25

Christian Klee empezó a tomar sus medidas para abandonar el servicio gubernamental. Una de las cosas más importantes consistió en borrar todas las huellas de sus acciones para soslayar la ley en su protección del presidente. Tenía que borrar todas las vigilancias ilegales computarizadas de los miembros del club Sócrates.

Sentado ante su gran mesa, en el despacho del fiscal general, Christian Klee utilizó su computadora personal para eliminar todas las fichas que pudieran incriminarle. Finalmente salió en la pantalla la ficha de David Jatney. Había tenido razón con respecto a este tipo, pensó, él era el comodín oculto. Aquel rostro moreno y agraciado tenía el aspecto desproporcionado de una mente desequilibrada. Los ojos de Jatney aparecían brillantes, reflejaban la electricidad de un sistema neuronal en lucha consigo mismo. Y, según las últimas informaciones, se hallaba de camino hacia Washington. Klee sintió el escalofrío de un cazador que se acerca sigiloso a su presa. Aquel tipo podía causar problemas.

Entonces recordó el consejo de El Oráculo. Pensó en su anciano amigo durante largo rato. Y finalmente apretó la tecla de borrado en la computadora: que fuera el destino el que decidiese. David Jatney desapareció sin dejar la menor huella en las fichas gubernamentales. Ocurriera lo que ocurriese, nadie podría echarle la culpa a él, a Christian Klee.

Dos semanas antes de la toma de posesión del presidente Francis Kennedy, David Jatney había empezado a sentirse inquieto. Deseaba escapar del sol eterno de California, de las voces demasiado amistosas que escuchaba por todas partes, de la luz de la luna y las playas balsámicas. Sentía como si se ahogara en el aire enrarecido y amarronado de su sociedad y, sin embargo, no quería volver a su hogar, en Utah, para ser allí el testigo diario de la felicidad de sus padres.

Irene se había trasladado a vivir con él; ella quería ahorrar dinero del alquiler, emprender un viaje a la India y estudiar allí con un gurú. Un grupo de sus amigos estaban reuniendo recursos para fletar un avión, y ella quería unirse a ellos, acompañada por su hijo.

David Jatney se quedó boquiabierto cuando ella le contó sus planes. No le preguntó si podía instalarse a vivir con él, sino que simplemente afirmó su derecho a hacerlo así. Ese derecho se basaba únicamente en el hecho de que ahora se veían tres veces a la semana para ir al cine o tener relaciones sexuales. Se lo planteó como un compañero se lo puede plantear a otro, como si él fuera uno de sus habituales amigos californianos que solían instalarse en casa del otro durante períodos de una semana o más. No lo hizo pensando estratégicamente en una posible boda, sino como un acto normal de camaradería. Ella no tenía sentido de la imposición, de que la vida de él pudiera verse perturbada con la presencia de una mujer y un niño extraños que pasarían a formar parte del tejido cotidiano de su vida.

Irene le parecía extraordinariamente candorosa en todas las facetas de su vida. Políticamente estaba situada a la izquierda, era incansable en su trabajo para la Liga de Inquilinos de Santa Mónica, se hallaba inmersa en las religiones orientales, y se mostraba apasionada ante la perspectiva de hacer el viaje a la India y estudiar allí con un gurú. En el sexo también era directa e imperiosa; nunca había juego previo; todo se tenía que conseguir y hacer con rapidez, como para dejarlo atrás cuanto antes; después del acto tomaba un libro de filosofía india y se ponía a leer.

Pero lo que más horrorizó a David Jatney fue que ella tuviera la intención de llevarse consigo a la India a su pequeño hijo. Irene era una mujer con una confianza absoluta en su capacidad para abrirse camino en cualquier clase de mundo; estaba convencida de que el destino sería bueno con ella, que no le sucedería ninguna calamidad. David Jatney tuvo visiones del pequeño durmiendo en las calles de Calcuta, en compañía de los miles de pobres enfermos en aquella ciudad. En un acceso de cólera le dijo que no comprendía a nadie que creyera en una religión que engendraba cientos de millones de seres que eran los más desesperadamente pobres del mundo. Ella le contestó que lo que sucedía en este mundo no tenía importancia, puesto que lo que sucediera en la próxima vida sería mucho más interesante y gratificante. David Jatney no pudo comprender aquella clase de lógica. ¿Dónde estaba la lógica? Si uno está destinado a reencarnarse, ¿por qué no va a poder hacerlo en una vida exactamente igual de miserable que la que se acaba de abandonar?

