Acepté el trabajo que me ofreció Osano por varias razones distintas. El trabajo era interesante y prestigioso. Como Osano había sido nombrado director del suplemento literario más importante del país unos años atrás, tenía problemas con la gente que trabajaba para él y por eso me quería de ayudante. El sueldo era bueno y el trabajo no me impediría seguir con mi novela. Y además, me sentía demasiado feliz en casa; estaba convirtiéndome en un ermitaño burgués. Era feliz, pero mi vida era tediosa. Anhelaba emociones, peligros. Tenía vagos y fugaces recuerdos de mi escapada a Las Vegas y de cómo había conseguido liberarme de la soledad y la desesperación que entonces sentía. ¿Es locura el recordar la desdicha con tal gozo y despreciar la felicidad que uno tiene en la mano?
Pero, sobre todo, tomé el trabajo por Osano mismo. Era, sin duda, el escritor más famoso de Norteamérica. Alabado por su serie de novelas de gran éxito, famoso por sus roces con la justicia y su actitud revolucionaria hacia la sociedad. Denostado por su escandalosa conducta sexual. Luchaba contra todos y contra todo. Y sin embargo, en la fiesta a la que Eddie Lancer me había llevado, encantaba y fascinaba a todos. Y en aquella fiesta estaba la crema del mundo literario. Gente muy predispuesta a ser fascinante y quisquillosa por derecho propio.
Y tengo que admitir que Osano me entusiasmó. En la fiesta se enzarzó en una furiosa discusión con uno de los críticos literarios más poderosos de Norteamérica, que además era íntimo amigo suyo y defendía su obra. Pero el crítico se atrevió a formular la opinión de que los ensayistas creaban arte y que algunos críticos eran artistas. Osano se lanzó contra él.
—Pero qué dices tú, vampiro mamón —gritó, balanceando el vaso en una mano y colocando la otra mano como si estuviese a punto de lanzarle un directo—. Tenéis la cara de vivir a costa de los verdaderos escritores y encima pretendéis ser artistas. No sabéis siquiera lo que es el arte. Un artista crea de la nada, lo saca todo de sí mismo, ¿no lo entiendes, tonto del culo? Es como una araña, va extrayendo la tela de su cuerpo. Y vosotros, pijoteros, lo único que hacéis es aparecer con vuestras escobitas después de que el verdadero artista crea arte. Sois magníficos para barrer los desperdicios, eso es lo que hacéis.
Su amigo se quedó asombrado porque acababa de alabar los libros de ensayo de Osano diciendo que eran arte.
Osano se apartó de allí y se dirigió a un grupo de mujeres que estaban esperando para agasajarle. Había en el grupo un par de feministas, y no llevaba con ellas dos minutos, cuando el grupo volvió a convertirse en centro de atención. Una de las mujeres le gritaba furiosa mientras él escuchaba con irónico menosprecio; sus maliciosos ojos verdes brillaban como los de un gato.
Luego habló él:
—Vosotras las mujeres queréis la igualdad y ni siquiera entendéis los juegos de poder —dijo—. Vuestra única carta es vuestro coño, y se lo enseñáis al adversario. Lo regaláis. Y sin vuestros coños no tenéis poder ninguno. Los hombres pueden vivir sin afecto pero no sin sexo. Las mujeres han de tener afecto y pueden arreglárselas sin sexo.
Ante esto último, las mujeres se lanzaron contra él con furiosas protestas. Pero él no se amilanó.
—Las mujeres no hacen más que quejarse del matrimonio cuando en realidad obtienen las mayores ventajas de él. El matrimonio es como las acciones de bolsa. Hay inflación y hay devaluación. El valor no hace más que bajar para los hombres. ¿Sabéis por qué? Las mujeres valen cada vez menos, a medida que envejecen. Y llega un momento en que uno está atado a ellas como a un coche viejo. Las mujeres no envejecen igual que los hombres. ¿Podéis imaginaros a una tía de cincuenta años engatusando y llevándose a la cama a un chaval de veinte? Y muy pocas mujeres tienen poder económico para comprar juventud como los hombres.
—Yo tengo un amante de veinte años —gritó una mujer. Era una mujer de buen ver, de unos cuarenta años.
Osano la miró sonriendo malévolamente.
—Te felicito —dijo—. Pero ¿y cuando tengas cincuenta? Con las jovencitas dándolo tan fácilmente, tendrás que ir a cazarlos a la salida de los institutos y prometer que les comprarás una moto. ¿Y crees además que tus jóvenes amantes se enamorarán de ti como se enamoran las jovencitas de los hombres? Vosotras no tenéis a vuestro favor esa vieja imagen freudiana del padre, como nosotros; y, debo repetirlo, un hombre a los cuarenta resulta mucho más atractivo que a los veinte. Y aún puede ser muy atractivo a los cincuenta. Es algo biológico.
—Cuentos —dijo la atractiva cuarentona—. Las chicas jóvenes se burlan de los viejos como tú. Y vosotros os creéis sus mentiras. No es que seáis más atractivos. Es simplemente que tenéis más poder. Y todas las leyes de vuestra parte. Cuando cambie eso, cambiará todo.
