Un día después de que el presidente Kennedy pasara la prueba de verificación PVT por escáner, Christian Klee acudió a ver a El Oráculo.
Después de cenar, ambos se dirigieron a la biblioteca, que estaba algo más oscura y era más confidencial. A Christian se le sirvió brandy y puros, y El Oráculo se quedó medio dormitando en su acolchada silla de ruedas.
—Christian —dijo El Oráculo—. Creo que deberías empezar a mover el trasero. Todas las emisoras de televisión han informado hoy que Kennedy pasó por esa prueba, y que es inocente del escándalo de la bomba atómica. Por lo que parece, está muy bien instalado en su puesto. Así que ¿cuándo demonios se va a celebrar esa fiesta de cumpleaños?
A Christian le pareció que el anciano se sentía inquieto. Pero no podía decirle que todo el mundo se había olvidado de su fiesta de cumpleaños.
—Ya lo tenemos todo planeado —le dijo—. Después de que el presidente tome posesión de su cargo, el mes que viene. Será una gran fiesta en el Jardín Rosado de la Casa Blanca. Acudirá el primer ministro de Inglaterra; su padre fue uno de tus mejores amigos. Te encantará. ¿Te parece bien? El tema central serás tú como símbolo del pasado de este país, el Gran Anciano de Estados Unidos, la encarnación viva de nuestras virtudes de impulso, trabajo duro y elevación desde lo más bajo hasta lo más alto; en resumen, que eso es algo que sólo puede suceder en Estados Unidos. Te pondremos uno de esos sombreros del tío Sam, con barras y estrellas.
Ante esa idea, El Oráculo emitió su diminuto crujido de risa. Christian le sonrió y vació de un trago la copa de brandy para tratar de mantener el flujo de su buen humor.
—¿Y qué sacará de eso tu querido amigo Kennedy? —preguntó El Oráculo.
—Francis Kennedy será presentado como el espíritu del futuro de Estados Unidos —contestó Christian—. Todo el pueblo estará sometido a un contrato social mucho más enérgico, y todos serán más interdependientes. Lo que tú plantaste, lo cuidará Kennedy para que florezca hasta alcanzar toda su grandeza.
Los ojos del anciano relucieron en la penumbra.
—Christian, ¿cómo te atreves a decirme esa mierda después de todos estos años? Métete tu simbolismo en el trasero. ¿Y a qué contrato social te refieres? ¿Qué clase de tontería es ésa? Escúchame. En el mundo están los que gobiernan y los que son gobernados. Ése es el único contrato social que existe. El resto no es más que negociación.
—Hablaré con Dazzy y la vicepresidenta —dijo Christian echándose a reír—. Kennedy lo admitirá, sabe que te lo debe.
—Los viejos como yo no tenemos deudores —repuso El Oráculo—. Y ahora, hablemos de ti. Estás metido en una mierda muy gorda, muchacho.
—Sí, lo estoy —asintió Christian—. Pero me importa un bledo.
—¿Ni siquiera has cumplido los cincuenta años y ya te importa un bledo? —preguntó El Oráculo con sorna—. Eso sí que es una mala señal. Cuando alguien dice que algo le importa un bledo, suele ser síntoma del joven ignorante. Yo tengo cien años, y si dijera que algo me importa un bledo, estaría diciendo la verdad. Las cosas importan un bledo cuando se es joven y cuando se es viejo. Pero tú, Christian, estás en una edad muy peligrosa para que las cosas te importen un bledo.
Estaba enojado y se inclinó para arrebatarle a Christian el puro.
En ese momento, Christian sintió un afecto tan abrumador por el anciano, que casi estuvo a punto de echarse a llorar.
—Se trata de Francis —dijo al fin—. Creo que me ha estado timando durante toda su vida.
—¡Ah! —exclamó El Oráculo—. Esa prueba del detector de mentiras por la que pasó; el escáner del cerebro. ¿Cómo lo llaman? ¿La prueba de verificación PVT por escáner? El hombre que inventó ese título es un genio.
