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El intento de asesinato catapultó a Kennedy en las elecciones. En noviembre, Francis Xavier Kennedy fue reelegido para la presidencia de Estados Unidos. Fue una victoria tan abrumadora que consiguió la elección de casi todos sus candidatos presentados para la Cámara de Representantes y el Senado. Finalmente, el presidente controlaba las dos Cámaras del Congreso.

Durante el período de tiempo entre la elección y el momento de inauguración de su mandato, de noviembre a enero, Kennedy puso a trabajar a su gente para preparar los borradores de las nuevas leyes que aprobaría su Congreso conquistado.

La liberación de Gresse y Tibbot provocó tal tormenta de cólera popular, que Francis Kennedy supo que había llegado el momento de convocar el apoyo del pueblo para sus nuevas leyes. En ello se vio ayudado por los periódicos y la televisión, dedicados a tramar fantasías con respecto a la supuesta conexión de Gresse y Tibbot con Yabril y el intento de asesinato del presidente, en una conspiración gigantesca. El National Enquirer lanzó una edición con grandes titulares.

Tras ser convocado, el reverendo Baxter Foxworth se encontró con Oddblood Gray en el despacho de este último en la Casa Blanca.

—Otto —le dijo—, es usted uno de los hombres del presidente, y está muy cerca de él. ¿Qué es eso que he oído decir acerca de las nuevas leyes criminales que se están preparando? ¿Y qué hay de esos campos de concentración que se están acondicionando en Alaska?

—No son campos de concentración —dijo Oddblood Gray—. Son prisiones de trabajos forzados que se están construyendo para los criminales habituales.

—Hermano —dijo el reverendo Foxworth echándose a reír—, por lo menos podían haberlas construido en un lugar más cálido. La mayoría de esos criminales van a ser negros. Allá arriba se les congelará el trasero. Y a medida que pase el tiempo, quién sabe, usted y yo podemos ir a parar allí.

Oddblood Gray emitió un suspiro y dijo con suavidad:

—Ha ganado usted un punto.

Esas palabras tranquilizaron al reverendo, que adoptó una actitud más seria. Con un tono de voz grave y ecuánime, preguntó:

—No lo comprende usted, ¿verdad, Otto? Su jodido Kennedy se convertirá en el primer dictador de este país. No es usted tan estúpido como para no verlo. Ahora está preparando el terreno.

No fue una reunión simbólica en el despacho Oval, donde se hacían las cosas por cuestiones de publicidad. Fue un almuerzo con el presidente, Eugene Dazzy y Oddblood Gray.

El almuerzo se desarrolló bien. Kennedy agradeció al reverendo Foxworth su ayuda en las elecciones y aceptó la lista de candidatos que éste le presentó para los nombramientos del departamento de Vivienda y Bienestar Social. Luego, el reverendo Foxworth, que se había mostrado extremadamente cortés, con toda la deferencia debida al cargo de presidente de Estados Unidos, dijo de una forma un tanto abrupta:

—Debo decirle, señor presidente, que me opongo a las nuevas leyes que propone usted para controlar el crimen en este país.

—Esas leyes son necesarias —dijo Francis Kennedy secamente.

—¿Y los campos de trabajo en Alaska? —preguntó el reverendo.

—¿Eso que mis oponentes llaman campos de concentración? —replicó Kennedy sonriéndole.

—En efecto.

—Las únicas personas que irán a parar a esos campos son los delincuentes habituales —dijo Kennedy con un tono de voz sereno y aclaratorio—. Serán campos de trabajo. Hay mucho que hacer en Alaska, y allí se necesita población. Pero también supondrán todo un sistema educativo. La gente que vaya allí no se pasará toda la vida en los campos de trabajo. Se les educará, y a la vez trabajarán. Si se portan bien, formarán la población de la Alaska del futuro.

Pensando: «Mierda, al menos no nos harán recoger algodón en Alaska», el reverendo Foxworth dijo:

—Señor presidente, mi gente se opondrá a eso con todos los medios de que podamos disponer.

