposo y la limpieza constante de la herida tenían a Oriol de mejor color, aunque el responsable del galerón, un voluntario sin más méritos que su entusiasmo, recomendaba que permaneciera ahí unos días más. El cinco de febrero al atardecer vimos cómo se aproximaba una escuadrilla de aviones. De inmediato sonaron los silbidos y las explosiones de las bombas que lanzaba el enemigo. Bages y yo corrimos a nuestros puestos en la zona de baterías. Un hidroavión comenzó su obra de reblandecimiento arrojando bombas sobre el puerto y la población. Cada diez minutos sonaba la alarma y seguidamente un rosario de explosiones luminosas. A la una de la madrugada, luego de muchas horas de responder a los ataques, cuando estaba claro que nuestra defensa era inútil, apareció el mayor Garrido para dar la orden de evacuación inmediata. Antes de evacuar inutilizamos los cañones, quitamos los cerrojos de las cuatro piezas y los lanzamos al mar. Corrí al galerón donde estaba Oriol internado. Lo encontré dormido. Le expliqué a uno de los voluntarios que de un momento a otro nos iríamos y que necesitaba llevarme a mi hermano. El voluntario me informó de que un vehículo especial, que estaba por llegar, transportaría a los heridos a Francia, que Oriol viajaría mejor atendido y que yo podría reunirme con él del otro lado de la línea fronteriza. Me convenció. Corrí hacia el camión que ya tenía el motor encendido y que se hubiera ido si Bages no interviene para pedirle al chófer que me esperara. Tres horas después nos topamos con una fila de cuatro kilómetros de vehículos que aguardaba para internarse en territorio francés. Decidimos bajarnos del camión y caminar hasta la línea fronteriza. Unos minutos más tarde varios cazas enemigos aparecieron en el cielo. Sus ametralladoras comenzaron a dispararnos. Nos guarecimos en un monte junto al túnel del ferrocarril hasta que terminó el ataque. Tras media hora de escalar empinadas cuestas y descender pendientes resbaladizas, llegamos a la frontera. Arcadi y Bages llegaron al cuello del embudo. Toda esa fila de gente con su casa a cuestas, que había cruzado el país huyendo de la inminente represión franquista, se agolpaba frente a media docena de garitas improvisadas por la Guardia Alpina francesa. Arcadi escribe una lista, extrañamente jerarquizada, de los componentes de aquel tumulto: Coches de toda clase y marcas, camiones con soldados, fardos, sacos, cabras, conejos, corderos, campesinos con sus carros tirados por caballos cargados de camas, colchones, alacenas, etcétera. Les tomó varias horas abrirse paso hasta las garitas. Cuando por fin llegó frente al guardia, un hombre alto de capa azul, Arcadi iba digiriendo la evidencia de que el reencuentro con su hermano en ese tumulto iba a ser muy difícil, probablemente imposible. No le gustó lo poco que lo perturbaba ese pensamiento. El hombre de la capa azul revisó minuciosamente sus documentos, le preguntó dos o tres cosas y le ordenó que entregará sus armas. Arcadi entregó la única que tenía, su pistola Star calibre 7,65 que había cargado durante toda la guerra en una funda que le colgaba del cinturón. También entregó 96 cartuchos que guardaba en su macuto. El guardia echó el arma y los cartuchos en una caja y le hizo una señal para que caminara, ya por territorio francés, hacia una caseta donde tres guardias revisaban las pertenencias de soldados y civiles. Entre las dos casetas mediaba una boca de lobo, una oscuridad total, un fario pésimo. No sé qué percepción del porvenir tendría mi abuelo, quizá pensaba permanecer unos meses en Francia mientras se normalizaba la situación en su país, en lo que el general Franco se tocaba el corazón y decretaba una amnistía. Lo que desde luego no sospechaba era que acababa de dejar España para siempre, que tendría que improvisar el resto de su vida en un enclave de la selva mexicana, que tardaría casi cuarenta años en volver y que entonces se daría cuenta de que el regreso, con tanto tiempo de por medio, era un asunto imposible. Su reloj marcaba las siete y diez, aprovechó el trayecto a la caseta para adelantarlo hasta las nueve y diez, que era la hora de Francia. La maniobra parece una simpleza, si no se piensa que a todo lo que se estaba dejando había que añadirle esas dos horas que se quedarían ahí, estranguladas durante décadas, hasta ese día en que buenamente regresara