29

Era una de esas reuniones informales de domingo en una casa de Malibú con pista de tenis y una gran piscina climatizada. La casa estaba separada del océano sólo por una estrecha faja de arena. Todo el mundo vestía en plan informal. Observé que la mayoría de los hombres dejaban las llaves del coche en la mesa del recibidor; cuando le pregunté a Eddie Lancer qué significaba aquello, me dijo que en Los Ángeles los pantalones masculinos estaban tan perfectamente cortados que no podías meter nada en los bolsillos.

Recorriendo las diversas habitaciones, oí conversaciones interesantes. Una mujer morena, alta, delgada y de aspecto agresivo, se echaba encima de un tipo bien parecido con aire de productor que llevaba una gorra de capitán de yate. Una rubita muy baja se echó sobre ellos y le dijo a la mujer:

—Como vuelvas a ponerle la mano encima a mi marido, te arreo un puñetazo en el coño.

El de la gorra de yate tartamudeó y, completamente impasible, dijo:

—E-e-e-está bien. Ella no lo u-u-usa mucho, de todos modos.

Al pasar por un dormitorio, vi a una pareja que estaba pegada a la cama y oí una voz de mujer muy como de maestra de escuela que decía:

—Ven acá.

Y reconocí la voz de un novelista de Nueva York, que decía:

—El negocio del cine. Si tienes reputación de gran dentista, te ponen a hacer cirugía cerebral.

Y pensé: «Otro escritor cabreado».

Salí fuera, a la zona de aparcamiento junto a la autopista de la costa del Pacífico, y vi a Doran con un grupo de amigos admirando un Stutz Bearcat. Alguien acababa de decirle a Doran que el coche costaba sesenta mil dólares.

—Por ese precio debe cantar y todo.

Todos rieron. Luego Doran dijo:

—¿Y cómo puedes aparcarlo? Es como tener un trabajo de noche estando casado con Marilyn Monroe.

En realidad, yo sólo había ido a la fiesta para conocer a Clara Ford, a mi juicio la mejor crítica de cine de todos los tiempos. Era lista como el diablo, escribía grandes frases, leía un montón de libros, veía todas las películas y estaba de acuerdo conmigo en el noventa y nueve por ciento de los casos. Cuando ella alababa una película, yo sabía que podía ir a verla y que probablemente me gustase muchísimo, o que, como mínimo, podría verla entera. Sus críticas estaban lo más cerca que una crítica puede estar del arte, y me agradaba el hecho de que jamás pretendiese ser una creadora. Estaba contenta con ser lo que era.

En la fiesta no tuve grandes posibilidades de hablar con ella, lo cual no me importó. Sólo quería ver qué clase de dama era en realidad. La acompañaba Kellino, y él la mantuvo ocupada. Como la mayoría de la gente se pegaba a Kellino, Clara Ford recibió mucha atención. Así que yo me senté en el rincón y me limité a observar.

Clara Ford era una de esas mujeres pequeñas y de aire dulce a las que se suele calificar de sencillas, pero tenía un rostro tan iluminado por la inteligencia que, al menos a mis ojos, era guapa. Lo que la hacía fascinante era que pudiese ser dura e inocente al mismo tiempo. Era lo bastante dura para arremeter contra los demás críticos de cine importantes de Nueva York y demostrar que eran unos perfectos imbéciles. Demostraba que era un imbécil un tipo cuyas columnas dominicales humorísticas sobre películas resultaban inconexas. Atacaba al vocero de los entusiastas del cine de vanguardia de Greenwich Village y le presentaba como el torpe cabrón que era; y, sin embargo, era lo bastante lista para considerarle un sabio idiota, el tipo más torpe que hubiese puesto nunca palabras sobre el papel, con cierta sensibilidad auténtica para algunas películas. Cuando había acabado con el tipo, tenía todas las cartas en su bolso J.C. Penney pasado de moda.

Observé que ella lo pasaba bien en la fiesta, y que se daba cuenta de que Kellino estaba intentando engatusarla con su galanteo. Entre el barullo, pude oír decir a Kellino:

—Un agente es un sabio idiota manqué.

Éste era un viejo truco que utilizaba con los críticos, los de ambos sexos. De hecho, había conseguido un gran éxito con un crítico varón muy estricto llamando a otro crítico marica manqué.

