Argelès-sur-Mer

A Arcadi lo despertó el frío, los cartones sobre los que se había echado habían dejado pasar la humedad de la playa, era noche cerrada pero a lo lejos, en la línea del horizonte, se adivinaba un indicio de luz, un claror, una abertura por donde la oscuridad eventualmente iba a fugarse. Calculó que faltaba más de una hora para el primer rayo de sol y se preguntó de dónde iba a sacar energía y entereza para atravesar esa última parte de la noche, tiritaba, la humedad se le había metido a los huesos y la que quedaba encima de la ropa se había convertido en capa de escarcha. Un vistazo fue suficiente para dictaminar que la situación era grave, todo era noche y cuerpos tirados, no alcanzaba a ver más y tampoco estaba dispuesto a ampliar su ángulo visual, porque cada vez que movía un músculo se desencadenaba una racha tortuosa de escalofríos. A pesar de que no cabía un alma en esa playa, no se oía más ruido que el vaivén del mar. Ovillado encima de los cartones y con la cabeza recostada a la altura de la arena era muy poco lo que podía ver, entre una bota y un torso alcanzaba a divisar, a unos tres metros de distancia, el cuerpo de un hombre que estaba tirado boca abajo sobre la arena, parecía que se había caído y que se había quedado tal cual, con la cara pegada a la arena, durante la noche. Periódicamente soplaba el mistral, lo veía bajar un metro más allá del hombre inmóvil, colisionarse contra la arena, levantarle una cresta y luego irse, a levantar arena entre otros cuerpos, donde fuera posible colarse porque ese ejército tirado en la playa restaba efectividad a los golpes del viento. Arcadi pasó revista de forma obsesiva a las primeras coordenadas de su exilio: su mujer y su hija se habían quedado en Barcelona en un piso lleno de huellas republicanas que podían complicarles las cosas, y él estaba tirado a la intemperie en una playa rodeado por un ejército incalculable de cuerpos. Cerró los ojos y le dio vueltas a estas dos contrariedades hasta que sintió un rayo primerizo que medraba en su cuello y que empezaba a deshacer la escarcha que se iba yendo gota a gota encima del cartón.

Lo primero que hizo al levantarse fue quedarse boquiabierto, la playa de Argelès-sur-Mer era mucho más grande de lo que había calculado y había cuerpos tirados y personas deambulando hasta donde alcanzaba la vista. Caminó entre la gente para darse una idea más precisa de su situación, pensaba que la siguiente noche la pasaría en mejores condiciones, que en algún lugar de esa playa enorme debía haber cabañas o barracas donde se pudiera dormir sin escarcha encima. También iba buscando un puesto de socorro donde pudieran darle una manta, un poco de café y además información que le permitiera trazar un plan, un pronóstico siquiera, de cuántos días iba a tener que soportar esa estancia incómoda. La población de la playa era un muestrario de las fuerzas de la república, había soldados, carabineros, guardias de asalto, artilleros, mossos d’Esquadra, escoltas presidenciales, marinos, aviadores, cerca de cien mil personas que nos habíamos quedado, de un día para otro, sin país, dice Arcadi en las cintas de La Portuguesa. Había también, todo esto lo iba viendo él mientras caminaba dentro de esa escena neblinosa de aire onírico, una minoría de mujeres, algunas con críos de brazos, y varios grupos de niños que correteaban o que jugaban con la arena, actividades que indicaban la poca conciencia que tenían sobre lo que ahí estaba sucediendo, y que era el reflejo exacto de la poca información que tenían todos en esa playa: nadie sabía en realidad lo que estaba empezando a pasar. Unas horas después del amanecer comenzaron a tener alguna pista, del otro lado de la alambrada que los separaba de Francia se formó un cerco de soldados senegaleses que tenían cara de pocos amigos y demasiadas armas encima, una larga al hombro y dos pistolas y un puñal en la cintura. La cosa se veía del carajo, dice Arcadi, deambulaba por ahí aterido del frío, el sol era una cosa simbólica, nada más un aviso de que había llegado el día.

Pegada a la arena reinaba una niebla, espesa o difusa, según la empujara el mistral. A mediodía la gente empezó a hacer fogatas y a preguntarse a qué hora pensaban alimentarlos, algunos calentaban agua del río que corría ahí cerca, en cacharros o en latas que se habían encontrado. Arcadi dio con un grupo de artilleros que habían peleado con él en la batería de Montjuic, intercambió impresiones y ahí se enteró de que no había cabañas, ni barracas, ni cobijas ni absolutamente nada que pudiera protegerlos de la noche que se aproximaba. En la mañana, se decía, se habían llevado de la playa varios cadáveres, gente enferma o vieja que no había aguantado el desgaste del viaje desde la frontera con el fango hasta las rodillas. También se decía que había muerto gente de frío y Arcadi pensaba, mientras oía esa información, en el hombre inmóvil que había caído de boca y se había quedado con la cara pegada a la arena. Cuando llegó la noche las hogueras comenzaron a multiplicarse, cada grupo encendía la suya y utilizaba todo tipo de material combustible, los objetos más diversos. Se decía que dos hombres que sacaban ramas del río habían recibido una golpiza de los guardias senegaleses, el motivo era un misterio pero quedaba claro que nadie podía acercarse demasiado al agua dulce sin arriesgarse a recibir una tunda. De esto se habían enterado, de boca en boca, los cien mil habitantes de la playa, y de esa forma, y con ese método, iba instalándose el orden, las reglas que debía observar esa multitud de desterrados, entre ellas la que había inspirado un hombre al estirar la mano para recoger sus anteojos, que en un aspaviento accidental habían caído del otro lado de la alambrada, y eso le había valido un pisotón en la muñeca que le fracturó los huesos y de paso convirtió en añicos los cristales. Conforme los troncos se consumían caían al fuego todo tipo de objetos, manuales de guerra, un macuto, un trío de gorras militares, un montón de insignias, zapatos, cosas de las que se deshace quien piensa que la situación va a mejorar al día siguiente. Alguien aprovechó el fuego para cocinar unas patatas que habían llegado no se sabía bien de dónde, eran parte del mismo sistema espontáneo, a la información de boca en boca correspondía el abastecimiento de mano en mano. El fuego acabó extinguiéndose, quedó la niebla espesa y un murmullo de voces en declive encima del cual aparecía, con cierta frecuencia, el llanto de un niño que hacía pensar a todos en lo mal que habían comido, en lo mal que iban a dormir y en el cariz horrible que estaban tomando los sucesos, es decir, la ausencia de ellos, todo lo que había pasado en esa playa durante las primeras veinticuatro horas había sido la degradación de la situación original. Ninguno de los cien mil que trataban de conciliar el sueño podía imaginar que esa degradación traía vuelo suficiente para sostenerse durante meses y en algunos casos, en un plano más amplio, tomando el final de la guerra como el inicio del declive, durante el resto de sus vidas.

