Gracias al maestro Cano, ese viejo experto en asuntos diplomáticos de la Facultad de Historia, conseguí que me recibiera el cónsul general de México en París; el maestro había hablado con él por teléfono y él se había «mostrado encantado», según me dijo textualmente, de recibir a un investigador con tanto interés en el exilio republicano. ¿Aunque sea yo antropólogo?, le pregunté a Cano, porque me parecía un poco extraño entrar a un archivo histórico con esa facilidad. No menosprecie usted mi influencia, me dijo Cano divertido, y luego agregó: no va a dejar pasar usted esta oportunidad, ¿verdad? Unos días más tarde, como dije, ya iba yo a bordo de un avión rumbo a París, con una fotocopia de las memorias de Arcadi que había ido anotando en los márgenes y una libreta donde había ordenado mis dudas y los huecos que había percibido en las cintas de La Portuguesa. Me hospedé en un hotel que me consiguió el cónsul, una prueba más de la influencia que sobre él tenía el maestro Cano, y al día siguiente me presenté muy temprano en el edificio de la Rue Longchamp. El jefe del archivo, un hombre de setenta años que llevaba treinta en el mismo escritorio, me condujo hacia la zona donde estaban las cajas con la documentación del embajador Rodríguez. Usted perdonará el desorden, dijo al ver mi reacción frente a las pilas de cajas, y después se fue y me dejó husmear a mis anchas. Me tomó medio día orientarme en aquel mundo de oficios, documentos y cartas personales, pero tres días después había conseguido los datos que necesitaba para completar la historia. Llené dos libretas con cifras, datos y pasajes importantes de la gestión de aquel embajador heroico, sobre todo en los campos que tocaban el paso de Arcadi por Francia, hice listas minuciosas de lugares, de nombres, de compañías, de las ocupaciones temporales de los republicanos y de la proporción que éstos ocupaban como fuerza laboral en el país; todo eso puede averiguarse a partir de los documentos del embajador y yo, habituado por mi oficio a trabajar con los detalles, fui formando en esos cuadernos un perfil casi científico de la gestión de Rodríguez. En aquel universo de documentos encontré el acta que levantó la Gestapo la noche de la detención de Arcadi en Toulouse, aquella que pone Rotspanier en letras rojas grandes, y también encontré un dato que desconocía: con el acta viene un anexo de información sobre Arcadi en donde, entre otros datos, se especifica que es miembro del Partido Comunista, y se da un número de filiación, y que su padre y su hermano también lo son, y se dan otros dos números. Yo no sólo ignoraba esto, también había tratado el tema con Arcadi y él me había dicho que no pertenecía a ningún partido ni organización política, cosa que siempre me había parecido rara porque Bages, su amigo íntimo, recibía todo el tiempo correspondencia del partido y se carteaba con media docena de camaradas en Francia. Aquel dato, además de hacerme sentir engañado por mi abuelo, me hizo sospechar que había una parte de su historia que ignoraba.
El último día acepté una invitación a cenar que me hizo el cónsul: me había propuesto, a manera de despedida, que probáramos los caracoles que servían en Bon, un restaurante que, según la información que soltó mientras conducía su automóvil, que era desde luego negro, había sido diseñado íntegramente por Philippe Starck. El cónsul se había interesado desde el principio en mi investigación, le había sorprendido mucho que todo ese material histórico que llevaba años durmiendo en su sótano pudiera serle útil a alguien, además, claro, del maestro Cano, había dicho. Antes de aquella cena yo creía que su interés y sus continuas preguntas eran su forma de controlar todo lo que sucedía en su consulado, pero me equivoqué. Entramos al restaurante y nos sentaron en la parte alta, en una mesa desde donde teníamos un panorama completo del diseño de Starck, una jungla de formas plagadas de vértices que devoraba paredes, sillas, mesas y cubertería. Yo al señor Starck en mi casa le permitiría, como mucho, poner una lamparita, dije sin pensar que al cónsul podía gustarle mucho ese diseño. El cónsul se rió de buena gana y dijo que él, al señor Starck, no le permitiría ni eso y luego advirtió que esa jungla de vértices pasaría a segundo plano en cuanto llegaran los caracoles, como efectivamente sucedió. Mientras bebíamos un aperitivo y conversábamos de cualquier cosa, el cónsul, que a medida que se aproximaba su platillo de caracoles iba dejando de ser hombre robusto y se iba convirtiendo en gordo goloso, me pidió que lo llamara por su nombre, sin anteponer su rango, y eso me dio pie para preguntarle directamente sobre el interés que tenía en mi investigación. Muy simple —dijo—, mi abuelo murió en el campo de prisioneros de Vernet. Ése fue el punto de partida para la conversación que duró hasta que salimos de la guarida del diseñador Starck, luego de haber recorrido y comparado el historial de cada uno, y también la manera en que esa condición omnipresente de haber heredado una guerra perdida había interferido en nuestra forma de mirar el mundo. La conversación fue una tormenta, con sus periodos de calma cada vez que el cónsul, todavía más gordo, se abismaba en el sabor y en la textura de alguno de sus caracoles. Justamente después de probar uno, que a juzgar por el abismo en que cayó debió ser el mejor de la noche, dijo sin mirarme, mientras entresacaba con un instrumento largo hasta el último rastro de aquel manjar: ¿y nunca se te ha ocurrido visitar Argelès-sur-Mer? La pregunta me dejó helado, no por ella misma sino porque se trataba de una obviedad, de un trámite elemental en mi investigación que ni siquiera se me había ocurrido. Te lo digo porque yo estuve hace poco en Vernet, dijo, y entonces volteó a verme. Se limpiaba la boca con la servilleta y su doble acierto le había puesto los ojos brillantes, había dado en el blanco con su pregunta, luego de haber dado en el blanco con su instrumento largo. Yo empecé a darle vueltas a la posibilidad de hacer ese viaje y antes de que viniera el camarero a levantar la orden de los postres ya había decidido que ese viaje era una misión urgente que tenía que efectuarse al día siguiente. Me quedaba todavía una semana en Europa y decidí cambiar la visita que pensaba hacerle a Pedro Niebla en Madrid por esa visita a Argelès-sur-Mer que, desde la altura de aquella cena estupenda, se me antojó como un viaje de arqueología interior, una experiencia cuyos probables hallazgos me ayudarían a obtener un mejor perfil de Arcadi y, consecuentemente, de mí mismo. Al día siguiente cogí un avión que en menos de una hora me llevó hasta Perpignan, al sur de Francia. Caminé hasta la zona de taxis del aeropuerto y le pedí a uno que me llevara a Argelès-sur-Mer. El chófer, un viejo amable, trató de convencerme de que hiciera el trayecto en autobús, que iba a costarme la mitad y además había uno a punto de salir, pero yo no quería perder nada de tiempo, estaba impaciente por llegar y así se lo dije y él, que era un viejo amable, no insistió más. La carretera estaba vacía, era un jueves de enero, un mes flojo para los destinos turísticos que viven del sol y de la vida en la playa. El viejo era un parlanchín que me obligaba de cuando en cuando a responderle, cada vez que su pregunta exigía algo más que un ruido o un monosílabo de mi parte. Le contestaba distraídamente y lo atendía poco, quería meterme bien en el paisaje, en ese territorio donde pensaba que había algo mío. Tan convencido estaba de ello que entrando a Argelès-sur-Mer me sorprendió el poco efecto que la ciudad produjo en mí. Le pedí al chófer que me dejara en la zona de los hoteles, ya había visto al pasar dos que estaban cerrados, había olvidado que los hoteles de playa suelen cerrar durante los meses de invierno, pero el viejo amable me aseguró que habría algunos abiertos: en esta calle seguramente encontrará alguno, dijo. Déjeme aquí, le dije, para buscarme uno por mi cuenta y también para librarme de su cháchara, que empezaba a ser una verdadera interferencia. Caminé dos manzanas, cargando mi maleta, que era pequeña, y mi portafolios, que había engordado todos los días con fotocopias de documentos y notas que iba tomando. Trataba de decidir en qué hotel alojarme, había pasado tres que estaban abiertos y el mecanismo de elección que utilizaba era el de la simple vista, el que más me gustara, el que más me latiera, para usar esa expresión mexicana tan exacta, que integra la vista pero también la reacción que lo que se ha visto provoca en el corazón; una joya, en realidad, de la síntesis: lo que entra al ojo y da en el blanco y entonces provoca un latido. Hacía frío en la calle, y el viento del mar que estaba enfrente, a unos doscientos metros, exageraba el rigor de la temperatura. Al final de la segunda manzana que caminé, en la esquina, vi un hotel que estaba abierto y que me hizo detenerme y que me latió en el acto: era un edificio azul y viejo, de tres plantas, con un letrero grande que decía Cosmos. Entré a la recepción, que era espaciosa y llena de madera, y alquilé una habitación a un precio que resultó irrisorio en cuanto lo comparé con lo que me había costado la habitación en París. Eso me hizo pensar en que mi investigación empezaba a costarme demasiado cara y que a ese paso pronto liquidaría mi raquítica cuenta de ahorro de profesor de antropología. Dejé mis cosas en la habitación y salí a caminar, era temprano, no daban todavía las diez y el café con dos inmundos panecillos que me habían dado a bordo del avión me había quitado el hambre. Caminé hacia el centro de la ciudad, una maniobra de protección…, supongo, porque lo lógico, si es que efectivamente no quería perder nada de tiempo, hubiera sido tirar para el mar, meterme de una vez a la playa donde mi abuelo había estado prisionero durante diecisiete meses; la verdad es que me perturbaba tanto descubrir vestigios, muchos o pocos, como no descubrir ninguno; en el fondo sabía que mi Argelès-sur-Mer era el que me había heredado Arcadi, no era un territorio físico sino un recuerdo, una memoria con más de sesenta años de antigüedad, y esa memoria, que era la que yo trataba de reconstruir, difícilmente iba a coincidir con ese territorio físico que era sesenta años más joven. Con todo y que había optado por el centro de la ciudad porque ya intuía que en la playa me esperaba el desencanto, nunca esperé que la diferencia entre los dos Argelès-sur-Mer fuera así de brutal. Curioseando por las calles, donde el clima era más benigno que en la orilla del mar, di con el edificio del Ayuntamiento y, sin pensarlo mucho, me introduje y fui recibido por una señorita deseosa de ayudar a los visitantes. Para no desairarla y también porque sentía curiosidad, le dije que andaba buscando información de la ciudad, su historia, su composición socio-política, sus actividades preponderantes, esas cosas que suelen publicar las oficinas de turismo de las localidades. La señorita cogió un cuadernillo de un montón que tenía junto a ella y me lo obsequió, era un compendio de todo lo que esa ciudad, y sus playas, ofrecían al turista, más una versión resumida de su historia. Salí del Ayuntamiento y me senté en un café a analizar la información, pedí algo de comer porqué el espejismo de plenitud que me había dejado el desayuno del avión había desaparecido. Leí, con un desasosiego creciente, el capítulo donde se contaba la historia de la ciudad. Transcribo textualmente, traduciéndolo al vuelo del francés, el primer párrafo: Situada en el Roussillon, a la orilla del Mediterráneo, Argelès-sur-Mer es uno de los balnearios más importantes de Francia. Su clima benigno y su situación privilegiada, entre el mar y la montaña, atraen cada año a más de doscientos mil visitantes. Luego de dos o tres párrafos más donde se ensalzan sus hoteles, sus restaurantes y el tradicional cariño que prodiga a los turistas su gente, viene la parte histórica, que arranca con los condes de Roussillon en el momento, siglo XII, en que los reyes de Aragón les arrebatan la ciudad y se quedan con ella. Luego narran, más bien a brincos, la época en que la ciudad perteneció al reino de Mallorca y posteriormente su regreso a la tutela de los reyes de Aragón. Más adelante viene un salto hasta el siglo XVII, cuando por medio del Traite des Pyrénées, Francia se queda con esa región que había sido de España. Lo que sigue después de esta información es este párrafo: A principios del siglo XX, Argeles no era más que una aldea rural como tantas otras, donde la gente vivía de trabajar la tierra y de la artesanía. La moda de las vacaciones de verano y el aumento del turismo sacaron a la ciudad de su somnolencia. Desde hace cuarenta años la ciudad ha experimentado un desarrollo considerable que se refleja, por ejemplo, en la ampliación de los servicios de playa y en la construcción, en 1989, de Port-Argelès. Me desconcertó la ligereza con la que el folleto pasaba de principios del siglo XX al año de 1989, y mi desconcierto fue mayor al voltear la página y encontrarme con un gráfico histórico que registraba las fechas importantes del lugar. Transcribo lo que ahí se consigna, otra vez traduciendo al vuelo, a partir de finales del siglo XIX:
1892: Construcción de las primeras villas y chalets.
