20

En Washington, Christian Klee conectó su ordenador. Lo primero que hizo fue pedir por pantalla la ficha de David Jatney. No encontró nada. Luego las fichas de los miembros del club Sócrates. Los tenía a todos bajo vigilancia computarizada. Sólo encontró una información de verdadero interés. Bert Audick había volado a Sherhaben, ostensiblemente para planificar la reconstrucción de la ciudad de Dak. Le interrumpió una llamada de Eugene Dazzy.

El presidente Kennedy quería que Christian acudiera a desayunar con él a su dormitorio de la Casa Blanca. Era raro que estos encuentros se celebraran en los alojamientos privados de Kennedy.

Jefferson, el mayordomo privado del presidente y miembro del servicio secreto, sirvió el gran desayuno y luego se retiró discretamente al office, para aparecer sólo cuando fuera llamado por el timbre.

—¿Sabía usted que Jefferson era un gran estudiante y atleta? —preguntó Kennedy con naturalidad—. Jefferson nunca se metió con nadie. —Tras una pausa, preguntó—: ¿Cómo se convirtió en mayordomo, Christian?

Christian se dio cuenta de que tenía que decir la verdad.

—También es el mejor agente del servicio secreto. Lo recluté yo mismo y especialmente para este trabajo.

—Eso apenas responde la pregunta. ¿Por qué demonios aceptó un trabajo en el servicio secreto? ¿Y como mayordomo?

—Tenía un alto rango en el servicio secreto —dijo Christian.

—Bien, pero aun así.

—Organicé un procedimiento muy elaborado de criba para estos puestos de trabajo. Jefferson fue el mejor hombre y, de hecho, es el líder del equipo que trabaja en la Casa Blanca.

—La pregunta sigue en pie —dijo Kennedy.

—Le prometí que antes de que abandonara usted la Casa Blanca le conseguiría un nombramiento en Salud, Educación y Bienestar Social, un trabajo de importancia.

—Ah, eso es inteligente —asintió Kennedy—, pero ¿cómo pasará de mayordomo a realizar un trabajo de importancia? ¿Cómo demonios podemos hacer eso?

—En su hoja de servicios se dirá que ha sido ayudante ejecutivo mío —contestó Christian.

Kennedy levantó la taza de café, con su brillo blanco adornado con águilas dibujadas.

—No lo interprete mal, pero he observado que todos mis sirvientes inmediatos en la Casa Blanca son muy buenos haciendo sus trabajos. ¿Pertenecen todos ellos al servicio secreto? Eso sería increíble.

—Una escuela y un adoctrinamiento especial en los que se apela a su orgullo profesional —dijo Christian—. No, no todos.

—¿Hasta los jefes? —preguntó Kennedy echándose a reír.

—Especialmente los jefes —contestó Christian sonriendo—. Todos los jefes están locos.

Como todos los hombres, Christian siempre utilizaba algún comentario jocoso con objeto de disponer de tiempo para pensar. Conocía el método empleado por Kennedy para prepararse el terreno antes de entrar en materia peligrosa: demostrar buen humor, además de algún conocimiento que no se le suponía.

Tomaron el desayuno, con Kennedy representando el papel de lo que él consideraba como una «madre», pasando los platos y sirviendo el café. La vajilla de porcelana china era muy hermosa, excepto la taza especial en la que Kennedy tomaba el café, con los sellos azules presidenciales, y parecía tan frágil como una cascara de huevo. Finalmente, casi con naturalidad, Kennedy dijo:

—Quisiera pasar una hora con Yabril. Espero que usted se ocupe personalmente de eso. —Observó la mirada de ansiedad en el rostro de Christian—. Sólo durante una hora y sólo una vez.

—¿Qué ganará con ello? —preguntó Christian—. Podría resultarle demasiado doloroso como para soportarlo. Me preocupa su salud.

De hecho, Francis Kennedy no tenía muy buen aspecto. Estaba muy pálido estos últimos días y parecía haber perdido peso. En su rostro habían aparecido arrugas que Christian no había detectado antes.

—Oh, claro que puedo soportarlo —dijo Kennedy.

—Si se filtrara la noticia de esa reunión, se plantearían muchas preguntas —observó Christian.

