Los especialistas

Lier es una pequeña ciudad belga, cercana a Mechelen y con una población que no alcanza a los 40 000 habitantes. Durante la Segunda Guerra Mundial, Lier permaneció ocupada por las tropas alemanas que no destinaron a ella más que una pequeña dotación. Tampoco el emplazamiento de esta ciudad la convertía en un nudo estratégico apetecible o posible cabeza de puente con miras a objetivos más preciados.

No obstante, el 17 de abril de 1941, siete mil paracaidistas de las fuerzas aliadas, embarcados en la base inglesa de Narrowbridge y Bassingbourn, se zambulleron en la oscuridad de la noche procurando el descenso en las campiñas aledañas a Lier. Cientos de ellos, debido al enérgico viento que se desató de improviso, fueron a dar sobre la estación ferroviaria de Ingolstadt, en la Baja Baviera, distante unos novecientos kilómetros del objetivo deseado. Otros dos mil, debido a un, hasta hoy, inexplicable error en los cálculos de aproximación, se lanzaron sobre Niza, en la Riviera francesa. El resto de las tropas aerotransportadas se encontró, ya a punto de efectuar el ataque, con que no habían sido provistos de sus paracaídas.

Ni siquiera el hecho fortuito de que aquellos que posaron sus pies sobre los andenes de Ingolstadt (en número cercano a 2.500) lograran regresar hasta Coblenza en un tren que justamente partía a esa hora, ni el milagroso hecho de que tan sólo un mínimo porcentaje de los hombres del general Blackwood advirtiesen que no contaban con sus aparejos de salto ya lanzados al vacío, atemperó la acongojada sensación del Alto Mando de que la «Operación Fred Astaire» había sido un fracaso.

Pero si bien causaron sorpresa las escasas penalidades con que fueron castigados los posibles responsables de tal frustración (quita de francos, reemplazo de un globo sonda en un centro meteorológico costero de Portsmouth), mayor estupor causó la decisión de repetir el asalto, el mes siguiente, a la misma hora, en lo que se anunció en el «Flight Patterns» (publicación de la 369a Escuadrilla de Caza), como «Operación Fred Astaire II».

De allí en más, el operativo se sumió en el secreto y, salvo algunos especialistas militares y críticos de guerra muy relacionados con el Almirantazgo, nadie tuvo conocimiento cierto del resultado final de esta segunda fase. Pocos pudieron enterarse, entonces, del absoluto fracaso del nuevo golpe de mano emprendido, no obstante, con otra estrategia y otros estrategas.

Aún hoy, técnicos en las artes militares de probada sabiduría y responsabilidad en el tema no hallan explicación al empecinamiento del Alto Mando Aliado en apoderarse de la manzana que, en Lier, es demarcada por las calles Regensburg, Aachen, Nijmegen y 14 sur. Y, más precisamente, de un antiguo caserón de dos plantas que da sus frentes a la calle Aachen y que en su puerta de acceso luce un cartel de luces de neón: «Sibelius Nuit». Nadie ha acertado a comprender el interés aliado por ese antiguo edificio, especialmente cuando pudo conocerse que en aquel local funcionaba (y aún funciona) un salón de baile.

Las ocultas facetas del operativo hubiesen quedado cubiertas por las tinieblas de la duda, de no mediar la aparición en escena, rompiendo con años de ostracismo, de uno de los participantes en la «Operación Fred Astaire II». El teniente James B. Mahon arroja, hoy por hoy, 19 de setiembre de 1975, algo de luz sobre este oscuro suceso de la Segunda Guerra.

Hacía diez años que no veía al coronel Myers, aquella lluviosa mañana del 8 de abril de 1941, cuando debí acudir a su despacho del Cuartel Superior de la 280a Escuadrilla de Bombardeo de Cowdrey Green, en Norfolk.

