Mire, yo puedo hablar con conocimiento de causa porque yo estuve allá. Yo no hablo por cosas que me hayan contado o que haya leído, no hablo por boca de ganso. Y le aseguro, le aseguro mi querida que, al menos por lo que yo vi, no vale la pena. No sé si después será otra cosa, pero por lo que yo vi, no vale la pena. Yo he estado en lugares, viajo permanentemente, usted lo sabe, y tengo alguna autoridad para opinar al respecto. Nada del otro mundo, nada del otro mundo. Al principio, sí, es un poco impresionante por la sensación que una tiene de separación, de desdoblamiento, como si usted se partiera en pedazos. Además la típica sensación de lanzarse en un viaje muy largo, hacia lo desconocido. Algo similar a lo que experimenté en mi primera excursión a Oriente.
Y… el traslado, bien… bien… en definitiva pienso que fue lo que más me gustó, lo más interesante. Corto, porque se hace corto, pero bueno. Es como un túnel oscuro surcado por luces intensísimas que le dan a usted esa idea de velocidad, algo muy similar a lo del tren bala, el Shinkansen, en Japón. Una sensación de levedad, ésa sería la palabra, levedad. Yo he cruzado más de una vez el canal de la Mancha en el alíscafo que llega a Dover, que flota sobre un colchón de aire, recuerdo que me impresionó muchísimo la primera vez que lo vi llegar a Calais, pero no alcanza una a tener esa impresión de levedad que yo experimenté acá. Esa parte es buena, le repito que fue lo mejor, tomada la cosa globalmente.
Ahora bien, cuando una llega al lugar, le aseguro que se decepciona bastante, será porque se ha escuchado hablar tanto de la cosa y se pinta de una forma tan diferente, que la expectativa supera la realidad. Por eso yo, en mi agencia, siempre procuro ser lo más exacta posible con mis clientes. Yo no procuro inflarles la cosa de una forma tal que los pobres santos luego lleguen a donde van y se encuentren con una realidad completamente distinta. Yo, a mis pasajeros que van a París, les puedo hablar maravillas de la Place de la Concorde, de la Île Saint-Louis, del Faubourg Saint-Honoré, del Sacré-Coeur, pero también les anticipo que París tiene un clima de mierda y que lo más probable es que les llueva, mi querida. Para que no se vengan con sorpresas. Porque yo siempre digo: el mal tiempo no sale en los folletos de turismo. La folletería no le dice que en Lima está siempre nublado y está permanentemente horrible horrible.
Entonces, usted llega ahí y le aseguro que la cosa es… más o menos… bien presentada, bien cuidada, pero pobre, modesta, módica digamos. A una le han pintado, o se ha imaginado algo maravilloso, lleno de luces, brillante, fantástico, y se encuentra con otra cosa. Es como si usted va a ver una comedia brillante, un musical de Hollywood y le salen con una en blanco y negro del neorrealismo italiano, mi querida, no jodan. Yo no le voy a mentir, tampoco es horrible, pero le falta… le falta swing, le falta ese algo loco ¿no?… el knack. Es… ¿cómo decirle?… bastante tipo país socialista, ¿me entiende?
Ahora, por otra parte es tal cual a una se lo han explicado o lo ha visto en las figuritas, en las láminas y paso a explicarle esto porque parecería un contrasentido con lo que le he dicho antes. Digamos, lo que no le cuentan los folletos de turismo es el olor, no viene el olor en los folletos de turismo, mi querida. Por ejemplo, usted toma este folleto de Curazao, ve las palmeritas, el mar, la playa maravillosa de arena blanca, el agua transparente transparente que parece un cristal, el celeste del mar, y piensa: esto es el Paraíso. Y es así, por supuesto que es así, la foto no miente. Lo que la foto no le transmite a usted es que hay días, yo no sé si por la época o por la presión ambiental o la humedad o lo que sea, que del mar viene una baranda a pescado podrido que te voltea. Una spuzza formidable, densa que es un espanto. A eso me refiero. Pero, una llega y la cosa es tal cual la vio o la imaginó a través de libros, estampas, incluso de los dibujos animados o hasta de los chistes, esos chistes que una ve en las revistas. Están todas las nubecitas, todas las nubecitas, muy blancas, espumosas, como siempre se dice de algodón, un algodón, o eso que comen los chicos en los parques, esa azúcar que parece telaraña, que yo siempre le digo a mi sobrino más chico «¿Cómo podés comer eso que parece telaraña?». Están todas las nubes. En eso no defrauda. Lo que también es frecuente, porque yo recuerdo que, muchos años atrás, yo miraba esos almanaques donde se veían campiñas holandesas, por ejemplo, almanaques que regalaba la KLM, y se veían esos campos florecidos, esos tulipanes de colores perfectamente alineados, los molinitos blancos blancos, las casitas con sus cortinitas a cuadritos y yo decía: esto no puede ser así, esto lo hacen para la foto, esto no es real. Pero después una iba a esos lugares y, efectivamente, ahí estaban los tulipancitos, ahí estaban los molinos, ahí estaban las casitas con las cortinitas a cuadros e incluso ahí estaban esos aldeanos con los gorros con esas orejitas paradas que parecen, no sé, conejos, con mejillas coloradas coloradas que parecían esos muñequitos que salían de esas casitas que había antes para anunciar si hacía buen o mal tiempo. Que salían uno por cada puertita. Acá es lo mismo, están todas las nubecitas, más altas, más bajas, más gordas, menos gordas, más grandes, más chicas. Muy bien. Ahora… ¡Hay un olor a remedio! No sé, a desinfectante de ambiente, a esos Pinexos, qué sé yo, yo no sé qué echan o si será así, o si ése será el olor del aire a esa altura, no sé, la cuestión es que hay un perfume como a sala de espera de dentista, a lavandina… ¿Quiere que le sea más clara, mi querida? Hay olor a telo, a amoblado, para no hacérsela tan larga.
