26

El día de la toma de posesión, Francis Xavier Kennedy, presidente de Estados Unidos, fue despertado al amanecer por Jefferson para arreglarle y vestirle. La luz gris del día que nacía era, en realidad, alegre, porque había empezado una tormenta de nieve. Enormes copos blancos se pegaban sobre la ciudad de Washington y sobre las ventanas a prueba de balas de su vestidor. Francis Kennedy se vio a sí mismo como aprisionado por aquellos copos de nieve, como si se encontrara encerrado en una bola de cristal.

—¿Estará usted en el desfile? —le preguntó a Jefferson.

—No, señor presidente. Yo tengo que cuidar del fuerte aquí, en la Casa Blanca. —Ajustó la corbata de Kennedy—. Todos le están esperando abajo, en la sala Roja.

Una vez que Kennedy estuvo preparado, estrechó la mano a Jefferson.

—Deséeme suerte —le dijo.

Jefferson le acompañó hasta el ascensor. Dos hombres del servicio secreto lo acompañaron a la planta baja.

Y, en efecto, todos le estaban esperando en la sala Roja. Allí estaba la vicepresidenta, Helen du Pray, asombrosamente regia en satén blanco, y Lanetta Carr, suavemente bella envuelta en rosa. El equipo personal era como reflejos del propio presidente, todos con esmoquin blanco y negro, tan sorprendentes sobre el fondo de las paredes y los sofás de la sala Roja. Arthur Wix, Oddblood Gray, Eugene Dazzy y Christian Klee formaban su propio y pequeño círculo, solemne y tenso a causa de la importancia del día. Francis Kennedy les sonrió. Aquellas dos mujeres y aquellos cuatro hombres constituían ahora su familia. Le resultaba extraño sentirse enamorado, y pensar que tendría una esposa en la Casa Blanca. Extraño que Lanetta Carr hubiera accedido a casarse con él. Después de su primera cena con Lanetta Carr, la cena que él había preparado de un modo tan eficiente, Francis Kennedy se había hundido en la depresión. Evidentemente, la mujer no había querido que él la cortejara, sintiendo un terror desesperado ante cualquier avance amoroso. Él la había invitado a otras cenas en la Casa Blanca, en ocasiones sociales, donde no tuviera que preocuparse por la posibilidad de que él persiguiera tener con ella una relación personal.

Comprendía perfectamente lo que ella sentía: tenía miedo de verse anulada por su manto de poder. Había intentado alejar ese temor acudiendo a su apartamento con un atuendo informal, preparándole la cena con un delantal atado a la cintura. Había tratado de desarmarla, y lo había conseguido parcialmente. Pero después de haber visto por televisión cómo volaba la limusina presidencial por los aires, su interés se había debilitado. Aquella misma noche había llamado a Eugene Dazzy para preguntarle cuándo podría ver al presidente. Había utilizado esas mismas palabras. Dazzy había esperado hasta la mañana siguiente para comunicarle la llamada. Francis Kennedy aún recordaba la sonrisa en el rostro de Dazzy. Era la sonrisa de un hermano mayor divertido por el hecho de que su hermano menor se viera finalmente recompensado por una relación amorosa. Francis Kennedy llamó inmediatamente a Lanetta Carr.

Hubo entre ambos una conversación terriblemente artificial. Kennedy la había invitado a cenar con él, en la Casa Blanca, a solas. Le explicó que en aquellos momentos no podía salir, no podía exponerse, que ahora ya no se lo permitirían. Y ella dijo que acudiría a la Casa Blanca siempre que él lo quisiera. Entonces le pidió que acudiera aquella misma noche.

Cenaron en el apartamento residencial del cuarto piso, de reciente construcción. Jefferson les sirvió la cena. Se mostraron muy poco animados durante la cena. Y hubo un momento, al abandonar el comedor, en que Lanetta le tomó de la mano y él se sintió asombrado ante el calor de su carne. Cegado por la prolongada privación, por los cerrojos de su propio cerebro, percibió la configuración diferente de los dedos de ella, el brillante pulido de sus uñas. Y luego le tocó los hombros, y el cuello, y sintió el pulso palpitante y, ya ciego, le acarició la sedosa suavidad del cabello. Le besó la mejilla, los ojos, toda la carne cálida por debajo de la piel protegida. Transformado, entregado, su cerebro y su cuerpo se abrieron, y la besó en los labios abiertos.