Esa segunda noche Arcadi durmió encima de la arena, sin cartón que mediara entre su sueño y el mundo. Sus colegas habían ideado dormir de manera escalonada, la noche anterior había muerto uno de ellos y eso les había enseñado que dos tenían que montar guardia mientras el resto dormía. La misión de los dos guardias en turno era interrumpirles a los otros el sueño, para evitar que sin darse cuenta murieran de frío. Arcadi trataba de sobrellevar sus periodos de sueño tapándose la cara con un pañuelo, una simpleza que le proporcionaba una buena dosis de confort: el rocío se congelaba en la superficie del pañuelo y su cara quedaba resguardada, y esto le permitía soportar mejor la escarcha que le cubría el cuerpo, un confort inexplicable, atávico supongo, proteger la cabeza, poner a salvo la cara, donde se concentran los sentidos y los rasgos de identidad.

El día siguiente, excepto dos episodios sombríos, transcurrió igual que el anterior. Al amanecer había aumentado el número de muertos en la playa, muertos de frío, de enfermedad o de desesperanza. Como no había autoridad y los negros que vigilaban impávidos la alambrada no parecían preocupados por la profusión de cuerpos muertos, un grupo tomó la iniciativa de irlos enterrando, en una zona específica, para evitar que la carne al descomponerse produjera una epidemia. A mediodía, en el momento estelar de una tormenta de nieve que complicaba las excavaciones de la fosa común, una columna de combatientes agonizantes entró al campo. La excavación se hacía con los rudimentos que se hallaban por ahí, un palo, el vidrio de una botella, un trozo de fierro, a mano limpia, un esfuerzo enorme que la nieve complicaba y con frecuencia los obligaba a empezar a excavar otra vez de cero. La columna de combatientes heridos o enfermos venía desde el hospital de Camprodón huyendo del horror de la represión franquista, habían cruzado la frontera buscando otro hospital donde resguardarse, pero los guardias franceses no habían hecho más que conducirlos hasta ese campo de refugiados donde no existían las camas, ni las medicinas, ni la atención médica que se les había prometido. Los enfermos, que venían huyendo del horror de Franco, miraban incrédulos el horror que les aguardaba en esa playa, y aunque entre los prisioneros había médicos y gente dispuesta a ayudarlos, poco era lo que podía hacerse por ellos y durante los días siguientes los miraron agonizar en el lodo y en la nieve, sólo unos cuantos salieron a flote, quién sabe cómo. Las maniobras de excavación para tanto entierro, batallando contra la tormenta, fueron insuficientes, los cuerpos que empezaron a descomponerse en el lodazal, a la vista de todos, iban a ser el fermento de una epidemia de disentería y otra de tifus que se esparcerían por la playa.

Al tercer día llegó el contingente de guardias franceses que se haría cargo de la disciplina del campo. La primera orden que dieron fue para los soldados senegaleses, una indicación salvaje y sintomática: abrir fuego contra aquel que se acercara a la alambrada. La información se esparció de boca en boca hasta que llegó a oídos del hombre de las gafas fracturadas y de la muñeca hecha añicos y le hizo pensar que ese dolor de huesos que lo torturaba era, a fin de cuentas, una manifestación de su buena suerte. La primera medida que tomaron los guardias franceses fue levantar un censo que fragmentó a la población en islotes y dio origen a una lista que controlaba a los prisioneros. El que por cualquier causa no respondía cuando su nombre era mencionado era considerado desertor, y si no había tenido la suerte de huir se hacía acreedor a cuarenta y ocho horas de pozo, un agujero en la arena de un metro cuadrado por tres de profundidad donde iban a parar los que cometían alguna infracción, casi siempre nimia, irrelevante si se comparaba con la experiencia de estar adentro de ese pozo de paredes frágiles que cuando llovía o nevaba se convertían en una catarata de lodo, una avalancha que las más de las veces terminaba sepultando vivo al prisionero.

