La presidenta Helen du Pray celebró la fiesta de cumpleaños de los cien años de El Oráculo en la Casa Blanca, un Domingo de Ramos, tres meses después de la muerte de Francis Kennedy.
Vestida para disimular su belleza, estaba de pie en el Jardín Rosado, observando a sus invitados. Entre ellos se encontraban los antiguos miembros del estado mayor de la Administración Kennedy. Eugene Dazzy charlaba con Elizabeth Stone y Patsy Troyca.
A Eugene Dazzy ya se le había comunicado que se considerara despedido a partir del mes siguiente. A Helen du Pray nunca le había gustado aquel hombre. Y eso no tenía ciertamente nada que ver con el hecho de que Eugene Dazzy tuviera una amante joven y ya se estuviera mostrando excesivamente encantador con Elizabeth Stone.
La presidenta Helen du Pray había nombrado a Elizabeth Stone para que formara parte de su equipo personal, y Patsy Troyca llegó en el mismo paquete. Pero Elizabeth era exactamente lo que ella necesitaba. Una mujer con una energía extraordinaria, una brillante administradora, y una feminista con capacidad para comprender las realidades políticas. En cuanto a Patsy Troyca, no era tan malo. De hecho, se trataba de un elemento vigorizante, gracias a su conocimiento de todas las triquiñuelas del Congreso, con su gran capacidad para la astucia que a veces podía ser tan valiosa como las inteligencias más sofisticadas, como la de la propia Elizabeth Stone y, de hecho, como la de ella misma, pensó Helen du Pray.
Después de que Helen du Pray asumiera la presidencia había sido informada por el equipo de Kennedy y otras personas enteradas de los entresijos de la administración. Había estudiado toda la legislación propuesta, que el nuevo Congreso consideraría. Había ordenado que se le entregaran todos los memorándums secretos, todos los planes detallados, incluyendo el ahora infame proyecto de crear campos de trabajo en Alaska.
Después de un mes de estudio, quedó claro, ante su horror, que Francis Kennedy, impulsado por el más puro de los motivos, mejorar la suerte del pueblo de Estados Unidos, se habría convertido, en opinión de ella, en el primer dictador de la historia estadounidense.
Desde donde se encontraba ahora, en el Jardín Rosado, con los árboles todavía no florecidos del todo, la presidenta Helen du Pray distinguió el lejano monumento a Lincoln y el blanco arqueado del monumento a Washington, como recordatorios de aquella ciudad de piedra maciza y mármol que era la capital de Estados Unidos. Aquí, en el jardín, y especialmente invitados por ella, se encontraban todos los representantes del país. Había hecho las paces con los enemigos de la Administración Kennedy.
Estaba presente Louis Inch, un hombre al que ella despreciaba, pero cuya ayuda necesitaría. Y George Greenwell, Martin Mutfort, Bert Audick y Lawrence Salentine. El infame club Sócrates. Tendría que entenderse con todos ellos. Que era la razón por la que los había invitado a la Casa Blanca, para celebrar el cumpleaños de El Oráculo. Al menos podría ofrecerles la opción de ayudar en la construcción de un nuevo país, algo que Kennedy no había hecho.
Pero Helen du Pray sabía que el país no se podría reconstruir de acuerdo con todas las partes. También sabía que dentro de unos pocos años se habría elegido un Congreso más conservador. Ella no podía confiar en persuadir a la nación, como había hecho Kennedy, con su carisma y su romántica historia personal.
Vio al doctor Zed Annaccone, sentado junto a la silla de ruedas de El Oráculo. Probablemente el doctor intentaba conseguir que el anciano hiciera donación de su cerebro para la ciencia. Y el doctor Zed Annaccone constituía otro problema. Su prueba de verificación por escáner ya se había dado a conocer en diversas publicaciones científicas. Helen du Pray siempre había comprendido sus virtudes y sus peligros. Tenía la impresión de que aquél era un problema que había que considerar muy cuidadosamente y durante un largo período de tiempo. Un gobierno con capacidad para descubrir la verdad infalible podía ser algo muy peligroso. Claro que una prueba así erradicaría el crimen, la corrupción política, y podía llegar a reformar toda la estructura legal de la sociedad. Pero había verdades que eran muy complicadas, había verdades de statu quo y, además, ¿acaso la verdad no podía detener los cambios evolutivos en ciertos momentos de la historia? ¿Y qué sucedería con la psique de las personas que supieran que podían quedar al descubierto las diversas verdades de sí mismas?