—No comprendo cómo ha podido pasarla —dijo Christian Klee.
Cuando habló, El Oráculo lo hizo con un desprecio apenas entonado, debido a su edad; sus señales, tanto físicas como mentales, eran más débiles, pero seguían siendo inconfundibles.
—De modo que ahora nuestra civilización dispone de una prueba infalible, nada menos que científica, para determinar si un hombre dice la verdad. Y ellos creen que con eso se puede solventar hasta el más oscuro de los enigmas sobre la inocencia y la culpabilidad. Qué risa. Los hombres y las mujeres se engañan a sí mismos continuamente. Yo tengo cien años y sigo sin saber si mi vida ha sido una verdad o una mentira. Realmente, no lo sé.
Christian había recuperado su puro de manos de El Oráculo y entonces lo encendió; aquel pequeño círculo de fuego hizo que el rostro del anciano pareciese la máscara de un museo.
—Yo permití que esa bomba atómica explotara —dijo Christian—. Soy responsable por ello. Y cuando me someta a la prueba, yo sabré la verdad, y también la sabrá el escáner. Pero creía comprender a Kennedy mejor que nadie. Siempre supe interpretar sus pensamientos. Él quería que yo no interrogara a Gresse y Tibbot. Quería que la explosión se produjera. Entonces, ¿cómo demonios ha podido pasar por esa prueba?
—Si el cerebro fuera tan simple, nosotros seríamos demasiado simples como para comprenderlo —dijo El Oráculo—. Ése fue el ingenio de tu doctor Annaccone, y sugiero que ésa sea tu respuesta. El cerebro de Kennedy se negó a reconocer su culpabilidad. En consecuencia, la computadora del escáner dice que es inocente. Tú y yo sabemos que las cosas fueron de otro modo, porque creo en lo que dices. Pero él siempre será inocente, incluso en su propio corazón. Y ahora, déjame hacerte una pregunta. Está previsto que te sometas a la prueba la semana que viene. ¿Crees que podrás engañar también a la máquina? Después de todo, no es más que un pecado de omisión.
—No —contestó Christian—. A diferencia de Kennedy, yo siempre seré culpable.
—Alégrate —dijo El Oráculo—. Sólo mataste a diez mil, ¿o fueron veinte mil? Tu única esperanza consiste en negarte a someterte a esa prueba.
—Se lo prometí a Francis —dijo Christian—. Y los medios de comunicación me crucificarían si me negara.
—En ese caso, ¿por qué demonios estuviste de acuerdo en aceptarla?
—Creí que Francis estaba fanfarroneando —dijo Christian—. Pensé que no podría someterse a ella, y que se arrepentiría. Por eso insistí en que él fuera el primero.
El Oráculo demostró su impaciencia poniendo en marcha el motor de su silla de ruedas.
—Invoca a la Estatua de la Libertad —dijo—. Invoca tus derechos civiles y tu dignidad humana. Saldrás adelante. Nadie desea que esa ciencia infernal se convierta en un instrumento legal.
—Claro —asintió Christian—. Eso es lo que tengo que hacer. Pero entonces Francis sabrá que soy culpable.
—Christian, si en esa prueba te preguntaran si eres un criminal, ¿cuál sería tu respuesta, ajustándote a la verdad?
Christian se echó a reír. Fue un verdadero estallido de risa.
—Contestaría que no, que no soy un criminal. Y la pasaría. Eso sí que es divertido. —Agradecido, apretó el hombro de El Oráculo—. No se me olvidará lo de tu fiesta de cumpleaños.
Cuando Christian Klee le dijo al presidente Francis Kennedy y a su equipo personal reunido que no se sometería a la prueba de verificación del escáner, nadie pareció sorprenderse. Klee argumentó que aquella prueba representaba una transgresión de los derechos humanos. Prometió que si se aprobaba una ley aceptando la legalidad de la prueba, pero sin que fuera obligatoria, volvería a presentarse voluntario para la misma.
