18

En el avión nocturno a Nueva York, Cully se sentó en la sección de primera clase, bebiendo soda sola. Llevaba sobre las rodillas una cartera metálica revestida de cuero y equipada con un complicado sistema de cierre. Mientras Cully tuviese la cartera, nada podría pasarle al millón de dólares que contenía. Él, por su parte, no podía abrirla.

En Las Vegas, Gronevelt había contado el dinero en presencia de Cully, llenando la cartera antes de cerrarla y de entregársela. La gente de Nueva York nunca sabía cómo ni cuándo llegaba el dinero. Sólo Gronevelt decidía. Pero, aun así, Cully estaba nervioso. Sujetando la cartera a su lado, pensaba en los últimos años. Había recorrido un largo camino, había aprendido mucho e iría más allá y aprendería más. Pero sabía que estaba llevando una vida peligrosa, que estaba jugando fuerte.

¿Por qué le había escogido Gronevelt? ¿Qué había visto en él? ¿Qué tenía previsto? Cully Cross, con la cartera metálica sobre el regazo, intentaba adivinar su destino. Lo mismo que había contabilizado las cartas del zapato del veintiuno, igual que había esperado que la fuerza fluyese de su vigoroso brazo derecho para lanzar innumerables pases con los dados, utilizaba ahora todo el poder de su memoria y de su intuición para leer lo que añadía cada azar de su vida y lo que pudiese quedar en el pasado.

Gronevelt había empezado a convertir a Cully en su brazo derecho casi cuatro años atrás. Cully había sido ya espía suyo en el Hotel Xanadú mucho antes de que llegasen Merlyn y Jordan, y había hecho bien su trabajo. Gronevelt se sintió algo desilusionado con él al ver que se hacía amigo de Merlyn y Jordan y se enfadó cuando Cully se puso de lado de Jordan en la ya famosa noche de la mesa de bacarrá. Cully pensó que su carrera había terminado, pero, incomprensiblemente, después del incidente Gronevelt pasó a darle trabajo en serio. A veces Cully se preguntaba por qué.

Durante el primer año, Gronevelt hizo a Cully tallador del veintiuno, lo cual parecía un magnífico medio de empezar una carrera como brazo derecho. Cully sospechaba que se utilizarían de nuevo sus servicios como espía. Pero Gronevelt tenía un objetivo más concreto. Había elegido a Cully como primer peón en la operación de evasión fiscal del hotel.

Gronevelt pensaba que los propietarios de hoteles que evadían dinero en los departamentos de contabilidad de los casinos eran imbéciles, que tarde o temprano el FBI les cazaría. Era un sistema demasiado obvio. Los propietarios o sus representantes se reunían allí en persona y cada uno cogía un paquete de dinero antes de informar a la comisión de juego de Nevada. Esto a Gronevelt le parecía una estupidez. Sobre todo cuando había cinco o seis propietarios que se ponían a discutir sobre las cantidades. Gronevelt había creado lo que en su opinión era un sistema muy superior. O al menos eso le dijo a Cully.

Él sabía que Cully era un «mecánico». No un mecánico de altos vuelos, sino uno que fácilmente podía dar segundas. Es decir, Cully podía reservarse la carta de arriba y dar la segunda carta. Y así, una hora antes de su turno de medianoche a la mañana, Cully se pasaba por la suite de Gronevelt y recibía instrucciones. A determinada hora, a la una o a las cuatro, un jugador del veintiuno, vestido con un traje de determinado color, haría cierto número de apuestas seguidas, empezando con una de cien dólares, siguiendo con una de quinientos y haciendo luego una de veinticinco. Eso identificaría al cliente privilegiado que ganaría diez o veinte mil dólares en unas horas de juego. El individuo jugaría con las cartas boca arriba, lo cual no era insólito entre los grandes jugadores de veintiuno. Al ver la mano del jugador, Cully podría reservarle una buena carta dando segundas al resto. Cully no sabía cómo volvía por fin el dinero a Gronevelt y a sus socios. Él se limitaba a hacer su trabajo sin preguntar nada. Y nunca abrió la boca.

Pero, igual como podía contabilizar todas las cartas del zapato, también seguía fácilmente el rastro de las ganancias de estos jugadores manufacturados, y al cabo del año calculaba que había perdido como media unos diez mil dólares por semana frente a aquellos jugadores de Gronevelt. En el año que trabajó como tallador, pudo saber con bastante precisión la cifra exacta. Rondaba el medio millón de dólares, diez grandes más o menos. Una magnífica cifra, sin tener que pagar impuestos y sin tener que repartir con los accionistas oficiales del hotel y del casino. Gronevelt burlaba también a algunos de sus socios.

Para impedir que se localizasen las pérdidas, Gronevelt cambiaba a Cully de mesa todas las noches. También le cambiaba a veces el turno. Aun así, a Cully le preocupaba que el encargado del casino pudiese descubrir todo el asunto. Aunque quizá Gronevelt estuviese de acuerdo con el encargado del casino.

Así pues, para cubrir las pérdidas, Cully utilizó su habilidad de mecánico para ganar a los jugadores normales. Lo hizo durante tres semanas aproximadamente y luego, un día, recibió una llamada telefónica citándole en la suite de Gronevelt.

Gronevelt le hizo sentarse como siempre y le sirvió una copa. Luego le dijo:

—Cully, no sigas por ese camino. A los clientes no se les engaña.

—Creí —dijo Cully— que quizá fuese eso lo que querías, sin decírmelo.

Gronevelt sonrió.

—Una idea muy inteligente. Pero no es necesario. Tus pérdidas están cubiertas con papeleo. No te localizarán. Y si te localizasen, intervendré yo —luego hizo una pausa—. Pero con esos mamones tienes que jugar limpio. Si no, puedes meterte en líos que yo no podría resolver.

—¿Se ve en la filmación lo de la segunda carta? —preguntó Cully.

Gronevelt negó con un gesto.

—No, eres muy bueno. El problema no es ése. Pero los de la comisión de juego de Nevada pueden mandar a un jugador capaz de oír el tic y relacionarlo con tus ganancias. En fin, eso podría pasar cuando estuvieses dando cartas a uno de mis clientes, pero entonces supondrían sólo que tú estabas engañando al hotel. Así pues, yo estoy limpio. Además, siempre sé más o menos cuándo la comisión manda a su gente. Por eso te doy horas especiales para descargar el dinero. Pero cuando operas por tu cuenta, no puedo protegerte. Y además estás engañando al cliente en favor del hotel. Una gran diferencia. Esos tipos de la comisión no se preocupan mucho cuando perdemos nosotros, pero los jugadores normales son otra historia. Tendría que pagarles mucho a los políticos para arreglarlo.

—De acuerdo —dijo Cully—. Pero ¿cómo lo descubriste?

—Porcentaje —dijo Gronevelt con impaciencia—. Los porcentajes nunca mienten. Construimos todos estos hoteles con los porcentajes. Nos hacemos ricos con el porcentaje. En fin, de pronto tu hoja de tallador indica que estás ganando dinero cuando en realidad estás descargándolo por orden mía. Eso no podría suceder a menos que fueses el tallador de más suerte de la historia de Las Vegas.

Cully siguió las órdenes, pero se preguntaba cómo funcionaba todo aquello. Por qué Gronevelt se tomaba tantas molestias. Sólo más tarde, cuando se convirtió en Xanadú Dos, pudo conocer los detalles. Que Gronevelt había estado evadiendo dinero no sólo para engañar al gobierno sino también a la mayoría de los socios del casino. Años después se enteraría de que aquellos clientes que ganaban los enviaba desde Nueva York el socio secreto de Gronevelt, un hombre llamado Santadio. Que los clientes creían que él, Cully, era un tallador tramposo colocado allí por el socio de Nueva York. Que estos clientes creían que estaban engañando a Gronevelt. Que Gronevelt y su amado hotel estaban cubiertos de una docena de formas distintas.