—En tal caso, asegúrese de que no haya filtraciones —dijo Kennedy—. No habrá ningún registro por escrito de esa reunión, y no se hará ninguna anotación en el registro de entradas en la Casa Blanca. ¿Cuándo podrá efectuarse?

—Necesitaré unos pocos días para hacer los preparativos necesarios —contestó Christian—. Y Jefferson tendrá que saberlo.

—¿Alguna otra persona? —preguntó Kennedy.

—Quizá otros seis hombres de mi división especial. Ellos tendrán que saber que Yabril se encuentra en la Casa Blanca, aunque no sepan necesariamente que usted se ha entrevistado con él. Lo supondrán, pero no lo sabrán con certeza.

—Si es necesario, puedo acudir al lugar donde lo tengan encerrado —dijo Kennedy.

—Rotundamente no —se apresuró a decir Christian—. La Casa Blanca es el mejor lugar. El encuentro deberá producirse en las primeras horas de la madrugada, después de la medianoche. Sugiero que sea a la una.

—En tal caso, que sea pasado mañana. De acuerdo.

—Muy bien —asintió Christian—. Tendrá usted que firmar algunos documentos, ambiguos pero que me cubrirán si hubiese algún problema.

Kennedy suspiró casi con alivio y dijo con brusquedad:

—Ese hombre no es un supermán. No se preocupe. Quiero poder hablar libremente con él, y que me conteste con lucidez y por voluntad propia. No quiero que lo droguen ni que lo fuercen de ningún modo. Quiero comprender cómo funciona su mente y quizá entonces no le odie tanto. Quiero descubrir cómo sienten realmente las personas como él.

—Yo tendré que estar físicamente presente en esa reunión —dijo Christian con torpeza—. Soy responsable.

—¿Qué le parece si espera al otro lado de la puerta, en compañía de Jefferson?

Por un momento, Christian sintió pánico ante las implicaciones derivadas de aquella petición, dejó la frágil taza de café sobre el plato, con demasiada fuerza, y dijo muy en serio:

—Se lo ruego, señor presidente. No puedo hacer eso. Naturalmente, él estará físicamente impedido para hacer nada, pero aun así yo tengo que estar entre ustedes dos. Ésta es una de las ocasiones en que me veo obligado a utilizar el veto que usted mismo me concedió.

Trató de ocultar el temor ante lo que pudiera decidir Francis. Ambos sonrieron. Eso había formado parte del trato entre ambos cuando Christian garantizó la seguridad del presidente: él, como jefe del servicio secreto, tendría capacidad para vetar cualquier aparición del presidente en público.

—Nunca he abusado de ese poder de veto —le recordó Christian.

—Pero lo ha ejercido con bastante vigor —dijo Kennedy con una mueca—. Está bien, puede quedarse en la habitación, pero trate de desvanecerse y fundirse con el mobiliario. Y Jefferson se quedará al otro lado de la puerta.

—Me ocuparé de prepararlo todo —dijo Christian—. Pero, señor presidente, esto no le ayudará en nada.

Christian Klee preparó a Yabril para la reunión con el presidente Kennedy. Se le había sometido, desde luego, a numerosos interrogatorios, pero Yabril, sonriente, se había negado a contestar a ninguna pregunta. Se había mostrado muy frío, muy seguro de sí mismo y estaba dispuesto a sostener una conversación en términos generales, a discutir de política, de teoría marxista, del problema palestino que él denominaba el problema israelí. Sin embargo, se negó a hablar de su pasado o de sus operaciones terroristas. También se negó a hablar de Romeo, su compañero, o de Theresa Kennedy y su asesinato, o de su relación con el sultán de Sherhaben.

La prisión de Yabril era un pequeño hospital de diez camas construido por el F B I para encerrar allí a los prisioneros peligrosos y a los informadores valiosos. Este hospital estaba atendido por personal médico del servicio secreto, y protegido por los agentes de la división especial del servicio secreto de Christian. En Estados Unidos existían cinco hospitales de detención de este tipo; uno de ellos en la zona de Washington DC, otro en Chicago, otro en Los Ángeles, uno en Nevada y otro en Long Island. A veces, estos hospitales se utilizaban para llevar a cabo experimentos médicos secretos con reclusos voluntarios. Pero Christian Klee había ordenado dejar vacío el hospital de Washington con objeto de mantener a Yabril totalmente aislado. También había hecho lo mismo con el hospital de Long Island, para tener allí aislados a los dos jóvenes científicos que habían colocado la bomba atómica.