—Claro —dijo Osano—. Conseguiréis que se aprueben leyes y someter a los hombres a operaciones para que parezcan más feos cuando se hagan viejos. En nombre de la justicia y la igualdad de derechos. Puede que lleguéis incluso a castrarnos legalmente. Pero eso no cambia las cosas ahora.
Hizo una pausa y luego continuó:
—¿Conocéis el peor verso de toda la poesía? Browning. «¡Envejece a mi lado! Lo mejor aún está por llegar…».
Yo simplemente andaba por allí, escuchando. Lo que decía Osano me parecía básicamente palabrería. Por una parte, teníamos ideas distintas sobre lo que era escribir. Yo odiaba la charla literaria, aunque leía a todos los críticos y compraba todas las revistas de crítica.
¿Qué demonios era ser artista? No era cuestión de sensibilidad. Ni de inteligencia. No era angustia. Ni éxtasis. Todo aquello era palabrería.
En realidad eras como una especie de ladrón de cajas de caudales que intentabas dar con la clave para conseguir abrir la puerta. Y al cabo de un par de años podías abrirla y podías empezar a escribir. Y lo infernal del asunto era que la mayoría de las veces lo que había en la caja no resultaba tan valioso.
Era sólo trabajo duro y el culo dolorido a cambio. No podías dormir de noche. Perdías toda la confianza en la gente y en el mundo exterior. O te convertías en un cobarde, en un simulador en la vida cotidiana. Eludías las responsabilidades de tu vida emocional, pero, en realidad, no podías hacer otra cosa. Y quizá fuese por eso por lo que yo me sentía incluso orgulloso de toda la basura que había escrito para las revistuchas baratas, y de mis críticas de libros. Era una habilidad que yo tenía; era, en definitiva, un oficio. No era sólo un artista de mierda.
Osano nunca entendió esto. Él siempre había procurado ser un artista e intentado producir arte o casi arte. Lo mismo que años después no conseguiría entender lo que era Hollywood, que el negocio del cine era joven, como un niño que aún no sabía controlar sus necesidades, y no podías, por tanto, reprocharle el que cagase por encima de todo. Una de las mujeres dijo:
—Osano, tú tienes un magnífico historial con las mujeres, ¿cuál es el secreto de tu éxito?
Todos se echaron a reír, Osano incluido. Le admiré más aún. Un tipo con cinco ex esposas, que podía permitirse reír.
—Antes de que se vengan conmigo, les digo —dijo Osano— que todo ha de ser según mi deseo en un cien por cien. Comprenden mi posición y aceptan. Les digo siempre que cuando dejen de estar contentas de la relación, no tienen más que irse. Sin discusiones, sin explicaciones, sin negociaciones. Simplemente irse. Y no logro entenderlo. Dicen que sí cuando vienen, y luego violan todas las normas. Intentan que un diez por ciento sea como ellas quieren. Y cuando no lo consiguen, empiezan a pelearse conmigo.
—Una proposición maravillosa —dijo otra mujer—. ¿Y qué reciben a cambio?
Osano miró alrededor y absolutamente serio dijo:
—Soy de lo mejor en la cama.
Algunas mujeres empezaron a abuchearle.
Cuando decidí aceptar el trabajo con él, volví a leer todo lo que había escrito. Sus primeras obras eran excelentes, con escenas precisas y agudas, como bocetos. Las novelas se mantenían en pie, perfectamente integrados argumento y personajes. Y llenas de ideas. Sus últimos libros se hacían más profundos, más reflexivos, la prosa más engolada. Era como un hombre importante que se colocara sus condecoraciones. Todas sus novelas parecían invitar a los críticos, darles abundante material de trabajo, para interpretar, para discutir, para manejar. Pero mi opinión era que sus tres últimos libros no valían nada. Los críticos no opinaban igual.
Inicié así una nueva vida. Iba todos los días a Nueva York en coche, y trabajaba de once de la mañana hasta el final del día. Las oficinas eran inmensas, parte del local del periódico que distribuía el suplemento. El ritmo resultaba agotador; los libros llegaban literalmente a miles cada mes, y sólo teníamos espacio para unas sesenta críticas por semana. Pero había que echar a todos una ojeada por lo menos. En el trabajo Osano era realmente amable con todos sus colaboradores. Siempre me preguntaba por mi novela, y se ofreció a leerla antes de que se publicase, y darme algunos consejos editoriales. Pero yo era demasiado orgulloso para enseñársela. Pese a su fama y a mi falta de ella, me consideraba el mejor novelista.
Tras largas sesiones trabajando en la selección de libros que incluiríamos y a quién encargaríamos la tarea de hacer la crítica de cada uno, Osano sacaba la botella de whisky que tenía en su mesa y echaba unos tragos, y me daba largas conferencias sobre literatura, sobre la vida del escritor, sobre los editores, sobre las mujeres; sobre cualquier cosa que le rondase la cabeza en aquel momento concreto. Llevaba cinco años trabajando en su gran novela, la que pensaba que iba a darle el premio Nobel. Había recibido ya un anticipo enorme por ella, y el editor empezaba a ponerse nervioso y a presionarle. Esto le fastidiaba muchísimo.
