La última vez que vi eufórico a Marcos Salaberri fue en el mes de abril de 1976, en Florencia. Marcos había salido de la cárcel, tras purgar una condena por impudicia. Se le acusó de que su libro El culo a cuatro manos contenía escenas y descripciones lindantes con lo obsceno. Que en una de sus páginas más precisamente, se repetía 28 veces la palabra «pene». Yo insisto en que eso, más que hablar de su amoralidad, hablaba de la falta del manejo de los sinónimos en Marcos.
«El sinónimo tiende a desaparecer», lo había escuchado sostener un día mucho tiempo atrás, en una discusión con el sonetista Ulises Ubiñas, discusión que no terminó felizmente.
—El sinónimo —continuó aquel día Marcos— es un impostor. Está tomando el significado y el significante de otra palabra. Detesto el sinónimo y todo aquel que lo usa debe ser considerado un cobarde y un ladrón, ya que está avalando el fraude.
Sería obvio aclarar que Marcos era tajante en sus opiniones y más de una vez, agresivo o injusto. Tal vez fue por esto que Ulises, el exquisito poeta peruano, hombre habitualmente sensato, le reventó un sifón a Marcos sobre la mano derecha, en una clara intentona por frustrar su carrera literaria.
Pero la preocupación mayor, la real preocupación de Marcos, era otra. Una preocupación muy entendible y fantasma constante de todos los escritores.
—No se me ocurre nada, Julián —me había confiado tiempo atrás, cuando nos encontramos en París, en el año 71—, la inspiración se ha alejado de mí.
Aquel verano en París, Marcos estaba atravesando una de sus clásicas depresiones. Yo lo había encontrado de casualidad, en uno de los restaurantes chino-vietnamitas de Saint-Séverin, tirado bajo una mesa, llorando. Quiso el azar que se me cayese un pote de arroz y, al inclinarme a levantarlo, sorprendí a mi amigo, casi oculto entre los pliegues del mantel.
Su falta de inspiración lo había llevado a una literatura tan descriptiva que la tornaba fatigosa.
—Permíteme que te lea algo… —me pidió, dos días después de aquel encuentro. Estaba alegre porque había localizado, tras larga búsqueda, en la despensa de la esquina del piso que alquilaba en rue La Boétie, un tipo de queso agrio, con pasas de uva, un tanto delicuescente, que solía usar para tapar los errores que cometía escribiendo a máquina.
—«Robert era un hombre de cabello oscuro —recuerdo que comenzó a leerme—, un cabello castaño, del tono de la madera del ébano barnizada, no tan pigmentado en su coloración, pero con un atisbo de caramelo. El filamento capilar era ligeramente rizado, con una ondulación que no comenzaba a manifestarse apenas hacía abandono del cuero cabelludo sino que se precipitaba en ondas, la primera de ellas a un centímetro, centímetro y medio, no más, de su extensión total. Podríamos arriesgar, entonces, que antes de los dos centímetros, ese cabello tornaba sobre sí mismo, en un rulo terco. Tras las dos primeras ondas, ese pelo buscaba ya el reposo sobre sus pares, se adentraba entre ellos como el pequeño polluelo se confunde con sus hermanos de la nidada, y se alargaba buscando los confines de la cabeza, en la zona donde el occipucio se hace abismo y se abre la cascada de la nuca. No era un pelo muy grueso, como podría haberse sospechado de haber heredado Robert la cabellera de su tía, sino que era un pelo ágil y delgado, vibrante, tenso, un pelo joven aún que había resistido a pie firme el acoso de aceites y brillantinas, un pelo que se denotaba orgulloso de coronar esa tapa craneana y, al que, bajo ningún aspecto, se podía tildar de vacilante ante la amenaza de caer en mechón sobre la frente. La frente estaba revestida por una piel de poro abierto, generoso…».
Mi memoria acepta recordar el fragmento hasta allí. Luego, reconozco, me distraje y comencé a jugar con Flufi, el perro de Marcos y Maruca. Marcos cayó en la cuenta de mi falta de atención cuando la coctelera de plata que yo arrojaba lejos para que Flufi corriese tras ella, destrozó una ventana yendo a caer a un patio interno.
Aquel episodio produjo otro pico depresivo en Marcos y, durante dos días, no pudimos sacarlo de su ensimismamiento ni de adentro de un viejo ropero que había en la casa. Su abatimiento aumentó al enterarse que también Flufi había caído por la ventana tras la coctelera de plata y fue tal su grado de abandono que Maruca debió internarlo.
Durante dos meses, enfermeros del instituto Delamain-Drouot (uno de los más caros de Saint-Germain-des-Prés) debieron entrar al ropero para medicarlo, procurando volverlo a la vida activa.