Gronevelt había iniciado su carrera en el juego en Steubenville, Ohio, bajo la protección de los famosos pandilleros de Cleveland, que controlaban la política local. Había trabajado en los garitos ilegales y luego, por fin, se había abierto paso hasta Nevada. Pero tenía su patriotismo provincial. Todo joven de Steubenville que quería trabajar como tallador o como croupier en Las Vegas, acudía a Gronevelt. Si no podía colocarle en su propio casino, Gronevelt le buscaba trabajo en otro. Podía uno encontrarse gente de Steubenville, Ohio, en Las Bahamas, Puerto Rico, la Riviera francesa e incluso Londres. En Reno y Las Vegas había centenares. Muchos de ellos eran encargados de casino y jefes de sector. Gronevelt era un flautista de Hamelin del tapete verde.

Gronevelt podría haber elegido su espía entre estos centenares; de hecho, el encargado del casino del Xanadú era de Steubenville. ¿Por qué entonces había elegido a Cully, relativamente extraño, procedente de otra región del país? Cully se lo preguntaba a menudo. Y, por supuesto, más tarde, cuando llegó a conocer las intrincadas complicaciones de los numerosos controles, comprendió que el encargado del casino tenía que estar enterado también de todo. Entonces Cully comprendió, de pronto. Le habían elegido porque él era eliminable si algo iba mal. Él pagaría de un modo u otro.

En cuanto a Gronevelt, y pese a sus aficiones intelectuales, había pasado de Cleveland a Las Vegas con una temible reputación. Era un tipo con el que no se podía andar con bromas, a quien no se podía engañar ni amedrentar. Y se lo había demostrado a Cully en los últimos años. Unas veces de forma seria y otras con bromas y buen humor.

Al cabo de un año, Cully recibió la oficina contigua a la de Gronevelt y pasó a ser su ayudante especial. Esto implicaba el llevar en coche a Gronevelt por la ciudad y acompañarle al casino de noche, cuando hacía sus rondas para saludar a viejos amigos y clientes, especialmente los que no eran de la ciudad. Gronevelt convirtió también a Cully en ayudante del encargado del casino para que pudiese ir aprendiendo su funcionamiento. Cully llegó a conocer bastante bien a todos los jefes de turno, a los jefes de sector, a los superintendentes, a los talladores y a los croupiers de todas las secciones.

Cully desayunaba todas las mañanas hacia las diez en la suite de Gronevelt. Antes de subir, recogía las cifras de ganancias y pérdidas del casino en las veinticuatro horas anteriores, que le entregaba el jefe de caja. Le entregaba el papel a Gronevelt y se sentaban a desayunar. Gronevelt estudiaba las cifras mientras cortaba su primer trozo de melón. Las cuentas eran muy simples.

Sector Dados

400.000 $ Pérdida

Retención 60.000 $

Sección Veintiuno

200.000 $ Pérdida

Retención 40.000 $

Bacarrá

300.000 $ Pérdida

Retención 50.000 $

Ruleta

100.000 $ Pérdida

Retención 40.000 $

Otros (rueda de la fortuna, keno, incluidos arriba)

Las máquinas tragaperras sólo se contabilizaban una vez por semana, y esas cifras se las daba a Gronevelt el encargado del casino en un informe especial. Las máquinas tragaperras solían producir unos cien mil dólares semanales. Era un negocio excelente. El casino nunca podía perder con aquellas máquinas. Era dinero seguro porque estaban construidas de modo que sólo entregasen al cliente afortunado determinado porcentaje del dinero total que se metía en ellas. Cuando descendían las cifras de las máquinas tragaperras, sólo podía deberse a un fraude.

No pasaba lo mismo con otros juegos, como los dados, el veintiuno y sobre todo el bacarrá. En ésos, la caja calculaba retener el 16 por ciento de las pérdidas. Pero hasta la casa podía tener mala suerte. Sobre todo en el bacarrá, cuando los que jugaban fuerte conseguían una racha buena.

El bacarrá tenía fluctuaciones incontrolables. Había veces en que la mesa de bacarrá perdía suficiente dinero como para anular los beneficios de todas las otras actividades del casino en el día. Pero también había semanas en que la mesa de bacarrá producía enormes beneficios. Cully estaba seguro de que Gronevelt tenía un sistema montado en la mesa de bacarrá para evadir dinero, pero no podía descubrir cómo funcionaba. Luego, una noche, se dio cuenta de que la mesa de bacarrá dejaba limpios a varios sudamericanos que jugaban fuerte y sin embargo las cifras de la hoja del día siguiente parecían inferiores a lo que debieran.

La pesadilla de todo casino era que los jugadores tuviesen una racha de suerte. Había veces que las mesas de dados se ponían al rojo durante semanas y el casino podía darse por satisfecho con cubrir gastos. A veces, hasta los jugadores de veintiuno se espabilaban y ganaban a la casa tres o cuatro días seguidos. En la ruleta, era sumamente raro que se perdiese un solo día al mes. Y la rueda de la fortuna y el keno eran operaciones absolutamente seguras. Los jugadores eran presas fáciles del casino.

Pero éstas eras las cosas rutinarias que había que saber para dirigir un casino. Cosas que podías aprender en los libros, que podía aprender cualquiera, si se le daba tiempo e información suficiente. Pero con Gronevelt, Cully aprendió bastante más.

Gronevelt explicaba a todo el mundo que él no creía en la suerte. Que su dios veraz e infalible era el porcentaje. Y se mantenía fiel a su creencia. Siempre que el juego de keno del casino adjudicaba el gran premio de veinticinco mil dólares, Gronevelt despedía a todo el personal de la sección de keno.

Dos años después de que el Hotel Xanadú empezase a funcionar, hubo una racha de mala suerte. El casino estuvo tres semanas sin ganar un solo día y perdió casi un millón de dólares. Gronevelt despidió a todo el mundo, salvo al encargado del casino, el que era de Steubenville.

Y pareció dar resultado. Después de despedir al personal, empezó a haber beneficios y se acabó la racha de mala suerte. El casino tenía que ganar una media de cincuenta grandes por día para que el hotel cubriera gastos. Y, que Cully supiese, el Hotel Xanadú no había cerrado un solo año con pérdidas. Pese a las operaciones de evasión de dinero de Gronevelt.

En el año que había estado trabajando en el casino y evadiendo dinero para Gronevelt, Cully nunca se había visto tentado a cometer el error que podía haber cometido cualquier otro hombre en su situación. Evadir por su cuenta. Después de todo, era tan fácil, ¿por qué no podía Cully tener un amigo al que pudiese soltarle unos cuantos pavos? Pero Cully sabía que esto sería fatal. Y estaba jugando fuerte. Percibía que Gronevelt se sentía solo, que necesitaba amistad. Y se la proporcionaba. Y esto compensaba.

Unas dos veces por mes, Gronevelt se llevaba a Cully a Los Ángeles a comprar antigüedades. Compraban viejos relojes de oro, fotografías de marco dorado del antiguo Los Ángeles y del antiguo Las Vegas. Buscaban viejos molinillos de café, automóviles de juguete antiguos, huchas infantiles que tenían forma de locomotoras y campanarios de iglesias hechos en el siglo pasado, un monedero de oro antiguo, en el que Gronevelt metía dinero de la casa, una ficha negra de cien dólares o una moneda rara. Para meter fajos de billetes elegía pequeñas y exquisitas muñecas hechas en la antigua China, vistosos joyeros Victorianos. Viejos chales de encaje, de seda, grises por el tiempo, antiguas jarras de cerveza nórdicas.