—Ese pijotero —decía—. Me aconsejó que leyera los clásicos para inspirarme. Ignorante de mierda. ¿Has probado a leer otra vez a los clásicos? Dios mío, esos pelmas de Hardy y Tolstoi y Galsworthy. Tardaban cuarenta páginas en tirar un pedo. ¿Y sabes por qué? Porque tenían atrapados a los lectores. Les tenían cogidos por los huevos. No había televisión, ni había radio, ni había cine. Ni viajes, a menos que quisieses romperte el culo saltando en diligencias. En Inglaterra no podías joder siquiera. Quizá por eso los escritores franceses fuesen más disciplinados. Los franceses por lo menos jodían, no como los mierdas Victorianos ingleses, que tenían que meneársela. En fin, ¿por qué, dime, se va a poner a leer a Proust un tipo que tiene un televisor y una casa en la playa?
Yo nunca había sido capaz de leer a Proust, así que le di la razón. Pero había leído a todos los demás y no podía aceptar que el televisor o una casa en la playa ocupasen su lugar.
Osano siguió con lo suyo:
—Ana Karenina. Lo consideran una obra maestra. Es una mierda de libro. Un tipo culto de clase alta que condesciende con las mujeres. Nunca te muestra lo que piensa o siente de verdad una tía. Te da la visión convencional de la época y del lugar. Y luego se tira trescientas páginas explicando cómo se lleva una hacienda rusa. Como si a alguien le importase el asunto. ¿A quién le importa un carajo, dime, el imbécil de Vromsky y su alma? Dios mío, no sé quiénes son peores, si los rusos o los ingleses. Ese jodido Dickens, y Trollope; quinientas páginas no eran nada para ellos. Las escribían cuando el cuidado de su jardín les dejaba tiempo libre. Los franceses por lo menos eran más breves. Pero ¿qué me dices del cabrón de Balzac? ¿Quién es capaz de leerlo hoy?
Bebió un trago de whisky y lanzó un suspiro.
—Ninguno de ellos sabía utilizar el idioma. Salvo Flaubert. Que no es nada del otro mundo. Y no es que los norteamericanos sean mucho mejores. Ese mierda de Dreiser no sabe siquiera lo que significan las palabras. Es un analfabeto, de veras. Un jodido aborigen. Otras novecientas páginas de grano en el culo. Ninguno de esos mierdas conseguiría publicar hoy y, si lo hiciese, los críticos le machacarían. Amigo, esos tipos estaban como querían. No tenían competencia.
Hizo una pausa, suspiró pesadamente, y luego continuó:
—Merlyn, muchacho, los escritores como nosotros somos una especie que agoniza. Hay que buscar otra cosa, hacer mierdas para la televisión, hacer cine. Y eso puedes hacerlo con un dedo metido en el culo.
Luego, agotado, se tendió en el sofá que tenía en la oficina para la siesta de la tarde.
Intenté animarle un poco.
—Eso podría ser una gran idea para un artículo en Esquire —dije—. Coger unos seis clásicos y cargárselos. Como el artículo que escribiste sobre novelistas modernos.
Osano se echó a reír.
—Ay, demonios, qué divertido fue eso. Estaba bromeando y utilizándolos sólo como un juego de poder para pasar el rato y todo el mundo se enfadó. Pero resultó. Me engrandeció a mí y les empequeñeció a ellos. Y ése es el juego literario. Sólo que esos tontos del culo no lo saben. Se pasan la vida meneándosela en sus torres de marfil y creen que con eso basta.
—Esto sería fácil —dije—. Aunque, claro, los profesores se lanzarían sobre ti.
Osano empezaba a interesarse. Se levantó del sofá y se acercó a la mesa.
—¿Qué clásicos odias más?
—Silas Marner —dije—. Y aún lo enseñan en las escuelas.
—La tortillera de George Eliot —dijo Osano—. Los profesores aún están enamorados de ella. Bien. Ese. Yo el que más odio es Ana Karenina. Tolstoi es mejor que Eliot. A Eliot ya nadie le hace caso, pero los profesores se pondrán a dar voces cuando me cargue a Tolstoi.
—¿Dickens? —dije.
—Un candidato —dijo Osano—. Pero no David Copperfield. Debo confesar que me encanta ese libro. Un tipo realmente curioso, ese Dickens. No puedo soportarle, sin embargo, en el aspecto sexual. Era un jodido hipócrita. Y escribió mucha mierda. Toneladas.
Empezó a hacer la lista. Tuvimos la decencia de respetar a Flaubert y a Jane Austen. Cuando le sugerí Werther de Goethe me dio una palmada en la espalda y lanzó un grito.
—El libro más ridículo que se ha escrito. Lo convertiré en una hamburguesa alemana —dijo.
Por fin, compusimos esta lista:
Silas Marner
Ana Karenina
Werther
Dombey e hijo
La carta escarlata
Lord Jim
Moby Dick
Proust (todo)
Hardy (cualquier cosa)
—Necesitamos uno más para los diez —dijo Osano.
—Shakespeare —sugerí.
Osano meneó la cabeza.