Ahora Kellino estaba siendo tan amable y simpático con Clara Ford que era casi una escena de película. Kellino mostraba sus hoyuelos como músculos, y Clara Ford, con toda su inteligencia, empezaba a ponerse lánguida y a colgarse un poco de él.

De pronto, una voz dijo junto a mí:

—¿Crees que Kellino se la tirará en la primera cita?

La voz era la de una rubia bastante bella, que ya no era una niña. Le calculé unos treinta. Como en el caso de Clara Ford, era la inteligencia lo que daba a su rostro parte de su belleza.

Tenía un rostro anguloso, de piel encantadoramente blanca, y no se podía determinar si la piel debía algo al maquillaje. Tenía unos ojos castaños vulnerables que podían ser encantadores como los de un niño y trágicos como los de una heroína de Dumas.

Si esto parece la descripción de un amante de Dumas, me da igual. Quizás no sintiese exactamente eso cuando la vi por primera vez. Eso vino después. En aquel momento, los ojos castaños parecían maliciosos. Se divertía así, manteniéndose al margen del centro mismo de la fiesta. Tenía algo que resultaba insólito en una mujer guapa: ese aire encantador y feliz que tienen los niños cuando les dejan solos, haciendo lo que les divierte. Me presenté y ella dijo llamarse Janelle Lambert.

Entonces la reconocí. La había visto en pequeños papeles de distintas películas y siempre me había parecido buena. Daba en el papel todo lo posible. Siempre gustaba en la pantalla, pero nunca la considerabas grande. Me di cuenta de que admiraba a Clara Ford y que había albergado la esperanza de que la crítica dijese algo de ella. No lo había hecho, y por eso Janelle se mostraba irónica y malévola. En otra mujer habría sido un comentario chismoso sobre Clara Ford, pero en su caso era perfecto.

Ella sabía quién era yo y dijo lo que solía decir la gente sobre el libro. Yo adopté mi actitud habitual de indiferencia, como si apenas hubiese oído el cumplido. Me gustaba cómo vestía, con modestia y, sin embargo, con estilo, un estilo muy elegante, aunque no fuese alta costura.

—Bueno, vamos allá —dijo.

Creí que quería conocer a Kellino, pero cuando llegamos allí vi que intentaba hablar con Clara Ford. Dijo cosas inteligentes, pero era evidente que la Ford la trataba con frialdad por lo guapa que era, o, al menos, eso pensé yo entonces.

De pronto, Janelle se volvió y se alejó del grupo. La seguí. Me daba la espalda, pero cuando la alcancé, junto a la puerta, descubrí que lloraba.

Sus ojos eran majestuosos con aquellas lágrimas. Eran de un castaño dorado salpicado de puntitos negros que quizás fuesen de un castaño más oscuro (más tarde descubrí que eran lentillas); las lágrimas parecían agrandar sus ojos, darles un tono más dorado. Delataban también que les había ayudado algo con maquillaje, porque estaba corriéndosele.

—Te pones muy guapa cuando lloras —dije.

Pretendía imitar a Kellino en uno de sus papeles de galán.

—Oh, vete a la mierda, Kellino —dijo.

Me fastidia que las mujeres utilicen expresiones como «vete a la mierda», «coño» o «hijo de puta». Pero era la única mujer a la cual le había oído una expresión de este género haciendo que resultase divertida y cordial. Tenía un suave acento sureño.

Quizás fuese evidente que hacía poco que utilizaba aquellas expresiones. Quizás fuese que me sonrió para indicarme que sabía que estaba imitando a Kellino. Su sonrisa era agradable, no encantadora.

—No sé por qué soy tan tonta —dijo—. Pero es que nunca voy a fiestas. Sólo vine porque sabía que vendría ella. La admiro mucho.

—Es buena crítica —dije.

—Oh, es tan inteligente —dijo Janelle—. Una vez escribió algo muy amable sobre mí. Y sabes, creí que le agradaría. Y luego me rechaza. Sin ninguna razón.

—Tiene muchísimas razones —dije—. Eres guapa y ella no. Y esta noche está consiguiendo acaparar a Kellino y no quiere que tú le distraigas.

—Eso es una tontería —dijo ella—. A mí no me gustan los actores.

—Pero eres guapa —dije—. Además, hablabas con inteligencia. Es lógico que la fastidiases.

