Poco antes de que se celebrara la Convención Demócrata, en el mes de agosto, el club Sócrates y el Congreso lanzaron un ataque a gran escala contra la presidencia.
La primera maniobra consistió en poner al descubierto la relación que Eugene Dazzy mantenía con una joven bailarina. Convencieron a la joven para que hiciera público el asunto y concediera entrevistas en exclusiva a los periódicos más respetados del país. Salentine aconsejó a un editor de revistas semi pornográficas para que pagara por los derechos exclusivos y publicara fotografías de los opulentos encantos físicos de que Eugene Dazzy había disfrutado. Enriquecida por el dinero obtenido, y agitada por una moralidad de reciente inspiración, la bailarina hizo numerosas apariciones en las cadenas de televisión de Salentine, así como en el programa de entrevistas de cinco estrellas de Cassandra Chutter, revelando cómo había sido seducida por un hombre mucho más viejo y poderoso que ella. Cuando Kennedy se negó a destituir a Dazzy, Salentine se regocijó.
Más tarde, Peter Cloot fue convocado por los comités de Jintz y Lambertino, y repitió ante ellos la información que le había dado a Patsy Troyca y a Elizabeth Stone en su discusión privada. Los comités permitieron la filtración de este testimonio a los medios de comunicación y la noticia apareció en todos los periódicos y emisoras de televisión. Christian Klee hizo una declaración en la que negaba aquella información, y Kennedy volvió a apoyar a su equipo. Basándose en el privilegio del ejecutivo, Kennedy se negó a permitir que Christian Klee testificara ante ningún comité del Congreso. El club Sócrates volvió a sentirse regocijado. Kennedy estaba cavando su propia tumba.
A continuación, los comités del Congreso se las arreglaron para obtener información sobre el acuerdo entre Klee y Canoo acerca del empleo de los fondos secretos para pagar a los miles de hombres del servicio secreto encargados de proteger a Kennedy. Eso también se publicó como una prueba más de que la Administración Kennedy había mentido al Congreso y al pueblo de Estados Unidos. En ese aspecto, Kennedy cedió terreno y ordenó personalmente que se interrumpiera la utilización de los fondos de la Asesoría Militar y que se redujera la protección del servicio secreto. Canoo se negó a contestar ninguna pregunta y se parapetó tras el escudo del propio presidente. Una vez más, Kennedy se negó a tomar medidas. Afirmó que no se dejaría arrastrar por una evidente venganza de los medios de comunicación y el Congreso. Dijo que, si los hechos lo justificaban, podría tomar medidas después de las elecciones.
Después se aireó un gran proyecto, según el cual Kennedy propondría una Convención Constitucional en la que pediría que se anulara la limitación de ocupar la presidencia durante dos mandatos, con lo que se daba a entender que su plan consistía en ser reelegido para un tercero, un cuarto y hasta un quinto mandatos. Este proyecto, aunque no se apoyaba en ninguna prueba fehaciente, despertó mucha atención en los medios de comunicación. Kennedy se limitó a desdeñarlo. Cuando se le interrogó, dijo con una sonrisa conciliadora:
—Lo que me preocupa ahora es ser reelegido para mi segundo mandato.
Pero de lo que más se enorgulleció Lawrence Salentine fue de la historia especial publicada en una de las revistas de mayor difusión del país. Ese artículo hablaba de la mujer considerada como la amante de Kennedy y con la que esperaba casarse después de las elecciones. Se trataba de un artículo totalmente laudatorio, ya que se la presentaba como una mujer prudente, aunque bastante joven. Era ingeniosa, hermosa, vestía con elegancia, sin gastar más de lo que pudiera una mujer profesional corriente. Era modesta, tímida, buena conversadora y tenía conocimientos sobre los asuntos del mundo. Era instruida y poseía conciencia social, no tenía vicios, no bebía en exceso, ni consumía ninguna clase de drogas. Su historia sexual era corta, no era una mujer promiscua para contar sólo con veintiocho años de edad y no estar casada. En un breve párrafo dejado caer en medio del artículo, se encontraba la información, dada con la mayor naturalidad, de que era «negra» en una octava parte.
Lawrence Salentine consideró este pequeño párrafo como una verdadera gota de veneno capaz de barrer con una gran efectividad un buen quince por ciento de la popularidad de Kennedy. En realidad, esa información no era cierta. Se trataba, simplemente, de uno de esos pequeños rumores que abundaban en las pequeñas ciudades del Sur, como descubrió Klee cuando envió a un pequeño ejército de investigadores al lugar de nacimiento de ella.