Lo vi de nuevo en agosto del 72, en Roma. Estaba recuperado pero aún le quedaba sobre una ceja, la marca de una percha.
—Estoy bien, Julián —me dijo, tomando un café en Piazza Navona—. Pasé casi un año en ese manicomio. Me hacían un electroshock por día. La internación no fue tan costosa. El gasto de energía eléctrica lo arruinó todo. Pero me hizo bien. Esos golpes tremendos en mi corteza cerebral han debido remover algo adentro. Confío en que, ahora, la inspiración vuelva a mí.
En verdad, lo noté bien aquella vez. Salvo el extraño proceso de imantación que el flujo eléctrico había producido en su rodilla, podría decirse que lo encontré mejor que en su mejor época, que para mí fue la media hora previa a la presentación de El culo a cuatro manos en Le Mans.
Cuando Marcos estuvo en África, en Lesotho (Basutoland), invitado por la editorial «Dos Lanzas», lo atropelló un avestruz. Fue un suceso muy oscuro, aún sin dilucidar, que afectó mucho a mi amigo. Él se hallaba, con Maruca, en plena sabana, en el país de los zulúes, buscando una charcutería para merendar, cuando un nativo, jinete en un avestruz, lo arrolló dejándolo tendido cuan largo era. El jinete no detuvo su carrera pese al accidente y se perdió en el horizonte. Durante largos meses, Maruca y la editorial «Dos Lanzas» publicaron un aviso en los diarios de la zona reclamando al insensible jinete que se presentara a declarar, pero todo fue inútil. De aquel pavoroso hecho le quedó a Marcos un clavo de metal en la rodilla. Ese clavo fue el que sufrió el proceso de imantación durante su estadía en Saint-Germain-des-Prés. De ello nos dimos cuenta la tarde del encuentro en Piazza Navona, cuando dos cucharitas y la bandeja de uno de los mozos se quedaron firmemente pegadas a la rodilla afectada.
—Estoy buscando. Estoy buscando —repetía, como en una letanía Marcos, cuando lo encontré en el 76, luego de su experiencia carcelaria—. Estoy buscando un tema, un tema fuerte, interesante, atrapante, para escribirlo.
El tema del suicidio parecía perseguirlo. Ya una vez, en su casa de campo, en Luján, tuve un atisbo de aquella macabra inclinación suya.
Yo había percibido el olor a humedad que había en la casa. La invasión del salitre por los cimientos era evidente, tanto, que una espada que Marcos lucía colgada de una de las paredes y que decía haber pertenecido a un general de la conquista del desierto, se había ondulado al punto de parecer de tela.
—Jamás ha habido humedad en esta casa —me porfió Marcos y, cambiando de tema, comenzó a mostrarme sus escopetas de caza, actividad a la cual era muy afecto. Yo, tal vez imprudentemente, insistí en que los cartuchos podían estar inutilizados por la humedad. Marcos, ofuscado, cargó prestamente una hermosa carabina belga y luego se introdujo la boca de ambos cañones en la suya propia. Sin dilaciones apretó el gatillo, pero el estallido final no se produjo. Aquel episodio le originó tal estado de fastidio que no me dirigió la palabra durante dos días y culminó su proceso de ira cayéndose por el aljibe en una actitud, a todas luces, deliberada.
La muerte, en cualquiera de sus infinitas variantes, lo había estado rondando en más de una ocasión. Tres veces se había precipitado a tierra en accidentes de aviación, salvando su vida de forma, digamos, milagrosa.
Y la penúltima ocasión en que lo encontré, venía de una experiencia sobrecogedora.
—No sabés las que pasé en Irán —me contó apenas nos vimos, en Montreal, en la primavera del 83—. Me sorprendió allí el estallido de la guerra con Irak. Debí pasar dos meses encerrado en una lechería, bajo fuego enemigo, junto con un monje budista, un terrorista palestino, una periodista belga que era una muchacha de una belleza alucinante, un parapsicólogo brasileño y un rebaño de cabras. Fue terrible. Las cosas que sucedieron en esa lechería son difíciles de narrar.
—¿Cómo te entendiste con gentes tan disímiles, Marcos?
—Al principio tuve dificultades para interesarlos en el tema del bloqueo creativo, del agotamiento de la temática, de la angustia del escritor ante la fuga de las ideas. Pero tras días de constante prédica logré que comprendieran mi desvelo. Lo que hizo aquella gente para que yo pudiese abandonar el refugio y retomar mi producción literaria no podré olvidarlo mientras viva.
