La tarde del viejo Macaroni

«El mundo, ahora, es mucho más pequeño», solía decir el tío Eremián, sentado a la mesa de la cocina.

«Las distancias se han acortado desde la invención de la bicicleta».

Y nosotros lo escuchábamos con respeto porque tío Eremián era algo así como el filósofo de la familia. Pero, más que nada, lo admirábamos por otra cosa: nunca jamás había trabajado.

Él se paseaba, ufano, por el patio, con las manos en los bolsillos y una toalla sobre el cuello, durante horas, y nosotros lo contemplábamos con arrobamiento, conscientes de que estábamos mirando a un hombre que no había trabajado nunca. Lo había hecho, nos confió una vez, allá en Ereván, antes de venirse. Yo creo que eso enfurecía a abuela Smenta y, mucho más, a mi padre, que se deslomaba catorce horas al día trabajando en la imprenta.

A la abuela solíamos escucharla despotricar contra tío Eremián cuando nosotros rondábamos la cocina prontos a adueñarnos de algún dulce, pero no era mucho el caso que hacíamos a sus palabras. Ella era enferma del corazón, por una debilidad que contrajera cuando niña, y nuestro principal pasatiempo era asustarla, para ver si se producía el desenlace tan temido. Éramos pequeños, yo tenía ocho años, mi hermano Meshed once y mis primos oscilaban en edades entre los dos y los sesenta y siete años.

Abuela Smenta no debía ser tan enferma como afirmaba, ya que soportaba a pie firme nuestras bromas pesadas y, a lo sumo, solía corrernos con una cadena o nos arrojaba pesadas lajas que recogía del patio.

Lo cierto es que, posiblemente, la familia necesitase del trabajo del tío Eremián, quien, de tanto en tanto, se pavoneaba de saber escribir a máquina y de usar el serrucho como pocos. Éramos treinta y dos en la casa y, a pesar del recuerdo feliz que conservo de aquellos años, no puedo olvidar que más de una noche nos íbamos a dormir sin nada en el estómago, o sólo con un caldo que mi madre obtenía de hervir agua con pedazos de caño de plomo adentro.

Pero lo cierto es que el único que solía intercambiar unas palabras con el viejo Macaroni era tío Eremián. Lógicamente, tío Eremián disponía de mucho tiempo durante el día y, cuando declinaba la tarde y sacaba su silla a la vereda, era cuando pasaba el viejo Macaroni. El viejo Macaroni era un viejo algo loco que vivía de la generosidad de sus vecinos y solía pasar recitando poemas en un idioma extraño. Nadie sabía dónde vivía o dónde pasaba las noches, pero su figura barbuda y delgada era habitual en aquel barrio de trabajadores. Los perros le ladraban y los pequeños, entre los cuales yo me incluía, sabíamos recibirlo con pullas, pedradas y algún intento ingenuo de prenderle fuego.

A mi padre no le causaba ninguna gracia regresar del trabajo y encontrar a tío Eremián conversando con el viejo Macaroni en la puerta de nuestra casa. No decía nada, pero en su rostro se leía un enojo profundo. Cuando eso ocurría, durante la cena mi padre no quitaba la vista del fondo de su plato, sus pocas palabras eran ladridos y, tras la comida, ni siquiera se sentaba junto al fuego a escuchar, al igual que nosotros, cómo tía Gasaní nos leía uno a uno los días de un almanaque Minute Maid, del año anterior, que había ganado en una rifa de la congregación del padre Nasir. Por eso nos sorprendió cuando aquella tarde, vísperas de Nochebuena, nuestro padre no pareció enfadarse al hallar, una vez más, a tío Eremián y al viejo Macaroni departiendo cordialmente sobre las soberbias propiedades curativas del emplasto de hoja de parra, en el fresco atardecer de la vereda. No sólo no se enfadó, sino que incluso murmuró algo parecido a un saludo. Primero pensamos que nuestro padre estaba muy contento con su nueva adquisición. Él nos había prometido que no pasaríamos otra Nochebuena sin un pino de Navidad, como sucediera el año anterior en que habíamos tenido que adornar con borlas brillantes, estrellas de latón y velas de sebo al abuelo Ismail, desde hacía un lustro paralítico en su silla. Y cumplió con su promesa aquella tarde, llegando con un destartalado sombrerero, rescatado de vaya a saber qué tacho de basura de la vecindad. Sin embargo, luego comprendimos que no era tan sólo eso lo que había ablandado la actitud de mi padre hacia el viejo Macaroni. Comprendimos que él estaba realmente imbuido, aquel año, de un espíritu cristiano.