Jatney se sentía fascinado por Irene y por la forma en que trataba a su hijo. A menudo llevaba al pequeño Joseph Campbell a sus reuniones políticas, porque no siempre conseguía que su madre se hiciera cargo del niño, y era demasiado orgullosa como para pedírselo con frecuencia. En aquellas reuniones políticas y espirituales, dejaba a Campbell a sus pies, en un pequeño capazo. A veces se lo llevaba incluso al trabajo, cuando el jardín de infancia en que le dejaba estaba cerrado.

No cabía la menor duda de que era una madre entregada a su hijo. Pero, para David Jatney, su actitud con respecto a la maternidad era desconcertante. No mostraba la preocupación habitual por proteger a su hijo, o preocuparse por las influencias psicológicas que pudieran hacerle daño. Lo trataba como se podía tratar a un animal de compañía, un perro o un gato. No parecía importarle lo que pudiera pensar o sentir el niño. Había decidido que el hecho de ser madre de un niño no iba a limitar su vida en ningún sentido, o convertir la maternidad en una esclavitud, y que podía conservar su libertad. David pensaba a veces que estaba un poco loca.

Pero era una joven bonita, y cuando se concentraba en el sexo podía ser impulsivamente ardiente. David disfrutaba con ella. Era competente en los detalles cotidianos de la vida y, en realidad, no planteaba problemas. Así que dejó que se instalara con él.

Fue entonces cuando se produjeron dos hechos totalmente imprevistos por él. Se volvió impotente, y empezó a gustarle el niño.

Se preparó para el traslado comprando un enorme baúl en el que guardar bajo llave todas sus armas, material de limpieza y municiones. No quería que un niño de cuatro años pusiera accidentalmente las manos sobre sus armas. De algún modo, David Jatney se las había arreglado para tener a estas alturas armas suficientes como para superar a un bandido superhéroe: dos rifles, una pistola ametralladora y una colección de pistolas. Una de ellas, muy pequeña, del calibre veintidós, la llevaba siempre en una funda de cuero que se parecía mucho a un guante, metida en el bolsillo de la chaqueta. Por la noche, solía colocarla debajo de la almohada. Cuando Irene y Campbell se instalaron en su piso, guardó la veintidós en el baúl, junto con las otras armas. Luego le echó un buen candado. Aunque el pequeño lo encontrara abierto, no había forma de que descubriera el modo de vaciarlo. Irene, en cambio, era otra historia. No es que no confiara en ella, pero era una joven un tanto misteriosa, y eso no se mezclaba bien con las armas.

El día que se instalaron en el piso, Jatney compró unos pocos juguetes para el niño, pensando que de ese modo no se sentiría tan desorientado. Esa primera noche, cuando Irene estaba preparada para acostarse, colocó almohadas y una manta en el sofá para el pequeño, lo desnudó en el cuarto de baño y le puso el pijama. Jatney vio al niño mirándole. En aquella mirada había un antiguo recelo, un brillo de temor y, algo más débilmente, lo que parecía ser el desconcierto habitual. En un instante, Jatney tradujo aquella mirada en sí mismo. De niño, sabía que su padre y su madre le abandonarían para hacer el amor en su dormitorio.

—Escucha —le dijo a Irene—, yo dormiré en el sofá, y el niño puede dormir contigo.

—Eso es una tontería —dijo Irene—. A él no le importa, ¿verdad, Campbell? —El niño sacudió la cabeza. Raras veces hablaba—. Es un chico muy valiente, ¿verdad, Campbell? —preguntó Irene con orgullo.

En ese momento, David Jatney sintió un momento de odio puro contra ella. Sin embargo, lo reprimió.

—Tengo que escribir algo —dijo—, y estaré despierto hasta bastante tarde. Creo que las primeras noches el niño debería dormir contigo.

—Si tú tienes trabajo, está bien —dijo Irene alegremente.

Extendió las manos hacia Campbell y el pequeño saltó del sofá y corrió hacia sus brazos, hundiendo la cabeza en su pecho.