Yo ya había estado bajo su mando, en los comienzos de mi carrera militar, cuando Myers me eligió entre 300 aspirantes para interpretar el «Sergius» de «Arms and the Man», en una función de teatro que, con motivo de fin de año, se llevó a cabo en una casamata de la costa de Southend. Lo recordaba como un hombre frío y severo, que no dejaba nada librado al azar. Lo encontré, ahora, muy cambiado, oscuro el cabello que yo había conocido blanco, sin anteojos, y con la nariz cuatro centímetros más corta de lo que yo la recordaba. Comprendí que Myers, sin maquillaje, fuera de su caracterización del rey Lear, era casi otra persona. Me extendió la mano con energía.

—Teniente Mahon —dijo—. Mi viejo «Sergius».

—Admiro su memoria, coronel.

—¿Y cómo anda la suya? —se interesó—. ¿Recuerda alguno de sus parlamentos?

—Creo que algo recuerdo. ¿Quiere que se lo repita?

—¡No! No. Por favor. No —se puso serio de repente—. Creo que aquella puesta fue uno de los momentos más duros que me tocó atravesar en mi carrera militar.

No entendí bien lo que quiso decir, pero advertí una expresión de horror en su rostro. Volvió a ubicarse tras su escritorio y fue al grano.

—Habrá escuchado usted hablar de la «Operación Fred Astaire».

—Sí, señor. La acción sobre Lier.

—Volveremos a golpear allí.

Tomó un enorme mapa enrollado, arrojó al suelo todas las cosas que había sobre su escritorio y durante casi veinte minutos procuró desenrollar el tenaz mapa que volvía, tercamente, a su posición cilíndrica. Finalmente, con ayuda de la Sterling calibre 44 coronel, un florero de peltre y la bota derecha mía logramos tener el mapa de Bélgica ante nuestros ojos. Myers, con un puntero, golpeó sobre un punto rodeado por un círculo rojo trazado con lápiz labial.

—El «Sibelius Nuit» —murmuró, quizás con odio.

—¿Puedo preguntar —arriesgué— a qué obedece el interés por ocupar ese salón de baile, coronel?

Myers se irguió y, entrecerrando los ojos, me miró con un dejo de desprecio.

—Mahon —susurró—. Usted es experto en comunicaciones. Dada su especialización no puedo exigirle mayor astucia, pero… ¿Piensa usted que el «Sibelius Nuit» es, en verdad, un salón de baile?

Creo que me sonrojé. Al menos toqué mi cara y quemaba.

En las dos horas siguientes, el coronel Myers me explicó, con lujo de detalles, el plan urdido por el Área de Inteligencia. Su disertación terminó cuando el mapa, venciendo la resistencia de los objetos con que lo habíamos apresado, volvió a cerrarse como un molusco atrapando en su abrazo al coronel que, prácticamente, se había acostado sobre él para precisar si Lier se escribía con «i» latina o con «y» griega.

Recién quince minutos después, cuando, con ayuda de mi cuchillo de caza, corté el papel telado dejando en libertad a Myers, éste pasó a referirse a la segunda parte del plan, aquella que más me interesaba.

—¿Con cuántos hombres contaré? —le dije, aún abrumado por la responsabilidad que el Alto Mando había depositado sobre mis espaldas.

—Con cuatro.

—¿Cuatro mil? —me sobresalté—. La anterior operación fracasó con 7.000 hombres. Ésta no podrá conseguir el éxito si no cuenta con al menos 6.000 hombres.

—No he dicho 4.000, teniente. He dicho cuatro.

Myers debe haber advertido la repentina lipotimia que convulsionó mi cuerpo haciéndome golpear la cabeza contra un fichero, ya que apresuró su informe.

—Mahon —me calmó, sintonizando su voz en el tono más persuasivo—. Aguarde a que le diga quiénes son los hombres que tendrá bajo su mando.

—Sólo cuatro superhombres pueden arriesgarse a terminar con éxito una operación así —recalqué.

—Algo de eso hay… —sonrió Myers—. Escuche, Mahon, el Alto Comando Estratégico ha cambiado su manera de pensar. Ha llegado a la conclusión de que no asegura el éxito de una operación el hecho de disponer de miles de hombres y aviones si no es muy alto el grado de capacitación de la oficialidad.