1929: Creación del Syndicat d’Initiative.
1931: Organización de los primeros torneos de tenis.
1948: 4000 veraneantes en la playa.
1954: Inauguración del primer camping.
1962: La zona es elevada al rango de Estación de Turismo y Balneario.
1971: Creación de la Oficina de Turismo.
1989: Inauguración de Port-Argelès.
Del desconcierto pasé a la incredulidad y, bastante animado por un principio de indignación, salí del café y volé al Ayuntamiento, donde fui otra vez recibido por la señorita que, pese a sus deseos de ayudar, no pudo hacer mucho: lo más que hizo fue sacar un libro de título L’Histoire d’Argelès-sur-Mer, el texto original de donde habían extraído el resumen que le daba cuerpo al folleto. Me senté ahí, en una mesa con sillas que me señaló la señorita, y durante un buen rato revisé las páginas buscando algún vestigio de la estancia de los republicanos españoles en esa playa que hoy es un paraíso turístico del sur de Francia. No encontré nada, y tampoco encontraría ni un vestigio en la oficina de turismo que visitaría al día siguiente, ni en la página de Internet de la región del Roussillon por la que me puse a navegar esa misma noche, en mi confortable habitación del hotel Cosmos, aturdido por tantas cosas que en unas cuantas horas había visto y pensado. La historia oficial de Argelès-sur-Mer no registra que en 1939 había más de cien mil republicanos españoles en su playa, pero sí establece en su gráfico histórico, como uno de los puntos importantes del desarrollo de la comunidad, que en 1948 cuatro mil veraneantes disfrutaban de esa misma playa. Con ese ruido en la cabeza salí del Ayuntamiento y di media vuelta, cogí un taxi para no fatigarme, llevaba la intención de invertir el resto del día en recorrer la playa, los siete kilómetros completos, que había ocupado el campo de refugiados. Le pregunté al taxista, que aparentaba edad suficiente para saberlo, que si tenía idea de dónde había estado ese campo, que si podía decirme a grandes rasgos de qué punto a qué punto corría la alambrada que contenía a los prisioneros. Me dijo que la mayor parte de la playa estaba ocupada por ellos y que en un descampado que había entre un camping llamado L’Escargot y otro de nombre L’Étoile Déshabillée, había un pequeño obelisco conmemorativo. Le pagué y le di las gracias, me pareció reconfortante que alguien recordara ese capítulo extirpado de la historia de Argelès-sur-Mer. Me eché a caminar por la playa azotado a rachas por un viento frío, el mistral que tanto había hecho sufrir a Arcadi y a sus compañeros de desgracia, iba pensando que algún vestigio de esos cien mil hombres tendría que haber quedado, algo, lo que fuera, un trasgo, una cauda tenue, una presencia como la que seguramente había dejado don Luis Rodríguez en las habitaciones del hotel Midi que le sirvieron de oficina, o como la que dejó mi bisabuelo adherida a las paredes de la prisión Modelo de Barcelona, algo tenía que haber pegado a la arena, o a las rocas, o mezclado con el agua, cualquier cosa que sirviera de nexo entre esa playa y la playa que trabajaba en mí, un trozo de alambre, la huella de un spahi, las pisadas de la rata que le mordía el cinturón a Arcadi, la vibración, el trasgo, el fantasma de los miles de muertos que ahí hubo. Hacía frío y la playa estaba desierta, no había, naturalmente, turistas tirados de cara o espalda al sol y yo caminaba asombrado del paso implacable del tiempo, que había conseguido que esa arena donde los hombres se tiraban a morir, sesenta años después recibiera hombres que se tiraban ahí mismo, y cuyos cuerpos dejaban la misma marca en el suelo, para gozar de la vida y ponerse morenos. Caminé media hora sin detenerme acompañado por el vaivén del mar y por los golpes del mistral que con todo y abrigo me hacía estremecer, lo veía pasar furioso y golpear la arena y levantarle crestas, caminaba concentrado en todo lo que me rodeaba, en la arena, en las piedras y en el agua, buscaba vestigios, una presencia, cualquier rastro de los cien mil republicanos, iba aplicando mi olfato de antropólogo en cada palmo de aquel territorio, trataba de no distraerme con los clubes de playa y con los campings que alteraban el entorno con sus letreros estentóreos, uno detrás del otro se sucedían, parecía un complot para terminar de sepultar los vestigios que yo buscaba, Aqua Plage, Espace Surf, Club Mickey Tayrona, Central Windsurf, Le Jump, Club Center Plage, y mezclados con estos clubes de playa estaban los campings, de nombres más franceses y letreros menos estentóreos y con sus trailers largos, pocos por la temporada pero suficientemente visibles, L’Arbre Blanc, Bois de Valmarie, Le Bois Fleuri, Le Dauphin, Le Galet, La Sirene, Le Neptune, Rêve des Îles. Me detuve a mirar un letrero donde se explicaba que desde 1989, año en que, por cierto, se había inaugurado el Port-Argelès, en esa playa se aplicaba un tratamiento revolucionario de limpieza: se trataba del Meractive, un procedimiento ecológico antibacteriano inventado por el ingeniero J. M. Fresnel, cuyo palpable resultado era un sable parfaitement nettoyé, una arena perfectamente limpia, que le había granjeado, año con año desde el 89, la codiciada bandera azul de las playas limpias, el Pavillon Bleu des Plages Propres. Mi playa de Argelès-sur-Mer era un lodazal infecto donde abundaba el excremento, la tifoidea, la tuberculosis, los miembros gangrenados, los cuerpos en descomposicición y en general el desconsuelo, el desamparo, la desesperanza y la derrota. Fui sorprendido por una lluvia súbita, rara para la temporada, que me empujó a refugiarme en uno de los clubes de playa donde, para justificar mi presencia chorreante, tuve que pedir una copa de calvados y oír varios temas del álbum que estrenaba en francés Enrique Iglesias, nuevamente me sentí asombrado del paso implacable del tiempo, que en sesenta años había logrado borrar la historia de los cien mil españoles que en 1939 habían sido encerrados ahí, a cincuenta metros de mi copa, y de los miles que habían muerto ahí mismo, en esa porción de arena donde caía la voz amplificada del cantante. Sentado y chorreante, bajo el amparo de esa banda sonora adversa, quizá ligeramente afiebrado, me pareció que esa playa, lo que esa playa había logrado borrar, tenía que ver con el episodio que me había tocado protagonizar en la Complutense de Madrid, con los alumnos de Pedro Niebla: en esa playa y en aquella aula había la misma voluntad de olvidar ese pasado oscuro y, en realidad, nada remoto. La lluvia pasó y dejó la arena húmeda, fangosa en algunas zonas. Aunque la copa me había infundido cierto ánimo, me sentía afiebrado y al borde del abatimiento, y sin embargo decidí que había que terminar con la playa ese mismo día, de una buena vez. Aunque había un andador de adoquín empecé a caminar por la arena, sorteando cuando se podía las áreas de fango e internándome en ellas cuando no había más alternativa, aunque se tratara de una falsedad flagrante porque el andador estaba permanentemente disponible a unos cincuenta metros de distancia, me empeñaba en caminar por ese lodazal que me trajo de golpe el recuerdo de las mierdas del Jovito, los lodos primigenios donde convivían la playa muerta y la viva, el desecho que a la vez era el principio de otra cosa, algo de alivio sentía al verme enlodados los zapatos, era una forma de acortar la brecha de sesenta años que separaba una playa de la otra, ahí estaba yo caminando en el lodo que, con la salvedad del Meractive, ese intruso limpio, era básicamente el mismo que le había complicado la vida a Arcadi y a sus colegas, ahí estaban el rastro y la presencia, algo tenía que haberse quedado adherido, las huellas, la derrota, el desamparo. Me sentí con fuerza para buscar el obelisco, ya sin fiebre y sin bruma de licor caminé con energía permitiendo que cíclicamente la séptima ola, más larga y con más lengua que las seis que la precedían, me mojara los zapatos, los calcetines y los pies, un permiso absurdo si se quiere, si se mira con distancia, y sin embargo ahí, en el ojo del huracán, parecía un remedio, un antídoto eficaz contra la amnesia de la playa. Así llegué al descampado que había entre L’Escargot y L’Étoile Déshabillée, empezaba a oscurecer, demasiado temprano por ser enero; seguí la senda que había, un camino sinuoso de arena flanqueado por matorrales y palmas enanas, lo caminé completo hasta que llegué a la carretera sin encontrar el monumento. Pensé que lo había pasado de largo y volví sobre mis pasos, era casi de noche y de cuando en cuando la selva de matorrales y de palmas era cruzada por el balazo del mistral, una ráfaga sólida que lo sacudía todo, incluso a mí, que ahora era más vulnerable a causa de mis pies mojados. A mitad del camino me detuve llamado por un objeto blanco, quizá nada más de color claro. Avancé en esa dirección abriéndome paso entre los matojos, pensaba que ese objeto debía ser parte del monumento y me equivoqué, ese objeto era todo el monumento que había, un poste que terminaba en pico pero que en forma alguna podía ser considerado obelisco, un poste enano como las palmas que lo rodeaban con una inscripción y unos cuantos nombres que leí con avidez sin reconocer ninguno, un poste olvidado, sepultado por el breñal, una ruina impresentable que logró conmoverme, su material cariado y su pintura leprosa eran a fin de cuentas un rastro y una presencia, le puse una mano encima y lamenté no llevar una flor o doce, busqué en las bolsas de mi abrigo y encontré que lo único que podía servirme era el bolígrafo, un instrumento estándar que había comprado en el aeropuerto de París y que sin más me arrodillé y clavé a los pies del maltrecho monumento, diciendo o no sé si nada más pensando: aquí dejo mi rastro y mi presencia.
De regreso en mi habitación me di un baño largo y reflexivo donde tomé algunas determinaciones, la principal era que tenía que moverme de ahí, estaba seguro que de no hacerlo las metamorfosis de la playa comenzarían a hacerme daño. Algo tenía de diabólica la idea del cónsul republicano, pensé que en mi próximo viaje a París tendríamos que intercambiar puntos de vista a la orilla de otro plato de caracoles. Mientras repasaba los sucesos del día, con una toalla echada en la cara para protegerme de la luz cruda del baño, recordé que en las cintas de La Portuguesa Arcadi había mencionado, en más de una ocasión, a su amigo Putxo, y se había referido a él porque era el único de sus conocidos que, luego de haber sufrido la experiencia del campo de prisioneros, en una maniobra donde había cierto masoquismo, se había establecido en la zona, muy cerca de Argelès-sur-Mer, se había casado y había montado un negocio y había tenido hijos y nietos franceses. Salí de la bañera con la toalla en la cintura y revisé la guía telefónica, encontré los números de los tres Putxos que había, uno en Port-Vendres, otro en Banyuls y otro en Cerbère, que era la localidad más lejana. Aunque era un poco tarde decidí que haría las llamadas para terminar cuanto antes con mi estancia en ese pueblo. En el número de Port-Vendres no había nadie y el segundo que marqué, el de Cerbère, fue contestado por el Putxo que andaba buscando. Me sorprendió la familiaridad con la que se refería a Arcadi, su colega de islote al que no vio durante décadas, y también que estuviera al tanto de su muerte, que acababa de ocurrir hacía entonces muy poco. Me contó que estaba retirado y que tenía una fábrica de muebles que manejaban sus hijos, un negocio próspero que les permitía a él y a su mujer una vida desahogada en la recta final, así dijo. Le expuse brevemente la serie de acontecimientos que me habían conducido hasta ahí y también le hice un resumen de mi desasosiego. Me propuso que lo visitara al día siguiente. Por lo poco que le había dicho se dio cuenta que yo ignoraba una parte importante de la historia de mi abuelo. De Putxo sabía lo que había quedado grabado en las cintas de La Portuguesa, que en una fuga masiva del campo de concentración lo habían alcanzado dos tiros en la clavícula y que lo habían dado por muerto y luego lo habían tendido en un cuarto junto a una docena de cadáveres y que un tiempo después, nunca supo si horas o días, se había levantado de su falsa muerte y se había ido caminando rumbo al sur.