Eugene Dazzy se dio cuenta de que, por una vez, podía observar una expresión de cólera pura en el rostro elegante de Kennedy. Hubo un largo silencio. Finalmente, pareció que Kennedy logró controlar su emoción.

—Quiero que comprenda usted una cosa con toda claridad —le dijo al reverendo Foxworth—. Esto no es un tema racial, sino un tema de justicia criminal.

—La mayoría de los que irán a los campos de trabajo de Alaska serán negros —dijo el reverendo, sin dejarse intimidar.

Oddblood Gray y Eugene Dazzy nunca habían visto a Kennedy tan frío.

—Entonces, consiga que dejen de cometer delitos —replicó.

—Consiga usted que sus banqueros y los tipos de las inmobiliarias y las grandes corporaciones dejen de utilizar a los negros como mano de obra barata —dijo el reverendo con la misma frialdad.

—Le diré cuál es la realidad —dijo Francis Kennedy—. Confiar en mí o confiar en el club Sócrates.

—Nosotros no confiamos en nadie —dijo el reverendo.

Kennedy pareció no haber escuchado sus palabras.

—Es muy sencillo —dijo—. Los criminales negros serán apartados del pueblo negro. Deme las gracias por ello. El pueblo negro es la víctima principal, aunque, desde luego, eso no significa gran cosa. Lo principal es que el pueblo negro no sea considerado como un grupo criminal por costumbre.

—¿Y qué me dice del grupo criminal de los blancos? —preguntó el reverendo—. ¿Irán ellos a Alaska?

Casi no podía creer que estuviera discutiendo con el presidente de Estados Unidos. Francis Kennedy le contestó con voz suave:

—Sí, ellos también irán. Permítame que se lo diga de una forma más simple, reverendo. Los blancos de este país temen al grupo criminal negro. Cuando hayamos terminado, la gran mayoría de la clase media negra habrá quedado integrada con la clase media blanca.

Oddblood Gray observó que, por primera vez, veía a su amigo Foxworth tan atónito, que ni siquiera fue capaz de utilizar su retórica. Así que intervino él.

—Señor presidente, creo que debería contarle usted al reverendo la otra parte de la historia.

—El crimen ya no va a seguir dirigiendo este país —dijo Francis Kennedy—. Es más, el dinero no seguirá dirigiendo este país. ¿Le preocupa que los criminales negros vayan a un campo de trabajo en Alaska? ¿Por qué? Las comunidades negras estarán mucho mejor. Que se marchen.

—Pero los campos estarán allí para los verdaderos revolucionarios —dijo el reverendo Foxworth—. Estarán allí para cualquiera que no quiera llevar una vida de clase media. Representan una amenaza para la libertad individual.

—Eso es un argumento —dijo Kennedy—, pero ya no es válido. Ya no podemos permitirnos un exceso de libertad. Mire por ejemplo a esos dos jóvenes profesores, Tibbot y Gresse. Mataron a miles de personas, y están en libertad. Ni siquiera pudieron ser condenados por el crimen que cometieron debido a las violaciones técnicas de un proceso en regla. Y debe pensar que la mayoría de los que murieron fueron negros. Esos dos jóvenes están en libertad gracias a nuestros atesorados procesos legales. —Hizo una pausa antes de añadir—: Todo eso va a cambiar.

El reverendo se volvió a mirar a Oddblood Gray.

—Otto, ¿está usted realmente de acuerdo con todo esto?

—Cuando no lo esté, presentaré mi dimisión —contestó Gray sonriéndole y hablando con suavidad.

—Tanto en mi vida personal como en mi carrera política —dijo Kennedy—, siempre he apoyado su causa básica, reverendo. ¿No es cierto?

—Sí, señor presidente, pero eso no quiere decir que usted tenga siempre razón —replicó el reverendo—. Y no podrá controlar usted toda la parte administrativa, hasta el nivel más bajo. Esos campos de trabajo de Alaska terminarán por convertirse en campos de concentración para negros.

—Es una posibilidad —asintió Kennedy.

El reverendo se vio sorprendido por su respuesta. A Otto Gray no le sorprendió. Conocía a Kennedy desde hacía tiempo y sabía que era capaz de ver tales peligros. Y entonces observó otra mirada en los ojos de Kennedy, la de una absoluta determinación, la de una fuerza de voluntad arrolladura que habitualmente sometía a todos los que se encontraban en su presencia.

