JANELLE
Soy una buena persona. No me importa lo que piensen los demás, soy buena persona. Durante toda mi vida, los hombres a los que realmente amé me rechazaron siempre, me rechazaron por lo que decían amarme. Jamás aceptaron el hecho de que pudieran interesarme otros seres humanos y no sólo ellos. Eso es lo que lo fastidia todo. Se enamoran de mí al principio y luego quieren que me convierta en otra cosa distinta. Hasta el gran amor de mi vida, ese hijo de puta de Merlyn. Fue el peor de todos. Aunque también fue el mejor. Me entendía. Fue el mejor hombre que conocí en mi vida. Y le quise de veras. Y él me quiso de veras. Hizo cuanto pudo. Y también yo. Pero nunca pudimos eliminar esa cosa masculina. Bastaba que me gustase otro hombre para que él se pusiera malo de rabia. Se le notaba en la cara. Desde luego, yo no podía soportar que él se enzarzase siquiera en una conversación interesante con otra mujer. Así que… Pero él era más listo que yo. Sabía ocultar las cosas. Cuando estaba yo, nunca prestaba atención a otras mujeres, aunque ellas sí se interesasen por él. Yo no era tan lista, o quizás me parecía demasiada falsedad. Y lo que él hacía era falso. Pero resultaba. Hacía que le amara más.
Y mi honradez le hacía a él amarme menos.
Le quería porque era muy listo en casi todo. Salvo con las mujeres. Con las mujeres, en realidad, era muy torpe.
Y también lo era conmigo. Quizás no fuese exactamente torpe, pero podía vivir sólo de ilusiones. Me dijo eso una vez y dijo que yo debería ser mejor actriz, que debería darle una mejor ilusión de que le amaba. Yo le amaba de veras. Pero él dijo que eso no era tan importante como la ilusión de que le amaba. Lo comprendí y lo intenté. Pero cuanto más le amaba, menos podía hacerlo. Quería que él me amase tal como era. Quizás nadie pueda amar a nadie tal cual es. Ésa es la verdad: nadie puede amar la verdad. Y sin embargo, yo no puedo vivir sin intentar ser fiel a lo que realmente soy. Miento, sin duda, pero sólo cuando es importante, y después, cuando me parece que el momento es adecuado, siempre admito haber mentido. Y eso lo fastidia todo.
Siempre cuento a todo el mundo que mi padre huyó cuando yo era una niña. Cuando me emborracho, les cuento a los extraños que intenté suicidarme a los quince años, pero nunca les cuento por qué, el verdadero motivo. Les dejo pensar que fue porque mi padre nos abandonó.
Y quizás fuese por eso. Admito muchas cosas respecto a mí misma. Que si un hombre que me gusta me invita a cenar y resulta agradable me voy a la cama con él aunque esté enamorada de otro. ¿Por qué es tan terrible eso? Los hombres lo hacen constantemente. Para ellos está bien. Pero el hombre al que yo más amaba en el mundo pensaba que yo era una puta cuando le decía eso. No podía entender que no tenía importancia. Que yo sólo quería que me jodieran. Todos los hombres hacen eso.
Jamás engañé a un hombre en cosas importantes. Quizás quiera decir en cosas materiales. Nunca utilicé los trucos baratos que utilizan con sus hombres algunas de mis mejores amigas. Nunca acusé a un tipo de ser responsable cuando quedé embarazada sólo para obligarle a ayudarme. Jamás engañé así a los hombres. Nunca dije a un hombre que le amaba si no le amaba, o al menos no al principio. A veces lo hacía después, cuando dejaba de amarle y él aún me amaba y me resultaba muy difícil herirle. Pero ya no podía ser tan amorosa y se daban cuenta, las cosas se enfriaban y dejábamos de vernos. Y jamás odié realmente a un hombre después de amarle, por muy desagradable que hubiera sido conmigo. Los hombres son muy despectivos con las mujeres a las que ya no aman, al menos la mayoría, o al menos conmigo. Quizás porque ya no me amen y yo no les ame a ellos, o les ame un poco, lo cual no significa nada. Hay una gran diferencia entre amar a alguien poco y amarle mucho.
