Una semana después, Doran me llamó para que fuese a California por nuevas entrevistas. Me dijo que había vendido a Eddie Lancer a TriCultura. Así que fui, anduve por allí, acudí a reuniones y estuve de nuevo con Janelle. Me sentía un poco inquieto. Ya no me gustaba tanto California.
Una noche, Janelle me dijo:
—Siempre me explicas lo estupendo que es tu hermano Artie. ¿Por qué es tan estupendo?
—Bueno —dije—. Imagino que fue mi padre además de mi hermano.
Advertí que a ella le fascinaba la imagen de nosotros dos criándonos como huérfanos. Que apelaba a su sentido de lo dramático. Me di cuenta de que barajaba en su cabeza todo tipo de cuentos de hadas imaginando cómo había sido nuestra vida. Dos muchachitos. Delicioso. Una de sus fantasías reales a lo Walt Disney.
—¿Así que quieres oír otra historia de huérfanos? —dije—. ¿Quieres una historia feliz o una historia verdadera? ¿Quieres una mentira o quieres la verdad?
Janelle fingió pensárselo.
—Prueba con la verdad —dijo—. Si no me gusta, puedes contarme la mentira.
Entonces le expliqué cómo todos los visitantes del orfanato querían adoptar a Artie, pero ninguno quería adoptarme a mí. Así fue como inicié la historia.
—Pobrecito —dijo Janelle burlonamente.
Pero al decirlo, aunque sonreía, me puso la mano en el costado y la dejó descansar allí.
Un domingo, cuando yo tenía siete años y Artie ocho, nos hicieron ponernos lo que llamaban nuestros uniformes de adopción. Chaquetas azul claro, camisa blanca almidonada, corbata azul oscuro y pantalones blancos de franela con zapatos blancos. Nos cepillaron, nos peinaron y nos llevaron a la sala de recepción de la tutora jefe, donde esperaba una joven pareja para inspeccionarnos. Se seguía el procedimiento de presentarnos y dábamos la mano y mostrábamos nuestros mejores modales y nos sentábamos a charlar y a conocernos. Luego, salíamos todos de paseo por el recinto del orfanato, más allá del inmenso jardín, el campo de fútbol y los edificios escolares. Lo que mejor recuerdo es que la mujer era muy guapa, y aunque tenía siete años me enamoré de ella. Era evidente que su marido también estaba enamorado de ella, pero que no le convencía demasiado toda aquella idea. También se hizo evidente aquel día que a la mujer le gustaba Artie, pero no yo. Y en realidad no podía reprochárselo. Ya a los ocho años, Artie resultaba guapo casi de un modo adulto. Además, tenía unos rasgos perfectamente moldeados, y aunque la gente decía que nos parecíamos mucho y siempre nos identificaban como hermanos, yo sabía que era una versión barata de él, como si él hubiese sido el primero en salir del molde. La impresión era clara. Como segunda impresión, yo había cogido trocitos de cera del molde, labios más gruesos, nariz más grande. Artie tenía la delicadeza de una muchacha, los huesos de mi cara y de mi cuerpo eran más gruesos y pesados. Pero hasta aquel día yo nunca había sentido celos de mi hermano.
Aquella noche nos dijeron que la pareja volvería al domingo siguiente para decidir si nos adoptaban a los dos o sólo a uno. Nos dijeron también que eran gente muy rica y que era muy importante que se llevaran por lo menos a uno.
Recuerdo que la tutora tuvo una charla íntima y confidencial con nosotros. Una de esas charlas en que los adultos advierten a los niños contra sentimientos malignos como los celos, la envidia, el despecho y les urgen a una generosidad de espíritu que sólo los santos pueden lograr, a duras penas, y no digamos ya los niños. Como niños, escuchábamos sin decir palabra. Movíamos la cabeza asintiendo y decíamos: «sí, señora», sin saber en realidad de qué nos estaba hablando. Pese a mi corta edad, yo sabía lo que iba a ocurrir. Al domingo siguiente, mi hermano se iría con la señora rica y guapa y me dejaría solo en el hospicio.
