27

Malomar Films, aunque subsidiaria de los Estudios TriCultura de Moisés Wartberg, operaba sobre una base completamente independiente en el aspecto creador, y tenía un pequeño estudio propio. Y así, Bernard Malomar trabajaba con libertad total para la película que proyectaba sobre la novela de John Merlyn.

A Malomar únicamente le interesaba hacer buenas películas, lo cual nunca era tarea fácil, y menos con los Estudios TriCultura de Wartberg vigilando constantemente todos sus movimientos. Odiaba a Wartberg. Eran enemigos reconocidos, pero Wartberg, como enemigo, era un individuo interesante con el que resultaba divertido tratar. Además, Malomar respetaba el talento de Wartberg como financiero y como ejecutivo. Sabía que no podía haber cineastas como él sin alguien detrás que tuviese ese talento.

Malomar, en sus elegantes oficinas situadas en un rincón de su propio estudio, tenía que enfrentarse con un grano en el culo mayor que Wartberg, aunque menos mortífero. Si Wartberg era como un cáncer en el recto, según decía en broma Malomar, Jack Houlinan era unas hemorroides y, en el trato diario, mucho más irritante.

Jack Houlinan, vicepresidente a cargo de las relaciones públicas en el departamento de creación, jugaba su papel de genio número uno en su oficio con tremenda sinceridad. Cuando te pedía que hicieras algo desagradable y te negabas, admitía con violento entusiasmo tu derecho a negarte. Su frase favorita era:

—Cualquier cosa que digas es válida para mí. Jamás intentaría convencerte de que hicieras algo que no quisieras hacer. Yo sólo preguntaba.

Esto lo decía después de un discurso de una hora explicándote por qué tenías que tirarte del rascacielos Empire State para conseguir que tu nueva película ocupase mayor espacio en el Times.

Pero con sus jefes, como el vicepresidente a cargo de la producción de los estudios internacionales TriCultura de Wartberg, con aquella película de Merlyn para Malomar Films, y su propio cliente personal, Ugo Kellino, era mucho más franco, más humano. Y ahora hablaba con toda franqueza con Bernard Malomar, que en realidad no le concedía tiempo para contar tonterías.

—Estamos metidos en un lío —dijo Houlinan—. Creo que esta condenada película puede ser la mayor bomba desde Nagasaki.

Malomar era el jefe de estudio más joven desde Thalberg, y le gustaba mucho interpretar el papel de genio tonto. Muy serio, dijo:

—No conozco esa película, y creo que exageras mucho. Creo que te preocupa por Kellino. Quieres que gastemos una fortuna sólo porque ese tipo decidió dirigir él mismo y quieres cubrirle los riesgos.

Houlinan era el representante particular de relaciones públicas de Ugo Kellino, con un sueldo de cincuenta mil al año. Kellino era un gran actor, pero estaba casi certificablemente loco de pura egolatría, enfermedad no muy rara entre los grandes actores, actrices, directores e incluso escritores de guiones que soñaban con convertirse en guionistas profesionales. La egolatría en la tierra del cine es como la tuberculosis en un pueblo minero. Algo endémico y devastador, aunque no necesariamente mortal.

De hecho, su egolatría hacía a muchos de ellos más interesantes de lo que habrían sido sin ella. Esto era aplicable a Kellino. Tal era su dinamismo en la pantalla, que había sido incluido en una lista de los cincuenta hombres más famosos del mundo. En su estudio tenía un recorte de periódico al que había añadido unas palabras escritas por él mismo con lápiz rojo: «Por joder». Houlinan decía siempre con voz afectada y admirada: «Kellino sería capaz de joderse a una serpiente». Acentuando la palabra, como si la frase no fuese un viejo cliché machista, sino algo especialmente acuñado para su cliente.