¿Por qué los hombres dudan siempre de que les ame? ¿Por qué los hombres dudan siempre de tu sinceridad? ¿Por qué los hombres te abandonan siempre? Oh, Dios mío, ¿por qué es tan doloroso? Ya no puedo amarles. Es tan doloroso y son tan pijoteros. Tan cabrones. Te hieren tan despreocupadamente como niños, pero a los niños puedes perdonarles, no te importa. Aunque ambos te hagan llorar. Pero se acabó, ya no más, ni los hombres ni los niños.
Los amantes son muy crueles, y cuanto más amorosos más crueles. No los casanovas y los donjuanes. No me refiero a esos imbéciles. Me refiero a los hombres que te aman de veras. Oh, tú realmente amas y ellos dicen que aman y yo sé que es cierto. Y sé que me harán más daño que ningún otro hombre del mundo. Quiero decir: «No digas que me quieres». Quiero decir: «No te quiero».
En una ocasión en que Merlyn me dijo que me quería, quise llorar porque le amaba de veras y sabía lo cruel que sería cuando ambos nos conociésemos realmente uno a otro, cuando desapareciesen todas las ilusiones, y que cuando yo más le amase, él me querría mucho menos.
Quiero vivir en un mundo en el que los hombres no amen nunca a las mujeres como lo hacen ahora. Quiero vivir en un mundo en el que nunca ame a un hombre como le amo ahora. Quiero vivir en un mundo en el que el amor nunca cambie.
Oh, Dios mío, déjame vivir en sueños; cuando muera, envíame a un paraíso de mentiras, indescubribles y autodisculpables, y un amante que me quiera eternamente o ninguno. Dame mentiras tan dulces que nunca me causen dolor con amor verdadero, y déjame engañarles a ellos con toda mi alma. Seamos falsarios nunca descubiertos, siempre perdonados. Para que así podamos creer unos en otros. Que nos separen guerras y pestes, muertes u locura, pero no el paso del tiempo. Líbrame de la bondad, no me dejes volver a la inocencia. Déjame ser libre.
Una vez le conté a él que me había acostado con mi peluquero y se tendría que haber visto su cara. El frío desprecio. Así son los hombres. Ellos se tiran a sus secretarias, y eso está muy bien. Pero desprecian a una mujer que jode con su peluquero. Y, sin embargo, lo que hacemos nosotras es más comprensible. El peluquero hace algo personal. Tiene que usar las manos con nosotras y algunos tienen unas manos magníficas. Y conocen a las mujeres. Sólo jodí con el peluquero una vez. Andaba siempre explicándome lo bueno que era en la cama y un día yo estaba caliente y dije que de acuerdo, y él subió aquella noche y jodimos sólo aquella vez. Mientras lo hacíamos, le vi observando cómo iba poniéndome a punto. Tenía algo especial el peluquero. Hacía todos aquellos truquillos con la lengua y las manos, y decía todas aquellas palabras especiales y tengo que confesar que fue un gran polvo. Aunque fue algo demasiado frío. Cuando me corrí, esperaba que él alzase un espejo y me lo pusiera detrás para ver cómo había quedado. Cuando me preguntó si me había gustado, le dije que había sido tremendo. Dijo que tendríamos que hacerlo otra vez algún día, y yo dije que sí. Pero nunca volvió a pedírmelo, aunque le habría dicho que no. Así que supongo que yo tampoco estuve demasiado bien.
En fin, ¿qué tiene esto de malo? ¿Por qué cuando los hombres oyen una historia como ésta se limitan a considerar a la mujer una puta? Ellos harían lo mismo sin dudarlo, los muy cabrones. No significa nada, no me rebaja en absoluto como persona. Sí, sin duda me he acostado con un imbécil, pero ¿cuántos hombres, de los mejores, se acuestan con mujeres imbéciles y no sólo una vez?
Tengo que luchar para no volver a la inocencia. Cuando un hombre me ama, quiero serle fiel y no volver a acostarme con nadie más el resto de mi vida. Quiero hacerlo todo por él, aunque ya sé que, por él o por mí, la cosa nunca dura. Empiezan menospreciándote, empiezan haciendo que les quieras menos. De un millón de formas distintas.