Miró hacia el rincón del Jardín Rosado donde estaban Oddblood Gray y el reverendo Foxworth, sentados en sillas de mimbre, hablando animadamente. El reverendo Foxworth aún llevaba un vendaje aparatoso para recordarle a la gente que se había recuperado milagrosamente de la bala que le había atravesado el cuello.
Ahora, el reverendo hablaba con una voz ronca, pero seguía siendo vivaz y entusiasta por las cosas de la vida en general, y por sus propios problemas y ambiciones particulares. Helen du Pray pudo escucharlo con claridad.
—Otto, ¿por qué demonios lo hice? Recibí esa bala que iba destinada a un hombre blanco. Ni siquiera tuve que pensarlo. Efectué mi famoso movimiento lateral para situarme delante de Kennedy. Él ni siquiera era un hermano. ¿Por qué? Dígame por qué.
Oddblood Gray, que ahora veía todos los días a un psiquiatra, a causa de una depresión, le contestó:
—Porque es usted un jodido héroe nato, Culodelado.
El psiquiatra le había dicho a Gray que, después de los acontecimientos del año anterior, era perfectamente normal que sufriera una depresión. Así que, ¿por qué demonios iba al psiquiatra?
Foxworth se recreó con la idea de ser un héroe.
—Soy demasiado competitivo, eso fue lo que ocurrió. Y ahora que me voy a presentar para senador, esos jodidos negros han empezado a llamarme El Ultimo Tío Tom. Dicen que sólo un Tío Tom negro habría sido capaz de recibir una bala destinada a un hombre blanco. ¿Qué le parece esa mierda?
—¿Ya usted qué le importa eso? —replicó Oddblood Gray—. Será el primer senador negro del estado de Nueva York. Podrá sacarlos a todos a patadas de la ciudad.
—El Ultimo Tío Tom —murmuró el reverendo Foxworth—. Yo. Me pasé veinte años tocándole las pelotas al hombre blanco, mientras ellos se arreglaban sus peinados afros. —Pero sonreía mientras hablaba—. ¿Y qué me dice de usted, Otto? ¿También le ha pedido la presidenta que dimita?
—No —contestó Otto Gray—. Voy a ser secretario del gabinete. Vivienda, Educación y Bienestar Social. Usted y yo aún haremos muchas cosas juntos.
—Eso está bien —asintió el reverendo Foxworth—. ¿Sabe una cosa? Ahora hay una mujer en la presidencia del país, eso sentará un precedente. Habrá una oportunidad para que un negro se convierta en el número uno. Si yo estuviera en su lugar, dejaría de ir a ver a ese psiquiatra. No le gustaría que eso apareciera en su ficha personal si algún día decidiera presentarse para el más importante de los cargos. No puede ser negro y loco y esperar que, además, lo elijan presidente de Estados Unidos.
En el Jardín Rosado, El Oráculo se había convertido ahora en el centro de atención. Se le presentó el pastel de cumpleaños, una tarta enorme que cubría toda la mesa del jardín. En la parte superior, con azúcar de colores rojo, blanco y azul, estaba la bandera de las barras y estrellas. Las cámaras de televisión entraron y filmaron para toda la nación la escena de El Oráculo soplando las cien velas de su cumpleaños. Y ayudándole a soplar estaban la presidenta Helen du Pray, Oddblood Gray, Eugene Dazzy, Arthur Wix y los miembros del club Sócrates.
El Oráculo aceptó un trozo de pastel y luego permitió que le entrevistara Cassandra Chutter, que se las había arreglado para dar este golpe con la ayuda de Lawrence Salentine. Cassandra Chutter ya había hecho sus comentarios preliminares mientras se apagaban las velas. Ahora, preguntó:
—¿Cómo se siente con cien años de edad?