A la mañana siguiente tomé el tren hacia Cerbère y luego un taxi hasta su casa, que resultó ser un caserón junto a la playa lleno de habitaciones vacías y con un salón enorme y acogedor, que parecía fincado en las aguas del Mediterráneo, donde ardía un fuego de leños que era una invitación para quedarse ahí cuando menos todo el resto del invierno. Putxo apareció en el salón, donde una criada me había indicado que esperara, traía el pelo húmedo de la ducha y su afeitada reciente, con su dosis de colonia, le daba un aire de jovialidad. No se parecía en nada a Arcadi, era más bajo y más grueso y de ojos oscuros y tenía una cabeza calva que era la antítesis de la melena blanca de mi abuelo; sin embargo había algo que los hacía semejantes, la forma en que hablaban, ciertos gestos, la manera en que puntualizaban ciertas frases con la mano abierta haciéndole un tajo al aire, pero sobre todo se parecían en los ojos, algo se arrastraba detrás de su mirada, muy al fondo la misma criatura se movía en los ojos de los dos. La criada que me había abierto la puerta apareció con una bandeja donde había dos tazas, una jarra de café, pan y un plato rebosante de embutidos. Pasó en medio de los dos y fue a instalar el servicio en una mesilla que había frente a la chimenea. El primer mordisco de fuet me abrió un apetito voraz y me hizo recordar que no comía en forma desde la cena con el cónsul. Cómetelo todo si te apetece —dijo Putxo—, a mí me queda estómago para desayunar café y algo de fruta si acaso. Después puso los ojos en el fuego y con su taza entre las manos contó, de manera elíptica y desordenada, las andanzas y las penurias que había compartido con Arcadi en el islote del campo de prisioneros. Junto al fuego de la chimenea, enmarcado por un ventanal enorme, se veía el mar; era una mañana fría y había tendida sobre el agua una bruma densa. Yo lo escuchaba atento mientras comía procurando, sin mucho éxito, disimular mi voracidad. Ya conocía la mayoría de las anécdotas pero había algunos pasajes que Arcadi no había mencionado, quizá porque no le parecían importantes, como uno donde aparecía el gran rabino de Francia compartiendo con ellos, durante más de un mes, el islote. ¿Nunca te contó eso?, preguntó Putxo al ver mi cara de extrañeza, y después agregó una frase que me hizo moverme hasta la orilla del asiento: pero si hablamos de esto la última vez que nos vimos. ¿Y cuándo fue eso?, pregunté. Putxo, ahora completamente seguro de que yo ignoraba una parte importante de la historia de mi abuelo, me narró la visita que le había hecho Arcadi en 1970, esa que en La Portuguesa había quedado registrada como un viaje a Holanda a comprar una máquina despulpadora de café. También me contó de las conversaciones que habían tenido y de los días enteros que Arcadi había pasado mirando el campo catalán desde un picacho en los Pirineos. Todavía faltaban cinco años para que muriera Franco y ese picacho en territorio francés era lo más cerca que Arcadi podía estar de España. Me pareció que esa imagen era la quintaesencia de la orfandad, del desamparo, sentí un golpe de melancolía y otro de rabia porque aquel dictador no sólo había destruido la vida de Arcadi, también, durante treinta y cinco años, le había impedido que la reconstruyera, como si perder la guerra y perderlo todo no hubiera sido castigo suficiente. Después de contarme eso Putxo se levantó y fue por un montón de fotografías, de donde fue sacando media docena de imágenes donde aparecían él y Arcadi en distintos momentos de aquel viaje. De la melancolía que me había producido Arcadi en el picacho pasé súbitamente a la molestia, por segunda vez en ese viaje no me gustó nada que mi abuelo me hubiera engañado de esa manera ni, sobre todo, que hubiera tantas evidencias de aquel engaño. Recuerdo una que me pareció especialmente flagrante: Arcadi aparece risueño, con el garfio en alto y una boina calada hasta las cejas, frente a una mesa de restaurante que comparte con Putxo. La fotografía fue tomada por un camarero, los dos amigos ocupan los extremos y en medio se ve la mesa, platos con restos de bichos marinos, una botella de vino casi terminada, la canasta de pan vacía, en fin, la imagen congelada en el preámbulo de los postres y de los licores digestivos. Lo que me ofendía de la imagen no era tanto su calidad de prueba de que nos había engañado a todos, sino la desfachatez alegre con que lo había hecho. Todavía no me recuperaba de la impresión cuando Putxo, decidido a regresar la historia a su cauce original, dijo: Supongo que tampoco estás al tanto de que tu abuelo era parte de un complot que montó en los sesenta la izquierda internacional.
Dejé atrás el fuego confortable y el platón de embutidos que no había podido seguir comiendo y me dejé llevar por Putxo, a bordo de su jeep, a la zona de la montaña donde había pasado Arcadi la mayor parte de su supuesta estancia en Holanda. Fui de piedra en piedra pensando en lo que acababa de revelarme Putxo y desde cada una miraba, la verdad muy conmovido, el campo catalán que Arcadi quería hasta el extremo de habernos engañado a todos. Caminé un rato por ahí resistiendo los empujones de un viento helado y disfrutando el olor intenso de la hierba que cubría a retazos la montaña. En una piedra específica, no puedo explicar por qué, sentí que había llegado al mirador de Arcadi, no había huellas ni rastro pero puedo jurar que sentí su presencia, y ahí, tocado por la enormidad del mar y de la tierra, decidí que seguiría el consejo que me había dado Putxo a bordo del jeep y que volaría cuanto antes a Burdeos, a buscar a la hija de Jean Paul Boyer, el matelot savant.
Cuando entré al Matelot Savant, ese bar de marineros que había sido clave en las operaciones del embajador Rodríguez y en la historia de mi abuelo, tuve la impresión de que era exactamente igual al que había conocido Arcadi sesenta y tantos años antes, quiero decir que parecía que el tiempo no había pasado dentro de ese bar, a pesar de que en la barra había una sofisticada máquina registradora con pantalla de ordenador y de que, de cuando en cuando, sonaba el teléfono móvil de alguno de los marineros que ahí bebían e intercambiaban las mismas historias de siempre. Marie Boyer, la hija del matelot que era rojo hasta las jarcias, había salido cuando llegué, pero el barman, que estaba al tanto de mi visita, me invitó a sentarme en una de las mesas y me sirvió un café con leche, que era lo que me apetecía. Pronto descubrí que el aire antiguo y sumamente clásico de ese bar de marineros se debía, en buena medida, a que no había ni televisor ni bocinas con música, que suelen ser las escotillas por donde irrumpe el mundo contemporáneo. En una pared del fondo, junto a una mesa donde conversaba un trío de lobos de mar, había una colección de fotografías con marco, ese recurso de los restaurantes de años con cierto prestigio que sirve como memoria de lugar y a la vez da confianza y algo de orgullo a los clientes que descubren que Gérard Depardieu, cuya foto en efecto estaba, comió ahí mismo, en tal mesa. Me acerqué a la pared pensando que era probable que hubiera una foto de don Luis Rodríguez o incluso de Arcadi, pasado de tragos, el día que abandonó Europa. Recorrí, con la taza en la mano, la colección de fotografías, además de Depardieu reconocí al futbolista Zidane, a Georges Moustaki, a Juliette Binoche y a Diego Rivera, que aparecía en blanco y negro de bombín, con su overol característico, abrazado a un hombre flaco y nervudo, de pelo blanco, que supuse debía ser Jean Paul Boyer, el legendario matelot. A cierta altura de la pared la visión de las fotografías se complicaba porque quedaban exactamente arriba de la mesa donde departían los tres lobos de mar. Una imagen de esa zona llamó poderosamente mi atención: era un grupo de hombres sentados en una mesa al aire libre y detrás de ellos había una selva que me recordó en el acto a La Portuguesa. Me excusé con el lobo que estaba justamente debajo y para molestar lo menos posible estiré el brazo y descolgué la fotografía para verla de cerca. Noté que al barman no le había gustado que la descolgara y que no había dicho nada porque mi cita con la dueña del bar me situaba en un nivel distinto del que tenían los parroquianos comunes. Me alejé de la mesa de los lobos para revisar la fotografía con tranquilidad. Lo primero que advertí fue que en el centro del grupo estaba el hombre flaco y nervudo, más viejo que cuando abrazaba a Diego Rivera, e inmediatamente después sentí una púa, un rejón, una daga entera en el estómago, al reconocer en esa jungla la selva de La Portuguesa y junto a Jean Paul a Arcadi, todavía con brazo de carne y hueso, y junto a ellos a Bages, a Puig, a Fontanet y a González, la alineación completa de los patrones de la plantación de café. Dejé mi taza en una mesa que había ahí cerca y me senté a contemplar esa imagen que descuadraba, además de mi investigación, los referentes históricos de mi familia y las coordenadas emocionales con las que había crecido. Estaba en plena deriva frente a la foto cuando sentí una mano en el hombro y oí una voz, la de Marie Boyer, que decía: vaya forma de enterarte.
Pasamos a la trastienda, donde había un escritorio y cajas con todo tipo de bebidas. Marie extrajo de un cajón del escritorio una cinta de vídeo donde había registrado las andanzas de su padre, una suerte de documental, rodado originalmente en super 8 treinta años atrás, donde, además del protagonista, aparecían Arcadi y sus socios en La Portuguesa, cada uno dando su versión sobre aquel complot de la izquierda internacional. Marie había rodado todo aquel material con la intención de hacer un documental en forma, pero la investigación y el montaje le habían tomado demasiado tiempo: y para mil novecientos ochenta y tantos que lo terminé —dijo sin nostalgia ni resentimiento—, pensé que era demasiado tarde, que las aventuras de un viejo comunista no podían interesarle a nadie. Después de aquella conclusión lapidaria que yo encontré bastante triste, Marie metió el vídeo a la máquina reproductora y salió de la oficina, me dejó solo y a merced de aquellas imágenes.
La Portuguesa fue fundada en 1946 por los cinco refugiados catalanes que habían coincidido en aquella mesa de los portales de Galatea. A partir de aquel menjul fundamental comenzó a trabajarse en ese proyecto que empezó siendo una extensión de cemento en medio de la selva donde se desecaban granos de café. La sociedad que ahí se formó tenía un equilibrio muy difícil de conseguir; Puig, ese hombre de Palamós que era calvo, miope y muy alto, y González, el individuo corpulento de barba roja, fungían como los hombres de oficina, eran los que llevaban las cuentas y planeaban las estrategias económicas de la plantación. Como contraparte Arcadi y Bages, ese barcelonés enorme e iracundo que había hecho la guerra en la batería de mi abuelo, eran los hombres de acción, los que salían a conseguir clientes y maquinaria y los que aprendían las diversas técnicas de cultivo de café que se utilizaban en la zona. El quinto era Fontanet, ese hombre bajito e hiperactivo al que yo conocía por fotos y que vi por primera vez en movimiento en el vídeo de Marie: era un rubio parecido al actor James Stewart, era el loco del grupo, siempre andaba metido en algún proyecto descabellado, era el único soltero, como ya dije, y tenía una resistencia sobrenatural para el alcohol y la parranda. Además de que las funciones de cada uno estaban perfectamente asignadas, aquel grupo funcionaba muy bien porque los cinco estaban hermanados, unidos de forma irremediable por la misma desgracia, y además los cinco compartían la certeza de que saldrían de aquella desgracia juntos; para ellos México no era el exilio sino el país donde estaban pasando una temporada antes de que pudieran regresar a España. Sobre todo esta última condición era la que los mantenía herméticamente unidos, no estaban ahí construyendo una casa para siempre, estaban como de viaje, un viaje largo e intenso si se quiere, pero desde luego una estancia temporal. Los cinco miraban su exilio con un sesgo cándido, con una ingenuidad del calibre de aquella con la que habían entrado a Francia, sintiéndose refugiados cuando todo a su alrededor indicaba que eran prisioneros de los franceses.