Por primera vez me miró con algo que parecía auténtico interés. Yo estaba muy por delante de ella. Me gustaba porque era guapa. Me gustaba porque nunca iba a fiestas. Me gustaba porque no iba a la caza de actores como Kellino, tan condenadamente guapos y simpáticos y que vestían tan maravillosamente, con trajes de corte exquisito, con cortes de pelo de una especie de Rodin con tijeras. Y porque era inteligente. Además, era capaz de llorar porque una crítica la rechazaba en una fiesta. Si tenía el corazón tan tierno, quizás no me matase. Fue la vulnerabilidad, por último, lo que me indujo a pedirle que viniera conmigo a cenar, y luego al cine. No sabía yo entonces lo que Osano podría haberme dicho: una mujer vulnerable te matará siempre.

Lo divertido del asunto es que no me inspiró nada sexualmente. Sólo me agradaba muchísimo. Porque, pese al hecho de que era guapa y tenía aquella sonrisa maravillosamente dichosa incluso con las lágrimas, en realidad, a primera vista no era una mujer sexualmente atractiva. O yo era demasiado inexperto para apreciarlo, porque más tarde, cuando Osano la conoció, dijo que sentía la sexualidad en ella como si fuese un cable eléctrico al descubierto. Cuando le conté a Janelle el comentario de Osano, me dijo que aquello debía haberle sucedido después de conocerme. Porque antes de conocerme, se había mantenido al margen del sexo. Cuando bromeaba con ella acerca de esto, y no la creía, esbozaba aquella sonrisa satisfecha y preguntaba si yo había oído hablar alguna vez de vibradores.

Es curioso que el que una mujer adulta te diga que se masturba con un vibrador te haga desearla. Pero es fácil de entender. Lo implícito es que no se trata de una mujer promiscua, aunque sea guapa y viva en un medio donde los hombres corren detrás de las mujeres igual que gatos detrás de ratones y básicamente por el mismo motivo.

Salimos juntos dos semanas, unas cinco veces, antes de llegar a acostarnos. Y quizás lo pasásemos mejor antes de acostarnos que después.

Yo iba a trabajar al estudio durante el día, elaboraba el guión, echaba unos tragos con Malomar y luego volvía a la suite del Hotel Beverly Hills y leía. A veces iba al cine. Por las noches estaba citado con Janelle; ella venía a buscarme a la suite, me daba una vuelta por los cines y luego íbamos a un restaurante, y después otra vez a la suite. Bebíamos algo y charlábamos, y ella se iba a casa hacia la una de la madrugada. Éramos camaradas, no amantes.

Me explicó por qué se había divorciado de su marido. Cuando estaba embarazada, sentía muchos deseos, pero él no le hacía caso a causa de su preñez. Luego, cuando el niño nació, a ella le encantaba darle de mamar, le entusiasmaba que la leche fluyese de su pecho y que al niño le gustase. Quiso que su marido probase la leche, que le chupase el pecho y sintiese el flujo. Creyó que sería algo estupendo. Su marido rechazó la proposición con repugnancia. Y a partir de esto terminó para ella.

—Nunca se lo había contado a nadie —me explicó.

—Dios mío —dije—. Estaba loco.

Una noche, tarde ya, en la suite, se sentó en el sofá a mi lado. Nos hicimos carantoñas como jovencitos, yo le bajé las bragas y entonces ella me apartó y se levantó. Por entonces, yo tenía los pantalones bajados y ella, medio riendo y medio llorando, me dijo:

—Lo siento. Soy una mujer inteligente, pero sencillamente no puedo.

Nos miramos y los dos nos echamos a reír. Formábamos un cuadro demasiado cómico, con las piernas desnudas: ella con las bragas blancas a los pies, yo con los pantalones y los calzoncillos en los tobillos.

Me agradaba ya demasiado para enfadarme con ella. Y, aunque resulte extraño, no me sentí rechazado.

—De acuerdo —dije.

Me subí los pantalones. Ella se subió las bragas y volvimos a abrazarnos en el sofá. Cuando se iba, le pregunté si volvería a la noche siguiente. Me dijo que sí y comprendí que se acostaría conmigo.

La noche siguiente entró y me besó. Luego dijo, con una tímida sonrisa:

—Mierda, adivina lo que pasó.

Sabía suficientemente, a pesar de mi inocencia, para entender que cuando una presunta compañera de lecho dice algo parecido, estás listo. Pero no me preocupé.

—Estoy indispuesta —dijo.