En el hospital de Washington, Yabril disponía de una suite médica totalmente equipada para abortar cualquier intento de suicidio, ya fuera violento o por medio de huelga de hambre. Se llevaban a cabo controles físicos periódicos y se disponía de equipo para la alimentación por vía intravenosa.

A Yabril le habían radiografiado cada uno de los centímetros de su cuerpo, incluyendo los dientes, y veía dificultados sus movimientos por una chaqueta especialmente diseñada que sólo le permitía un uso parcial de los brazos y las piernas. Podía leer, escribir y caminar a pasos cortos, pero no podía hacer ningún movimiento violento. También se hallaba sometido a una vigilancia continua, a través de espejos especiales, y a cargo de equipos de agentes del servicio secreto procedentes de la división especial de Klee.

Después de haber dejado al presidente Kennedy, Christian fue a visitar a Yabril, sabiendo que se le planteaba un problema. Entró en la suite de Yabril acompañado por dos agentes del servicio secreto. Se sentó en uno de los cómodos sofás e hizo que le trajeran a Yabril, que estaba en el dormitorio. Le empujó con suavidad para que se sentara en uno de los sillones, y luego ordenó a los agentes que comprobaran el estado de la chaqueta que restringía sus movimientos.

—Es usted un hombre muy cuidadoso, a pesar de todo su poder —dijo Yabril con un tono de desprecio.

—Creo en la necesidad de ser cuidadoso —le dijo Christian con expresión muy seria—. Soy como uno de esos ingenieros que construyen puentes y edificios para que resistan cien veces más tensión de la posible. Así es como llevo a cabo mi trabajo.

—No es lo mismo —dijo Yabril—. No puede usted prever las tensiones del destino.

—Lo sé —admitió Christian—. Pero con mi forma de actuar tranquilizo mis propias ansiedades, y eso ya me basta. Y ahora veamos cuál es la razón de mi visita. He venido para pedirle un favor. Al escuchar esto, Yabril se echó a reír; fue una risa irónica y genuinamente descarada. Christian lo miró fijamente y sonrió.

—No, le hablo con toda seriedad. Se trata de un favor que tiene usted capacidad de aceptar o rechazar. Y ahora, escuche atentamente. Se le ha tratado bien, gracias a que así lo he decidido y a las leyes de este país. Sé que es inútil amenazar. Sé que tiene usted su orgullo, pero lo que le voy a pedir es algo muy sencillo, algo que no le comprometerá a nada. A cambio, le prometo hacer todo lo que esté en mi mano para que no le ocurra ninguna desgracia. Sé que aún conserva usted cierta esperanza. Cree que a sus camaradas de los famosos «Cien» se les ocurrirá algún día alguna astuta estratagema para que nos veamos obligados a dejarle en libertad.

El rostro oscuro de Yabril perdió su descaro saturnino.

—En varias ocasiones hemos intentado montar una operación contra su presidente Kennedy —dijo—. Operaciones muy complicadas e inteligentes. Pero todas fueron misteriosa y repentinamente abortadas, antes incluso de que pudiéramos entrar en este país. Yo mismo llevé a cabo una investigación de estos fracasos y del aniquilamiento de nuestro personal. Y las pistas siempre me condujeron a usted. De modo que soy consciente de que estamos los dos en la misma línea de trabajo. Sé que no es usted simplemente uno de esos políticos cautos. Así que dígame qué cortesía espera de mí, y suponga que seré lo bastante inteligente como para considerarla como se merece.

Christian se arrellanó en el sofá. Una parte de su cerebro pensó que, puesto que Yabril le había seguido la pista, bajo ninguna circunstancia debía perderle de vista por el peligro que ello representaba. Yabril había sido un estúpido al darle esa información. Luego se concentró en el asunto más inmediato.