Una vez por semana los formaban desnudos en una línea y los bañaban con una manguera conectada a una pipa. El agua se dispensaba con lentitud, a veces los prisioneros esperaban hasta un cuarto de hora para recibir el chorro, pero esta situación no era tan grave como la de los que recibían el chorro primero y luego tenían que esperar ese cuarto de hora, desnudos y empapados, con una temperatura ambiente que en las mañanas de invierno rondaba los menos diez grados centígrados. No pocas veces, dice Arcadi, vi cómo alguno de la fila caía al suelo inconsciente, temblando, atacado por una hipotermia que lo invadía de tonos purpurinos. Después de la manguera pasaban los guardias con unos cubos llenos de petróleo para que los prisioneros metieran un trapo y se lo untaran por todos los rincones del cuerpo. Éste era el método que había concebido la autoridad para combatir las plagas de pulgas y de piojos, había pieles que al contacto con el petróleo sufrían irritaciones, eccemas, llagas, todo tipo de reacciones cutáneas que terminaban siendo preferibles a las invasiones de bichos que, mientras no pasaban cosas peores, engordaban anécdotas que se reproducían, crecían y se exageraban de boca en boca. Había relatos de hombres que habían sido devorados de pies a cabeza mientras dormían por un ejército de millones de chinches, y en su lugar no quedaba ni rastro. Otros aseguraban que chinches y pulgas, cuando eran legión, producían juntas un grito desgarrador que a veces despertaba a la víctima, justo a tiempo para espantarse la plaga que le había caído encima. Las anécdotas se disparaban en todas direcciones, iban de los que habían sido devorados íntegramente hasta los que habían sufrido pérdidas fragmentarias, un dedo, un trozo de pantorrilla, un testículo. El baño de petróleo era por estas razones bienvenido. Arcadi, cuando habla de estos bichos en la cinta de La Portuguesa, se pone escéptico, dice que nunca vio que devoraran a nadie y que sí abundaban los mancos y los cojos, pero que él nunca pudo confirmar que esos insectos fueran los autores de tales mutilaciones.

Las semanas pasaban sin que la situación cambiara en Argelès-sur-Mer, los republicanos seguían durmiendo a la intemperie, aunque en algunos islotes, como era el caso del de Arcadi, habían excavado en la arena una cavidad, entre madriguera y covacha, que les servía para refugiarse de los embates de la nieve y del mistral. Aunque vivir a la intemperie era una desgracia severamente acentuada por la escasez de comida, los prisioneros comenzaban a experimentar el consuelo de que el invierno se iba yendo, los días empezaban a ser más cálidos y más largos. Muchos habían llegado a la conclusión de que el gobierno francés los maltrataba para obligarlos a regresar a España, donde los esperaba la represión franquista, que, según se habían enterado, era un horror superior al que podía vivirse en esa playa. Regresar a España era una de las formas de salir del campo, otra era que un ciudadano francés reclamara la custodia de alguno de los republicanos, o bien que lo hiciera, con el consentimiento del prisionero, la legión extranjera o el ejército. La vía que les quedaba a los que, como Arcadi, no pensaban exponerse a la venganza de Franco ni tampoco tenían a nadie en Francia que pudiera reclamarlos, ni les apetecía enrolarse en otra guerra, era escaparse en cuanto hubiera oportunidad. Había quienes, acobardados porque la experiencia de Argelès-sur-Mer parecía no tener fin, decidían regresar a España a purgar la pena que les tocara durante los años que fueran necesarios para finalmente reunirse con su familia y rehacer su vida. Los que optaban por esto se ganaban el rechazo de aquella mayoría republicana que, aun cuando pasaba las de Caín en esa playa, no pensaba manchar el resto de su vida con la catástrofe personal de irse a rendir ante Franco. En todo caso preferían esperar, tenían información de que en Europa las cosas no andaban bien, de que estaba a punto de desatarse una guerra, y si eso llegaba a ocurrir iban a abundar las oportunidades para escapar, para quedarse en Francia o para irse a otro lado. La idea fundamental era la necesidad de conservar la república aunque fuera en el exilio, era imperativo seguir funcionando como contrapeso del totalitarismo franquista, era capital que esas quinientas mil personas que habían tenido que exiliarse sirvieran de referente y fueran la semilla de la república española del futuro. A la luz de esta idea cada republicano que se rendía en algo debilitaba el diseño del porvenir.

El director ocupaba un barracón de madera calafateada que era el centro gravitacional del campo, de ahí emanaban las órdenes y la información, es decir: la autoridad. Los prisioneros tenían prohibido acercarse y aquel que rebasaba el límite se exponía a ser catalogado como la primera manifestación de un motín y a que, sin más averiguaciones, se le disparara. Aquel barracón era el único punto de la playa donde había luz eléctrica, en la noche sus ventanas brillaban como joyas y producían, según Arcadi, cierto confort. Lo dice el mismo, y esto hay que tomarlo en cuenta, que hallaba confort en cubrirse la cara con un pañuelo, supongo que era su truco para no volverse loco: establecer una nueva jerarquía de la existencia, varios niveles abajo, donde pan agusanado y tripas podridas eran una comida completa y vaciar la mierda de las tinajas un oficio tan digno como cualquiera.