—He seguido su carrera —dijo Kennedy con una ligera sonrisa—. Lo que usted hizo fue darle a nuestra sociedad un empuje necesario. Y siempre es un placer ver a un hombre como usted actuar con cierto ingenio. Nunca dudé de su sinceridad, sin que importara el jaleo que armara. Pero estos tiempos son peligrosos, y el ingenio es mucho menos importante. Así que quiero que me escuche con mucha atención.

—Le escucho —dijo el reverendo con el rostro impasible.

Kennedy inclinó la cabeza y luego la levantó.

—Debe usted saber que en Estados Unidos hay muchas personas que odian a los negros. En la mayoría de los casos por temor. Quieren a los atletas, a los artistas, a los negros que han alcanzado distinción en diferentes campos.

—Me asombra —dijo el reverendo echándose a reír.

Francis Kennedy le miró con expresión especulativa. Luego continuó:

—Entonces, ¿a quiénes odian? Desde luego, no odian a los negros de la verdadera clase media. Quizá odio sea una palabra demasiado fuerte, quizá disgusto sería una expresión mejor.

—Cualquiera de las dos sirve.

—En eso al menos estamos de acuerdo —dijo Kennedy—. Así que el objeto de ese desprecio, ese disgusto, ese odio, es generado por los negros pobres y criminales.

—Las cosas no son así de simples —le interrumpió el reverendo.

—Lo sé —admitió Kennedy—. Pero sirve para empezar. Y ahora le voy a decir lo siguiente: las cosas se van a hacer a mi modo, y es mejor que usted se suba al tren. Si se acepta el crimen como modo de vida, se va a parar a Alaska, sea negro o blanco.

—Lucharé contra eso —dijo Foxworth.

—Permítame describirle cuál sería el escenario alternativo —dijo Kennedy dando a su voz una tonalidad de elegante cortesía—. Continuamos como estamos. Usted lucha por acciones afirmativas por parte de las agencias gubernamentales, lucha contra los actos de injusticia racial. Tal y como usted mismo ha señalado alguna vez, las leyes buenas son una cosa, y ponerlas en práctica otra muy distinta. ¿Cree usted que la gente que dirige ahora este país estará dispuesta a prescindir de la mano de obra barata? ¿Acaso cree que desean que su pueblo ejerza una poderosa influencia en las elecciones? ¿Cree que recibiría un trato mejor del club Sócrates del que recibirá de mí?

El reverendo miraba intensamente a Kennedy. Se tomó tiempo antes de contestar.

—Señor presidente, lo que me está pidiendo es que sacrifiquemos la siguiente generación de negros por lo que usted ve como una estrategia política. No creo en esa clase de pensamiento. Lo que no quiere decir que no podamos colaborar juntos en otros temas.

—O está usted con nosotros, o se convierte en el enemigo —dijo el presidente Kennedy—. Piénselo cuidadosamente.

—¿Va usted a dirigirse en los mismos términos al club Sócrates? —preguntó el reverendo Foxworth con una sonrisa.

—Oh, no —contestó Kennedy sonriendo por primera vez—. A ellos no les queda ni siquiera esa opción.

—Si voy con usted, quiero estar seguro de que los traseros blancos se congelen junto con los negros —dijo Foxworth.

Un juez federal puso en libertad a Henry Tibbot y Adam Gresse. En lo que creyó sería el día más grande de su vida, Whitney Cheever apareció ante el tribunal en nombre de sus clientes. Podrían ir a la cárcel o no, eso no importaba. Lo que importaba es que él sería un ganador. La noticia fue cubierta por los medios de comunicación, y la Administración Kennedy sería un juguete en sus manos.

El gobierno no impugnó su aserto de que la detención había sido ilegal; tampoco impugnó el de que no había habido garantías para los detenidos. Cheever explotó todas las artimañas legales.

