«Rodajas de mí»

Gracias, gracias, muchas gracias… Son ustedes muy amables… Parece mentira, puede sonar algo exagerado pero, cada vez que recito este poema de Louis P. Littlehales, no puedo sustraerme a la conmoción interna que me produce.

Podría suponerse que una actriz, una actriz con largos años de escena, como yo, ya debería estar habituada a manejar sus sensaciones, a no permitirse ciertas debilidades pero, francamente, no logro hacerlo con «Dulces briznas de estreptomicina» de Littlehales.

Será, tal vez, el recuerdo que este poema despierta en mí, aquello de la rana entre los juncos, «mínimo batracio anuro a resortes» dice Littlehales, o bien… no sé… el aroma a los rododendros, ese frenético batir de los pies de los zulúes sobre la sabana, el llamado nocturno de las hienas, todas esas cosas que me retrotraen a mi propia infancia en General Villegas.

Quisiera que sepan disculpar el acceso de llanto que tuve en un momento, cuando Apphia se halla a boca de jarro con la iguana y le habla de cómo ha decrecido la industria del automóvil en Cleveland.

Debo confesar que no es habitual en mis representaciones. O el ataque de tos sobre el final… o que me hayan devuelto al escenario cuando rodé sobre las primeras filas en la parte en que el pequeño Pili se precipita por la cascada. Gracias. Son cosas invalorables para un artista.

Continuando con este espectáculo unipersonal al que he llamado, un poco caprichosamente, «Rodajas de mí», voy a hacerles una parte de «Cálida humedad de la siesta», la pieza de Joseph Isolan Feeney. El fragmento que voy a interpretarles es el ya famoso monólogo de la segunda parte, uno de los monólogos más difíciles y profundos de la historia del teatro, un verdadero desafío para cualquier intérprete. Yo voy a pedirles a ustedes, voy a solicitar de su sensibilidad y percepción, un pequeño esfuerzo imaginativo para ubicarnos en el sitio exacto donde transcurre la acción: la buhardilla de Douglas, hermano de George, que hace dos meses ha dejado de verse con Rosalie y ha abandonado, incluso, su aseo personal por una secreta promesa.

Yo interpreto el papel de Levenia «La yegua» y vengo en busca de Douglas para avisarle que Janis, su madre, ha muerto en el frente de batalla.

Acá, acá, casi donde finalizan las tablas, haremos de cuenta que está el sillón donde reposa, totalmente ebrio, Russel, tío de George concuñado de Rosalie, lanzado al alcohol debido a la desesperación que le causara el no haber sido invitado a una cena de exalumnos de su escuela primaria.

Junto al sillón, acá, hay una pequeña mesa con una lámpara de pie que simula un fauno persiguiendo un enano, acá.

Yo, Levenia, «La yegua» apodo que me pusiera mi madre cuando niña, llego a la casa atacada por la más abyecta de las depresiones.

He estado bajo el efecto de psicofármacos durante todo el primer acto y parte del entreacto, medicina que provoca desviaciones en mi carácter al punto de meterme en el baño cuando procuro hacerlo en la cocina.

Sobre este rincón del escenario, tendrán ustedes a bien imaginar, para ser fieles a la puesta en escena original, un coro de 35 personas que no sólo se trata de la agrupación vocal de la cual ha sido expulsada Levenia por su incapacidad a someterse a cualquier tipo de disciplina sino que oficia, también, como la voz de la conciencia de Douglas, a quien el coro fustiga, reclama y reprocha el despropósito de que permanezca tanta gente en escena. Para la corrupción de Douglas, una sola voz de la conciencia es insuficiente. De allí, tal vez, el coro. Levenia, «La yegua», es un personaje tierno y poco comunicativo, pero estallará finalmente cuando descubra que su padre no ha marchado con el ejército imperial inglés a sofocar la rebelión de los cipayos brahamánicos en la India por un espíritu patriótico, sino porque él es, en realidad, un gurú de la casta sudra y renombrado fakir de los círculos pakistaníes, cosa que ella nunca había sospechado en Londres a pesar de verlo, más de una vez, con su nariz atravesada por una aguja de tejer.