—Aún me encanta Shakespeare. Sabes, resulta irónico. Escribió por dinero. Escribió deprisa, y fue todo un ignorante. Y sin embargo nadie ha podido llegar a su altura todavía. Le importaba un pito que lo que escribiese fuese cierto o no con tal de que fuese bello o conmovedor. ¿Qué te parece lo de «no es amor el amor que se altera cuando alteración halla»? Y podría darte toneladas de ejemplos. Pero es demasiado grande, aunque siempre me ha fascinado ese jodido farsante de Macduff y también ese imbécil de Otelo.
—Aún necesitas uno más.
—Sí —dijo Osano, sonriendo muy satisfecho—. Veamos. Dostoievski. Ése es el tipo. ¿Qué te parece Los hermanos Karamazov?
—Te deseo suerte —dije.
—A Nabokov le parece una mierda —dijo Osano pensativo.
—Le deseo suerte también —dije.
Así pues, estábamos atascados, y Osano decidió conformarse con nueve. En realidad, daba igual nueve que diez. De todos modos, me sorprendió que no pudiésemos dar con diez.
Escribió el artículo aquella noche y se publicó dos meses después. Era un artículo inteligente y ofensivo, y deslizaba en él alusiones a la gran novela que estaba escribiendo, que no tendría ninguno de los defectos de esos clásicos y los sustituiría a todos.
El artículo levantó gran escándalo, y hubo respuestas por todo el país atacándole y atacando la novela que estaba haciendo, que era precisamente lo que él quería. Era un tramposo de primera clase. Cully se habría sentido orgulloso de él. Tomé nota mentalmente de que debía ponerlos en contacto algún día.
En seis meses, me convertí en el brazo derecho de Osano. El trabajo me encantaba. Leía muchos libros, tomaba notas de ellos y se las pasaba a Osano para que pudiese distribuirlos entre los críticos autónomos de que nos servíamos. Nuestras oficinas eran un océano de libros; estábamos inundados por ellos, tropezábamos con ellos, cubrían nuestras mesas y sillas. Eran como esas masas de hormigas y gusanos que cubren el cadáver de un animal. Siempre había amado y reverenciado los libros, pero pude entender entonces el desprecio y el desdén de algunos críticos e intelectuales; no eran más que los criados de los héroes.
Pero la lectura me encantaba, sobre todo tratándose de novelas y biografías. No era capaz de entender los libros de ciencia o de filosofía ni a los críticos más eruditos, así que estos textos Osano se los pasaba a otros ayudantes especializados. Lo que más placer le producía era encargarse de los grandes críticos literarios que publicaban un libro, a los que solía machacar. Cuando llamaban o escribían protestando, él les contestaba que «atacaba la jugada no al jugador», lo que les enfurecía aún más. Pero como siempre tenía en el pensamiento su premio Nobel, trataba a ciertos críticos con gran respeto, concedía mucho espacio a sus artículos y a sus libros. Pero tales excepciones eran muy pocas. Odiaba en especial a los novelistas ingleses y a los filósofos franceses. Y sin embargo, con el paso del tiempo, pude darme cuenta de que el trabajo le resultaba odioso y lo eludía al máximo posible.
Utilizaba, por otra parte, su posición del modo más desvergonzado. Las chicas de relaciones públicas de las editoriales pronto aprendieron que si tenían un libro interesante del que querían una crítica, no tenían más que llevarse a Osano a comer y contarle cosas. Si las chicas eran jóvenes y guapas, él se ponía a bromear y les hacía entender, de modo amable, que cambiaría gustoso un espacio de la revista por un polvo. Y no se andaba por las ramas en esto. Lo que para mí resultaba sorprendente. Yo creía que eso sólo pasaba en el mundo del cine. Usaba las mismas técnicas con las mujeres que hacían recensiones de libros y venían a pedir trabajo. Tenía un gran presupuesto y encargábamos muchas críticas, que pagábamos aunque nunca se utilizasen. Y él mismo cumplía sus compromisos. Si la otra parte hacía lo prometido, él correspondía con toda justicia. Cuando llegué, tenía toda una cadena de chicas que tenían acceso a la revista literaria más influyente de Norteamérica en base a su generosidad sexual. Me divertía el contraste que había entre esto y el alto tono moral e intelectual de la revista.
A veces me quedaba con él en la oficina hasta tarde, cuando teníamos que terminar un trabajo, y luego salíamos a cenar y a echar un trago. Y él tenía que buscarse siempre algún plan. Quería buscarme plan a mí también, pero yo siempre le decía que estaba casado y que era muy feliz con mi mujer. Esto pasó a convertirse en una broma habitual.
—¿Aún no estás cansado de acostarte con tu mujer? —me preguntaba.
Igual que Cully. No le contestaba, me limitaba a ignorarle. No era asunto suyo. Entonces, él meneaba la cabeza y decía:
—Eres la décima maravilla del mundo. Cien años casado y aún te gusta joder con tu esposa.
A veces le lanzaba una mirada furiosa y él decía, citando a algún escritor a quien yo nunca había leído:
—No hace falta ser ningún malvado. El tiempo es suficiente enemigo.
Era su cita preferida, la utilizaba muy a menudo.
