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Casi dos semanas después mi agente me concertó una cita con el director jefe de Everyday Magazines. Se trataba de un grupo de publicaciones que inundaban al público norteamericano con información, seudoinformación, sexo y seudosexo, cultura y filosofía reaccionaria. Revistas de cine, revistas de aventuras para las clases populares, una revista mensual de deportes, otra de caza y pesca, historietas. Su revista de más clase, la más destacada, pretendía dirigirse a solteros alegres con gusto por la literatura y el cine de vanguardia.

Everyday, verdadero popurrí, se nutría de escritores independientes que tenían que publicar medio millón de palabras al mes. Mi agente me dijo que el director jefe conocía a mi hermano, Artie, y que Artie le había llamado para preparar el camino.

En Everyday Magazines todos parecían fuera de lugar. Nadie parecía pertenecer a aquello. Y, sin embargo, sacaban revistas rentables. Era extraño, pero en las oficinas del gobierno federal todos parecíamos ajustar, todo el mundo se sentía feliz y, sin embargo, todos hacíamos un trabajo piojoso.

El redactor jefe, Eddie Lancer, había estudiado con mi hermano en la universidad de Missouri, y fue Artie quien primero mencionó el trabajo a mi agente. Lancer se dio cuenta, por supuesto, de que yo no estaba en absoluto cualificado para el trabajo a los dos minutos de entrevista. Y yo también. No tenía ni idea de cómo funcionaba una revista. Pero para Lancer eso era un punto positivo. A él la experiencia le importaba un bledo. Lo que andaba buscando eran tipos afectados de esquizofrenia. Y más tarde me dijo que en ese aspecto le había parecido magníficamente dotado.

Eddie Lancer era también novelista; había publicado un año atrás un libro magnífico que a mí me había gustado mucho. Sabía de mi novela y dijo que le gustaba y eso influyó mucho en que me diese el trabajo. En su tablero de notas, tenía un gran titular de periódico procedente del Times de la mañana: WALL STREET NO MIRA CON BUENOS OJOS LA GUERRA ATÓMICA.

Me vio mirar el recorte y dijo:

—¿Crees que puedes escribir un relato corto sobre un tipo preocupado por eso?

—Claro —dije.

Y lo hice. Escribí un relato sobre un joven ejecutivo preocupado por la posible baja de sus acciones después del bombardeo atómico. No cometí el error de burlarme del tipo ni de adoptar una actitud moralista. Lo escribí en un tono directo. Si se aceptaba la premisa básica, se aceptaba al tipo. Si no se aceptaba la premisa básica, era una sátira muy divertida.

A Lancer le gustó.

—Encajas muy bien en nuestra revista —dijo—. La idea es abarcar los dos campos. Hacer que les guste a los tontos y a los listos. Perfecto —hizo una breve pausa—. Eres muy distinto de tu hermano Artie.

—Sí, ya lo sé —dije—. También tú.

Lancer me sonrió.

—En la universidad éramos muy amigos. Es el tipo más honrado que he visto en mi vida. Sabes, me sorprendió mucho el que me pidiera que te recibiese. Es la primera vez que le veo pedir un favor.

—Sólo lo hace por mí —dije.

—El tipo más recto que he conocido —dijo Lancer.

—Debió costarle mucho hacerlo —dije. Y nos echamos a reír.

Lancer y yo sabíamos que ambos éramos sobrevivientes. Lo que significaba que no éramos rectos, que éramos, hasta cierto punto, unos tramposos. Nuestra excusa era que teníamos que escribir libros. Y teníamos que sobrevivir, por tanto. Todo el mundo tiene su propia excusa particular y válida.