—¿No le vas a decir buenas noches a tu tío Jat? —dijo ella dirigiéndole una brillante sonrisa a David Jatney, una sonrisa que la hacía parecer hermosa.

El comprendió que aquello era una broma honrada, su pequeña broma, un modo de decirle que ésa era la forma en que presentaba sus otros amantes a su hijo, y en la que éste se dirigía a ellos, y que ella se sentía agradecida por su consideración, y que tenía fe en el universo que la sostenía.

El chico mantuvo la cabeza hundida entre sus pechos y David Jatney le dio unas palmaditas cariñosas, diciéndole:

—Buenas noches, Campbell.

El niño levantó la cabeza y miró a Jatney a los ojos. Era la peculiar mirada interrogativa de los niños pequeños, como cuando se mira un objeto totalmente desconocido en su universo.

David Jatney se sintió impresionado por aquella mirada. Como si él pudiera ser una fuente de peligro. Se dio cuenta de que el niño tenía un rostro insólitamente agraciado para ser tan joven. Una frente amplia, unos ojos grises y luminosos, una boca firme y casi severa.

Jatney le sonrió y el efecto fue milagroso. Todo su rostro se iluminó con una expresión de confianza. Extendió una mano y tocó el rostro de Jatney. Y entonces Irene se lo llevó al dormitorio.

Pocos minutos más tarde ella volvió a salir y le dio un beso.

—Gracias por haber sido tan considerado —le dijo—. Podemos echar un polvo rápido antes de regresar ahí dentro.

Al decir esto, no hizo ningún movimiento seductor. Fue, simplemente, una oferta amistosa.

David Jatney pensó en el pequeño que estaba al otro lado de la puerta del dormitorio, esperando a su madre.

—No —dijo.

—Está bien —dijo ella alegremente y regresó al dormitorio.

Durante las semanas siguientes, Irene estuvo frenéticamente ocupada. Había aceptado un trabajo adicional por un salario muy pequeño y largas horas de actividad nocturna, para ayudar en la campaña por la reelección, ya que era una partidaria ardiente de Francis Kennedy. Hablaba de los programas sociales que él favorecía, de su lucha contra los ricos de Estados Unidos, de sus esfuerzos por reformar el sistema legal. David pensó que estaba enamorada del aspecto físico de Kennedy, de la magia de su voz. Creía que ella trabajaba en el cuartel general de la campaña por encaprichamiento, antes que por creencia política.

Tres días después de que se hubiera instalado en su piso, él pasó por el cuartel general de la campaña en Santa Mónica y la encontró trabajando en una computadora, con el pequeño a sus pies. El niño estaba en un capazo de dormir, pero estaba bien despierto. Jatney pudo verle los ojos abiertos.

—Lo llevaré a casa y lo acostaré —dijo David Jatney.

—Está bien, no te preocupes —dijo Irene—. No quiero aprovecharme de ti.

Jatney sacó a Campbell del capazo. El niño estaba completamente vestido, a excepción de los zapatos. Lo tomó de la mano y notó una piel cálida y suave y, por un momento, se sintió feliz.

—Antes le llevaré a comer una pizza y un helado, ¿te parece bien? —le preguntó a Irene.

—No le malcríes —dijo ella, ocupada con la computadora—. Cuando termines dale un yogur de la nevera.

Se tomó un instante para dirigirle una sonrisa y darle un beso a Campbell.

—¿Quieres que te espere? —preguntó él.

—¿Para qué? —replicó ella con rapidez. Luego añadió—: Llegaré bastante tarde.

Salió llevando al niño de la mano. Condujo hasta la avenida Montana y se detuvo ante un pequeño restaurante italiano donde preparaban pizzas. Observó a Campbell mientras comía. Más que comer, se tragó la rebanada. Pero al menos estaba interesado por la comida, y eso hizo feliz a David Jatney. Luego el niño casi pulió la copa de helado y cuando se marcharon Jatney llevaba el resto de la pizza en una bolsa.

Ya en el apartamento, dejó la pizza en la nevera y observó que el envase del yogur estaba recubierto de hielo. Llevó a Campbell a la cama, dejando que él mismo se lavara y se pusiera el pijama. Él se preparó la cama en el sofá, puso la televisión, con el sonido muy bajo, y se quedó mirándola.