Christian Klee se sintió tan tranquilizado al ver lo bien que se aceptaba su negativa, que hasta se animó a preguntarle a Eugene Dazzy acerca de la aplazada fiesta de cumpleaños en honor de El Oráculo.
—Mierda —dijo Dazzy— en realidad, a Francis nunca le gustó ese viejo. Quizá debiéramos olvidarnos de eso.
—Tonterías —dijo Christian—. No les gusta ni a usted ni a Kennedy porque forma parte del club Sócrates, pero ¿cómo se puede tener rencor a una persona que ya ha cumplido los cien años?
—De modo que, a pesar de ser un tipo duro, tiene usted su punto débil. ¿Cuándo quiere que sea esa fiesta?
—No queda mucho tiempo —contestó Christian con sequedad—. Ya tiene cien años.
—Está bien —asintió Dazzy—. Será después de la toma de posesión.
Dos días antes de la toma de posesión, el presidente Francis Kennedy asombró a la nación con su discurso semanal televisado al hacer tres anuncios.
Primero anunció que había perdonado a Yabril, bajo ciertas condiciones. Explicó que había sido vital para la nación saber si Yabril estaba relacionado o no con la explosión de la bomba atómica y el intento de asesinarlo a él. Explicó que la ley no permitía que Yabril, Gresse y Tibbot fueran obligados a someterse a la prueba de verificación por escáner. Pero que Yabril estaba de acuerdo en someterse a la prueba, ante la presión del presidente, con la condición de que si se demostraba que no estaba relacionado, sería puesto en libertad después de haber cumplido una sentencia de cinco años de prisión.
Yabril había pasado la prueba. No estaba relacionado con Gresse y Tibbot, ni tampoco con el intento de asesinato del presidente.
En segundo lugar, Francis Kennedy anunció que, después de su toma de posesión, haría todo lo que estuviera en su poder para convocar una convención constitucional que enmendara la Constitución. Dijo que la puesta en libertad de Gresse y Tibbot, después del gran crimen que habían cometido, se había debido a los defectos existentes en la Constitución. Se proponía enmendarla de tal forma que los asuntos importantes para el pueblo no fueran decididos por el Congreso, sino por el presidente, pero mediante la expresión directa de la voluntad del pueblo. Es decir, por referéndum.
En tercer lugar, anunció que, con objeto de acallar todos los rumores sobre quién fue responsable de la explosión de la bomba atómica, el fiscal general Christian Klee abandonaría el servicio gubernamental un mes después de la toma de posesión. Kennedy le recordó a la audiencia que él mismo se había sometido a la prueba sobre esa cuestión, y que garantizaba la inocencia de Christian Klee, pero que sería mejor para los intereses del país que Klee dimitiera. De este modo, toda la controversia quedaría resuelta. Kennedy prometió que Gresse y Tibbot serían llevados ante la justicia, y que una vez revisada la Constitución, esos criminales serían obligados a someterse a la prueba de verificación por escáner.
Únicamente los medios de comunicación controlados por el club Sócrates atacaron el discurso. Se dijo que el presidente había utilizado unos razonamientos muy pobres. Que si se pensaba obligar a Gresse y a Tibbot a someterse a la prueba, ¿por qué no hacer lo mismo con Christian Klee? Y luego se destacó otro punto mucho más grave. Desde que se redactó la Constitución no se había convocado ninguna convención constitucional. Eso sería como abrir una caja de Pandora. Los medios de comunicación declararon que una de las enmiendas que se sugerirían sería que un presidente pudiera ocupar el cargo durante más de ocho años.
Al presidente Francis Kennedy no le había resultado fácil preparar estos acontecimientos y, en realidad, convocar una convención constitucional era una tarea complicada, pero ya había llevado a cabo el trabajo básico, y estaba seguro del éxito. Convencer a Yabril para que se sometiera a la prueba había sido mucho más complicado. Pero lo más doloroso de todo fue tener que decirle a Christian Klee, el hombre al que más quería, que tenía que dimitir de su cargo de fiscal general. Ésa había sido también la lucha más difícil que había librado en su propia mente.