Estos artículos costaban por lo menos cien dólares cada uno pero raras veces más de doscientos. En esos viajes, Gronevelt gastaba unos miles de dólares. Él y Cully cenaban en Los Ángeles, dormían en el Hotel Beverly Hills y volvían a Las Vegas en un avión de primera hora de la mañana.

Cully llevaba las antigüedades en su maleta, y una vez en el Xanadú las hacía envolver en papel de regalo y las enviaba al apartamento de Gronevelt. Y Gronevelt, todas las noches, o casi todas, se metía uno de estos objetos en el bolsillo, bajaba al casino y se lo regalaba a uno de sus grandes clientes, un petrolero de Texas, o un industrial de la confección de Nueva York que se dejaban de cincuenta a cien de los grandes por año en las mesas.

A Cully le maravillaba la habilidad de Gronevelt en tales ocasiones. Gronevelt desenvolvía el regalo y sacaba el reloj de oro y se lo regalaba al jugador.

—Estuve en Los Ángeles, vi esto y pensé en ti —le decía—. Se ajusta a tu personalidad. He hecho que lo repasaran y lo limpiaran. Funciona perfectamente.

Luego añadía, en tono despectivo:

—Me dijeron que era de 1870, pero ¿quién se fía? Ya se sabe que los anticuarios son unos tramposos.

Daba así la impresión de que había prestado una atención extraordinaria a aquel jugador y que había pensado mucho en él. Insinuaba la idea de que el reloj era sumamente valioso. Y que se había tomado mucho trabajo con el fin de que lo pusieran en perfecto uso. Y había en todo ello una parte de verdad. El reloj funcionaba perfectamente y él había pensado mucho en el jugador. Más que nada era la sensación de amistad personal. Gronevelt tenía el don de transpirar afecto cuando regalaba uno de aquellos presentes, prueba de su estima, y eso hacía que el regalo resultase aún más halagador.

Y Gronevelt utilizaba «el lápiz» liberalmente. Los grandes jugadores disponían, por supuesto, de bebida y comida y habitación gratis. Pero Gronevelt garantizaba también este privilegio a los ricos que jugaban fichas de cinco dólares. Era un maestro en la tarea de convertir a esos clientes en grandes jugadores.

Otra lección que Gronevelt enseñó a Cully fue no aprovecharse de las chicas. Gronevelt se indignaba con esto. Adoctrinó a Cully muy severamente:

—¿Adónde coño vas a llegar dedicándote a engañar a esas chicas? ¿Quieres convertirte en un ladrón de tres al cuarto? ¿Serías capaz de hurgar en sus bolsos y robarles la calderilla? ¿Qué clase de individuo eres? ¿Les robarías el coche? ¿Entrarías en su casa de invitado y te llevarías los cubiertos de plata? Entonces, ¿adónde esperas llegar robándoles el coño? Es su único capital, especialmente si son guapas. Y recuerda que en cuanto les entregues su billete, quedarás en paz con ellas. Libre. Sin ningún lío de relación. Sin tonterías de matrimonio o de divorciarte de tu mujer. No habrá peticiones de préstamos de mil dólares. Ni obligaciones de fidelidad. Y recuerda que por cinco de esos billetes, siempre estará a tu disposición, hasta el día de su boda.

A Cully le había divertido este exabrupto. Evidentemente, Gronevelt se había enterado de sus actividades con las mujeres, pero era evidente, asimismo, que Gronevelt no entendía tan bien a las mujeres como el propio Cully. Gronevelt no comprendía el masoquismo de las mujeres. Su deseo, su necesidad de depender de un hombre.

Pero no protestó. Dijo irónicamente:

—No es tan fácil como tú lo pintas, ni siquiera siguiendo tu método. Con algunas no serviría ni un millar de billetes.

Y, sorprendentemente, Gronevelt se echó a reír, y dijo que estaba de acuerdo. Incluso contó una curiosa historia que le había sucedido a él mismo. Al principio de la historia del Hotel Xanadú una mujer de Texas se había jugado varios millones en el casino y él le regaló un antiguo abanico japonés que le costó cincuenta dólares. La heredera tejana, una guapa mujer de unos cuarenta años, viuda, se enamoró de él. Gronevelt se asustó muchísimo. Aunque le llevaba diez años a ella, le gustaban las jovencitas. Pero, obligado por los intereses del negocio, la había subido una noche a la suite del hotel y se había acostado con ella. Cuando ella se fue, por costumbre y quizá por estúpida perversidad o quizá con el cruel sentido del humor de Las Vegas, le dio un billete de cien dólares y le dijo que se comprara un regalo. Jamás supo por qué lo hizo.

La heredera tejana contempló el billete y luego se lo guardó en el bolso. Le dio afectuosamente las gracias. Siguió acudiendo al hotel y jugando en el casino, pero no estaba ya enamorada de él.

Tres años después, Gronevelt buscaba inversores para construir habitaciones adicionales en el hotel. Como Gronevelt explicaba, siempre era deseable tener habitaciones extra.

—Los jugadores juegan donde cagan —decía—. No les gusta andar por ahí. Dales una sala de espectáculos, un bar, varios restaurantes. Mantenlos en el hotel las primeras cuarenta y ocho horas. Para entonces ya están liquidados.

Y acudió a la heredera tejana. Ella le dijo que sí, que por supuesto. Extendió inmediatamente un cheque y se lo entregó con una sonrisa de lo más dulce. El cheque era de cien dólares.

—La moraleja de esta historia —dijo Gronevelt— es que nunca debes tratar a una tía rica y lista como a un pobre coño tonto.

A veces, en Los Ángeles, Gronevelt iba a comprar libros antiguos. Pero normalmente, cuando estaba de humor, iba en avión a Chicago a subastas de libros raros. Tenía una magnífica colección guardada en una biblioteca cerrada con paneles de cristal en su habitación. Cuando Cully se trasladó a su nueva oficina, encontró un regalo de Gronevelt: una primera edición de un libro sobre juego publicado en 1847. Cully lo leyó con interés y lo dejó un tiempo en su mesa. Luego, sin saber qué hacer con él, lo llevó al apartamento de Gronevelt y se lo devolvió.

—Aprecio el regalo, pero en mis manos es un desperdicio.

Gronevelt cabeceó y no dijo nada. Cully pensó que le había decepcionado, pero, curiosamente, eso ayudó a cimentar su relación. Unos días después vio el libro en la biblioteca especial de Gronevelt. Se dio cuenta entonces de que no había cometido un error y le complació mucho que Gronevelt le hubiese dado una prueba tan genuina de afecto, aunque no hubiese acertado.

Pero luego vio otro aspecto de Gronevelt que siempre había sabido que tenía que existir. Cully había convertido en costumbre estar presente las tres veces al día que se contaban las fichas del casino. Acompañaba a los jefes de sección cuando contaban las fichas de todas las mesas, de veintiuno, de la ruleta, de los dados y la caja del bacarrá. Incluso iba a la caja del casino a contar allí las fichas. El encargado de caja se ponía siempre un poco nervioso, a criterio de Cully, pero Cully lo atribuyó a su carácter suspicaz, porque las liquidaciones y las cuentas eran siempre correctas. Y el encargado de caja del casino era un veterano en quien Gronevelt confiaba plenamente.