Artie nunca fue vanidoso, ni siquiera de niño. Pero la semana que siguió fue la única semana de nuestras vidas en que estuvimos distanciados. Aquella semana odié a mi hermano. El lunes, después de las clases, cuando jugábamos nuestro partido de fútbol, no le elegí para mi equipo. Yo era el mejor en los deportes. En los dieciséis años que estuvimos en el hospicio, yo fui el mejor atleta de mi edad y un jefe natural. Por tanto, era uno de los capitanes que elegía jugadores, y siempre elegía el primero a Artie para mi equipo. Aquel lunes fue la única vez en dieciséis años que no le elegí. Durante el partido, aunque él me llevaba un año, procuré pegarle lo más fuerte posible cuando yo tenía el balón. Aun después de treinta años puedo recordar su expresión asombrada y herida de aquel día. Por la noche no me senté junto a él en la mesa. Y luego no hablé con él en el dormitorio. Recuerdo claramente que un día de aquella semana, cuando terminó el partido de fútbol, él cruzaba el campo para irse. Yo tenía el balón en la mano y, con la mayor frialdad, se lo tiré en la nuca y le derribé. Lo había tirado simplemente. En realidad, no pensé que pudiera darle. Para un niño de siete años era un hecho notable. Y todavía ahora me asombra la fuerza de la malicia que hizo tan certero mi brazo de siete años. Recuerdo a Artie levantándose del suelo y también me acuerdo que yo gritaba: «Oh, lo hice sin querer». Pero él simplemente se dio la vuelta y se alejó.
Nunca tomó represalias. Eso me enfurecía aún más. Por mucho que le fastidiase o le humillase, se limitaba a mirarme inquisitivamente. Ninguno de los dos entendía lo que estaba pasando. Pero yo sabía una cosa que le molestaría de veras. Artie ahorraba siempre meticulosamente. Conseguíamos algo de dinero, haciendo trabajos de vez en cuando para el hospicio, y Artie tenía un tarro de cristal lleno de monedas que guardaba escondido en su armario ropero. El viernes por la tarde robé el tarro de cristal, dejé mi partido diario de fútbol y huí a una zona boscosa que quedaba dentro del recinto y lo enterré. Ni siquiera conté el dinero. Vi que estaba lleno de monedas casi hasta el borde. Artie no echó de menos el tarro hasta la mañana siguiente y me miró incrédulo, pero no dijo nada. Entonces, pasó a eludirme.
El día siguiente era domingo y tuvimos que presentarnos a la tutora para que nos pusieran nuestros trajes de adopción. Me levanté temprano y antes de desayunar fui a ocultarme en la zona boscosa que había detrás del orfanato. Sabía lo que iba a suceder aquel día: vestirían a Artie con su traje y la hermosa señora a quien yo amaba se lo llevaría con ella; jamás volvería a verle. Pero al menos tendría su dinero. Me tumbé en la parte más espesa de la zona boscosa y me pasé todo el día durmiendo. Estaba a punto de oscurecer cuando me desperté y volví. Me llevaron a la oficina de la tutora y ésta me dio veinte golpes con una regla de madera en las piernas. Apenas los sentí.
Volví al dormitorio y me quedé asombrado al encontrarme a Artie sentado en su cama esperándome. No podía creer que aún estuviese allí. Además, si no recuerdo mal, yo tenía lágrimas en los ojos cuando Artie me pegó en la cara y dijo: «¿Dónde está mi dinero?», y luego se echó sobre mí, pegándome y dándome patadas, y pidiendo a gritos su dinero. Intenté defenderme sin hacerle daño, pero al final le agarré y le aparté de un empujón. Nos sentamos allí mirándonos fijamente.
—Yo no cogí tu dinero —dije.
—Me lo robaste —dijo Artie—. Sé que fuiste tú.
—No es verdad —dije—. No lo cogí.
Nos miramos. No volvimos a hablar aquella noche. Pero cuando despertamos a la mañana siguiente, éramos amigos otra vez. Todo era como antes. Artie no volvió a preguntarme por el dinero. Nunca le dije dónde lo había enterrado.
Hasta años después no supe lo que había pasado aquel domingo. Artie me explicó entonces que, al descubrir que yo me había escapado, se había negado a ponerse su traje de adopción, y había empezado a chillar, intentando pegarle a la tutora, y le habían dado una paliza. Al insistir en verle la joven pareja que quería adoptarle, había escupido a la mujer y le había llamado todas las cosas sucias que un muchacho de ocho años podía imaginar. Había sido una escena terrible, y se había ganado otra paliza de la tutora.
Cuando terminé de contar la historia, Janelle se levantó de la cama y fue a servirse otro vaso de vino. Luego volvió a la cama, se apoyó contra mí y dijo:
—Quiero conocer a tu hermano Artie.
—Nunca le conocerás —dije—. Todas las chicas que le he presentado se han enamorado de él. En realidad, el único motivo de que me casase con mi mujer fue que ella fue la única que no se enamoró de él.
—¿Desenterraste alguna vez el tarro del dinero? —preguntó Janelle.
—No —dije yo—. Nunca quise hacerlo. Quería que estuviese allí para algún chico que llegara después que yo, alguno que pudiese cavar en aquel bosque y encontrara aquel objeto mágico. Yo ya no lo necesitaba.
Janelle bebió su vino y luego dijo, celosamente, como si envidiase todas mis emociones:
—Le querías, ¿verdad?
En realidad, no podía contestar tal pregunta. No podía utilizar esos términos con mi hermano ni con cualquier otro hombre. Además, Janelle utilizaba aquella palabra demasiado, así que no contesté.