Al amor de mi vida, el muy hijo de puta, realmente le amé y él me amó de verdad, eso he de admitirlo. Pero me fastidiaba el modo que tenía de amarme. Yo era su refugio, era adonde él corría cuando el mundo le resultaba insoportable. Siempre decía que conmigo se sentía seguro sólo en nuestras habitaciones de hotel, nuestras suites diferentes como paisajes diferentes. Diferentes paredes, camas extrañas, sofás prehistóricos, alfombras con sangre de distintos colores, pero siempre nuestros idénticos cuerpos desnudos. Pero eso ni siquiera es cierto, y esto es lo divertido. En una ocasión, le sorprendí y fue realmente divertido. Me hice la operación para agrandarme los pechos. Siempre había querido tener los pechos grandes. Bonitos y redondos y alzados. Y al fin lo hice. Y a él le encantaron. Le dije que lo había hecho especialmente por él, y en parte era cierto. Pero lo hice para sentir menos vergüenza al interpretar un papel que exigiese cierta desnudez. A veces, los productores te miran el pecho.
Y supongo que lo hice también por Alice. Pero a él le dije que lo había hecho sólo por él y pensé que el cabrón los apreciaría más. Y así fue. Siempre me encantó su forma de mamar. Eso fue siempre lo mejor del asunto. Me amaba realmente, amaba mi cuerpo, y siempre me decía que era un cuerpo especial, y por último creí que él no podría hacer el amor más que conmigo. Regresé a la inocencia.
Pero nunca fue cierto. Al final, nunca es cierto. Nada lo es. Ni siquiera mis razones. Como otra razón. Me gustan las tetas de las mujeres y, ¿por qué es eso antinatural? Me gusta chuparle los senos a otra mujer y, ¿por qué disgusta esto a los nombres? A ellos les resulta muy agradable, ¿creen que a las mujeres no? Todos fuimos bebés en un tiempo. Niños de pecho.
¿Por eso lloran tanto las mujeres? ¿Porque nunca pueden volver a serlo? ¿Bebés? Los hombres pueden serlo. Es cierto, no hay duda. Los hombres pueden volver a ser niños. Las mujeres no. Los padres pueden ser niños de nuevo. Las madres no pueden volver a ser niñas.
Él siempre decía que se sentía seguro. Yo sabía lo que quería decir. Cuando estábamos solos, veía desaparecer la tensión de su rostro. Su mirada se suavizaba. Cuando estábamos tumbados, cálidos y desnudos, rozando suave piel, y yo le rodeaba con mis brazos y le amaba verdaderamente, le oía suspirar con un ronroneo como de gato.
Y sabía que durante aquel breve espacio él era verdaderamente feliz. Y que yo podía hacer que aquello fuese verdaderamente mágico. Y que yo era el único ser humano del mundo que podía hacerle sentir así, y eso me hacía sentirme meritoria y digna. Me hacía sentir que significaba realmente algo. No era sólo una puta para joder. No era sólo alguien con quien hablar y con quien exhibir la inteligencia. Era realmente una bruja, una hechicera del amor. Una buena bruja; y era terrible. En aquel momento, ambos podíamos morir felices, literalmente, morir de verdad felices. Podíamos enfrentar a la muerte sin miedo. Pero sólo durante aquel breve espacio. Nada perdura. Nada perdura jamás. Y así, nosotros lo acortamos deliberadamente, hacemos que termine más de prisa, ahora me doy cuenta. Un día, él dijo sin más: «Ya no me siento seguro», y nunca volví a amarle.
No soy Molly Bloom. Ese hijo de puta de Joyce. Mientras ella decía sí, sí, sí, su marido estaba diciendo no, no, no. No me acostaré con ningún hombre que diga no. Nunca, nunca más.
Merlyn dormía. Janelle se levantó de la cama y arrimó una silla a la ventana. Encendió un cigarrillo y miró hacia fuera. Mientras fumaba, oía a Merlyn moverse en la cama en un sueño inquieto. Murmuraba algo, pero ella no hizo caso. Que se fuese a la mierda. Y todos los demás hombres.
MERLYN
Janelle llevaba puestos guantes de boxeo rojo oscuro con cintas blancas. Estaba frente a mí, en la clásica postura de boxeo, la mano izquierda extendida, la derecha retirada y dispuesta para el golpe. Llevaba pantalones blancos de satén, botas de boxeo pero sin cordones. Su hermoso rostro estaba hosco. Su boca delicada y sensual estaba fruncida y apretada, la blanca barbilla apoyada en el hombro. Tenía un aire amenazador. Pero me fascinaban su pecho desnudo, los pezones rojos y redondos y el resto de un blanco cremoso, tenso por una adrenalina que no venía del amor sino del deseo de lucha.