El año en que fundaron La Portuguesa la ONU emitió una condena contra el régimen de Franco y recomendó a todos los países que rompieran relaciones diplomáticas con España. La noticia fue celebrada en grande por Arcadi y sus socios, esa condena parecía el síntoma inequívoco de que Franco se iría pronto, por las buenas o derrocado por una coalición internacional, y la consecuencia de eso era que ellos podrían regresar a su país a rehacer su vida. Habían pasado, a fin de cuentas, muy pocos años, apenas siete, desde su exilio. La Portuguesa prosperó y comenzó a producir dinero muy rápidamente, el ritmo trepidante de trabajo de los cinco catalanes muy pronto dejó atrás al resto de los negocios de café de la región, que pretendían competir contra ellos sin modificar el compás relajado con que se trabaja en el trópico. Aquel negocio que crecía deprisa comenzó a ser visto por sus dueños como el capital que iban a llevarse a España una vez que Franco se fuera, incluso, durante esos años, empezó a discutirse la idea de construir sus casas dentro de la plantación de café, de urbanizar una zona del predio donde podrían vivir todos juntos con sus familias, que ya para entonces formaban una población considerable. La decisión que debían tomar sobre si se construían o no esas casas no era un asunto menor, ninguno perdía de vista que se construye una casa cuando se piensa permanecer mucho tiempo en un sitio, y no dejaban de pensar que, con toda seguridad, de un día para otro iba a llegar la noticia de que podían volver a su país. La esperanza fue debilitándose con el tiempo, no la esperanza de regresar sino la de regresar por esa vía idílica, la de la coalición de democracias que terminaría echando al dictador del poder.
En 1949 cierta información, no oficial pero bastante fidedigna, comenzó a ensombrecer el panorama; la habían recibido, cada uno por su parte, Bages y Fontanet, que seguían manteniendo contacto con colegas del partido comunista exiliados en Francia: dos bancos estadounidenses, contraviniendo la recomendación de la ONU, habían otorgado un par de créditos millonarios al gobierno de Franco. Para ese año ya se había resuelto la discusión sobre si se construían o no las casas en el predio de La Portuguesa, los cinco socios vivían ahí con sus familias y eso había cohesionado todavía más el negocio y también, de manera colateral, había originado una extraña comunidad de blancos que hablaban catalán en medio de una selva que había sido territorio indígena desde hacía milenios.
En 1951, en una pieza de información no sólo fidedigna sino hecha pública en los diarios de México y de todo Occidente, se anunció que España acababa de ser admitida en la OMS, y un año después, en 1952, se sumó la mala noticia de que España ya era parte de la UNESCO. A pesar de las evidencias de que el mundo comenzaba a aceptar la dictadura de Franco como un gobierno normal, la gente de La Portuguesa seguía pensando que el dictador estaba por caer. Unos meses después del palo de la UNESCO llegó a La Portuguesa el palo definitivo, Arcadi y Carlota ya tenían para entonces tres hijas, y Laia, mi madre, era una muchacha de catorce años que hablaba un catalán canónico y un español mexicano perfecto, de ojos azul abismal como los de su padre y con una melena rubia que le llegaba hasta la cintura y que Teodora, que además de su criada era su antípoda, le cepillaba todo el día con un celo desconcertante. Antes del palo final, como preámbulo, llegó la noticia de que varias democracias de Occidente, desde luego con la excepción de México, comenzaban a abrir embajadas en territorio español, y unos meses más tarde, el 15 de diciembre de 1955, el locutor del noticiario radiofónico Sal de uvas Picot dijo una línea que situó de golpe en la realidad a los habitantes de La Portuguesa: A partir de hoy España es país miembro de la Organización de las Naciones Unidas. El locutor dijo esto y, como si hubiera dicho cualquier cosa, pasó a comentar los resultados del béisbol regional.
Esa misma noche los socios y sus mujeres se reunieron en la terraza de Arcadi. En un acto de digestión colectiva, envueltos en la humareda de los puros que se encendían para despistar a los escuadrones de zancudos y chaquistes, trataron de darle un encuadre positivo a esa noticia que, a fin de cuentas, no hacía sino reafirmar la situación de esas cinco familias que, en lo que esperaban a que Franco se fuera, habían invertido ahí muchos años y habían tenido hijos y levantado un negocio y construido casas y relaciones y afectos y eso parecía, a todas luces, el cimiento del porvenir. Pero ese encuadre se resquebrajó horas después, cuando ya las mujeres se habían ido a la cama y los republicanos, expuestos al whisky y al fresco de la madrugada y todavía fumando para defenderse de los escuadrones de insectos que atraía la luz eléctrica, empezaban a concluir que el porvenir estaba efectivamente cimentado pero no por su gusto ni porque así lo hubieran elegido ni deseado, sino porque el dictador que gobernaba su país no les había dejado otra opción. La noticia de la ONU había acabado con la posibilidad de que se fuera por las buenas y eso los depositaba en la otra opción que fue dicha por Fontanet en un silencio, dramatizado al máximo por la nota larga y tosca que producía una campamocha. Con un cabo de puro humeante retacado en el oeste de la boca dijo: Hay que matar a Franco. Nadie dijo nada y Puig, bastante preocupado por el significado de aquel silencio, se puso sus lentes de miope y echó mano de la botella de whisky para rellenar los vasos de sus colegas. Después Fontanet, desorientado por el silencio que sus palabras habían causado, se puso a hablar de manera festiva de un negocio con caballos percherones que acababa de cerrar con el licenciado Manzur, un prominente hacendado de la zona. Al día siguiente Arcadi salió temprano a chapear la selva, los socios se iban turnando para recortar todos los días los yerbajos y las raíces que se apoderaban del camino durante la noche, si no lo hacían La Portuguesa corría el peligro de quedar aislada del mundo, encerrada, sin vía de escape, por la maleza voraz; era un trabajo que hacían ellos mismos por disciplina, tenían la idea de que delegar todo el trabajo a los empleados, como era normal hacer en la zona de Galatea, iba volviendo inútiles a los patrones y sobre todo los iba distanciando del pulso de la casa y del negocio. No había actividad en la plantación donde no estuviera cuando menos uno de los cinco socios trabajando cuerpo a cuerpo con los empleados. Arcadi trozaba a machetazos los brotes, las ramas y las raíces que comenzaban a desdibujar el camino, cuando Bages, que era de todos con quien tenía más cercanía, salió de entre la maleza como un oso gruñendo cosas ininteligibles y con facha de haber dormido mal, y le dijo que llevaba toda la noche dándole vueltas a la idea de Fontanet y que estaba dispuesto y se sentía capaz de viajar a España para matar a Franco, y que además la sola idea lo hacía sentirse extraordinariamente vivo y con la sensación de que, por primera vez desde que habían perdido la guerra, tenía en sus manos el timón de su vida. Arcadi había llegado por su parte a la misma conclusión, así que unas horas después se reunieron en la oficina de la plantación con Puig y González, que eran la parte conservadora del grupo. González, fumando y sudando copiosamente, mesándose la barba roja con cierta desesperación, enumeró una serie de argumentos contra la idea de Fontanet, una filípica sobre la necesidad de asumir, de una vez por todas, que nunca regresarían a España y que los cinco morirían de viejos en La Portuguesa, una idea que a todos deprimió, incluso a Puig, que mientras se quitaba y se ponía nerviosamente las gafas de miope, y caminaba de allá para acá flexionando exageradamente sus piernas demasiado largas, trataba de apoyar la filípica de González sin mucha energía, tan poca que bastó una frase de Bages para convencerlo y dejar a González en una desventajosa minoría: no me da la gana de que Franco se salga con la suya, dijo, y después golpeó la mesa con un manotazo que mandó al suelo un bote con lápices, una taza vacía y una máquina de escribir. A González no le quedó más que alinearse con sus socios, en el fondo no le disgustaba la idea de cargarse al dictador.
Dos semanas más tarde, Arcadi, Bages y Fontanet, a bordo del automóvil descapotable de este último, viajaron a la Ciudad de México para entrar en contacto con un grupo de republicanos que tenía la misma inquietud y que, según se había enterado Bages por sus colegas exiliados en Francia, ya había avanzado parte del camino y tenía contactos que ya trabajaban en Madrid. La reunión inicial fue en un café de la calle Madero, en el centro de la ciudad, al que Arcadi, que había hecho todo el viaje en el asiento trasero del descapotable, llegó con el pelo revuelto y los ojos enrojecidos por el viento de la carretera. Detrás de él venía Bages diciéndole con grandes aspavientos y gruñidos que su peinado era impresentable, y comandando la incursión iba Fontanet, impecablemente vestido con una americana amarilla y golpeándose la palma de una mano con los guantes de conducir que sujetaba con la otra. Buenas tardes, dijo Fontanet, dándose un último golpe de guantes en la palma. Sus interlocutores eran un hombre y una mujer que, según dice Bages en el vídeo de Marie Boyer, eran personalidades destacadas dentro del exilio republicano. En aquel café se trataron generalidades, la pareja sometió a los tres de La Portuguesa a una especie de interrogatorio y al final los invitó a una reunión que tendría el grupo completo, esa misma noche, en un piso de Polanco. Las preguntas de la pareja de exiliados prominentes los habían dejado desconcertados pero todavía con suficiente ánimo para llegar a la reunión nocturna, que no fue en un tugurio clandestino y oscuro como esperaban, sino en un penthouse rodeado de ventanales que daban al bosque de Chapultepec. El sitio, más lo que ahí se trató, terminó de desconcertarlos. Había una veintena de personas de todos los pelajes, junto a los exiliados republicanos departían personajes del Partido Comunista Mexicano, un líder del Sindicato de Trabajadores, una pareja de empresarios cuya función no quedaba muy clara y un senador en funciones del PRI cuya presencia no había manera de explicar. Aun cuando se trataba de un proyecto bastante articulado, que contaba, por ejemplo, con un itinerario detallado, día por día y hora por hora de los movimientos rutinarios del general Franco, algo tenía ese grupo de caótico, de poco convincente, que los hizo desistir; los tres habían salido del penthouse con la impresión de que se les había invitado exclusivamente por el dinero que pudieran aportar. Si esto lo vamos a pagar nosotros —dijo Fontanet en cuanto abandonaron el edificio— prefiero hacerlo a nuestro aire, y dicho esto se golpeó otra vez la palma de la mano con los guantes de cabritilla. De regreso en La Portuguesa, de aquel viaje que oficialmente había sido la participación de los tres en las Jornadas del Café que habían tenido lugar en un auditorio de la ciudad, el proyecto comenzó a enfriarse y fue convirtiéndose, poco a poco, en una cosa latente de la que se hablaba con frecuencia cuando se quedaban los cinco solos en esas madrugadas de whisky, puro y nubes de zancudos en la terraza de alguno, pero poca cosa más, finalmente aquella reunión caótica en Polanco los había asustado un poco, ahí se dieron cuenta de que para asesinar al dictador se necesitaba un ejército perfectamente coordinado, repartido entre México y Madrid, que rebasaba con mucho sus posibilidades.