Acá, sobre este costado… ¿ven?… hay un mueble antiguo, muy antiguo, tan antiguo que se halla en ese lugar desde aún antes de que construyeran el edificio. Quizás podría quedar un poco mejor acá… imagínenlo acá, así no les perturba la visual. Está carcomido por las termitas y el sordo murmullo que producen estos voraces parásitos al roer la madera ha llevado a la demencia a tío Sabin, mentor y cómplice de Douglas, al pensar que ese murmullo era una falla congénita en su sistema auditivo y predecía, ineludiblemente, la sordera total. Tío Sabin, tozudo, se empeña en negar su disminución, insistiendo en que no es él el sordo sino que, por ejemplo, los componentes del coro son mudos.

Es importante que recuerden ustedes bien la posición de este mueble, lo que nosotros llamaríamos un bargueño, porque es esencial en el momento en que Douglas, presa de un acceso autodestructivo al ver que demora en reabsorberse un forúnculo inguinal que lo tiene a mal traer, se apoya en él con expresión de desaliento.

Acá… más acá… tal vez quedaría mejor acá… comienza la escalera que llevará a Levenia hasta la buhardilla de Douglas. Levenia trae en la mano, en esta mano, el telegrama que ha llegado desde el frente de batalla, redactado de puño y letra por el mismísimo general Cárdigan, donde informa de la muerte de la dulce Ann, madre de Douglas, en la Carga de la Brigada Ligera. Nada dice el telegrama sobre el resultado final de la batalla contra los rusos, pero un pequeño detalle hace que Levenia sospeche lo peor; el telegrama le ha sido entregado por un oficial que habla con marcado acento moscovita.

El monólogo comienza cuando yo, Levenia, «La yegua», entro en la buhardilla de Douglas y lo hallo acostado con Harley, uno de sus peores amigos. Yo, en este punto, he sido insultada vilmente por Russel, el borracho que reposa en el sillón, quien me ha confundido con Virginia, su esposa, a quien ama entrañablemente. Luego me he caído tres veces por las escaleras, en un formidable juego escénico con el que Feeney ha querido testimoniar que Levenia no desea ver a Douglas, que hay algo que la empuja hacia abajo y que sólo su profundo sentimiento anglicano le permitirá llegar hasta la puerta misma de la buhardilla de su marido superando la aversión que siente por él y superando también una entorsis de tobillo que amenaza con mantenerla alejada un par de semanas largas de los campos de cricket.

Entonces yo, Levenia, «La yegua», estoy parada ahora frente al desordenado lecho de Douglas… El lecho viene a quedar justamente sobre la mesita que tenía la lámpara del fauno persiguiendo al enano en la planta baja ¿recuerdan?… traten de imaginarlo en corte… acá está la cama… en el piso de abajo, dos metros, dos metros y medio más abajo, está la mesita esa, es algo bastante común en los hogares ingleses esa correspondencia vertical… Douglas se halla semidesnudo junto a Harley, el minero de Dublin que le había enviado, durante años, cartas escritas en prosa virgiliana desde la oscuridad del yacimiento de hulla. Los zapatos de Douglas se encuentran tirados en el suelo… por acá… más o menos vendrían a quedar encima del bargueño del cual les hablara, al que le hemos dado el nombre «bargueño» para reconocerlo. En Inglaterra, en Londres al menos, o más precisamente en Surrey Docks, barrio portuario londinense donde transcurre la pieza, le llaman «furniture».

Douglas apartará trabajosamente a Harley, también semidesnudo de la cintura para abajo, consciente de que la situación en que ha sido sorprendido por Levenia es, cuanto menos, equívoca. Ha sido siempre de divertir a Levenia con pequeñas sorpresas, un ramo de petunias, un candelabro de peltre, una lata de jamón del diablo, pero esta vez ha ido demasiado lejos.

Levenia siente que algo se revuelve dentro de ella, siempre fue considerada por su tía Dorothy como una mujer volcánica, no tanto por su carácter como por el hecho de que vomita con particular facilidad, desagradable consecuencia de los psicofármacos, también.

Levenia, «La yegua», está decidida a todo. Y es aquí, mi querido público, donde comienza el monólogo. El monólogo que es uno de mis momentos teatrales más queridos, uno de los oratorios más maravillosos escritos jamás para la escena y tal vez, uno de los instantes en los que Joseph Isolan Feeney ha logrado depositar con mayor talento y certeza su recóndito sentido del islamismo tomado como laborterapia y su acendrado desdén por la vida silvestre.

Yo, Levenia, «La yegua», me siento en el suelo, dispuesta a escuchar largamente y en silencio, como ustedes, a Douglas, quien con voz varonil y pausada comenzaría su monólogo…