47

Al hacer sus últimos planes para deponer a Gronevelt, Cully no podía considerarse un traidor. Gronevelt quedaría en buena posición, recibiría una suma inmensa por su participación en el hotel, se le permitiría conservar su apartamento. Todo sería como antes, salvo que Gronevelt no tendría ya ningún poder real. Desde luego, tendría «el lápiz». Aún tenía muchos amigos que iban al Xanadú a jugar. Y como Gronevelt era quien los agasajaba, sería una cortesía provechosa.

Cully pensaba que jamás habría hecho aquello si Gronevelt no hubiese sufrido aquel ataque. Desde aquel ataque, el Hotel Xanadú había ido cuesta abajo. Gronevelt no había sido lo bastante fuerte como para actuar con rapidez y tomar las decisiones justas en el momento necesario.

Pero aun así, Cully se sentía culpable. Recordaba los años pasados con Gronevelt. Gronevelt había sido un padre para él. Gronevelt le había ayudado a subir al poder. Había pasado muchos días felices con Gronevelt, escuchando sus historias, recorriendo el casino. Había sido una época feliz.

Incluso le había dado a Gronevelt la primera prueba de Carole, la bella Charlie Brown. Se preguntó por un momento dónde estaría Charlie Brown, por qué se habría escapado con Osano; luego recordó cómo la había conocido.

A Cully le había gustado siempre acompañar a Gronevelt en las rondas por el casino que Gronevelt solía hacer hacia la medianoche, después de cenar con amigos o con una chica en privado en su suite. Gronevelt bajaba al casino y pasaba revista a su imperio, buscando signos de traición, localizando traidores o forasteros tramposos, todos los cuales intentaban destruir a su dios, el porcentaje.

Cully iba a su lado, notando cómo Gronevelt parecía hacerse más fuerte, caminar más erguido, recuperar el color de la cara como si absorbiera energía del enmoquetado suelo del casino.

Una noche, en la sección de dados, Gronevelt oyó a un jugador preguntar a uno de los croupiers qué hora era. El croupier miró el reloj de pulsera y dijo:

—No sé, se me paró.

Gronevelt se puso alerta, miró fijamente al croupier. El hombre tenía un reloj de pulsera de esfera negra, muy grande, de macho, con cronómetros, y Gronevelt le dijo:

—Déjame ver tu reloj.

El croupier pareció sorprendido un momento, y luego tendió el brazo. Gronevelt sujetó la mano del croupier en la suya mirando el reloj, y luego, con los dedos rápidos del jugador nato, retiró el reloj de la muñeca de aquel hombre. Le sonrió.

—Pasa a buscarlo luego por mi oficina —dijo—. Como no subas dentro de una hora a por él, tendrás que largarte del casino. Si subes a por él, te pediré disculpas. Por valor de quinientos pavos.

Luego, Gronevelt se volvió sin dejar el reloj.

Una vez en sus habitaciones indicó a Cully cómo funcionaba el reloj. Era hueco y tenía una ranura en la parte superior, a través de la cual podía deslizarse una ficha. Gronevelt desmontó el reloj con unas pequeñas herramientas que tenía en el escritorio, y una vez abierto, en su interior apareció una solitaria ficha negra de cien dólares.

—Me pregunto —dijo Gronevelt— si lo utilizaba él solo o si se lo alquilaba a los de los otros turnos. No es mala idea, pero es poca cosa. ¿Qué podía sacarse? Trescientos, cuatrocientos dólares.

Luego meneó la cabeza y añadió:

—Todo el mundo debería ser como él. No tendría que preocuparme.

Cully volvió al casino. El jefe de la sección de dados le dijo que el croupier ya se había largado del hotel.

Aquella noche Cully conoció a Charlie Brown. La vio en la ruleta. Una rubia esbelta y guapa, con cara tan inocente y joven que él se preguntó si tendría edad legal para jugar. Se dio cuenta de que vestía bien, sexy, pero sin verdadero estilo. Así que supuso que no sería de Nueva York ni de Los Ángeles, sino de alguna ciudad del Medio Oeste.

Cully se dedicó a observarla mientras jugaba a la ruleta. Y luego, cuando se acercó a una de las mesas de veintiuno, la siguió. Cully se colocó detrás del tallador. Vio que ella no sabía utilizar los porcentajes en el veintiuno, así que charló con ella, explicándole cómo tenía que hacer. Ella empezó a ganar, su pila de fichas creció. Le dio a Cully bastante pie cuando él le preguntó si estaba sola en la ciudad. Dijo que no, que estaba con una amiga.

Cully le dio su tarjeta. Decía: «Hotel Xanadú, vicepresidente».

—Si quieres algo —dijo—, no tienes más que llamarme. ¿Te gustaría asistir esta noche a nuestro espectáculo y cenar aquí?

La chica dijo que sería maravilloso.