En todas las emisoras se hablaba mucho de política. Francis Kennedy parecía descender de todas las galaxias del cable. Y Jatney tuvo que admitir que era arrollador por la televisión. Soñó en convertirse en un héroe victorioso como Kennedy. Cómo le quería el pueblo de Estados Unidos. Qué poder tenía. Se distinguía a los hombres del servicio secreto, con sus rostros pétreos, moviéndose por el fondo. Qué seguro estaba, qué rico era, cuánto le amaban. David Jatney soñaba a menudo en llegar a ser un Francis Kennedy. Cómo le querría Rosemary. Y pensó en Hock y en Gibson Grange. Todos comerían en la Casa Blanca y todos hablarían de él, y Rosemary hablaría de él con su estilo excitado, tocandóle la rodilla, y se explicarían sus sentimientos más íntimos.

Pensó en Irene y en lo que sentía por ella. Y se dio cuenta de que se sentía más desconcertado que atraído. Le daba la impresión de que, a pesar de toda su apertura, en el fondo estaba totalmente cerrada a él. En realidad, nunca podría amarla. Pensó en Campbell, a quien le había dado ese nombre por el escritor Joseph Campbell, famoso por sus libros sobre mitos; era un niño tan abierto y candoroso, con un semblante de inocencia tan elegante…

David Jatney no experimentaba ese deseo adulto de encantar a los niños pequeños. Pero tenía la sensación de que para el niño era un consuelo que le llevara a dar paseos en coche por los cañones de Malibú, permaneciendo ambos en silencio, con Campbell señalando a veces un coyote que se escurría a lo lejos, observándolo todo, maravillándose de todo, como hacen los niños. Eso era mucho mejor que estar con Irene, que hablaba tanto que él apenas si podía resistir el impulso de rodearle el cuello con las manos. Disfrutaba deteniéndose en un pequeño café para alimentar al niño. Era tan sencillo. Se colocaba una hamburguesa delante de él, con unas patatas fritas y un vaso de leche malteada, y él comía lo que quería y mordisqueaba el resto.

A veces, David Jatney tomaba a Campbell de la mano y le llevaba a dar largos paseos por las playas públicas de Malibú, hasta la verja de alambrada que separaba la Colonia Malibú, donde vivían los ricos y poderosos, apartados del resto de la población, y miraban a través de la verja, contemplando a la gente amada por los dioses. Allí era donde vivía Rosemary Belair. Siempre aguzaba la vista por si la veía, y en una ocasión creyó verla muy lejos.

Al cabo de unos días, Campbell empezó a llamarlo tío Jat y siempre le ponía una mano pequeña sobre la suya. Jatney la aceptaba. Le encantaban los inocentes contactos de afecto que el niño le dirigía, y que Irene nunca le demostraba. Y durante estas dos semanas fue esa extensión de la sensación de otro ser humano lo que le sostuvo.

David Jatney se volvió impotente con Irene. Ahora ya se habían acostumbrado a que él durmiera siempre en el sofá, mientras que Campbell e Irene dormían en la habitación. A juzgar por su cháchara constante sobre todo lo habido y por haber bajo el sol, ella dejó claro que su impotencia no era más que un problema burgués debido a que el niño estaba viviendo con ellos, algo de lo que ella no tenía ninguna culpa. Él pensó que eso podía ser cierto, pero también pensó que la falta de ternura de ella podía tener algo que ver con ello. La habría dejado, pero se sentía preocupado por Campbell. Le echaría de menos.

Entonces perdió su trabajo en los estudios. Se habría encontrado en un grave problema de no haber sido por Hock, su «tío» Hock. Cuando fue despedido encontró un mensaje para que acudiera al despacho de éste, y como pensó que a Campbell le gustaría visitar un estudio de cine, se llevó al niño. El pequeño se sintió entusiasmado y encantado con el rodaje de las películas, las cámaras, las órdenes transmitidas a gritos, los actores y actrices interpretando escenas, pero Jatney comprendió que su sentido de la realidad estaba distorsionado, que no era capaz de separar la realidad de la gente actuando sobre el escenario, de los encuentros cotidianos de la gente en los estudios, o de las relaciones de la gente a la que conocía por verla en la televisión. Finalmente, lo tomó de la mano y lo condujo al despacho de Hock.