—Eso no me importa, si no te importa a ti —dije yo.

La cogí de la mano y la llevé al dormitorio. En dos segundos estábamos desnudos en la cama, salvo las bragas de ella, y pude sentir la compresa debajo.

—Quítate todo eso —dije.

Lo hizo. Nos besamos y nos abrazamos.

No estábamos enamorados aquella primera noche. Sólo nos gustábamos mucho. Hicimos el amor como críos. Sólo besando y jodiendo directamente. Y abrazándonos y hablando y sintiéndonos cómodos y a gusto. Ella tenía la piel sedosa y un trasero delicioso y suave, pero no blando.

Sus pechos eran pequeños, pero poseían una gran sensibilidad. Los pezones eran grandes y rojos. Hicimos el amor dos veces en el espacio de una hora; hacía mucho tiempo que no me sucedía esto. Por último, sentimos sed y yo fui a la otra habitación a abrir una botella de champán. Cuando regresé al dormitorio, ella había vuelto a ponerse las bragas. Estaba en la cama sentada con las piernas cruzadas y una toalla húmeda en la mano; estaba limpiando las manchas de sangre de las sábanas blancas. Me quedé allí de pie observándola, desnudo, los vasos de champán en la mano, y fue entonces cuando sentí por primera vez aquella abrumadora sensación de ternura que es la señal de la condena. Ella alzó los ojos y me sonrió, su pelo rubio enmarañado, sus inmensos ojos castaños miopemente serenos.

—No quiero que lo vea la doncella —dijo.

—No, no queremos que sepa lo que hicimos —dije yo.

Ella siguió frotando muy seria, mirando muy de cerca las sábanas para asegurarse de que lo había limpiado todo.

Luego, dejó caer al suelo la toalla húmeda y cogió un vaso de champán de mi mano. Nos sentamos juntos en la cama, bebiendo y sonriéndonos estúpidamente de un modo delicioso, como si hubiésemos formado los dos un equipo, y hubiésemos pasado una especie de prueba importante. Pero aún no nos habíamos enamorado. La relación sexual había sido buena, pero no sensacional. Estábamos simplemente contentos de estar juntos, y cuando tuvo que irse a casa, le pedí que se quedara a dormir, pero dijo que no podía y yo no insistí. Pensé que quizás viviese con un tío y pudiese volver tarde, pero no quedarse toda la noche. Y no me molestaba. Eso era lo bueno de no estar enamorado.

Una cosa del movimiento de liberación de la mujer es que quizás haga menos vulgar lo de enamorarse. Porque, claro está, cuando nos enamoramos nosotros fue siguiendo la tradición más vulgar y sentimental. Nos enamoramos peleándonos.

Antes de eso, tuvimos un pequeño problema. Una noche, en la cama, no pude conseguirlo del todo. No era impotencia, sólo que no podía terminar. Y ella se esforzaba al máximo por que yo lo consiguiera. Por último, empezó a llorar y a gritar que nunca volvería a tener relaciones sexuales, que odiaba tales relaciones y que por qué las habíamos iniciado. Lloraba abrumada de frustración y de sensación de fracaso. Me eché a reír. Le expliqué que no había ningún problema. Que estaba cansado. Que tenía muchísimas cosas en la cabeza, una película de cinco millones de dólares, por ejemplo, más todas las obsesiones y los sentimientos habituales de culpabilidad del varón norteamericano condicionado del siglo veinte que ha llevado una vida ordenada. La abracé y hablamos un rato y luego, más tarde, los dos sentimos… sin ningún esfuerzo. Aún no era excepcional, pero sí bueno.

En fin. Llegó el momento de volver a Nueva York para ocuparme de asuntos familiares, y luego, cuando volví a California, nos citamos la primera noche después de mi vuelta. Estaba tan nervioso que, camino del hotel, en el coche de alquiler, me salté un semáforo en rojo y me dio un golpe otro coche. No me hice daño, pero tuve que conseguir un coche nuevo y supongo que fue una impresión un tanto fuerte. La cosa es que cuando llamé a Janelle, se sorprendió. Ella había interpretado mal las cosas. Creía que era a la noche siguiente. Me enfadé muchísimo. Casi había muerto por poder verla y me salía con aquello. Pero me mostré educado y correcto.