Y por otra parte, está la cuestión práctica. Porque con las nubes es lo mismo que con la nieve, mi querida. Usted va a Cortina d’Ampezzo, a Innsbruck, o sin ir tan lejos, se va a Bariloche, a Las Leñas y claro, muy linda la nieve, qué bonita, todo blanco, el paisaje, etc. etc. Pero claro, eso se lo dice el turista o el campeoncito de esquí que viene a hacer slalom. Pero cuando usted habla con la gente que vive en esos lugares tan maravillosos y les pregunta, le hablan pestes de la nieve. Que se mete en las casas, que se disuelve y que da un barro que no hay quien limpie, que corre el riesgo de romperse la crisma con el auto si se le resbala en la ruta como casi me pasa a mí en Val D’Aosta, que se le bloquean los caminos y usted se queda clavada en un lugar por dos semanas… Con las nubes es lo mismo, porque es vapor acuoso, usted las ve ahí flotando que todo parece un espectáculo de rock moderno con ese humo que sale del piso del escenario, pero no deja de ser otra cosa que vapor de agua y a una le queda el pelo que es una ruina y no hay Dios que se lo componga y hay una humedad que ni le cuento. Y caminar es como meterse en un río de esos que tienen barro en el fondo y uno pisa y se levanta un limo, un remolino turbio, la impresión en los pies no es para nada linda, para nada.
Y también vi gente, poca pero vi. No alcancé a hablar porque no me dio tiempo, pero pude verlos con bastante detenimiento. Y también es como a una se lo contaron, esas túnicas blancas, sueltitas, bastante más abajo de las rodillas, casi en los tobillos, en hilo tono crudo, tipo spolverino, flojón de acá, superamplio y las alas. Y con eso también me pasó como con las otras cosas. Sí, muy lindas las alas, muy románticas, pero es como con los payasos, mi querida. Los chicos ven los payasos de lejos y les gustan mucho, quieren ir a verlos, quieren tocarlos, quieren estar con ellos… y cuando se acercan, m’hijita, los sustos que se pegan son tremebundos, que a mis sobrinos les ha costado años de análisis porque se encuentran con gente gorda y transpirada, con la cara pintada como indios, con unas narices así, deformes, una pintura blanca que les marca las estrías, las patas de gallo, las picaduras de viruela, ahí se nota que el pelo amarillo es lana, que abajo de la pintura aparece, por ahí, como un eczema, un bigote, granos. Y transpiran, siempre transpiran, pobres cristos, con esas cosas que se ponen y los chicos lloran como locos. Se asustan y lloran. No hay cosa más fea que un payaso de cerca. Es como en Disneylandia, a mí al principio me parecieron muy graciosos esos tipos disfrazados con las cabezonas esas del Ratón Mickey, de Donald, del perro Pluto, pero cuando los tuve cerca ya no me causaban demasiada gracia. ¡Querida! Es como encontrarse de golpe frente a frente con un ratonazo de este porte, con una rata que es más alta que una, no me jodan.
Y acá es lo mismo, usted ve de lejos a esos señores con las túnicas y las alas y piensa: ¡Qué bello! ¡Qué espectáculo etéreo! Y esas cosas; pero en eso pasó uno bien cerca mío, digamos que a la distancia que está ahora usted y, mi querida, no es nada agradable. Es como si usted ve una gallina con brazos. No deja de ser, después de todo, un ser monstruoso, una criatura deforme, un resabio de la Talidomida, no me jodan. Para colmo, en éste que pasó al lado mío, se notaba que tenía algún problema en el plumaje y había lugares donde no tenía plumas, se le habían caído o se le veían los canutos. Y… ¿sabe qué me impresionó?… las moscas. Unas mosquitas chiquitas que le caminaban entre las plumas. Y seguramente tendría también piojillo, ese «ita» piojo de la gallina que sale en las palabras cruzadas, o gorgojo, no sé. Pero me impresionó, me dio algo así como repulsa. Y después, fundamentalmente, no creo que haya ahí muchas cosas para hacer, especialmente después de las siete. Es un sitio muy tranquilo, muy reposado, muy plácido, pero… ¡déjeme!… es para gente muy especial, tiene que ser para gente muy pero muy particular. Más que nada para gente mayor, para gente grande, para todo el PAMI, que va ahí y la pasa bien, tranquilo, lee pero nada más. Yo no se lo recomendaría ni loca a gente joven. Es algo así como Miami, aunque pienso que esa humedad del vapor de agua no debe ser nada buena para la salud.
En fin, redondeando, de pronto aparece un señor, muy educado, formal, y me dice que se me han hecho masajes al corazón y que, tras un lapso donde el corazón ha estado sin trabajar, sin bombear, ha vuelto, casi milagrosamente, a la actividad. Así nomás, sencillamente. Y me volví. El regreso también bueno, lo mismo que la ida. Nada más. Pero… ya le digo, si a mí me preguntan, no creo que valga la pena. Como curiosidad y si le aseguran el retorno, bueno, vaya y pase. Como curiosidad, como para decir «Yo estuve». Pero si no, nada del otro mundo. Mire, ahora hay promociones de toda la zona de Indonesia, un área casi inexplotada hasta el momento pero que ahora, gracias a Dios, ha sido tomada por la Sheraton e incluso parece que van a poner un Mediterranée en Mangole. Dicen que es formidable. Yo le recomendaría mucho más eso a cualquiera que me consultase. Sin dudar, le recomendaría mucho más eso.