Todo esto tuvo sus efectos sobre las últimas encuestas realizadas antes de la Convención Demócrata, y la popularidad de Kennedy cayó hasta contar sólo con el apoyo del sesenta por ciento del electorado, con una pérdida de veinte puntos.
Cassandra Chutter, la presentadora de televisión, hizo acudir a su programa a Peter Cloot; el suyo fue el programa de entrevistas de mayor audiencia de la televisión. Y allí le planteó la pregunta definitiva.
—¿Cree usted que el fiscal general Christian Klee es responsable de la explosión de la bomba atómica y de la muerte o las heridas causadas a más de diez mil personas?
—Sí —se limitó a contestar Peter Cloot.
Después, Chutter le hizo otra pregunta.
—¿Cree usted que el presidente Kennedy y el fiscal general Klee son responsables en cierto grado de lo que posiblemente sea la mayor tragedia en la historia de Estados Unidos?
Ante esta pregunta, Peter Cloot se mostró más prudente.
—El presidente Kennedy se equivocó al dejarse llevar por un impulso humanitario. Yo soy un gran defensor del imperio de la ley, de modo que no soy imparcial del todo. Pero, sí, creo que se equivocó, aunque se trate estrictamente de una cuestión de creencias y juicio.
—¿Pero no le cabe la menor duda acerca de la culpabilidad del fiscal general? —insistió Cassandra Chutter.
Peter Cloot miró hacia la cámara directamente y con sinceridad. Al hablar, su voz sonó llena de cólera y de un dolor justificado.
—El fiscal general Christian Klee fue culpable de un acto criminal. Retrasó deliberadamente un interrogatorio importante. Creo que fue él la persona que hizo la llamada telefónica que aconsejó a los defensores. Creo que Christian Klee deseaba que esa bomba explotara, para precipitar así una crisis que impediría la destitución del presidente Kennedy por parte del Congreso. Creo que cometió el crimen más terrible en la historia de este país, y creo que debería ser llevado ante la justicia. El presidente Kennedy, al proteger al fiscal general, se convierte en su cómplice.
A continuación, Cassandra Chutter se dirigió a su audiencia de sesenta millones de televidentes, limitándose a decir:
—Nuestro invitado, Peter Cloot, fue antiguo ayudante y director ejecutivo del FBI, bajo la dirección del fiscal general Christian Klee. Se vio obligado a presentar la dimisión de su cargo después de haber testificado ante el comité del Senado sobre este tema del que ha hablado aquí, con nosotros, esta noche. La Administración Kennedy ha negado todas sus acusaciones, y Christian Klee continúa siendo el fiscal general de Estados Unidos y el director del FBI.
El programa tuvo un impacto enorme y algunos fragmentos fueron transmitidos por todas las emisoras de televisión, y citados ampliamente en todos los periódicos.
Al mismo tiempo, Whitney Cheever III convocó una conferencia de prensa ante las cámaras en la que afirmó que sus clientes, Gresse y Tibbot, eran inocentes, que no habían sido más que las víctimas de una gigantesca conspiración del gobierno, y que él demostraría que un cabildeo fascista había instigado aquel crimen catastrófico para salvar la presidencia de Francis Kennedy.
Christian Klee estaba preocupado por muchas cosas: las acusaciones del padre de Tibbot de que él había hecho la llamada de advertencia; el testimonio de Peter Cloot; la filtración del acuerdo al que había llegado con Canoo para la desviación de fondos hacia el servicio secreto; la caída de la popularidad de Kennedy después de todos estos ataques masivos. Pero, por encima de todo, le preocupaba la visita de Bert Audick al sultán de Sherhaben. Que Audick había ido para acordar los detalles de la reconstrucción de Dak no era para él más que una excusa.
Klee decidió tomarse unas vacaciones, pero combinando el negocio con el placer. Recorrería el mundo. Primero Londres, luego Roma para comprobar que Romeo estuviera en prisión y finalmente Sherhaben, para comprobar la visita que Bert Audick había hecho al sultanato.
Volvió a pedir al ordenador la ficha de David Jatney. Aún no había nada.
En Londres, Christian Klee se puso en contacto con sus homólogos del aparato de seguridad británico. Durante la cena que tuvieron en el hotel Ritz, se mostraron exquisitamente amables, pero él percibió frialdad en su actitud. Las acusaciones de Cloot también habían hecho mella, y a los ingleses nunca les habían gustado los Kennedy. En cualquier caso, ellos no tenían ninguna información que darle.