—¿Podría ser para mi amiga y para mí?

—De acuerdo —dijo Cully.

Escribió algo en la tarjeta antes de dársela. Decía: «Basta enseñársela al maître antes del espectáculo de la cena. Si necesitas algo más, llámame». Luego se fue.

Después del espectáculo y de la cena, claro está, oyó su nombre por el altavoz. Atendió la llamada y oyó la voz de la chica.

—Soy Carole —dijo la chica.

—Conocería tu voz en cualquier sitio, Carole —dijo Cully—. Eres la chica de la mesa del veintiuno.

—Sí —dijo ella—. Sólo quería darte las gracias. Lo pasamos maravillosamente.

—Me alegro —dijo Cully—. Siempre que vengas a la ciudad, llámame, por favor, y estaré encantado de hacer lo que sea por ti. Por cierto, si no puedes reservar una habitación, llámame y yo lo arreglaré.

—Gracias —dijo Carole. En su voz había cierta desilusión.

—Aguarda un momento —dijo Cully—. ¿Cuándo te vas de Las Vegas?

—Mañana por la mañana —dijo Carole.

—¿Por qué no me dejas invitarte, a ti y a tu amiga, a tomar una copa de despedida? —dijo Cully—. Me gustaría mucho.

—Sería estupendo —dijo la chica.

—De acuerdo —dijo Cully—. Nos veremos junto a la mesa de bacarrá.

La amiga de Carole era otra guapa chica de pelo oscuro y hermosos pechos, que vestía de modo bastante más tradicional que su amiga. Cully no presionó. Las invitó a beber en el vestíbulo del casino, descubrió que venían de Salt Lake City y, aunque aún no trabajaban en nada, esperaban ser modelos.

—Quizás pueda ayudaros —dijo Cully—. Tengo amigos en el negocio en Los Ángeles y tal vez pueda conseguiros a las dos una oportunidad para empezar. ¿Por qué no me llamáis a mediados de la semana que viene? Estoy seguro de que para entonces tendré algo para las dos, aquí o en Los Ángeles.

Y así quedaron las cosas aquella noche.

A la semana siguiente, cuando Carole le llamó, Cully le dio el número de teléfono de una agencia de modelos de Los Ángeles, en la que tenía un amigo, y le dijo que era casi seguro que consiguiese un trabajo. Ella dijo que iría a Las Vegas el fin de semana siguiente, y Cully dijo:

—¿Por qué no paras en nuestro hotel? Te invito. No te costará un céntimo.

Carole le dijo que encantada.

Aquel fin de semana todo encajó en su sitio. Cuando Carole se presentó en recepción, de allí llamaron a la oficina de Cully. Cully hizo que hubiese flores y frutas en la habitación que le asignaron, y luego la llamó y le preguntó si quería cenar con él. Ella dijo que encantada. Después de cenar, la llevó a uno de los espectáculos del Strip y a otros casinos a jugar. Le explicó que él no podía jugar en el Xanadú porque su nombre figuraba en la licencia. Le dio cien dólares para jugar al veintiuno y a la ruleta. Ella estaba encantada. Él no le quitaba ojo de encima y pudo comprobar que no intentaba meter furtivamente ninguna ficha en el bolso, lo cual significaba que era una chica honrada. Procuró impresionarla con la recepción que le brindaban el maître del hotel y los jefes de sección en los casinos. Cuando la noche terminó, Carole estaba convencida de que él era un hombre muy importante en Las Vegas. Volviendo al Xanadú, Cully le dijo:

—¿Te gustaría ver cómo es la suite de un vicepresidente?

Ella le dirigió una inocente sonrisa y dijo:

—Por supuesto.

Cuando subieron a las habitaciones de Cully, ella hizo las apropiadas exclamaciones de asombro y luego se derrumbó en el sofá en una exagerada demostración de cansancio.

—Ay —dijo—. Qué distinto es Las Vegas de Salt Lake City.

—¿Nunca pensaste en vivir aquí? —preguntó Cully—. Una chica tan guapa como tú podría pasarlo muy bien. Yo te presentaría a la mejor gente.

—¿Lo harías? —dijo Carole.

—Claro —dijo Cully—. A todo el mundo le encantaría conocer a una chica tan guapa como tú.

—Bah, bah —dijo ella—. No soy guapa.

—Claro que lo eres —dijo Cully—. Y lo sabes de sobra.

Por entonces, Cully estaba sentado junto a ella en el sofá. Le colocó una mano en el vientre, se inclinó y la besó en la boca. Ella tenía un sabor muy dulce y, mientras la besaba, le metió la mano en la blusa. No hubo resistencia. Ella le besó a su vez, y Cully, pensando en el tapizado de su caro sofá, dijo:

—Vamos al dormitorio.

—De acuerdo —dijo ella.

