Entrar en la casa de Efraín Eneas Zeblintsky me produjo la misma sensación que entrar a un templo. Si bien no había ningún detalle puntual que trajese a mi mente esa semejanza (íconos, campanarios, sarcófagos, confesionarios), la sabia dosis de luz contenida por los vitraux, el silencio casi monástico que campeaba en los ámbitos y la insistencia firme pero cordial de la mucama en que me quitase el calzado posibilitó en mí tal caprichosa conexión de ideas.
El clima de recogimiento, el austero tono oscuro de la madera de las bibliotecas y el olor a incienso me transmitieron un mensaje de paz que atenuó lo prolongado de la espera.
Debo reconocer que, a pesar de mis largos años en el oficio del periodismo, no pude menos que experimentar cierta ansiedad de principiante ante la proximidad de la nota. La sucesión de personas que, a manera de graciosos controles o retenes, se anoticiaron de mi presencia en la casa (la ya mencionada mucama que se había retirado con mi calzado; un señor maduro, a todas luces el jardinero, dado que sostenía en su mano derecha un almácigo con la misma grandeza con que Herodes pudo haber sostenido la cabeza de San Juan el Bautista, una anciana que sufrió un acceso de tos ante mi presencia) logró, incluso, aumentar mi estado de tensión.
Afortunadamente, y como no podía ser de otra manera, el campechano descuido y la sobria cordialidad de Zeblintsky en su trato me hicieron recobrar de inmediato la cordura. Colaboró también, para hacer menos acartonado el primer contacto con el genial pensador y filósofo, la breve irrupción de Haydée, su esposa, quien, tras charlar animados quince minutos conmigo en la errónea convicción de que yo era el escritor peruano Mario Vargas Llosa, se perdió en las habitaciones traseras para reaparecer luego con dos tazas de un aromático té que perfumó con su oriental fragancia los primeros momentos de nuestro encuentro.
La nota que sigue a continuación se desarrolló a lo largo de cinco días consecutivos. El primero, donde agotamos la conversación en sí, y los cuatro restantes en los que retorné a la casa en procura de recuperar mi calzado, en un reclamo que, aún hoy, la mucama se empeña en desconocer.
R. F.
P: —Zeblintsky… ¿Qué es el té?
Z: —Qué curioso… usted me nombra el té y yo no puedo menos que pensar en el Karma, en el Karma como lo interpretaban los vedas, no los brahamanes levíticos. Por supuesto que ellos no se referían al Karma con esa palabra: «karma», una palabra tan fonética, si no que le decían «tsé», como si fuera «té» pero con una «ese» intermedia.
P: —Como la mosca «tsé-tsé».
Z: —No, porque la mosca «tsé-tsé» es una deformación gálica, tan propia de un pueblo con artrosis culturales como el nuestro y, si no, ahí está el ejemplo de Manfredo Flores Villarda. El «tsé-tsé» de la mosca no es otra cosa, para los bantúes, que la simple repetición de la onomatopeya del sonido de esos insectos, bellos insectos, al volar. Lo que ocurre es que nosotros enseguida nos dimos a la tarea de interpretarlo bajo el insuficiente prisma del lenguaje.
P: —Esa «ese» intermedia se repite, como una obsesión, desde el griego.
Z: —Yo no diría desde el griego, sería un despropósito de mi parte, pero podría aventurar que el latino ha sido bastante generoso con las «eses» intermedias y, por transmisión, nuestra lengua. Se nota en los nombres, por ejemplo. «Ambrosio», sin ir más lejos, es un caso flagrante de «ese» intermedia. Eso lo estuvimos discutiendo largo tiempo anoche con Ismael Silva Lencina, dado que él, pobre, es pasible del mismo problema.