por ellas. Se formó en la fila a esperar su turno. Una ventisca húmeda y helada lo hizo temblar, estaba oscuro, no podía verse el suelo pero todo parecía indicar que reinaba un lodazal. El mar se oía del lado derecho y, según qué ruta llevara el viento, podía olerse, era un cuerpo imaginario igual que el lodo. La única luz en el horizonte era un foco de filamento temblón que colgaba de un alambre encima de los guardias. Desde su lugar en la fila Arcadi no alcanzaba a distinguir qué tan minucioso era el proceso de revisión, pero dos o tres cosas que oyó, más el culatazo brutal que recibió el campesino que iba tres lugares delante de él, empezaron a desconcertarlo. Miró para todos lados tratando de localizar a Bages, se habían perdido de vista después de la revisión, cosa nada fácil en un hombre tan grande como su amigo, necesitaba mirarlo y que él lo mirara, convencerse los dos con un gesto de que no estaban cometiendo un error garrafal, y en caso de que sí, cometerlo a dúo, con el apoyo y la complicidad del otro. Pero a Bages se lo había tragado el tumulto y además el guardia que ya estaba cerca desaprobaba, o cuando menos torcía la boca, cada vez que Arcadi buscaba a su amigo con la vista. Cuando llegó su turno había conseguido ganar cierto nivel de tranquilidad, pensaba que el gobierno francés deseaba ayudarlos y que sin duda iban a tratarlos como refugiados. Nada más mirar de cerca a los guardias supo que se equivocaba, algo había en sus ojos y en la forma de adelantar la mandíbula que no era buen signo. Entregó su macuto a la mano imperativa que se lo exigía. Los tres guardias se repartían el trabajo de revisar las pertenencias de los refugiados, todos los que entraban al país tenían que irse filtrando por ese cuello de botella. Esas filas enormes que venían viendo desde los días del frente del Ebro terminaban ahí, para continuar nadie sabía dónde. Los guardias estaban uniformados de negro, un negro escrupuloso sin diluciones ni semitonos, llevaban chaqueta de piel y un arma larga que les cruzaba el pecho, eran distintos de los guardias alpinos que habían quedado atrás en las garitas, de capa azul y arma corta colgándoles de la cintura. La mano que le había exigido el macuto también le ordenó que vaciara sus bolsillos en una charola que estaba puesta ahí para ese efecto. Echó un pañuelo blanco, un mechero de yesca y sus papeles de identidad. No tenía intenciones de entregar su reloj, donde guardaba las dos horas estranguladas. El guardia le dijo, con un pronunciamiento de mandíbula, que regresara todo eso a sus bolsillos y luego cogió el macuto y vació su contenido en una zanja en la que Arcadi, distraído por las instrucciones mudas del guardia, no había reparado. Vio cómo fueron cayendo sus objetos en la zanja, una muda de ropa interior, una navaja, unos anteojos para leer, una libreta, un lápiz y una fotografía de mi abuela. Todo fue inmediatamente sepultado, nada más tocando el fondo, con dos enviones de cal que tiró un campesino que estaba de pie junto a un montón blanco, con su pala lista, observando una prestancia que al contrastarse con los andrajos que vestía le daba un aire de loco. Luego el guardia echó también el macuto a la zanja y, después de que el campesino aplicara puntualmente sus dos paletadas, mandó a mi abuelo, con un último pronunciamiento de mandíbula, a formarse en otra fila que ya comenzaba a moverse. Entre esa caseta y lo que estuviera por venir mediaba otra boca de lobo. En la fila caminaban militares y hombres solos, algún proceso de selección había sido aplicado en la frontera, el tumulto había sido espurgado de mujeres, niños y animales. En todo caso la selección no era un buen signo, había hombres ahí que acababan de ser separados de sus mujeres y de sus familias, todo era confuso, la fila era más bien una masa larga que se desplazaba en la oscuridad, pastoreada por un grupo de guardias móviles que no permitían ni que se hablara ni que nadie se quedara rezagado. Un guardia gritaba cuando alguien perdía el paso o trastabillaba y cuando alguno se detenía, por cansancio o porque se había lastimado. Casi siempre el grito salía reforzado por un culatazo. Al parecer las culatas tenían siempre la última palabra. Los refugiados caminaban por la orilla de la carretera, sobre un suelo fangoso de nieve vieja y una altura de lodo que a veces les