Cuando Hock lo saludó, David Jatney sintió un cariño abrumador por aquel hombre; Hock era muy cálido. Envió inmediatamente a una de sus secretarias para que trajera helado para el pequeño, y luego le enseñó al niño unas maquetas que tenía sobre la mesa y que utilizaría en la película que estaba produciendo.

A Campbell le encantó todo eso, y Jatney sintió un aguijonazo de celos por el hecho de que Hock se mostrara tan cariñoso con él. Pero comprendió que ésa era la forma que tenía Hock de superar un obstáculo en su reunión. Una vez que Campbell estuvo ocupado jugando con las maquetas, Hock estrechó la mano de Jatney y dijo:

—Siento mucho que te hayan despedido. Están reduciendo el personal en el departamento de guiones, y los otros eran más antiguos que tú. Pero permanece en contacto; conseguiré algo para ti.

—Estaré bien —dijo David Jatney.

Hock lo estudió muy atentamente.

—Pareces terriblemente delgado, David. Quizá debieras regresar a casa y quedarte por allí durante algún tiempo. Ese buen aire de Utah, esa relajante vida mormona. ¿Es ése el niño de tu chica?

—Sí —contestó Jatney—. Aunque no es exactamente mi chica, sino mi amiga. Vivimos juntos, pero ella está tratando de ahorrar dinero del alquiler para poder hacer un viaje a la India. Hock frunció el ceño por un momento y empezó a decir algo. Era la primera vez que Jatney veía a Hock con el ceño fruncido.

—Si te dedicas a financiar a toda joven californiana que quiera viajar a la India, pronto estarás arruinado —dijo Hock, aunque añadió alegremente—: Y todas ellas parecen tener hijos.

Se sentó ante su mesa, tomó un grueso talonario de un cajón y escribió algo en él. Arrancó la hoja del talonario y se la tendió a Jatney.

—Esto es por todos los regalos de cumpleaños y de graduación que nunca tuve tiempo de enviarte.

Le sonrió a Jatney. Éste miró el cheque y se quedó atónito al ver que era por cinco mil dólares.

—Ah, vamos, Hock, no puedo aceptarlo —dijo.

Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Eran lágrimas de gratitud, de humillación y odio a un tiempo.

—Claro que puedes —replicó Hock—. Mira, quiero que descanses una temporada y que te lo pases bien. Quizá quieras pagarle a esa chica su viaje a la India, de modo que ella pueda conseguir lo que quiere y tú te veas libre para hacer lo que quieras. El problema de ser amigo de una chica es que te encuentras con todos los problemas de un amante, y ninguna de las ventajas de un amigo. Pero tiene un niño muy guapo. Es posible que tenga algo para él alguna vez, si es que tuviera las pelotas para hacer una película de niños.

Jatney se guardó el cheque. Comprendió todo lo que Hock había dicho.

—Sí, es un niño muy guapo.

—Es algo más que eso —dijo Hock—. Mira, tiene un rostro muy elegante, como si estuviera hecho para la tragedia. Le miras y te dan ganas de llorar.

Y Jatney pensó en lo astuto que era su amigo Hock, porque así era precisamente como se sentía él. «Elegante» estaba bien y, sin embargo, resultaba un tanto extraño para describir el rostro de Campbell. Irene era una fuerza elemental, como si Dios hubiera creado en ella una tragedia futura.

Hock lo abrazó y le dijo:

—David, mantente en contacto. De veras. Cuídate. Los tiempos siempre mejoran cuando se es joven.

Le regaló a Campbell una de las maquetas, un hermoso avión futurista en miniatura, que Campbell se apretó contra el pecho. El niño preguntó:

—Tío Jat, ¿puedo quedármelo?

Y Jatney vio una sonrisa en el rostro de Hock.

—Saluda a Rosemary de mi parte —dijo David Jatney.

Había estado intentando decirlo durante toda la entrevista. Hock le dirigió una mirada de asombro.

—Lo haré —dijo—. Hemos sido invitados a la toma de posesión de Kennedy, en enero, yo, Gibson y Rosemary. Se lo diré entonces.

Y de repente, David Jatney tuvo la sensación de que lo hubieran dejado caer desde un mundo que diera vueltas. Eran personas a las que conocía, había cenado con ellas, había dormido con Rosemary, y ahora se disponían a ascender los tronos más elevados del poder, sin él. Tomó a Campbell de la mano y la piel sedosa le tranquilizó.