Desde su asiento, Myers tocó con la punta de su señalador el ribete verde que contorneaba la insignia cosida de mi manga derecha.

—Usted es un comando, Mahon. Usted sabe lo que eso significa —luego señaló el pequeño prendedor esmaltado que relucía en el cuello de mi camisa y donde podía apreciarse un águila real hablando por teléfono—. ¿Y esto qué es?

—«Comunicaciones», señor —exclamé—. Alta capacitación. Notas sobresalientes.

—¿Y esto? —ahora el puntero señalaba mi pecho, sobre el bolsillo derecho.

—Ranger, en Filipinas, señor.

—¿Y esto? —el puntero apuntaba a un cenicero de bronce sobre el escritorio.

—Cenicero, señor.

—¿Y esto?

—Una estatuita, señor.

—¿Y esto?

—Carpeta, señor.

Así seguimos un rato más, hasta que Myers retomó el tema.

—¿Qué le quiero explicar con esto, Mahon? —dijo—. Que tendrá usted sólo cuatro hombres. Pero cuatro especialistas. Cada uno de ellos es un verdadero as en su rubro. Los más capaces. Los de mejor puntuación. ¡Esos hombres tendrá usted bajo su mando!

—Desearía conocerlos, señor.

—A algunos ya debe usted conocerlos. O quizás ha oído hablar de ellos —Myers hizo un silencio como para acrecentar el suspenso—. Como ser de Emory Wallace, experto en Ocultamiento de Artillería y Camuflaje.

Myers señaló hacia la puerta. Yo aguardé ver aparecer por allí la delgada figura de Wallace, pero la puerta permaneció cerrada.

—Tal vez no lo haya escuchado, señor —sugerí, tras dos minutos sin que entrase nadie.

—Observe bien, Mahon —sonrió Myers, que había mantenido el brazo extendido hacia la puerta. Allí comprendí todo.

—Oh no… —sacudí la cabeza, cubriéndome los ojos—. No me diga usted… no me diga usted que ese perchero…

Ante el regocijo de Myers, me levanté y caminé hacia un perchero de pie, de casi dos metros de alto que, junto a la puerta, sostenía la gorra y el abrigo militar del coronel.

—¡Wallace, viejo bastardo! —di una palmada de incredulidad, al acercarme.

—¿Qué dices, Mahon? —el perchero pareció cobrar vida y Emory Wallace, aún con la gorra del coronel en la mano, se adelantó para saludarme. Nos dimos un abrazo y volvimos a sentarnos frente a Myers.

—No desestimemos que haya guardias —prosiguió éste— bien en la puerta o en el guardarropas, incluso accionando la vitrola. Necesitarán alguien ducho en el manejo de las armas silenciosas, un experto en armas blancas. Tal vez ustedes conozcan ya a Peter Chiricahua.

Esta vez sí, la puerta se abrió dando paso a un hombre enorme, casi sin cuello, que lucía el uniforme verde de los marines americanos.

—Chiricahua es descendiente de navajos —nos informó Myers. Y los rasgos brutales del recién llegado hacían casi innecesaria la aclaración—. Lo solicitamos especialmente, a través del Comando Norteamericano con base en Thaxted Green. Viene con la recomendación personal del general Dwight Eisenhower. ¿No es así, Chiricahua?

Chiricahua respondió con un sonido gutural. No pude reprimir mi ofuscación.

—Coronel —le dije a Myers sin tomarme la molestia de bajar la voz—, no voy a poner en peligro la vida de mis hombres, supeditándolos a la destreza de un indígena. Y que me perdone el sargento Chiricahua por la rudeza de mis palabras. Pero la guerra es para pueblos civilizados.

—No tiene por qué disculparse usted frente al sargento Chiricahua —me tranquilizó Myers—. No entiende una palabra de inglés. Sólo habla unas pocas cosas en su dialecto. Pero ya tendrá oportunidad de ver usted su eficacia a la hora de pasar a la acción.