—El presidente Kennedy es un hombre muy complicado —dijo—. Trata de comprender los acontecimientos y a las personas. Por ello quiere entrevistarse con usted cara a cara y hacerle algunas preguntas, participar en un diálogo. Como podría hacerlo un ser humano con otro. Quiere comprender qué le indujo a asesinar a su hija; quizá pretenda absolverse a sí mismo de su propio sentimiento de culpabilidad. Ahora, todo lo que le pido es que hable con él, que conteste a sus preguntas. Le pido que no le rechace por completo. ¿Está dispuesto a hacerlo? Yabril, sujeto por la tela de la chaqueta, trató de levantar los brazos en un gesto de rechazo. El temor físico era algo totalmente desconocido para él y, sin embargo, la idea de entrevistarse con el padre de la joven a la que había asesinado despertó en él una agitación que le sorprendió. Después de todo, había sido un acto político, y un presidente de Estados Unidos debería comprenderlo mejor que nadie. No obstante, sería interesante mirar a los ojos del hombre más poderoso del mundo y decirle: «Yo maté a su hija. Le he hecho mucho más daño del que usted pueda hacerme a mí, a pesar de todos sus miles de barcos de guerra y sus decenas de miles de poderosos aviones de combate».

—Sí —contestó finalmente—, le haré este pequeño favor. Pero es muy posible que al final no me lo agradezca.

Christian Klee se levantó y posó una mano sobre el hombro de Yabril, de la que éste se desprendió con un gesto de desprecio.

—No importa —dijo Christian—. Y le estaré agradecido, se lo aseguro.

Dos días más tarde, a la una de la madrugada, el presidente Francis Kennedy entró en la sala Oval Amarilla de la Casa Blanca para encontrarse con Yabril, que ya estaba sentado en una silla, junto a la chimenea. Christian estaba de pie, detrás de él.

Sobre una pequeña mesa oval grabada con el escudo de las barras y estrellas había una bandeja de plata con pequeños bocadillos, una jarra de café, también de plata, y un azucarero ribeteado de oro. Jefferson sirvió el café en las tres tazas y luego se retiró, colocándose junto a la puerta y apoyando sobre ella sus anchos hombros. Kennedy observó que Yabril, que había inclinado la cabeza hacia él cuando entró, estaba inmovilizado en la silla.

—No le habrá sedado, ¿verdad? —preguntó Kennedy con intensidad.

—No, señor presidente —contestó Christian—. Esa chaqueta sólo sirve para restringirle los movimientos.

—¿No puede permitir que se sienta más cómodo? —preguntó Kennedy.

—No, señor —contestó Christian.

A continuación, Kennedy se dirigió directamente a Yabril.

—Lo siento, pero no soy yo quien dice la última palabra en estos temas. No le entretendré mucho tiempo. Sólo quisiera hacerle unas pocas preguntas.

Yabril asintió con un gesto. La restricción de movimientos hizo que su brazo se extendiera con lentitud para tomar uno de los bocadillos. Estaban deliciosos. Y, de alguna forma, su orgullo se sintió un tanto aliviado por el hecho de que su enemigo viera que no estaba totalmente inmovilizado. Además, estos movimientos le permitieron estudiar el rostro de Kennedy. Y se sintió anonadado al darse cuenta de que, en otras circunstancias, aquél era un hombre al que habría respetado y en el que habría confiado instintivamente hasta cierto punto. El rostro mostraba sufrimiento, pero también un poderoso control de ese sufrimiento. También expresaba un interés genuino por la incomodidad en la que él se encontraba; no había condescendencia ni falsa compasión, sino simplemente el interés de un ser humano por otro. Y, sin embargo, a pesar de todo eso, también percibió en él una solemne fortaleza.

Con un tono de voz suave y quizá más amable y humilde de lo que hubiera deseado, Yabril dijo:

—Señor Kennedy, antes de que empecemos debe usted contestarme una pregunta. ¿Cree realmente que soy responsable de la explosión de la bomba atómica en su país?

—No —contestó Kennedy sin titubear.

Christian respiró aliviado al ver que el presidente no daba mayor información al respecto.

—Gracias —dijo Yabril—. ¿Cómo puede alguien creerme tan estúpido? Me sabría muy mal que usted intentara utilizar esa acusación como un arma. Ahora puede preguntarme lo que quiera.