Sólo cuando ella le respondió se atrevió a mirarla a la cara. Aquella expresión le llegó al corazón, con extrañeza, con delicia, con pena. Era muy hermosa, y sus ojos rendían su belleza a él, por amor, y por deseo de hacerle feliz. Fue una mirada de confianza, de fe en su humanidad, a pesar de las trampas de su poder. Volvió a besarla en los labios y se sintió a sí mismo rendido, sin compromiso. Luego, casi como por un milagro, casi como si nunca hubiera descubierto un terreno tan extraño, le tocó los pechos, y aquellas zonas misteriosas y eléctricas de su cuerpo, por debajo del vestido. Recordó, alegre, y se abandonó a ella con toda su mente y su cuerpo. Y desaparecieron de pronto los largos años de horror y terror.

Se hicieron amantes; ahora Francis Kennedy tenía compañía cuando recorría las salas de la Casa Blanca en las primeras horas de la mañana, cuando no podía dormir. Poco a poco, volvió a recuperar el sueño durante la noche, tranquilizado por el amor correspondido. Las noches en que, a pesar de todo, no podía dormir, dormitaba sintiéndose feliz, observaba el rostro dormido de Lanetta Carr, y se acurrucaba junto a su cuerpo. Las noches se convirtieron en pensamientos de alegría, y dejaron de ser ideas de terror. Como ocurre con todos los verdaderos enamorados, planificó toda clase de formas diferentes de hacer feliz a su verdadero amor. Y también pensó en todas las formas en que podía hacer feliz al pueblo de Estados Unidos. Y pensó en lo afortunado que era por ser uno de los pocos hombres en el mundo que podía tener aquellos sueños.

Dos días antes de la toma de posesión, Francis Kennedy y Lanetta Carr acordaron casarse. La boda tendría lugar en el siguiente mes de abril, cuando la ciudad de Washington celebrara la llegada de la primavera.

Ahora que había llegado por fin el día de la toma de posesión, Francis Kennedy y su familia salieron de la Casa Blanca a una ciudad de Washington embellecida por los grandes copos de nieve, que habían adquirido un tinte dorado gracias al frío sol del invierno.

Christian Klee observó a Lanetta Carr y a Francis Kennedy, con el amor reflejado en sus rostros. Christian pensó que no había dignidad en el amor, del mismo modo que no hay honor en los políticos, ni misericordia en las luchas por gobernar este mundo. ¿Y qué era la misericordia, después de todo, sino un seguro psicológico contra la derrota total? Un sutil quid pro quo. Miró a los otros hombres a los que había conocido tan íntimamente durante tantos años. Eugene Dazzy, el jefe de estado mayor del presidente, Oddblood Gray y Arthur Wix. Todos ellos habían librado la batalla por Francis Kennedy, porque ése era su deber y porque él era su amigo.

Luego estaba Theodore Tappey, que se ocupaba del mal, en sus propios términos. Truco por truco, traición por traición. Aquélla era una lealtad muy simple.

El doctor Zed Annaccone era diferente a todos ellos. La estrella que él seguía relucía con toda claridad en los cielos. La verdad irrevocable e incontestable de la ciencia, la única esperanza para el hombre. Aquel hombre desdeñaba el mal, no quería tener ningún trato con él. Nunca coaccionaría a nadie, nunca traicionaría. Estaba atado a la inmaculada concepción de la ciencia. Que tuviera buena suerte. Por lo que se refería a la humanidad, él tenía su cabeza, su maravilloso cerebro y también su digno trasero.

Eso era lo que Christian Klee pensaba mientras la comitiva presidencial se preparaba para abandonar la Casa Blanca para asistir al juramento del presidente Kennedy y participar en el desfile de toma de posesión.

Cuando el presidente Francis Xavier Kennedy salió de la Casa Blanca, se quedó asombrado al ver un vasto océano de humanidad que lo llenaba todo, que parecía borrar toda la majestuosidad de los edificios, arrollar todos los camiones de la televisión y los representantes de los medios de comunicación que se mantenían por detrás de los cordones especiales y las zonas marcadas. Nunca había visto nada igual y le preguntó a Eugene Dazzy:

—¿Cuánta gente hay ahí?

—Mucho más de lo que podamos calcular —contestó Dazzy—. Quizá necesitaríamos un batallón de Marines de la base naval para ayudarnos a controlar el tráfico.

—No —dijo el presidente.

Le sorprendió que Dazzy hubiera contestado a su pregunta como si las multitudes constituyeran un peligro. A él más bien le parecía un triunfo, una reivindicación de todo lo que había hecho desde las tragedias ocurridas a partir del pasado Domingo de Resurrección.

Francis Kennedy nunca se había sentido más seguro de sí mismo. Había previsto todo lo que podía suceder, tanto las tragedias como los triunfos. Había tomado las decisiones correctas y obtenido su victoria. Había vencido a sus enemigos. Contempló el océano de humanidad y experimentó un gran amor por el pueblo de su país. Él les sacaría de sus sufrimientos y limpiaría toda la tierra.