Sin embargo, Marcos continuaba con su angustiosa parálisis literaria. Los temas apetecibles parecían huir de él. Todo su talento daba la impresión de haberse agotado en El culo a cuatro manos.
—Estoy pensando en un tema para una novela —me dijo, más animado, esa vez en que nos encontramos tras su salida de la prisión—. Se trata de una anciana que vive sola con un gato. El gato es su única compañía y la anciana ve en él al hijo que no tuvo. Tanto, que lo ha bautizado con el nombre que le hubiese puesto a ese hijo frustrado: Michín. Ella le habla, lo conversa, y se preocupa cuando el gato se aventura por los techos. Le da leche. Y el gato duerme casi todo el día. También puede ser que el gato se vaya y no vuelva por un par de noches. Y la anciana se preocupe mucho. No tengo aún el final. Tal vez muera ella primero. Tal vez él. No lo sé todavía. ¿Qué te parece como tema central de una novela?
Recuerdo que le contesté con una frase que había escuchado en repetidas ocasiones procurando, además, no enfriar su entusiasmo.
—A veces los temas son relativos, Marcos. La misma simple historia de amor en manos de Shakespeare puede convertirse en una obra de arte y en manos de un mal escritor puede llegar a ser una inaguantable telenovela.
Marcos asintió enérgicamente con la cabeza.
—Tal vez pueda, incluso, llegar a escribir una trilogía —afirmó. Pero luego cayó en uno de sus inexplicables bajones anímicos. Se volcó dos veces el aperitivo sobre su chaqueta para luego entrar en un mutismo prolongado que sólo quebró, una hora más tarde, al despedir un aullido animal que heló la sangre de los que estaban en las mesas cercanas.
Tengo entendido que su paso por la prisión marcó mucho a Marcos, pues su cautiverio no tuvo características demasiado usuales. Se efectivizó su condena en un momento en que las cárceles rebosaban de presidiarios, por lo tanto, en una decisión hasta hoy inexplicable, fue confinado en el zoológico de Estambul. Primero se lo recluyó en una jaula solitaria pero, poco después, debió compartir el encierro con los babuinos.
—Yo había leído mucho sobre prisiones —me contaba Marcos, ya liberado—. Había visto películas como «Un condenado a muerte se escapa» y otras americanas, con motines e intentos de evasión. Conocía, entonces, los peligros que acechan en la cárcel y la conducta feroz, a veces, de los convictos. Aquellos monos, sin embargo, fueron cordiales. Compartían su comida conmigo y nunca supe de desenfrenos o abusos sexuales en esa jaula. El embajador argentino en Turquía hizo mucho por mi liberación. Una vez por semana venía a verme y hablábamos, no más de cinco minutos por sesión, en la jaula de los osos, que era vecina. A veces, cuando estábamos castigados por mala conducta, casi siempre por atrocidades cometidas por los papagayos, no me era permitido hablar, pero el embajador me arrojaba galletitas o cigarrillos desde afuera. Estuve tres años allí adentro y puedo asegurarte que fue muy duro aquello.
La última referencia directa sobre Marcos la tuve un mes atrás, cuando recibí una carta suya, fechada el 14 de mayo de 1986, en Alcalá de Henares.
«He venido a visitar la casa en donde naciera Miguel de Cervantes —decía en la carta— para ver si, recorriendo estas viejísimas habitaciones, respirando este aire enrarecido y mágico, consigo hacer que retornen a mí, los manes de la inspiración. Parece mentira, Julián, no se me ocurre nada, ni siquiera para escribir una carta. Ayer debí enviar un telegrama a mi madre y rompí más de ocho formularios dado que no hallaba las palabras correctas para hacerlo. En el vuelo hacia acá tuve que pedirle a un compañero de asiento que llenase mi tarjeta de embarque ya que a mí no se me presentaban las palabras correctas para hacerlo. Esta mañana fue más patético. Un pequeño me reconoció y me pidió un autógrafo, y no hubo un maldito vocablo que me viniera a la mente para complacerlo».
Eso era todo. Luego estaba su firma y, tachado, el comienzo de una posdata que, era notorio, no había logrado completar.
Es por eso que no me ha sorprendido demasiado su muerte, ocurrida hace no más de una semana. Las características del hecho no se sabrán nunca.
Ser atropellado por un tren no escapa a lo fortuito, a lo accidental, pero lo accidental se hace dudoso si se trata de un tren que circula por un riel elevado como el que circunda el perímetro de Disneylandia. Marcos iba enfundado en un traje del ratón Mickey y acababa de firmar un contrato para llevar El culo a cuatro manos al cine.
Es curioso, pero se me ocurre, que las mismas características extrañas de su muerte hubiesen representado un tema más que apetitoso para alguna de sus novelas.