Y, cogidos de la mano, entraron en el dormitorio. Cully la desvistió. Tenía uno de los cuerpos más maravillosos que había visto en su vida. Blanco leche, un matorral de un rubio dorado a juego con el pelo, y unos pechos que brotaron como disparados en cuanto se quitó la ropa. Y no era tímida. Cuando Cully se desvistió, le acarició el vientre y la entrepierna y le apoyó la cara en el estómago. Él le empujó la cabeza hacia abajo y, con aquel estímulo, ella hizo lo que quería hacer. Él la dejó un momento y luego la metió en la cama.

Hicieron el amor, y cuando terminó, ella le hundió la cara en el cuello, le abrazó y suspiró satisfecha. Descansaron, y Cully se lo pensó y valoró los encantos de la chica. En fin, era muy guapa, no era un mal polvo, sabía chuparla, pero tampoco era nada del otro mundo. Tenía que enseñarle muchas cosas; su cabeza había empezado a trabajar. Desde luego era una de las chicas más guapas que había visto en su vida, y la inocencia de su rostro era un encanto extra que contrastaba con la exuberancia de su cuerpo esbelto. Vestida parecía más delgada. Sin ropa era una deliciosa sorpresa. Tenía una voluptuosidad clásica, pensó Cully. El mejor cuerpo que había visto en su vida y, aunque no fuese virgen, era inexperta aún, aún no era cínica, aún resultaba muy dulce. Y Cully tuvo un chispazo de inspiración. Utilizaría a aquella chica como un arma. Sería uno de sus instrumentos para conseguir el poder. Había cientos de chicas guapas en Las Vegas. Pero eran demasiado tontas o demasiado duras, o no tenían los mentores adecuados. Él la convertiría en algo especial. No una puta. Él jamás sería un proxeneta. Jamás aceptaría un centavo de ella. La convertiría en la mujer soñada de todo jugador que llegase a Las Vegas. Pero, en primer lugar, por supuesto, tendría que enamorarse de ella y hacer que se enamorara ella de él. Así que esto quedase liquidado, pasarían a los negocios.

Carole nunca volvió a Salt Lake City. Se convirtió en la amante de Cully y andaba siempre por sus habitaciones, aunque vivía en una casa de apartamentos próxima al hotel. Cully hizo que recibiese lecciones de tenis y clases de baile. Hizo que una de las coristas de más clase del Xanadú le enseñase a utilizar el maquillaje y a vestirse adecuadamente. Le consiguió trabajo como modelo en Los Ángeles y fingió estar celoso. Le preguntaba cómo pasaría las noches en Los Ángeles cuando se quedara toda la noche, y le preguntaba sobre sus relaciones con los fotógrafos de la agencia.

Carole le suavizaba con besos y le decía:

—Querido, ya no podría hacer el amor con otro que no fueses tú.

Y, que él supiera, era sincera. Podría haberlo comprobado, pero no tenía importancia. Dejó que la relación amorosa siguiera tres meses y luego, una noche, estando ella en la suite, le dijo:

—Gronevelt se siente muy deprimido esta noche. Ha tenido malas noticias. Intenté convencerle de que viniera a beber algo con nosotros, pero está arriba en sus habitaciones, solo.

Carole había conocido a Gronevelt en sus idas y venidas por el hotel, y una noche habían cenado los tres. Gronevelt fue muy simpático con ella, a su modo galante. A Carole le agradó.

—Oh, qué pena —dijo Carole.

Cully sonrió.

—Sé que siempre que te ve se le alegra el espíritu —dijo—. Eres tan guapa. Con esa cara que tienes. A todos los hombres les gusta hacer el amor con alguien que tenga una cara tan inocente como la tuya, sabes.

Y era verdad. Tenía los ojos muy separados y toda la cara salpicada de pequeñas pecas. Parecía un trocito de caramelo. Su pelo rubio era de un amarillo tostado y lo llevaba revuelto como un niño.

—Pareces ese niño de las historietas —dijo Cully—. Charlie Brown.

Y ése pasó a ser su nombre en Las Vegas. A ella le encantaba.

—A los hombres de edad siempre les gusto —dijo Charlie Brown—. Algunos amigos de mi padre se me insinuaban.

—No me extraña —dijo Cully—. ¿Y qué hacías tú?

—Bueno, no es que me volviesen loca —dijo—. Me sentía halagada y nunca se lo dije a mi padre. De hecho, eran muy amables, siempre me traían regalos y nunca hicieron nada malo, en realidad.

—Tengo una idea —dijo Cully—. ¿Por qué no llamo a Gronevelt y subes allí a hacerle compañía? Yo tengo cosas que hacer en el casino. Haz lo posible por animarle.

Dijo esto con una sonrisa, y ella le miró muy seria.

—De acuerdo —dijo.

Cully le dio un beso paternal.

—Entiendes lo que quiero decir, ¿no? —dijo.