Otra noche, Janelle discutió conmigo acerca de que las mujeres tenían derecho a joder tan libremente como los hombres. Fingí estar de acuerdo con ella. Me sentía fríamente malévolo al reprimir los celos.
Únicamente dije:
—Claro que tienen derecho. El único problema es que biológicamente las mujeres no pueden manejarlo.
Esto la puso furiosa.
—Eso es un cuento —dijo—. Podemos joder igual que vosotros. Nos importa un carajo. En realidad sois los hombres quienes montáis el número de que el sexo es tan importante y tan serio. Sois celosos y posesivos y nos creéis propiedad vuestra.
Era exactamente la trampa en la que yo esperaba que acabase cayendo.
—No, yo no me refería a eso —dije—. Pero sabes que un hombre tiene de un veinte a un cincuenta por ciento de posibilidades de coger gonorrea con una mujer, mientras que una mujer tiene del cincuenta al ochenta por ciento de posibilidades de contagiarse de un hombre.
Por un momento, pareció asombrada y disfruté con la expresión de asombro infantil que se pintó en su cara. Como la mayoría de la gente, ella no sabía una palabra sobre las enfermedades venéreas. Yo, por mi parte, me había puesto a leer todo lo relacionado al tema tan pronto como había empezado a engañar a mi mujer. Mi gran pesadilla era coger una enfermedad venérea, contraer blenorragia o sífilis y contagiar a Valerie, y ésa era una de las razonas de que me inquietase cuando Janelle me hablaba de sus aventuras amorosas.
—Dices eso sólo para asustarme —dijo Janelle—. Sé que cuando adoptas ese aire tan seguro y tan profesional estás mintiendo.
—No —dije—. Es cierto. El varón tiene una secreción clara entre uno y diez días después, pero las mujeres casi nunca saben siquiera que tienen gonorrea. Del cincuenta al ochenta por ciento de las mujeres tardan semanas o meses en tener síntomas, o en tener una secreción verde o amarilla. Además, comienzan a tener olor fungoso en los genitales.
Janelle se dejó caer en la cama riéndose, y alzó las piernas desnudas en el aire.
—Ahora estoy segura de que mientes.
—Que no, que es cierto —dije—. No miento. Pero tú no tienes nada. Puedo olerlo desde aquí.
Dije esto esperando que el chiste ocultase mi malicia.
—Sabes —añadí—, normalmente el único medio de poder saberlo es que te lo diga tu pareja.
Janelle se irguió muy tiesa.
—Muchísimas gracias —dijo—. ¿Te dispones a decirme que la tienes y que, por tanto, he de tenerla yo?
—No —dije—. Estoy limpio, pero sé que si la contrajese, vendría de ti o de mi mujer.
Me dirigió una mirada sarcástica.
—Tu mujer está por encima de toda sospecha, ¿no?
—Sí, por supuesto —dije yo.
—Bueno, pues para tu información te diré que voy todos los meses a mi ginecólogo y me hace una revisión completa.
—Eso no sirve de nada —dije—. El único medio de poder saberlo es hacer un cultivo. Y casi ningún ginecólogo lo hace. Recogen una muestra de tu cuello en un cristal fino con gelatina de un marrón claro. El análisis es muy complicado y no siempre resulta positivo.
Ahora parecía fascinada, así que probé a decir:
—Y si crees que puedes eludir el asunto simplemente chupándosela a un tipo, te diré que la mujer tiene muchísimas más posibilidades de contraer una enfermedad venérea chupándola, de las que tiene un hombre de contraerla haciéndole una mamada a una mujer.
Janelle se incorporó de un salto. Reía entre dientes, pero gritó:
—Eso es injusto. ¡Es injusto!
Ambos nos echamos a reír.
—Y la gonorrea no es nada —dije—. Lo que realmente es malo es la sífilis. Si se la chupas a un tío, puede salirte un lindo chancro en la boca o en los labios, o incluso en las amígdalas. Perjudicaría tu carrera como actriz. El problema de un chancro es que si tiene un color rojo oscuro acaba convirtiéndose en una llaga que resulta muy difícil de curar. Ahora bien, lo curioso del caso es que los síntomas pueden desaparecer en el plazo de una a cinco semanas, pero la enfermedad aún sigue en tu organismo y puedes contagiar a otros. Puedes tener una segunda lesión o pueden salirte bultos en las palmas de las manos y en las plantas de los pies.
Le alcé un pie y dije:
—No, tú no la has cogido.
Estaba fascinada ya, y no entendía por qué le explicaba todo aquello.
—¿Y los hombres? ¿Qué sacáis vosotros de todo esto, cabrones?