—Gracias por todo, Hock. Estaré en contacto. Y quizá regrese a Utah para pasar unas semanas. Para Navidades.

—Eso sería estupendo —dijo Hock—. Deberías llamarlos más a menudo. Vosotros, los jóvenes, nunca os dais cuenta de lo mucho que vuestros padres os echan de menos.

Y mientras Hock los acompañaba hasta la puerta del despacho, dándole palmaditas tranquilizadoras en la espalda, Jatney pensó con una furia repentina: «¿Qué demonios sabrá él? Nunca ha tenido hijos».

Ahora, tumbado en el sofá, esperando que Irene regresara a casa, con el amanecer apareciendo con su luz tenue a través de la ventana del salón, Jatney pensó en Rosemary Belair. Cómo se había vuelto ella hacia él en la cama, perdiéndose en su cuerpo. Recordó el olor de su perfume, la curiosa pesadez, causada quizá por los somníferos que traumatizaron los músculos de su carne. Pensó en ella por la mañana, con sus ropas para correr, con su seguridad y su asunción de poder; cómo le había despreciado. Revivió aquel momento en que ella le ofreció dinero para darle una propina al conductor de la limusina, y cómo él se había negado a aceptar aquel dinero. Pero ¿por qué la había insultado? ¿Por qué le había dicho que ella sabía mucho mejor que él lo que se necesitaba, dando a entender que ella también había sido enviada a casa de aquella manera y en aquellas circunstancias?

Se fue quedando dormido en breves retazos, escuchando a Campbell, escuchando a Irene. Pensó en sus padres, allá en Utah. Sabía que se habrían olvidado de él, seguros en su propia felicidad, con su hipócrita ropa interior ondeando al viento en el exterior, mientras ellos fornicaban alegre e incesantemente con la piel al desnudo. Si los llamaba, ellos tendrían que separarse.

David Jatney soñó en cómo había conocido a Rosemary Belair. Cómo le habría dicho que la amaba. Escucha, le habría dicho, imagínate si tuvieras cáncer. Yo te sacaría el cáncer y me lo pondría en mi propio cuerpo. Escucha, le habría dicho, si cayera una estrella muy grande desde el cielo, yo cubriría tu cuerpo. Escucha, le habría dicho, si alguien tratara de matarte, yo detendría la hoja con mi corazón, la bala con mi cuerpo. Escucha, le habría dicho, si yo tuviera una sola gota de agua de la fuente de la juventud que pudiera mantenerme siempre joven, y tú te estuvieras haciendo vieja, te daría a ti esa gota para que nunca envejecieras.

Y quizá comprendió que su recuerdo de Rosemary Belair se veía rodeado por el halo del poder de ella. Y que le rezaba a un Dios para que hiciera de él algo más que un trozo ordinario de arcilla. Rezaba por alcanzar poder, riquezas ilimitadas, belleza, todos y cada uno de los logros humanos, para que sus semejantes señalaran su presencia sobre esta tierra, y de ese modo no se ahogaría en silencio en el vasto océano que se tragaba al hombre.

Cuando le mostró a Irene el cheque que le había entregado Hock, lo hizo para impresionarla, para demostrarle que él importaba a alguien lo bastante como para darle una cantidad tan enorme de dinero sin concederle importancia. Ella, sin embargo, no se impresionó, ya que en su experiencia era habitual que los amigos compartieran entre sí lo que tenían, e incluso le dijo que un hombre de una riqueza tan vasta como Hock podría haberle dado fácilmente una cantidad mucho mayor. Cuando David Jatney le ofreció la mitad del dinero del cheque, para que ella pudiera irse inmediatamente a la India, lo rechazó.

—Siempre utilizo mi propio dinero. Trabajo para ganarme la vida. Si aceptara dinero de ti, te sentirías con derechos sobre mí. Además, en realidad quieres hacerlo por Campbell, no por mí.

Se quedó asombrado ante su negativa y la afirmación de su interés por Campbell. Lo único que él había deseado era librarse de los dos. Quería estar de nuevo a solas, para vivir con sus sueños de futuro.