—Sé lo que quieres decir —dijo ella.

Y, por un momento, Cully, contemplando aquel rostro angelical, sintió una punzada de culpabilidad.

Pero entonces ella esbozó una alegre sonrisa.

—No me importa —dijo—. De veras que no, él me agrada, pero ¿estás seguro de que querrá?

Y entonces Cully se sintió tranquilo.

—Querida —dijo—, no te preocupes. No tienes más que subir y yo le llamaré. Estará esperándote, y procura ser lo más natural posible. A él le encantará. Créeme.

Y después de decir esto, cogió el teléfono.

Llamó a la suite de Gronevelt y oyó que Gronevelt decía:

—Si estás seguro de que ella quiere subir, con todo lo que significa, a mí me parece una chica deliciosa.

Y Cully colgó el teléfono y dijo:

—Vamos, querida, yo te subiré.

Fueron a las habitaciones de Gronevelt. Cully la presentó como Charlie Brown y pudo ver que a Gronevelt le encantaba el nombre. Cully preparó bebidas para todos, se sentaron y charlaron. Luego Cully se disculpó. Dijo que tenía que bajar al casino y les dejó solos.

No vio a Charlie Brown aquella noche y supo así que la había pasado con Gronevelt. Al día siguiente, cuando vio a Gronevelt, le dijo:

—¿Estuvo bien la chica?

Y Gronevelt dijo:

—Magníficamente. Una chica encantadora. Muy dulce. Intenté darle dinero, pero no lo quiso.

—Bueno —dijo Cully—. Ya sabes que es una chica joven. Es un poco nueva en esto, pero ¿se portó bien contigo?

—Magníficamente —dijo Gronevelt.

—¿Quieres que le diga que vaya a verte siempre que quieras?

—Oh no —dijo Gronevelt—. Es demasiado joven para mí. Me siento un poco incómodo con chicas tan jóvenes, sobre todo si no aceptan dinero. Oye, ¿por qué no le compras un regalo de mi parte en la joyería?

Cully, cuando volvió a su oficina, llamó al apartamento de Charlie Brown.

—¿Lo pasaste bien? —preguntó.

—Oh sí, él estuvo muy bien —dijo Charlie Brown—. Es todo un caballero.

Cully empezó a preocuparse un poco.

—¿Qué quieres decir con eso de que es todo un caballero? ¿No hicisteis nada?

—Oh, claro que sí —dijo Charlie Brown—. Fue estupendo. Resulta increíble que una persona tan mayor pueda ser tan estupenda. Subiré a animarle siempre que él quiera.

Cully concertó una cita con ella para aquella noche, y cuando colgó el teléfono se apoyó en la silla y examinó la situación. Había tenido la esperanza de que Gronevelt se enamorase y él pudiese utilizarla como un arma contra Gronevelt. Pero Gronevelt había percibido, de algún modo, todo esto. No había medio de cazar a Gronevelt a través de las mujeres. Había tenido demasiadas. Había visto demasiadas mujeres corrompidas. No conocía el significado de la virtud y por eso no podía enamorarse. Y tampoco podía enamorarse a través de la lujuria porque era demasiado fácil.

—Con las mujeres tú no tienes un porcentaje a tu favor —decía Gronevelt—. Y uno nunca debe prescindir del porcentaje.

Y así Cully pensó: bueno, quizás no con Gronevelt, pero hay muchos otros peces gordos en la ciudad a los que Charlie podría enganchar.

Al principio había pensado que era la falta de experiencia técnica de la chica. Después de todo, era muy joven y no era ninguna especialista. Pero en los últimos meses, le había enseñado unas cuantas cosas y la chica se desenvolvía mucho mejor que al principio. No había duda. En fin, no podía enganchar a Gronevelt, lo cual habría sido ideal para todos ellos, y ahora tendría que utilizarla de un modo más general. Así pues, en los meses siguientes, Cully se dedicó a conectarla. Le preparó citas de fin de semana con los tipos más importantes que aparecieron por Las Vegas, le enseñó a no aceptar dinero de ellos y a no irse siempre con ellos a la cama. Le explicó su razonamiento:

—Tienes que buscar sólo la gran ocasión. Alguien que se enamore de ti y que te dé gran cantidad de dinero y te compre muchos regalos. Pero no lo harán si creen que pueden soltarte un par de billetes de cien sólo por joderte. Tienes que jugar tus cartas con mucha habilidad. De hecho, a veces puede ser mucho mejor no joder con ellos la primera noche. Como en los viejos tiempos. Pero si lo haces, tienes que hacer ver que lo has hecho porque te subyugaron.

A Cully no le sorprendió el que Charlie aceptase hacer cuanto le decía. Ya la primera noche había detectado el masoquismo que es tan frecuente en las mujeres guapas.

