El avión entró en la luz de la mañana y la azafata distribuyó café y desayunos. Cully siguió con la cartera a su lado mientras comía y bebía, y cuando terminó vio las torres de acero de Nueva York en el horizonte. Aquel paisaje siempre le sobrecogía. Como el desierto que se extendía al terminar Las Vegas, los kilómetros de acero y cristal que se enraizaban y crecían tupidos hacia el cielo parecían no tener límites. Y le producían una sensación de desesperanza.
El avión descendió e hizo una lenta y graciosa inclinación hacia la izquierda al rodear la ciudad, y luego bajó más, del techo blanco al techo azul, para llegar después al aire iluminado por el sol con las pistas gris cemento y esparcidas manchas de verde que formaban la tierra alfombrada. Tocó tierra con un impacto lo bastante fuerte como para despertar a los pasajeros que aún dormían.
Cully se sentía fresco y despejado. Tenía muchas ganas de ver a Merlyn; la sola idea de verle le hacía sentirse feliz. El buen Merlyn, el honrado nato, el único hombre del mundo en quien confiaba.