El negocio de La Portuguesa seguía viento en popa, su plantilla de empleados había aumentado espectacularmente y las familias de éstos, que se afincaban en los alrededores de la plantación, comenzaban a formar la comunidad que, con los años, se convertiría en un pueblo satélite de Galatea, que ya para entonces, gracias a una enmienda constitucional que había improvisado el gobernador de Veracruz, gozaba de un anexo, una especie de apellido que se escribía siempre junto al nombre original: Galatea, la Ciudad de los Treinta Caballeros. Para 1960, la mayoría de los hijos mexicanos de los exiliados catalanes estaban en edad de entrar a la universidad y empezaban a emigrar a Monterrey o a la Ciudad de México, y algunas de las hijas ya se habían casado y en La Portuguesa comenzaban a nacer los primeros nietos, una prole de criaturas mestizas que ahondaban, una generación más, las raíces que inevitablemente seguían echando los republicanos en el país que los había acogido. Las ventajas productivas que tenía el aumento en la población de trabajadores de la plantación comprendían también un germen de descontento social que comenzó a hacerse grande y a volverse un punto de choque permanente entre los empleados y los patrones, los unos comenzaron a sentir como una afrenta las posesiones de los otros, que vivían ahí mismo en sus casas grandes, separados por una alambrada de las casas chicas de ellos. Ese enfrentamiento que lleva siglos en México y que se agrava cuando los otros son extranjeros y blancos y tienen más que los unos, que llevaban siglos siendo pobres en ese mismo suelo.
A mediados de 1961 el líder de los trabajadores exigió más de lo que podía dársele y se embarcó en una revuelta que no prosperó porque no contaba con el apoyo de todos los empleados, pero sí generó una tarde violenta, destrozos en la maquinaria y un incendio, y también una escaramuza donde Arcadi y González, además de llevarse una buena dosis de golpes, fueron conducidos, junto con el líder, a la prisión municipal de Galatea. El encierro duró poco, unas horas, en lo que el abogado del negocio pagó la fianza de los tres detenidos, y sirvió para que se generara una amistad entre el líder y Arcadi, cosa que González, que había presenciado todo, reprobó con dureza, y con esa desesperación que lo llevaba a transpirar y a mesarse la barba roja con demasiada energía, en la junta que celebraron al día siguiente los socios. La conversación con el líder, de la que Arcadi hizo un resumen puntual mientras se tocaba cada dos por tres un parche que tenía en el pómulo, había versado sobre la posibilidad de conseguir apoyo logístico para matar al dictador español. En aquella junta Puig se alineó con González, no sólo le parecía un despropósito revivir el proyecto del magnicidio, sino revivirlo gracias a las alucinaciones de ese líder sindical a quien, encima, le habían pagado su fianza, y todo esto lo dijo con sus gafas en la mano, tratando de enfocar a sus socios con su mirada extraviada de miope. Como ya empezaba a ser costumbre en ese rubro Puig y González perdieron por mayoría y además, una vez que analizaron detenidamente el nuevo proyecto, se dieron cuenta de que no era ningún despropósito. El líder sindical pertenecía al Movimiento Independiente de Río Blanco, la fracción veracruzana de un movimiento mayor, de alcance continental, que se llamaba Izquierda Latinoamericana y que entonces tenía el objetivo específico de combatir a la Alianza para el Progreso, el programa militar, disfrazado de programa social, que había implementado el presidente Kennedy para sofocar los brotes de la izquierda en el continente. Unos meses más tarde, a principios de 1962, llegaron a La Portuguesa, invitados por el líder, dos cabecillas de Izquierda Latinoamericana, un colombiano barbado y siniestro que respondía al nombre de Chelele, y un catalán de apellido Doménech, que parecía un cristo de ojos verdes vestido de militar. Este último era un republicano que había llegado a México a finales de 1939, procedente del campo de Argelès-sur-Mer, y que sin perder el tiempo se había integrado a las filas de la guerrilla veracruzana. A fuerza de sangre fría y algunos méritos criminales había logrado ascender a los altos mandos de la izquierda beligerante, poseía una destacada condición de animal de guerra, según apuntó el Chelele, lleno de admiración por la carrera fulgurante de su colega, a la hora del menjul. Doménech no sólo sabía quiénes eran Arcadi y sus socios, también estaba al tanto de su proyecto magnicida, y había ido a La Portuguesa con la intención de entusiasmarlos para que viajaran a Munich, donde iba a celebrarse el Congreso del Movimiento Europeo, cuyo tema central era analizar de qué manera podían echar a Franco del poder. Ignoro qué pretexto habrá esgrimido Arcadi para hacer ese viaje a Alemania, supongo que también algo relacionado con el negocio del café. Mi abuela y las demás esposas daban por hecho que la perspectiva de regresar a España había quedado sepultada después de la noticia de la ONU. Arcadi, Bages y Fontanet volaron a Alemania, mientras Puig y González se quedaban al frente del negocio, cubriendo la retaguardia, ya plenamente convencidos de que el proyecto no era para nada un despropósito. Ya entonces el régimen franquista había motejado el evento, con bastante mala leche y también con algo de temor, como El Contubernio de Munich. Lo que ahí se dijo y se acordó está perfectamente documentado, así como las represalias que tomó Franco contra los asistentes que le quedaron a tiro. La noche de la clausura, cuando Arcadi y sus socios cenaban en el restaurante de su hotel y hacían planes para el día siguiente, que sería el último que pasarían en la ciudad, se acercó un individuo al que reconocieron en el acto, un francés que había participado activamente en las rondas de discusión. Lo invitaron a sentarse y a compartir con ellos el café y los licores digestivos. El francés, que hablaba el castellano con un fuerte acento, comenzó a hacer una revisión de lo que se había tratado en el congreso, una revisión deportiva y ligera que pretendía desencadenar una conversación. La mesa se animó rápidamente, al tema del congreso se sumaron anécdotas de La Portuguesa, de la posguerra en Francia y una ronda más de copas y unos puros. Después de la primera calada, Bages, con un puro que se veía ridículamente pequeño en su mano monumental, apuntó que no le encontraba sentido a fumar si no había que defenderse de una nube de zancudos, e inmediatamente después despanzurró el puro completo contra el cenicero. Arcadi fumaba y bebía su copa en un estado de mudez que contrastaba con el ánimo festivo de los demás y que llevó a Fontanet a preguntarle un par de veces si se encontraba bien. Bages se interesó por los motivos que había tenido el francés para aprender castellano y el francés no desaprovechó el pie que se le daba para hacer un recuento de su participación, primero con el partido comunista y posteriormente en solitario, en las redes de solidaridad que se organizaron para socorrer a los refugiados españoles después de la guerra, y luego empezó a contar las peripecias que había hecho con los diplomáticos mexicanos para sacar al doctor Negrín del país; y entonces fue cuando Arcadi, completamente sorprendido, cayó en la cuenta de que ese hombre, cuyo rostro le había parecido familiar desde el primer momento, era el del matelot savant, el dueño de aquel bar en Burdeos donde veintidós años atrás se había despedido de Europa. Antes de irse a sus habitaciones dieron un paseo por los jardines del hotel, era una noche cálida de junio todavía con sol al fondo. La conversación, que llegaba a su punto culminante mientras caminaban los cuatro por un sendero de pinos que bañaba un rayo anaranjado, cayó donde, a esas alturas, era inevitable: matar a Franco. El matelot y sus colegas llevaban años trabajando en ello, operaban directamente con un comando en Madrid y ya habían hecho un intento que había fallado por una minucia que tenían perfectamente identificada.
Durante el vuelo de regreso a México, luego de un prolongado brindis con champán que organizó Fontanet por «la inminente muerte del dictador», los tres socios tuvieron la oportunidad de establecer sus posiciones. Fontanet estaba dispuesto a viajar a Madrid y a pegarle él mismo un tiro en la cabeza a Franco; Bages ya no estaba seguro de querer viajar a Madrid pero tenía muy claro su compromiso y estaba convencido de que era necesario meterse hasta el cuello para conseguir su objetivo. Arcadi era el que tenía más dudas, desde luego quería matarlo pero le parecía que no había que comprometerse tanto, que su participación podía ser exclusivamente económica, proveer de medios y dinero a un matón como el Chelele para que se encargara del trabajo. ¿Y eso qué chiste tiene?, preguntó Fontanet, y luego recargó la cabeza en la ventanilla y se quedó dormido. Bages recuerda, en el vídeo de Marie Boyer, que Arcadi no pegó el ojo en todo el viaje y que, a partir de entonces, su relación con el proyecto empezó a ser menos apasionada, más cauta, quizá lo afectó lo que oyó en Munich o la reaparición del matelot en su vida o quizá nunca estuvo muy convencido del magnicidio y se iba acobardando a medida que el plan se concretaba, y aunque llegó hasta donde tenía que hacerlo, no sé qué tanto jugó su voluntad en aquel proyecto, ni qué tanto se dejó arrastrar por la voluntad de los otros, la misma duda que planea sobre aquel 11 de enero de 1937, el día que empezó su guerra y la nuestra. Nunca he sabido qué tanto influyó la voluntad de su padre en la suya, qué tanto creía Arcadi en la república: qué clase de rojo era.
Aquel encuentro en Munich no había sido ninguna casualidad, el matelot había sido avisado por Doménech de la presencia de ese trío que era la clave para el operativo que llevaban años fraguando: vivían en Veracruz, cerca de la zona de rejuego de Izquierda Latinoamericana, tenían mucho dinero y una propiedad enorme y su interés por matar a Franco no se había contaminado con el resto de los grupos que en México pretendían lo mismo. En la opinión de Doménech aquellos grupos difícilmente iban a conseguir su objetivo, porque las facciones de izquierda, más los diversos clanes que habían formado los republicanos, los tenían paralizados, sin ninguna operatividad para echar adelante su empresa. Esa asepsia que percibían Doménech y el matelot en el grupo de La Portuguesa tenía también un lado inconveniente: se estaban embarcando en una empresa magnicida con cinco individuos que llevaban más de veinte años metidos en la selva, prácticamente aislados del mundo.
En noviembre de 1963 llegó el matelot a La Portuguesa y se instaló, naturalmente, en casa de Arcadi. Venía de La Habana muy contento porque había conseguido un donativo millonario de José Cabeza Pratt, el exagente de compras de armamento de la república que había levantado un imperio económico en Cuba y que, unos años más tarde, caería en Galatea con los Leones de Santiago, su invencible equipo de béisbol. Cabeza, que llevaba veinte años patrocinando proyectos para matar al dictador, había encontrado el de ellos sumamente atractivo, pues además de que hacía dos décadas que su maleta negra reposaba en La Portuguesa, al año siguiente Franco cumpliría veinticinco años en el poder y qué mejor regalo que darle un poco de candela, había dicho el matelot imitando el acento de catalán del Caribe con que se expresaba el ingeniero. Por esas fechas Laia ya había terminado la universidad, se había casado con mi padre y se paseaba por los cafetales con una panza de ocho meses de embarazo. Arcadi se puso todavía más nervioso cuando se enteró de que aquel encuentro con el matelot en el hotel de Munich no había sido una casualidad, como lo había revelado el mismo matelot, con una ligereza desconcertante, luego del primer menjul de bienvenida que había ofrecido Bages en la terraza de su casa. Con la excepción de los cinco socios y del líder sindical, el matelot era para todos un experto cafetalero francés que inspeccionaba la región en compañía de Doménech y el Chelele, otros dos personajes expertos en el mismo negocio. Según plantea Bages en el vídeo de Marie, era la inminencia del nacimiento de su primer nieto lo que más desequilibraba a Arcadi, la llegada de la siguiente generación de sus descendientes lo hacía revalorar su vida en La Portuguesa, todo lo que había construido, su vida ordenada y apacible que el magnicidio pondría en riesgo, en jaque; además Arcadi había comenzado, cada vez con más insistencia, a formularse una pregunta: y si matamos a Franco y se nos abre la posibilidad de regresar a España, ¿seré capaz de dejar todo esto y regresar? A esas alturas, a finales de 1963, Arcadi había pasado más de la mitad de su vida en esa selva que, súbitamente, sacudido por la posibilidad de irse de ahí, empezaba a considerar como su verdadero hogar. Arcadi trató este tema, que lo tenía permanentemente malhumorado y taciturno, en las oficinas de la plantación; cuando González vio hacia dónde iba el discurso de su socio comenzó a apoyarlo con demasiada vehemencia, manoteaba, fumaba y vociferaba con tal energía que terminó por desarticular e interrumpir el planteamiento de Arcadi, y además dio pie para que la reunión cambiara de rumbo hacia una noticia que Fontanet quería comunicar y que una vez dicha dejaría a Arcadi sin manera de reinsertar su discurso; Bages y él venían de Orizaba, donde habían conseguido una cantidad importante de dinero, donada por otro grupo de republicanos, que serviría para redondear las finanzas del proyecto. Esto lo dijo Fontanet, que se había sentado con la silla volteada, con el respaldo al frente, y luego se había sacado el puro de la boca y había lanzado al piso, de manera despectiva, un escupitajo de tabaco, exactamente igual que lo hubiera hecho James Stewart.