—¿En qué cuerpo revistó en los Estados Unidos? —quiso saber Emory—. ¿Siempre en los marines?

—Jamás estuvo en el ejército. Eisenhower lo recomendó tras verlo en el circo «Finnegan Brothers» donde arrojaba puñales a una señorita apoyada contra una tabla. Le dieron el uniforme de marine como pudieron haberle dado cualquier otro. En realidad le dijeron que él mismo eligiera el que más le gustara de un muestrario de uniformes, pero Chiricahua eligió uno de los «bersaglieri» italianos porque era el único que encontró con plumas.

Sin duda, Myers advirtió nuestras miradas escépticas sobre el navajo, ya que de pronto, agregó:

—El sargento Peter Chiricahua es el único hombre, dentro de los ejércitos aliados, capaz de clavar un puñal entre ceja y ceja de un enemigo distante más de cincuenta metros.

Todo fue muy veloz entonces, tanto, que tardamos en comprender lo que habíamos visto. En un movimiento casi invisible por lo fulmíneo, Chiricahua desenfundó su puñal con cabo de hueso de bisonte y lo clavó entre los dos ojos de la Reina Victoria, cuyo retrato al óleo presidía el despacho del coronel, sobre la estufa de leños. Vi a Myers palidecer.

—Creo que será difícil enseñarle quién es el enemigo, coronel —le dije entonces, sombrío.

—Pasemos a sus dos últimos hombres, Mahon —cortó Myers, volviendo a señalar hacia la puerta. Como obedeciendo a una muy bien ensayada puesta en escena aparecieron dos nuevos personajes.

—El teniente Guy Oakes, de la Real Marina Canadiense —dijo Myers, refiriéndose al más bajo de ambos—. Una verdadera estrella en el manejo de explosivos. Y el capitán Lee Battaglia.

Saludé con efusividad a ambos y advertí que el uniforme de Battaglia no ostentaba insignia alguna. Myers nos indicó que nos sentáramos en unas sillas dispuestas ordenadamente frente a una pared, cubierta por una cortina.

La descorrió y quedó a la vista un panel donde se leía, en notorios caracteres «R. A. F.», las siglas de la Real Fuerza Aérea.

—«A» —exclamó, para nuestra sorpresa, Chiricahua, señalando el panel—. «X» —prosiguió. Entrecerraba sus ya de por sí pequeños ojos de mochuelo procurando identificar las letras. Comprendimos al instante que el navajo era absolutamente miope y suponía hallarse ante uno de los habituales exámenes oculares a los que nos sometía el Ejército. Myers soltó una pequeña perilla y el panel ascendió enrollándose sobre el travesaño superior del exhibidor, dejando ante nuestros ojos una vista aérea del objetivo. Comenzó a explicarnos paso a paso el operativo. Oakes, en tanto, sentado a mi lado, manipulaba, obsesivamente, una granada de fragmentación. Aquello no podía ser inquietante para nadie ya que, si había alguien a quien se podía confiar un explosivo, era al canadiense. Había sido minero en el Yukón y podía hacer estallar un cartucho de dinamita en una cristalería sin ajar ni siquiera un vaso.

Pero confieso que me puso nervioso cuando quitó la espoleta de la granada para hurgarse con ella una oreja.

—Oakes —detuvo su disertación Myers—. ¿Es necesario que haga eso?

—Voy a limpiarla.

—¿La oreja?

—La granada. Sabrá usted que la limpieza es vital para el mantenimiento del arma.

—Por supuesto que lo sé, Oakes —Myers trataba de mantener la calma, pero advertí gotas de sudor corriendo por su cuello—. Lo que estoy solicitando es su atención.

Yo, mentalmente, iba contando los segundos que faltaban para la explosión. Sin duda los otros, salvo el navajo, estaban haciendo lo mismo.

—Descuide usted, señor —sonrió Oakes—. Le presto atención. Hago esto en forma totalmente automática. Prosiga usted.