Klee tenía una amiga en Inglaterra, que vivía en una pequeña casa de campo, en las afueras de Londres. Era un lugar rural, con rosas por todas partes y hasta algunas ovejas en un prado cercano. Christian Klee pasó allí un largo fin de semana y se relajó.
La mujer era la viuda de un rico editor de periódicos y llevaba una vida tranquila. Tenía dos sirvientes en la casa, aunque conducía ella misma su coche. A Klee le encantaban los momentos que pasaba con ella, en cuya vida no había nada ni remotamente excitante. Leía, cuidaba su jardín, dirigía la propiedad y siempre parecía ansiosa por recibirle cuando visitaba Inglaterra. Nunca planteaba ninguna exigencia, nunca le hacía preguntas sobre su trabajo. Era una anfitriona perfecta y hacía el amor como una mujer afable, como si se tratara de una cortesía necesaria. Se relajó allí durante tres días y luego su idilio se vio interrumpido por un correo especial. Era un mensaje en el que se decía que el terrorista llamado Romeo, extraditado a Italia, acababa de suicidarse en una prisión de Roma. Christian llamó inmediatamente a Franco Sebbediccio y tomó el siguiente vuelo hacia Roma. En el aeropuerto llamó a su despacho en Washington y ordenó una vigilancia especial sobre Gresse y Tibbot, para evitar que se suicidaran. Y también sobre Yabril.
Cuando aún era un joven siciliano, Franco Sebbediccio había elegido el lado de la ley y el orden, no sólo porque le pareció el más fuerte, sino también porque le gustaba el dulce consuelo de vivir bajo unas reglas de estricta autoridad. La Mafia era demasiado llamativa, el mundo del comercio demasiado incierto, así que se había convertido en policía, y treinta años más tarde se encontraba al frente del departamento antiterrorista italiano.
Había tenido bajo arresto y vigilancia al asesino del papa, un joven italiano de buena familia llamado Armando Giangi, que usaba el nombre clave de «Romeo», un nombre que a Franco Sebbediccio le molestaba enormemente. Había encarcelado a Romeo en las celdas más profundas de su prisión de Roma.
Mantenía bajo vigilancia a Rita Fallicia, cuyo nombre clave era «Annee». Le había resultado fácil descubrirla, porque había estado creando problemas desde muy joven, ya fue una exaltada en la universidad, una líder tenaz en las manifestaciones y se hallaba relacionada con el secuestro de un importante banquero de Milán.
Las pruebas habían ido llegando poco a poco. Los terroristas habían abandonado las pisos francos, pero aquellos pobres hijos de perra no tenían forma de saber los recursos con los que contaba una organización nacional de policía. Encontraron una toalla con restos de semen que identificó a Romeo. Uno de los hombres detenidos declaró después de ser interrogado con severidad. Pero Sebbediccio no detuvo a Annee y decidió que permaneciera en libertad.
A Franco Sebbediccio le preocupaba que el juicio de estas personas culpables glorificara al asesino del papa, hasta el punto de convertirse en héroes, y que cumplieran sus sentencias de prisión sin excesivas incomodidades. En Italia no estaba vigente la pena de muerte, y sólo cabía condenarlos a cadena perpetua, algo que a él le parecía una burla. Teniendo en cuenta todas las reducciones por buen comportamiento y las diferentes amnistías que pudieran producirse, quedaría en libertad a una edad relativamente joven.
Todo hubiera sido diferente si Sebbediccio hubiera conducido el interrogatorio de Romeo de una forma mucho más intensa. Pero como este canalla había asesinado al papa, sus derechos se habían convertido en una causa a defender en el mundo occidental. Hubo manifestantes y grupos de derechos humanos de Escandinavia e Inglaterra, y hasta una dura carta de un abogado estadounidense llamado Whitney Cheever. Todos ellos proclamaban que los dos asesinos debían ser tratados como seres humanos, no someterlos a tortura y no aplicarles ninguna clase de malos tratos. Y desde las instancias superiores se habían recibido órdenes de no deshonrar a la justicia italiana con nada que pudiera ofender a los partidos de izquierda de Italia. Es decir, actitud de guante blanco.