Estaba familiarizado con él. La falta de sentido de la dignidad y del propio valor, el deseo de complacer a alguien que creía que se interesaba realmente por ella. Era, por supuesto, un truco de chulo, y Cully no era un chulo, pero hacía esto por el bien de ella.

Charlie Brown tenía otra virtud. Cully nunca había visto a nadie que comiese tanto como ella. La primera vez que no se reprimió comiendo, dejó a Cully asombrado. Se comió un filete con patatas cocidas, una langosta con patatas fritas, pastel, helado. Después ayudó a limpiar la bandeja de Cully. Se dedicó luego a exhibir sus cualidades como comedora, y algunos hombres, algunos de los peces gordos, se sentían orgullosos de esta cualidad suya. Les encantaba llevarla a cenar y verla comer enormes cantidades de comida, lo cual nunca parecía embarazarla, ni disminuía su hambre ni añadía jamás un centímetro de grasa a su silueta.

Charlie compró un coche, algunos caballos para montar; compró la casa en la que tenía alquilado el apartamento y le dio a Cully dinero para que se lo ingresara en el banco. Cully abrió una cuenta especial. Tenía un asesor fiscal sólo para los asuntos de ella. La incluyó en la nómina del casino del hotel para que pudiese demostrar una fuente de ingresos. Jamás tocó un céntimo del dinero de ella. Pero en unos cuantos años, ella se acostó con todos los encargados de los casinos importantes de Las Vegas y con algunos propietarios de hotel. Se jodió a peces gordos de Texas, Nueva York y California, y Cully estaba pensando en la posibilidad de echársela a Fummiro. Pero cuando se lo sugirió a Gronevelt, éste, sin darle ninguna razón, dijo:

—No, no, Fummiro no.

Cully le preguntó por qué, y Gronevelt le dijo:

—Hay algo raro en esa chica. No la arriesgues con los verdaderos peces gordos.

Cully aceptó esta opinión.

Pero el mejor golpe que consiguió Cully con Charlie Brown fue el juez Brianca, el juez federal de Las Vegas. Cully preparó el encuentro. Charlie esperaría en una de las habitaciones del hotel, el juez entraría por la entrada trasera de la suite de Cully y pasaría a la habitación de Charlie. El juez Brianca acudía fielmente todas las semanas. Y cuando Cully empezó a pedirle favores, ambos supieron cuál iba a ser el precio.

Repitió este sistema con un miembro de la comisión de juego y fueron las cualidades especiales de Charlie las que lograron todo eso. Su encantadora inocencia, su cuerpo maravilloso. Era muy curioso. El juez Brianca se la llevaba en sus viajes de vacaciones a pescar. Algunos de los banqueros se la llevaron en viajes de negocios para joder con ella cuando no estaban ocupados. Cuando estaban ocupados, ella se iba de compras; cuando estaban calientes, jodían con ella. Ella no necesitaba que la galanteasen con palabras tiernas, y sólo admitía dinero para las compras. Tenía la habilidad de hacerles creer que estaba enamorada de ellos, que le parecía maravilloso estar con ellos y hacer el amor con ellos, y esto sin pedir nada a cambio. Lo único que tenían que hacer era llamarla o llamar a Cully.

El único problema de Charlie era que en casa era muy desordenada. Por entonces, su amiga Sarah se había trasladado de Salt Lake City a su apartamento, y Cully la había «conectado» también después de un período de adiestramiento. A veces, cuando iba a su apartamento, se enfadaba por el desorden reinante, y una mañana se enfureció tanto después de ver la cocina que las sacó a patadas de la cama, las hizo lavar y limpiar los cacharros del fregadero y poner cortinas nuevas. Lo hicieron a regañadientes, pero cuando las sacó a cenar estuvieron tan afectuosas que pasaron la noche los tres juntos en el apartamento de él.

Charlie Brown era la chica soñada de Las Vegas, y luego, al final, cuando Cully más la necesitaba, desapareció con Osano. Cully nunca comprendió esto. Cuando volvió parecía la misma, pero Cully sabía que si Osano volvía a llamarla alguna vez, ella dejaría Las Vegas.

Cully fue durante mucho tiempo la mano derecha devota y leal de Gronevelt. Luego, empezó a pensar en sustituirle.

La semilla de la traición quedó sembrada en la mente de Cully cuando le hicieron comprar diez acciones del Hotel Xanadú y su casino.

Le citaron en la suite de Gronevelt y allí conoció a Johnny Santadio. Santadio era un hombre de unos cuarenta años, sobria pero elegantemente vestido, al estilo inglés. Tenía un aire seco y militar. Se había pasado cuatro años en West Point. Su padre, uno de los grandes dirigentes de la mafia de Nueva York, utilizó sus relaciones políticas para asegurar a su hijo el ingreso en la academia militar.