Para cualquier otro militar del rango de Oakes, esa actitud frente a Myers le hubiese valido arresto, degradación pública o ser destinado a un submarino del mar del Norte. Pero los que estábamos ese día dentro de aquel despacho, gozábamos de ciertos privilegios, dadas nuestras condiciones de «super ases», bajo el imperio de las cuales la Gran Bretaña solía perdonarnos caprichos y desplantes.

Cuando llegué a contar once, es decir, un segundo más del requerido por una granada para estallar, y cerré los ojos aguardando el final, Oakes, distraídamente volvió a colocar el manillar en su sitio.

—Ahora… —Myers prosiguió como si nada hubiese sucedido pero sus labios lucían blancuzcos, no tanto por el impacto emocional como por el hecho de haber mordisqueado insistentemente la tiza con que graficaba las acciones militares—… repasaremos los versos cortos con los fundamentos de cada uno.

Era ése un recurso habitual para fijar en la memoria de los comandos los pasos decisivos de la lucha. La memoria registra con mayor facilidad un par de simples párrafos bien rimados.

—«El pico del pato… —recitó Wallace—… lo atrapo y lo mato».

—«El oso goloso, lo activo en el pozo» —siguió Oakes.

—«El gato que ladra, la daga en la espalda».

—El «perro», Chiricahua, el «perro».

Luego tocó mi turno.

—«¡Buitre execrable! Has mentido. Mi séquito se compone de hombres escogidos y dotados de las más raras cualidades, conocen todos los deberes de la decencia y las reglas de la etiqueta, y en toda su conducta la nobleza y el honor son respetados escrupulosamente. ¡Ah, levísima falta de Cordelia! ¿Cómo me pareciste asaz deforme para agitar súbitamente todo mi ser, cual poderosa palanca y lanzarlo del seno de la paz a la más violenta perturbación, para robar a mi corazón toda la ternura de un padre y llenarlo con la hiel del odio? ¡Oh Lear, Lear, Lear! Golpea, golpea esta puerta que dejó escapar la razón y dio entrada a la locura. ¡Partamos, partamos, caballeros, que el helicóptero aguarda!».

No pude evitar, al terminar de decirlo, que algunas lágrimas se me escapasen, como en toda ocasión que recito a Shakespeare. Pero mis compañeros no llegaron a advertirlo. De nuevo el particular chasquido de la granada nos indicó que Oakes le había quitado, otra vez, la espoleta. Myers optó por apresurar el suministro de información trazando rayas, como un poseso, sobre el mapa aéreo. Sin embargo, antes de que finalizara su disertación, nuestro especialista en explosivos había extraído el detonante del letal artefacto y lo masticaba como si fuese goma de mascar, reduciendo la granada a un trozo de fierro inofensivo.

Myers culminó de inmediato con su perorata y, visiblemente tranquilizado, recostó su espada contra el panel de madera cubierto por el mapa. Fue allí que el puñal de Chincahua se incrustó a dos milímetros de su sien derecha.

Lo único que no me quedó en claro tras la reunión con el coronel Myers fue la tarea que debería desempeñar el capitán Lee Bataglia. El coronel no se había explayado sobre cuál había sido su especialidad ni tampoco le había aportado datos en cuanto a su labor durante el operativo «Fred Astaire II». Hice algunas preguntas entre camaradas de armas, pero nadie lo conocía ni había oído hablar de él. No insistí demasiado en procura de no despertar curiosidad sobre alguien que, en definitiva, nos acompañaría en aquel audaz salto detrás de las líneas enemigas.

Deduje que, quizás, el preocupante manipuleo de Oakes con la granada, había movido al coronel Myers a apresurar su alocución, obviando la parte referida a Battaglia. O quizás, estaba dentro de los lineamientos estratégicos el hecho de no brindar demasiados detalles sobre la misión encomendada al enigmático oficial de uniforme sin identificación visible, en cuyo mutismo había abrevado mi intriga. Por otra parte, sabía que en el trabajo de un buen comando deben ahorrarse preguntas. Acepté los hechos, entonces.

¡Sabría Dios, días más tarde, cuántas sobradas muestras de sus conocimientos nos daría Battaglia en el corazón mismo de la logística enemiga!

