Si bien es harto conocido que los leones, los tigres y los leopardos acaban con la vida de cientos de seres humanos por año, creo tener la suficiente autoridad como para afirmar que el mayor porcentaje de víctimas se las debemos a Walt Disney.
A este crédulo genio del dibujo animado (genialidad que no pongo en duda) corresponde la responsabilidad de haber hecho creer a la gente que los animales salvajes son criaturas amigables o cariñosas. Y no hablo sólo de gente desinformada o vulgar. Por cierto que no. No puedo espantar de mi mente la imagen del terrible momento en que mi gran amigo Preben Sivebaek, cazador danés con más de 700 safaris sobre sus espaldas, pretendió anudar la cola de un león de más de tres metros de largo, al tronco de un árbol.
Preben había visto hacer eso al Ratón Mickey en la película «Roaring and running» y, si bien nunca lo manifestó públicamente, aguardó por años el instante de poner en práctica dicha suerte. Eso me lo confesó el pobre Preben, días después, ya tendido en un camastro de un hospital de emergencia de Chabunkwa, con un hilo de voz y el cráneo masticado por la bestia como si se hubiese tratado de un caramelo ácido.
Preben salvó su vida pero nunca más se ha prestado para ir al cine.
De algo similar puede hablar la señora Mary Fenwick, una encantadora dama inglesa que pagó buen dinero por mis servicios al sur de Luangwa. A ella no se le ocurrió idea mejor que procurar atorar con un palo la boca de un cocodrilo grande como un autobús. «Pero… —sollozaba después—… ¡Si lo he visto hacerlo cientos de veces al Pato Donald!». El brazo derecho le fue seccionado a la altura del codo y el saurio se llevó también, al igual que lo hiciera con el Capitán Garfio, un reloj pulsera «Rolex», recuerdo de su primera comunión.
Aparte de los casos puntuales, de los cuales podría relatarles miles, las estúpidas películas de Disney han originado un sinfín de movimientos en pro de la defensa de los derechos del animal. ¡Me gustaría a mí ver a uno de esos melindrosos componentes de tales movimientos, ante la mirada mortal rabiosa y perversa de un búfalo lanzado sobre él a más de sesenta millas por hora! O quizás me agradaría poner frente a los ojos de alguno de esos pusilánimes el rostro desolado de Ingwe Kikoy, uno de mis cargadores, al recibir el cuerpo informe de uno de sus hijos, reducido a una suerte de plátano machacado por un elefante que tomó a mal que la familia Kikoy lo hubiese elegido como sustento de los más pequeños.
Estos autoproclamados defensores de los derechos del animal no van a elevar informes en los hospitales de Botswana o en la Clínica del Cazador Anónimo de Malawi. Se los podrá ver, por docenas, furiosos y ofendidos, levantando acusaciones e injurias en los frigoríficos de honestos comerciantes de carne, perjudicando sin bases sólidas a los peleteros o persiguiendo con fines no muy claros a los fabricantes de carteras. No han quitado, como yo lo hice, 4387 aguijones de avispas del cuerpo de un caballero francés, un gourmet en toda la línea, que cometió el «atrevimiento» de sacudir un panal de un puntapié, al solo efecto de comprobar la calidad de la miel.
Ni han pisado, como yo, a pie desnudo, la bosta untuosa y aún caliente de un carabao, incursor impune del alfombrado de mi living comedor, en Ngamiland. Y es seguro que seguirán insistiendo con la machacona cantinela de embaucar incautos hasta que un ave de corral les vacíe los ojos de un picotazo o el dulce gato de la casa convierta en guiñapo sanguinolento la tersa carita del hijo más pequeño.
En mi anterior entrega, alerté y puse en conocimiento del desprevenido lector algunas características salientes de ciertos animales salvajes.
Así fue como informé, hasta donde llegan mis modestos conocimientos, sobre el peligro que representan para el cazador, animales como el león, el leopardo, el búfalo acuático, la codorniz y el cocodrilo. Pasaré, entonces, a un habitante de la sabana cuyos modos y costumbres es conveniente conocer al dedillo dado que es, sin duda alguna, infinitamente más peligroso que todos los anteriormente mencionados.
La jirafa
La jirafa es un error de la naturaleza. Tal vez puedan sonar pedantes mis palabras, pero creo que treinta años de vida en Kenya me dan cierto respaldo para atestiguar lo que digo.