Entonces ella le preguntó qué haría él si ella aceptaba la mitad del dinero y se marchaba a la India, qué haría con su otra mitad. Se dio cuenta de que no le había sugerido que fuera a la India con ella.

Y también observó que había dicho «tu mitad del dinero», de modo que, en su mente, ella ya había aceptado la oferta.

Entonces cometió el error de decirle lo que podría hacer con sus dos mil quinientos.

—Quiero conocer el país, y quiero asistir a la toma de posesión de Kennedy —dijo—. Pensé que eso sería divertido, sería algo diferente. Ya sabes, subirme al coche y recorrerme todo el país de una costa a otra. Ver todo Estados Unidos. Hasta quiero ver la nieve y el hielo y sentir verdadero frío.

Por un momento, Irene pareció perdida en sus propios pensamientos. Luego empezó a recorrer el apartamento con brusquedad, como si contara las posesiones que tenía en él.

—Eso es una gran idea —dijo—. Yo también quiero ver a Kennedy. Quiero verle en persona o nunca podré saber cuál es su verdadero karma. Lo haré para mis vacaciones, me deben un montón de días.

Y será bueno que Campbell conozca el país, todos los diferentes estados. Dormiremos en mi camioneta y nos ahorraremos las facturas de los moteles.

Irene poseía una pequeña camioneta que ella había arreglado con estanterías, para colocar libros y una pequeña litera para Campbell. La camioneta le resultaba muy valiosa, porque hasta cuando Campbell era muy pequeño había hecho viajes de un lado a otro del estado de California, para asistir a reuniones y seminarios sobre religiones orientales.

David Jatney se sintió atrapado cuando iniciaron el viaje juntos. Irene conducía, le gustaba conducir. Campbell estaba sentado entre ellos, manteniendo la pequeña mano sobre la suya. Jatney había depositado la mitad del cheque en la cuenta bancaria de Irene para su viaje a la India, y ahora tendría que usar sus dos mil quinientos dólares para los tres, en lugar de para él solo. Lo único que le reconfortaba era la pistola del calibre veintidós que descansaba en su guante de cuero, el guante que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. En el este del país había muchos ladrones y asaltantes, y ahora tenía que proteger a Irene y a Campbell. Ante la sorpresa de Jatney, los primeros cuatro días de tranquila conducción se los pasaron maravillosamente bien. Campbell e Irene dormían en la camioneta y él dormía en el exterior, a cielo raso, hasta que encontraron tiempo frío en Arkansas; se habían desviado hacia el sur para evitar el frío durante todo el tiempo que les fuera posible. Luego, durante un par de noches, utilizaron una habitación de motel, de cualquiera de los que encontraron en ruta. Fue en Kentucky cuando tuvieron por primera vez problemas, y de una forma que sorprendió a Jatney.

El tiempo se había vuelto frío y decidieron pasar la noche en un motel. A la mañana siguiente condujeron hasta la cercana ciudad para desayunar en un café donde vendían periódicos.

El mozo tenía aproximadamente la misma edad que Jatney y estaba alerta. Con su estilo igualitario californiano, Irene entabló conversación con él. Lo hizo así porque le impresionó su rapidez y su eficacia. Decía a menudo que era un verdadero placer observar a alguien realmente experto en el trabajo que hacía, sin que importara lo servil que pudiera ser. Decía que eso era una señal de buen karma. Jatney nunca comprendió lo que significaba en realidad la palabra «karma».

Pero el mozo la comprendió. También era un seguidor de religiones orientales, y él e Irene se enzarzaron en una larga discusión. Campbell empezó a sentirse inquieto, así que Jatney pagó la cuenta y salió con él al exterior, dispuesto a esperar. Transcurrieron más de quince minutos antes de que Irene saliera.

—Es un tipo realmente tierno —comentó Irene—. Se llama Christopher, pero se hace llamar Krishna.

Jatney se sentía molesto con el mozo, pero no dijo nada. Durante el camino de regreso al motel, Irene dijo:

—Creo que deberíamos quedarnos aquí un día. Campbell necesita descansar. Y ésta parece una ciudad agradable para comprar los regalos de Navidad. Es posible que no dispongamos de tiempo para comprarlos en Washington.

—Está bien —asintió Jatney.