Le dije que tenía cosas que hacer a la noche siguiente, pero que la llamaría en aquella semana, más adelante, cuando supiese que iba a estar libre. Ella no tenía ni idea de que yo estuviese enfadado y charlamos un rato. No la llamé, claro. Cinco días después, me llamó ella. Éstas fueron sus primeras palabras:

—Oye, pedazo de cabrón, creí que te gustaba de verdad. Y ahora me sales con este desplante de Don Juan y no me llamas. ¿Por qué demonios no diste la cara y me dijiste que ya no te gustaba?

—Escucha —dije—. La falsa eres tú. Sabías perfectamente que estábamos citados aquella noche. Cancelaste la cita porque tenías algo mejor que hacer.

Entonces, ella dijo muy tranquila y convincentemente:

—O yo interpreté mal, o cometiste tú el error.

—Eres una perfecta mentirosa —le dije.

Me resultaba increíble que yo pudiese sentir aquella cólera infantil. Pero quizás fuese algo más. Había confiado en ella. Había pensado que era un ser magnífico. Me había salido con uno de los trucos femeninos más viejos. Lo sabía porque, antes de casarme, me había pasado lo mismo cuando las chicas rompían de aquel modo sus compromisos conmigo. Y nunca había considerado gran cosa a aquellas chicas.

No había duda. Aquello había terminado y en realidad me daba igual. Pero dos noches después, ella me llamó.

Nos saludamos y luego dijo:

—Creí que realmente te gustaba.

Y sin pensarlo, dije:

—Querida, lo siento.

No sé por qué dije «querida». Nunca uso esa palabra. Pero eso la suavizó.

—Quiero verte —dijo.

—Ven —dije.

Se echó a reír.

—¿Ahora?

Era la una de la madrugada.

—Claro —dije.

Se echó a reír de nuevo.

—De acuerdo —dijo.

Unos veinte minutos después estaba allí. Yo tenía preparada una botella de champán. Charlamos, y luego dije:

—¿Quieres que nos acostemos?

Dijo que sí.

¿Por qué es tan difícil describir algo totalmente gozoso? Fue la relación sexual más inocente del mundo y fue magnífica. No me había sentido tan feliz desde que era niño y en verano jugaba a la pelota todo el día. Y comprendí que podía perdonar cualquier cosa a Janelle cuando estaba con ella y no perdonarle nada cuando estaba lejos de ella.

Le había dicho en una ocasión antes que la amaba, y ella me había dicho que no dijese aquello, que sabía que no lo decía en serio. Yo no estaba seguro de ser sincero, así que le dije que bueno, de acuerdo. No lo dije entonces. Pero en algún momento de la noche los dos nos despertamos e hicimos el amor y ella dijo muy seria en la oscuridad:

—Te quiero.

Dios mío. Es tan condenadamente cursi todo el asunto. Está tan lleno de palabrería que lo utilizan para hacerte comprar un nuevo tipo de crema de afeitar o volar en unas líneas aéreas concretas. Pero ¿por qué es tan eficaz, pese a todo? A partir de entonces, todo cambió. El acto sexual se convirtió en algo especial. Yo jamás había, literalmente, visto a otra mujer. Y me bastaba sólo el mirarla para sentirme excitado. Cuando iba a recibirme al avión, la acorralaba detrás de los coches en el aparcamiento para tocarle los pechos y las piernas y besarla veinte veces antes de tomar el coche para ir al hotel.

No podía esperar. En una ocasión, cuando ella protestaba entre risas, le hablé de los osos polares. De cómo un oso polar macho sólo podía reaccionar al olor de una hembra concreta y, a veces, tenía que vagar a lo largo de quinientos kilómetros cuadrados de hielo ártico para poder joderla. Y que por eso había tan pocos osos polares. Esto la sorprendió, y luego cayó en la cuenta de que estaba tomándole el pelo y me dio un puñetazo. Pero le dije que ése era realmente el efecto que ella ejercía en mí. Que no era amor ni que ella fuese terriblemente guapa y lista y todo lo que yo había soñado siempre en una mujer desde niño. No era eso en absoluto. Yo no me dejaba arrastrar por la palabrería cursi del amor y demás. Era sencillamente que ella tenía el efluvio adecuado; su cuerpo emitía el aroma que me correspondía a mí. Era muy simple y no había por qué hacer alarde de ello. Lo estupendo fue que ella lo entendió. Sabía que no estaba tomándole el pelo. Que estaba rebelándome contra mi rendición a ella y contra el tópico del amor romántico. Así que se limitó a abrazarme y dijo:

—De acuerdo, de acuerdo.

