En las habituales cenas de los jueves, invariablemente, aparece el nombre y el recuerdo del fuerte pegador Herbóreo Juanmiguel Estentóreo, «El sarpullido de Camino Negro». Y no son pocas las veces en que alguno de nosotros, los componentes de la peña boxística «El golpe bajo», deja de comer, alterado por esa imagen que retorna como un fantasma desde el pasado, deformada hasta el espanto por los golpes recibidos.
Nunca he conocido otro boxeador al que le gustara tanto dar y recibir.
—Es la memoria de mi viejo —me dijo en más de una ocasión el pupilo de don Carmelo Valerga—. Él me pegaba a razón de tres veces por día, excepción hecha de los domingos, dado que era muy católico. Entonces, en el ring, cuando recibo el castigo, recuerdo claramente la figura de mi viejo, mi casa, el patio con el gallinero al fondo y aquella tortuga que se nos murió tan joven.
Debo confesar que yo he hablado muchas veces con boxeadores y he escuchado de ellos confesiones extrañas y asombrosas, propias de hombres provenientes de zonas marginales y que han hecho de la violencia un medio de vida, pero aquellas palabras de Herbóreo Juanmiguel Estentóreo, dichas pocos días antes de la pelea con Saturnino Sarlanga, me llenaron de confusión.
—Créame —continuó diciéndome en aquella ocasión el crédito de San Luis—, durante toda mi niñez, que fue muy dura debido a mi corta edad, acumulé hacia mi padre un odio severo y apretado. No comprendía que, tal vez, con su actitud, me estaba marcando un camino. Luego cuando él murió, sucedió en mí algo raro. Comencé a extrañar esos golpes que habían sido, en cierto modo, una forma de comunicación entre nosotros. Por eso, ahora, en el ring, hay veces en que, incluso, ofrezco mi cara para que sea golpeada y, de esa forma, recuperar el recuerdo de mi viejo.
Aún me parece ver a Herbóreo Juanmiguel Estentóreo, sentado frente a mí, mientras yo intentaba adivinar en él, un gesto, una mueca, algo que revelase un sentimiento profundo. Pero eso no era fácil, ya que en su rostro era aventurado determinar cuál era la nariz y cuál la boca, o precisar a ciencia cierta si aquellas protuberancias que se movían acompasadas eran sus cejas o sus maxilares.
Pero reconozco que he visto pocos púgiles con tal guapeza y predisposición para el combate. Hubiese sido ídolo en los Estados Unidos, de eso no tengo dudas. Y para ejemplo, viene a mi memoria la pelea con el uruguayo Melitón Ulises Sáenz de Samaniego, a quien tiró del ring con una piña cuyos ecos aún no se han apagado en los rincones más lejanos del Luna. Pero no quedó allí la cosa. Cualquier otro, cualquier otro que no hubiese sido Herbóreo Juanmiguel Estentóreo hubiese refrenado su ímpetu y elevado los brazos festejando por adelantado la victoria. No fue ésa, por supuesto, la actitud del pupilo de don Carmelo. También él se arrojó del ring detrás de su rival y la golpiza continuó en el ring-side adonde se sumaron algunos espectadores, e incluso mi malogrado colega del diario «Noticias», el «Cornalito» Elizalde. El uruguayo se había logrado recomponer de la tremebunda trompada y se prendió como un león en el toma y daca, retrocediendo en orden, sin cruzar el paso atrás y punteando desesperadamente con aquella zurda tipo bisturí que tenía, por el pasillo hacia los vestuarios.
—Le juro, Horacio —me confesaba después Estentóreo— que era tan encarnizado el cambio de golpes que ninguno de los dos nos dimos cuenta de que, peleando, habíamos llegado a la esquina de Sarmiento y Talcahuano. Los bocinazos de algunos autos, unos basureros que nos arrojaban desperdicios para separarnos y las sirenas de los patrulleros nos volvieron a la realidad. ¡Se imagina usted la vergüenza! ¡De pantaloncitos cortos y en medio de la calle! Pero a la hora que era no nos íbamos a volver al Luna Park. Con el uruguayo, sin bañarnos siquiera, nos metimos en una parrilla y comimos algo. ¡Qué le íbamos a hacer!