Francis Kennedy nunca había sentido su mente más clara, sus instintos más ciertos. Había conseguido sobreponerse a su dolor sobre la muerte de su esposa y el asesinato de su hija. La pena que había nublado su cerebro había desaparecido. Ahora se sentía casi totalmente feliz.

Tuvo la impresión de haber conquistado el destino, de haber sufrido ya sus peores golpes y, con su propia perseverancia y juicio, haber hecho posible este glorioso futuro. Salió al aire lleno de nieve para prestar el juramento, luego iniciar el desfile de toma de posesión a través de Washington, y finalmente para emprender el camino hacia la gloria.

David Jatney se registró, junto con Irene y Campbell, en un motel situado a poco más de treinta kilómetros de Washington DC, ya que la capital estaba abarrotada. El día antes de la toma de posesión se fueron a Washington para contemplar la Casa Blanca, el monumento a Lincoln y todas las otras vistas de la capital. David Jatney también exploró la ruta que seguiría el desfile de toma de posesión, para descubrir el mejor lugar donde situarse.

El gran día, se levantaron al amanecer y tomaron el desayuno en un establecimiento junto a la carretera. Luego regresaron al hotel para vestirse con sus mejores ropas. De modo poco habitual, Irene se cepilló y se arregló el cabello con cuidado. Se puso sus mejores vaqueros desvaídos, una camisa roja y un suéter verde y suelto que David Jatney no le había visto hasta entonces. Se preguntó si lo había mantenido oculto, o si lo había comprado aquí, en Washington. Ella había salido unas pocas horas a solas, dejando a Campbell con Jatney.

Había nevado durante toda la noche, y el suelo estaba cubierto de blanco. En el aire bailoteaban perezosamente unos grandes copos de nieve. En California no habían tenido necesidad de ropa de invierno, pero durante el viaje hacia el este se habían comprado anoraks, uno de un rojo brillante para Campbell porque, según Irene, de ese modo lo encontraría con facilidad si se perdía, un azul fuerte para Jatney, y uno blanco cremoso para Irene, que la hacía parecer muy bonita. También llevaba un gorro de punto de lana blanca y una gorra con visera para Campbell. Jatney llevaba la cabeza descubierta; aborrecía cubrírsela.

En esta mañana de toma de posesión, tenían tiempo suficiente, así que salieron al campo situado tras el motel para construir a Campbell un muñeco de nieve. Irene tuvo un acceso de felicidad juguetona y arrojó bolas de nieve contra Campbell y Jatney, que recibieron sus misiles muy serios, sin devolvérselos. A Jatney le extrañó la felicidad que observó en ella, ¿se podía deber a la esperanza de ver a Kennedy en el desfile? ¿O era la nieve, tan extraña y tan mágica para sus sentidos californianos?

Campbell se sentía hechizado con la nieve. La estrujaba entre los dedos, viéndola desaparecer y fundirse bajo el sol. Luego empezó a destruir el muñeco de nieve con los puños, recelosamente, haciendo pequeños agujeros en él, arrancándole la cabeza. Jatney e Irene se quedaron a una cierta distancia, observándolo. Irene tomó la mano de Jatney entre las suyas, un gesto de intimidad física muy insólito en ella.

—Tengo que decirte algo —dijo ella—. He visitado a algunas personas aquí, en Washington. Mis amigos de California me dijeron que lo hiciera. Y esa gente se marcha a la India, y yo me voy con ellos, yo y Campbell. He arreglado las cosas para vender la camioneta, pero te daré el dinero que saque por ella, para que puedas volar de regreso a Los Ángeles.

David Jatney se soltó de Irene y se metió las manos en los bolsillos del anorak. Su mano derecha tocó el guante de cuero que contenía la pistola del veintidós y, por un momento, se imaginó a Irene tendida en el suelo, con su sangre absorbida por la nieve.

Cuando apareció la cólera, se quedó perplejo. Después de todo, había decidido venir a Washington con la miserable esperanza de poder ver a Rosemary, o de encontrarse con ella, Hock y GibsonGrange. Durante estos últimos días había soñado que incluso sería posible que lo invitaran otra vez a cenar, que su vida pudiera cambiar, que pudiera poner un pie en la puerta que se abría hacia el poder y la gloria. Así que ¿no era natural que Irene deseara ir a la India, para abrir la puerta hacia un mundo que anhelaba, para hacer de sí misma algo más que una mujer ordinaria con un niño pequeño que trabajaba en toda clase de puestos que no le conducirían nunca a nada? «Que se marche», pensó.

—No te enojes —le dijo Irene—. Ni siquiera te gusto ya. Me habrías dejado de no haber sido por Campbell.

Ella estaba sonriendo, con una cierta burla, pero con un matiz de tristeza.