Las órdenes y las noticias iban esparciéndose a lo largo de la playa por los altavoces de un camión que se desplazaba lentamente del otro lado de la alambrada, sobre un camino de arena que por las tardes llenaba una multitud de curiosos que encontraban divertido fisgonear la vida mísera de ese enjambre de españoles magros y barbudos. Una tarde Arcadi oyó el nombre de Bages en el altavoz del camión, era la primera información que tenía de que su amigo finalmente había logrado pasar a Francia. Oyó el nombre y por más que corrió para interceptarlo antes de que se fuera no lo consiguió, solamente logró ver desde una distancia excesiva cómo se iba yendo, lo vio de espaldas y corrió hacia la alambrada y aunque Bages ya iba muy lejos, fuera del campo, a una distancia que no podía cubrir a gritos, se puso a gritarle desesperado, por muchos motivos, porque era su amigo y porque una vez internado en Francia podría ayudarlo a salir de esa playa y porque en esa espalda monumental que se iba yendo veía escaparse el último referente de su vida anterior: una vez ido Bages, todo lo que le quedaba era el futuro, un territorio insondable cuyo horizonte terminaba en ese cerco de alambre de donde se fue a agarrar para gritarle a Bages con más fuerza, una sola vez más, porque en cuanto iba a repetir el grito, le entró en la boca la cacha de una pistola que sostenía un guardia senegalés. Luego me quedé pensando durante meses, dice Arcadi, que quizá se trataba de otro Antoni Bages y que igual le había gritado a la espalda de otro, pero resulta que no, que en cuanto nos reencontramos, años después, en los portales de Galatea, lo primero que hicimos fue sacar cuentas y concluir que mis gritos habían sido efectivamente para él. Todavía hasta la fecha Bages me jode diciéndome que la verdad es que sí me oyó pero se hizo el sordo, dice Arcadi y al decirlo, por la manera en que lo hace y por el tono que utiliza, parece que sonríe, o acaso me acuerdo del momento y de su sonrisa e invento que en esa frase grabada hay una manera y un tono.

El arma del senegalés le rompió a Arcadi nueve dientes y le produjo una infección que lo tuvo una noche sacudido por la fiebre en el tejaván que se había levantado para atender a los enfermos y a los heridos. Tenía un dolor de encías por el que hubiera llorado si mi vecino de catre, al que acababan de amputarle una pierna con un herramental sucio y tosco, no hubiera convertido mi dolor, por contraste, en una nimiedad. Durante toda esa noche, junto a ese hombre recién mutilado que gritaba desde otra dimensión, cuenta Arcadi que pensar en Laia, que entonces debía tener un año, lo sosegaba. Su vecino también fue sosegándose a su manera, en la madrugada se fueron sus gritos y él mismo se fue yendo, durante las siguientes horas, en paz, ya sin dolor, aniquilado por una invasión de gangrena. Arcadi recuerda la tranquilidad de su gesto y el amarrije lodoso y pestilente que le cubría el muñón. A la mañana siguiente Arcadi fue dado de alta, es decir, uno de los estudiantes de medicina le pidió que abandonara el tejaván porque había otros enfermos o heridos que necesitaban el espacio.

Lo peor de todo era la monotonía, dice Arcadi, y después oigo en la cinta cómo yo mismo le digo desde un sitio remoto, lejos del micrófono, que me parece absurdo que la monotonía fuera un elemento de consideración en esa playa donde abundaban las desgracias. Ese caminar por ahí para estirarnos que ejecutábamos los prisioneros al amanecer, se extendía a lo largo de toda la jornada y estas jornadas iban sumando semanas y meses: se trataba de resistir y de esperar, no había más que hacer, dice Arcadi a manera de justificación, y después añade, y mientras habla puede oírse que su garfio golpea un par de veces contra el descansabrazos de metal que tiene su silla: y esto también va a parecerte absurdo pero lo segundo peor de todo era la arenitis. ¿La arenitis?, se oye que digo. Sí, una psicosis que no puedes entender si no has estado mucho tiempo conviviendo con la arena, vivíamos y dormíamos sobre ella, había arena en la ropa y en lo que comíamos, arena en los pies y entre las uñas de las manos y en las corvas y en el culo y debajo de los huevos y en los ojos y esa omnipresencia de la arena con el tiempo provocaba resequedades y eccemas y hongos y unas conjuntivitis que nos ponían color grana lo blanco de los ojos. Pero peor que los efectos físicos eran los psicológicos, porque era una tortura sistemática que no tendría fin ni remedio mientras hubiera arena en esa playa, ¿te imaginas lo que era esa plaga?

Cuando llegó el verano los guardias franceses fueron sustituidos por spahis. Los nuevos guardianes parecían caídos de otra galaxia, usaban capa roja y montaban caballos enanos de Argelia, eran una visión lujosa que contrastaba con la decadencia general que uniformaba el campo luego de seis meses de haber entrado en operación. Cuerpos esqueléticos, disentería, rachas incontrolables de diarrea y no te enumero la lista completa de incomodidades porque no va a alcanzarte con esa cinta que traes, dice Arcadi mientras demora en la boca un hueso de aceituna que unos instantes después echa, ruidosamente, en un cenicero de lámina. Traigo más cintas, se oye que le digo y también se oye, lejos y alto, el graznido de un pijul. Arcadi no hace caso de lo que digo y sigue hablando. La idea de llenar de spahis esa playa decadente era sustituir a los guardias, que ya empezaban a habituarse a la convivencia con los prisioneros de una manera poco conveniente, no sólo habían empezado a conversar y a intercambiar información, también había nacido un mercado negro en el que los prisioneros podían conseguir, a cambio de objetos o de dinero, paquetes de cigarros, cobijas, embutidos o botellas de licor.

Desde el principio de la primavera el campo había sido visitado semanalmente por entrepreneurs, dueños de granjas o de fábricas que necesitaban mano de obra barata con propósitos diversos, levantar una cerca, transportar bultos de un lado a otro, reparar un tejado, desparasitar una comunidad de vacas, en fin, oficios efímeros que muchos aceptaban con gusto porque salían unas horas del campo y además ganaban dinero. La paga era ínfima, insultante, pero también era un instrumento para conseguir los productos que se ofrecían en ese mercado negro que no había tardado en florecer también entre las filas de los spahis.