Recuerdo que, en tanto mi hermano Narsés, junto con mis primos embellecían el sombrerero con toda suerte de farolillos chinos, campanas de papel glacé, cinturones viejos y tuercas oxidadas, yo, con mi prima Razmara, nos dirigimos a la cocina para ayudar a tía Farah en el amasado de panecillos de gofio. Nada nos divertía más que eso, ya que, sin que tía Farah nos viera, gustábamos de mezclar en la masa tornillos de bronce, pequeños cromos y hasta anzuelos que, según nuestro particular entender, configurarían verdaderas sorpresas para quien luego comiese aquellas confituras. También tía Farah se especializaba en hacer un pastel inmenso que rellenaba con todo tipo de carne picada, legumbres, cáscaras de frutas y una mixtura muy sabrosa que obtenía de vincular la pasta dentífrica Eastman con crema de maní. Era esto último lo que estaba haciendo, cuando entró en la cocina mi padre, conduciendo gentilmente al viejo Macaroni. Ahora pienso que, tal vez, mi padre hubiese deseado desde hacía tiempo invitar al viejo Macaroni y aprovechó aquella ocasión en que no estaba en la cocina abuela Smenta.

Desde el día anterior, abuela Smenta estaba recluida en la pequeña habitación de la terraza, reponiéndose del colapso que le había producido descubrir entre las sábanas de su cama, el cadáver degollado de un gato que mi primo Pakravan le había deslizado. Lo suyo no fue más allá de un vahído, unos ronquidos que parecieron anteceder a la muerte y luego desplomarse, golpeando malamente con el respaldar de la cama. Pero del infarto, nada.

Lo cierto es que mi padre entró en la cocina llevando, tomado del codo, al andrajoso viejo Macaroni, que mantenía su raído sombrero entre las manos en una actitud de prevención y defensa, conmovedora. Papá nos lo presentó como si nosotros no lo conociéramos, nos dijo que había invitado al pobre viejo a tomar una copa en celebración de la Navidad, que todos debíamos abrir nuestros corazones en ocasiones como ésa, y luego llamó a mi madre para que se uniese al festejo.

—No sé cómo agradecerles esto que ustedes hacen por mí —recuerdo que barbotó el viejo, emocionado, en tanto se sentaba en una silla que le alcanzaba uno de mis primos—. No estoy acostumbrado a esto. Hace unos 25 años que paso mis navidades solo.

Allí fue que tío Artabán enjugó una lágrima, pero mi padre se lo reprochó exigiendo que no debía haber penas y que aquélla, era una fecha de júbilo. Tío Eremián se había apresurado a traer una botella de buen vino y la cara del viejo resplandecía al olfatear el aroma que los panecillos nos hacían llegar desde el horno.

—Sólo puedo ofrecerles decir alguna poesía —nos dijo el viejo—. En agradecimiento. Yo soy poeta.

—¿Es usted poeta? —se interesó mi padre, sirviendo el vino—. Juro que no lo sabía.

—Soy poeta. Y de los buenos. De más joven solía ganarme la vida recitando. Los recitaba mientras trabajaba en la cadena de montaje de las fábricas Backer & Spielvogel, donde tenía un buen sueldo.

—No sabía que fuese usted poeta —dijo mi madre—. Parece usted, más bien, un mendigo.

—Es que las grandes ciudades ya no parecen necesitar de poetas, señora —sonrió tristemente el viejo. Y sin hesitar recitó, ante nuestro silencio y asombro, un corto poema bastante malo.

—Es muy bueno —aplaudió mi madre—. ¿Puede saberse quién lo ha escrito?