Padre e hijo eran patriotas. Hasta que el padre se vio obligado a ocultarse para evitar una citación del congreso. El FBI le presionó entonces reteniendo a su hijo Johnny como rehén y comunicándole que acosarían al hijo hasta que el padre se entregase. El viejo Santadio se entregó y compareció ante un comité del congreso, pero entonces Johnny Santadio dejó West Point.

Johnny Santadio jamás había sido condenado por ningún delito. Nunca le habían detenido. Pero el mero hecho de ser hijo de quien era bastaba para que le negasen permiso para adquirir acciones del Hotel Xanadú. Se lo impedía la comisión de juego de Nevada.

A Cully le impresionó Johnny Santadio. Era tranquilo, hablaba bien y podría haber pasado incluso por ex alumno de una universidad distinguida, vástago de una vieja familia yanqui. Ni siquiera parecía italiano. Estaban los tres solos en la habitación y Gronevelt inició la conversación diciéndole a Cully.

—¿Te gustaría tener algunas acciones del hotel?

—Claro —dijo Cully—. Te daré mi marcador.

Johnny Santadio sonrió. Era una sonrisa suave, dulce casi.

—Por lo que me ha dicho Gronevelt de ti —dijo Santadio—, tienes tan buen carácter que yo aportaré el dinero de tus acciones.

Cully entendió inmediatamente. Haría de testaferro de Santadio.

—Por mí vale —dijo Cully.

—¿Estás lo bastante limpio para conseguir el permiso de la comisión de juego? —dijo Santadio.

—Claro —dijo Cully—. A menos que tengan una ley que prohíba tirarse tías.

Esta vez Santadio no sonrió. Se limitó a esperar a que Cully acabase de hablar y luego dijo:

—Yo te prestaré dinero para las acciones. Firmarás una nota por lo que yo aporte. La nota dirá que tienes que pagar el seis por ciento de interés y lo pagarás. Pero te doy mi palabra de que no perderás nada pagando ese interés. ¿Lo entiendes?

—Desde luego —dijo Cully.

—Esta operación que hacemos, Cully —dijo Gronevelt—, es una operación absolutamente legal. Que quede claro. Pero es importante que nadie sepa que el señor Santadio interviene. La comisión de juego, por sí sola, puede impedir que sigas en nuestra nómina por eso.

—Comprendo —dijo Cully—. Pero ¿y si me pasa algo? ¿Si me aplasta un coche o tengo un accidente aéreo? ¿Has pensado en eso? ¿Cómo consigue entonces sus acciones Santadio?

Gronevelt sonrió y le dio una palmada en la espalda y dijo:

—¿No he sido como un padre para ti?

—Lo has sido, desde luego —dijo Cully sinceramente.

Lo sentía así. Y había sinceridad en su voz y pudo ver que Santadio lo aprobaba.

—Bueno, entonces —dijo Gronevelt— harás testamento y me dejarás a mí estas acciones. Si a ti te pasase algo, Santadio sabe que yo le devolveré las acciones o el dinero. ¿Estás de acuerdo en esto, Johnny?

Johnny Santadio asintió. Luego le dijo con toda naturalidad a Cully:

—¿Sabes de algún medio por el que pueda conseguir yo el permiso? ¿Puede la comisión de juego darme el visto bueno a pesar de mi padre?

Cully comprendió que Gronevelt debía haberle dicho a Santadio que él tenía enganchado a uno de los miembros de la comisión.

—Sería difícil —dijo Cully—, llevaría tiempo y costaría dinero.

—¿Cuánto tiempo? —dijo Santadio.

—Un par de años —dijo Cully—. ¿Quieres figurar tú directamente en la licencia, verdad?

—Eso es —dijo Santadio.

—¿Encontrará la comisión de juego algo si te investiga? —preguntó Cully.

—Nada, salvo que soy hijo de mi padre —dijo Santadio—. Y un montón de rumores e informes en los archivos del FBI y de la policía de Nueva York. Pero nada en concreto. Ninguna prueba.

—Pero eso es suficiente para que la comisión de juego te rechace —dijo Cully.

—Lo sé —dijo Santadio—. Por eso necesito tu ayuda.

—Lo intentaré —dijo Cully.

—Eso está bien —dijo Gronevelt—. Cully, puedes ir a ver a mi abogado para que haga tu testamento y me dé una copia, ya nos ocuparemos el señor Santadio y yo de los demás detalles.

Santadio le estrechó la mano a Cully y Cully les dejó.

Un año después de esto, Gronevelt sufrió el ataque, y mientras estaba en el hospital, Santadio fue a Las Vegas y se reunió con Cully. Cully le aseguró a Santadio que Gronevelt se recuperaría y que él aún estaba trabajando en lo de la comisión de juego.