Para septiembre los prisioneros comenzaban a perder la paciencia, la población del islote de Arcadi se había reducido a la cuarta parte y un diluvio devastador había terminado con el poco ánimo que les quedaba. No hubo primeras gotas ni preámbulo de ninguna clase, la lluvia se soltó desde el principio con una intensidad que los hizo pensar que pasaría pronto. Llegaron a uno de los tejavanes justo en el momento en que un relámpago verdoso atravesaba de lado a lado la espesura violeta de los nubarrones. Luego vino una racha completa, un bombardeo que iluminaba la playa y el mar, que de un segundo a otro había empezado a volverse muy violento. Una ola se elevó a una altura fuera de lo común y cayó de golpe sobre la arena con un estruendo que se deshizo en una mancha de espuma, una invasión que llegó hasta el tejaván, dejó a los prisioneros con el mar hasta las rodillas y se llevó arrastrando a uno que estaba mal parado. Luego vino otra ola que se llevó al resto, súbitamente se vieron atrapados en un remolino de espuma que primero los arrastró por la arena, pasándolos por encima de troncos y de lo que Arcadi supone era un grupo de tinajas, no pudo comprobarlo porque de improviso la ola cobró más fuerza, o quizá se trataba de otra ola, y de un solo envión lo arrojó contra un pilote al que se abrazó hasta que pasó la parte difícil de la tormenta. La sensación que tuve era de que me arrojaba por los aires, dice. ¿Cómo que por los aires?, se oye que pregunto yo. Así, como lo oyes, por los aires, contesta impaciente y sigue su historia, que ahora entra en un periodo de calma, la calma después de la tormenta, que resultó bastante peor que la tormenta, dice con una sorna que en la cinta suena poco veraz, todo lo contrario de lo que percibí cuando me lo dijo, incluso en la cinta se oye que me río, que el anexo que le hizo al refrán me parece gracioso, que me manifiesto como su cómplice. Con esa calma suya, detrás de la cual había permanentemente una tormenta, retoma el hilo agarrado al pilote de hormigón. La tormenta se disipó de golpe, como había llegado. Las vejigas color violeta que amenazaban con inundar todo el sur de Francia se volvieron nubes estándar que un viento atmosférico se llevó para otra parte. Había oscurecido y reinaba una luna lavada por la lluvia, luminosa, que paseaba su espectro por toda la playa. Arcadi se incorporó, o trató de hacerlo, porque en cuanto efectuó el primer movimiento, percibió que el pilote que lo había salvado del diluvio era parte de la alambrada del campo y que él tenía clavada una línea de púas a lo largo del costado izquierdo. A lo lejos se veían sombras solitarias deambulando, grupos fantasmales deliberando cosas. Desde donde estaba no alcanzaba a divisar ninguno de los tejavanes, pero supuso que la ola lo había arrojado hasta un sitio remoto, desde donde no había perspectiva suficiente para verlos. Se desprendió del alambre sin pensarlo mucho, sin calcular que las púas se le habían clavado en la carne y que iban a dolerle en cuanto se desprendiera de ellas. Se echó a andar y en cuanto tuvo una mejor perspectiva descubrió que no estaba en un sitio remoto, sino que la tormenta había arrasado con todos los tejavanes. Enfiló hacia el mar, donde había un grupo de personas que ni se movían ni hablaban, nada más estaban ahí esperando algo. La playa era un lodazal revuelto con una capa verdosa de plancton y yerbajos oceánicos. A medio camino entre el pilote y el grupo de personas se detuvo frente a un bulto de arena que tenía un brillo, un destello, un punto que absorbía un rayo completo de luna. Miró bien y descubrió que era un cuenco lleno de agua, que después de mirarlo mejor se convirtió en el ojo de alguien cuyo cuerpo, a primera vista, podía confundirse con un bulto. Más que el ojo y que el náufrago lo asustó que no experimentó nada, ni piedad, ni lástima, ni miedo, ni nada. Tampoco experimentó ninguna sensación al ver que a unos cuantos metros había otro cuerpo, y más allá otro, y más allá otros más, una abundancia parecida a la de aquella fila de heridos que habían llegado a morirse al campo.

Los spahis aparecieron al amanecer, con sus capas rojas volando al viento parecían los vástagos del sol. En cambio los negros que custodiaban la alambrada estaban en sus puestos, cumpliendo con su deber desde el momento en que se había disuelto la tormenta. Un oficial de megáfono y lodo hasta los tobillos comenzó a gritar las órdenes del día, el camión que usualmente daba ese servicio había sufrido daños considerables y había quedado fuera de combate. Las órdenes eran una obviedad que los prisioneros ya habían calculado, sepultar a los muertos, reubicar las tinajas de la mierda, rehabilitar los tanques de agua dulce, levantar nuevamente los tejavanes. A mediodía llegaron varios camiones cargados de pacas de paja, la autoridad había previsto que los prisioneros echaran varias paletadas en el suelo de sus islotes para que no tuvieran que dormir directamente sobre el lodazal. El campo quedó reconstruido en unos cuantos días, aunque en realidad no había mucho que reconstruir, la vida en esa playa seguía haciéndose prácticamente a la intemperie. La paja resultó un desastre, venía infestada de pulgas y los prisioneros, que de todas formas terminaron durmiendo encima del limo y de los yerbajos oceánicos, tuvieron que someterse a aplicaciones dobles y hasta triples de petróleo. El remedio que se aplicó para paliar ese desastre fue sacar la paja de los islotes y arrinconarla por ahí en una infinidad de montones amarillos que fueron tomados a saco por un tumulto de ratas, que terminó convirtiéndose en una alternativa frente al pan agusanado y las tripas nauseabundas. Yo nunca comí rata, dice Arcadi con un orgullo hasta cierto punto inexplicable, como si comer rata hubiese sido lo peor que sucedía en ese campo atestado de calamidades, y después cuenta cómo antes de dormir se untaba petróleo en zonas claves del cuerpo para que el olor ahuyentara a las ratas, le daba pánico abrir los ojos y descubrir a una olisqueándolo, o toparse de frente con un par de ojillos rojos. Había colegas a los que no les importaba, dice, había noches que abría los ojos y veía que por la espalda de uno o sobre el pecho de otro deambulaba tranquilamente un ejemplar. A pesar de la precaución de untarse petróleo, una mañana Arcadi descubrió la evidencia de que uno de esos ejemplares lo había visitado. Vio, atenazado por el horror, que su cinturón tenía una mordida mínima que lo hizo brincar y sacudirse como si todavía trajera la rata encima. La noche siguiente untó petróleo en su cinturón, una medida que, según la opinión de uno de sus colegas, iba a provocar que la rata, al no poder morder en ese sitio simplemente iba a morderlo en otro que quizá fuera más comprometido. Además del petróleo en el cinturón, duplicó la dosis que se untaba normalmente en el cuerpo, luego se echó a dormir pero la preocupación no lo dejó pegar el ojo, o eso fue lo que él pensó, porque en la madrugada se levantó a orinar y a la hora de desabrocharse el cinturón vio que junto a la mordida de la noche anterior había una nueva, igual de mínima. La escena se repitió, idéntica, en tres ocasiones más. Arcadi sostiene que nunca estuvo tan cerca de volverse loco, por más que trataba de mantenerse despierto siempre había un instante, una distracción, un cabeceo que la rata aprovechaba para morderle el cinturón.