Sobre los tramos previos a nuestro acceso al «Sibelius Nuit» no me explayaré en demasía. Primero; porque no ocurrió nada digno de mención y, segundo, porque a pesar del paso de los años no se me ha autorizado a revelar ciertos detalles atinentes al pensamiento estratégico militar británico. Sólo me referiré al contratiempo sufrido por Guy Oakes en el lanzamiento en paracaídas, la noche del 6 de mayo de 1941.

Yo le había insistido en que no era necesario que ocultase sus explosivos ya que no deberíamos pasar por el fastidioso trámite de la aduana. Le repetí que, justamente, en el hecho de eludir ese control estribaba lo secreto de nuestro plan. Oakes, con la obstinación propia de un minero, persistió en que él bien conocía a los belgas, que eran minuciosos cuando algo se les metía entre ceja y ceja y que, dadas las características excepcionales que la guerra confería a los momentos que se vivían, era casi imposible seducirlos con algún dinero escondido dentro del pasaporte.

No supimos adónde había escondido sus explosivos hasta que voló por los aires absolutamente pulverizado en el preciso instante en que sus pies tocaron tierra enemiga. Había distribuido sabiamente el trinitrotolueno en las suelas de doble fondo de sus botas y el golpe de sus talones al caer con el paracaídas había hecho las veces de detonante. No tuvimos tiempo ni para rezarle un responso. Eran casi las once de la noche y sabíamos que era ésa la mejor hora para llegar a la pista danzante del «Sibelius Nuit».

Todas las precauciones que tomamos para entrar al salón de baile fueron innecesarias. Salvo un pequeño altercado que mantuvimos con una adormilada dama de la entrada que se ofuscó porque Wallace intentó entrar sin abonar su billete, el acceso por medio de una escalera hasta el salón propiamente dicho nos resultó un juego de niños.

Adentro, unas quince parejas bailaban lentamente al compás de viejas canciones que desgranaba una vitrola. Estaba mejor iluminado de lo que pensábamos pero aun así pasamos inadvertidos. Habrá sido, tal vez, porque nos quitamos las boinas plegándolas bajo nuestras charreteras, cruzamos nuestras metralletas «Stern» a la espalda y tuvimos el tino de ocupar una mesa algo alejada de la pista central. Por otra parte, Wallace realizó un magnífico trabajo con los paracaídas. A uno lo ocultó debajo de la mesa y con los otros tres improvisó cortinados sobre las ventanas.

Nadie concedió demasiada importancia a nuestra presencia lo que, en parte, nos ofuscó, ya que pasada media hora, no se había acercado un solo mozo a preguntarnos qué deseábamos beber.

De cualquier manera, no perdí tiempo. Armé sobre una silla el transmisor de radio, envié a Oakes a investigar el resto del edificio y ordené a Chiricahua que sacase a bailar a alguien para evitar sospechas sobre nuestra permanencia en el local. A Battaglia no me atreví a indicarle nada, tal era mi cautela con respecto a su real inserción en el operativo.

Una hora después volvió Wallace. No había hallado nada interesante, salvo que faltaba la lamparilla del baño para hombres y que, entre los discos diseminados junto a la vitrola estaba «Pardon wird nicht gegeben» vieja canción bávara, de Döblin, que su padre le tarareaba cuando niño.

Me la silbó un poco pero no pude reconocerla. En la pista, en tanto, Chiricahua danzaba solo en medio de una rueda de gente que palmeaba a su ritmo, una antigua invocación al dios de la lluvia. Antes de que las cosas pasaran a mayores, consideré criterioso marcharnos. Oculté un cenicero que tenía estampado a fuego el nombre del lugar para no volver a Inglaterra sin un comprobante inequívoco de que nuestro objetivo había sido alcanzado.

Quiero recalcar este punto y pongo a disposición de quien quiera verlo el cenicero en cuestión, que aún hoy obra en mi poder, para dejar en claro que fue mi intención marcharme con mis hombres apenas Chiricahua terminara su exhibición. Pero fue entonces cuando comenzaron a mandarnos champagne a la mesa, vinieron algunas muchachas con el navajo y juro que no hubiésemos podido largarnos sin despertar sospechas o, al menos, resquemor.