—Yo. Lo he escrito yo mismo.

—Nunca hubiese imaginado que usted fuese un escritor. Parece usted, más bien, un pordiosero.

Los mayores habían tomado varias copas de vino, y esto pareció animar al anciano.

—Me resisto a recitar poemas ajenos, señores —exclamó—. Prefiero mis viejas poesías. Cosas que han salido de aquí… —se señaló la calva cabeza—… y de aquí —se señaló el corazón.

Mis primos habían acudido atraídos por el jolgorio y ya éramos como veinte en la amplitud de la cocina.

—Les recitaré ahora —anunció el viejo— mi poema titulado Madre, dedicado a una mujer que perdí cuando era un niño, a una mujer que tuvo mucho que ver con el hecho de que esté yo, ahora, aquí, frente a ustedes. A una mujer que… y no quiero prolongar vuestra curiosidad… fue quien me trajo al mundo.

El viejo se puso de pie y, con las mejillas arreboladas por el alcohol, recitó durante tres cuartos de hora un insoportable y tedioso poema de su autoría. Apenas hubo terminado, empinó la copa que había vuelto a llenarle tío Eremián, se trepó en la silla y anunció a voz en cuello:

—¡Y ahora, mi estimado público, tendremos nueva oportunidad de conmovernos con las estrofas que me pertenecen del poema titulado Patria, y para el cual pido toda vuestra atención, ya que es algo largo y…!

Recuerdo, entonces, que mi padre, algo achispado por el alcohol, se puso de pie, lo tomó de un brazo y procuró convencerlo de que no recitase más.

—¡Es que me avergüenza no tener otra cosa con que pagarle, señor Makinistián! —protestó el viejo.

—Nos damos por bien pagados con su presencia en nuestra casa —lo cortó mi padre, ya con cierta dureza en la voz.

—Pues cantaré, entonces… —insistió el viejo, procurando volver a treparse en la silla, cosa que mi padre impidió con energía—… puedo entonar unos villancicos que harán las delicias de los niños…

—¡No, señor Macaroni, ya ha pagado usted! Puede marcharse.

—O bien, bailaré… Solía bailar bastante bien… —el viejo trató de saltar sobre la mesa, puso uno de sus embarrados zapatones sobre ella y aplastó parte del pastel de tía Farah.

—¡Oh, Santo Dios, me ha arruinado el pastel…! —gimió tía Farah.

—¡Dile a ese sucio viejo que se marche de una vez! —le gritó mi madre a papá.

—¡Dirán que no sé agradecer un vaso de vino! —argumentó el viejo—. ¡Déjeme al menos recitar Patria!

Fue ahí que mi padre sacudió al viejo y lo tiró contra la pared de la cocina. Creo que fue eso lo que todos esperábamos. Nos lanzamos sobre él y juro que no recuerdo haberle propinado a alguien una paliza como aquélla. Luego, abrimos la puerta y lo arrojamos por las escaleras, a la calle. Cayó en el empedrado y a poco estuvo de pisarlo un tranvía. Hasta tío Eremián que, en definitiva, era quien había propiciado, con sus triviales charlas, el acercamiento con el viejo, se rió como pocas veces lo hacía cuando vio aquello.

Luego, en la cena navideña, mi padre reconocía su error, entre las bromas y pullas de todos. Y eso que la comida no era como para alegrar demasiado a nadie. En ese tiempo debíamos conformarnos con el pastel de tía Farah, los panecillos con sorpresas y algunos huesos de rabo de vaca que mi prima Bukhara robaba de los almacenes del ejército. Pero había algo en nuestra familia, algo que emanaba de la vigorosa personalidad de mi padre o del natural optimismo de mi madre, que nos proveía de una irresponsable alegría permanentemente.

—Viejo de mierda —dijo mi padre, antes de los villancicos, cerrando el episodio. Y, al día siguiente, cuando un cohete lanzado por mi primo Baku incendió la habitación de la abuela, abrasándola adentro, el suceso nos produjo tal gozosa excitación que, por varios años, ni nos acordamos de la tarde en que vino a casa el viejo Macaroni.