No había forma de refinarlo en su estilo a Estentóreo. Su manager anterior, don Isidro Ezequiel Romano, había procurado infructuosamente dotarlo de algunos recursos primarios, tales como armar la defensa o preservar sus arcos superciliares. Todo había sido inútil. Frontal y honesto como un buey, Herbóreo Juanmiguel Estentóreo siempre fue una promesa de espectáculo feroz y sangriento. Y fue, justamente bajo el tutelaje de don Isidro Romano que se comenzó a develar el justo grado de la relación que Herbóreo mantenía con su madre, doña Catalina.
Ya había pasado el combate con Ubaldino Celoria, donde tras quince vueltas a sangre y fuego, el rincón del puntano cayó en la cuenta de que Estentóreo había combatido con los guantes al revés. Aún hoy reveo fotos de aquel encuentro, formidable encuentro, y no puedo comprender cómo nadie, yo me incluyo, advirtió que los pulgares de los guantes de ocho onzas apuntaban hacia afuera.
—Es tan confuso y desmañado el estilo de Estentóreo —confesaba al día siguiente su rival— que yo pensé que no había nada extraño.
Quince días después se concertó la esperada pelea con el recio pegador colombiano Efraín Bernardito Muñones, de quien se decía que podía voltear una pared de un derechazo. Allí fue donde don Isidro Romano decidió incluir una innovación en el tratamiento de su pupilo, contratando un psicólogo para atender aquella roca agreste y primitiva. Tal vez esa determinación pueda sonar como frívola o de avanzada en un mundo tan carente de sofisticaciones como el del boxeo, pero no olvidemos que fue don Isidro Romano quien hizo de otro gladiador torpe y ciego como Ernesto «Torreja» Billinhurts un estilista tan etéreo y evasivo como para merecer el mote de «Invisible», ya que nunca más se lo vio por el gimnasio.
Y esa noche, la del combate contra Muñones, apenas acaecido el previsto desenlace: el nocaut fulminante en el primer round de Estentóreo; el médico psicólogo corrió al camerino y asistió al despertar de su sueño. En caliente, Estentóreo narró todo lo que había soñado durante su estado de inconsciencia, de lo que el especialista pudo constatar lo aferrado que se hallaba el púgil a las polleras de su progenitora.
Llegando a este punto del relato, no queda otra cosa que narrar lo que sucedió la trágica noche del 23 de febrero de 1986 en lo que hubiese debido ser, para Estentóreo, una noche de gloria.
—La única que me defendía de las palizas de mi viejo —me contaba Estentóreo, siempre que nos encontrábamos en el bar «Las dos rodillas»— era mi madre. Sería porque ella no compartía esa conducta de mi padre, sería porque yo era hijo único. Pero aquel cuidado de ella para conmigo hizo que, lógicamente, yo me fuese volcando hacia su refugio, hacia su comprensión. Yo no quiero que ella vea mis peleas. Sé que sufre mucho cuando me castigan. Por eso, a pesar de que son repetidas las ocasiones en que me acompaña de madrugada, a trotar y hacer flexiones, me ha prometido que nunca vendrá a verme en una pelea y menos en ésta, cuando está en juego el título sudamericano de los welter.
Para Herbóreo, alcanzar el título sudamericano en su categoría representaba tocar el cielo con los puños. Por dos razones: una, que él reconocía tener la suficiente capacidad como para acceder a la corona mundial; dos, su acendrada convicción latinoamericanista que pugnaba por un continente unido tras los pasos señalados por el proyecto bolivariano.
Herbóreo y su madre doña Catalina, sabían a ciencia cierta, con esa clarividencia que suele tener la gente humilde, que la importante bolsa a obtener por la pelea podía significarles una cambio de vida, un cambio de costumbres y un cambio, incluso, de vivienda.
La noche del 23 de febrero de 1986, Herbóreo Juanmiguel Estentóreo iba a tener a su frente, oponiéndose a sus ambiciones, al enérgico pegador ecuatoriano Ezequiel Carmona Pintos, «La barracuda de Quiñoneras», un negro impresionante que había destrozado más de un punching ball en sus entrenamientos.