Un año atrás Kellino había insistido en dirigir su próxima película. Era uno de los pocos actores famosos que podía salirse con la suya al respecto. Pero le habían adjudicado un presupuesto muy estricto, dejando bien atado el dinero que le entregaban y los porcentajes correspondientes. Malomar Films aportaba un máximo de dos millones, pero no pasaría de ese tope. Sólo por si Kellino perdía el control y empezaba a hacer cien tomas de cada escena con su última chica frente a él o su último chico debajo de él. Cosas ambas que había pasado a hacer sin ningún visible, perjuicio para la película. Pero luego había empezado a meterse con el guión. Largos monólogos, las luces tenues y suaves sobre su expresión desesperada; había explicado la historia de su trágica niñez en dolorosísimas visiones retrospectivas para explicar por qué se tiraba chicos y chicas en la pantalla. Lo que quería indicar era que si hubiese tenido una niñez decente, nunca se habría tirado a nadie. Y por último él tenía la decisión final, los estudios no podían arreglar legalmente la película en la sala de montaje. Malomar no estaba demasiado preocupado, pues lo harían en caso necesario. La actuación de Kellino proporcionaría de nuevo al estudio los dos millones. De eso no había duda. Todo lo demás, daba igual. Y si las cosas se ponían muy mal, podía enterrar la película en distribución. Nadie la vería. Y él habría salido del asunto consiguiendo su principal objetivo; que Kellino actuase en la novela de John Merlyn, que había tenido tanto éxito, y que Malomar estaba convencido de que daría una fortuna a los estudios.

—Tenemos que hacer una campaña especial —decía Houlinan—. Tenemos que gastar mucho dinero. Tenemos que vender el artículo como un artículo de calidad.

—Dios mío —decía Malomar.

Malomar solía ser más comedido. Pero estaba harto de Kellino. Estaba harto de Houlinan y estaba harto del cine. Lo cual no significaba nada. Porque estaba cansado de las mujeres guapas y de los hombres simpáticos. Estaba cansado del clima de California. Para distraerse estudiaba a Houlinan. Sentía hacía él y hacia Kellino un rencor persistente desde hacía mucho tiempo.

Houlinan vestía maravillosamente. Traje de seda, corbata de seda, zapatos italianos, reloj Piaget. Le hacían por encargo las monturas de las gafas, negras y con reflejos dorados. Tenía el suave y dulce rostro irlandés de los predicadores espectrales que llenaban las pantallas de televisión de California los domingos por la mañana. Resultaba fácil creer que fuese un hijo de puta de negro corazón y que estuviese orgulloso de ello.

Años atrás, Kellino y Malomar habían tenido un enfrentamiento en un restaurante público, un vulgar enfrentamiento a gritos que se convirtió en una noticia humillante en las columnas de los periódicos y en los ambientes profesionales. Y Houlinan había dirigido una campaña para conseguir que Kellino saliese de aquello como el héroe y Malomar como el malvado, el malévolo jefe de estudio que intentaba humillar al heroico astro de cine. Houlinan era un genio, desde luego. Aunque un poco miope. Malomar le había hecho pagar aquello desde entonces.

Durante los últimos cinco años, no había pasado ni un mes sin que los periódicos publicasen la noticia de que Kellino había ayudado a alguien menos afortunado que él. ¿Que una pobre chica con leucemia necesitaba una transfusión de un tipo especial de sangre de un donante que vivía en Siberia? En la página cinco de todos los periódicos se leía que Kellino había enviado a Siberia su reactor particular. ¿Que un negro acababa en una cárcel del sur por sus protestas? Kellino enviaba por correo el dinero de la fianza. Si un policía italiano con siete hijos perecía en una emboscada de los panteras negras en Harlem, allá mandaba Kellino un cheque de diez mil dólares para la viuda y creaba un fondo para que los siete hijos pudieran estudiar. Si se acusaba a un pantera negra de matar a un policía, Kellino mandaba diez mil dólares para pagar su defensa. Si caía enfermo un famoso veterano del cine de los viejos tiempos, los periódicos informaban que Kellino se había hecho cargo de la cuenta del hospital y le había proporcionado un papel en su próxima película para que pudiera ganarse la vida. Uno de estos viejos veteranos con diez millones guardados y con odio acumulado contra su profesión, concedió una entrevista en la que atacaba la generosidad de Kellino, rechazándola, y la cosa resultaba tan divertida que ni siquiera el gran Houlinan pudo impedir su publicación.