Y entonces, Santadio dijo:

—Ya sabes que el diez por ciento que tienes tú no son mis únicos intereses en este casino. Tengo otros amigos que son propietarios de una parte del Xanadú. Nos interesa mucho saber si Gronevelt va a poder llevar el hotel o no después de este ataque. En fin, no quiero que me interpretes mal. Siento un gran respeto por Gronevelt. Si él puede llevar el hotel, magnífico. Pero si no, si la cosa va cuesta abajo, quiero que me lo hagas saber.

En ese momento, Cully tuvo que decidir entre ser fiel a Gronevelt hasta el fin o buscar su propio futuro. Actuó por puro instinto.

—Sí, lo haré —le dijo a Santadio—. Y no sólo por tu interés y por el mío, sino también por el de Gronevelt.

Santadio sonrió.

—Gronevelt es un gran hombre —dijo—. Haría por él cualquier cosa. Eso por supuesto. Pero no es bueno para ninguno de nosotros que el hotel se hunda.

—Desde luego —dijo Cully—. Te tendré informado.

Cuando Gronevelt salió del hospital, parecía completamente recuperado y Cully se puso a sus órdenes. Pero al cabo de seis meses pudo darse cuenta de que Gronevelt en realidad no tenía el vigor suficiente para llevar el hotel y el casino, y se lo comunicó a Johnny Santadio.

Santadio llegó en avión y conferenció con Gronevelt, y le preguntó si había considerado la posibilidad de vender sus intereses en el hotel y ceder el control.

Gronevelt, que se sentía mucho más débil, desde su sillón, miró tranquilamente a Cully y a Santadio.

—Comprendo tu punto de vista —le dijo a Santadio—. Pero creo que en poco tiempo podré desempeñar el trabajo. Hagamos una cosa: si de aquí a seis meses las cosas no mejoran, haré lo que aconsejas y, por supuesto, tú serás el primero en enterarte. ¿Estás de acuerdo con esto, Johnny?

—Por supuesto —dijo Santadio—. Sabes que confío en ti más que en nadie y tengo plena fe en tu capacidad. Si dices que puedes hacerlo en seis meses, te creo, y si me dices que lo dejarás en seis meses si no puedes, te creo también. Lo dejo todo en tus manos.

Y con eso, terminó la reunión. Pero aquella noche, cuando Cully acompañó a Santadio a coger el avión de vuelta a Nueva York, éste le dijo:

—No lo pierdas de vista. Dime cómo van las cosas. Si se pone realmente mal, no podemos esperar.

Fue entonces cuando Cully tuvo que demorar su traición, porque en los seis meses siguientes Gronevelt mejoró, dio un gran cambio. Pero los informes que Cully enviaba a Santadio no indicaban esto. El último consejo a Santadio fue que Gronevelt se retirara.

Sólo un mes después, el sobrino de Santadio, que era jefe de sector en uno de los casinos del Strip, fue acusado de evasión fiscal y fraude por un gran jurado federal y Johnny Santadio voló a Las Vegas a conferenciar con Gronevelt. En apariencia, la reunión era para ayudar al sobrino, pero Santadio adoptó otro enfoque.

—Tienes unos tres meses por delante todavía —le dijo a Gronevelt—. ¿Has llegado a alguna decisión sobre lo de vender tus intereses?

Gronevelt miró a Cully, que vio que su expresión era un poco triste, un poco cansada. Luego, Gronevelt se volvió a Santadio y dijo:

—¿Qué piensas tú?

—Estoy más preocupado por tu salud y por el hotel —dijo Santadio—. En realidad creo que puede que el negocio sea ya demasiado para ti.

Gronevelt lanzó un suspiro.

—Puede que tengas razón —dijo—. Tengo que ver a mi médico la próxima semana y el informe que me dé seguramente sea negativo, en contra de mis deseos. Pero ¿qué me dices de tu sobrino? ¿Podemos hacer algo por él?

Por primera vez desde que Cully le conocía, Santadio pareció enfurecerse.

—Una cosa tan estúpida. Tan estúpida y tan innecesaria. Me importa un carajo que vaya a la cárcel. Pero si le condenan será otra mancha sobre mi nombre. Todo el mundo pensará que ando detrás de esto o que tenía algo que ver con él. Vine aquí para ayudar, desde luego. Pero en realidad no tengo ninguna idea.

Gronevelt procuró animarle.

—La cosa no es tan desesperada —dijo—. Aquí Cully tiene un contacto con el juez federal que va a juzgar el caso. ¿Qué dices tú, Cully? ¿Aún tienes al juez Brianca en el bolsillo?

Cully se lo pensó. Cuáles podrían ser las ventajas. El juez sería un hueso duro de roer. Protestaría mucho, pero si había que conseguirlo, Cully lo conseguiría. Sería peligroso, pero los beneficios podrían merecer la pena. Si era capaz de hacer aquello por Santadio, Santadio sin duda le dejaría llevar el hotel después de que Gronevelt vendiese. Aquello cimentaría su posición. Sería el jefe del Xanadú.