En octubre la población de ratas disminuyó considerablemente. Otro diluvio que hizo crecer y desbordarse a los ríos Tech y Massane dejó la playa transformada en el fondo de un lago de medio metro de profundidad. El agua tardó casi dos días en regresar a su cauce y durante todo ese tiempo los prisioneros tuvieron que estar de pie con el agua hasta las rodillas. Lo verdaderamente sorprendente, dice Arcadi, es que los negros senegaleses seguían ahí, vigilándonos, pasando las mismas incomodidades que nosotros. Durante las primeras horas de la tormenta, cuando los ríos comenzaron a desbordarse, el agua empezó a correr por la playa con bastante violencia, los prisioneros habían tenido que hacer esfuerzos para mantener el equilibrio y no dejarse arrastrar por el caudal. La corriente terminó en cuanto la inundación llegó a su nivel y dio paso a todo eso que los dos ríos habían arrastrado, en su versión desmesurada, a campo traviesa y colina abajo, rumbo a su desembocadura en el mar: ramas y árboles completos, trozos de viviendas como puertas o contraventanas, o tablones solitarios que habían sido parte de una cerca o de una tapia. También pasaban flotando objetos, sillas, o cubetas, o la base de una cama, cosas que en cuanto bajó el agua fueron aprovechadas, con la venia de la autoridad, por los islotes. Probablemente, los oficiales que estaban al mando de Argelès-sur-Mer habían considerado que las noches que tendrían los prisioneros, a lo largo de los siguientes días, echados encima de ese lodazal irremediable, necesitarían del consuelo de esos despojos húmedos que les había llevado el río. Junto con los objetos llegaban también animales, vacas y caballos que pasaban navegando, panza arriba, tiesos y majestuosos, solitarios o en flotillas de dos o tres que iban a detenerse, a arracimarse, si vale el término para las naves que han sido primero animales vivos, en la alambrada de púas que rodeaba el campo. Cuando bajó el agua en la playa y los ríos regresaron a su cauce, los animales se quedaron ahí, encallados, descomponiéndose, expuestos al sol que salió para anunciar que el diluvio había terminado. Arcadi no se ocupa de las infecciones que ocasionaron esas naves en descomposición, ni de que a causa de éstas el número de prisioneros quedó nuevamente diezmado, se concentra en una imagen que se repetía por segunda vez en su vida. Caminando por la playa, observando, porque no había más que hacer, los saldos de la inundación, se topó con una pila de caballos muertos, idéntica a la que había visto en Barcelona, en la plaza de Cataluña, durante los primeros días de la guerra.

A los refugiados españoles que seguían prisioneros en Argelès-sur-Mer, se sumaron un millar de gitanos que habían llegado empujados por la Segunda Guerra, más un ciento de croatas, que nadie sabía bien cómo habían llegado hasta allí, ni cuál era el objetivo que se perseguía al encerrarlos. Unas semanas más tarde llegó a engrosar la población un contingente de judíos sefarditas, una oleada de individuos vestidos de civil cuyas ropas pusieron de relieve el menoscabo de los uniformes republicanos. Poco a poco, semana tras semana, sefarditas y gitanos, que al principio habían brillado por sus ropas y sus maneras de recién llegados, fueron siendo uniformados por las inclemencias del campo, la mala alimentación, las infecciones, las noches de fiebre magnificadas por el mistral, terminaron por igualarlos a todos. También los igualaba el ritmo de la vida en esa playa, deambular a las mismas horas, formarse cuando lo exigía la autoridad, bañarse con manguera y secarse a friegas de petróleo, vaciar por turnos las tinajas de mierda y sobre todo esperar a que sucediera algo que los pusiera en libertad. Dos meses más tarde republicanos, gitanos y sefarditas se habían convertido en una banda homogénea de hombres barbudos, astrosos y esqueléticos. La convivencia era estrecha, íntima, no sólo compartían el islote y la comida, también vislumbraban un destino parecido y, en el caso de los republicanos y los sefarditas, un pasado semejante, los dos habían sido expulsados, cada quien en su tiempo, de España, una desgracia histórica que ya los venía asociando desde los preámbulos de la Guerra Civil, mediante esa idea de la derecha española y de sus curas y de sus militares, que reducía todo el proyecto republicano a una conspiración judeo-bolchevique-masónica. La iglesia católica había confundido al demonio con los judíos y cuatrocientos y tantos años después volvía a confundirlo con los rojos.