Pero un día, movido por un impulso extraño, Cully decidió sacar las bandejas de fichas de la caja. Nunca pudo entender más tarde el motivo de este impulso. Pero al sacar las bandejas de fichas de la oscuridad de la caja de caudales e inspeccionarlas detenidamente descubrió que dos bandejas de fichas negras de cien dólares eran falsas. Eran cilindros negros vacíos. En la oscuridad de la caja de caudales, allí metidas, al fondo, sin que nunca se utilizaran, habían pasado por legítimas en los cuenteos diarios. El encargado de caja del casino fingió horror y asombro, pero los dos sabían que el fraude no se habría intentado siquiera sin su consentimiento. Cully cogió el teléfono y llamó a Gronevelt. Gronevelt bajó inmediatamente a caja e inspeccionó las fichas. Las dos bandejas totalizaban cien mil dólares. Gronevelt señaló al encargado de caja. Fue un momento terrible. El rostro rojizo y tostado de Gronevelt estaba blanco, pero su voz era controlada y medida:

—Lárgate de esta caja —dijo; luego, se volvió a Cully y añadió—: Que te entregue todas las llaves. Y luego que vengan todos los jefes de sección de los tres turnos a mi oficina inmediatamente. Me importa un carajo dónde estén. Los que estén de vacaciones que vuelvan de inmediato en avión a Las Vegas y pasen a verme nada más llegar.

Luego Gronevelt salió de la sección de caja y desapareció.

Mientras Cully y el encargado de caja del casino cumplimentaban los trámites de entrega de las llaves, entraron dos hombres que Cully no había visto nunca. El encargado de caja del casino les conocía, porque se puso muy pálido y empezaron a temblarle las manos.

Los dos hombres le saludaron con un gesto y él contestó también con un gesto. Uno de ellos dijo:

—Cuando acabes, el jefe quiere verte, arriba en su oficina.

Hablaban con el encargado de caja e ignoraban a Cully. Cully cogió el teléfono y llamó a la oficina de Gronevelt.

—Han llegado aquí dos tipos que dicen que los mandaste tú —le dijo a Gronevelt.

—Yo les mandé, sí —dijo él. Su voz era como hielo.

—Sólo quería comprobarlo —dijo Cully.

Gronevelt suavizó la voz:

—Buena idea —dijo—. Hiciste un buen trabajo además. Hubo una breve pausa.

—Pero esto no es asunto tuyo, Cully. Olvídalo. ¿Entendido?

Su voz era casi suave ya, y había en ella, incluso, un matiz de cansina tristeza.

El encargado de caja anduvo unos cuantos días más por Las Vegas y luego desapareció. Al cabo de un mes, Cully se enteró de que su mujer había pedido información sobre él a la sección de personas desaparecidas. Al principio, no podía creer lo que implícitamente pudiese significar aquello, junto con los chismes que oía en la ciudad sobre un encargado de caja que estaba enterrado en el desierto. Ni siquiera se atrevió a mencionárselo nunca a Gronevelt y Gronevelt jamás habló con él del asunto. Ni siquiera para felicitarle por su buen trabajo. Lo cual era justo, además. Cully no quería pensar que su buen trabajo hubiese tenido como consecuencia que el encargado de caja acabase enterrado en el desierto.

Pero en los últimos meses Gronevelt había mostrado su temple de un modo menos macabro. Con la típica agilidad y agudeza de ingenio de Las Vegas.

Todos los propietarios de casinos de Las Vegas andaban a la caza de jugadores extranjeros. Los ingleses estaban descartados, pese a su fama de ser los mayores perdedores del siglo XIX. El final del Imperio Británico había significado el final de sus grandes jugadores. Los millones de hindúes, australianos, isleños del Pacífico y canadienses no vertían dinero en los cofres de los milords jugadores. Inglaterra era ahora un país pobre, cuyos ricos se esforzaban por evadir impuestos y por mantener en pie sus propiedades. Los pocos que podían permitirse jugar preferían los aristocráticos y elegantes clubs de Francia y Alemania y de su propio Londres.

Los franceses quedaban también descartados. Los franceses no viajaban y jamás aceptarían el doble cero extra de la casa de las ruletas de Las Vegas.

Pero se perseguía a los italianos y a los alemanes. Alemania, con su economía de postguerra en expansión, tenía muchos millonarios, y a los alemanes les encantaba viajar, les encantaba jugar y les encantaban las mujeres de Las Vegas. Había algo en el estilo de Las Vegas que atraía al espíritu teutónico. Los alemanes eran, además, jugadores de buen carácter y más hábiles que la mayoría.

Los millonarios italianos eran premios muy apreciados en Las Vegas. Jugaban sin control en cuanto se emborrachaban; dejaban que las hábiles busconas empleadas por los casinos les retuviesen en la ciudad seis o siete días suicidas. Parecían tener inagotables sumas de dinero porque ninguno de ellos pagaba impuestos. Lo que debería haber ido a las arcas públicas de Roma, pasaba a las cajas de los casinos de aire acondicionado. A las chicas de Las Vegas les encantaban los millonarios italianos por sus regalos generosos y porque en aquellos seis o siete días se enamoraban con el mismo abandono con que se lanzaban a las absurdas y cuantiosas apuestas que hacían en las mesas de dados.

Los jugadores mexicanos y sudamericanos eran más estimados aún. Nadie sabía lo que pasaba realmente allá abajo en Sudamérica, pero se enviaban allí aviones especiales para traer a Las Vegas a los millonarios de las pampas. Todo era gratis para aquellos caballeros que dejaban las pieles de millones de reses en las mesas de bacarrá. Venían con sus mujeres y con sus amantes, con sus hijos adolescentes ansiosos de convertirse en jugadores. Estos clientes eran también los favoritos de las chicas de Las Vegas. Eran menos sinceros que los italianos, quizás algo menos corteses en sus galanteos según algunos informes, pero, desde luego, mucho más voraces. Cully estaba un día en la oficina de Gronevelt y llegó el encargado del casino con un problema especial. Un jugador sudamericano, un jugador de primera fila, había pedido que le enviasen ocho chicas a su suite, rubias, pelirrojas, pero no de pelo oscuro y ninguna más baja del uno sesenta y cinco que medía él.

Gronevelt recibió la petición con frialdad.

—¿Y a qué hora quiere que suceda ese milagro? —preguntó Gronevelt.

—Sobre las cinco —dijo el encargado del casino—. Quiere llevarlas a todas a cenar después y quedarse con ellas toda la noche.

Gronevelt esbozó una sonrisa.

—¿Qué costará?

—Unos tres grandes —dijo el encargado del casino—. Las chicas saben que él les dará dinero para jugar a la ruleta y al bacarrá.

—De acuerdo. Hazlo —dijo Gronevelt—. Pero diles a las chicas que le retengan en el hotel todo lo que puedan. No quiero que ande perdiendo la pasta en otros locales.

Cuando el encargado del casino se iba ya, Gronevelt dijo:

—¿Y qué demonios va a hacer con ocho mujeres?

El encargado se encogió de hombros.

—Eso le pregunté yo. Dice que tiene con él a su hijo.

Por primera vez en la conversación, Gronevelt sonrió abiertamente.

—Eso es lo que se llama verdadero orgullo paterno.

Luego, cuando el encargado del casino se fue, Gronevelt sacudió la cabeza y le dijo a Cully:

—Recuérdalo, juegan donde cagan y donde joden. Cuando el padre muera, el hijo seguirá viniendo aquí. Por tres grandes tendrá una noche que no olvidará en su vida. Le dará al Hotel Xanadú un beneficio de un millón de pavos si no hay una revolución en su país.

Pero el primer premio, los campeones, la perla de valor incalculable que los propietarios de casinos anhelaban eran los japoneses. Eran unos jugadores que ponían los pelos de punta. Y siempre llegaban a Las Vegas en grupo. La alta dirección de un complejo industrial llegaba a jugar dólares libres de impuestos, y sus pérdidas en una estancia de cuatro días superaban muchas veces el millón de dólares. Y fue Cully quien cazó al primer premio absoluto de los jugadores japoneses para el Hotel Xanadú y para Gronevelt.