—Bueno —dije—, se nos hinchan los ganglios linfáticos de la ingle, y por eso a veces se dice que un tipo tiene dos pares de huevos. Otras veces, se cae el pelo. Por eso en la jerga antigua a la sífilis se le llamaba «el corte de pelo». Pero aun así, no es demasiado malo. La penicilina acaba con ello. Aunque también en este caso, como te dije, el único problema es que el hombre sabe que ha contraído la enfermedad, pero las mujeres no y por eso las mujeres no están biológicamente equipadas para la promiscuidad.
Janelle me miró un tanto sorprendida.
—¿Y esto te parece fascinante? Eres un hijoputa —estaba empezando a captarlo.
—Pero no es tan terrible como parece —continué, muy suavemente—. Aunque no descubrieses que tenías sífilis o, como le sucede a la mayoría de las mujeres, no tuvieses ningún tipo de síntoma, hasta que te lo dijese un tipo por pura bondad de corazón, al cabo de un año no serías infecciosa. Ya no contagiarías a nadie —le sonreí—. Pero en caso de embarazo, la criatura nacería con sífilis.
Pude ver que la idea le hacía estremecerse.
—Ahora bien, después de ese año, dos tercios de las contagiadas no tendrán ningún problema. Estarán perfectamente.
Le sonreí.
Entonces, ella dijo recelosa:
—¿Y el otro tercio?
—Tienen muchos problemas —dije—. La sífilis afecta al corazón, a los vasos sanguíneos. Puede permanecer oculta diez o veinte años y puede provocar luego locura, o parálisis. Puede afectar también a los ojos, al pulmón y al hígado. Así que, como ves, querida, es un fastidio. Tenéis mala suerte.
—Me dices esto —replicó Janelle— para que no vaya con otros hombres. Lo único que pretendes es asustarme como hacía mi madre cuando tenía quince años y me decía que quedaría embarazada.
—Sí, claro —dije—. Pero la ciencia me respalda. Yo no tengo ninguna objeción moral. Puedes joder con quien quieras. No me perteneces.
—Qué listo eres —dijo Janelle—. Puede que inventen una píldora como la anticonceptiva.
Procuré dar a mi voz un tono muy sincero.
—Sí, claro —dije—. Ya la tienen. Si te tomas una pastilla de quinientos miligramos de penicilina una hora antes del contacto sexual, elimina completamente la posibilidad de sífilis. Pero a veces no resulta; sólo elimina los síntomas y luego, diez o veinte años después, puedes verte realmente jodido. Si la tomas demasiado pronto o demasiado tarde, las espiroquetas se multiplican. ¿Sabes lo que son las espiroquetas? Son como sacacorchos, te invaden la sangre y se meten en los tejidos, y no hay sangre suficiente en tus tejidos para combatirlas. Hay algo en la penicilina que impide a las células reproducirse y bloquea la infección, y entonces la enfermedad se hace inmune a la penicilina en tu organismo. De hecho, la penicilina las ayuda a propagarse. Pero hay otra cosa que puedes utilizar. Hay un gel femenino, Proganasy, que se utiliza como anticonceptivo y que, al parecer, destruye también las bacterias de las enfermedades venéreas, con lo que puedes matar dos pájaros de un tiro. Y, ahora que lo pienso, mi amigo Osano usa esas pastillas de penicilina siempre que cree que va a tener suerte con una chica.
Janelle soltó una carcajada burlona.
—Eso está muy bien para los hombres. Vosotros jodéis con cualquier cosa, pero las mujeres nunca saben con quién o cuándo van a joder más que con una o dos horas de anticipación.
—Bien —dije muy satisfecho—, permíteme que te dé un consejo. Nunca jodas con nadie que tenga entre quince y veinticinco años. Tienen aproximadamente diez veces más enfermedades venéreas que los otros grupos de edad. Otro sistema es, antes de ir a la cama con un tipo, «verificar la mercadería».
—Parece algo desagradable —dijo Janelle—. ¿De qué se trata?
—Bueno —dije—. Descapullas el pene, entiendes, como si le masturbases, y si sale un líquido amarillo como grasa, sabes que está infectado. Eso es lo que hacen las prostitutas.
Al decir esto, comprendí que había ido demasiado lejos. Me miró fríamente, así que continué de prisa:
—Otra cosa es el virus herpes. No es en realidad una enfermedad venérea y suelen transmitirlo los hombres que no están circuncidados. Puede provocar cáncer de cuello de útero. Así que date cuenta de los riesgos. Puedes contraer cáncer por joder, y también sífilis, y no enterarte siquiera; por eso las mujeres no pueden joder con tanta libertad como los hombres.
Janelle aplaudió chuscamente:
—Bravo, profesor, creo que sólo me acostaré con mujeres.
—Eso no es mala idea —dije.
No me resultaba difícil decirlo, no me daban celos sus amantes de sexo femenino.