Kennedy le hizo una seña a Jefferson para que abandonara la habitación y le observó mientras lo hacía. Luego se volvió y le habló a Yabril con suavidad. Christian bajó la cabeza, como si no quisiera escuchar lo que se decía. En realidad, no deseaba escucharlo.

—Sabemos que fue usted quien orquestó toda la serie de acontecimientos —dijo Kennedy—. El asesinato del papa, la trampa de permitir que su cómplice fuera capturado, de forma que pudiera usted exigir su rescate. El secuestro del avión, y el asesinato de mi hija, que estaba planificado así desde el principio. Eso es algo que ahora sabemos con seguridad, pero quisiera que me dijera usted que es cierto. Y, a propósito, la verdad es que no acabo de comprender la lógica de todo eso.

Yabril miró a Kennedy directamente a los ojos.

—Sí, todo eso es cierto. Pero aún sigue extrañándome que ustedes lo relacionaran todo con tanta rapidez. Me pareció muy inteligente por su parte.

—Me temo que eso no es nada de lo que uno pueda enorgullecerse —dijo Kennedy—. Básicamente, significa que tengo la misma clase de mente que usted. O que en la mente humana no existen tantas diferencias cuando se trata de ser tortuoso.

—Sin embargo, quizá fue demasiado astuto —dijo Yabril—. Usted rompió las reglas del juego. Pero, desde luego, esto no era una partida de ajedrez, ni las reglas eran tan estrictas. Se suponía que debía ser usted un peón, que se moviera sólo como tal.

Kennedy se sentó y tomó un sorbo de café, como una especie de amable gesto social. Christian observó que estaba muy tenso y, desde luego, la aparente naturalidad del presidente también fue transparente para Yabril. Se preguntó cuáles eran las verdaderas intenciones de aquel hombre. Era evidente que no se trataba de algo malicioso; no había la menor intención de utilizar el poder para asustarlo o causarle daño.

—Supe desde el principio, desde que fui informado del secuestro del avión, que usted terminaría por asesinar a mi hija. Cuando capturamos a su cómplice, supe que eso también formaba parte de su plan. No me sorprendió nada de lo que hizo. Mis consejeros no estuvieron de acuerdo conmigo hasta después, una vez desarrollados sus planes. Lo que me preocupa es que, de algún modo, mi mente debe ser muy similar a la suya. Y, sin embargo, lo cierto es que no me imagino a mí mismo llevando a cabo una operación como la que usted organizó. Quisiera evitar dar ese siguiente paso, y ésa es la razón por la que deseo hablar con usted. Para saber y prever, para protegerme contra mí mismo.

Yabril se sintió impresionado por la actitud cortés de Kennedy, por la ecuanimidad de sus palabras, por su aparente deseo de encontrar alguna clase de verdad.

—¿Qué ha salido ganando usted con todo esto? —siguió preguntando Kennedy—. El papa será sustituido, y la muerte de mi hija no alterará la estructura del poder internacional. ¿Dónde está su beneficio?

Yabril pensó que se trataba de la vieja cuestión del capitalismo, que todo se reducía a eso. Por un momento sintió las manos de Christian apoyadas sobre sus hombros. Luego vaciló antes de contestar.

—Estados Unidos es el coloso al que Israel debe su existencia. Eso, por definición, oprime a mis compatriotas. Su sistema capitalista oprime a los pueblos pobres del mundo, e incluso a los de su propio país. Desde mi punto de vista, es necesario quebrar el temor a su fortaleza. El papa forma parte de esa autoridad. La Iglesia católica ha venido aterrorizando a los pobres del mundo durante muchos siglos, con todo ese cuento del cielo y el infierno; es una verdadera desgracia. Y así lo ha sido durante dos mil años. Matar al papa fue algo más que una satisfacción política.

Christian se había apartado de la silla donde estaba sentado Yabril, pero seguía permaneciendo alerta, preparado para interponerse entre los dos hombres. Abrió la puerta de la sala Oval Amarilla para susurrarle algo a Jefferson, que estaba fuera. Yabril observó todo eso en silencio, antes de continuar.