Franco Sebbediccio ya había pasado antes por situaciones similares, y le había parecido una verdadera desgracia. Pero el asesinato del papa era algo más, como también lo era la reaparición de grupos terroristas. Tenía que obtener información, y los prisioneros no habían cooperado. Pero la gota que desbordó el vaso fue que una semana antes fuera asesinado el juez administrativo de Franco Sebbediccio, con un mensaje en el que se decía que esto continuaría hasta que se liberara a los asesinos del papa. Una petición ridícula, pero una buena excusa de propaganda para matar a un juez. Sin embargo, él podía cortar por lo sano con todas aquellas estupideces y enviar a su vez un claro mensaje al Ejército Rojo. Franco Sebbediccio estaba decidido a que este Romeo, este Armando Giangi, se suicidara.
Romeo se había pasado los meses en prisión alimentando un sueño romántico. A solas en su celda, había preferido enamorarse de Dorothea, la muchacha estadounidense. La recordaba esperándole en el aeropuerto, con el delicado pañuelo sobre la barbilla. En sus sueños le parecía muy hermosa y amable. Trató de recordar su conversación aquella última noche que pasó con ella en los Hampton. Ahora, en su memoria, le pareció que ella le había amado, que cualquier gesto suyo había tenido el propósito de declararle su deseo, para que ella también pudiera demostrarle su amor. Recordó cómo se sentaba, con qué gracia y de qué forma tan insinuante. Cómo le habían mirado sus ojos, aquellos grandes estanques azul oscuro, con su piel blanca sofocada por el rubor. Ahora él se maldecía por su timidez. Nunca había llegado a tocar aquella piel. Recordaba las piernas largas y delgadas y se las imaginaba rodeándole el cuello. Imaginaba los besos que hubiera dejado caer sobre su cabello, sus ojos, sobre todo su grácil cuerpo.
Y entonces Romeo soñaba en cómo había estado de pie, bajo la luz del sol, envuelta en cadenas, mirándole con una expresión de reproche y desesperación. Tejió en su mente fantasías sobre el futuro. Ella sólo estaría un corto período de tiempo en prisión. Podría estar esperándole cuando él saliera. Y él saldría. Ya fuera por una amnistía, por un intercambio de rehenes, o quizá por la simple misericordia cristiana. Y entonces la encontraría.
Había noches en las que se desesperaba y pensaba en la traición de Yabril. El asesinato de Theresa Kennedy no entraba en los planes trazados, y en el fondo de su corazón creía que él nunca habría consentido en cometer tal acto. Sentía asco por Yabril, por sus propias creencias y su propia vida. A veces lloraba en silencio, envuelto en la oscuridad. Entonces se consolaba y se perdía en las fantasías sobre Dorothea. Sabía que aquello era falso. Sabía que sólo era una debilidad, pero no podía evitarlo.
Romeo, encerrado en su celda desnuda y blanda, recibió a Franco Sebbediccio con una mueca sardónica. Podía ver el odio en los ojos de campesino de este viejo, el aturdimiento que sentía al pensar que una persona de una buena familia, que había disfrutado de una vida lujosa y agradable, pudiera haberse convertido en un revolucionario. También se dio cuenta de que Sebbediccio se sentía frustrado por el hecho de que la vigilancia internacional le impidiera tratar a su prisionero con la brutalidad que hubiera deseado emplear.
Sebbediccio se había encerrado en la celda con el prisionero. Estaban los dos solos, con dos guardias y un observador de la oficina del fiscal vigilantes, pero incapaces de escuchar desde el otro lado de la puerta. Era casi como si el fornido anciano le estuviera invitando a que lanzara algún ataque sobre él. Pero Romeo sabía que eso era así porque el viejo tenía plena confianza en la autoridad de su posición. Romeo experimentaba un gran desprecio por esta clase de hombres, enraizados en la ley y el orden, maniatados por sus creencias y por su habitual moral burguesa. En consecuencia, se sintió terriblemente sorprendido cuando Sebbediccio, con una voz muy baja y natural, le dijo:
—Giangi, le vas a facilitar la vida a todo el mundo. Porque te vas a suicidar.
Romeo se echó a reír.
—No, no pienso hacer eso. Saldré de la cárcel antes de que usted muera de hipertensión o de úlcera. Caminaré por las calles de Roma cuando usted ya se encuentre en su cementerio familiar. Iré y le cantaré a los ángeles sobre su tumba, y me alejaré de ella silbando alegremente.
—Sólo quería hacerte saber que tanto tú como tu compañero os vais a suicidar —dijo Franco Sebbediccio con paciencia—. Tus amigos asesinaron a dos de mis hombres para intimidarme a mí y a mis asociados. Vuestros suicidios serán la respuesta.