Le sonreí. No respondió a mi sonrisa. Lanzó su izquierda y me alcanzó en la boca y yo dije: «Oh, Janelle». Me atizó otros dos fuertes izquierdazos. Me hicieron mucho daño y sentí que la sangre llenaba el vacío de debajo de la lengua. Se apartó esquivando. Extendí las manos y también en ellas había guantes rojos. Avancé pisando con mis botas de boxeo y me ajusté los pantalones cortos. En aquel momento, Janelle se lanzó sobre mí y me atizó un sólido derechazo. Vi realmente estrellas verdes y azules como en un tebeo. Se apartó esquivando de nuevo, con sus senos balanceantes y con aquellos danzantes pezones rojos que hipnotizaban.
La arrinconé. Se agachó, protegiendo la cabeza con sus manitas envueltas en los guantes rojos. Empecé lanzando un gancho de izquierda en su vientre delicadamente redondeado, pero el ombligo que había lamido tantas veces rechazó mi mano. Entramos en el forcejeo y le dije: «Ay, Janelle, déjalo ya. Te quiero, cariño». Ella se escabulló y volvió a atizarme. Fue como si un gato me rasgara la ceja con su garra y la sangre empezó a gotear. Quedé cegado y me oí decir. «Oh, Dios mío».
Limpiándome la sangre, la vi de pie en el centro del cuadrilátero, esperándome. Tenía el pelo rubio recogido atrás muy tirante en un moño, y el prendedor de bisutería que lo sujetaba resplandecía con un embrujo hipnótico. Me atizó otros dos ganchos rapidísimos, y los pequeños guantes rojos relampaguearon como lenguas. Pero entonces dejó un hueco y pude atizarle en aquella cara delicada. Mis manos no se movían. Me di cuenta de que lo único que podía salvarme era un clinch. Intentaba bailar a mi alrededor. La agarré por la cintura cuando intentaba escurrirse y le di la vuelta. Indefensa ahora, salvo que los pantalones no rodeaban del todo su cuerpo y pude ver su espalda y sus hermosas nalgas, tan plenas y redondeadas, contra las que siempre me apretaba cuando dormíamos juntos. Sentí un agudo dolor en el pecho y me pregunté por qué demonios luchaba contra mí. La agarré por la cintura y le susurré al oído, con pequeños filamentos de cabello dorado que recordaba en mi lengua. «Tiéndete boca abajo», dije. Se volvió rápidamente. Me alcanzó con un directo que no vi venir con la derecha y caí en movimiento lento, me alcé en el aire y bajé flotando hasta la lona. Atontado, conseguí alzarme sobre una rodilla y la oí contar hasta diez con su voz encantadora y cálida, la que utilizaba para hacerme correr. Me quedé sobre una rodilla y alcé la vista hacia ella.
Sonreía y luego pude oírla decir: «Diez, diez, diez, diez», frenética, ávidamente, y en su rostro se abrió luego una alegre sonrisa, y alzó ambas manos en el aire y dio un salto de alegría. Oí el retumbar espectral de millones de mujeres gritando en extasiado júbilo; otra mujer, más corpulenta, abrazaba a Janelle. Esta mujer llevaba un grueso jersey de cuello vuelto en el que se leía «CAMPEÓN» cruzando dos enormes pechos.
Luego, Janelle se acercó a mí y me ayudó.
—Fue una lucha justa —siguió diciendo—. Te derroté claramente.
Y yo dije entre lágrimas:
—No, no, no es verdad.
Entonces desperté y tendí un brazo hacia ella. Pero ella no estaba a mi lado en la cama. Me levanté y, desnudo, entré en el salón de la suite. Pude ver su cigarrillo en la oscuridad. Estaba sentada en una silla contemplando el nebuloso oscurecer que iba alzándose sobre la ciudad.
Me acerqué y me incliné y pasé mis manos por su cara. No había sangre. Sus rasgos estaban intactos y ella alzó una mano aterciopelada para tocar la mía cuando cubrió su pecho desnudo.
—No me importa lo que digas —dije—. Te quiero, signifique lo que signifique.
No me contestó.
Tras unos minutos, se levantó y me llevó de nuevo a la cama. Hicimos el amor, y luego nos dormimos abrazados. Medio entre sueños murmuré:
—Dios mío, estuviste a punto de matarme.
Ella se echó a reír.