—Eso es cierto —dijo David Jatney—. No deberías llevarte al niño a donde demonios se te ocurra ir. Aquí apenas si has podido ocuparte de él.

Eso la hizo enojar.

—Campbell es mi hijo, y lo educaré como me plazca. Y me lo llevaré al polo Norte si quiero ir allí. —Hizo una pausa antes de añadir—: Tú no sabes nada de todo esto. Y creo que estás teniendo un comportamiento algo sospechoso con Campbell.

Una vez más, vio la nieve manchada con su sangre, formando pequeños regueros, moteándola de puntos rojos.

—¿Qué es lo que quieres decir exactamente? —preguntó recuperando el más completo control sobre sí mismo.

—Eres un poco extraño, ¿sabes? Ésa fue la razón por la que me caíste bien al principio. Pero ahora no sé hasta qué punto eres extraño. A veces me preocupa dejar a Campbell contigo, a solas.

—¿Pensabas eso y me lo dejabas de todos modos? —preguntó Jatney.

—Oh, sé que no podrías hacerle ningún daño —contestó Irene—. Pero pensé que lo mejor sería que Campbell y yo nos separáramos de ti y nos fuéramos a la India.

—Está bien —dijo David Jatney.

Dejaron que Campbell destrozara por completo el muñeco de nieve. Luego subieron todos a la camioneta y emprendieron el trayecto de treinta kilómetros que los separaba de Washington. Cuando entraron en la interestatal, les asombró ver la gran cantidad de coches y autobuses que se extendían en una larga cola. Se las arreglaron para avanzar poco a poco entre el tráfico, pero tardaron cuatro horas en llegar a la capital.

El desfile de toma de posesión se extendía a través de las amplias avenidas de Washington, encabezado por la comitiva presidencial de limusinas. Avanzó con lentitud, viendo su progreso dificultado por la enorme multitud, que en algunos puntos logró romper los cordones de la policía. El muro de hombres uniformados empezó a derrumbarse bajo los millones de personas que se apretaban contra él.

Tres coches, llenos de hombres del servicio secreto, precedían a la limusina de Kennedy, con su cabina de cristal a prueba de balas. Dentro de aquella cabina de cristal, Kennedy estaba de pie, para que la multitud pudiera verle mientras atravesaba Washington. Pequeñas oleadas de personas lograban llegar hasta la limusina, y eran rechazadas por el círculo interior de hombres del servicio secreto, que rodeaban el coche. Pero cada pequeña oleada de adoradores fanáticos parecía acercarse más y más. El círculo interior de guardias se vio empujado contra la limusina presidencial.

En el coche situado directamente por detrás de Francis Kennedy había más hombres del servicio secreto, fuertemente armados con armas automáticas; y alrededor de aquél caminaban otros hombres del servicio secreto. En la siguiente limusina iban Christian Klee, Oddblood Gray, Arthur Wix y Eugene Dazzy. En este coche también iba el reverendo Baxter Foxworth, a quien se le había concedido este lugar de honor ante la insistencia de Oddblood Gray, quien argumentó que Foxworth les había proporcionado el voto negro, que más de la mitad de la población de Washington era negra, y que se suponía que los negros constituirían una buena parte de la multitud que acudiría a ver el desfile de toma de posesión. La presencia de Foxworth sería para ellos como una señal de que la Administración Kennedy respetaba al movimiento negro. A Oddblood Gray también le preocupaba que el reverendo Baxter Foxworth pudiera oponerse y luchar contra los campos de trabajo de Alaska. Este gesto de concederle un lugar de honor en el desfile podría tranquilizarle.

El reverendo Foxworth era muy consciente de todos estos razonamientos, y se regocijó pensando que al día siguiente se disponía a lanzar un ataque en toda regla contra los campos de trabajo de Alaska. Había observado que había muchos negros entre la multitud, pero se veían superados por el flujo de gente llegada de todas partes de Estados Unidos, que había acudido para adorar a Kennedy en este día gris. Foxworth lo observó todo muy cuidadosamente, pero como el desfile progresaba de una forma tan lenta, se pasó el tiempo metiéndose con Arthur Wix, el consejero de Seguridad Nacional.

—He estado echándole un vistazo a la historia —dijo Foxworth— y me he enterado de que es usted el primer judío en dirigir las fuerzas militares de este país. ¿Se da cuenta de lo que eso significa? Finalmente, los judíos ya no tienen por qué sentirse como un grupo minoritario, o marginado de la estructura del poder político. Usted nos da una cierta esperanza a nosotros, los negros.

El comentario del reverendo Foxworth no le pareció nada divertido a Arthur Wix.

—El consejero de Seguridad Nacional no controla las fuerzas armadas —dijo con frialdad.