Y Houlinan tenía más talentos ocultos. Era además un vanidoso cuya finísima nariz para las nuevas aspirantes a estrella le convertía en el Daniel Boone de los bosques de celuloide de Hollywood. Houlinan presumía de su técnica:

—Dile a una actriz que estuvo muy bien en su pequeño papel. Díselo tres veces en una noche y te bajará los pantalones y te arrancará la polla de raíz.

Era, además, el adelantado de Kellino, y comprobaba a menudo los talentos de la chica en la cama antes de pasársela. Las que eran demasiado neuróticas, incluso para los amplios criterios de la industria, nunca pasaban a Kellino. Pero, como decía a menudo Houlinan:

—Lo que Kellino rechaza, merece la pena probarlo.

Malomar dijo, con el primer placer que saboreaba aquel día:

—No cuentes con grandes presupuestos de publicidad. No son para películas como ésta.

Houlinan le miró pensativo.

—¿Qué te parece si hacemos un poco de promoción privada con alguno de los críticos más importantes? Hay un par de ellos, de los mejores, que me deben un favor.

—No quiero desperdiciarlo en esto —dijo secamente Malomar.

No añadió que pensaba invertir todo lo posible en la gran película del año siguiente. Ya lo tenía todo planeado, y en aquella película Houlinan no tendría la sartén por el mango. En la siguiente película quería ser él la estrella, no Kellino.

Houlinan le miró pensativo. Luego dijo:

—Creo que tendré que montar la campaña por mi cuenta.

—No se te olvide que aún es una producción de Malomar Films —dijo Malomar cansinamente—. Consúltalo todo conmigo, ¿de acuerdo?

Por supuesto —dijo Houlinan con su énfasis especial, como si no se le hubiese pasado por la cabeza hacer otra cosa.

Entonces Malomar añadió suavemente:

—No olvides, Jack, que hay algo que no conseguirás conmigo. Me da igual que seas lo que seas.

Houlinan dijo entonces, con su desconcertante sonrisa:

—Eso nunca lo olvido. ¿Lo he olvidado alguna vez? Escucha, hay una tía muy buena que es de Bélgica. La tengo escondida en el bungalow del Hotel Beverly Hills. ¿Quieres que nos veamos mañana a la hora del desayuno?

—En otra ocasión —dijo Malomar.

Estaba harto de que llegaran en avión mujeres de todo el mundo a que las jodieran. Estaba harto de todas aquellas caras hermosas, delicadas, pinceladas, aquellos cuerpos esbeltos y elegantes perfectamente vestidos, de las beldades con las que le fotografiaban constantemente en fiestas, restaurantes y estrenos. Era famoso no sólo como el productor de más talento de Hollywood, sino como el que tenía las mujeres más guapas. Sólo sus amigos más íntimos sabían que lo que a él le gustaba eran las gordas criadas mexicanas que trabajaban en su mansión. Cuando le tomaban el pelo por su deformación, Malomar siempre decía que su medio preferido de tranquilizarse era hacerle una lamida a una mujer. Y que aquellas mujeres maravillosas de las revistas no tenían nada que lamer, sólo pelo y huesos. Las doncellas mexicanas tenían carne y jugo. No es que todo esto fuese siempre cierto. Era sólo que Malomar, sabiendo el aspecto elegante que tenía, quería mostrar su desprecio por aquella elegancia.

En aquel momento de su vida, lo único que Malomar quería era hacer una buena película. Para él, las horas más felices eran las de después de cenar, cuando iba a la sala de montaje y trabajaba allí hasta las tantas de la madrugada en una nueva película.

Cuando Malomar acompañó a Houlinan hasta la puerta, su secretaria le susurró que el escritor de la novela estaba esperando con su agente, Doran Rudd. Malomar dijo a su secretaria que les hiciese pasar. Se los presentó a Houlinan.