A las visitas que hacían periódicamente los entrepreneurs de la región, se habían sumado las del embajador Luis Rodríguez y su cauda de diplomáticos, que a veces era de tres, otras de cinco y otras veces una cauda más numerosa donde se mezclaban diplomáticos mexicanos y autoridades francesas. Rodríguez era el jefe de la legación de México en Francia, era el hombre de confianza que el general Lázaro Cárdenas había designado para articular su proyecto de darle asilo a los republicanos que no podían regresar a España, que seguían atrapados en Francia en alguna de las complicaciones que habían ido multiplicándose dentro de ese lapso oscuro que iba del final de la Guerra Civil hasta los preámbulos de la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de la mayoría de las democracias del mundo, México consideraba que Azaña seguía siendo el presidente legítimo de España y que Franco era un general golpista que se había quedado a la fuerza con la jefatura del país.

Los diplomáticos de Rodríguez deambulaban por el campo y hacían preguntas, querían levantar un censo aproximado de cuántos prisioneros, en caso de que lograra establecerse un operativo, desearían acogerse a la invitación del presidente de México. El trámite era muy sencillo, apuntar su nombre en una lista, llenar un cuestionario y esperar, durante algunos meses, a que se consiguiera un barco para que los transportara. De todas formas los prisioneros no tenían más opción que permanecer en el campo hasta que algo sucediera. Algunos pronosticaban que con el avance de la guerra se facilitaría su integración a la sociedad francesa, pero lo único que había pasado hasta entonces era que el ejército francés había reclutado republicanos españoles para anexarlos a sus filas, se trataba de un asunto voluntario, como ya se dijo, en el que se había inscrito una cantidad sorprendente de españoles. Otros habían logrado librarse del campo yéndose a alguno de los países de la órbita soviética, donde había manera de acomodarse luego de resolver ciertos trámites con el Partido Comunista. De las tres opciones, descartando la opción siempre latente de escaparse y correr con suerte, la mexicana era la que menos trámites requería; el general Cárdenas mandaba a decir, en la voz de sus emisarios, que México recibiría a cualquier republicano español que aceptara su invitación.

El embajador Rodríguez llegó una tarde al tejaván de los artilleros. A su cauda de diplomáticos se había añadido otra de spahis que lo custodiaban. El grupo era una visión del más allá, un contingente de hombres vestidos de frac que sorteaban tinajas de mierda y brincaban zonas pantanosas de la playa, con la soltura de quien atraviesa un salón para buscarse un canapé. El embajador se plantó en el centro del tejaván, consciente de que su estatus diplomático era menos contundente que su traje oscuro. Arcadi recuerda que no atendió a la presentación que de sí mismo hizo Rodríguez por estarle mirando la plasta de lodo que cubría parcialmente sus zapatos de charol y que subía, en un flamazo de arena, hasta la base de las rodillas. Además de Argelès-sur-Mer, los diplomáticos habían hecho visitas, igualmente aparatosas, a Brams, a Gurs y a Vernet D’Ariège, los otros campos de la zona. Rodríguez explicó el proyecto y advirtió que aun cuando se trataba de un asunto prioritario para el gobierno de su país, había algunas dificultades que debían superar. Por una parte, el gobierno francés no se decidía a proteger a los republicanos que se acogieran a la invitación de Cárdenas durante el lapso, que podía durar semanas o meses, que tardara su barco en zarpar. Esto representaba una dificultad mayor porque un republicano sin protección podía ser capturado por alguno de los agentes que Franco había mandado a Francia con el objetivo de aprehender refugiados para llevárselos de regreso a España e internarlos en alguna de sus prisiones. Por otra parte los acontecimientos de la Segunda Guerra comenzaban a entorpecer las rutas marítimas entre Europa y América. A pesar de todo, Luis Rodríguez estaba convencido de que lograría llevarse a México a varios miles de refugiados españoles. Terminando su explicación, se sentó en una caja de madera y sobre las rodillas comenzó a elaborar una lista de quienes estuvieran interesados en inscribirse en su proyecto. Algunos se resistieron al principio, estaban seguros de que pronto Franco anunciaría un periodo de amnistía y preferían regresar a su país, a seguir con la vida que habían tenido que interrumpir. Su confianza en la amnistía tenía una base endeble, creían que Franco no podía ser tan canalla, que no podía dejar, así nada más, a cientos de miles de españoles sin país y sin familia. Al final todos terminaron apuntándose luego de que el embajador les prometiera que, en caso de que llegara la amnistía, desaparecería la lista y no quedaría rastro de ese compromiso en ningún sitio. Mientras apuntaba los nombres con su caligrafía despaciosa, Rodríguez respondía a todo tipo de preguntas sobre el mundo exterior. Sus diplomáticos, mientras tanto, apuntaban mensajes y números telefónicos, la iniciativa del embajador también incluía ponerse en contacto con las familias de los prisioneros, hablar con ellas personalmente para ponerlas al tanto de la situación. Había quienes, como era el caso de Arcadi, preferían no tener ese tipo de contacto, aunque fuera por la vía de un tercero, más que el deseo de tranquilizar a su familia podía el miedo de meterlos en un aprieto con los franquistas. Los diplomáticos se fueron como habían llegado, rodeados de spahis, en una imagen extravagante que se fue disolviendo contra las luces del atardecer. Más tarde, cuando encendían la primera fogata para combatir el frío de la noche, vieron pasar a lo lejos, por la carretera, los tres Buicks negros y fantasmales de los diplomáticos.