—Pero usted sabe que su nombramiento fue muy simbólico —dijo el reverendo con amabilidad—. Quizá el presidente Kennedy nombre a un negro como jefe del FBI cuando el fiscal general Klee abandone sus dos cargos.

Y al decir esto último miró a Klee con una mueca. Christian Klee siempre había sentido una admiración oculta por el reverendo Foxworth, y también se había dado cuenta de que no era él el objetivo de sus comentarios.

—Espero que así sea, reverendo —dijo—. Como usted dice sería un gran nombramiento simbólico. Puede estar seguro de que se lo comentaré al presidente.

Eugene Dazzy había traído consigo un maletín con documentos, con el asa sujeta a su muñeca por unas esposas de acero. Levantó la mirada un momento y dijo:

—Cuando Christian dimita, Peter Cloot será readmitido. Es muy probable que el FBI vaya a parar a sus manos.

Todos se quedaron en silencio. Christian Klee andaba perdido en sus pensamientos de admiración ante la finura de Francis Kennedy. El nombramiento cerraría la boca de Cloot acerca del asunto de la bomba atómica, y luego el propio Kennedy se encargaría de barrerlo todo bajo la alfombra.

La limusina apenas si se movía. La ancha avenida empezaba a llenarse de gente, deteniendo el avance del desfile.

—Usted sabe que Israel podría utilizar sus talentos —dijo el reverendo Foxworth, sin renunciar a meterse con Wix—. Pero supongo que usted ya coopera bastante con ellos ahora.

Sintió un escalofrío de placer al ver cómo enrojecía el rostro de Wix, quien mordió el anzuelo, aunque con mayor sangre fría de lo que Foxworth hubiera deseado.

—Mi trayectoria personal demuestra que le he dado a Israel menos influencia en nuestra política exterior que cualquier otro consejero de Seguridad Nacional. Pero he creído entender que se refiere esencialmente a por qué no he regresado al lugar de donde procedo. Ésa es una pregunta eterna que se plantean todas las minorías. La respuesta es que yo procedo de este país. ¿Cuál sería su respuesta si alguien le hiciera la misma pregunta?

El reverendo Foxworth se echó a reír antes de contestar.

—Diría que ustedes me sacaron de África, de modo que pueden elegir el lugar a donde debería volver. Pero no tengo intención de discutir. Después de todo, ambos representamos a dos de los grupos minoritarios más importantes de Estados Unidos. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: Desde luego, a su pueblo ya no se le trata con ningún prejuicio en este país. Nosotros confiamos en conseguir lo mismo algún día.

Sólo fue un instante, pero Foxworth lo percibió. Arthur Wix sentía por él el desprecio más absoluto. Y lo peor de todo fue comprender que no se trataba del desprecio de un hombre blanco por otro negro, sino el que un hombre civilizado siente por otro primitivo.

En ese momento, el coche se detuvo por completo y Oddblood Gray miró por la ventanilla.

—Oh, mierda, el presidente se ha bajado del coche y está caminando —dijo.

Eugene Dazzy guardó inmediatamente los documentos en su maletín y lo cerró con un gesto rápido. Luego se quitó las esposas de la muñeca y se las tendió al hombre del servicio secreto que estaba sentado junto al conductor, en el asiento delantero.

—Si él está caminando, nosotros tenemos que caminar con él —dijo Eugene.

Oddblood Gray miró a Christian Klee.

—Chris, tiene usted que detenerlo. Utilice ese veto suyo —le pidió.

—Ahora ya no lo tengo —dijo Christian Klee.

—Creo que será mucho mejor que llame a un montón de hombres del servicio secreto —dijo Arthur Wix.

Todos ellos bajaron del coche y formaron una muralla para caminar detrás del presidente.

El presidente Francis Kennedy decidió andar los últimos quinientos metros hasta la plataforma desde donde presidiría el desfile. Por primera vez, sintió deseos de tocar físicamente a la gente que le quería, que había permanecido en la nieve durante muchas horas sólo para verle en el interior de la burbuja de cristal mecanizada y a prueba de balas. Por primera vez creyó que no tenía nada que temer de ellos. Y en este día, el más grande de su carrera, quería demostrarles que confiaba en ellos.