Houlinan hizo una rápida valoración de los dos hombres. A Rudd le conocía. Sincero, simpático; en suma, un tipo listo. Era un personaje definido. El escritor también lo era.

El novelista ingenuo que va a trabajar en el guión de su película, deslumbrado por Hollywood, a quien engañan los productores, los directores, los jefes del estudio y que luego se enamora de una aspirante a estrella y destroza su vida divorciándose de su esposa de veinte años por una tía que ha estado jodiendo con todos los jefes de reparto de la ciudad sólo para conseguir una oportunidad. Y luego se indigna por la forma en que mutilan en la pantalla su estúpida novela. Aquél no era distinto. Era tranquilo y evidentemente tímido y vestía como un patán. No como los patanes que seguían la moda, que era la nueva ola incluso entre productores como Malomar y estrellas que buscaban tejanos especialmente remendados y gastados que preparaban con la mayor exquisitez los mejores sastres… no, aquél era un auténtico patán. Y tan feo como aquel jodido actor francés que tenía tanto éxito en Europa. Bueno, él, Houlinan, pondría su granito de arena para descuartizar a aquel tipo y hacerle picadillo.

Houlinan saludó efusivamente al escritor John Merlyn, y le dijo que su libro era el mejor que había leído en su vida. No lo había leído.

Luego se paró en la puerta, se volvió y dijo al escritor:

—Oye, a Kellino le encantaría ver su película contigo esta tarde. Tenemos una conferencia con Malomar después, y sería una gran publicidad para la película. ¿Te parece bien a las tres en punto? Habrás acabado ya aquí, ¿no?

Merlyn dijo que de acuerdo, Malomar hizo una mueca. Sabía que Kellino ni siquiera estaba en la ciudad, que estaba tostándose en Palm Springs y que no llegaría hasta las seis. Houlinan iba a hacer esperar a Merlyn sólo para enseñarle cómo eran las cosas en Hollywood. En fin, por lo menos aprendería.

Malomar, Doran Rudd y Merlyn charlaron ampliamente sobre el guión de la película. Malomar advirtió que Merlyn parecía razonable y dispuesto a cooperar, y que no era uno de los cargantes habituales. Explicó al agente el cuento de siempre, lo de que invertirían en la película un millón cuando todo el mundo sabía que tendrían que acabar gastando cinco. Sólo cuando se fueron, tuvo Malomar su primera sorpresa. Le mencionó a Merlyn que podía esperar a Kellino en la biblioteca. Merlyn miró el reloj y dijo suavemente:

—Son las tres y diez. Yo nunca espero a nadie más de diez minutos. Ni siquiera a mis hijos.

Luego se largó.

Malomar sonrió al agente.

—Ay, los escritores —dijo.

Pero solía decir «ay, los actores» en el mismo tono de voz. Y lo mismo decía de productores y directores. Nunca lo decía de las actrices porque no podías rebajar a un ser humano que tenía que lidiar con un ciclo menstrual y quería ser actriz al mismo tiempo. Esto las hacía endiabladamente locas al principio.

Doran Rudd se encogió de hombros.

—Ni siquiera espera a los médicos. Tuvimos que hacer los dos una revisión médica, y teníamos hora para las diez. Ya conoces las consultas de los médicos. Siempre hay que esperar unos minutos. Pues le dijo a la recepcionista: «Yo vine a tiempo, ¿por qué no vino a tiempo el médico?». Y se largó.

—Dios mío —dijo Malomar.

Notaba dolores en el pecho. Fue al baño y tomó una pastilla para el corazón y luego fue a echarse una siesta en el sofá, tal como le había recomendado el médico. Ya le despertaría una de sus secretarias cuando llegaran Houlinan y Kellino.

«La mujer de piedra es la primera obra que dirige Kellino. Como actor siempre fue maravilloso; como director no llega siquiera a ser competente. Como filósofo es pretencioso y desdeñable. No quiere esto decir que La mujer de piedra sea una mala película. En realidad no es que sea basura, sino simplemente algo hueco.