El destino de sus clientes era un tema menor. De hecho, como suelen hacer todos los clientes sofisticados, le habían confesado su culpabilidad. Pero Cheever se sentía encolerizado con la propia existencia de la ley de Secretos Atómicos. Su articulado era tan radical que constituía en sí misma una abolición de los derechos fundamentales.

Whitney Cheever fue tan elocuente que durante dos días se convirtió en uno de los héroes populares de la televisión. Y cuando el juez sentenció a Gresse y Tibbot a tres años de servicios sociales y los puso en libertad, Cheever fue por un día el hombre más famoso del país.

Pero no tardó en darse cuenta de que había sucumbido. Empezaron a llegarle miles de cartas de repulsa. Los dos asesinos de miles de personas habían quedado en libertad gracias a las astucias legales de un abogado izquierdista, conocido por su defensa de los revolucionarios opuestos a la autoridad legal de Estados Unidos. El pueblo se sintió enfurecido.

Cheever era un hombre inteligente y cuando el reverendo Foxworth le envió una carta comunicándole que el movimiento negro ya no quería tener nada más que ver con él, comprendió que estaba acabado. Creía ser, a su modo, un héroe, y creía haberse ganado en los libros de historia del futuro una pequeña mención como luchador por la verdadera libertad. Pero el odio que se cernía ahora sobre él a través de todas las cartas, las llamadas telefónicas y hasta las reuniones políticas públicas, fue abrumador.

Los familiares de Gresse y Tibbot los hicieron salir momentáneamente del país, escondiéndolos en algún lugar de Europa, de modo que toda la furia del público se concentró en Cheever. Pero lo que más le consternó fue darse cuenta de que su victoria había sido orquestada, en realidad, por el gobierno de Kennedy. Y que eso tenía un propósito: despertar el encolerizado desprecio del público por los procedimientos legales. Cuando escuchó las noticias sobre las nuevas reformas que Kennedy proponía para el sistema legal, los campos de trabajo en Alaska, las restricciones en los procedimientos legales, se dio cuenta de que al lograr la victoria de la liberación de Gresse y Tibbot, había perdido la batalla. Y entonces tuvo un pensamiento aterrador. ¿Sería posible que llegara el día en que se encontrara en verdadero peligro? ¿Era posible que Francis Kennedy se convirtiera en el primer dictador de Estados Unidos? Quizá fuera una buena idea mantener una entrevista personal con el fiscal general, Christian Klee.

El presidente Francis Kennedy se reunió con su equipo en la sala Amarilla. También estaba presente, por invitación especial, la vicepresidenta Helen du Pray y el doctor Zed Annaccone. Kennedy sabía que debía ser muy cuidadoso, que aquéllas eran las personas que mejor le conocían, y que no debía permitirles vislumbrar lo que deseaba conseguir en realidad.

—El doctor Annaccone tiene que decirles algo que les asombrará —les dijo a todos.

Francis Kennedy escuchó abstraído al doctor Annaccone, quien anunció que se había perfeccionado la prueba de verificación PVT por escáner, de tal modo que el diez por ciento del riesgo de parada cardíaca y pérdida completa de la memoria había quedado reducido a la décima parte, un uno por ciento. Sonrió débilmente cuando Helen du Pray expresó su más completa oposición a que ningún ciudadano libre se viera obligado por ley a someterse a dicha prueba. Era lo que había esperado de ella. Sonrió también cuando el doctor Annaccone puso de manifiesto sus sentimientos heridos, ya que, por muy científico que fuera, tenía la piel demasiado frágil.

Encontró menos divertido que Oddblood Gray, Arthur Wix y Eugene Dazzy estuvieran de acuerdo con la vicepresidenta. En cuanto a Christian Klee, sabía que no diría nada.

Todos se quedaron mirándole, a la espera, tratando de adivinar qué camino seguiría. Tendría que convencerlos de que tenía razón. Empezó a hablar con lentitud.

—Conozco todas las dificultades, pero estoy decidido a que esa prueba pase a formar parte de nuestro sistema legal. No de una forma definitiva, ya que aún representa un cierto peligro, aunque sea muy pequeño. No obstante, el doctor Annaccone me ha asegurado que hasta eso se podrá reducir si prosiguen las investigaciones. Pero lo cierto es que nos encontramos con una prueba científica que revolucionará nuestra sociedad. Allanaremos todas las dificultades, sean cuales fueren.