La Naturaleza ha cometido varios errores manifiestos, ocultados en su mayoría por zoólogos y teólogos en un intento por conservar la confianza del hombre común en las leyes que rigen el equilibrio del Universo.
¿A qué puede obedecer, si no es a un error, la existencia de una especie como la del gargajo lisonjero, hoy casi desaparecida? El gargajo es un ave de la subclase de las carinadas, hábil zambullidor, habitante de las islas Marquesas, cuyo alimento fundamental es la sardineta y al que no le gusta el pescado. Hoy por hoy pueden encontrarse no más de una docena en condiciones físicas deplorables y que han debido habituarse a comer papeles o envases plásticos desechados por los turistas.
¿Cómo se justifica, asimismo, la existencia de una córnea dentro de los pelos de la cola de los leones? El teólogo y manicuro Colin NcNally arriesga una teoría estremecedora: siglos atrás, los leones eran animales depredados y poseían una quinta pata en donde hoy lucen la cola. Dicha pata suplementaria les permitía rechazar los ataques por retaguardia. Con el tiempo, al desaparecer las grandes especies que los amenazaban (gliptodontes, plesiosaurios, baobabs) dicha pata debió atrofiarse hasta quedar reducida a lo que hoy conocemos.
No pueden calificarse estos hechos como otra cosa que errores, y está en nosotros, los simples humanos que hemos tenido la fortuna o la habilidad de su detección, el subsanarlos.
Y la jirafa es un error. De físico espigado y líneas torpes, este mamífero debería habitar en lo enmarañado de la jungla, donde pudiese ocultarse entre los elevados árboles, las lianas, los helechos y lo tupido del follaje.
O, tal vez, debería hallarse entre los bosques de coníferas de Gstaad, en Suiza, o en aquellos cercanos a los lagos canadienses. Pero no es así. Lánguida y atribulada, la jirafa deambula por la sabana africana, donde la vegetación es achaparrada y las malezas no alcanzan a taparle la vulnerabilidad del estómago. Pero sería otro error, en este caso nuestro, dejarse seducir por el aspecto afable de estos animales. La jirafa es, ante todo, cínica. Algunos tratados de zoología sostienen que la jirafa no emite sonidos, que es muda. Nada más alejado de la verdad. Lo que ocurre es que la jirafa calla. Consciente de lo fácil que es localizarla entre el inconveniente paraje que le ha tocado en suerte transitar, la jirafa ha comprendido los buenos dividendos que le da el hecho de no hacerse oír.
Existe, entre ellas, un pacto de silencio, como la siniestra omertà que rige la mafia siciliana, y no sería ocioso pensar si no estaría mejor que desapareciese una especie animal así conectada con tan vituperable organización criminal.
Sus largas patas, en especial las traseras, son dos pistones letales en el momento de lanzar coces, y su mordisco es cruel y definitivo. Cazadores inescrupulosos suelen buscarla con irresponsable codicia procurando hacerse de su lengua, que luego venden a buen precio a tapiceros en Dakar o Nairobi.
O bien, procurando su cornamenta, dos cortos y recios promontorios al tope de su testuz, que no son apreciados en toda su justa medida ya que se hallan demasiado altos, lejos de la vista común pero que configuran verdaderos puñales a la hora del ataque, cuando la jirafa inclina la cabeza buscando el bajo vientre del cazador. Es en ese momento, cuando el animal se dispone a la cornada mortal, cuando hay que dispararle. Yo recomiendo el proyectil del doce, del largo de un espárrago, en una escopeta Weatherby 300 Magnum.
Si se le acierta en la base del cráneo, se viene abajo como un edificio, como un árbol desgajado por la tormenta. Es un momento excitante, que no deja de tener cierta belleza.
Es difícil saber, en rigor de verdad, qué piensa una jirafa, pero si usted la ve respirar agitadamente y sacudir la cola como un molinillo, no puede equivocarse: ese animal está estremecido de furia y busca atacarle.
Viene a mi memoria un caso de este tenor, en Okavango. Di con una pareja de jirafas bebiendo en un espejo de agua donde solían abrevar, también, búfalos y rinocerontes. Pero, es sabido, que tanto unos como otros procuran evitar el momento en que van a beber las jirafas, conscientes del peligro que éstas representan, máxime en la época del escarceo amoroso. Incluso los leones rehúyen el enfrentamiento con estos mamíferos, temerosos de sus desplantes y actitudes provocativas. Aquel día, las jirafas estaban solas, acompañadas de una cría que husmeaba el aire en busca de alguna nueva víctima. No sabía, a ciencia cierta, si los animales me habían detectado, pero hubo algo que me preocupó en grado sumo: una contracción nerviosa de los músculos del cuello del macho, que ondulaba las bellas manchas naranjas del pelaje y alborotaba una cantidad de moscas que se posaban sobre él.