»Kellino domina la pantalla, creemos siempre en el personaje que él interpreta, pero en este caso el personaje que interpreta es un hombre que no nos interesa en absoluto. ¿Cómo puede interesarnos un hombre que destroza su vida por una muñeca de cabeza vacía como Selina Denton, cuya personalidad atrae a hombres que se dan por satisfechos con mujeres de pechos y trasero extravagantemente redondeados, según el estilo típico de la fantasía machista?».

La actuación de Selina Denton —su estilo inexpresivo, su rostro insípido crispado en muecas de éxtasis— resulta sencillamente embarazosa. ¿Cuándo aprenderán los jefes de reparto de Hollywood que lo que el público quiere es ver mujeres reales en la pantalla? Una actriz como Billie Stroud, con su dominante presencia, su técnica inteligente y vigorosa, su impresionante apariencia (es verdaderamente guapa si uno es capaz de olvidar todos los estereotipos de anuncios de desodorantes que el macho norteamericano ha convertido en ídolos desde la invención de la televisión) podría haber salvado la película, y es sorprendente que Kellino, un actor tan inteligente y de tan fina intuición, no percibiese esto al hacer el reparto. Lo más probable es que su trabajo como actor, director y coproductor fuese excesivo y le impidiese apreciarlo.

»El guión de Hascom Watts es uno de esos ejercicios seudoliterarios que se leen bien sobre el papel, pero que filmados no tienen el menor sentido. Se pretende provocar en el espectador una sensación de tragedia con un hombre al que no le pasa nada trágico, un hombre que al final se suicida porque fracasa como actor (todo el mundo le falla) y porque una mujer egoísta y de cabeza hueca usa su cabeza (todo ante los ojos del espectador) para traicionarle de la forma más insustancial desde las heroínas de Dumas hijo.

»El contrapunto de Kellino intentando salvar el mundo convirtiéndose en el hado justo de todas las disputas sociales, es bienintencionado pero básicamente fascista en su concepción. El aguerrido héroe liberal se convierte por evolución en el dictador fascista, como hizo Mussolini. El tratamiento de las mujeres en esta película es también básicamente fascista; se limitan a manipular a los hombres con sus cuerpos. Cuando participan en movimientos políticos, se nos muestran como destructoras de los hombres que luchan por un mundo mejor. ¿Es que Hollywood no puede creer por un instante que haya una relación entre hombres y mujeres en la que el sexo no juegue un papel? ¿Es que no puede mostrar aunque sólo sea por una vez que las mujeres poseen las virtudes “varoniles” de creer en la humanidad y en su lucha terrible por seguir adelante? ¿Es que no tienen imaginación para prever que las mujeres podrían, podrían al menos, sentirse satisfechas con una película que las retratase como verdaderos seres humanos, en vez de esas conocidas títeres rebeldes que rompen los lazos con que las atan los hombres?

»Kellino no tiene dotes de director; no alcanza un nivel de competencia. Sitúa la cámara donde ha de estar; el único problema es que nunca la controla. Pero su actuación salva la película del desastre completo al que los defectos del guión la condenan. La dirección de Kellino no ayuda nada, pero no destruye la película. El resto del reparto es simplemente espantoso. No es justo desdeñar a un actor por su aspecto, pero Georges Howies es físicamente demasiado viscoso incluso para el viscoso papel que aquí interpreta. Selina Denton tiene un aire demasiado hueco incluso para la mujer vacía que interpreta aquí. No es mala idea, a veces, elegir un reparto que contradiga los roles, y quizás Kellino debiera haberlo hecho en su película. Pero tal vez no mereciese la pena. La filosofía fascista del guión, su concepción machista de lo que constituye una mujer “estimable”, condenan todo el proyecto antes del primer golpe de manivela».

—Esa tía puta —dijo Houlinan, no furioso sino con una desesperanza desconcertada—. ¿Qué coño quiere ella que sea una película? Y, demonios, ¿por qué coño seguirá diciéndonos que Billie Stroud es una tía buena? En los cuarenta años que llevo en el cine no he visto una estrella más fea. No la soporto.