Cully había tenido una relación amorosa y de amistad del tipo «ir al cine y joder luego» con una bailarina del Follies Oriental que actuaba en un hotel del Strip. La chica se llamaba Daisy porque su nombre japonés era impronunciable. Sólo tenía unos veinte años, pero llevaba en Las Vegas casi cinco. Era una magnífica bailarina, linda como una perla en su concha, pero estaba pensando operarse para occidentalizar sus ojos e hincharse los pechos al nivel de las norteamericanas alimentadas con trigo y maíz. A Cully esto le pareció horrible y le dijo que si lo hacía destrozaría su atractivo. Daisy hizo caso del consejo sólo cuando él fingió un éxtasis mayor del que sentía por sus pechos como capullitos.

Tan amigos se hicieron, que ella le daba clases de japonés cuando se acostaban y él se quedaba toda la noche. Por las mañanas ella le servía sopa de desayuno y cuando protestaba le decía que en Japón todo el mundo comía sopa para desayunar y que ella hacía la mejor sopa de su pueblo, que quedaba cerca de Tokio. Cully se quedó asombrado al descubrir que la sopa era deliciosa y fuerte y que sentaba muy bien al estómago después de una fatigosa noche de beber y hacer el amor. Fue Daisy quien le avisó que un gran gerifalte japonés de los negocios pensaba visitar Las Vegas. Daisy recibía por avión periódicos japoneses que le enviaba su familia. Sentía nostalgia y disfrutaba leyendo cosas del Japón. Le contó a Cully que un millonario de Tokio, un tal señor Fummiro, había concedido una entrevista diciendo que iría a Norteamérica a abrir sucursales ultramarinas de su empresa, que fabricaba televisores. Daisy dijo que el señor Fummiro tenía fama en el Japón de ser un terrible jugador y que iría sin duda a Las Vegas. Le dijo también que el señor Fummiro era un pianista de mucho talento, que había estudiado en Europa y se habría convertido sin lugar a dudas en músico profesional si su padre no le hubiese ordenado hacerse cargo del negocio de la familia.

Ese día, Cully se llevó a Daisy a su oficina del Xanadú y dictó una carta que ella escribió con papel especial del hotel. Siguiendo los consejos de Daisy, procuró respetar las, para los occidentales, sutiles normas de etiqueta niponas y no ofender al señor Fummiro.

La carta invitaba al señor Fummiro a ser huésped de honor del Hotel Xanadú por el tiempo que desease y en cualquier momento que quisiese. Invitaba también al señor Fummiro a llevar cuantos invitados quisiera, todo su séquito, incluyendo a sus colegas de los Estados Unidos. Con lenguaje delicado, Daisy comunicó al señor Fummiro que esto no le costaría un céntimo, que ni siquiera los espectáculos le costarían un céntimo. Todo sería gratis. Antes de enviar la carta, Cully obtuvo autorización de Gronevelt, pues aún no tenía autoridad suficiente para disponer a su gusto de «el lápiz». Cully tenía miedo de que Gronevelt quisiese firmar la carta, pero no lo hizo. Así pues, aquellos japoneses, si es que aparecían, serían clientes de Cully. Él sería su anfitrión.

Pasaron tres semanas sin que hubiese respuesta. Durante ese tiempo, Cully consagró más horas a estudiar con Daisy. Aprendió que debía sonreír siempre mientras hablase con un cliente japonés. Que él siempre tenía que mostrar la máxima cortesía en la voz y en los gestos. Ella le indicó que cuando percibiese un leve silbido en la conversación con un japonés, era señal de irritación, señal de peligro. Era como el silbido de las serpientes. Cully recordaba ese silbido de los parlamentos de los japoneses en las películas de la segunda guerra mundial. Había creído que se trataba sólo de una peculiaridad del actor.

Cuando llegó la respuesta, llegó en la forma de una llamada telefónica del señor Fummiro desde su oficina de Los Ángeles. ¿Tendría el Hotel Xanadú dos suites listas para el señor Fummiro, el presidente de la Compañía de Ventas Internacional Japonesa y su vicepresidente ejecutivo, el señor Niigeta? ¿Y diez habitaciones más para los otros miembros del séquito del señor Fummiro?

Pasaron la llamada a Cully porque habían preguntado concretamente por él y él contestó que sí. Luego, loco de alegría, llamó inmediatamente a Daisy y le dijo que la llevaría de compras durante los días siguientes. Le dijo que dispondría diez suites para el señor Fummiro con el fin de que todos los miembros de su séquito estuviesen cómodos. Ella le dijo que no hiciese tal cosa, que el señor Fummiro se sentiría rebajado si el resto de la expedición tenía alojamientos iguales a los suyos. Luego Cully le pidió a Daisy que fuese aquel mismo día en avión a Los Ángeles a comprar kimonos que pudiese ponerse el señor Fummiro en la intimidad de su suite. Ella le dijo que también esto ofendería al señor Fummiro, que se ufanaba de estar occidentalizado, aunque probablemente llevase las cómodas prendas tradicionales japonesas en la intimidad de su hogar. Cully, buscando desesperadamente cubrir todos los detalles, le sugirió a Daisy que acudiese también a recibir al señor Fummiro y que actuase como intérprete y compañera de mesa. Daisy se echó a reír y dijo que eso sería lo último que podía desear el señor Fummiro. Se sentiría sumamente incómodo con aquella japonesa occidentalizada observándole en un país extranjero.

Cully aceptó todos los consejos de Daisy. Pero insistió en una cosa. Le dijo a Daisy que preparase sopa japonesa los tres días que duraría la estancia del señor Fummiro. Cully se pasaría por su apartamento todas las mañanas temprano para recoger la sopa y haría que se llevase a la suite del señor Fummiro cuando éste pidiese el desayuno. Daisy gruñó un poco pero prometió hacerlo.

Aquella tarde, Cully recibió una llamada de Gronevelt.

—¿Qué demonios hace un piano en la suite cuatro diez? —dijo Gronevelt—. Acaba de llamarme el encargado del hotel. Dice que no respetas los canales establecidos y que has organizado un lío tremendo.

Cully le comunicó la llegada de señor Fummiro y sus gustos especiales. Gronevelt rió entre dientes y dijo:

—Lleva mi Rolls cuando vayas a recogerle al aeropuerto.

Era un coche que sólo usaba para los millonarios tejanos más ricos o para sus clientes favoritos, a quienes agasajaba él personalmente.

Al día siguiente, Cully estaba en el aeropuerto con tres botones del hotel, el Rolls con chófer y dos limusinas Cadillac. Dispuso lo necesario para que el Rolls y las limusinas pudiesen pasar directamente al campo de aterrizaje y sus clientes no tuviesen que someterse a toda la rutina del aeropuerto. Saludó al señor Fummiro tan pronto como éste bajó las escaleras del avión.

El grupo de japoneses era inconfundible, no sólo por sus rasgos sino por cómo iban vestidos. Todos llevaban el típico traje negro de hombre de negocios, mal cortado para criterios occidentales, con camisas blancas y corbatas negras. Los diez parecían un grupo de animosos dependientes en vez del consejo de dirección del conglomerado comercial más rico y poderoso del Japón.

El señor Fummiro era además fácil de identificar. Era el más alto del grupo, muy alto en relación con los demás. Por lo menos uno setenta y cinco. Y era guapo, con rasgos marcados y firmes, ancho de hombros y pelo negro azabache. Podría haber pasado por un famoso actor de Hollywood interpretando un papel exótico que le hacía parecer falsamente oriental. Durante un breve segundo cruzó por el pensamiento de Cully la idea de que todo aquello pudiese ser una estafa muy bien preparada.

De los otros, sólo uno se aproximaba a la estatura de Cully. Era algo más bajo que él y mucho más delgado. Y tenía los dientes saltones del japonés de caricatura. Los demás eran pequeños y pasaban desapercibidos. Todos ellos llevaban elegantes carteras negras de imitación.