Dos años antes, en 1961, el Chelele, el guerrillero colombiano que había llegado con Doménech, había asestado un duro golpe a la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy. Ramón Hernández, alias el Cochupo, destacado y carismático político de Barranquilla, había sido elegido por la Alianza para ser llevado, a como diera lugar, a la silla presidencial de Colombia. A cambio de la presidencia el Cochupo había pactado todo tipo de arreglos, siempre ventajosos para los Estados Unidos, con los estrategas de Kennedy. Faltaban meses para que se revelaran los nombres de los candidatos cuando el Cochupo ya despachaba en su oficina a todo lujo y se paseaba por las calles de Barranquilla con una escolta de agentes estadounidenses que lo protegían. El Chelele, alertado por unos colegas del servicio secreto cubano, había detectado la operación desde el principio y, de acuerdo con la comandancia de Izquierda Latinoamericana, había decidido terminar de una vez con ese problema que irremediablemente iba a brotar en el futuro. La manera de hacerlo había puesto en contacto al Chelele con Doménech, que era entonces el encargado de explosivos en la comandancia de Río Blanco, en Veracruz. Doménech lo había aprendido todo de un experto que había mandado el Ministerio de Guerra de la Unión Soviética, un comunista valenciano que se había refugiado en aquel país después de la Guerra Civil y que había diseñado la mina en serie, un filamento imperceptible, de diez o veinte metros de largo, cargado de puntos de explosivo plástico que era capaz de volar un automóvil en movimiento con un margen de error mínimo. Doménech y el experto valenciano habían producido una mina en serie en el laboratorio de Río Blanco y, en un operativo que rayó en la perfección, se habían cargado al alcalde de Coatzacoalcos, que ya empezaba a negociar con los estrategas de la Alianza que tenían especial interés en controlar ese enclave petrolero. Cuando el valenciano regresó a la Unión Soviética, Doménech se convirtió en el único diseñador de minas en serie del mundo occidental. El golpe de Barranquilla, un bombazo brutal que esparció pedazos del Cochupo, de sus escoltas y de sus dos automóviles a más de cien metros de distancia, le valió a Doménech su ascenso a la comandancia de Izquierda Latinoamericana. Por su parte Jean-Paul Boyer, el matelot, había tenido contacto con Doménech durante su estancia en el campo de prisioneros, y posteriormente había seguido su brillante trayectoria en la guerrilla mexicana. Luego de que fallara el primer atentado contra Franco, una pifia en la fórmula que había dejado al explosivo mudo, el matelot había hablado con Peter Schilling sobre la conveniencia de trabajar con Doménech para el siguiente atentado. Schilling era el director de una compañía alemana de medicinas que tenía su principal laboratorio en Madrid, un parapeto que le servía para ocultar su verdadera labor, que era la de coordinar y llevar a feliz término el atentado contra Franco. Schilling había sido agente doble durante la ocupación alemana en Francia, era el jefe de inteligencia de la embajada del Reich pero también, a título personal y por razones que hasta hoy no he podido descifrar, se ocupaba de proteger a los republicanos que eran asediados por sus propios agentes. Peter Schilling, cuyo nombre seguramente no era éste, es el hombre que aparece en los archivos del embajador Luis Rodríguez con el alias de Hans, era el alemán misterioso que estaba al tanto de todos los movimientos de la legación mexicana y que admiraba, o cuando menos así lo parecía, el talento de comer vidrio que tenía el secretario Leduc. Schilling era, en ese año de 1963, la cabeza del complot que pretendía matar a Franco, él fue quien financió los viajes del matelot y quien dio su beneplácito para reclutar a Doménech y a los cinco rojos de ultramar que vivían en La Portuguesa. Arcadi y sus colegas no alcanzaban a percibir que estaban metidos, de pies a cabeza, en un complot de la izquierda internacional, no podían saberlo porque ni Doménech ni el matelot les habían dado toda la información.
Durante la comida de Navidad de ese año Arcadi pudo contemplar de bulto el lío en el que se estaba metiendo. La comida era un acontecimiento, rigurosamente pagano, que se hacía para no desentonar con las fiestas de la localidad, ésas sí con lujo de rezos, con sus niños dioses ocupando el lugar de honor y animadas por la música que repartía la rama por todas las casas de la selva. La rama era un grupo de cantantes espontáneos que, a cambio de unas monedas, una cerveza o un vaso de guarapo, cantaban, de puerta en puerta, piezas coloniales, llenas de vegetación y frutas jugosas, al tiempo que blandían una rama de árbol decorada con esferas y listones de colores. La comida de Navidad de Arcadi era una celebración íntima, acudía su familia y el servicio de la casa, nada más, era una comida anual donde los empleados se sentaban en el comedor y se contrataba una tropa de camareros, siempre resacosos por los excesos de la Nochebuena, que durante ese día se encargaban del trabajo de la servidumbre. Aquel 25 de diciembre de 1963 estaban dispuestos en la mesa todos los elementos del lío que tenía a Arcadi permanentemente taciturno. Estaba su mujer, sus hijas, sus trabajadores, mi padre y Laia con su hijo recién nacido en los brazos. Contrapesando esa alineación estaban, salpicados entre aquella intimidad, el matelot, que ahí se hospedaba y que desde una semana antes ya festejaba ruidosamente los preparativos de la cena; el Chelele, que acometía sus trozos de lechón como si estuviera batiéndose contra un estratega de Kennedy; y Doménech, cuya facha crística acaparaba las miradas de la servidumbre y que cuando pinchaba un piñón o espurgaba una ciruela para extirparle el hueso, hacía pensar a Arcadi que estaba removiendo los intestinos de una bomba. La comida transcurrió en relativa calma, si se descuenta el guirigay alrededor de los festejos religiosos que intercambiaban el matelot y sobre todo Doménech, que era técnicamente un comecuras, y en ese tenor se puso a contar una serie de anécdotas, llenas de mecagoendiós, mecagoenlavirgen y risas explosivas, que hacían santiguarse continuamente a Jovita, a Teodora y al resto de la servidumbre. Los dos mundos que convivían en esa mesa tenían como único referente común a Arcadi, que pertenecía a uno y a otro pero también se daba cuenta de que eran mundos incompatibles, y él tenía muy claro a cuál pertenecía entonces. Seguramente en aquella mesa había empezado a formularse esa idea de que otro, y no él, había peleado la Guerra Civil. El final de aquella comida quedó marcado por un suceso en el que Arcadi detectó un mal fario irremediable, según dice él mismo en el vídeo con una compunción verdaderamente tierna. El escándalo que hacía un perro afuera dejó a la mesa súbitamente en silencio, Jovita reconoció antes que nadie que se trataba del Gos, el perro de la casa, y además anticipó que iba a pelearse, con otro perro, supuso, y apenas lo estaba diciendo cuando el Gos irrumpió en el comedor perseguido por un tigrillo que cruzó de un brinco la mesa entera y cayó del otro lado con las zarpas desplegadas y en posición para arrancarle la cabeza a su adversario. Arcadi brincó, los animales se habían detenido junto a él y él trataba de alejarlos de ahí protegiéndose con las patas de su silla, pero su maniobra distrajo al Gos y el tigrillo aprovechó para plantarle un manazo que le hizo tiras un cuarto trasero y le sacó un borbotón de sangre que manchó al instante su pelambre blanca. Arcadi iba a intervenir, todo esto pasaba en cuestión de segundos, cuando el Chelele pegó un brinco también felino por encima de la mesa y fue a caer en medio de la batalla de las bestias, en una posición tal que dejó acorralado al tigrillo entre un sillón y una mesita de café. Con un movimiento relampagueante, el colombiano le clavó en el morro la punta de su bota, donde relumbraban los tallones de más de una guerrilla. El tigrillo huyó volando por una de las ventanas. La mesa siguió sumida en el mismo silencio que había, no más de treinta segundos atrás, cuando la corretiza había interrumpido la suposición de Jovita. El Chelele se limpió, en sus pantalones verde olivo, la grasa que le había dejado en las manos el platillo que devoraba, y mientras los demás trataban de socorrer al Gos, que chillaba debajo de un carrito con licores, él retomó su lugar en la mesa y se sirvió una ración gigante de espaldilla y dijo a Jovita y a Teodora, que lo miraban indecisas entre la admiración y la repugnancia: en mi tierra todo el tiempo lidio con vainas como ésa.
En febrero de 1964, Fontanet organizó una junta en la terraza de su casa, donde, después de la primera tanda de menjules, Doménech les comunicó a todos que los explosivos estaban listos y posteriormente, sin darles tiempo para procesar la información, el matelot explicó a grandes rasgos los movimientos del operativo que proponía la gente de Schilling en Madrid. Durante las semanas siguientes viajaron casi todos los días a la comandancia de Río Blanco, una serie de viajes que oficialmente se conocía como inspecciones cafetaleras de rutina. Ahí Doménech y el matelot, con un plano de Madrid abierto sobre la mesa que ocupaba la mitad de la oficina de operaciones, discutían con los socios de La Portuguesa los detalles del magnicidio. Todo estaba escrupulosamente calculado, se trataba de un plan perfecto, teóricamente infalible, cada inciso estaba respaldado por una carpeta de información donde se especificaba, por ejemplo, por qué se había elegido tal calle, o tal esquina, o tal hora, o por qué iba a colocarse la mina en serie en tal ángulo y por qué se sabía la velocidad que llevaría el coche del caudillo al cruzar tales coordenadas. Todo estaba perfectamente claro y documentado, tanto que los temores de Arcadi comenzaron a diluirse. Incluso Puig, que tradicionalmente había manifestado su reticencia al proyecto, empezaba a entusiasmarse y a participar más activamente en los preparativos y en las discusiones, y esto había atenuado un poco la mala disposición que seguía teniendo González. La oficina de operaciones de la comandancia en Río Blanco era un bohío con techo de palma y suelo de tierra donde el calor, azuzado por los siete cuerpos sudorosos y arracimados en torno al mapa, alcanzaba los grados centígrados de una quemazón. La convivencia física intensa dentro de aquel bohío, más las discusiones que más de una vez rozaron los límites de la bronca, provocaron situaciones que no ayudaban a la cohesión del grupo. A la tensión que producía la antipatía mutua que sentían González y el matelot, se había sumado el desequilibrio que generaba la excesiva empatía entre Doménech y Fontanet; aunque uno era un guerrillero desharrapado y el otro un príncipe, se habían identificado plenamente en el renglón de las parrandas y en la resistencia sobrenatural al alcohol que tenían los dos. Bages y Arcadi se preocuparon la primera vez que los vieron llegar al bohío, con una hora de retraso para la junta y con un aspecto que campeaba entre la resaca y los últimos reflujos de la borrachera, sin embargo, fuera del retraso, todo había transcurrido de manera normal, incluso Fontanet había hecho una observación de una agudeza muy particular sobre un error de cálculo en la mezcla de los explosivos. La misma escena se repitió dos veces más, sin incidentes ni anormalidades, salvo que en una misión tan comprometida y con lujo de explosivos, así se lo dijeron sus socios a Fontanet porque a Doménech no le tenían mucha confianza, más valía que estuvieran todos en sus cinco sentidos. Por otra parte el dinero que habían invertido en el proyecto los socios de La Portuguesa, más otro tanto en donativos de otros grupos republicanos, estaba depositado en una cuenta de banco, de la que Doménech tenía firma y ya González había detectado un faltante que había servido para pagar una de aquellas parrandas. Pero el asunto de las parrandas y del dinero faltante pasó a segundo término porque, en el momento en que empezaba a plantearse, apareció Katy en la puerta de la comandancia general, una joven inglesa rubia de ojos verdes y uno ochenta de estatura que era la novia de Doménech. Katy, que había volado desde Londres alarmada por las historias que se contaban de su novio, decidió que se instalaría en el bohío para no perder de vista al guerrillero, una decisión ridícula porque a Doménech Katy le importaba un rábano y de todas formas se iba por ahí a buscarse aventuras con las nativas de Río Blanco, que le encantaban.