Trabajando allí conseguí una visión del mundo literario. Siempre había soñado formar parte de él. Lo consideraba un mundo en el que nadie disputaba por dinero ni actuaba condicionado por él. Pensaba que, puesto que aquéllos eran quienes creaban los héroes de los libros que amaba, tenían que ser iguales a ellos. Y, por supuesto, descubrí que eran lo mismo que los demás hombres, sólo que más locos. Descubrí que Osano odiaba también a toda aquella gente. Y se dedicaba a adoctrinarme.
—La única persona especial es el novelista —me decía—. No es como esos mierdas que escriben relatos ni como los guionistas de cine y los poetas y los dramaturgos, y esos jodidos periodistas literatos de peso ligero. Son sólo fachada. Sin contenido. No tienen hueso. Y hay que dar sustancia y contenido para escribir una novela.
Se quedó un rato cavilando y luego escribió algo en un papel, de lo que deduje que en el número del domingo siguiente habría un ensayo sobre el tema.
Otras veces, se ponía a vociferar por lo mal escrito que estaba el suplemento. La circulación bajaba, y acusaba de ello a la torpeza de los críticos.
—Esos cabrones son muy listos, por supuesto, tienen muchas cosas interesantes que decir. Pero no saben escribir una frase decente. Son como tartamudos. Te rompes la crisma intentando seguir lo que dicen.
Osano publicaba todas las semanas un ensayo suyo en la segunda página. Su estilo era inteligente y agudo; enfocaba las cosas de modo que pudiese crearse el mayor número posible de enemigos. Una semana publicó un ensayo en favor de la pena de muerte. Indicaba que en cualquier referéndum nacional se aprobaría la pena de muerte por un margen de votos abrumador. Que sólo la clase elitista, los lectores de la revista, había conseguido paralizar la pena de muerte en los Estados Unidos. Afirmaba que todo era una conspiración de las capas superiores del gobierno. Una maniobra política para dar, a los delincuentes y a los individuos abrumados por la pobreza, licencia para robar, asaltar, violar y asesinar a las clases medias. Que esto era un desahogo que se concedía a las clases bajas para que no se hicieran revolucionarias. Que las capas superiores del gobierno habían calculado que así sería menor el coste. Y los elitistas vivían en barrios seguros, enviaban a sus hijos a colegios privados, contrataban fuerzas de seguridad particulares, y así estaban a cubierto de la venganza del proletariado.
Se burlaba de los liberales, que decían que la vida humana era sagrada y que la política de matar a los ciudadanos tenía unos efectos embrutecedores sobre la humanidad en general. Según él, éramos sólo animales y no debía tratársenos mejor que a los elefantes que ejecutaban en la India por matar a un ser humano. De hecho, decía, el elefante ejecutado poseía más dignidad y tenía derecho a un cielo superior al de los asesinos enloquecidos por la heroína, a quienes se soltaba para que asesinaran a más ciudadanos de clase media. Al abordar la cuestión de si la pena de muerte era un freno, indicaba que los ingleses eran el pueblo más respetuoso de la ley de toda la tierra, y que en Inglaterra los policías ni siquiera llevaban armas. Y atribuía esto exclusivamente al hecho de que los ingleses ejecutaban a niños de ocho años por robar pañuelos de encaje todavía en el siglo diecinueve. Y luego admitía que, aunque esto hubiese barrido el crimen y protegido la propiedad, había convertido al final a los miembros más enérgicos de las clases trabajadoras en animales políticos en vez de delincuentes, y había llevado así el socialismo a Inglaterra. Hubo una afirmación que enfureció especialmente a los lectores de Osano: «No sabemos si la pena capital es un freno, pero sabemos que los hombres que ejecutamos no matarán más».
Terminaba el ensayo felicitando a los dirigentes de Norteamérica por haber tenido la inteligencia suficiente para dar a sus clases inferiores licencia para robar y matar con el fin de que no se convirtiesen en revolucionarios políticos.
Era un ensayo ofensivo, pero estaba tan bien escrito que todo parecía la mar de lógico. Llegaron centenares de cartas de protesta de los pensadores sociales más famosos e importantes de nuestra clientela de intelectuales liberales. El director recibió una carta especial, escrita por una organización de izquierdas, que firmaban los escritores más importantes de Norteamérica, en la que se pedía que se privase a Osano de la dirección del suplemento. Osano publicó la carta en el número siguiente. Aún era demasiado famoso para que le echaran. Todo el mundo esperaba que terminase su «gran» novela. La que le aseguraría el premio Nobel.
A veces, al entrar en su oficina, le veía escribiendo en largas hojas amarillas, que metía en el cajón cuando yo entraba. Sabía que aquélla era la famosa novela. Nunca le pregunté por ella y él nunca me comentó nada espontáneamente.
Unos meses después, volvió a meterse en líos. Escribió un artículo de dos páginas en el suplemento, en el que citaba estudios para demostrar que los estereotipos quizá fuesen ciertos. Que los italianos eran criminales natos, los judíos los mejores haciendo dinero y tocando el violín y estudiando medicina, y, lo peor de todo, los que con mayor frecuencia ingresaban a sus padres en asilos de ancianos. Luego citaba otros estudios para demostrar que los irlandeses eran unos borrachos debido quizás a alguna deficiencia química desconocida, o a algún problema dietético, o al hecho de que probablemente fuesen homosexuales reprimidos. Y así sucesivamente. Esto provocó un verdadero escándalo. Pero no detuvo a Osano.