Ante mi sorpresa (pero no la de Lancer) resulté ser un magnífico escritor de revista. Podía escribir relatos de aventuras y relatos de guerra. Podía escribir relatos amorosos con un cierto toque porno para la revista principal. Era capaz de hacer una crítica chispeante y dura de una película y una recensión de un libro sobria y acre. O dar la vuelta al asunto y escribir una recensión entusiasta que haría que la gente desease salir a ver o a comprar aquello tan bueno. Nunca firmaba con mi verdadero nombre estas cosas. Pero no me avergonzaban. Sabía que era basura, pero aun así me encantaba. Me encantaba porque no había tenido en toda mi vida ninguna habilidad de la que pudiese sentirme orgulloso. Había sido un pésimo soldado, un mal jugador. No tenía ninguna afición especial, ninguna habilidad mecánica. Era incapaz de arreglar un coche, incapaz de cultivar una planta. Escribía muy mal a máquina, y, en el fondo, como funcionario deshonesto no alcanzaba tampoco cotas muy altas. Era, sin duda alguna, un artista. Pero eso no era algo de lo que pudiese ufanarme. Era sólo una afición o una religión. Pero, de pronto, veía que realmente tenía una habilidad, era un diestro escritor de basura, y me parecía bien. Especialmente considerando que, por vez primera en mi vida, estaba ganando dinero. Legalmente.

El dinero de los artículos pasó a aportarme unos cuatrocientos dólares por mes, y con mi trabajo regular para el gobierno reunía unos doscientos pavos por semana. Y como si trabajar despertase en mí mayor energía, me vi de pronto empezando mi segunda novela. Eddie Lancer estaba también trabajando en un libro nuevo, y pasábamos la mayor parte de nuestra jornada de trabajo juntos hablando de nuestras novelas en vez de preparar artículos para la revista.

Por último, nos hicimos tan buenos amigos que, tras seis meses de trabajo por libre, me ofreció un puesto de dirección en la revista. Pero no quería dejar los dos o tres mil por mes que seguía sacándome en mi oficina de la reserva. Los sobornos habían seguido funcionando durante casi dos años sin ningún problema. Mantenía ya la misma actitud que Frank. No pensaba que pudiese pasar nada. Además, la verdad era que me encantaba la emoción y la intriga de ser un ladrón.

Mi vida se asentó en una feliz rutina. Escribía a gusto y con regularidad, y llevaba todos los domingos a Vallie y a los niños a pasear por Long Island, donde brotaban las casas unifamiliares como hongos, a inspeccionar modelos. Habíamos elegido ya nuestra casa. Cuatro dormitorios, dos baños y sólo un pago de un diez por ciento del precio de veintiséis mil dólares con una espera de doce meses. De hecho, era el momento de pedirle a Eddie Lancer un pequeño favor.

—Siempre me ha gustado mucho Las Vegas —le dije a Eddie—. Me gustaría escribir algo sobre aquello.

—Claro, cuando quieras —dijo—. Pero escribe a ser posible sobre las putas.

Él se encargó de conseguir dinero para los gastos. Luego hablamos de las ilustraciones en color del artículo. Siempre hacíamos esto juntos porque era muy divertido y nos reíamos mucho. Al final Eddie dio como siempre con la mejor idea. Una opulenta chica con escasa ropa en una desaforada danza pélvica. Y de su ombligo salían unos dados rojos con el once de la suerte. El titular decía: «Suerte con las chicas de Las Vegas».

Antes había recibido un encargo. Era una perita en dulce. Iba a entrevistar al escritor más famoso de Norteamérica: Osano.

Eddie Lancer me lo encargó para su revista principal, Everyday Life, la revista de calidad de la cadena. Después de esto, podría hacer el viaje a Las Vegas y el artículo correspondiente.

Eddie Lancer consideraba a Osano el mejor escritor de Norteamérica, pero le asustaba un poco hacer él mismo la entrevista. Yo era el único del equipo al que la tarea no le impresionaba. Osano no me parecía tan bueno. Además, desconfiaba de todo escritor que fuese extrovertido y Osano había aparecido centenares de veces en televisión, había sido jurado del festival cinematográfico de Cannes, le habían detenido por encabezar manifestaciones de protesta, cuyo motivo exacto no recuerdo, y hacía críticas entusiastas de toda nueva novela que escribía uno de sus amigos.

Además, había seguido el camino fácil. Su primera novela, publicada a los veinticinco años, le dio fama mundial. Sus padres eran ricos y se había licenciado en derecho en Yale. Nunca había sabido lo que era luchar por su arte. Y, sobre todo, yo le había enviado mi primera novela publicada esperando una crítica encomiástica, y ni siquiera me había dado las gracias.