P: —Es extraña la influencia de los nombres sobre la conducta de las personas. Los criollos del norte de Galicia solían decir que el nombre era parte de la herencia genética de un ser humano, que lo recibía de los padres como un rasgo continuatorio, de la misma forma que el color de los ojos, la conformación ósea o…
Z: —O la densidad del cabello. Puede ser, puede ser. No sé. No sé. Pero no hay que confiarse demasiado en la lucidez de la gente del norte de Galicia. No olvidemos que ellos colaboraron activamente en el advenimiento de la hepatitis, a la que siempre confundieron con un ciclo orgánico natural, como la pubertad o la menopausia. No por nada, Attilio Bertolucci ha dicho: «Eppur é possibile / di quest’uomo folgorato, stroncato, atterrato / narrarsi lunghe stagioni attive». Ismael, y permítame mi recurrencia a la cita, me comentaba que a él, su nombre le calzaba tan bien como a un monje benedictino el sayo. Y eso es lo preocupante, ya que los monjes benedictinos visten muy mal, o al menos no es esa su principal característica.
P: —Es notable, usted me hablaba de su charla con Ismael Silva Lencina durante el transcurso de una cena y yo no podía menos que relacionar el hecho con el antiguo placer de los hombres de intercambiar ideas, conocerse, filosofar incluso, durante el momento de la ingestión de alimentos.
Z: —No. O no es exactamente así. Si yo lo expresara así no podría menos que considerarme un poco tonto, o un poco lelo, para no emplear una palabra de una musicalidad tan primaria como «tonto». «De minimis non curat praetor» dice el adagio latino y no lo dice en vano. Se hace dificultoso hablar en tanto uno mastica. No es tampoco lo aconsejable en materia estética, al menos en nuestra época. Entre los sunitas, el comer con la boca abierta era un rasgo de poder. ¿Lo sabía usted? O, al menos, un rasgo de poder comer. Para algunas tribus del oeste de África, el mostrar a una persona del sexo opuesto el alimento masticado dentro de la cavidad bucal era interpretado como un acto de altísima carga erótica. Los primeros holandeses que llegaron a Tobago, daban al hecho de comer una significación alimenticia. Los hititas también. No sé los arameos.
P: —Ha sido un pueblo extraño el arameo.
Z: —Son muy extraños los arameos, especialmente para aquellos que no conocen nada sobre ellos. No puedo menos que recordar las palabras del general De Gaulle cuando, llegando a Argel en el 58, y frente a doscientas mil personas, dice: «Je vous ai compris».
P: —¿No es conmovedora esa permanente avidez del hombre por el conocimiento?
Z: —A esa pregunta se la puede contestar perfectamente con las mismas palabras que pronuncia Manuel Filiberto de Saboya, al volver de la batalla de San Quintín, donde había batido a los franceses.
P: —Para algunas culturas chinas, la palabra «conocer» es sinónimo de «casa de té». Es notable, ¿no? Para usted… ¿qué es el té?
Z: —El pueblo chino es un anagrama difícil de imaginar. Porque la similitud de los chinos entre ellos es de una complejidad que no se da entre nosotros o, al menos, yo sólo lo he visto en Florencio e Hipólito Ablanedo, que eran gemelos. Por lo que se me daba en pensar, hasta qué punto podría llegar el mimetismo entre los chinos si, además, fuesen gemelos o mellizos. «Do you know, Astafy, I saw two women fighting in the street today» dice Yemelyan, el patético personaje de Dostoievsky en The Honest Thief. Stevens opina: «Quien ha visto un chino ha visto al Universo», lo que me parece una desmesura de su parte, cosa que no debe sorprendernos. Pero Habermann dijo: «Quien ha visto un chino ha visto todos los chinos», lo que me parece bastante más cerca de la verdad o, al menos, no tan petulante.
P: —Y, además, ese color amarillo…
Z: —Ese color amarillo, un color tan asmático. Pero ellos lo sobrellevan bien. Es un pueblo sufrido.
P: —El sufrimiento parece ser una marca de agua, algo ya impreso e irreversible en algunos estadios de ciertas culturas orientales. ¿Hay dos concepciones independientes entre sí del concepto de sufrimiento como ente individual y el sufrimiento como carga colectiva o de familia? ¿Se puede interpretar el «pathein» como ajeno al concepto de individuo? ¿Es tan sólo gestual el sufrimiento así interpretado?