Los grandes copos de nieve todavía giraban en el aire, pero Francis Kennedy no los sentía sobre su cuerpo de una forma más sustancial que la sagrada hostia que había sentido en la punta de la lengua cuando era niño. Caminó por la avenida y estrechó las manos de aquella gente que lograba atravesar las barreras de la policía y el anillo de hombres del servicio secreto que le rodeaba. De vez en cuando, un pequeño grupo de espectadores lograba romper las barreras, empujados por la masa de millones de personas que había detrás. Lograron superar a los del servicio secreto, que trataron de formar un círculo más amplio alrededor del presidente. Francis Kennedy estrechó las manos de aquellos hombres y mujeres, y se mantuvo a su paso. Allá abajo, en la avenida, distinguió la plataforma erigida para presidir el desfile. Allí era donde le esperaba Lanetta. Sintió que se le humedecía el cabello a causa de la nieve, pero el aire frío le vigorizó tanto como la devoción de la multitud. No era consciente de ninguna sensación de cansancio, de ninguna incomodidad, a pesar de que en su brazo derecho empezaba a producirse una inercia alarmante, y se le empezaba a hinchar la mano derecha de tan fuerte como se la apretaban. Los hombres del servicio secreto tenían que arrancar literalmente a los afortunados espectadores, para apartarlos del presidente. Una mujer joven y bonita, con un anorak de color crema, había intentado sostenerle la mano, y él tuvo que retirarla de un tirón.

David Jatney empujó abriéndose paso entre la multitud que le arrastraba a él y a Irene, quien sostenía a Campbell en sus brazos. La multitud seguía empujando en oleadas, como un océano, y de no haberse abierto paso, Campbell podría haber sido aplastado.

Se encontraban apenas a cuatrocientos metros de distancia de la plataforma cuando apareció la limusina presidencial ante ellos. Iba seguida por coches oficiales en los que iban los dignatarios. Detrás estaba la incontable multitud que pasaría ante la plataforma desde donde Kennedy presidiría el desfile de toma de posesión. David Jatney calculó que la limusina presidencial se hallaría a una distancia algo superior a la de un campo de fútbol desde el lugar donde estaba. Entonces se dio cuenta de que algunos grupos de la multitud alineada a lo largo de la avenida habían logrado alcanzar la calzada, obligando a los vehículos a detenerse.

—Está saliendo —gritó Irene—. Está caminando. Oh, Dios mío, tengo que tocarle.

Dejó a Campbell en brazos de Jatney y trató de colarse por debajo de la barrera, pero uno de los policías la detuvo. Ella corrió a lo largo del bordillo y logró pasar por donde se había abierto el hueco entre la policía, sólo para verse detenida por la barrera interior de los hombres del servicio secreto. David Jatney la observó, pensando que si Irene hubiera sido más lista, habría llevado a Campbell en sus brazos. Los hombres del servicio secreto se habrían dado cuenta de que una mujer con un niño en brazos no representaba ninguna amenaza, y ella podría haber pasado mientras ellos se dedicaban a hacer retroceder a los demás. La vio siendo empujada de nuevo hacia el bordillo, pero entonces otra oleada de gente la hizo avanzar y fue una de las pocas personas que logró atravesar la barrera interior. Entonces, estrechó la mano del presidente y luego incluso lo besó en la mejilla, antes de que fuera apartada bruscamente, a empujones.

David Jatney comprendió que Irene ya no podría regresar hasta donde estaban él y Campbell. No era más que un punto diminuto perdido en la masa de gente que ahora amenazaba con envolver todo el amplio espacio de la avenida. Cada vez parecía haber más gente presionando contra la hilera exterior de hombres uniformados, y cada vez había más personas que llegaban hasta el círculo interno de hombres de seguridad. En ambos círculos aparecían más y más grietas. Campbell empezó a llorar, de modo que Jatney se metió la mano en el bolsillo del anorak para darle una de las piruletas que habitualmente llevaba para el niño. Sus dedos percibieron el tacto del guante de cuero y, en su interior, el frío acero de la pistola del veintidós.

Y en ese preciso instante, David Jatney experimentó un sofoco de calor que le recorrió todo el cuerpo. Pensó en los últimos días en Washington, la visión de los numerosos edificios erigidos para establecer la autoridad del Estado, las columnas de mármol del tribunal y los monumentos, el esplendor oficial de las fachadas, todo indestructible, inamovible. Pensó en el despacho de Hock y en su esplendor, guardado por sus secretarias. Pensó en la Iglesia mormona de Utah, con sus templos bendecidos por ángeles especiales y particularmente descubiertos. Y todo ello para designar a unos ciertos hombres como superiores a sus semejantes. Para mantener a los hombres ordinarios en su lugar. Y para encauzar todo el amor hacia sí mismos. Presidentes, gurús, ancianos mormones que construían sus edificios intimidatorios para amurallarse y aislarse del resto de la humanidad, conociendo muy bien la envidia del mundo, protegiéndose a sí mismos contra el odio. Jatney recordó entonces su gloriosa victoria en las «cacerías» de la universidad. Entonces se había convertido en un héroe, por una sola vez en su vida. Ahora, acarició con suavidad a Campbell para que dejara de llorar. En su bolsillo, por debajo del arma, encontró la piruleta y se la dio al niño. Luego, sosteniéndolo aún en brazos, bajó el bordillo y se coló por debajo de la barrera de policías.