—Todos los demás críticos cabrones la secundarán —dijo pensativo Kellino—. Ya podemos olvidarnos de esta película.

Malomar escuchaba a ambos. Un par de granos iguales en el culo. ¿Qué demonios importaba lo que dijese Clara Ford? Siendo Kellino el actor principal recuperarían el dinero y ayudarían a pagar parte de los gastos generales de los estudios. Eso era lo que él esperaba de la película. Y ahora tenía a Kellino enganchado para la película importante, la de la novela de John Merlyn. Y Clara Ford, pese a lo inteligente que era, no sabía que Kellino tenía un director detrás que hacía todo el trabajo sin que se supiera.

La crítica le resultó particularmente odiosa a Malomar. Estaba redactada con tanta autoridad, tan bien escrita, su autora tenía tanta influencia, y sin embargo no tenía la menor idea de lo que era hacer una película. Se quejaba del reparto. No sabía que el principal papel femenino dependía de con quién estuviese jodiendo Kellino, y que los papeles secundarios dependían de con quién estuviese jodiendo el jefe de reparto. ¿Es que no sabía acaso que éstas eran las prerrogativas celosamente guardadas de muchos de los que controlaban ciertas películas? Había un millar de tías por cada pequeño papel y podías joderte a la mitad sin darles nada siquiera, sólo por dejar que los leyeran y decirles que quizá las llamases para otra lectura. Y todos aquellos directores del carajo formando harenes privados, más poderosos que los mayores potentados del mundo en cuanto a mujeres inteligentes y hermosas. No era que uno se molestase siquiera en hacerlo. Incluso esto era demasiado problemático y no valía la pena. Lo que le divertía a Malomar era que la autora de la crítica era la única que captaba el asunto de Houlinan.

Estaba furioso por algo más.

—¿Qué demonios quiere decir con eso de que es fascista? He sido antifascista toda mi vida.

—No es más que un grano en el culo —dijo Malomar cansinamente.

—Usa la palabra «fascista» del mismo modo que nosotros utilizamos la palabra «tía». No quiere decir nada con eso.

Kellino estaba furiosísimo.

—Me importa un carajo lo de mi interpretación. Pero no estoy dispuesto a consentir que me comparen con los fascistas.

Houlinan paseaba por la habitación; estuvo a punto de meter mano en la caja de Montecristos de Malomar, pero se lo pensó mejor.

—Esa tía nos está fastidiando —dijo—. Siempre nos está fastidiando. Y el que le pusieses el veto en los avances no sirvió para nada, Malomar.

Malomar se encogió de hombros.

—No se esperaba que sirviese, lo hice por mi bilis.

Los dos le miraron con curiosidad. Sabían lo que quería decir, pero resultaba inadecuado en él. Malomar lo había leído por la mañana en un guión.

—Hay que dejarse de bromas —dijo Houlinan—, es demasiado tarde para esta película, pero ¿qué coño vamos a hacer con Clara en la siguiente?

—Tú eres el agente de prensa personal de Kellino —dijo Malomar—. Haz lo que quieras. Clara es cosa tuya.

Esperaba terminar aquella conferencia temprano. Si hubiese sido sólo Houlinan, habría acabado en dos minutos. Pero Kellino era uno de los astros de la pantalla de verdadera importancia, y había que besarle el culo con mucha paciencia y muestras extremas de amor.