Y cuando yo dije: «Así que no te bañes demasiado», ella se limitó a abrazarme de nuevo y a repetir: «De acuerdo».

Porque realmente era lo último que yo podía desear. Estaba casado y era feliz en mi matrimonio. Amaba a mi mujer más que a nadie en el mundo y cuando empecé a serle infiel aún me gustaba más que ninguna otra mujer que hubiera conocido. Así que entonces, por primera vez, empecé a sentirme culpable con ambas. Las historias de amor siempre me habían irritado.

En fin, nosotros éramos más complicados que los osos polares. Y el truco de mi cuento de hadas, que no le aclaré a Janelle, era que la hembra del oso polar no tenía el mismo problema que el macho. Y luego, por supuesto, cometí las estupideces que suele cometer la gente cuando está enamorada. Pregunté taimadamente cosas de ella. ¿Daba citas a productores y a actores para conseguir papeles? ¿Tenía otras aventuras? ¿Tenía otro novio? En otras palabras, ¿era promiscua y andaba jodiendo con muchos otros sin darle importancia? Es curioso que uno haga las cosas que hace cuando está enamorado de una mujer. Nunca las harías con un tipo que te agradase. Con él siempre confiarías en tu propio juicio, en tu propia impresión. Con las mujeres siempre desconfías. Hay algo realmente asqueroso en lo de estar enamorado.

Y si hubiese encontrado algo sospechoso relacionado con ella, no me habría enamorado. A qué cosas nos empujaba el estúpido romanticismo. No es extraño que muchas mujeres odien hoy a los hombres. Mi única excusa era que había sido un ermitaño que me había pasado muchos años escribiendo y que, para empezar, nunca había sido nada experto en cuestión de mujeres. En fin, no pude encontrar nada escandaloso en su conducta. No iba a fiestas, no estaba relacionada con ningún actor. En realidad, siendo una chica que había aparecido y trabajado en películas bastantes veces, se sabía muy poco de ella. No iba con ninguno de los grupos del mundo del cine ni a ninguno de los bares y restaurantes a los que iba todo el mundo. No aparecía nunca en las columnas de chismorreo. Era, en suma, la chica del sueño de un ermitaño serio. Incluso le gustaba leer. ¿Qué más podía desear yo?

Al preguntar, descubrí, para mi sorpresa, que Doran Rudd se había criado con ella en un pueblecito de Tennessee. Él me explicó que era la chica más honrada de Hollywood. Me dijo también que no perdiese el tiempo, que nunca conseguiría acostarme con ella. Esto me encantó. Le pregunté su opinión y me dijo que era la mejor mujer que había conocido en su vida. Mucho después, y fue Janelle quien me lo dijo, me enteré de que habían sido amantes, habían vivido juntos, y había sido Doran quien la había llevado a Hollywood.

En fin, era muy independiente. En una ocasión intenté pagarle la gasolina cuando dábamos una vuelta en su coche. Se echó a reír, y se negó. No le preocupaba cómo vistiese yo y le agradaba el que a mí no me importase cómo vestía ella, íbamos al cine, ambos con vaqueros y jersey, e incluso comíamos en alguno de los lugares de moda que nos quedaban de paso. Teníamos suficiente prestigio para poder permitírnoslo. Todo funcionaba perfectamente. La relación sexual resultaba magnífica, tan buena como cuando eres un muchacho, y con inocentes estimulaciones previas, que eran más eróticas que cualquier sesión porno.

Hablamos a veces de que se comprase ropa interior de fantasía, pero nunca llegamos a hacerlo. Un par de veces, intentamos utilizar los espejos para captar todas las imágenes, pero ella era muy miope y demasiado vanidosa para ponerse gafas. En una ocasión, incluso leímos juntos un libro sobre sexo anal. Nos excitó mucho y ella dijo que de acuerdo. Trabajamos con mucho cuidado, pero no teníamos vaselina. Así que usamos su crema de belleza. Fue realmente divertido porque la frialdad de la crema daba una extraña sensación, como si hubiese bajado la temperatura. En cuanto a ella, la crema no funcionó y se quejaba mucho. En fin, lo dejamos. No era para nosotros. Nosotros éramos demasiado normales. Riendo como niños, nos bañamos. El libro insistía mucho en la necesidad de lavarse después de la copulación anal. Acabamos concluyendo con que no necesitábamos ninguna ayuda. Era sencillamente estupendo. Y así, vivimos felices después de eso. Hasta que nos hicimos enemigos.