Al reverendo Baxter Foxworth no le gustó realmente la idea de ir a pie por detrás del presidente Kennedy, mientras avanzaban con dificultad por la avenida. Era molesto, a pesar de la multitud que les vitoreaba. Tampoco le gustó la humedad de los copos de nieve que seguían cayendo, humedeciéndole y arrugándole el traje. Pero cuando algunas personas de la multitud lograron atravesar los dos cercos protectores, aceleró el paso para estar al lado del presidente. Estrechó las manos de las personas que lograban romper las barreras, tratando de alejarlas de Kennedy. Lo hizo así por dos razones. En primer lugar porque quería estar en el centro de las imágenes de televisión que se estuvieran tomando, y en segundo lugar porque se sintió preocupado por Kennedy. Él se enorgullecía de comportarse de una forma prudente en la calle, y sabía que hacer esto representaba para él una situación peligrosa. Pero, qué demonios, sabía que estaría caminando cerca de Kennedy, estrechando manos, siendo vitoreado por los hermanos negros que le reconocerían. Su espíritu se animó. Éste iba a ser un día condenadamente bueno. Entonces vio corriendo hacia él a un hombre que llevaba a un niño pequeño en brazos. Extendió la mano para estrechársela.

David Jatney se sintió lleno de admiración y luego de un feroz entusiasmo. Sería fácil. Más personas de entre la multitud rompían el cordón externo de policías uniformados, y un número cada vez mayor de ellas lograban penetrar el círculo interno de los agentes del servicio secreto y conseguían estrecharle la mano al presidente. Aquellas dos barreras se estaban desmoronando, y los invasores caminaban junto a Kennedy y le saludaban agitando los brazos, para demostrarle su devoción. La avenida parecía como un suelo de mármol cubierto de insectos negros. Jatney echó a correr hacia el presidente, que se acercaba, y una oleada de espectadores desgarró las barreras de madera, llevándole consigo. Ahora se encontraba fuera del círculo interno de agentes del servicio secreto que trataban de mantener a todos lejos del presidente. Pero ya no había suficientes como para conseguirlo. Con una sensación de júbilo, se dio cuenta de que no se ocupaban de él. Sosteniendo a Campbell con el brazo izquierdo, se metió la mano derecha en el bolsillo del anorak, palpó el guante de cuero y sus dedos rodearon el gatillo. En ese momento, el anillo de agentes se desmoronó y él se encontró de pronto dentro del círculo mágico. Vio a Francis Kennedy a diez pasos de distancia, estrechando manos como un adolescente alocado. Kennedy parecía muy delgado, muy alto, y algo mayor de lo que aparentaba en televisión. Sosteniendo aún a Campbell en sus brazos, Jatney avanzó un paso hacia Kennedy.

En ese momento, un negro de aspecto muy elegante le bloqueó el paso, con la mano extendida. Por un instante frenético, Jatney pensó que aquel hombre había visto el arma que llevaba en el bolsillo y le estaba exigiendo que se la entregara. Entonces se dio cuenta de que aquel hombre le resultaba familiar, y de que sólo le estaba ofreciendo la mano para que se la estrechara. Por un instante demasiado prolongado, se miraron a los ojos el uno al otro. Jatney bajó la mirada hacia la mano negra extendida, con el rostro negro sonriente. Y entonces vio que los ojos del hombre brillaban con recelo, que retiraba la mano de pronto. Con una sacudida compulsiva de todos los músculos de su cuerpo, Jatney arrojó a Campbell contra el hombre negro y sacó el arma del bolsillo del anorak.

En ese instante en que Jatney se quedó mirando fijamente a los ojos del reverendo Baxter Foxworth, éste se dio cuenta de que algo terrible estaba a punto de suceder. Dejó que el niño cayera al suelo, y luego, con un rápido desplazamiento de los pies, colocó su cuerpo delante de Francis Kennedy, que seguía avanzando lentamente. Entonces vio aparecer el arma en la mano de Jatney.

Christian Klee, que caminaba a la derecha y un poco por detrás de Kennedy, estaba utilizando su teléfono de células para llamar a más hombres del servicio secreto, para que ayudaran a apartar a la multitud del camino del presidente. Vio al hombre que sostenía al niño aproximándose a la falange de agentes que protegían a Kennedy. Y entonces, por un breve segundo, observó el rostro del hombre con claridad.

Fue como si una vaga pesadilla cruzara por su mente, pero la realidad no caló en ella. El rostro que había estado llamando a la pantalla de su computadora durante aquellos últimos nueve meses, la vida que había controlado con equipos de vigilancia, había surgido de pronto de aquella jungla de sombras de mitología, para aparecer en el mundo real.