Malomar tenía programado para el resto del día ir a la sala de montaje. Su mayor placer. Era uno de los mejores editores fílmicos del negocio y lo sabía. Y además le encantaba montar una película de modo que todas las cabezas de las aspirantes a estrella cayeran al suelo. Era fácil reconocerlas. Los primeros planos innecesarios de una chica guapa observando la acción principal. El director se la había tirado, y aquélla era la compensación. Malomar en su sala de montaje le pegaba el tijeretazo, a menos que le agradase el director o las raras veces que la escena tenía sentido. Dios mío, cuántas tías habían dado el paso para verse allí en la pantalla una décima de segundo, pensando que una décima de segundo las facturaría camino de la fama y de la fortuna, que su belleza y su talento resplandecerían como iluminados. Malomar estaba cansado de mujeres guapas. Eran un grano en el culo, sobre todo si eran inteligentes. Lo cual no significaba que no le enganchasen de vez en cuando. Había tenido su cuota de matrimonios desastrosos, tres, todos con actrices. Ahora buscaba cualquier tía que no intentase sacarle nada. Sentía por las chicas guapas lo que siente el abogado al oír el timbre de su teléfono. Sólo puede significar problemas.

—Tráete acá a una de tus secretarias —dijo Kellino.

Malomar tocó el timbre de su mesa y apareció una chica en la puerta como por arte de magia. Malomar tenía cuatro secretarias: dos guardaban la puerta exterior de su oficina y otras dos la puerta del sancta sanctorum, una a cada lado como dragones. No importaba qué desastres pudiesen ocurrir; cuando Malomar tocaba el timbre, aparecía alguien. Tres años atrás había sucedido lo imposible. Había apretado un timbre y no había pasado nada. Una secretaria había tenido una crisis nerviosa en una oficina ejecutiva próxima y un productor autónomo la estaba curando con más gente. Otra había corrido escaleras arriba a contabilidad a buscar cifras sobre los gastos totales de una película. La tercera estaba enferma y no había ido aquel día. La cuarta y última se había visto desbordada por el acuciante deseo de ir a orinar, y se arriesgó. Estableció el récord femenino de meada, pero no bastó. En aquellos segundos fatales, Malomar apretó su timbre y cuatro secretarias no fueron seguridad suficiente. Nadie acudió a su llamada. Las despidió a las cuatro.

Ahora Kellino dictaba una carta a Clara Ford. Malomar admiraba su estilo. Y sabía lo que estaba intentando. No se molestó en decirle que no había ninguna posibilidad.

«Querida señorita Ford —dictaba Kellino—. Sólo mi admiración por su trabajo me impulsa a escribir esta carta y a indicar unos cuantos puntos en los que discrepo de lo que usted dice en su crítica de mi nueva película. No crea, por favor, que esto constituye una queja ni nada parecido. Respeto su integridad lo suficiente y admiro su inteligencia demasiado para emitir una queja improcedente. Sólo quiero explicar que el fracaso de la película, si es que hay tal fracaso, se debe por entero a mi inexperiencia como director. Aún considero el guión maravillosamente escrito. Creo que la gente que trabaja conmigo en la película lo hizo muy bien pese a la carga negativa de mi labor de director. Y eso es todo cuanto tengo que decir, salvo añadir quizás que sigo siendo uno de sus admiradores, y que puede que algún día podamos encontrarnos para comer y tomar una copa y hablar realmente sobre cine y arte. Creo que tengo mucho que aprender antes de dirigir mi próxima película (lo que no será dentro de demasiado tiempo, se lo aseguro). Y, ¿de quién puedo aprender mejor que de usted?

Sinceramente, Kellino».

—De nada servirá —dijo Malomar.

—Puede —dijo Houlinan.

—Tendrás que ir detrás de ella y tirártela —dijo Malomar—. Y es demasiado lista para que puedas engatusarla.

—La admiro realmente —dijo Kellino—. De verdad me gustaría aprender de ella.

—No te preocupes por eso —casi le gritó Houlinan—. Tíratela. Dios mío. Ésa es la solución. Jódela bien jodida.

De pronto, a Malomar los dos le parecieron insoportables.

—No lo hagas en mi oficina —dijo—. Salid de aquí y dejadme trabajar.

Se fueron. No se molestó en acompañarles a la puerta.