Había planeado meticulosamente la convención constitucional. Sería necesario consolidar su poder, con objeto de disponer de las armas para que se hicieran realidad sus sueños sobre Estados Unidos. Eso estaba arreglado.
Había planificado con Christian que la acusación contra Gresse y Tibbot fuera frágil, para que no quedara otra alternativa que ponerlos en libertad. Eso hizo que fuera aún más difícil obligar a Klee a presentar su dimisión. Pero Kennedy sabía que los críticos exigirían que el fiscal general se sometiera a la prueba. Una vez que Klee estuviera fuera del gobierno, Kennedy sabía que ese tema se olvidaría.
Donde Kennedy encontró más problemas fue en tomar la decisión sobre Yabril. Sería algo muy espinoso. Primero tenía que convencer a Yabril para que se sometiera voluntariamente a la prueba. Luego tendría que justificarla ante el pueblo de Estados Unidos. Y después tendría que luchar consigo mismo para permitir que Yabril escapara a su castigo. Finalmente, justificó ante sí mismo el curso de acción que había que tomar.
El presidente convocó a Theodore Tappey, el director de la CÍA, a una reunión privada en la sala Oval Amarilla. Excluyó la presencia de todos los demás. No quería que hubiera testigos ni registros de esa entrevista.
Tuvo que ser muy cuidadoso con Theodore Tappey. Éste había ido ascendiendo en el escalafón, había sido jefe operativo, y estaba familiarizado con todos los aspectos de la traición. Había practicado mucho y durante largo tiempo el juego de traicionar a sus semejantes por el bien de su país. Su patriotismo no se ponía en duda. Pero quizá hubiera una línea que no quisiera cruzar.
Kennedy no perdió el tiempo en cortesías. Aquello no era una reunión social para tomar el té. Le habló con sequedad.
—Theo, tenemos un gran problema que sólo usted y yo podemos comprender. Y que sólo usted y yo podemos resolver.
—Haré todo lo que pueda, señor presidente —dijo Tappey.
Y Kennedy observó la mirada feroz de aquellos ojos. Aquel hombre olía la sangre.
—Todo lo que digamos aquí tiene clasificación de máximo secreto, y debe considerarse como privilegio del ejecutivo —siguió diciendo Kennedy—. No debe repetirlo a nadie, ni siquiera a los miembros de mi equipo personal.
Sólo entonces se dio cuenta Tappey de que el tema era extraordinariamente importante, ya que se excluía de él al equipo personal del presidente.
—Se trata de Yabril —dijo Kennedy—. Estoy seguro de que usted también habrá pensado en ello —añadió con una sonrisa—. Yabril será juzgado. Eso permitirá que salgan a relucir todos los resentimientos contra Estados Unidos. Será condenado y sentenciado a cadena perpetua. Pero en algún momento se producirá una acción terrorista en la que se tomarán rehenes importantes, y una de las exigencias que se plantearán será la de liberar a Yabril. Para entonces, yo ya no seré presidente, y, de ese modo, Yabril quedará en libertad. Pero ese hombre sigue siendo peligroso.
Kennedy había captado la mirada de escepticismo de Tappey, aunque aquella señal no fue tal, ya que aquel hombre tenía demasiada experiencia en todo lo relacionado con el engaño. Su rostro se limitó a perder toda expresividad, de sus ojos y del contorno de sus labios desapareció todo signo de animación. Se había convertido en una máscara en la que nada podía leerse. Pero, finalmente, Tappey sonrió.
—Tiene que haber leído usted los memorándums internos que me ha entregado mi jefe de contrainteligencia. Eso es exactamente lo que se dice en ellos.