Cuando fui a entrevistar a Osano, su cotización como escritor empezaba a bajar entre los editores. Aún podía conseguir un sustancioso adelanto por un libro, aún tenía encandilados a los críticos. Pero la mayoría de sus libros no eran ya de ficción. Llevaba diez años sin poder terminar una novela. Estaba trabajando en su obra maestra, una novela larga que sería lo mejor desde Guerra y Paz. En eso todos los críticos estaban de acuerdo. Y también Osano. Una editorial le adelantó cien grandes y aún seguía esperando su dinero y el libro diez años después. Entretanto, escribía libros que no eran de ficción sobre temas candentes que, para algunos críticos, eran mejores que la mayoría de sus novelas. Tardaba un par de meses en hacerlos y se embolsaba un sustancioso cheque. Pero cada vez vendía menos. Había agotado a su público. Por fin aceptó la oferta de ser director jefe de la sección dominical de crítica de los libros de mayor influencia del país.

El director anterior había estado veinte años en aquel puesto. Un tipo con grandes credenciales. Toda clase de títulos, las mejores universidades, intelectual, buena familia. Clase. Y de izquierdas de toda la vida. Lo cual estaba muy bien salvo por el hecho de que al envejecer se volvió algo más extravagante. Una lánguida y soleada tarde le cazaron con el chico de la oficina detrás de una pila de libros que llegaba hasta el techo, que había colocado a modo de pantalla en su despacho. Si el chico de la oficina hubiese sido un famoso autor inglés, quizás no hubiese pasado nada. Y si los libros utilizados para construir aquella pared hubiesen estado revisados, no habría sido tan grave. Pero los libros utilizados para construir aquella pared nunca llegaron a su equipo de lectores y críticos autónomos. Así que le retiraron como director honorífico.

Con Osano, el personal se dio cuenta de que no había ningún problema, Osano era absolutamente normal. Le gustaban las mujeres, de todos los tamaños, formas y edades. El olor a coño le conectaba como a un heroinómano. Se tiraba a las tías con la misma devoción con la que el heroinómano se inyecta. Si Osano no conseguía su polvo diario o una mamada por lo menos, se ponía frenético. Pero no era un exhibicionista. Siempre cerraba la puerta de la oficina. A veces era una falsa hippie. Otras una tía de la buena sociedad que le consideraba el mejor escritor de Norteamérica. O una novelista hambrienta que necesitaba hacer informes de libros como único medio de mantener en pie alma, cuerpo y ego. No le daba la menor vergüenza utilizar su posición como editor, su fama como novelista de renombre mundial y, lo que resultaba su mejor baza, la posibilidad de que le concediesen el premio Nobel de literatura. Según decía él, el premio Nobel era lo que encandilaba a las damas realmente intelectuales. En los últimos años había montado una activa campaña para conseguir el Nobel con ayuda de todos sus amigos literatos, y, en consecuencia, podía enseñar a aquellas damas artículos de revistas prestigiosas en apoyo de su candidatura.

Curiosamente, Osano no tenía presunción alguna respecto a sus encantos físicos, a su magnetismo personal. Vestía bien, gastaba bastante dinero en ropa, pero sin embargo no era físicamente atractivo. Tenía la cara huesuda y los ojos de un verde pálido y malévolo. Pero olvidaba su vibrante vitalidad, que magnetizaba a todos. En realidad, gran parte de su fama no se basaba en sus méritos literarios sino en su personalidad, que incluía una inteligencia ágil y brillante que atraía tanto a hombres como a mujeres.

En particular las mujeres se volvían locas por él: inteligentes universitarias y cultas matronas de la alta sociedad, luchadoras del movimiento de liberación femenina que le atacaban y luego intentaban llevárselo a la cama con el fin de humillarlo, decían, lo mismo que solían hacer los hombres a las mujeres en los tiempos Victorianos. Uno de los trucos de Osano era dirigirse a las mujeres en sus libros.