No lo dudé. Conozco mucho de estas situaciones y he visto a mi gran amigo Dean Hankin ser atropellado y baldado para siempre por un Land Rover, tras haber vacilado cruzando una ruta desolada en Bangladesh. Cargué mi Holland and Holland Magnum 375 con ocho proyectiles perforantes con punta de acero.
Del primer disparo destrocé la cabeza de la hembra, quien se abatió sobre el agua como una estructura de caños. Al macho le disparé tres veces sobre la paletilla cuando pretendía huir y le di muerte. A la cría, una esbelta jirafa macho de unos seis meses, le seccioné el cuello de un solo tiro y también cayó como una estantería modular. Todo no había durado más de un minuto y me sorprendí empapado en sudor. No era para menos. Escasa habría sido mi suerte si aquellos animales hubiesen persistido en su loca determinación de atacarme. Mi chance hubiese sido menor que la chance que tiene de subsistir un ser humano en el centro mismo de fusión atómica en una planta nuclear que se derrite.
Dicen los nativos que las jirafas no son carnívoras y que sólo se alimentan con hierbas tiernas. También dicen eso de los monos y he visto monos devorando sus crías e, incluso, duraznos en almíbar. No me confío de las jirafas. No me confío de los animales silenciosos.
La cebra
Pero si bien el león es un felino despiadado y eficaz, si admito que el leopardo es cruel y veloz al punto de tornarse indomable, si la jirafa es un cuadrúpedo cínico y traicionero, ninguno de ellos puede compararse en ferocidad innecesaria y determinación asesina, con la cebra.
De apariencia inocente, corretea por la planicie en grandes manadas, eludiendo las zonas cenagosas, los bañados y las aldeas nativas, lo que demuestra su falta de sociabilidad. Si he terminado con miles de ellas en mi larga trayectoria de cazador blanco, no ha sido por sadismo ni por venganza. Las cebras son muchas y se reproducen con facilidad llamativa. La gramilla, en cambio, es poca, y la desertización avanza sobre la pradera en forma por demás alarmante. No hay alimento para tantos animales y los cementerios de elefantes están llenos de estos paquidermos. Cada tanto, el gobierno de Uganda, me radia un telex que dice, sumariamente: «Acabe con las cebras». Es mi deber, me guste o no me guste.
Y debo confesar que no las tengo todas conmigo cuando debo salir a la inmensidad de la sabana a enfrentarme con ellas. O mejor dicho, con cada una de ellas. Porque la cebra es un equino endemoniadamente perspicaz y un sexto sentido parece advertirles de la llegada del telex. Es entonces que deciden tomar rumbos diferentes. Es difícil de creer pero puedo jurarlo porque lo presencié con mis propios ojos en más de una oportunidad.
En 1976, en Revugwi, vi cómo un rebaño de cerca de 7000 cabezas, al unísono, como si lo hubiesen ensayado cientos de veces, como si hubiese mediado una voz de mando, se dispersaba al galope en 7000 rumbos diferentes con un retumbo estremecedor de cascos.
Pero, tal vez, valga consignar otro de los inconvenientes que originan los asentamientos de cebras aparte del peligro de topárselas en el camino o caer en sus habituales acechanzas. El dibujo blanquinegro del pelaje de las cebras produce alteraciones dañosas a la vista y a la mente de quien las observa. Esto es vastamente conocido entre los expertos y hasta por los pobres negros que suelen convivir con ellas en los mismos predios. Por supuesto, esta anomalía es cuidadosamente escondida al público en general por nuestros bien conocidos «defensores» de la fauna y los derechos del animal, a los efectos de no provocar animosidad en contra de dichos équidos. Los expertos llegaron a tal conclusión luego de estudios no demasiado complicados sobre deformaciones ópticas y líneas geodésicas. Los nativos, en cambio, lo aprendieron a altísimo costo, tras generaciones y generaciones de bantúes que cayeron bajo el azote del estrabismo y la perturbación mental. Quienes han visto desaprensivamente, y a veces hasta con predisposición risueña en las películas, nativos con los cráneos deformados a límites monstruosos, ovoides, elípticos, convexos, semicóncavos y deltoides, no han podido imaginar que tales aberraciones son originadas por la visión permanente y alucinante del rayado de las cebras. Las cebras lo saben y no vacilan en ponerlo en práctica sin remordimiento aparente.