—Pues bien, ¿cómo vamos a impedir que eso suceda? —preguntó Kennedy. Desde luego, se trataba de una pregunta retórica, así que Tappey no contestó—. Aún queda pendiente una gran cuestión que se cierne como una nube sobre esta Administración. ¿Está Yabril relacionado con Gresse y Tibbot? ¿Y sigue representando esa conexión un peligro atómico? Seré franco con usted. Sabemos que no están relacionados, pero eso es algo de lo que tenemos que convencer a todo el mundo.
—Ahora ya me he perdido, señor presidente —dijo Tappey.
Kennedy decidió que había llegado el momento de hablar con claridad.
—Convenceré a Yabril para que se someta a la prueba del PVT. Él sabe que una vez que se presente a juicio, será condenado. Yo le diré lo siguiente: «Acepte la prueba. Si en ella demuestra que no está usted conectado con Gresse y Tibbot, o con el intento de asesinato, sólo será sentenciado a cinco años de prisión, y luego será puesto en libertad». Sus abogados se sentirán regocijados con esa propuesta. Y, por su parte, Yabril pensará: «Sé que puedo pasar esa prueba, así que ¿por qué no aceptarla? Sólo tendré que pasar cinco años en prisión y hasta es posible que mis compañeros terroristas me liberen». De modo que aceptará.
Por primera vez desde que se conocían, Kennedy vio que Tappey le miraba ahora con el astuto ojo halagador de un oponente. Sabía que Tappey pensaba las cosas con mucha antelación y previsión, aunque no necesariamente en la misma dirección, ya que, ¿cómo podría hacerlo? Permitió que Tappey le interrumpiera.
—De modo que Yabril quedaría en libertad después de cinco años —dijo Tappey, y sus palabras no fueron tanto una pregunta como un sondeo—. Eso no sería correcto. ¿Está enterado Christian de esto? Cuando estuvimos juntos en Operaciones él solía ser muy bueno. ¿Ha dicho él algo al respecto?
Francis Kennedy suspiró, un tanto desilusionado. Había confiado en que Tappey le ayudara, fuera capaz de ver un poco más allá de sus narices. Después de todo, esto era difícil para él mismo, y ni siquiera había planteado la parte más dura.
—Christian no tiene nada que decir porque va a dimitir —dijo con lentitud—. Lo vamos a tener que hacer usted y yo, porque somos los únicos que vemos este problema con claridad. Y ahora, escuche con mucha atención. Debe demostrarse que no existe conexión alguna entre esos dos jóvenes y Yabril. La nación debe saberlo, porque necesita tener esa tranquilidad. De una forma extraña, eso también aliviará la presión sobre Christian. Muy bien. Pero eso es algo que sólo puede suceder si Yabril acepta someterse a la prueba y demuestra que, efectivamente, no tuvo nada que ver con ello. De modo que eso es lo que haremos. Pero el problema continúa en pie. Cuando Yabril sea puesto en libertad, seguirá siendo peligroso. Y eso es algo que no podemos permitir.
Ahora Tappey empezó a comprender cuál era el objetivo, y se puso inmediatamente de su parte. Miró a Kennedy de la misma forma que un sirviente puede mirar a su amo que está a punto de pedirle un servicio que los unirá a ambos para siempre.
—Supongo que no recibiré nada por escrito —dijo Tappey.
—No —contestó Kennedy—. Le voy a dar instrucciones específicas ahora mismo.
—Señor presidente, le ruego que sea muy específico.
Kennedy sonrió ante la frialdad de la respuesta.
—El doctor Annaccone jamás lo hará. Hace un año, ni siquiera yo mismo habría soñado en hacerlo.
—Comprendo, señor presidente.
Kennedy se dio cuenta de que ya no habría más vacilaciones.
—Después de que Yabril haya estado de acuerdo en someterse a la prueba, ordenaré que lo trasladen a la sección médica de la CÍA. Su equipo médico sabe manejar el escáner. Y serán ellos los que hagan la prueba.
Observó la mirada en los ojos de Tappey, la sombra de duda, no de cólera moral, sino una duda de viabilidad.