—Ni siquiera nuestro Congreso aprobará una ley así —dijo Oddblood Gray con tranquilidad.

—Conseguiremos que la aprueben —dijo Kennedy con brusquedad—. Otros países la utilizarán también, así como otras agencias de inteligencia. Tenemos que hacerlo. —Se echó a reír y le dijo al doctor Annaccone—: Tendré que recortar su presupuesto. Sus descubrimientos traerán consigo demasiados problemas y dejarán sin trabajo a todos los abogados. Pero, por otro lado, con ella no se culpará a ningún hombre inocente. Se levantó muy despacio y se dirigió hacia las puertas que dan al Jardín Rosado.

—Demostraré lo mucho que creo en esto —dijo—. Nuestros enemigos me acusan constantemente de ser responsable de la explosión de la bomba atómica. Dicen que yo podría haberlo impedido. Euge, quiero que ayude usted al doctor Annaccone a preparar la prueba para mí. Quiero ser el primero en someterme a la prueba de verificación PVT. Y lo quiero hacer inmediatamente. En cuanto a los testigos, ocúpese de las formalidades legales. —Se volvió, sonriéndole a Christian Klee—. Se hará la pregunta siguiente: «¿Es usted responsable de algún modo de la explosión de la bomba atómica?». Y yo contestaré. —Hizo una pausa antes de añadir—: Me someteré a la prueba, y también lo hará el fiscal general, ¿de acuerdo, Chris?

—Desde luego —asintió Christian Klee—. Pero usted primero.

Ambos sabían que eso era lo que había pretendido Kennedy.

En el hospital Walter Reed, la suite reservada para el presidente Kennedy disponía de una sala especial de conferencias. En ella estaban el presidente y su equipo personal, así como un grupo de tres médicos cualificados que se encargarían de controlar y verificar los resultados de la prueba de escáner del cerebro. Todos escucharon ahora al doctor Annaccone, que les explicó el procedimiento.

El doctor Annaccone preparó las diapositivas y encendió el proyector. Luego, empezó su conferencia.

—Como ya saben algunos de ustedes, esta prueba es un detector de mentiras infalible, que valora la verdad midiendo los niveles de actividad de ciertos compuestos químicos existentes en el cerebro. Eso se ha conseguido mediante el perfeccionamiento de los escáners de tomografía de emisión de positrones, o PVT. La utilización práctica del descubrimiento se realizó por primera vez en la facultad de Medicina de la universidad Washington, en St. Louis. Allí se tomaron diapositivas de cerebros humanos en funcionamiento.

Una gran diapositiva apareció proyectada sobre la enorme pantalla blanca situada delante de ellos. Luego siguió otra, y otra. Aparecieron brillantes colores iluminando las diferentes partes del cerebro mientras los pacientes leían, escuchaban o hablaban, o simplemente pensaban en el significado de una palabra. El doctor Annaccone utilizó sangre y glucosa para destacarlos con marcadores radiactivos.

—En esencia, el cerebro habla en color vivo durante el escáner PVT —siguió diciendo el doctor Annaccone—. Durante el proceso de lectura, en el fondo del cerebro se enciende un lugar. En el centro del cerebro, destacándose sobre ese fondo azul oscuro ven un punto blanco irregular, con una diminuta mancha rosada y una filtración de azul. Eso es lo que aparece mientras se habla. En la parte delantera del cerebro se enciende un lugar similar durante el proceso de pensamiento. Sobre estas imágenes hemos extendido una imagen de resonancia magnética de la anatomía del cerebro. Ahora, todo el cerebro se convierte en una linterna mágica.

El doctor Annaccone se volvió para mirar a los presentes y comprobar si todos seguían sus explicaciones. Después continuó hablando.

—¿Ven esa mancha que se distingue en el centro del cerebro y que está cambiando? Cuando un sujeto miente, se produce un incremento en la cantidad de sangre que fluye a través del cerebro, que entonces proyecta otra imagen.