Si se enfrenta usted con una manada de cebras en reposo tendrá oportunidad de comprobarlo. El daño causado sobre la visión no es apreciable si el observador no prolonga su experiencia más allá de los cuatro minutos. Verá usted, de inmediato, cómo las cebras, al comprobar que están siendo observadas, comienzan a cambiar lentamente de posición, como al descuido. Fingirán estar buscando mejor pastura o ubicación al sol, pero si usted contempla con cuidado, las verá transmitirse mensajes al oído, simulando mordisquear cariñosamente las crines de sus pares. Irán formando así, con el dibujo obsesivo de sus líneas, figuras de altísima complejidad, espacios dimensionales, tramas alucinantes que, primero, confunden al observador y luego lo ponen al borde de la esquizofrenia, el delirio y la incontinencia.
Luego de una experiencia de este tipo, Doc Jason, el gran cazador belga, en 1968, me confesó, horas antes de ser recluido en una casa de salud en Ginebra, que había alcanzado a ver entre la conjunción de cebras, La última cena de Leonardo da Vinci.
Mi reacción ante tales situaciones y mi recomendación para el cazador principiante, es simple y clara: tirar a matar. Un fusil Armalite AR-18 automático, con proyectiles trazadores de fósforo, es una buena solución.
Si la cebra recibe un proyectil de ésos, un poco más pequeño que una bala antiaérea, detrás de la oreja, queda con pocas ganas de confundir a nadie.
El mono
Pero, si bien debemos admitir que el león, el bien llamado monarca de la selva, es un enemigo despiadado y silencioso; si reconozco sin vergüenza que el leopardo es una natural máquina de matar al parecer ideada por un genio del Mal; si la hiena es una sardónica bestia cuyas mandíbulas son capaces de triturar un teléfono público con la facilidad con que se pulveriza el hojaldre; si la jirafa es una amenaza constante y sigilosa y la cebra alcanza los grados más refinados y perversos de la perturbación mental, nada hay tan espantoso como el mono.
Una vez más debo caer en la misma fastidiosa temática, pero no puedo dejar de denunciar la errónea, falaz y malintencionada imagen que los medios de comunicación en general han llevado al público sobre los simios.
A través de estúpidos chimpancés, gorilas imbéciles u orangutanes embrutecidos por el castigo o las drogas, el mundo conoce tan sólo la versión civilizada de estos cuadrumanos. En las pantallas de televisión de todo el orbe ha campeado la simpática figura del chimpancé en zapatillas de basket y pantalones jeans.
Recuerdo un día de junio, en 1974, sobre la orilla norte del Luangwa. Junto con Laurence Maddox y Melville Colbert íbamos en busca de mandriles. Estos son unos monos pequeños, de la altura de una botella de Coca Cola familiar, chillones y movedizos como demonios. Se organizan en tribus, con esquemas sociales muy férreos, bajo la dirección del mandril más viejo del grupo, una comisión asesora conformada por los mandriles machos jóvenes, una rama femenina integrada por las hembras no preñadas de la colonia, una sindicatura renovable cada dos años mediante voto calificado y una suerte de cuerpo colegiado con voz pero sin voto que reúne las crías, los mandriles viejos o enfermos y hasta miembros de otras especies que pudieran haberse acercado a curiosear. Después están los monos propiamente dichos, los mandriles-pueblo.
Son muy buscados porque configuran el cebo preferido para atraer al leopardo.
Con ese propósito nos habíamos movilizado aquella tarde, ya que un comerciante dinamarqués nos había encargado 15 000 pieles de leopardo y solo llevábamos dos en nuestro haber, contando la que yo tenía, desde hacía seis años, en el piso del living. Cuando recibí tal encargo, no pude menos que pensar en la cantidad de niños con frío que serían abrigados con dichas pieles. Y, que me perdonen los «ecólogos», pero entre la salvaje belleza de un leopardo y la salud de un niño, me inclino por esto último. Es una simple elección personal.
La mordedura del mandril es mortal. En verdad, la mordedura de casi la totalidad de los monos es mortal, ya que no he visto ratón, lagartija o laucha que siga con vida luego de que un bubón de rabo pelado o un babuino calesita le hinque la dentadura en las cervicales.