—Aquí no estamos hablando de asesinato —dijo Kennedy con impaciencia—. No soy tan estúpido, ni tan inmoral. Y si fuera eso lo que quisiera, habría hablado con Christian.
Tappey no dijo nada y se limitó a esperar. Kennedy supo que tenía que pronunciar las palabras fatales.
—Le aseguro que tengo que pedirle esto por la protección de nuestro país. Cuando Yabril sea puesto en libertad, dentro de cinco años, ya no debe seguir constituyendo un peligro. Quiero que su equipo médico llegue al límite extremo de la prueba. Según el doctor Annaccone, con ese procedimiento se producen efectos secundarios. Y entonces se borra por completo la memoria. Un hombre sin memoria, sin creencias ni convicciones, es inofensivo. Y llevará una vida pacífica.
Kennedy reconoció la mirada en los ojos de Tappey; era la de un depredador que acaba de descubrir a otra especie extraña con una ferocidad similar.
—¿Puede usted reunir un equipo capaz de hacer eso? —preguntó Kennedy.
—Siempre y cuando les explique la situación —contestó Tappey—. Nunca habrían sido reclutados si no fueran totalmente fieles a su país. —Hizo una breve pausa antes de añadir pensativamente—: Y después de cinco años en prisión, nos limitaremos a decir que la mente de Yabril se ha deteriorado. Quizá incluso podamos dejarlo en libertad antes de que cumpla su condena.
—Desde luego —asintió Kennedy.
En las horas oscuras de esa noche, Christian Klee acompañó a Yabril ante la presencia de Francis Kennedy, en sus alojamientos privados. La reunión fue breve y Kennedy estuvo muy solemne. No hubo té, ni cortesías. Kennedy abordó el tema inmediatamente, presentando su propuesta.
Yabril permaneció en silencio. Pareció vacilar.
—Veo que tiene usted algunas dudas —dijo Kennedy.
—Su oferta me parece demasiado generosa —dijo Yabril encogiéndose de hombros.
Kennedy hizo acopio de toda su fortaleza para hacer lo que tenía que hacer. Recordó cómo Yabril se había mostrado encantador con su hija Theresa antes de colocarle el arma contra la nuca. Pero aquel encanto no funcionaría con Yabril. Sólo podría persuadirle convenciéndole de su propia y estricta moralidad.
—Estoy dispuesto a hacer esto con tal de eliminar toda clase de temor de la mente de mis conciudadanos —dijo Kennedy—. Ésa es mi mayor preocupación. Si por mí fuera le tendría encerrado el resto de su vida. De modo que le hago esta oferta movido por mi sentido del deber.
—Entonces, ¿por qué se toma tanta molestia en convencerme? —preguntó Yabril.
—No tengo la costumbre de cumplir con mi deber como si fuera una simple formalidad —contestó Kennedy dándose cuenta de que Yabril le creía, y estaba convencido de que él era un hombre íntegro en el que podía confiar, dentro de los límites de esa integridad. Volvió a pensar en la imagen de Theresa y en cómo había confiado ella en su amabilidad. Luego, el presidente añadió—: Se escandalizó usted ante la sugerencia de que su gente hubiera podido planificar la colocación de una bomba atómica. Pues bien, ahora se le presenta la oportunidad de limpiar su nombre y el de sus camaradas. ¿Por qué no aprovecharla? ¿Acaso teme no poder pasar esa prueba? Se me ocurre pensar ahora que eso siempre constituye una posibilidad, aunque, en realidad, yo no creo en ella.
Yabril miró a Kennedy directamente a los ojos.
—Lo que no creo es que haya ningún hombre capaz de perdonar lo que yo le he hecho a usted —dijo.
—Yo no le perdono —dijo Kennedy con un suspiro—. Pero comprendo sus acciones. Entiendo que usted hiciera lo que hizo guiado por la idea de estar ayudando al mundo, del mismo modo que yo hago ahora lo que tengo que hacer. Y eso es algo que entra dentro de mis atribuciones. Usted y yo somos hombres diferentes. Yo no puedo hacer lo mismo que usted, y usted, sin querer faltarle al respeto por ello, no puede hacer lo que yo estoy haciendo ahora: dejarlo en libertad.