Había otra cosa que preocupaba a los socios de La Portuguesa, que había sido detectada por Bages y dicha sin venir a cuento, irrumpiendo en mitad de una discusión sobre unas toneladas de café molido que debían enviar a Estados Unidos; luego de un manotazo de los suyos en la mesa, que mandó al suelo un platón donde había dulces de leche, gruñó: ¿y dónde coño está el Chelele? La pregunta de Bages abrió un silencio en la mesa, el guerrillero colombiano no podía simplemente desaparecer con toda la información que tenía, sabía demasiado, y tenerlo lejos y fuera de control era un peligro. El caso se planteó durante la siguiente reunión en la comandancia y fue zanjado por Doménech, desde luego apoyado por Fontanet, con una invectiva sobre la indudable integridad del Chelele, que después pasó por la solidaridad que probadamente existía entre los militantes de la izquierda internacional, y que terminó con el anuncio, que dejó fríos a todos, de que el líder sindical también estaba al tanto y que tampoco diría nada. ¿Y cuál es la situación de Katy?, preguntó Arcadi al borde de la desesperación, y en cuanto Doménech iba a comenzar a responderle brincó Fontanet y le dijo que cómo se atrevía a dudar de la integridad de esa mujer que además de comunista intachable era la pareja de un guerrillero heroico; y por la forma en que lo dijo, Arcadi y Bages, que lo conocían como si fuera su hermano, supieron que se aproximaba una complicación mayor. Lo que nos faltaba, le dijo Arcadi en voz baja a Bages en la noche, mientras revisaban con una linterna una zona del cafetal donde había caído una plaga. Coincidieron los dos en que tenían que hacer algo, incluso retirarse del proyecto si era necesario. Pero al día siguiente, cuando se reunieron los cinco en la oficina de la plantación, concluyeron que dar marcha atrás no era un asunto tan simple, en primer lugar Fontanet y Puig, que en los últimos días se había dejado seducir por el encanto bárbaro de Doménech, pensaban que lo del Chelele se estaba sobredimensionando y que de ninguna manera debían dar marcha atrás porque, y esto lo dijo Puig cubierto por un aura donde convivían el entusiasmo y el pánico, de todas formas ya eran culpables; aun cuando dieran marcha atrás los otros iban a matar a Franco con el dinero de ellos, basados en un plan que se había fraguado en su propiedad, de manera que, concluyó Puig ya ligeramente escorado hacia el pánico, más valía quedarse para siquiera tener un mínimo de control. Mientras tanto, en la comandancia general de Río Blanco, el ambiente seguía enrareciéndose, a Doménech Katy efectivamente le importaba un rábano, pero también comenzaba a molestarle lo dispuesto que estaba siempre Fontanet para ayudarla en cualquier cosa, desde ponerle una silla para que se sentara, hasta consolarla cuando Doménech se iba con sus nativas y ella se quedaba tirada y llorosa en un catre que había en un rincón del bohío. Arcadi habló con Fontanet una noche mientras, como empezaba a ser costumbre, revisaban con una linterna la evolución de la plaga en la zona norte del cafetal, le dijo que la situación era insostenible, que tenía que olvidarse de Katy porque iba a ser ridículo que el proyecto se viniera abajo por un lío de faldas, y más en él, que tenía a su disposición a todas las faldas de la comarca. Esa misma noche Arcadi llegó a la crispación después de recibir una llamada telefónica: el embajador Rodríguez, con quien había tenido durante los últimos veinte años contactos telefónicos esporádicos, y que entonces era el embajador de México en Colombia, le dijo, después de saludarlo con la amabilidad de siempre, que se había enterado por el ingeniero Cabeza Pratt del proyecto en el que Arcadi y sus socios andaban metidos. Le dijo para tranquilizarlo que se trataba de información confidencial y clasificada, no de un chisme que se hubiera esparcido por media Latinoamérica, pero también hizo hincapié en que la información existía y constituía un punto vulnerable del proyecto. Arcadi balbuceó dos o tres argumentos antes de que el embajador fuera directamente al grano: mi llamada, Arcadi, y quiero ser muy enfático en esto, obedece a mi necesidad de desaconsejar la participación suya y la de sus socios en este complot de trascendencia internacional. Arcadi balbuceó otras tres cosas antes de colgar el teléfono y salir volando a casa de Bages para contarle lo que acababa de suceder; se sentaron a deliberar en el desayunador, estaban los dos en pijama, Bages sirvió dos vasos de whisky y, antes de probar el suyo, dijo: Estamos jodidos.
En lo que los rojos de ultramar se iban adentrando en la maraña del complot para matar a Franco, en España se promovían los festejos de la paz que hacía veinticinco años, desde el primer día de la dictadura, reinaba en el país. La iniciativa se anunciaba con mucho bombo en las primeras planas de los periódicos y era la consecuencia natural del maquillaje sistemático con que Franco había conseguido atenuar su condición de dictador, para irse metamorfoseando en un mandatario normal, aceptado por la ONU y por la gran mayoría de las democracias internacionales, que había logrado situar a la Guerra Civil, ese cisma que había partido a España en dos, como un acontecimiento menor. Por esos días el poeta Jaime Gil de Biedma escribió un ensayo, luminoso como todos los suyos, donde decía: La Guerra Civil ha dejado de gravitar sobre la conciencia nacional como un antecedente inmediato, se ha vuelto de pronto remota.
Pero el maquillaje sistemático del caudillo no había llegado ni a México ni a La Portuguesa, donde la Guerra Civil era una herida abierta y los republicanos seguían en pie de guerra contra el dictador que no los dejaba regresar a su país. En aquella noche de whiskys en pijama, Arcadi y Bages llegaron a la conclusión de que no hablarían de la advertencia del embajador Rodríguez ni con los demás socios, ni con el matelot ni con Doménech, de quien desconfiaban cada vez más. En la comandancia general cada quien había establecido terminantemente su posición, y la información que tenía Rodríguez, que en realidad era la misma que tenían Katy o el Chelele, no iba a alterar en nada esas posiciones y en cambio sí iba a tensar todavía más la convivencia, que ya entonces, en la víspera de la prueba de los explosivos, era insoportable. Esa tarde la situación en la comandancia general había alcanzado nuevos límites: mientras se ponían de acuerdo en los detalles de la prueba del día siguiente, el matelot y González se habían hecho de palabras. La discusión era sobre las responsabilidades que tendría cada uno en la prueba, y de pronto González, fuera de sí, con el color subido hasta los tonos de su barba, gritó que qué cojones hacía esa rubia borracha ahí metida todo el tiempo. Un silencio hermético cayó sobre la mesa, el gesto que hizo Doménech los dejó helados, se puso de pie pesadamente, se sirvió un trago de ron y dijo, mirando a la cara a cada uno, con unos ojos donde había restos de innumerables asesinatos: si tanto les molesta, sáquenla de aquí. Nadie se movió ni abrió la boca, Doménech se bebió su vaso de un trago y como si no hubiera pasado nada dijo: sigamos con lo de mañana. Esa noche Bages fumaba un puro en su terraza cuando vio que por la orilla del cafetal pasaban, sigilosamente y a paso veloz, Fontanet seguido de Katy, que le sacaba medio metro de estatura. Bages salió alarmado tras ellos y, como quien contempla los prolegómenos del desastre, los vio meterse en casa de Fontanet, que estaba a unos quinientos metros de la suya. De todas las amenazas que pendían sobre el proyecto esa locura le pareció la más grave de todas, y más después de haber visto hacía unas horas el gesto criminal de Doménech. Cuando iba de regreso, pensando en contarle a Arcadi lo que estaba pasando, se encontró con Puig, que venía de revisar la plaga que seguía extendiéndose por la zona norte del cafetal. Puig le dijo que ya lo sabía, que hacía tres noches González había visto lo mismo, y entonces Bages y Puig repararon en que hacía días que ni tenían reuniones de socios, ni hablaban entre ellos, ni de ese desastre que se avecinaba, ni de la plaga que se estaba devorando parte del cafetal. Según el testimonio de Bages, que en el vídeo de Marie dice más cosas de Arcadi que de él mismo, mi abuelo estuvo a punto de contarle a Carlota lo que estaba sucediendo. Se sentía cada vez peor con su doble vida, que además de obligarlo permanentemente a mentir, le impedía trabajar y disfrutar de su familia, que acababa de alcanzar la tercera generación; al final Arcadi había pensado que el proyecto para él estaba a punto de terminar, que al día siguiente harían las pruebas y después Fontanet y el matelot se irían a Madrid a perpetrar el magnicidio y él, en la medida en que su familia ignorara el complot, podría volver a su vida normal, así que lo mejor, pensó Arcadi entonces, era mantener a Carlota al margen.
Al día siguiente salieron muy temprano a probar los explosivos, a que Doménech les enseñara de qué forma montarlos y cómo hacerlos explotar. Era el último inciso antes del viaje a Madrid. La prueba era simple pero había que tomar medidas para que la explosión no alarmara a los vecinos. Doménech eligió la curva oculta de un lecho seco de río que en la prehistoria había sido afluente del río Blanco y que volvía a llenarse de agua cada vez que caía un chubasco, cosa bastante frecuente en esa zona, y también muy conveniente, pues el caudal se llevaría hasta el último rastro de la explosión. La prueba se había programado a las siete de la mañana para que la detonación coincidiera con las explosiones de dinamita que tres días a la semana, a esa misma hora, tronaban en las aguas del río Blanco. Aquellas explosiones obedecían a un método brutal que usaban los pescadores de la región: lanzaban media docena de cartuchos al río, que, al hacer explosión, levantaba desde el fondo un hongo de agua y lodo cargado de peces muertos. El método era sumamente efectivo, pescaban cincuenta o cien peces de un solo cartuchazo que luego iban a venderse al mercado y a freírse en una sartén que quedaba oliendo a pólvora. Los socios de La Portuguesa llegaron en el automóvil de González, Puig recuerda que en todo el trayecto no se pronunció una sola palabra, que incluso Fontanet, el más extrovertido de los cinco, iba mirando la carretera silencioso y meditabundo. Aunque llegaron puntualmente Doménech ya estaba ahí con una muestra de su mina en serie colocada y un montón de cajas y ladrillos y pesos muertos que, con la ayuda del matelot, había puesto encima como simulacro del coche del caudillo. Cuando empezaron las explosiones en el río Blanco se colocaron alrededor del simulacro de automóvil, Doménech decía que era importante que todos supieran cómo operar el explosivo, por si algo imprevisto pasaba; luego se colocó debajo del coche simulado y fue explicando de manera muy didáctica la forma en que debían seriar los explosivos, había que ir engarzándolos punto por punto en el filamento y posteriormente había que agregarle a cada punto una gota de catalizador, y este último paso había que darlo con sumo tiento porque en cuanto la gota entraba en contacto con el material explosivo, el punto se volvía sensible y podía activarse si no se manejaba con precaución. Doménech explicaba esto mientras aplicaba el catalizador y el resto lo escuchaba tratando de no perder detalle, registrándolo todo a través de los huecos que quedaban entre las cajas y los ladrillos y la pedacería de hierro que fungía de peso muerto. Cuando terminó se deslizó hacia atrás, todavía de espaldas contra el suelo, con un movimiento que dejaba patente su experiencia en escabullirse por los territorios donde peleaba guerrillas, un movimiento veloz, preciso y sagaz que pareció hecho por un cuerpo motorizado. Se puso de pie y se retiró del automóvil simulado y todos lo siguieron para aprender cómo operaba el aparato de control remoto con el que iba a activar su mina en serie. Parado a una distancia prudente, junto a una roca enorme, Doménech explicó el procedimiento y justamente después de que explotara uno de los cartuchos de dinamita del río Blanco, dio la orden de que todos se protegieran detrás de la roca y oprimió el interruptor. El ruido que produjo la mina en serie fue un estruendo mayor que desde ningún ángulo podía confundirse con los cartuchos de los pescadores. El coche simulado del caudillo voló por los aires como lo había hecho el del Cochupo en su tiempo, la explosión produjo poco humo pero dejó en el aire un olor a veneno químico que picaba en las narices. Doménech se levantó y, junto con él, su grupo de aprendices. Con una señal imperativa que nació en sus cejas y fue a parar en un movimiento de mano, les indicó que revisarían el lugar de la explosión, de manera fugaz porque lo recomendable era abandonar la zona cuanto antes, no fuera a ser que llamadas por ese tronido colosal llegaran las gentes de por ahí. A medio camino Puig detuvo al pelotón para decirles que Arcadi no venía. Bages y Doménech corrieron detrás de la piedra donde se habían agazapado y encontraron a Arcadi tirado, inconsciente, espolvoreado de tierra y de pedruscos: una pieza metálica, la parte de una máquina de las que habían servido de peso muerto para el automóvil simulado del caudillo, le había caído de mala forma en el brazo izquierdo. Del brazo de Arcadi salía un reguero de sangre que escurría y formaba un charco, una poza que no alcanzaba a formarse porque de inmediato era absorbida por la tierra.