En mi opinión, se estaba volviendo loco. Una semana copó la primera página con una crítica que había escrito sobre un libro de helicópteros. Aún seguía con aquella chifladura. Los helicópteros sustituirían al automóvil, y cuando esto pasase, todos los millones de kilómetros de autopista se destruirían y pasarían a ser tierras de labor. El helicóptero ayudaría a resucitar la estructura nuclear de las familias porque con él sería más fácil visitar a parientes lejanos. Estaba convencido de que el automóvil se quedaría anticuado. Esto quizá se debiese a que odiaba los coches. Para ir los fines de semana a los Hamptons, alquilaba siempre un hidroavión o un helicóptero especial.
Afirmaba que con unos cuantos adelantos técnicos más, el helicóptero sería tan fácil de manejar como un automóvil. Indicaba que el cambio automático había permitido conducir a millones de mujeres. Y este comentario provocó las iras de los grupos de liberación femenina. Y agravó aún más las cosas el que esa misma semana se hubiese publicado un serio estudio sobre Hemingway, obra de uno de los ensayistas más respetados de Norteamérica. Este autor tenía una poderosa red de amigos influyentes y había dedicado diez años a aquel estudio. Obtuvo críticas en primera página en todas las publicaciones salvo en la nuestra. Osano le dedicó tres columnas, en vez de una página completa, en la página cinco. A finales de aquella semana, el director jefe le mandó llamar y Osano se pasó tres horas en la gran oficina de la última planta, explicando su actuación. Bajó sonriendo, y me dijo alegremente:
—Merlyn, muchacho, aún conseguiré insuflar un poco de vida en este periodicucho. Pero creo que es mejor que empieces a buscar otro trabajo. Yo no tengo problema, tengo casi terminada la novela y con eso estaré a cubierto.
Por entonces, yo llevaba casi un año trabajando con él y no podía entender cómo él conseguía trabajar. Andaba jodiéndose todo lo que se le ponía a mano, y además iba a todas las fiestas de Nueva York. Durante ese período, había hecho, además, una novela corta por un anticipo de cien mil. La escribió en la oficina en horas de trabajo, y le llevó dos meses. A los críticos les entusiasmó, pero no se vendió gran cosa, aunque la propusieron para el Premio Nacional de Literatura. La leí. La prosa era brillantemente oscura, la caracterización de los personajes ridícula y la trama absurda. Para mí era un libro estúpido pese a contener algunas ideas complicadas. Osano tenía una inteligencia de primera talla, de eso no había duda. Pero para mí el libro, como novela, era un completo fracaso. Él nunca me preguntó si lo había leído. Evidentemente no deseaba conocer mi opinión. Supongo que sabía que el libro era una mierda, porque un día dijo:
—Ahora que he conseguido pasta, podré terminar el libro grande.
Era una especie de disculpa.
Llegué a estimar a Osano, pero siempre me daba un poco de miedo. Nunca había conocido a nadie que tuviese tanta habilidad para sonsacarme. Me hacía hablar sobre literatura y sobre juego, y sobre mujeres incluso. Y luego, cuando me había calibrado, me machacaba. Era muy hábil para captar vanidad y presunción en todos menos en él. Cuando le expliqué lo del suicidio de Jordan en Las Vegas y todo lo que había pasado después, y que yo creía que aquello había cambiado mi vida, se quedó pensativo largo rato y luego me dio su opinión en una especie de conferencia.
—Nunca se te olvida eso, siempre vuelves a ello. ¿Sabes por qué? —me pregunto.
Paseaba entre las pilas de libros de su oficina agitando los brazos.
—Porque sabes que es la única zona en la que no estás en peligro —continuó—. Tú nunca te suicidarás. Nunca llegarás a estar tan alterado. Sabes que me agradas, no serías, si no, mi brazo derecho. Y confío en ti más que en ninguna otra persona. Escucha. Deja que te confiese algo. He cambiado mi testamento la semana pasada por culpa de esa puta de Wendy.
Wendy había sido su tercera esposa y aún le volvía loco con sus exigencias, aunque se había casado otra vez después de divorciarse de él. Cuando la mencionaba, se ponía furioso. Pero luego se calmaba.
Me dirigió una de aquellas dulces sonrisas que le hacían parecer un muchachito pese a tener ya cincuenta y tantos.
—Espero que no te importe —dijo—. Te he nombrado albacea literario.
Quedé sorprendido y complacido, pero en conjunto la idea me asustaba. No quería que confiase en mí tanto ni agradarle tanto. Yo no sentía lo mismo por él. Había acabado, sí, disfrutando de su compañía y me fascinaba su inteligencia. Y, aunque intentase negarlo, me impresionaba su fama literaria. Le consideraba rico, famoso y poderoso, y el hecho de que confiase tanto en mí me indicaba lo vulnerable que era y eso me desanimaba. Echaba abajo parte de las ilusiones que me había hecho respecto a él.