Casi con una sensación de pena, comprendió que había convencido a Yabril. Continuó hablando persuasivamente, utilizó todo su ingenio, todo su encanto, toda su apariencia de integridad. Proyectó todas las imágenes de lo que había sido en otro tiempo, de lo que Yabril había conocido de él, antes de emplearse a fondo para convencerle. Supo que había tenido éxito cuando vio la sonrisa en su rostro. Una sonrisa en la que había compasión y desprecio. Y entonces supo que se había ganado su confianza.
Cuatro días después de que Yabril se sometiera al interrogatorio médico y fuera transferido de nuevo bajo la custodia del FBI, recibió a dos visitantes. Eran Francis Kennedy y Christian Klee.
Yabril tenía completa libertad de movimientos, sin esposas ni chaquetas que lo sujetaran.
Los tres hombres pasaron una hora tranquila, tomando té y comiendo pequeños bocadillos. Kennedy estudió a Yabril. El rostro del hombre parecía haber cambiado. Ahora era un rostro sensible, con una ligera melancolía en los ojos, pero de buen humor. Habló poco, pero estudió a Kennedy y a Klee como si tratara de solucionar algún misterio.
Parecía estar contento. Parecía saber quién era, y parecía irradiar tal pureza de alma que ni siquiera Kennedy pudo soportar el seguir mirándole y finalmente se marchó.
La decisión relativa a Christian Klee fue mucho más dolorosa para Francis Kennedy. Constituyó una sorpresa inesperada para Christian. Kennedy le pidió que acudiera a la sala Amarilla para mantener una entrevista privada en la que ni siquiera Eugene Dazzy estuvo presente.
Francis Kennedy inició la reunión serenamente, diciendo:
—Christian, he estado mucho más cerca de usted que de cualquier otra persona a excepción de mi familia. Creo que los dos nos conocemos mucho mejor de lo que nadie nos conoce. Por eso, espero que comprenda que debo pedirle su dimisión para poder ser más efectivo tras la reelección, en el momento en que yo decida aceptarla.
Klee observó aquel rostro agraciado, con la suave sonrisa que ahora le mostraba. No podía creer que Kennedy lo estuviera despidiendo sin darle ninguna explicación.
—Sé que he seguido unos pocos atajos aquí y allá —dijo—, pero mi objetivo siempre fue evitar que le causaran daño alguno.
—Y ha hecho usted ese trabajo muy bien —dijo Francis Kennedy—. Nunca me habría presentado para la presidencia si usted no me hubiera hecho aquella promesa de velar por mi seguridad. Pero ahora ya no tengo miedo de eso. No sé por qué. Recuerdo lo asustado que estaba en aquellos tiempos; ahora, en cambio, ya no tengo esa sensación.
—Entonces, ¿por qué me despide? —preguntó Christian.
Sintió unas ligeras náuseas. Jamás hubiera imaginado que pudiesen propinarle este golpe; no un amigo, no el hombre que más había admirado en el mundo.
—Por ese asunto de la bomba atómica —contestó Kennedy sonriendo con tristeza—. Comprendo que usted lo hizo por mí, pero no puedo vivir con ese peso.
—Usted quiso que lo hiciera —replicó Christian Klee.
Ahora le tocó a Kennedy el turno de mostrar su sorpresa.
—Chris, me conoce usted desde hace casi treinta años. ¿Cuándo he sido yo tan inmoral? Siempre me ha dicho usted que me admiraba y valoraba por mi integridad. ¿Cómo pudo pensar que yo hubiera deseado que hiciera usted algo tan terrible?
—¿Seguiremos siendo amigos? —preguntó Christian Klee en tono de broma.
—Desde luego —afirmó Francis Kennedy.
Pero Christian supo que jamás volvería a ser amigo de Kennedy.