—No puedo complacerle —replicó Romeo—. Disfruto demasiado de la vida. Y teniendo a todo el mundo vigilándole, ni siquiera se atreverá a darme una buena patada en el trasero.
Franco Sebbediccio le dirigió una sonrisa benevolente. Guardaba un as en la manga.
El padre de Romeo, quien durante toda su vida no había hecho absolutamente nada por la humanidad, había realizado por fin algo por su hijo. Se había pegado un tiro. Un caballero de Malta, padre del asesino del papa, un hombre que había vivido toda su vida para su propio placer egoísta, había decidido aceptar su parte de culpabilidad.
Cuando la viuda madre de Romeo pidió visitar a su hijo en la celda de la prisión y se le denegó la visita, los periódicos se pusieron de parte de ella. El abogado defensor de Romeo aprovechó la oportunidad cuando fue entrevistado por la televisión.
—Por el amor de Dios, él sólo quiere ver a su madre.
Esta situación pulsó una cuerda de simpatía no sólo en Italia, sino también en todo el mundo occidental. Aquella misma frase apareció publicada en los titulares de la primera página de muchos periódicos: «Por el amor de Dios, él sólo quiere ver a su madre».
Lo que no era estrictamente cierto, porque era la madre de Romeo quien quería verle a él, y no a la inversa.
Con una presión tan grande, el gobierno se vio obligado a permitir que mamá Giangi visitara a su hijo. Franco Sebbediccio se había opuesto a esta visita, pues quería mantener a Romeo en el más completo aislamiento con respecto al mundo exterior. Pero el gobernador de la prisión pasó por encima de él.
El gobernador tenía un grandioso despacho palaciego, y llamó a Sebbediccio a su presencia.
—Mi querido señor —le dijo—, tengo mis instrucciones y hay que permitir que se haga esa visita. No en su celda, donde se pueda controlar la conversación, sino en este mismo despacho, y sin la presencia de nadie que pueda escuchar lo que se diga, aunque con las cámaras grabando la visita durante los cinco últimos minutos de la hora. Después de todo, hay que permitir que los medios de comunicación se beneficien.
—¿Y por qué razón se permite esto? —preguntó Sebbediccio.
El gobernador le dirigió la sonrisa que reservaba para los prisioneros y los miembros de su personal, que casi se habían convertido también en prisioneros.
—Para que un hijo vea a su madre viuda. ¿Qué otra cosa podría ser más sagrada?
Sebbediccio odiaba al gobernador, que siempre apostaba observadores al otro lado de la puerta durante los interrogatorios.
—¿Un hombre que ha asesinado al papa? —preguntó con dureza—. ¿Se le va a permitir ver a su madre? ¿Por qué no habló con su madre antes de matar al papa?
—Los que están por encima de nosotros son los que han decidido —contestó el gobernador, encogiéndose de hombros—. Resígnese. El abogado defensor también insiste en que se registre este despacho para evitar micrófonos ocultos, así que no creo que pueda usted colocar su equipo electrónico.
—¡Ah! —exclamó Sebbediccio—. ¿Y cómo cree ese abogado que puede detectar el equipo?
—Contratará a sus propios especialistas en electrónica —contestó el gobernador—. Ellos harán su trabajo en presencia del abogado, inmediatamente antes del encuentro.
—Es esencial, es vital que escuchemos esa conversación —dijo Sebbediccio.
—Tonterías —rechazó el gobernador—. Su madre es la típica matrona romana rica. Ella no sabe nada, y él nunca le confiaría nada de importancia. Esto no es más que otro de esos episodios estúpidos en este drama ridículo de nuestra época. No se lo tome tan en serio.
Pero Franco Sebbediccio sí que se lo tomó muy en serio. Lo consideró como otra burla de la justicia, como otro escarnio de la autoridad. Y confiaba en que Romeo pudiera decir algo, incluso sin darse cuenta, mientras hablara con su madre.
Como jefe del departamento antiterrorista de Italia, Sebbediccio tenía bastante poder. El abogado defensor ya estaba incluido en la lista secreta de radicales de izquierda a los que podía mantener bajo vigilancia, lo que se hizo así. Se le pinchó el teléfono, se interceptó y se leyó su correspondencia antes de entregarla. De ese modo, resultó fácil descubrir a la compañía electrónica que contrataría la defensa para limpiar el despacho del gobernador de todo artilugio de escucha. A través de un amigo, Sebbediccio organizó un encuentro «accidental» con el propietario de dicha compañía.