El Oráculo la miró con malevolencia; en ese momento pareció tan malvado que Cassandra Chutter se alegró de que su programa estuviera siendo grabado para aquella misma noche. Dios santo, aquel hombre era feo, su cabeza era una masa de manchas rugosas, la piel escamosa era tan brillante como tejido cicatricial, y la boca casi había desaparecido. Por un momento, temió que él estuviera sordo o que gangueara, así que repitió la pregunta.
—¿Cómo se siente con cien años de edad?
El Oráculo sonrió, y la piel de su rostro se agrietó en incontables arrugas.
—¿Es usted una jodida idiota? —En ese momento vio su rostro en uno de los monitores de televisión y eso le partió el corazón. De repente, odió su fiesta de cumpleaños. Miró directamente a la cámara y preguntó—: ¿Dónde está Christian?
La presidenta Helen du Pray se sentó junto a la silla de ruedas de El Oráculo y le sostuvo la mano. El anciano se había quedado dormido, con ese sueño ligero de los viejos que esperan la muerte. La fiesta en el Jardín Rosado continuaba sin él.
Helen du Pray se recordó a sí misma como una mujer joven, una de las protegidas de El Oráculo. Ella lo había admirado mucho. Aquel hombre poseyó en vida una gracia intelectual, un ingenio, una vivacidad y una alegría naturales que eran lo que ella siempre había deseado ser. Y, desde luego, para ser honrada, no había que dejar de lado sus extraordinarios logros en la vida, muy poco habituales, incluso en Estados Unidos.
¿Importaba acaso que él siempre intentara establecer una relación sexual? Recordó los años anteriores y lo dolida que se había sentido cuando la amistad entre ambos se transformó en lascivia. Pasó los dedos por la piel escamosa de su mano blanquecina. Ella había seguido el destino del poder, cuando la mayoría de las mujeres seguían el destino del amor, como le había sucedido a la pobre Lanetta Carr, que había regresado a su Louisiana natal. ¿Eran acaso más dulces las victorias del amor?
Helen du Pray pensó en su propio destino y en el de Estados Unidos. Aún le asombraba que, después de los terribles acontecimientos ocurridos en el pasado año, el país se hubiera tranquilizado de una forma tan pacífica. Cierto que ella había sido, en parte, responsable de eso, que su habilidad y su inteligencia habían ayudado a apagar el fuego en el país. Pero aun así…
Había llorado la muerte de Kennedy. En cierto modo, y a su manera, lo había amado. Había amado la tragedia escrita en los huesos de aquel rostro de hermosos planos. Había amado su idealismo, su visión de lo que podría llegar a ser el país. Había amado su integridad personal, su pureza, su desprendimiento, su desinterés por las cosas materiales. Pero, a pesar de todo eso, había terminado por darse cuenta de que había sido un hombre peligroso. Helen du Pray se dio cuenta también de que ahora tendría que protegerse contra la creencia en su propia rectitud. Estaba convencida de que, en un mundo con tantos peligros, la humanidad no podría resolver sus problemas con la lucha, sino sólo con una interminable paciencia. Haría las cosas lo mejor que pudiera y, en el fondo de su corazón, trataría de no sentir odio por sus enemigos.
En ese momento, El Oráculo abrió los ojos y sonrió. Le apretó ligeramente la mano y empezó a hablar. Su voz era muy baja y ella inclinó la cabeza hacia su boca arrugada.
—No se preocupe —dijo El Oráculo—. Será usted una gran presidenta.
Por un momento, Helen du Pray sintió deseos de llorar, como puede hacerlo una niña cuando se la alaba, por temor al fracaso. Miró a su alrededor, por el Jardín Rosado, lleno con los hombres y las mujeres más importantes de Estados Unidos. Tendría su ayuda, al menos de la mayoría de ellos, aunque tendría que protegerse contra algunos. Pero, sobre todo, tendría que protegerse contra sí misma.
Pensó de nuevo en Francis Kennedy. Ahora estaba en compañía de sus dos famosos tíos, y era tan querido como ellos lo fueron. «Bien —pensó Helen du Pray—, seré lo mejor de lo que él fue, haré lo mejor de lo que él confió en hacer». Y entonces, sosteniendo con fuerza la mano del anciano, reflexionó sobre las simplicidades del mal y sobre la peligrosa desviación del bien.