Cully tendió la mano con absoluta seguridad hacia Fummiro y dijo:

—Soy Cully Cross del Hotel Xanadú. Bienvenidos a Las Vegas.

El señor Fummiro esbozó una sonrisa de lo más cortés. Mostró unos blancos dientes, grandes y perfectos, y dijo, en un inglés con ligero acento:

—Encantado de conocerle.

Luego presentó al individuo de los dientes saltones como el señor Niigeta, su vicepresidente ejecutivo. Murmuró luego los nombres de los otros, y todos estrecharon ceremoniosamente la mano de Cully. Éste cogió los resguardos de su equipaje y les aseguró que ya trasladarían todas sus cosas a sus habitaciones del hotel. Luego les acomodó en los coches. Él, Fummiro y Niigeta en el Rolls, los demás en los Cadillacs. Camino del hotel explicó a sus pasajeros que tendrían a su disposición el crédito necesario. Fummiro dio una palmada a la cartera de Niigeta y dijo, con su inglés ligeramente imperfecto:

—Le hemos traído dinero en efectivo.

Los dos sonrieron a Cully. Cully les sonrió también. Procuraba no olvidar que tenía que sonreír siempre que hablase, al explicarles todos los servicios del hotel y todos los espectáculos que podían ver en Las Vegas. Por una fracción de segundo pensó en mencionar la compañía de mujeres, pero cierto instinto le hizo contenerse.

En el hotel, les condujo directamente a sus habitaciones e hizo que un empleado les llevase las hojas de inscripción para que las firmaran. Estaban todos en la misma planta, Fummiro y Niigeta tenían suites contiguas con una puerta de comunicación. Fummiro inspeccionó las habitaciones de todo su grupo, y Cully vio el brillo de satisfacción que se pintaba en sus ojos al ver que su suite era con mucho la mejor. Pero los ojos de Fummiro se iluminaron aún más cuando vio el pequeño piano que había en su suite. Se sentó inmediatamente y se puso a teclear, escuchando. Cully deseó que estuviera bien afinado. Él no podía determinarlo, pero Fummiro asintió vigorosamente y, con una amplia sonrisa y la cara iluminada de satisfacción, dijo:

—Muy bien, muy amables.

Luego estrechó efusivamente la mano de Cully.

Después, Fummiro indicó a Niigeta que abriese la cartera que traía. Cully enarcó las cejas, con asombro mal contenido. La cartera estaba llena de billetes. No tenía idea de cuánto podía ser.

—Nos gustaría dejar esto en depósito en la caja de su casino —dijo el señor Fummiro—. Luego podemos ir sacando el dinero que necesitamos para nuestras breves vacaciones.

—Por supuesto —dijo Cully.

Niigeta cerró la cartera y los dos bajaron al casino, dejando descansar a Fummiro a solas en su suite.

Fueron a la oficina del encargado, y contaron allí el dinero. Había quinientos mil dólares. Cully se aseguró de que le daban a Niigeta el recibo correspondiente y que se realizaban los trámites burocráticos necesarios para que pudiesen disponer del dinero cuando lo deseasen. El propio encargado del casino estaría con Cully para conocer a Fummiro y Niigeta y mostrárselos a los jefes de sección y a los superintendentes. Así los dos japoneses no tendrían más que alzar un dedo y les darían fichas; luego, firmarían un comprobante. Sin ningún alboroto, sin necesidad de identificarse. Y recibirían tratamiento regio, el máximo respeto. Un respeto especialmente puro porque sólo se relacionaba con el dinero.

Durante los tres días siguientes, Cully aparecía en el hotel a primera hora de la mañana con la sopa de desayuno de Daisy. Los encargados del servicio de habitaciones tenían orden de notificarle que el señor Fummiro había pedido su desayuno en cuanto éste lo hiciese. Cully le concedía una hora para comer y luego llamaba a la puerta para darle los buenos días. Se encontraba a Fummiro ya al piano, tocando con mucho sentimiento, el cuenco de sopa vacío, en la mesa, tras él. En esas reuniones matutinas, Cully proporcionaba al señor Fummiro y a sus amigos entradas para los espectáculos y pases para las giras por la ciudad. El señor Fummiro sonreía constantemente, cortés y agradecido, y el señor Niigeta cruzaba la puerta que comunicaba su suite con la del señor Fummiro para saludar a Cully y darle las gracias por la sopa del desayuno, que evidentemente habían compartido. Cully tenía siempre presente lo de sonreír y cabecear cuando ellos lo hacían.

Entretanto, en sus tres días de juego en Las Vegas, el grupo de diez japoneses aterrorizó a los casinos. Andaban siempre juntos y jugaban en la misma mesa de bacarrá. Cuando Fummiro tenía el zapato todos apostaban al límite por él con la banca. Tuvieron varias rachas de suerte, pero por fortuna no en el Xanadú. Sólo jugaban al bacarrá y lo hacían con una alegría y una despreocupación más italianas que orientales. Fummiro daba palmadas al «zapato» y aporreaba la mesa cuando se daba a sí mismo un ocho natural o un nueve. Era un jugador apasionado y se entusiasmaba si conseguía ganar una puesta de dos mil dólares. Esto asombraba a Cully. Sabía que Fummiro tenía por lo menos medio millón de dólares. ¿Por qué una apuesta tan insignificante (aunque fuese el límite de Las Vegas) le emocionaba tanto?

Sólo en una ocasión vio brillar el acero detrás de la sonriente fachada de Fummiro. Una noche, Niigeta hizo una apuesta al jugador cuando Fummiro tenía el «zapato». Fummiro le lanzó una mirada, arqueando las cejas, y dijo algo en japonés. Cully captó por primera vez el sonido ligeramente silbante contra el que Daisy le había advertido. Niigeta tartamudeó algo disculpándose e inmediatamente cambió la apuesta a la banca.

El viaje fue un inmenso éxito para todos. Fummiro y su grupo volvieron al Japón con unas ganancias de cien mil dólares, pero había perdido doscientos mil en el Xanadú. Habían compensado esas pérdidas en los otros casinos. Y habían creado toda una leyenda en Las Vegas. El grupo de diez hombres con sus relumbrantes trajes negros yendo de un casino a otro por el Strip. Resultaban una visión aterradora, entrando los diez en pelotón en el local, como enterradores que fuesen a recoger el cadáver de los fondos de la casa. El jefe de sector de bacarrá se enteraba por el conductor del Rolls adónde se proponían ir y llamaba por teléfono para que les esperasen y les diesen tratamiento especial. Los jefes de sección compartían todos la información. Fue así como Cully se enteró de que Niigeta era un oriental lujurioso y le gustaba acostarse con putas de clase en los otros hoteles. Lo cual significaba que, por alguna razón, no quería que Fummiro supiese que prefería joder a jugar.

Cully les acompañó al aeropuerto cuando se fueron, camino de Los Ángeles. Cogió uno de los relojes antiguos de oro de Gronevelt y se lo regaló a Fummiro con saludos de éste. El propio Gronevelt se había detenido brevemente en la mesa donde cenaban los japoneses para presentarse y presentarles sus respetos en nombre de la casa.

Fummiro fue sinceramente efusivo en sus palabras de agradecimiento y Cully hubo de pasar por las series habituales de saludos y sonrisas antes de que subieran al avión. Luego regresó rápidamente al hotel, hizo una llamada telefónica para que retiraran el piano de la suite de Fummiro y luego fue a la oficina de Gronevelt. Gronevelt le dio un cálido apretón de manos y un fuerte abrazo de felicitación.

—Uno de los mejores trabajos de anfitrión que he visto en los años que llevo en Las Vegas —dijo—. ¿Dónde descubriste ese asunto de la sopa?