Una semana después, en el islote de los artilleros comprobaron que el proyecto iba en serio. El embajador apareció solo, sin cauda, custodiado por dos guardias del campo. Entró al tejaván y fue dando cuenta a cada uno de los prisioneros que se lo habían solicitado de los mensajes que les enviaban sus familias. Arcadi recuerda que el embajador se veía tan satisfecho como extenuado, había conducido quién sabía cuántas horas para irles a comunicar personalmente los mensajes y entre un mensaje y otro se había quedado, durante unos instantes, dormido, con la mano en alto en el momento en que iba a decir algo. Exactamente lo mismo, cosa nada difícil tratándose de esa imagen, recuerda Putxo, un colega de Arcadi con quien me entrevisté en el sur de Francia años después de las cintas de La Portuguesa, y gracias al cual supe de la existencia de los rojos de ultramar. Ni en las cintas ni en las páginas de las memorias de Arcadi abundan los nombres de otras personas, a veces da la impresión de que pasó por todo eso solo, sin gente real alrededor, por su narración cruzan de cuando en cuando figuras etéreas, sólo nombres como el de Putxo o el de Bages, incluso hay varios sin nombre, casi todas las mujeres por ejemplo son la mujer de alguien, la mujer de Oriol, la mujer de Narcís, incluso mi abuela, que se llamaba Carlota, aparece siempre como «mi mujer». Desde que trabajaba en la recolección de datos sobre su vida en Argelès-sur-Mer, comencé a pensar que su idea de que la guerra la había peleado otro, que otro había sido el republicano y el artillero, era un asunto serio, de otra manera no había forma de explicar al hombre en que Arcadi se había convertido sesenta años después.

Mientras Arcadi y sus colegas esperaban noticias en el campo, Luis Rodríguez y su equipo establecían lazos con las organizaciones de excombatientes republicanos y trataban de embarcar a México a los refugiados que habían logrado permanecer clandestinamente en Francia, y a los que habían conseguido ser reclamados de sus campos de prisioneros. Las oficinas de la legación ocupaban un piso en un edificio de la Rue Longchamp, junto a la plaza Trocadero en París. El equipo del embajador trataba de repartir su tiempo entre sus compromisos diplomáticos, que eran numerosos y extremadamente delicados, y la atención a los refugiados españoles que consumía la mayor parte de sus horas de trabajo. Desde la madrugada empezaba a formarse una fila, que arrancaba en la puerta del edificio donde estaba la legación y que ya para el mediodía había cubierto la acera de la Rue Longchamp y había torcido río abajo en la siguiente esquina. El trabajo era interminable, aun cuando había periodos donde la legación no expedía documentos, por petición expresa del gobierno francés o porque ellos mismos necesitaban tiempo para ordenar el océano de papeles que tenían en sus oficinas, de todas formas la gente hacía una fila tentativa y apuntaba su nombre en una lista para asegurarse un lugar el día que se reanudaran los trámites y la fila fuera fila de verdad. Y mientras llegaba ese momento, el piso se llenaba de individuos que querían tratar su caso personalmente con don Luis, que por su parte no sólo atendía peticiones y escuchaba historias desesperadas en su oficina, en un restaurante, en plena calle, o en la sala de su casa, también recibía un alud de llamadas telefónicas y contestaba, de puño y letra, decenas de cartas todos los días. Durante aquella entrevista en La Portuguesa, Arcadi se había puesto a esculcar en una caja de cartón, removió papeles y objetos hasta que dio con las cartas que don Luis Rodríguez, de su puño y letra, le había contestado. Yo había visto en aquella media docena de cartas, donde el embajador le detallaba a mi abuelo los progresos de su caso, la evidencia de que aquel diplomático tenía una vocación de servicio extraordinaria. En los sobres de estas cartas puede leerse, del mismo puño y letra, su nombre y abajo: Islote 5, Argelès-sur-Mer, Pyrénées Orientales. Aquella vez había reparado en que no se especificaba que la carta era para el campo de prisioneros y no para la población que tenía el mismo nombre, y le pregunté a Arcadi al respecto. No había necesidad de hacerlo —me dijo—, había mucha más gente encerrada en el campo que viviendo en el pueblo.

El nombre de Luis Rodríguez no había llamado mi atención hasta que, espoleado por aquella plática con los alumnos de la Complutense en Madrid, volví a oír la cinta y entonces entendí que, para empezar, había que rastrear el pasado de Arcadi, todas esas zonas oscuras que él nunca estuvo dispuesto a aclarar, a la luz del embajador Rodríguez, cuya historia al final me puso en la línea de investigación del complot que Arcadi y sus socios montaron junto con la izquierda internacional. Algo oía en la voz de Arcadi, mientras escuchaba las cintas con unos auriculares en mi oscuro cubículo de investigador de la UNAM, cada vez que se refería al embajador, tanto oía que me puse a investigar el paradero del archivo de la gestión en Francia de Rodríguez. El maestro Gano, que es el experto en Historia de la Diplomacia en la Facultad de Historia de la universidad, me mandó con un amigo suyo que manejaba el archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores y este amigo me dijo, luego de consultar dos o tres datos en su ordenador, que todas las cajas con la documentación que había generado Rodríguez durante esa época seguían en el sótano del edificio donde había estado su oficina, en la Rue Longchamp, en París. Pedí un permiso extraordinario en la facultad y una semana más tarde iba rumbo a Francia a bordo de un avión de Aeroméxico.