Durante la época feliz ella me contó, como una rubia Sherezade, la historia de su vida. Y así, yo vivía no dos sino tres vidas. Mi vida familiar en Nueva York con mi mujer y mis hijos. Mi vida con Janelle en Los Ángeles, y la vida de Janelle antes de conocernos. Utilizaba los reactores que cruzaban el país como alfombras mágicas. Nunca había sido tan feliz en toda mi vida. Trabajar en el cine era, como apostar o jugar, relajante. Por fin había encontrado el quid de lo que debía ser la vida. Y nunca en mi vida había sido yo tan encantador. Mi mujer estaba feliz. Janelle estaba feliz. Mis hijos estaban felices.

Artie no sabía lo que estaba pasando, pero una noche en que cenábamos juntos, dijo de pronto:

—Sabes, por primera vez en mi vida ya no me preocupo por ti.

—¿Cuándo empezó eso? —dije, pensando que era por mi éxito con el libro y por el hecho de que trabajase en el cine.

—Justo ahora —dijo Artie—. Justo en este momento.

Inmediatamente, me puse alerta.

—¿Qué significa eso exactamente? —pregunté.

Artie se lo pensó un poco.

—Nunca eras realmente feliz —dijo—. Siempre eras un cabrón amargado. No tenías amigos de verdad. Lo único que hacías era leer libros y escribir libros. No podías soportar las fiestas, ni las películas ni la música ni nada. Ni siquiera podías soportar que nuestras familias cenaran juntas en los días de fiesta. Dios mío, ni siquiera disfrutabas nunca de tus hijos.

Esto me sorprendió y me ofendió. No era cierto. Quizás así lo pareciese, pero en realidad no era cierto. Sentí una desagradable sensación en el estómago. Si Artie pensaba aquello de mí, ¿qué pensarían otras personas? Sentí aquella sensación familiar de desolación.

—Eso no es verdad —dije.

Artie me sonrió:

—Claro que no. Sólo quiero decir que ahora eres más abierto con otras personas además de conmigo. Valerie dice que ahora resulta muchísimo más cómodo vivir contigo.

También esto me irritó. Mi mujer debía haberse quejado durante todos aquellos años, sin que yo lo supiera. Jamás me hizo reproches, pero en aquel momento me di cuenta de que nunca la había hecho realmente feliz, al menos después de los primeros años de nuestro matrimonio.

—Bueno, ahora por lo menos es feliz —dije.

Artie asintió. Y yo pensé que todo aquello era completamente estúpido, que había tenido que serle infiel a mi mujer para hacerla feliz. Y de pronto comprendí que amaba a Valerie en aquel momento más de lo que la hubiese amado nunca. Y esto me hizo reír. Era todo muy razonable, y estaba en los libros de texto que yo había estado leyendo. Porque en cuanto me vi en la posición clásica de marido infiel empecé naturalmente a leer toda la literatura relacionada con el tema.

—¿A Valerie no le importa que yo vaya tanto a California? —pregunté.

Artie se encogió de hombros.

—Creo que le gusta. Ya sabes que yo estoy acostumbrado a ti, pero de todos modos tu carácter es como para sacar de quicio a cualquiera.

Esto también me irritó, pero nunca podía llegar a enfadarme de veras con mi hermano.

—Eso es magnífico —dije—. Mañana me voy a California para seguir trabajando en el guión de la película.

Artie sonrió. Él comprendía cuáles eran mis sentimientos.

—Mientras sigas volviendo —dijo—. No podemos vivir sin ti.

Nunca decía cosas tan sentimentales, pero se había dado cuenta de que había herido mis sentimientos. Aún me trataba como a un niño.

—Vete a la mierda —dije, pero me sentía de nuevo contento.

Parece increíble que sólo veinticuatro horas después estuviese a casi cinco mil kilómetros de distancia solo con Janelle, en la cama, y escuchando la historia de su vida.

Una de las primeras cosas que me contó fue que ella y Doran Rudd eran viejos amigos, que habían crecido en el mismo pueblo sureño de Johnson City, Tennessee, y que, por último, se habían hecho amantes y se habían trasladado a California, donde ella se había convertido en actriz y Doran en agente.