A mí nunca me había gustado su obra y no esperaba que me gustase él. La obra es el hombre. Salvo que resultó no ser cierto. Después de todo, hay algunos médicos compasivos, hay profesores curiosos, abogados honrados, políticos idealistas, mujeres virtuosas, actores cuerdos, escritores sabios. Y así, Osano, pese a su estilo de pescadera, pese a su obra, era en realidad un gran tipo y no resultaba tan fastidioso escucharle, aunque hablase de lo que escribía.

De cualquier modo, disponía de un verdadero imperio como director de aquella sección dominical de crítica literaria. Dos secretarias, veinte lectores fijos. Gran cantidad de críticos autónomos, desde autores de renombre a poetas muertos de hambre, novelistas fracasados, profesores universitarios e intelectuales de la buena soledad. A todos los utilizaba y a todos los odiaba. Y dirigía la revista como un lunático.

La página uno de esa sección de crítica dominical era el máximo a que podía aspirar un escritor. Osano lo sabía. Ocupaba automáticamente la primera página de todas las secciones de crítica del país cuando publicaba un libro. Pero odiaba a la mayoría de los escritores de ficción, les envidiaba. O podía estar enfadado con el editor del libro. Así que cogía una biografía de Napoleón o de Catalina de Rusia, escrita por un sesudo profesor universitario, y la colocaba en la página uno. Libro y crítica solían ser igualmente ilegibles. Pero Osano se sentía feliz. Había fastidiado a todo el mundo.

La primera vez que le vi, encarnaba todos los chismorreos de fiestas literarias, todas las murmuraciones, todas las imágenes públicas que él había creado. Jugó ante mí el papel del gran escritor, con verdadera satisfacción. Y tenía las condiciones adecuadas para ajustarse a la leyenda.

Me fui a los Hamptons, donde Osano tenía una casa de verano, y le encontré instalado como un viejo sultán. Con sus cincuenta años, tenía seis hijos de cuatro matrimonios distintos, y por entonces aún no había pasado por el quinto, el sexto y el séptimo y último. Llevaba puestos unos pantalones azules largos de tenis y chaqueta de tenis azul especialmente cortada para ocultar su abultada barriga cervecera. Tenía ya grandes arrugas en la cara, como correspondía al próximo ganador del premio Nobel de literatura. Pese a sus malévolos ojillos verdes, podía ser cordial y agradable. Aquel día lo fue. Como era el director de la sección literaria dominical más importante del país, todo el mundo le adulaba con la mayor devoción cada vez que publicaba algo. No sabía que yo me proponía liquidarle porque era un escritor sin éxito con una novela publicada sin la menor trascendencia y que se debatía con la segunda. Desde luego, él había escrito casi una gran novela. Pero el resto de su obra era basura, y yo, si Everyday Life me dejaba, mostraría al mundo lo que realmente era aquel tipo.

Escribí el artículo enseguida, atacándole directamente. Pero Eddie Lancer lo rechazó. Querían que Osano les escribiese un artículo político y no querían enemistarse con él. Fue, por tanto, un día perdido. Aunque en realidad no. Porque dos años después Osano me llamó y me ofreció un puesto para trabajar con él como asesor en una nueva e importante revista literaria. Osano me recordaba, había leído el artículo que la revista no había querido aceptar, y le había gustado muchísimo, o eso me dijo. Dijo que le había gustado porque yo era un buen escritor y me gustaban las mismas cosas de su obra que le gustaban a él.

Aquel primer día, estuvimos sentados en su jardín viendo jugar al tenis a sus hijos. He de decir en su favor que amaba realmente a sus hijos y se entendía con ellos. Quizás porque fuese muy infantil también él. Lo cierto es que le llevé a hablar de las mujeres, del movimiento de liberación femenina y de la sexualidad. Y el tema le encantó. Estuvo muy divertido. Y aunque en sus escritos era el mayor izquierdista que se pueda imaginar, podía también ser todo un tejano patriotero. Hablando del amor, dijo que en cuanto se enamoraba de una chica dejaba de sentir celos de su mujer. Luego adoptó su expresión de gran escritor-estadista y dijo:

—A ningún hombre le está permitido estar celoso de más de una mujer a la vez… salvo que sea portorriqueño.