—Pero todas mis acciones contra usted fracasaron. Monté dos operaciones muy complicadas para asesinarle y fracasé. Algún día puede preguntarle al señor Klee los detalles, es posible que se asombre al conocerlos. Debo confesar que el fiscal general, con ese título tan benigno, me confundió al principio. Destruyó mis operaciones con una falta de escrúpulos que provocó mi admiración. Pero, claro está, él disponía de muchos hombres, de una avanzada tecnología. Yo, en cambio, estaba casi impotente. Pero fue su propia invulnerabilidad lo que causó de forma indirecta la muerte de su hija, y sé lo mucho que eso debe de haberle preocupado. Le hablo con toda franqueza, puesto que ése es su deseo.

Christian volvió a colocarse detrás de la silla y trató de evitar la mirada de Kennedy. Yabril experimentó un extraño escalofrío de temor, pero siguió hablando.

—Considérelo —dijo, tratando de levantar los brazos con un gesto de énfasis—. Si secuestro un avión, soy un monstruo. Si los israelíes bombardean una ciudad árabe desvalida y matan a cientos de personas, se dice que han dado un golpe en favor de la libertad; más bien se dedican a vengarse del famoso holocausto, con el que los árabes no tuvimos nada que ver. Pero entonces, ¿cuáles son nuestras opciones? No disponemos del poder militar, ni de la tecnología. ¿Quién es el más heroico? Lo cierto es que, en ambos casos, mueren personas inocentes. ¿Y qué ocurre con la justicia? Israel fue una nación creada por potencias extranjeras, mi pueblo fue expulsado al desierto. Somos la nueva diáspora, los nuevos judíos, qué ironía. ¿Acaso el mundo espera que no luchemos? ¿Qué otra cosa nos queda por utilizar, excepto el terror? ¿Qué utilizaron los judíos contra los británicos cuando lucharon por el establecimiento de su Estado? Todo lo que sabemos sobre el terror lo aprendimos de los judíos de aquella época. Y aquellos terroristas son ahora héroes, a pesar de los muchos inocentes que asesinaron. Uno de ellos llegó incluso a convertirse en primer ministro de Israel, y fue aceptado por los jefes de Estado, como si nunca hubieran olido la sangre que manchaba sus manos. ¿Acaso yo soy más terrible?

Yabril se detuvo un momento y trató de incorporarse, pero Christian le empujó, obligándolo a permanecer sentado en la silla. Kennedy le indicó con un gesto que continuara.

—Me pregunta usted qué he conseguido —siguió diciendo Yabril—. En cierto sentido, he fracasado, y la prueba de ello es que estoy aquí, como prisionero. Pero qué golpe le he propinado a su figura de autoridad en el mundo. Después de todo, Estados Unidos no es un país tan grande. Las cosas podrían haber terminado mucho mejor para mí, pero, a pesar de todo, no es una derrota completa. He puesto al descubierto, ante el resto del mundo, la verdadera crueldad de su supuesta democracia humana. Ha destruido usted una gran ciudad, ha sometido sin piedad a su voluntad a una nación extranjera. Conseguí que ordenara usted despegar a sus bombarderos para aterrorizar a todo el mundo, y con esa acción se ha enajenado las simpatías de una parte del mundo. Sus Estados Unidos no son tan queridos. Y en su propio país ha polarizado usted las facciones políticas. Su imagen personal ha cambiado y se ha convertido en el terrible míster Hyde para con su beatífico doctor Jekyll.

Yabril volvió a detenerse para controlar la violenta energía de las emociones que se expresaban en su rostro. Adoptó una actitud más respetuosa, más solemne.

—Y ahora llego a lo que usted desea escuchar, y que resulta doloroso para mí. La muerte de su hija fue un acto necesario. Ella era un símbolo de Estados Unidos, porque era la hija del hombre más poderoso de la tierra. ¿Sabe lo que le produce eso a la gente que teme a la autoridad? Le permite conservar la esperanza. No importa que algunos le quieran, o que le consideren como un benefactor o un amigo. A largo plazo, la gente termina por odiar a sus benefactores. Ahora comprenden que no es usted más poderoso que ellos mismos, que no tienen necesidad de temerle. Desde luego, todo habría sido mucho más efectivo si yo hubiera quedado en libertad. ¿Cómo podría haber sucedido eso? El papa muerto, su hija muerta y usted viéndose obligado a dejarme en libertad. ¡Qué impotentes habrían parecido el presidente y su Estados Unidos ante el resto del mundo!