Eso había sido lo más peculiar de todo a lo largo de su viaje, al menos hasta el momento: haber encontrado todos los pueblos decorados para las Navidades, con luces de colores en las calles principales. Era como una cadena que se extendiera a lo largo de todo el país. Pasaron el resto de la mañana y de la tarde de compras, aunque Irene compró pocas cosas. Cenaron temprano en un restaurante chino. El plan consistía en acostarse temprano para poder viajar hacia el este hasta poco antes de que anocheciera.

Pero llevaban sólo unas pocas horas en la habitación del motel, cuando Irene, que había estado demasiado inquieta como para jugar a las damas con Campbell, dijo de pronto que se iba a ir un rato a recorrer la ciudad y quizá comiera allí un bocado. Se marchó, y David Jatney se quedó jugando a las damas con el niño, que le ganaba en todas las partidas. Era un extraordinario jugador de damas. Irene le había enseñado cuando sólo tenía dos años de edad. En un momento determinado, Campbell levantó su elegante cabeza, con la ancha frente, y dijo:

—Tío Jat, ¿no te gusta jugar a las damas?

Ya era casi medianoche cuando Irene regresó. El motel se encontraba en unos terrenos algo elevados, y Jatney y el niño estaban mirando por la ventana cuando la camioneta familiar entró en el aparcamiento, seguida por otro coche.

A Jatney le sorprendió ver que Irene bajaba por el lado del asiento del acompañante, pues siempre le gustaba conducir. Del asiento del conductor se bajó el joven camarero llamado Krishna, que le entregó las llaves de la camioneta. A cambio, ella le dio un beso de hermana. Dos jóvenes se bajaron del otro coche, y ella también les dio pequeños besos de hermana. Irene empezó a caminar hacia la entrada del motel y los tres jóvenes se entrelazaron los brazos por los hombros y empezaron a cantarle, como si le estuvieran dando una serenata.

—Buenas noches, Irene —cantaron—. Buenas noches, Irene.

Cuando Irene entró en la habitación del motel, y ellos aún seguían cantando, le dirigió una brillante sonrisa a David Jatney.

—Son gente tan interesante para hablar, que hasta se me ha pasado la hora por alto —dijo, y se dirigió a la ventana para saludarlos con un gesto de la mano.

—Supongo que tendré que salir y decirles que se callen —dijo David Jatney. Por su mente cruzaron imágenes de él mismo disparándoles con la pistola que llevaba en el bolsillo. Se imaginó las balas cruzando la noche y penetrando en sus cerebros—. Esos tipos son mucho menos interesantes cuando cantan.

—Oh, no podrías detenerles —dijo Irene.

Tomó a Campbell en sus brazos y se inclinó para agradecer el homenaje de los jóvenes y señaló al niño. Los cantos se interrumpieron de inmediato. Luego David Jatney escuchó el ruido del coche alejándose del aparcamiento.

Irene nunca bebía. Pero a veces tomaba drogas estimulantes. Jatney siempre sabía cuándo lo hacía. Cuando ella las tomaba tenía una sonrisa brillante y encantadora. Le había sonreído de ese modo una noche, a horas muy avanzadas, en la que él la estaba esperando, en Santa Mónica. Aquel amanecer, él la había acusado de haber estado en la cama con otro.

—Alguien tenía que follarme, puesto que tú no lo haces —contestó ella con calma.

Y él aceptó lo justo de aquella observación.

El día de Nochebuena aún estaban en la carretera, y durmieron en otro motel. Ahora hacía frío. No celebraron la Navidad. Irene opinaba que falseaba el verdadero espíritu de la religión. David Jatney no quiso rememorar recuerdos de una vida anterior, más inocente. Pero le compró a Campbell una bola de cristal con copos de nieve, a pesar de las objeciones de Irene. A primeras horas del día de Navidad, se levantó y los observó a los dos, dormidos. Ahora, siempre llevaba la pistola en la chaqueta y tocó el suave cuero de su guante. Qué fácil y amable sería matarlos a los dos ahora, pensó.

Tres días más tarde estaban en la capital de la nación. Sólo tenían que esperar un día para la toma de posesión. David Jatney estableció el itinerario de todos los lugares que visitarían. Y luego trazó un mapa de la comitiva de toma de posesión. Todos irían a ver a Francis Kennedy prestar el juramento de su cargo como presidente de Estados Unidos.