—Pero créame, Horacio… —me dijo antes de esa pelea, el crédito puntano—… que yo miro la cara de mis rivales y pienso: «Este tipo es el que quiere quitarme el dinero, el que quiere impedir que yo le compre la casa a mi vieja, el que quiere robarme el pan de mis hijos».
Y yo lo sabía. Es más, había visto a Herbóreo Juanmiguel Estentóreo hacer detener por la policía a un ocasional e ignoto rival, en Mendoza, al grito de «¡Detengan al ladrón! ¡Detengan al ladrón!», interrumpiendo un crudo cambio de golpes en el cuarto round. Me consta que la policía subió al ring y Celestino Agridulce, que así se llamaba el oponente de Herbóreo, aún hoy sigue preso en la provincia del buen sol y del buen vino.
A los sucesos que ocurrieron antes de la pelea de aquella noche, por el título sudamericano, me los contó después un testigo presencial, por lo que pude esclarecer un poco más las causas que condujeron los acontecimientos a ese funesto desenlace.
Doña Catalina, la madre de Herbóreo, no pudo con su ansiedad, en el día del combate. Su hijo del alma ya había partido hacia el Luna Park quedando ella sola en la humilde vivienda de Villa Caraza, procurando distraerse con alguna telenovela banal. Pero no toleró la espera. A media tarde, a pocas horas del crucial encuentro, marchó a paso vivo hasta la casa de la adivina del lugar. Doña Agnóstica, que así se llamaba la profesional del oráculo, consultó los oscuros pliegues y repliegues de la borra del café y dijo: «Esta noche, a su hijo le va a ocurrir una desgracia». Eso sólo bastó para que doña Catalina saliera a escape hacia el Luna Park. Como una exhalación, como un águila de las alturas que observa sus pichones amenazados por la miserable comadreja, se lanzó hacia nuestro máximo circo capitalino, atropellando gente y rompiendo cordones policiales. Llegó cuando promediaba el cuarto round. Recuerdo que, en ese momento, yo les decía a los radioescuchas a través de las ondas del éter: «¡El rostro de Herbóreo Juanmiguel Estentóreo es ya un guiñapo sanguinolento sacudido sin piedad ni misericordia por los verdaderos martillazos que descarga el ecuatoriano!». Los periodistas, fotógrafos y público que nos hallábamos en el ring-side procurábamos cubrirnos la cara y las ropas para preservarnos de aquella fina e intensa llovizna que empapaba todo y que no era otra cosa que la generosa sangre del púgil argentino.
—En el diario, Horacio —me confesaría tiempo después un conocido fotógrafo deportivo— creyeron que yo había usado otro tipo de película, una película con retícula diferente, con alguna trama de punto muy grueso. Y era, simplemente, que la sangre de Estentóreo me había salpicado la lente.
Ver aquel espectáculo de horror y abalanzarse como un alud hacia el ring fue una sola acción para doña Catalina. A codazos, empellones y puntapiés se abrió paso por el repleto estadio en tanto gritaba: «¡Detengan la pelea! ¡Detengan la pelea!».
Nadie pudo atajarla, pero cuando ya trepaba por la segunda cuerda retumbó en todo el ámbito un puñetazo letal que el ecuatoriano lanzó en cross sobre la zona donde, se presumía, se había erigido, tiempo atrás, la nariz de Estentóreo, y éste cayó de espaldas, rígido como una tabla de windsurf, rebotando su nuca contra el filo del ring.
La nuca contra el piso, hizo el ruido de una sandía cuando se rompe contra el empedrado.
En el funeral conocí a Doña Agnóstica. Me di cuenta de que era ella no sólo porque en el tarjetero dejó un naipe, sino porque miraba con atención desmesurada el fondo de mi pocillo de café.
—Yo le había dicho. Yo le había advertido —me corroboró la vidente, meneando la cabeza, acongojada.
—Cuando pegué con la cabeza contra el suelo —agregó, entonces, Herbóreo— perdí el conocimiento. Creo que fue mejor así. No hubiese soportado ver derrumbarse a mi madre como fulminada. Su cansado corazón no quiso más.
—No hay mayor desgracia que perder a la madre —musitó la adivina. Y me sonó a epitafio.