Z: —Es notable… es notable… ¡Qué partícula interesante y digna de estudio es la contracción «al»! Es un puente, un pasillo, un desfiladero hacia algo, hacia otra cosa, hacia el más allá. «Al» suena un poco a cristal, ¿no es cierto?
P: —Tiene un matiz arábigo.
Z: —Sería ése un entendimiento simplista. No me refería yo a una interpretación tan ramplona. Es difícil de aprehender, quizás, para nosotros, hechos, mal que nos pese, a una concepción occidental de las cosas, cómo con tal economía de letras puede lograrse tanta vocación de servicio en el vocablo. La contracción «al» se potencia en contacto con otras palabras. Por sí sola decrece en su validez, lo que confirmaría la teoría de la química como lenguaje.
P: —¿Era Bergeroo quien sostenía esa teoría?
Z: —No, acaba de ocurrírseme en este momento. La química es fascinante, especialmente todo lo que se refiere al parentesco de la materia orgánica con otras materias.
P: —Como ser… ¿cuáles?
Z: —Física, Ciencias Biológicas, Gimnasia y ese engendro que se ha dado en llamar «Educación Democrática». Hablábamos de eso y del sufrimiento con Ismael Silva Lencina anoche, casi sobre el fin de la cena. Sobre la convivencia democrática y la actitud mayestática ante el sufrimiento, dado que él había recibido el impacto de un pan sobre la ceja derecha, arrojado por el tipógrafo de la revista. Usted sabe, hemos vuelto a la carga con «El labio leporino».
P: —Para alguien a quien le aprietan los zapatos, por ejemplo, el dolor es un episodio pasajero, digamos. O, al menos, que perdurará hasta el momento de quitárselos. Pero, para aquel que ha nacido con una caja craneana más pequeña que lo que su cerebro requiere, el dolor será permanente. Sin embargo… ¿No será menor el dolor para quien está acostumbrado a él, que para quien lo vive como un episodio pasajero?
Z: —Rilke dice: «Ich bin ja noch kein Wissender im Wehe / so macht mich dieses grosse Dunkel klein / bist du es aber: mach dich schwer, brich ein / dass deine ganze Hand an mir geschebe / un dich an dir mit meinem ganzen Schrein». Creo que está bastante claro. También decía eso Augenthaler, que recitaba cosas de Rilke y a quien conocí en Nelspruit.
P: —Austria.
Z: —No, Pretoria, junto a Lourenço Marques. Créame, un imbécil.
P: —¿Lourenço Marques?
Z: —No, Augenthaler. Pero en lo que va del dolor adoptado como algo consuetudinario a la herida circunstancial producida por el golpe de un pan sobre una ceja, media un campo tan amplio como el que va de la prosa de un Milquíades Magisster a la pintura de un Venancio César Aguilera. Era eso lo que procuraba hacerle entender a Ismael anoche mismo. Ismael estaba muy furioso. Pensaba que era todo proveniente de una idea mía. Sabrá usted que él no me perdona que yo lo catalogara como «el mejor, por lejos, de los poetas que ha dado Remedios de Escalada», cosa totalmente cierta, por otra parte. Tuvimos que servirle un tilo para que se calmara.
P: —La furia, el enojo, parecen ser también una constante dentro del genio creador. ¿Es un tubérculo bueno o malo dentro de la capacidad creadora? ¿Es el reflejo de lo oscuro? ¿Qué es lo que representa, Zeblintsky? ¿Qué es el tilo?
Z: —Los arameos decían: «Lo mejor es ser páramo». Es una frase que me ha perseguido desde siempre o, quizás, desde que la oí por primera vez. ¿Qué quieren decir con eso? Y le recuerdo que los arameos nos legaron el aro de cobre. ¿Qué quieren decir con eso de «lo mejor es ser páramo»? «Páramo», una palabra tan esdrújula para nuestro gusto. ¿Qué quieren decir con esa frase?… No sé. No tengo la más mínima idea de lo que quieren decir los arameos con eso. Será por eso, tal vez, que la frase me persigue como una maldición gitana. ¿Sabía usted que los gitanos interpretan las manos?