El Oráculo convocó a los miembros del club Sócrates, y por muy ricos y poderosos que fueran, nadie se atrevió a rechazar la invitación. En ella se indicaba que el propio Oráculo podría resolver su problema con Francis Kennedy.
El anciano los recibió en su enorme salón y, a pesar de su avanzada edad, se mostró muy vivaz. Sus movimientos parecieron acelerarse, la silla de ruedas motorizada se abría paso entre ellos con agilidad, él estrechaba las manos con firmeza y sus ojos chispeaban. Era impresionante su animación. Pero esta animación tan extraordinaria en un hombre tan anciano sólo resultaba agradable porque él era el hombre más rico entre todos los presentes. El Oráculo poseía porcentajes de los imperios de todos y cada uno de ellos.
George Greenwell sintió envidia de aquel anciano, de la agilidad que demostraba a los cien años de edad. A pesar de su buena salud y de sus ochenta años, Greenwell se preguntó si alcanzaría una longevidad tan bienaventurada. En la vida aún quedaban muchas cosas de las que disfrutar, pensó Greenwell, pero debía llevar cuidado.
El Oráculo utilizó la larga mesa de su comedor para celebrar la conferencia. Hizo abandonar la sala a sus sirvientes no sin antes dejar un bar bien provisto y bandejas de bocadillos.
El anfitrión se dirigió a los presentes desde la cabecera de la mesa. Primero los saludó nombrándolos uno a uno. Cuando se dirigió a George Greenwell, lo hizo con una risita alegre, como la de un anciano que se dirige a otro:
—Bueno, los dos seguimos aquí.
Al llegarle el turno a Bert Audick, preguntó en tono jocoso:
—¿Todavía está en libertad? No se preocupe, en lo más alto de mi carrera me acusaron cinco veces y no pasé un solo día en la cárcel.
A Louis Inch, Martin Mutford y Lawrence Salentine se limitó a llamarlos por su nombre. Luego se dirigió a todos los presentes. Habló con titubeos, como si las sinapsis de su cerebro, el deterioro de los neurotransmisores, causara una cierta estática en su vocalización. Pero su mensaje estuvo bien claro.
—Caballeros —dijo—, en estos momentos dimito del club Sócrates. Y es mi deber advertirles que venderé todas las acciones que tengo en sus compañías. Con eso podremos conseguir unos cuantos centavos. —Emitió una de sus características risitas—. Pero lo más importante de todo es que, a partir de mi larga experiencia, quiero advertirles a todos que deben ustedes protegerse. Kennedy nos destruirá a todos.
Dos días más tarde, Lawrence Salentine tuvo una entrevista con el presidente. La reunión fue breve y concreta. Kennedy le informó que ya no se podría llegar a ningún acuerdo con los otros, que cambiaría toda la estructura de la sociedad estadounidense. Pero también le dijo que con él y con quienes poseían la mayoría de los medios de comunicación, los periódicos, las revistas, la radio y la televisión de Estados Unidos, sí podría llegarse a un acuerdo. Necesitaba de su ayuda para presentar adecuadamente sus programas. Salentine le indicó que, en realidad, nunca se podría controlar alos medios de comunicación hasta un grado tan extremo. Había escritores que seguían sus propias ideas, había presentadores de televisión que se enorgullecían de su independencia a la hora de presentar las noticias. Muchos de ellos criticarían las reformas legales y las enmiendas a la Constitución que el presidente estaba preparando, y que ya no constituían ningún secreto. Y eso a pesar del poder que tuvieran los verdaderos propietarios de los medios. A las personas independientes que trabajaban en ellos no se las podría controlar.
Kennedy le aseguró que eso lo entendía. Lo que deseaba era el apoyo general de los propietarios de los medios.
Finalmente, Salentine estuvo de acuerdo en aceptar el trato, añadiendo que, de acuerdo con el espíritu de la libre empresa estadounidense, los demás tendrían que decidir por sí mismos.