Yabril se reclinó contra el respaldo de la silla, alivió el peso del control sobre sí mismo y sonrió a Kennedy.

—Sólo cometí un único error. Le juzgué mal, por completo. No había nada en su historia anterior que permitiera prever sus acciones, tales y como fueron. Usted, el gran liberal, el hombre moderno y ético. Pensé que dejaría en libertad a mi amigo. Pensé que no sería capaz de encajar con tanta rapidez todas las piezas, y jamás se me ocurrió pensar que fuera capaz de cometer un crimen tan horrendo.

—Cuando se bombardeó la ciudad de Dak se produjeron muy pocas bajas —dijo Kennedy—. Varias horas antes dejamos caer octavillas anunciando el bombardeo.

—Eso lo comprendo —dijo Yabril—. Fue una respuesta terrorista perfecta. Yo mismo habría hecho otro tanto. Pero nunca habría hecho lo que hizo usted para salvarse. Colocar una bomba atómica en una de sus propias ciudades.

—Se equivoca —dijo Kennedy.

Christian volvió a lanzar un suspiro de alivio cuando el presidente no volvió a ofrecer más información al respecto. Y también al ver que Kennedy no se tomaba en serio aquella acusación. De hecho, el presidente pasó inmediatamente a otro tema. Se sirvió una nueva taza de café antes de continuar.

—Contésteme a lo siguiente con la mayor honradez de que sea capaz. El hecho de que mi apellido sea Kennedy, ¿tuvo algo que ver con sus planes?

Tanto Christian como Yabril se vieron sorprendidos por la pregunta. Por primera vez desde que estaba en la sala, Christian miró a Kennedy directamente a la cara. Parecía estar totalmente sereno.

Yabril reflexionó sobre la pregunta, como si no la hubiera acabado de comprender. Finalmente contestó.

—Si quiere que sea honrado, le diré que pensé en ese aspecto, en el martirio de sus dos tíos, en el cariño que la mayoría del mundo y de los habitantes de su país tienen en particular por esa trágica leyenda. Llegué a la conclusión de que eso no hacía más que aumentar la fuerza del golpe que pretendía asestar. Sí, debo confesar que su apellido también formó una pequeña parte del plan.

Se produjo una larga pausa. Christian apartó un poco la cabeza y pensó: «Nunca permitiré que este hombre viva».

—Dígame, ¿cómo puede justificar en su corazón las cosas que ha hecho, la forma en que ha traicionado la confianza humana? —preguntó Kennedy—. He leído su dosier. ¿Cómo puede un ser humano decirse a sí mismo: mejoraré el mundo matando a hombres, mujeres y niños inocentes; despertaré a la humanidad a partir de su desesperación y lo haré traicionando a mis mejores amigos, y todo eso sin ninguna autoridad dada por Dios o por mis semejantes? Dejando aparte la compasión, ¿cómo ha podido atreverse a asumir tal poder?

Yabril esperó cortésmente, como si creyera que iba a hacerle otra pregunta. Luego contestó:

—Los actos que cometí no son tan extraños como afirman la prensa y los moralistas. ¿Qué me dice de los pilotos de sus bombarderos, que dejaron caer la destrucción como si las gentes que estaban debajo no fueran más que hormigas? Esos muchachos de corazón bondadoso, dotados con cada una de las virtudes masculinas. Pero se les enseñó a cumplir con su deber. Creo que yo no soy diferente. Sin embargo, no dispongo de recursos para enviar la muerte desde miles de metros de altura. Ni de cañones navales capaces de disparar desde treinta kilómetros de distancia. En mi caso, tengo que ensuciarme las manos con sangre. Debo tener fuerza moral y pureza mental suficientes como para derramar la sangre directamente por la causa en la que creo. Bueno, todo eso es terriblemente obvio; se trata de un viejo argumento y parece hasta cobarde presentarlo así. Pero usted me pregunta cómo tengo el valor de asumir esa autoridad sin que ésta haya sido legitimada por ninguna fuente. Eso ya es algo más complicado. Permítame creer que el sufrimiento que yo he visto en mi mundo me ha dado esa autoridad. Permítame decir que los libros que he leído, la música que he escuchado, el ejemplo de otros hombres mucho más grandes que yo, me han proporcionado la fuerza necesaria para actuar de acuerdo con mis propios principios. Para mí es mucho más difícil que para usted, ya que usted cuenta con el apoyo de cientos de millones para perpetrar su terror como un deber para con ellos, como su instrumento.