P: —Leí algo sobre eso.
Z: —Debería leer más. Ellos leen las manos y lo hacen de corrido. Admiro al pueblo gitano, tan trashumante. Creo que necesitan un reconocimiento en el concierto de las naciones, alguna vez, por su aporte. «Celos», de Gades, por ejemplo, es formidable. Y nadie parece saberlo. Hemos hecho de la ignominia una actitud y de la bonhomía una trivialidad. Es una pena. Pero yo creo que el dolor de Ismael no era tanto por lo del ojo sino por el abandono voluntario de su libertad, de su independencia.
P: —¿Por qué, Zeblintsky?
Z: —Se casaba. El abandono voluntario de la independencia es una bajeza o, si se quiere, una debilidad. Humana, pero rastrera. Es como el soldado que abandona su trinchera. Bien lo sintetizó Ole Lars Qvist aquella vez que regresaba de Burdeos.
P: —El concepto de libertad, «la libertad», toma diversas formas y acepciones pero, en esencia, es el mismo desde hace miles de años. ¿Es una emoción o una moda, Zeblintsky?
Z: —El concepto libertario o «germen liberador» como mal lo definía Fenwick en «La cabra y el anfiteatro» nace, prácticamente, con el hombre. O, al menos, con el hombre como lo reconocemos nosotros. Es curioso, pero el hombre comienza a perder este concepto de libertad al descubrir el fuego, ya que este elemento requiere de una atención, de una alimentación y de un cuidado que obliga al hombre a permanecer junto a él. Lo que se contrapone con la invención de la rueda. La rueda no necesita que haya nadie al lado suyo. En ese aspecto la rueda es mucho más independiente. Yo admiro a la rueda, no tanto como diseño, me parece monótona, sino como fundamentalismo filosófico. Abdicar de una plena independencia en forma voluntaria es propio de patanes, sea cual fuere la razón que se esgrima para justificar tal desatino. La teoría aducida por Ismael Silva Lencina, anoche, no por ajena, ya que no dudo que la extrajo de los «Folios discursivos» de Nemeth Giorgiocasso, deja de ser tan elemental como absurda. No olvidemos que Giorgiocasso terminó sus días en la hoguera, lo que reivindica, en cierto modo, al fuego, debemos ser justos.
P: —¿En qué se basaba la teoría de don Ismael Silva Lencina?
Z: —Mire, si ya es tonto discutir con un necio, aún con un necio que suele ser brillante, como Ismael, mucho más tonto sería repetir sus conceptos. Tal vez debería usted preguntárselo a él mismo. No le será difícil encontrarlo ya que aún debe estar amarrado al semáforo del Bajo, donde lo abandonamos anoche. Hay un gran concepto lúdico en esa actitud nuestra hacia Ismael, en su despedida. Lo mismo que en la capa de engrudo y plumas con que lo recubrimos y que tanto me hacía recordar al ingenuo ornato de algunos pueblos del Amazonas superior, por su fosforescencia en la oscuridad de la noche.
P: —¿Se puede tomar la noche, la oscuridad de la noche, como la oposición de la luz o como la demostración del día por el absurdo?
Z: —Planteada así, la pregunta suena bastante poco brillante, casi estúpida dándole a la palabra estupidez el sentido bíblico que le adjudica Caifás cuando dice: «… y fue de suya la imbecilidad tan densa, que cubrióse de pústulas su marfilino rostro». Pero es cierto que hay un hábito con respecto a la oscuridad, una convención que viene de los fenicios y que se acepta sin discutir como el «five o’clock tea» para los ingleses o la hora de la oración para los mahometanos. «No sería tal la oscuridad si alguien me alumbra» dijo Le Roux, segundos antes de precipitarse en el abismo.
P: —Ahora que menciona a los ingleses, Zeblintsky… ¿Qué es el té?