—Una muchachita que se llama Daisy —dijo Cully—. ¿Puedo hacerle un regalo en nombre del hotel?

—Puedes llegar hasta mil dólares —dijo Gronevelt—. Es un contacto magnífico el de esos japoneses. No les pierdas de vista. No se te olviden los regalos de Navidad y las invitaciones. Ese Fummiro es uno de los jugadores más interesantes que he visto en mi vida.

Cully frunció el ceño.

—No me atreví a plantear la cuestión de las tías —dijo—. En fin, Fummiro es un tipo la mar de amable, y no quise mostrarme demasiado familiar la primera vez.

Gronevelt asintió.

—Hiciste bien. No te preocupes, volverá. Y si quiere una tía, ya te la pedirá. No se hace tanto dinero si se tiene miedo a pedir.

Gronevelt tenía razón, como siempre. Tres meses después, Fummiro estaba de vuelta y, mientras veía el espectáculo del hotel, preguntó sobre una de las bailarinas, rubia y de largas piernas. Cully sabía que estaba disponible, pese a estar casada con un tallador del Sands. Después del espectáculo llamó al director de escena y preguntó si la chica quería tomar un trago con Fummiro y con él. No hubo problema, y Fummiro le pidió a la chica que cenase con él a última hora de la noche. La chica miró inquisitivamente a Cully y éste asintió. Luego les dejó solos. Se fue a su oficina y llamó al director de escena para decirle que buscase una sustituta en el espectáculo de medianoche. A la mañana siguiente, Cully no subió a las habitaciones de Fummiro después del desayuno. Más tarde, aquel mismo día, llamó a la chica a su casa y le preguntó si podía prescindir de sus actuaciones mientras Fummiro estuviese en la ciudad.

En los viajes que siguieron, la norma fue la misma. Daisy había enseñado ya a uno de los cocineros del Xanadú a hacer la sopa japonesa, que se incluyó oficialmente en el menú del desayuno. Cully advirtió que Fummiro siempre veía las reposiciones de cierto programa de televisión del Oeste de larga duración. Le encantaba. Sobre todo la rubia ingenua que hacia el papel de una intrépida, pero muy femenina, aunque inocente, chica de salón de baile. Cully se puso inmediatamente en movimiento. A través de sus contactos con el mundo del cine, consiguió localizar a la ingenua, que se llamaba Linda Parsons. Cogió un avión para Los Ángeles, comió con la actriz y le habló de la pasión de Fummiro por ella y por su programa. Las historias de Cully sobre la afición al juego de Fummiro la fascinaron. Y lo de que llegase al Xanadú con un millón de dólares en efectivo que a veces perdía en tres días de bacarrá. Cully se dio cuenta de que los ojos de Linda brillaban con codicia infantil e inocente. Le dijo a Cully que le encantaría ir a Las Vegas en la próxima visita de Fummiro.

Un mes después, Fummiro y Niigeta llegaron al Xanadú para una estancia de cuatro días. Cully habló inmediatamente a Fummiro de Linda Parsons y de sus deseos de conocerle. A Fummiro se le iluminaron los ojos. Pese a andar por la cuarentena, era guapo, de una belleza increíblemente juvenil, que su carácter alegre y expansivo hacía aún más atractiva. Pidió a Cully que avisase en seguida a la chica y Cully le dijo que así lo haría, sin mencionar que ya había hablado con ella y le había prometido estar en Las Vegas a la tarde siguiente. Fummiro se emocionó tanto que jugó como un loco aquella noche y perdió más de trescientos mil dólares.

Y a la mañana siguiente, Fummiro fue a comprarse un traje azul. Por alguna razón, creía que los trajes azules eran la máxima elegancia norteamericana y Cully dispuso lo necesario para que la gente de Sy Devore, del Hotel Sands, le tomase medidas y le tuviesen dispuesto un traje aquel mismo día. Cully envió a uno de sus empleados encargados de recibir a los enviados del hotel Xanadú con Fummiro para asegurarse de que no había ningún problema.

Pero Linda Parsons cogió temprano el avión y llegó a Las Vegas antes del mediodía. Cully fue a esperarla y la llevó al hotel. Quiso refrescarse y descansar antes de la llegada de Fummiro, por lo que Cully, suponiendo que Niigeta estaba con su jefe, la instaló en la suite de éste. Resultó ser un error casi fatal.

Dejándola en la suite, Cully volvió a su oficina e intentó localizar a Fummiro. Pero éste había salido ya de la sastrería y debía haberse detenido en uno de los casinos que quedaban de paso. No podían localizarle. Después de más o menos una hora, recibió una llamada telefónica de la suite de Fummiro. Era Linda Parsons. Parecía un poco alterada:

—¿Podrías bajar aquí? —dijo—. Tengo un problema idiomático con tu amigo.

Cully no se paró a hacer preguntas. Fummiro hablaba inglés bastante bien. Por alguna razón, fingía no saberlo. Quizá le desilusionase la chica. Cully se había dado cuenta de que la ingenua, en persona, lo era mucho menos de lo que parecía en aquel programa de televisión cuidadosamente montado. O quizá Linda hubiese dicho o hecho algo que hubiese ofendido su delicada sensibilidad oriental.

Pero fue Niigeta quien le abrió la puerta de la suite. Niigeta parecía muy satisfecho de sí mismo, con un orgullo un tanto inconexo. Entonces Cully vio que Linda Parsons salía del baño ataviada con un kimono japonés, adornado con dragones dorados.

—Dios mío —dijo Cully.

Linda le dirigió una lánguida sonrisa.

—No me contaste más que mentiras —dijo—. Ni es tímido ni es guapo ni habla inglés. Espero que por lo menos sea rico.

Niigeta seguía sonriendo muy satisfecho, e incluso le hacía reverencias a Linda mientras ésta hablaba. Evidentemente no entendía nada de lo que decía.

—¿Te lo jodiste? —preguntó Cully casi desesperado.

Linda hizo un mohín.

—Se puso a perseguirme por la habitación. Creí que por lo menos pasaríamos un velada romántica, con flores y violines, pero no pude contenerle. Así que pensé, qué demonios, si está tan caliente hagámoslo de una vez. Y lo hicimos.

Cully movió la cabeza y dijo:

—Te jodiste al japonés que no era.

Linda le miró un instante con una mezcla de asombro y horror. Luego rompió a reír. Era una risa sincera, muy propia de ella. Se echó en el sofá sin dejar de reír, descubriendo su muslo blanco a través del kimono. En aquel momento, a Cully le pareció encantadora. Pero luego movió la cabeza. Aquello era grave. Cogió el teléfono y llamó al apartamento de Daisy. Lo primero que dijo ella fue: «No tendré que hacer más sopa». Cully le dijo que dejara de bromear y que fuera al hotel. Le dijo que era muy importante y que tenía que darse prisa. Luego llamó a Gronevelt y le explicó la situación. Gronevelt dijo que bajaría inmediatamente. Entretanto, Cully rezaba para que no apareciera Fummiro. Quince minutos después estaban en la suite con ellos Gronevelt y Daisy. Linda había preparado bebida para Cully, Niigeta y ella en el bar de la suite, y aún sonreía. Gronevelt se quedó encantado con ella.

—Lamento que sucediera esto —dijo—. Pero hay que tener un poco de paciencia. Conseguiremos arreglarlo todo.

Luego se volvió a Daisy y le dijo:

—Explica al señor Niigeta lo que pasó exactamente. Que cogió a la mujer del señor Fummiro. Que ella creía que era el señor Fummiro. Explícale que el señor Fummiro estaba loco por ella y salió a comprarse un traje nuevo para el encuentro.