La prueba había sido un éxito rotundo y Fontanet y el matelot debían irse a Madrid cuanto antes, dijo Doménech mientras acomodaban a Arcadi, inconsciente y con un torniquete lodoso a la altura del codo, en el asiento trasero del coche de González.
Bages y González trasladaron a Arcadi a un hospital de Orizaba, mientras Puig y Fontanet se reunían con Doménech y el matelot en la comandancia de Río Blanco; Peter Schilling tenía todo a punto en Madrid y esperaba la llegada de los explosivos y de los dos agentes de ultramar. Doménech explicó que ya había una fecha específica para matar al dictador, un día y una hora en que Franco tenía programado un acto: la inauguración de la primera sucursal del Bank of Oregon, la institución bancaria que significaba el principio de las grandes inversiones estadounidenses en España, y asistir a su acto inaugural era una prioridad para el dictador. Cerca del mediodía, en un momento en que pudieron estar a solas, Puig le dijo a Fontanet que no le había gustado nada la ligereza con la que Doménech había tomado el accidente de Arcadi. A Fontanet tampoco le había gustado, pero entendía que una misión de esa envergadura no podía retrasarse por un accidente que, por otra parte, había sido oportunamente atendido y estaba bajo control.
Laia y mi abuela llegaron al hospital de Orizaba convocadas por lo que oficialmente había sido un accidente con una máquina despulpadora de café, hablaron con un médico que les explicó la situación, que en ese momento no era grave pero tenía elementos para complicarse. Arcadi estaba en una cama, en una habitación grande donde convalecía una decena de enfermos. Le habían hecho una cirugía de emergencia en el brazo y estaba en un estado de somnolencia que alarmó a Carlota aun cuando el médico le aseguró que se debía a los efectos de la anestesia. A media tarde, cuando Arcadi ya no tenía energía ni para abrir los ojos y presentaba una palidez espectral, el médico decidió que tenía que volver a intervenirle el brazo.
La reunión en la comandancia general terminó cerca de las cinco, todo estaba a punto, la parte del proyecto que iba a hacerse en ultramar había quedado concluida. Katy había estado presente durante aquella última reunión, oyéndolo todo recostada en su catre como lo había hecho casi en todas, luego había decidido quedarse en el bohío mientras los demás se iban a comer a la cantina. Después del accidente de Arcadi una celebración parecía un exceso, pero luego de una discusión, que pasó por un episodio de gritos entre Puig y Fontanet, habían concluido que era importante tener un acto social mínimo para que el final de ese proyecto quedara plenamente establecido. Puig, según cuenta él mismo en el vídeo, asistió a la comida a regañadientes, nada más porque se trataba de la clausura de ese proyecto que ya empezaba a detestar; en cambio Fontanet, apenas unos minutos después de la discusión a gritos, se había puesto locuaz y eufórico, como si ya hubiera matado a Franco. Doménech estaba más bien pensativo y de vez en cuando reía alguna de las ocurrencias de Fontanet o del matelot, que eran los que llevaban la fiesta en la mesa, y Puig, cada vez que podía, le recordaba a Fontanet que no hacía ni doce horas que Arcadi había sufrido el accidente, y que encima él todavía tenía la responsabilidad de viajar a Madrid y con esa fiesta y ese ritmo iba a llegar maltrecho y tembloroso a colocar las minas. Tres horas más tarde, cerca de las ocho, Puig intentó llevarse a Fontanet, ya se había bebido mucho en la mesa y la conversación, que a esas alturas estaba acaparada por Doménech, empezaba a ir por derroteros peligrosos. Con más traza de corsario que de cristo, Doménech hablaba con demasiados detalles sobre una sesión de tortura que él había conducido en la cárcel de La Unión, en la frontera entre El Salvador y Honduras; hablaba en un tono monocorde y con los ojos fijos en un punto indefinido entre los hombros de Fontanet y los del matelot. A las nueve y media se levantó Puig a hablar por teléfono con Mariona, su mujer, para decirle que iba tarde y también para preguntarle si sabía algo de Arcadi. El teléfono estaba sobre la barra y desde ahí la mesa de sus colegas, la única que a esas horas seguía ocupada, tenía un aspecto teatral, estaba envuelta en una nube de humo y las tres figuras aparecían difuminadas por la luz escasa que caía desde un foco. El dueño de la cantina dormitaba en una silla detrás de la barra y se sobresaltaba cada vez que Doménech lo sacaba de su amodorramiento para pedirle más tragos. Después de hablar con su mujer Puig marcó el número del hospital de Orizaba, y luego de mucho insistirle a la voz que le había contestado logró que Carlota se pusiera al teléfono. La escuchó decirle con la voz llorosa y mormada que habían tenido que operar otra vez a Arcadi y que a mitad de la intervención habían detectado un principio de gangrena gaseosa, y que en el intento dé extirpar la carne contaminada habían ido amputando secciones pequeñas hasta que, al cabo de cinco horas, el médico había decidido que había que amputar el brazo completo. Puig colgó el teléfono desencajado, por lo que acababa de decirle mi abuela y porque, mientras se lo decía, el monólogo de Doménech se había convertido en una discusión a tres voces y, en unos instantes, había evolucionado en una gritería que había despertado al cantinero y puesto de pie a Doménech, que, fuera de sí, había sacado un revólver de la cintura y apuntándole a Fontanet en la cabeza le había gritado un parlamento donde aparecía Katy. Fontanet brincó de su silla y encaró a Doménech, el matelot trató de contenerlo, de hacerlo entrar en razón mientras Puig, a grandes zancadas, corría a la mesa para tratar de sujetar a Doménech por la espalda, un intento que falló porque en los segundos que le tomó llegar de la barra a la mesa ya Doménech había disparado dos tiros y Fontanet yacía despatarrado en el suelo. Doménech y el matelot desaparecieron inmediatamente de la escena, Puig trató de socorrer a su amigo, se arrodilló junto a él y en cuanto vio la dimensión del daño, la rapidez con que la sangre se iba de ese cuerpo, trató de confortarlo y de procurarle un final en paz.
Unas horas más tarde Puig, Bages y González irrumpieron en la comandancia general de Río Blanco y la encontraron vacía, no había ni planos, ni documentos, ni nada. Doménech, el matelot y Katy se volatilizaron junto con el dinero que había en la cuenta de banco, y los tres socios de La Portuguesa que quedaban en pie concluyeron que denunciar el asesinato de Fontanet, por el grado de implicación que tenían en el complot, era del todo imposible, más valía decir que su amigo había muerto en un pleito de cantina; una muerte, por lo demás, bastante común en aquella selva.
Siguiendo las instrucciones de Schilling el matelot viajó solo a Madrid. Después del asesinato de Fontanet, él, Doménech y Katy se habían ido a la Ciudad de México y desde una habitación en un hotel del centro terminaron de cuadrar la operación. El matelot viajó el día que estaba previsto, llevaba los filamentos y los puntos de explosivo escondidos en una maleta de mano, y el líquido catalizador en una botella de loción. El plan que llevaba era muy sencillo, llegando a Madrid debía trasladarse a una dirección específica en el barrio de Lavapiés y ahí debería esperar las instrucciones de Schilling y, sobre todo, no debería moverse por ningún motivo de ese piso. Al día siguiente, veinticuatro horas después de su llegada, preocupado porque los tiempos del magnicidio comenzaban a descuadrarse, se decidió a marcar el número de contacto que le había mandado Schilling para que lo usara sólo en caso de que fuera estrictamente necesario. Aunque el teléfono fue descolgado nadie le contestó del otro lado, él tampoco dijo nada y a partir de ese momento comenzó a sospechar que las cosas no iban bien, faltaban dos días para el atentado y nadie había entrado en contacto con el hombre de los explosivos. Cinco minutos después de la llamada infructuosa, un comando de la policía de élite de Franco derribó la puerta del piso y lo aprehendió.
El matelot pasó once años preso y fue liberado en la primera amnistía después de la muerte de Franco. Regresó a Burdeos y ahí murió en 1986, cerca de los noventa años. De Peter Schilling o Hans o como quiera que se llamara nunca se supo nada, Marie Boyer estuvo durante muchos años tras su pista hasta que, por insistencia de su padre, desistió en 1982. Marie tampoco pudo seguir la pista de Doménech, pero asegura que Jean-Paul, su padre, tenía contacto con él aunque lo negaba permanentemente. Con quien sí dio fue con Katy, o mejor dicho, Katy apareció en el Matelot Savant en 1980; había dejado a Doménech unos días después de que el matelot abordara el avión rumbo a Madrid y había regresado a Londres, a casarse con un novio que la esperaba y a montar una vida estándar de la que se sentía muy satisfecha. Durante tres horas habló con el matelot sobre su pasado común en la selva de Veracruz, tenía la intención de contrastar unos recuerdos con otros, de aclarar ciertos pasajes, de hacerse una versión más precisa de aquella historia que seguiría rumiando el resto de sus días. Después regresó a esa vida de la que se sentía muy satisfecha, aunque a veces, dijo, todavía pensaba en Doménech, por puro morbo, completó, aunque Marie detectó más que eso en la manera en que Katy se refería a ese hombre que, veinte años atrás, había matado por ella.
Arcadi salió del hospital, sin el brazo izquierdo, una semana después del desastre. Bages lo puso al tanto de la muerte de Fontanet: no había sido en una pelea de cantina, como le había dicho Carlota, y lo habían enterrado en el jardín de su casa, envuelto en una bandera republicana. Del destino de Doménech y el matelot nunca se enteraron, aunque al correr de los días quedó claro que el proyecto de matar a Franco había fallado. Tampoco supieron que durante aquella semana trágica, cuando todo en La Portuguesa comenzó a venirse abajo, el gobierno del dictador estrenaba, en todos los cines de España, la biografía filmada Franco, ese hombre, como parte de los festejos del veinticinco aniversario de la paz.