Pero después siguió hablando de mí:
—Sabes, por debajo de todo sientes un desprecio por Jordan que no te atreves a confesarte a ti mismo. He escuchado esa historia tuya no sé cuántas veces. Por supuesto, le estimabas, por supuesto te daba lástima; quizás incluso le entendieras. Quizá. Pero no puedes aceptar el hecho de que un tipo que tenía tantas cosas a su favor se suicidase. Porque sabes que tú tuviste una vida diez veces peor que la suya y nunca harías tal cosa. Tú eres feliz incluso. Vives una vida de mierda, nunca tuviste nada, te rompiste los huevos trabajando, tienes un mísero matrimonio burgués y eres un artista que a mitad de la vida no ha conseguido aún ningún éxito importante. Y eres básicamente feliz. Dios mío, hasta disfrutas aún jodiendo con tu mujer y lleváis casados… ¿cuánto? Diez, quince años. O bien eres el pijo más insensible que he conocido o el más íntegro. De una cosa estoy seguro: eres el más duro. Vives en un mundo propio, haces exactamente lo que quieres hacer, controlas tu vida. Nunca te metes en líos y cuando te ves metido en uno no te asustas, sabes salir de él. En fin, te admiro, pero no te envidio. Nunca te he visto hacer o decir una cosa realmente cruel, pero no creo que te importe un pito nadie. Estás sencillamente dirigiendo tu propia vida.
Esperó luego mi reacción. Sonreía, con ojos malévolos, desafiantes. Sabía que se divertía soltando aquello, pero también que creía en parte lo que decía y eso me molestaba.
Deseaba decirle un montón de cosas, deseaba contarle cómo me había criado, que era huérfano. Que había echado de menos lo básico, el núcleo de la experiencia de casi todos los seres humanos. Que no tenía familia, ni antenas sociales, nada que me ligase al resto del mundo. Sólo tenía a mi hermano Artie. Cuando la gente hablaba de la vida, no pude entender en realidad lo que querían decir hasta después de haberme casado con Vallie. Por eso había ido voluntario a la guerra. Había comprendido que la guerra era otra experiencia universal, y no había querido quedar al margen de ella. Y había acertado. La guerra había sido mi familia, por muy estúpido que parezca. Y me alegraba entonces de no habérmela perdido. Y lo que Osano olvidaba, o no se molestaba en decir porque suponía que yo lo sabía, era que no resultaba tan fácil lograr un control de la propia vida. Y lo que no podía saber él era que la felicidad era algo que yo jamás podría entender como los otros. Me había pasado la mayor parte de los primeros años de mi vida siendo desgraciado por circunstancias puramente externas. Había llegado luego a ser relativamente feliz también por circunstancias externas. El casarme con Valerie, el tener hijos, el disponer de una habilidad o arte o capacidad para producir material escrito que me permitía ganarme la vida eran cosas que me habían hecho feliz. Era una felicidad controlada, construida sobre lo que yo había ganado pese a las circunstancias adversas. Y, en consecuencia, era algo muy valioso para mí. Sabía que vivía una vida limitada, una vida que parecía estéril, burguesa, que tenía muy pocos amigos, muy pocas relaciones sociales y muy poco interés en el éxito. Sólo quería pasar a gusto por la vida, o eso pensaba.
Y Osano me observaba y seguía sonriendo.
—Pero eres el hijoputa más duro que he visto en mi vida. No dejas nunca que nadie se te acerque. No dejas que nadie sepa lo que piensas realmente.
Ante esto tuve que protestar.
—Mira, si me preguntas mi opinión sobre algo te la daré. No necesitas preguntar. Tu último libro es una mierda. Y diriges esta revista como un loco.
Osano se echó a reír.
—No me refiero a cosas de ese tipo. Nunca te dije que no fueses honrado. Pero dejémoslo. Ya sabrás algún día a lo que me refiero. Sobre todo si empiezas a perseguir tías y te ves enredado con alguien como Wendy.
Wendy aparecía por las oficinas de vez en cuando. Era una morena despampanante con ojos de loca y un cuerpo cargado de energía sexual. Era muy inteligente y Osano le daba libros para hacer críticas. Era la única de sus ex mujeres que no le tenía miedo, y le torturaba sistemáticamente siempre que podía desde que estaban divorciados. Cuando Osano se retrasaba en los pagos del divorcio, ella intentaba que le detuviesen. Siempre que él publicaba un nuevo libro, le llevaba ante los tribunales para conseguir que elevasen la pensión del divorcio y el tanto de manutención de los niños. Tenía viviendo con ella en su apartamento a un escritor de veinte años, a quien mantenía. Este escritor era adicto a las drogas y a Osano le preocupaba lo que pudiese hacerles a los chicos.
Osano contaba cosas de su matrimonio que a mí me resultaban increíbles. Una vez, yendo a una fiesta, se habían metido en el ascensor y Wendy se había negado a decirle el piso en que era la fiesta simplemente porque habían reñido. Él se puso tan nervioso que empezó a ahogarla para hacerla hablar, jugando un juego que él llamaba el de «ahogar al pollo». Un juego que era el recuerdo más agradable que le quedaba de aquel matrimonio. Con la cara morada, ella movía la cabeza indicando que seguía negándose a contestar a la pregunta de él sobre dónde se celebraba la fiesta. Tuvo que soltarla. Sabía que estaba mucho más loca que él.