Como sus credenciales de izquierdista eran impecables, creía tener derecho a hacer chistes sobre los portorriqueños.

Entonces apareció el ama de llaves diciendo a voces que los niños se estaban peleando por una discusión en el juego. El ama de llaves era bastante mandona y muy severa con los niños, como si fuese su madre. Además, era una mujer guapa para su edad, más o menos la de Osano. Por un momento, tuve ciertas sospechas. Sobre todo cuando nos dirigió una mirada despectiva antes de volver a entrar en la casa.

Conseguir que hablara de las mujeres no me fue difícil. Adoptó la actitud cínica, que es siempre una actitud magnífica cuando no estás loco por ninguna dama concreta. Se mostró muy autoritario, como correspondía a un escritor sobre el que se había escrito más que sobre ningún otro novelista desde Hemingway.

—Mira, muchacho —dijo—, el amor es como esa carretilla roja de juguete que te regalan por Navidad cuando tienes seis años. Te hace tremendamente feliz y no puedes separarte de ella. Pero tarde o temprano se le caen las ruedas. Entonces, la dejas en un rincón y la olvidas. Enamorarse es magnífico, pero estar enamorado es un desastre.

Le pregunté entonces, quedamente, y con el respeto que él creía merecer:

—¿Y qué me dice de las mujeres, cree que sienten lo mismo cuando aseguran que piensan lo mismo que piensan los hombres?

Me lanzó una rápida mirada con aquellos ojos sorprendentemente verdes. Captó mis intenciones. Pero no hubo problema. Ésta era una de las grandes virtudes de Osano, incluso entonces. Así pues, continuó:

—El movimiento de liberación de las mujeres cree que nosotros tenemos poder y control sobre sus vidas. En ese sentido, se trata de algo tan estúpido como lo del tipo que cree que las mujeres son sexualmente más puras que los hombres. Las mujeres son capaces de joder con cualquiera, en cualquier momento y en cualquier lugar. Lo único que pasa es que tienen miedo a hablar. El movimiento de liberación femenina habla y perora sobre el pequeño porcentaje de hombres que tienen el poder. Esos tipos no son hombres. Ni siquiera son humanos. Y es el puesto que ocupan ellos el que las mujeres tendrían que ocupar. No saben que para conseguirlo tendrán que matar.

Entonces le interrumpí.

—Usted es uno de esos hombres.

Osano asintió con un gesto.

—Sí. Y, metafóricamente, tuve que matar. Lo que las mujeres conseguirán es lo que tienen los hombres, es decir, basura, úlceras y ataques al corazón. Más un montón de trabajos de mierda que a los hombres les resulta odioso hacer. Pero yo soy decidido partidario de la igualdad. Claro que cuando se logre les ajustaré las cuentas. Mira, estoy pagando gastos de manutención de cuatro mujeres perfectamente sanas que pueden ganarse la vida sin el menor problema. Todo porque no hay igualdad.

—Sus aventuras con mujeres son casi tan famosas como sus libros —dije—. ¿Cómo trata usted a las mujeres?

Osano sonrió.

—No parece interesarte cómo escribo libros.

Entonces dije con la mayor suavidad posible:

—Sus libros hablan por sí solos.

Me lanzó otra larga mirada cavilosa y luego continuó.

—Nunca trates demasiado bien a una mujer. Las mujeres se quedan con los borrachos, los jugadores, los chulos e incluso con los que les pegan. No pueden soportar a un tipo bueno y amable. ¿Sabes por qué? Se aburren. No quieren ser felices. Es aburrido.

—¿Cree usted en la fidelidad? —pregunté.

—Claro. Escucha, estar enamorado significa convertir a otra persona en el objeto central de tu vida. Cuando eso ya no existe, ya no hay amor. Es otra cosa. Puede que sea mejor, más práctico. El amor, en el fondo, es una relación injusta, inestable y paranoica. En eso los hombres son peor que las mujeres. Una mujer puede joder cien veces, no apetecerle una, y él no se lo perdona. Pero no hay duda de que el primer paso cuesta abajo es cuando ella no quiere hacer el amor cuando tú quieres. No hay excusa posible, sabes. No hay dolor de cabeza. Todo eso son cuentos. En cuanto una tía empieza a rechazarte en la cama, todo ha terminado. Puedes empezar a buscar otra cosa. No creas en ninguna excusa.