Yabril se detuvo un momento para tomar torpemente un sorbo de su taza de café. Después continuó hablando con serena dignidad.

—He dedicado mi vida a la revolución contra el orden establecido, contra la autoridad a la que desprecio. Moriré creyendo que todo lo que he hecho es correcto. Y, como usted sabe muy bien, no hay ninguna ley moral que exista eternamente.

Finalmente, Yabril se sintió exhausto y se reclinó de nuevo en el respaldo de la silla, con los brazos como rotos a causa de la presión de la chaqueta. Kennedy le había escuchado sin mostrar ningún signo de desaprobación. No le expuso ningún contraargumento. Se produjo un largo silencio antes de que Kennedy hablara.

—No puedo discutir sobre moral. Básicamente, yo he hecho lo que usted ha hecho. Y como bien dice, es mucho más fácil de hacer cuando uno no tiene que mancharse personalmente las manos de sangre. Pero como también admite usted mismo, yo actúo a partir de un núcleo de autoridad social, y no impulsado por mi propia animosidad personal.

—Eso no es correcto —le interrumpió Yabril—. El Congreso no aprobó sus acciones, ni tampoco los funcionarios de su gabinete. Esencialmente, usted actuó como yo, siguiendo su propia autoridad personal. Es usted tan terrorista como yo.

—Pero el pueblo de mi país, el electorado, lo aprobó.

—La multitud —dijo Yabril—. La multitud siempre aprueba. Se niega a prever los peligros de tales acciones. Lo que usted hizo fue inicuo, tanto política como moralmente. Actuó usted por deseo de venganza personal. —Yabril sonrió—. Y yo creí que estaría usted por encima de esa clase de acciones. En eso queda la moralidad.

Kennedy permaneció en silencio durante un rato, como si reflexionara cuidadosamente su respuesta.

—Espero que esté usted equivocado. El tiempo lo dirá. Quiero darle las gracias por haber hablado conmigo con tanta franqueza, sobre todo porque tengo entendido que se ha negado a cooperar en interrogatorios anteriores. Como sin duda sabrá, el sultán de Sherhaben ha contratado para usted a la mejor empresa de abogados de Estados Unidos, y dentro de poco se les permitirá entrevistarse con usted para estudiar su defensa.

Kennedy sonrió y se levantó para abandonar la sala. Se encontraba ya casi junto a la puerta cuando ésta se abrió. Mientras la cruzaba, escuchó la voz de Yabril, quien se había levantado haciendo un esfuerzo, a pesar de lo precario de sus movimientos, y luchaba por mantener el equilibrio. Estaba en pie cuando dijo:

—Señor presidente.

Kennedy se volvió a mirarlo. Yabril levantó los brazos con lentitud, aunque tuvo que dejarlos doblados bajo la presión del nailon y el corsé de alambre.

—Señor presidente —volvió a decir—, no me ha engañado. Sé que nunca veré o hablaré con mis abogados.

Christian se había apresurado a interponer su cuerpo entre los dos hombres; Jefferson se había situado al lado de Kennedy, quien dirigió a Yabril una sonrisa fría.

—Tiene usted mi garantía personal de que verá a sus abogados y hablará con ellos —dijo.

Tras decir esto, salió de la habitación.

En ese momento," Christian Klee sintió una angustia cercana a la náusea. Siempre había creído conocer a Francis Kennedy, pero ahora se dio cuenta de que no le conocía. Porque, en un momento de claridad mental, había observado una mirada del odio más puro en su rostro, una mirada que era extraña a todo lo que él conocía de su personalidad.