A veces, por una pelea sin importancia, ella llamaba a la policía para que echaran a Osano del apartamento y la policía llegaba y se quedaba perpleja ante la irracionalidad de ella. Veían la ropa de Osano por el suelo cortada en pedacitos con unas tijeras. Sí, ella lo había hecho, pero eso no le daba a Osano derecho a pegarle. Lo que no mencionaba era que luego se había sentado sobre el montón de trajes y camisas y corbatas cortados en pedacitos y se había masturbado allí encima con un vibrador.
Y Osano contaba muchas cosas más del vibrador. Ella había ido a un psiquiatra porque no podía conseguir el orgasmo. Después de seis meses, le confesó a Osano que el psiquiatra estaba tirándosela como parte de la terapia.
Osano no sintió celos. Por aquel entonces la despreciaba realmente; «desprecio», decía, «no odio. Es muy distinto».
Pero Osano se ponía furioso cada vez que recibía la factura del psiquiatra y le decía indignado a Wendy:
—Le pago a un tipo cien dólares a la semana para que se tire a mi mujer, y a eso le llaman medicina moderna.
Y por fin un día, su mujer dio una fiesta y se divirtió tanto que dejó de ir al psiquiatra y se compró un vibrador. Luego se encerraba todas las noches en el dormitorio antes de cenar, para que no la vieran los chicos, y se masturbaba con él. Siempre alcanzaba el orgasmo. Pero estableció la norma estricta de que ni sus hijos ni su marido la molestasen nunca durante esa hora; toda la familia, hasta los niños, la llamaban «La Hora Feliz».
Lo que hizo que por fin Osano la dejara, según explicaba él, fue que empezó a decir que F. Scott Fitzgerald la había robado sus mejores ideas a su mujer, Zelda. Que ella habría sido una gran novelista si su marido no hubiese hecho esto. Osano la cogió por el pelo y le metió la nariz en El gran Gatsby.
—Lee esto, coño tonto —dijo—. Lee diez frases y luego lee el libro de su mujer. Y luego ven y vuelve a explicarme ese cuento.
Ella leyó ambas cosas y volvió y le dijo lo mismo. Él le puso los ojos morados y la dejó para siempre.
Hacía poco que Wendy había conseguido otra exasperante victoria en su lucha con Osano. Éste sabía que ella daba el dinero de manutención de los niños a su joven amante. Pero un día su hija acudió a él y le pidió dinero para ropa. Y le explicó que su ginecólogo le había dicho que no llevase más vaqueros debido a una irritación vaginal, y cuando le había pedido dinero a su madre para un vestido, su madre le había dicho: «Pídeselo a tu padre». Esto era después de llevar cinco años divorciados.
Para evitar una discusión, Osano dio a su hija directamente el dinero de la manutención. Wendy no puso objeciones. Pero al cabo de un año llevó a Osano a los tribunales reclamándole el dinero de todo el año. La hija declaró en favor de su padre. Osano, creía que ganaría el pleito en cuanto el juez conociese las circunstancias. Pero el juez dijo secamente, no sólo que pagase el dinero directamente a la madre, sino además que hiciese efectivo el total de los atrasos del año en un solo pago. Así que tuvo, en realidad, que pagar dos veces.
Wendy estaba tan contenta con su victoria que procuraba ser cordial con él después. Delante de los niños, él rechazó las aproximaciones afectuosas de ella y le dijo fríamente:
—Eres la peor zorra que conozco.
Después de esto, cuando Wendy apareció por la oficina, se negó a permitirle entrar en su despacho y no le dio más trabajo. Y lo que a mí me sorprendía era que ella no podía entender por qué la detestaba. Se enfureció con él y fue contando entre sus amigos que nunca la había satisfecho en la cama, que era impotente. Que era un homosexual reprimido, a quien en realidad la gustaban los muchachitos. Intentó impedirle tener a los niños durante el verano, pero Osano ganó ese combate. Luego publicó un relato corto maliciosamente irónico sobre ella en una revista de difusión nacional. Quizás no pudiese soportarla ni controlarla en la vida, pero en la ficción pintó un retrato verdaderamente terrible; dado que en el mundo literario de Nueva York la conocían bien, la identificaron inmediatamente. Esto la abrumó, en la medida en que era posible que algo la abrumase, y a partir de entonces dejó en paz a Osano. Pero persistía en él como una especie de veneno. Osano no podía pensar en ella sin irritarse.
Un día, entró en la oficina y me dijo que los del cine habían comprado una de sus viejas novelas para hacer una película y que tenía que ir a una conferencia sobre el guión, con todos los gastos pagados. Me propuso que le acompañara. Acepté pero dije que de paso me gustaría parar en Las Vegas a visitar a un viejo amigo un día o dos. Dijo que no habría problemas. Estaba por entonces entre una mujer y otra y le fastidiaba viajar solo y estar solo; tenía la sensación de que iba a adentrarse en territorio enemigo. Quería un amigo a su lado. En fin, eso fue lo que dijo. Y como yo no había estado nunca en California y me pagaban mientras estuviese fuera, me pareció una ocasión estupenda. No sabía que en aquel viaje habría algo más que ganar.