Vio el rostro, no en el reposo de las fotos tomadas clandestinamente, sino con el impulso de la emoción exaltada. Y le impresionó observar cómo aquel rostro elegante se había hecho tan feo, como si ahora lo estuviera viendo a través de un cristal que lo distorsionara. Christian Klee ya se estaba moviendo con rapidez hacia Jatney, sin creer aún del todo en la imagen, tratando de certificar su pesadilla, cuando vio que el reverendo Foxworth extendía su mano. Christian sintió entonces una tremenda sensación de alivio. Aquel hombre no podía ser Jatney, sólo era un tipo que sostenía a su hijo y que trataba de tocar una pieza de historia.

Pero entonces vio que el niño, con su anorak rojo y su pequeña gorra de lana, era arrojado por el aire. Inmediatamente después vio el arma en la mano de Jatney. Y vio caer a Foxworth.

Se dio cuenta con incredulidad que él mismo, Christian Klee, había dirigido impropiamente la mano del destino, eliminando a David Jatney de la pantalla de la computadora, y cancelando la vigilancia a la que se le tenía sometido. Y en ese mismo momento comprendió que era él, y no Francis, quien tenía que ser sacrificado. De repente, impulsado por el terror de su propio crimen, Christian Klee corrió hacia Jatney y recibió la segunda bala en pleno rostro. La bala le atravesó el paladar, ahogándole con la sangre, y luego sintió un dolor cegador en su ojo izquierdo. Aún estaba consciente mientras caía. Trató de gritar, pero su boca estaba llena de dientes destrozados y carne desmenuzada. Y experimentó una enorme sensación de pérdida e impotencia. En su cerebro destrozado, sus últimas neuronas relampaguearon con pensamientos de Francis Kennedy, y quiso protegerle de la muerte, pedirle su perdón. Luego el cerebro de Christian parpadeó y su cabeza se posó sobre una ligera almohada de nieve en polvo, con el desflorado cuenco del ojo.

En ese mismo momento Francis Kennedy se volvió por completo hacia David Jatney y escuchó el crujido del arma. Vio caer a Foxworth. Luego a Klee. Y en ese preciso instante todas sus pesadillas, todos sus recuerdos de muertes diferentes, todos sus terrores de un destino maligno, quedaron cristalizados en un paralizado asombro y resignación. Escuchó entonces una tremenda vibración en el mundo, y sintió, sólo durante una fracción de segundo, la explosión del acero en su cerebro. Y cayó.

David Jatney no pudo creer que todo hubiera sucedido. El negro yacía donde había caído. El blanco estaba a su lado. El presidente de Estados Unidos se estaba desmoronando ante sus propios ojos, con las piernas doblándose hacia fuera, con los brazos elevados al aire, hasta que sus rodillas, finalmente, chocaron contra el suelo. David Jatney siguió disparando. Muchas manos trataban de arrancarle el arma, de tirar de su cuerpo. Intentó correr, y al hacerlo vio a la multitud elevarse hacia él como una gran oleada, hasta que incontables manos le cogieron. Con el rostro cubierto de sangre, sintió que le arrancaban una oreja de la cabeza y la vio por un instante en una de aquellas manos. De pronto, algo sucedió con sus ojos, y ya no pudo ver más. Su cuerpo quedó envuelto por el dolor durante un solo instante y después ya no pudo sentir nada más.

El reportero de la televisión, con el ojo que todo lo ve sobre su hombro, lo había registrado todo para los pueblos del mundo. En cuanto el arma salió a la luz, retrocedió los pasos suficientes como para poder encuadrarlos a todos. Filmó a David Jatney levantando el arma, al reverendo Baxter Foxworth describiendo su extraño salto delante del presidente y cayendo al suelo, y luego a Klee recibiendo una bala en el rostro y cayendo también. Filmó a Francis Kennedy girándose para mirar al asesino y a éste disparando, con la bala retorciendo la cabeza de Kennedy como si le hubiera golpeado con un martillo. Filmó la mirada de férrea determinación de Jatney al tiempo que Francis Kennedy se desmoronaba y los hombres del servicio secreto se quedaban congelados en ese terrible momento, eliminado todo su entrenamiento para una respuesta rápida a causa de la terrible conmoción. Y luego filmó a Jatney tratando de echar a correr y siendo arrollado por la multitud. Pero el reportero de televisión no captó la escena final, lo que lamentaría durante el resto de su vida: la multitud destrozando el cuerpo de David Jatney.

Sobre la ciudad, atravesando los edificios de mármol y los monumentos que simbolizaban el poder, se elevó el gran gemido de millones de adoradores que habían perdido todos sus sueños.