alcanzaba las rodillas. Era de noche, atrás y hacia delante, afuera y adentro, parecía que la noche, en un descuido, en una crecida, podía brincarse los bordes de mañana. La sensación de estar a salvo en otro país, lejos del brazo vengativo de Franco, se desvanecía en medio de esa masa de refugiados que eran tratados como prisioneros de guerra. Nadie sabía adónde los llevaban y después de una hora de caminar, cansados y hartos de lodo, habían tenido tiempo suficiente para concebir todo tipo de conjeturas. Un viejo metió la pierna en un hueco que estaba disimulado por el lodo y cayó al suelo. El incidente provocó que los hombres que caminaban a su alrededor se detuvieran y procuraran auxiliarlo. El guardia que pastoreaba esa zona se metió hasta el lugar donde yacía el viejo y lo levantó de un brazo al tiempo que gritaba y hacía una señal para que todos siguieran caminando. Varios se quedaron ahí, sin moverse, tratando de averiguar si el viejo podía seguir, nada más mientras el guardia comenzaba a gritarles y a azuzarlos con la culata de su rifle. En lo que se reincorporaban a la fila alcanzaron a ver cómo el guardia obligaba al viejo a que avanzara, pero éste no podía dar un paso, se cogía la pierna, estaba visiblemente lastimado. El guardia lo empujó dos veces sin resultados y la tercera fue un golpe de culata en la espalda que lo derribó al suelo. Todo sucedió en unos instantes, dos de los que se iban reincorporando a la fila brincaron para defender al viejo, pero fueron atajados por una tercia de guardias móviles que los regresaron, a punta de rifle, a su lugar en la fila. El viejo se quedó, tirado en el lodazal, ya no vieron si alguien se hizo cargo de él ni si tuvo fuerza para levantarse. Catorce kilómetros después llegaron a Banyuls-sur-Mer, Arcadi recuerda con asombro la luz que había en el pueblo, en los faroles, en las tiendas y en las ventanas de las casas, esa luz era señal de que por ahí no había pasado la guerra. También se asombró con el surtido de las épiceries, montañas de quesos, plátanos, jamones y cuanta cosa no vista durante tantos meses. Todavía no terminaban de asombrarse cuando los guardias ya los iban pastoreando fuera del pueblo. Una gorda se acercó a la fila y escupió mientras una tercia de viejos les gritaba toda clase de insultos. Arcadi vio un edificio blanco de dos plantas con las ventanas iluminadas y un letrero brillante que decía Hôtel de la Plage, esa visión de sueño, plagada de habitaciones inalcanzables, le dejó una chispa en el ánimo. Pasó una ráfaga sacudiendo el grupo de palmeras que había frente al hotel, era el anuncio del diluvio que iba a caerles encima, intermitentemente, durante los quince kilómetros que les faltaban, caminaban por la orilla de la carretera y el mar se adivinaba y con frecuencia se oía golpeando el costado derecho del mundo. De vez en cuando los adelantaba un vehículo, aparecía a lo lejos como un resplandor que se aproximaba y en unos segundos pasaba de largo, dejaba tras de sí un vacío angustioso que se iba haciendo grande, enorme, hasta que a las luces rojas de los cuartos traseros se las tragaba la oscuridad. Lo mismo sucedía con el ruido del motor, que se alejaba hasta que la multitud de pasos chapoteando en el barrizal lo apagaba del todo. Llegaron a Argelès-sur-Mer, otro pueblo de luz donde no había un alma despierta. Caminaron a lo largo de una calle fantasma, luego se desviaron hacia una playa donde el contingente por fin se detuvo. Había dejado de llover y del cielo lavado brotaba una noche de estrellas. El contingente comenzó a deshacerse y a integrarse con los otros miles de refugiados que ya estaban ahí. La arena era una superficie pantanosa azotada todo el tiempo por ráfagas polares. Los guardias móviles desaparecieron. Buscando un lugar para echarse a dormir, Arcadi se topó con una alambrada que confirmó sus sospechas: no se encierra a quien se ofrece refugio, sino a quien se considera prisionero. No sé qué percepción del porvenir tendría mi abuelo esa madrugada del 6 de febrero de 1939, pero desde luego no sospechaba que iba a permanecer ahí los próximos diecisiete meses. Un par de preguntas bastaron para enterarse de que en esa playa no había ni tiendas, ni barracones, ni techo alguno. Exhausto como estaba se echó a dormir, ovillado como perro, encima de unos cartones. No faltaba mucho para el amanecer.