Cully miró a Santadio fijamente y, con tono muy serio y muy sincero, dijo:

—Sería difícil. Costaría dinero, pero si realmente lo deseas, te prometo que tu sobrino no irá a la cárcel.

—¿Quieres decir que saldrá absuelto? —preguntó Santadio.

—No, eso no puedo prometerlo —dijo Cully—. Puede que la cosa no vaya tan lejos. Pero te prometo que si resultase convicto, sólo recibirá una condena provisional, y es muy probable que el juez maneje el juicio y al jurado de modo que tu sobrino pueda librarse.

—Eso sería estupendo —dijo Santadio; le estrechó la mano cálidamente—. Haz esto por mí y podrás pedirme lo que quieras.

Y entonces, de pronto, Gronevelt estaba entre los dos, colocando su mano como en bendición sobre las manos unidas de ambos.

—Eso es magnífico —dijo Gronevelt—. Hemos resuelto todos los problemas. Ahora salgamos a cenar y a celebrarlo.

Una semana después, Gronevelt llamó a Cully a su oficina.

—Tengo el informe del médico —dijo—. Me aconseja que me retire. Pero antes de hacerlo quiero probar una cosa. He dicho a mi banco que pongan un millón de dólares en mi cuenta corriente, y voy a probar suerte en las otras mesas de la ciudad. Me gustaría que vinieras conmigo y me acompañaras hasta que me quedase sin nada o doblase el millón.

Cully no podía creerlo.

—¿Vas a ir contra el porcentaje? —dijo.

—Me gustaría probar una vez más —dijo Gronevelt—. Yo de joven fui un gran jugador. Si alguien puede con el porcentaje, yo también puedo. Y si yo no puedo con el porcentaje, nadie puede. Lo pasaremos muy bien, y puedo permitirme gastar ese millón de pavos.

Cully estaba atónito. La fe de Gronevelt en el porcentaje había sido algo inquebrantable desde que le conocía. Cully recordaba un período de la historia del Hotel Xanadú en que durante tres meses seguidos las tres mesas de dados del casino habían perdido dinero todas las noches. Los jugadores estaban haciéndose ricos. Cully estaba seguro de que pasaba algo. Había despedido a todo el personal del sector de dados. Gronevelt había hecho analizar por unos laboratorios científicos todos los dados. De nada sirvió. Cully y el encargado del casino estaban seguros de que había alguien que tenía un nuevo instrumento científico para controlar el movimiento de los dados. No podía haber otra explicación. Sólo Gronevelt mantuvo la calma.

—No hay que preocuparse —dijo—. El porcentaje funcionará.

Y desde luego, al cabo de tres meses, los dados rodaron con la misma insistencia a favor de la casa. El sector de dados ganó en todas las mesas todas las noches durante tres meses. A fin de año, estaban igualadas las cosas. Gronevelt, tomando un trago para celebrarlo con Cully, le había dicho:

—Puedes perder la fe en todo, en la religión y en Dios, en las mujeres y en el amor, en el bien y en el mal, en la paz y en la guerra. En lo que quieras. Pero el porcentaje siempre responderá.

Durante la semana siguiente, mientras Gronevelt jugaba, Cully pensaba constantemente en esto. No había visto jugar a nadie tan bien como jugaba Gronevelt. En la mesa de dados hacía todas las puestas que reducían el porcentaje de la casa. Parecía adivinar el flujo y el reflujo de la suerte. Cuando los dados se enfriaban, cambiaba. Cuando los dados se calentaban, presionaba hasta el límite. En la mesa de bacarrá era capaz de oler cuándo el «zapato» iría a banca y cuando iría a jugador y obraba en consecuencia. En el veintiuno, bajaba sus puestas a cinco dólares cuando el tallador tenía una racha de suerte y las elevaba hasta el límite en el caso inverso.

A mediados de semana, Gronevelt ganaba quinientos mil dólares. A final de semana ganaba seiscientos mil. Y así siguió, con Cully a su lado. Cenaban juntos y sólo jugaban hasta medianoche. Gronevelt decía que había que estar en buena forma para jugar. Uno no podía excederse. Tenías que dormir el tiempo necesario. Había que vigilar la dieta y joder sólo una vez cada tres o cuatro noches.

Hacia la mitad de la segunda semana, Gronevelt, pese a toda su habilidad, empezó a perder. Los porcentajes le aplastaban. Y al final de la segunda semana había perdido su millón de dólares. Cuando hizo su última puesta y perdió, se volvió a Cully y le sonrió. Parecía muy satisfecho. Lo que a Cully le pareció mala señal.

—Es la única forma de vivir —dijo Gronevelt—. Hay que vivir yendo con el porcentaje. Si no, la vida no merece la pena. Nunca lo olvides —insistió—. Hagas lo que hagas en la vida, utiliza al porcentaje como tu dios.