Bien conocíamos nosotros ese detalle y sabíamos, por lo tanto, que debía evitarse, a cualquier precio, la posibilidad de la lucha cuerpo a cuerpo. Era por eso que yo portaba, aún recuerdo, una pistola ametralladora FM K3, liviana de tipo paracaidista, con linterna láser y culata rebatible. Laurance se había provisto de un MAG bípode de ciento catorce disparos por segundo según graduación, en tanto Melville había optado por la escopeta Parker Hale 243 con cerrojo, cuyo poder de dispersión aseguraba alcanzar algún blanco en la turbamulta de esos simios que no conservaban jamás posiciones fijas.
No habíamos andado más de dos horas cuando dimos con una colonia de mandriles.
Me encomendé a Dios Todopoderoso. Los mandriles, cuando se hallan con sus crías aumentan geométricamente su peligrosidad, especialmente porque arrojan sus pequeños monos a modo de proyectiles. Cuando se les agotan las crías, no vacilan en arrojar hacia el enemigo sus propios excrementos. Alguna vez habría que pensar si es que tiene real sentido que sigan existiendo especies que profesan tamaño desprecio por el amor filial y el aseo personal.
Decidimos con Melville que era una locura adentrarse en el pequeño bosquecillo de bayas, muy tupido, donde estaban refugiados, prestos al ataque, aquellos demonios. Se los oía chillar salvajemente en un pandemónium que, por otra parte, ha impedido conciliar el sueño durante siglos a los bantúes, hecho que los ha tornado tan inestables e irascibles al punto de levantarse contra el mandato de Su Majestad la Reina en 1872. Había que actuar con rapidez. Incendiamos, entonces, la maleza. Habíamos previsto que los monos, siguiendo el instinto natural de los trepadores, saldrían a escape hacia el río cercano. Pero hicieron todo lo contrario, demostrando una vez más lo imprevisible de sus reacciones y, hasta podría decirse, lo traicionero de las mismas. Se abalanzaron sobre nosotros en un número mayor a los trescientos en medio de una barahúnda infernal. Desde el bosquecito hasta nuestra posición dentro del jeep carrozado no mediarían más de cincuenta yardas. Hoy por hoy pienso que perdimos el equilibrio y disparamos sin orden alguno. Así y todo quedó el tendal. Cuando se disipó la humareda habíamos dado cuenta de casi todos ellos, aunque hubiese sido imposible contarlos, dado que la mayoría de los cuerpos estaban prácticamente deshechos y despedazados. Me dio pena. A los leopardos no les atrae demasiado el mandril trozado de esa forma. Y fue cuando estábamos aún contemplando aquel espectáculo, si se quiere desagradable, cuando una docena de mandriles, sobrevivientes de la batalla, cayó sobre nosotros de imprevisto. El humo o el hecho de que se habían ocultado bajo el jeep impidió que los viésemos. No le deseo ni a mi peor enemigo la experiencia. Hubo un revuelo, un caos de imprecaciones, de gritos, de chillidos, de culatazos, que no duró más de tres segundos. Luego, así como habían aparecido usufructuando la supremacía numérica, desaparecieron. Les volvimos a disparar y matamos a cinco.
Pero Laurance y Melville presentaban mordiscos en las manos y en las rodillas.
Tres años después, el 8 de febrero de 1977, recibí la noticia de que Laurence Maddox, había muerto en un hospital de Oslo. Algo me informaban de un proceso largo y doloroso. Se hablaba de una leucemia. Pero a mí no podían engañarme. El veneno lento y poderoso de los monos había logrado, por fin, su efecto. Por si eso fuera poco, dos años después de la muerte de Laurance, moría Melville Colbert. Leí algo en los periódicos sobre un accidente de aviación con casi 200 víctimas además de mi amigo, pero tampoco aquél era argumento para convencer a un cazador blanco. Las mordeduras de los monos habían conseguido lo suyo. Aún hoy, cuando recuerdo los hechos, me estremezco de espanto.
En mi próxima entrega, abundaré en detalles sobre una pieza de audacia y peligrosidad formidable. Una pieza de caza que supera largamente en cuadros de riesgo al león, el leopardo, el búfalo, el anófeles, la jirafa, la cebra y el mono. Es más, me atrevería a asegurar, con mis treinta años de actividad como cazador blanco en Kenia, que todos estos animales que he mencionado, juntos, no llegarían a configurar una amenaza similar a la que corporiza la especie que trataremos en el próximo fascículo: el pigmeo.