A la mañana siguiente, en el circuito especial de oficinas de los estudios TriCultura, Houlinan estaba haciendo lo que más le gustaba. Estaba preparando declaraciones de prensa que harían que uno de sus clientes pareciera Dios. Había consultado el contrato de Kellino para cerciorarse de que tenía autoridad legal para hacer lo que tenía que hacer, y luego escribió:

ESTUDIOS TRICULTURA & MALOMAR FILMS

PRESENTAN

UNA PRODUCCIÓN MALOMAR KELLINO

PROTAGONIZADA POR

UGO KELLINO

FAY MEADOWS

EN UNA PELÍCULA DE UGO KELLINO

«JOYRIDE»

DIRIGIDA POR BERNARD MALOMAR

Luego garrapateó unos cuantos nombres en letras muy pequeñas para indicar que debían imprimirse en tipos pequeños. Luego puso: «Productores ejecutivos: Ugo Kellino y Hagan Cord». Luego: «Producción de Malomar y Kellino». Y luego, con letras mucho más pequeñas: «Guión de John Merlyn, basado en la novela de John Merlyn».

Se hundió en su asiento y admiró su obra. Llamó a su secretaria para que lo pasara a máquina y luego le pidió que trajese el archivo necrológico de Kellino.

Le encantaba mirar aquel archivo. En él se enumeraban las operaciones que habrían de efectuarse a la muerte de Kellino. Él y Kellino habían trabajado un mes en Palm Springs perfeccionando el plan. No era que Kellino esperara morir pronto, sino que quería cerciorarse de que cuando lo hiciera, todo el mundo supiera que había sido un gran hombre. Había una gruesa carpeta con los nombres de todas las personas a quienes conocía en el negocio del espectáculo y a las que habría de pedirse un comentario sobre su muerte. Había un plan completo sobre el tributo televisivo. Un especial de dos horas.

Se pediría la aparición de todos los astros del cine amigos suyos. En otra carpeta había recortes de prensa concretos y fotos de Kellino en sus mejores papeles que se exhibirían en aquel programa especial. Había una foto en la que aparecía recogiendo sus dos premios de la Academia como actor. Había escrito un breve cuadro cómico en el que sus amigos se burlaban de sus aspiraciones de convertirse en director.

Había una lista de todas las personas a las que Kellino había ayudado para que pudiesen explicar pequeñas anécdotas de cómo Kellino les había rescatado de las profundidades de la desesperación a condición de que no se lo dijesen a nadie.

Había una nota sobre las ex esposas a las que habría que pedirles un comentario y aquellas otras a las que no. Había planes para una esposa concreta: sacarla del país en avión, llevarla a hacer un safari a África el día que muriese Kellino, de modo que los informadores no pudiesen ponerse en contacto con ella. Había un ex presidente de Estados Unidos que había aportado ya su comentario.

En el archivo había una carta reciente de Clara Ford pidiéndole una contribución al obituario de Kellino. Estaba escrita en papel impreso del Times de Los Ángeles, y era legítima, pero estaba inspirada por Houlinan. Había obtenido su copia de la respuesta de Clara Ford, pero nunca se la había enseñado a Kellino. La leyó otra vez:

«Kellino es un actor de grandes dotes que ha hecho interpretaciones maravillosas en algunas películas, y es una lástima que muriese demasiado pronto para alcanzar la grandeza que podría haber desplegado en el papel adecuado y con la dirección adecuada».

Cada vez que leía aquella carta, Houlinan tenía que tomar otro trago. No sabía a quién odiaba más, si a Clara Ford o a John Merlyn. Houlinan odiaba a los escritores engreídos nada más verlos, y Merlyn era uno de ellos. ¿Quién diablos era aquel hijo de puta para no poder esperar a que le sacaran una foto con Kellino? Pero a él al menos podría controlarle. Ford quedaba fuera de su alcance. Intentó conseguir que la echasen organizando una campaña de correspondencia contra ella a través de admiradores, utilizando toda la presión de los estudios TriCultura, pero ella era sencillamente demasiado poderosa. Esperaba que Kellino tuviese mejor suerte; pronto lo sabría. Kellino había estado viéndola. La había invitado a cenar la noche anterior y estaba seguro de que le llamaría y le informaría de cuanto hubiese pasado.