Asombrosamente, en el centro de la mancha blanca había ahora un círculo rojo incluido dentro de un campo amarillo irregular.

—El sujeto está mintiendo —dijo el doctor Annaccone—. Cuando sometamos al presidente a la prueba, lo que tenemos que buscar es el punto rojo dentro del campo amarillo. —El doctor Annaccone asintió con un gesto mirando al presidente—. Y ahora pasaremos a la habitación donde se llevará a cabo el examen.

Dentro de la habitación, con paredes forradas de plomo, Francis Kennedy se tumbó sobre la mesa, dura y fría. Detrás de él había un gran cilindro de metal largo. Cuando el doctor Annaccone sujetó la máscara de plástico sobre la frente y la barbilla de Kennedy, éste no pudo evitar un momentáneo estremecimiento de temor. Aborrecía que le pusieran cualquier cosa sobre la cara. Luego le ataron los brazos a lo largo de los costados. A continuación, Francis Kennedy sintió que el doctor Annaccone deslizaba la mesa hacia el interior del cilindro; el espacio era más estrecho de lo que había esperado, y más oscuro. Y silencioso. Francis Kennedy estaba rodeado ahora por un anillo de cristales radiactivos de detección.

Kennedy escuchó entonces el eco de la voz del doctor Annaccone, dándole instrucciones para que mirara la cruz blanca situada directamente delante de sus ojos. La voz sonaba hueca.

—Debe mantener los ojos fijos en la cruz —repitió el doctor.

En una habitación situada cinco pisos más abajo, en el sótano del hospital, un tubo neumático sostenía una jeringuilla que contenía oxígeno radiactivo, un ciclotrón de agua de contraste.

Cuando llegó la orden desde la habitación donde se llevaba a cabo el escáner, el tubo salió disparado como un cohete de plomo, retorciéndose a través de los túneles ocultos por detrás de las paredes del hospital, hasta que llegó a su objetivo.

El doctor Annaccone abrió el tubo neumático y tomó la jeringuilla, se dirigió al pie del escáner PVT y llamó a Francis Kennedy. La voz volvió a sonar hueca, como un eco, cuando Kennedy la escuchó.

—La inyección —anunció el doctor.

Luego, Kennedy sintió que el médico se introducía en la oscuridad y le hundía la aguja en el brazo.

Desde el espacio cerrado con cristal situado en el extremo del escáner, el equipo personal del presidente sólo podía ver las plantas de los pies de Kennedy. Cuando el doctor Annaccone se situó a su lado, encendió la computadora colocada en la pared de arriba, para que todos pudieran ver el funcionamiento del cerebro de Kennedy. Observaron el líquido de contraste circulando a través de la sangre de Kennedy, emitiendo positrones, partículas de antimateria que colisionaron con los electrones, produciendo explosiones de energía de rayos gamma.

Siguieron observando cómo la sangre radiactiva se precipitaba por el córtex visual de Kennedy, creando corrientes de rayos gamma captadas inmediatamente por el anillo de detectores radiactivos. Durante todo ese tiempo, Kennedy seguía mirando fijamente la cruz blanca, tal y como se le había dicho.

Luego, a través del micrófono instalado directamente en el interior del escáner, Kennedy escuchó la pregunta planteada por el doctor Annaccone:

—¿Conspiró usted de alguna forma para que la bomba atómica explotara en Nueva York? ¿Tuvo algún conocimiento que hubiera podido evitar la explosión?

—No, no lo tuve —contestó Kennedy.

En el interior del cilindro a oscuras sus palabras parecieron caer hacia atrás, como si el viento le hubiera dado en la cara.

El doctor Annaccone observó la pantalla de la computadora, por encima de su cabeza.

La pantalla mostró los dibujos de la masa azul del cerebro en el curvado cráneo de Kennedy, tan elegantemente formado.

Todos los presentes observaron con recelo.

Pero allí no apareció ninguna mancha amarilla detectable, ningún círculo rojo.

—Está diciendo la verdad —dijo el doctor Annaccone, y su voz pareció sonar con un tono jubiloso.

Christian Klee sintió que las piernas se le doblaban. Sabía que él no podría pasar esa prueba.