Le pregunté sobre las mujeres orgásmicas que podían tener diez orgasmos por cada uno de un hombre. Lo rechazó.

—Las mujeres no se corren como los hombres —dijo—. Para ellas es un pifffff pequeñito. No es como los hombres, los hombres realmente se vuelan los sesos al correrse. Freud se acercó, pero erró el tiro. Los hombres joden de verdad. Las mujeres no.

Él no se creía todo aquello, en realidad, pero yo sabía lo que quería decir. Su estilo era la exageración.

Pasé al tema de los helicópteros. Según su teoría, en veinte años, el automóvil quedaría anticuado y todo el mundo tendría su helicóptero particular. Sólo faltaba introducir ciertas mejoras técnicas. Que una servodirección y unos frenos automáticos permitiesen conducir a todas las mujeres y eliminar definitivamente los ferrocarriles.

—Sí —dijo—. Eso es evidente.

Lo que también era evidente era que aquella mañana concreta estaba obsesionado con las mujeres. En fin, volvió al tema.

—Los hombres de hoy siguen el buen camino. Les dicen a las tías: puedes, por supuesto, joder con quien quieras, no voy a dejar de quererte por eso. Son tan mentirosos. Mira, todo tipo que sepa que una tía jode con extraños la considera un monstruo.

La conclusión me ofendió y me asombró. El gran Osano, cuyas obras tanto emocionaban a las mujeres. La inteligencia más brillante de las letras norteamericanas. La mentalidad más abierta. O yo no entendía lo que él quería decir o me mentía. Vi que su ama de llaves abofeteaba a algunos de los niños que andaban por allí.

—Le da usted mucha autoridad a su ama de llaves —dije.

Él era muy listo y cazaba las cosas al vuelo. Sabía exactamente lo que yo pensaba de lo que él me decía. Quizá por eso dijo la verdad, toda la historia de su ama de llaves. Sólo por pincharme.

—Ella fue mi primera esposa —me dijo—. Es la madre de mis tres hijos mayores.

Se echó a reír al ver mi asombro.

—No, no hacemos el amor. Y nos llevamos bien. Le pago un sueldo magnífico pero no la pensión del divorcio. Es la única esposa a la que no le pago la pensión.

Evidentemente, quería que le preguntase por qué. Se lo pregunté.

—Porque cuando escribí mi primer libro y me hice rico, no pudo soportarlo. Le daba envidia que yo fuese famoso y me hiciesen tanto caso. Quería que le hicieran caso a ella. Y un tipo joven, uno de los admiradores de mi obra, le echó un cable y ella lo recogió. Era cinco años mayor que él, pero siempre fue guapa. Y se enamoró de verdad, lo reconozco. De lo que no se dio cuenta fue de que él estaba tirándosela sólo por fastidiar a Osano, el gran novelista. En fin, me pidió el divorcio y la mitad del dinero que había dado mi libro. Yo lo acepté. Ella quería quedarse con los chicos pero yo no quise que mis hijos anduviesen con aquel idiota del que ella estaba enamorada. Así que le dije que le dejaría los críos cuando se casase con el tipo. En fin, él le sorbió el seso jodiendo durante dos años y le sacó toda la pasta. Ella se olvidó de sus hijos. Era de nuevo joven. Le gustaba mucho verlos, por supuesto, pero estaba muy ocupada viajando por el mundo con mi pasta y triturándole la polla a aquel jovencito. Cuando se acaba el dinero, él se larga. Entonces ella vuelve y quiere los niños. Pero ya no puede hacer nada. Los había abandonado durante dos años. En fin, se montó un gran número diciendo que no podía vivir sin ellos. Entonces le di trabajo como ama de llaves.

—Quizá sea lo peor que haya oído en mi vida —dije fríamente.