Niigeta escuchaba atentamente con la misma amplia sonrisa de siempre. Pero ahora había un matiz de alarma en sus ojos. Hizo a Daisy una pregunta en japonés, Cully advirtió el silbidito amenazante en su voz. Daisy se puso a hablarle muy deprisa en japonés. Él seguía sonriendo mientras ella hablaba, pero su sonrisa fue desvaneciéndose poco a poco, y cuando Daisy terminó, Niigeta cayó al suelo de la suite desmayado.

Daisy se hizo cargo. Cogió una botella de whisky e hizo beber a Niigeta y luego le ayudó a levantarse y le puso en el sofá.

Linda le miraba con lástima. Niigeta agitaba las manos y hablaba sin parar a Daisy. Gronevelt preguntó qué decía. Daisy se encogió de hombros.

—Dice que esto es el fin de su carrera. Dice que el señor Fummiro se deshará de él. Que le ha humillado demasiado.

Gronevelt cabeceó.

—Dile que lo que tiene que hacer es mantener la boca cerrada. Dile que haré que le ingresen en el hospital durante un día porque se siente mal, y que luego volverá en avión a Los Ángeles para el tratamiento. Ya le contaremos alguna historia al señor Fummiro. Que él no le diga nada a nadie, y que procure que el señor Fummiro nunca descubra lo que pasó.

Daisy tradujo y Niigeta asintió. Su cortés sonrisa volvió a asomar, pero era una mueca espectral. Gronevelt se volvió a Cully.

—Tú y la señorita Parsons esperaréis a Fummiro. Hay que actuar como si no hubiera pasado nada. Yo me ocuparé de Niigeta. No podemos dejarle aquí. Volverá a desmayarse en cuanto vea a su jefe. Yo me lo llevaré.

Y así fue como se hizo. Cuando al fin Fummiro apareció una hora después, encontró a Linda Parsons, que se había cambiado de ropa y se había maquillado, esperándole con Cully. Fummiro se quedó inmediatamente embelesado, y Linda Parsons pareció emocionarse también con el apuesto japonés aunque con la inocencia que debía corresponder a la ingenua del telefilme del Oeste.

—Espero que no te importe —dijo—. Ocupé la suite de tu amigo para poder estar junto a ti. Así podremos pasar más tiempo juntos.

Fummiro captó la indirecta. Ella no era simplemente una puta que fuese a ponerse a su disposición de inmediato.

Tendría que enamorarse primero. Fummiro asintió con una amplia sonrisa y dijo:

—Por supuesto, claro.

Cully lanzó un suspiro de alivio. Linda jugaba bien sus cartas. Dijo adiós y se quedó un momento esperando en el pasillo. En seguida oyó a Fummiro tocando el piano y a Linda cantando con él.

Durante los tres días siguientes, Fummiro y Linda Parsons vivieron la clásica aventura amorosa de Las Vegas, casi geométricamente perfecta. Estaban locos el uno por el otro, y no se separaban ni un momento. Ni en la cama, ni en las mesas de juego, tuviesen buena o mala suerte, ni en las excursiones para comprar en las galerías y tiendas de hoteles del Strip. A Linda le encantaba la sopa japonesa del desayuno y también le encantaba oír tocar el piano a Fummiro. A Fummiro le encantaba la blonda palidez de Linda, sus muslos macizos y lechosos, la longitud de sus piernas, la suavidad plena de sus pechos. Pero sobre todo, le encantaba su constante buen humor, su alegría. Le confió a Cully que Linda habría hecho una gran geisha. Daisy le dijo a Cully que era el máximo cumplido que un hombre como Fummiro podía hacer. Fummiro afirmaba también que Linda le daba suerte en el juego. Al finalizar su estancia, había perdido sólo doscientos mil del millón en metálico, dinero norteamericano, que había depositado en la caja del casino. Y eso incluía un abrigo de visón, un anillo de diamantes, un caballo palomino y un Mercedes que le había comprado a Linda Parsons. El viaje le salió barato. Sin Linda, lo más probable hubiera sido que se dejase por lo menos medio millón, o puede que un millón entero, en las mesas de bacarrá. Al principio, Cully consideró a Linda una suave buscona de clase. Pero cuando Fummiro se fue cenó con ella antes de que cogiese el avión de la noche para Los Ángeles. Estaba realmente loca con Fummiro.

—Es un tipo tan interesante —dijo—. Me encantaba aquella sopa del desayuno y lo de tocar el piano, y era magnífico en la cama. No me extraña que las mujeres japonesas hagan cualquier cosa por sus hombres.

Cully sonrió.

—No creo que trate a sus mujeres, allá en su país, como te trató a ti.

—Sí, lo sé —dijo Linda con un suspiro—. Aun así, fue magnífico. Me hizo cientos de fotos con su cámara. Era como para cansarse. Pues me encantó que lo hiciera. Yo también le saqué fotos a él. Es un hombre muy guapo.

—Y muy rico —dijo Cully.

Linda se encogió de hombros.

—Ya he estado otras veces con tipos ricos. Y gané buen dinero. Pero él era como un muchachito. Realmente no me gusta cómo juega, sin embargo. ¡Dios mío! ¡Con lo que él pierde en un día podría vivir yo diez años!

Cully pensó: ¿es así? E inmediatamente hizo planes para que Fummiro y Linda Parsons no volvieran a verse. Aunque dijo con una sonrisa irónica:

—Sí, a mí me fastidia también verle perder así. Puede acabar desilusionándose del todo.

Linda le sonrió.

—Sí, estoy segura —dijo—. Gracias por todo. Fueron unos de los días más felices de mi vida. Puede que volvamos a vernos.

Él sabía lo que quería indicar ella, pero, por el contrario, dijo suavemente:

—Siempre que traigas al yen a Las Vegas no tienes más que llamarme. Todo por cuenta de la casa menos las fichas.

Entonces Linda dijo, un tanto pensativa:

—¿Crees que Fummiro me llamará la próxima vez que venga? Le di mi número de teléfono de Los Ángeles. Le dije incluso que iría al Japón de vacaciones cuando acabásemos de filmar y él dijo que le encantaría que fuese, que le avisara cuándo. Pero se puso un poco frío con esto.

Cully movió la cabeza.

—A los japoneses no les gusta que las mujeres sean tan agresivas. Van con mil años de retraso. Especialmente los peces gordos como Fummiro. La mejor jugada es quedarse atrás y jugar frío.

Ella suspiró.

—Supongo que sí.

La acompañó al aeropuerto y la besó en la mejilla antes de que subiera al avión.

—Te llamaré cuando vuelva a venir Fummiro —dijo.

Cuando llegó al Xanadú, subió al apartamento de Gronevelt y dijo burlonamente:

—Hay jugadores demasiado buenos.

—No te desanimes —dijo Gronevelt—. No queríamos todo su millón nada más empezar la partida. Pero tienes razón. Esa actriz no es la chica adecuada para relacionarla con un jugador. Por una parte, no es lo bastante codiciosa. Por otra, es demasiado honrada. Y para colmo, es inteligente.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cully.

Gronevelt sonrió.

—¿Tengo razón?

—Claro —dijo Cully—. Ya procuraré apartar a Fummiro de ella cuando vuelva.

—No tendrás necesidad de hacerlo —dijo Gronevelt—. Un tipo como él tiene demasiada fuerza. No necesita lo que ella pueda darle. No más de una vez. Una vez es divertido. Pero nada más. Si significara más, se hubiese ocupado mejor de ella antes de irse.

Cully le miró sorprendido.

—¿Un Mercedes, un abrigo de visón y un anillo de diamantes no es suficiente prueba de interés por ella?

—Ni mucho menos —dijo Gronevelt.

Y tenía razón. Cuando Fummiro volvió a Las Vegas no preguntó por Linda Parsons. Y perdió el millón en metálico que había depositado en caja.