Lo concreto es que, a eso de las cuatro de la mañana, algunos de nosotros estábamos bastante achispados por la bebida; yo, un tanto alterado por la falta de respuesta del transmisor, lo que me llevó a estrellarlo contra el piso (luego me enteré de que me habían estado contestando pero el nivel de la música me imposibilitó advertirlo) y la reunión toda en la cúspide de su entusiasmo, lo que nos impidió detectar el arribo de las tropas de ocupación nazis.

Tras mojarnos un poco la cara con agua que tomaron de los baldes con hielo que refrescaban el champagne, los dos policías alemanes (no eran otra cosa los recién llegados) nos solicitaron nuestros documentos. La cosa no hubiese pasado a mayores ya que los guardias nazis no entendían un ápice de inglés y, por lo tanto, no lograron descifrar lo que decían nuestros papeles identificatorios, pero decidieron encarcelarnos por infringir un artículo sobre ruidos molestos y provocar disturbios en un lugar público. Era una medida injusta a todas luces, pero consideré ocioso alegar en procura de un poco de justicia ante dos secuaces de aquel monstruoso excervecero de Munich que estaba conduciendo el mundo entero a un caos hasta el momento desconocido.

Tras dos días detenidos en una húmeda comisaría de Lier en la incómoda compañía de prostitutas y borrachos, todo parecía indicar que el asunto no iba a prosperar más allá de eso y que, finalmente, nos devolverían la libertad y, lo que era más importante aún, los cordones de las botas y el correaje completo que nos habían quitado en previsión de que pudiésemos atentar contra nuestras propias vidas con ello.

Pero un guardia descubrió la ametralladora de Wallace y la cosa se complicó. Supieron nuestra verdadera condición y un mes después éramos condenados, en juicio sumario, a prisión perpetua por delito de espionaje con fines de robo (habían comprobado lo del cenicero, lógicamente).

El 18 de junio de 1941, las pesadas puertas de la prisión de Lovaina se cerraron a nuestras espaldas con un gañido lúgubre e inapelable.

Dentro de mi amargura yo desconocía, aún, que estaba por desatarse toda la sapiencia latente en la figura misteriosa del capitán Lee Battaglia.

Tras las tres primeras hora de nuestro cautiverio, cuando se hizo de noche, Battaglia, con un chistido, reclamó nuestra atención.

Estábamos todos en una misma barraca y convergimos hacia él reptando sobre la paja que hacía un poco menos duro el piso de piedra.

Battaglia nos miró a los ojos a cada uno, con expresión inteligente. Luego llevó la mano al bolsillo de su raído pantalón y extrajo una pelotita de ping-pong, que puso ante nuestra vista. Nos dejó apreciarla por casi un minuto. Luego la agitó velozmente en el aire, giró la mano y, cuando volvió a mostrar su palma, la pelotita ya no estaba.

—¡Ohhh! —hubo entre nosotros una exclamación de asombro—. ¿Cómo lo haces?

Battaglia sonrió, pero no contestó nada. Volvió a mostrar la palma de la mano, la cerró, acercó la mano a la oreja de Chiricahua y simuló sacar de allí, airosa y reluciente… la pelotita de ping-pong.

—¿Saben el cuento del elefante que se enamora de la hormiguita? —nos preguntó luego, para nuestro deleite.

Y fue así que, durante los largos años que mediaron hasta nuestra liberación por las tropas soviéticas el 18 de marzo de 1945, Battaglia animó nuestra desazón con todo tipo de suertes de magia y entretenimientos.

—Myers piensa en todo —recuerdo que mascullé aquella noche, poco antes de que Battaglia nos deslumbrara con el cigarrillo que desaparece tras el dorso de su mano y reaparece por una de sus fosas nasales en una prueba que, aún hoy, lo confieso, no alcanzo a explicarme cómo logra.