Aquellos asombrosos ojos verdes relampaguearon un instante. Pero luego sonrió y dijo cautamente:

—Supongo que eso parece. Pero ponte en mi lugar. Me encanta tener a mis hijos conmigo. ¿Por qué el padre no consigue nunca los hijos? ¿Qué cuento es ése? ¿Sabes que los hombres jamás se recuperan de eso? La mujer se cansa de estar casada y entonces el marido pierde a los hijos. Y los hombres soportan esto porque les han castrado. En fin, yo no quise aceptarlo. Conservé a los chicos y volví a casarme inmediatamente. Y cuando la nueva esposa empezó a incordiar, también la mandé a paseo.

—¿Y sus hijos? —dije quedamente—. ¿Qué opinan ellos de que su madre sea el ama de llaves?

Los ojos verdes relampaguearon de nuevo.

—Bueno, no la humillo. Es sólo mi ama de llaves entre esposa y esposa. Por otra parte, es más bien una especie de institutriz autónoma. Tiene casa propia. Yo soy el casero. Mira, pensé en darle más pasta, en comprarle una casa y hacerla independiente. Pero es una chiflada como las otras. Volvió a ponerse insoportable. Tiraba el dinero. Lo que no me parece mal, pero es que además se montaba otros números y yo tenía que seguir escribiendo. Así que la controlo con el dinero. Vive muy bien a costa mía. Y sabe que si se sale de la raya, se quedará sin nada y tendrá que ganarse la vida ella sola. Es un sistema que da buen resultado.

—¿Se considera usted antifeminista? —dije, sonriendo.

Él se echó a reír.

—¿Le dices eso a un hombre que se ha casado cuatro veces? No hace falta más prueba. Pero tienes razón. En cierto sentido soy realmente contrario al movimiento de liberación de las mujeres. Porque en este momento la mayoría de las mujeres están llenas de palabrería. Quizá no sea culpa suya. Mira, en cuanto una mujer no quiera joder dos días seguidos, líbrate de ella. A menos que tenga que ir al hospital en ambulancia. Aunque tuviese cuarenta puntos en el coño. Me da igual que goce o no. A veces yo no gozo y lo hago. Y tengo que empalmarme. Es tu obligación si amas a alguien. Demonios, en realidad no sé por qué sigo casado. Te juro que no volvería a hacerlo otra vez, pero luego siempre me engañan. Siempre creo que son desgraciadas porque no se casan. Son tan mentirosas.

—¿No cree usted que, con las condiciones adecuadas, las mujeres pueden llegar a ser iguales?

Osano cabeceó y dijo:

—Las mujeres sobrellevan su edad mucho peor que los hombres. Un tipo de cincuenta años puede llegar a conseguir muchas tías jóvenes. Pero una tía de cincuenta lo tiene más difícil. Por supuesto, cuando consigan el poder político, decretarán por ley que se opere a los hombres de cuarenta o cincuenta para que parezcan más viejos e igualar las cosas. Así es como funciona la democracia. Otro cuento. En fin, las mujeres lo tienen muy bien. No deberían quejarse.

»Antes, en los viejos tiempos no sabían que tenían derechos sindicales. No podías largarlas por muy mal que hiciesen el trabajo. En la cama, quiero decir. Y en la cocina. ¿Y quién se lo ha pasado bien con su mujer después de un par de años? Y si lo pasa bien es que ella es una zorra. Y ahora quieren ser iguales. Ay si me las dejaran a mí. Ya les daría igualdad. Sé bien de lo que hablo. Me casé cuatro veces. Y me costó todo el dinero que gané.

Osano odiaba realmente a las mujeres aquel día. Un mes después cogí el periódico de la mañana y leí que se había casado por quinta vez. Una actriz de un grupito teatral. Le doblaba la edad. He aquí el sentido común del literato más destacado de Norteamérica. Nunca imaginé que trabajaría para él un día y estaría con él hasta que muriese, milagrosamente soltero pero aún enamorado de una mujer, de las mujeres.

Fue algo que capté aquel día a través de todos sus cuentos y exageraciones. Estaba loco por las mujeres. Eran su debilidad, y odiaba aceptarlo.