Franco Sebbediccio era capaz de ser muy persuasivo, incluso sin el empleo de la fuerza. Se trataba de una pequeña empresa de electrónica que se ganaba bien la vida pero que no tenía un éxito arrollador. Sebbediccio indicó que la división antiterrorista tenía grandes necesidades de equipo y de personal especializado en electrónica, y que poseía capacidad para interponer vetos de seguridad a las compañías seleccionadas para suministrar esos servicios y materiales. En resumen, él, Sebbediccio, podía enriquecer a la compañía.
Pero para eso tenía que existir confianza y beneficio por ambas partes. En este caso particular, ¿por qué iba a preocuparse la compañía electrónica por los asesinos del papa? ¿Por qué arriesgar su prosperidad futura a causa de un tema tan inconsecuente como el registro de una reunión entre madre e hijo? ¿Por qué no se encargaba la propia compañía electrónica de colocar los aparatos de escucha en el preciso momento en que se suponía debía estar limpiando el despacho del gobernador? ¿Quién se enteraría? El propio Sebbediccio se encargaría de retirar el micrófono oculto.
Todo se hizo de una forma muy amistosa, pero en algún momento, durante la cena, Sebbediccio dio a entender que si se rechazaba su propuesta, la compañía electrónica se vería metida en muchos problemas. No habría ninguna animosidad personal, pero ¿cómo podía confiar el servicio gubernamental en gente que había protegido al asesino del papa?
Así quedó todo acordado y Sebbediccio permitió al otro hombre hacerse cargo de la misión. No iba a pagarle por ello de sus fondos personales, porque luego él, al cobrar sus gastos, dejaría rastros que podrían ser descubiertos en el futuro. Además, él iba a enriquecer a aquel hombre.
La reunión entre Armando «Romeo» Giangi y su madre fue grabada por completo y escuchada únicamente por Franco Sebbediccio, quien quedó muy satisfecho. No obstante, se tomó su tiempo para hacer retirar el micrófono oculto, simplemente por curiosidad de saber cómo era en realidad aquel presumido gobernador de la prisión, aunque en este sentido no consiguió nada.
Sebbediccio tomó la precaución de escuchar la cinta en su casa, mientras su esposa dormía. Aquello no debía saberlo ninguno de sus colegas. No era un mal hombre y casi estuvo a punto de echarse a llorar cuando mamá Giangi sollozó sobre su hijo, implorándole que dijera la verdad, que él no había asesinado al papa, que sólo estaba protegiendo a un mal compañero. Sebbediccio escuchó el sonido de los besos de la mujer por todo el rostro de su hijo asesino, y por un momento se preguntó si acaso importaba de veras lo que uno hacía en realidad. Pero entonces, los besos y los llantos se detuvieron y la conversación se hizo muy interesante para Franco Sebbediccio.
Escuchó la voz de Romeo tratando de calmar a su madre. Luego Romeo dijo:
—No comprendo por qué se ha suicidado tu esposo. No le importaba nada ni su país, ni el mundo y, perdóname que lo diga, pero ni siquiera quería a su familia. Llevaba una vida completamente egoísta y egocéntrica. ¿Por qué le pareció necesario suicidarse?
La voz de la madre sonó siseante en la cinta.
—Por vanidad —contestó—. Tu padre fue un hombre vanidoso durante toda su vida. Iba todos los días al barbero, y una vez a la semana al sastre. A la edad de cuarenta años aún tomaba lecciones de canto. ¿Para cantar dónde? Y se gastó una fortuna sólo para verse nombrado caballero de Malta, a pesar de que nunca hubo un hombre más desprovisto del Espíritu Santo. Para Semana Santa se había hecho un traje blanco con la cruz especialmente bordada en la tela. Qué figura tan grandiosa en la sociedad romana. Las fiestas, los bailes, su nombramiento para formar parte de comités culturales a cuyas reuniones no asistía nunca. Y padre de un hijo graduado en la universidad. Siempre se sintió orgulloso de lo brillante que eras. Cómo se paseaba por las calles de Roma. Nunca vi a un hombre tan feliz y tan vacío. —Se produjo una pausa en la cinta—. Después de lo que tú hiciste, tu padre ya no podía volver a aparecer en la sociedad romana. Aquella vida vacía había terminado, y por esa pérdida se suicidó. Pero puede descansar en paz. Tenía un aspecto magnífico en su ataúd, con su traje nuevo de Semana Santa.
Luego se escuchó la voz de Romeo en la cinta, diciendo algo que encantó a Sebbediccio.
—Mi padre nunca me dio nada en la vida, y con su suicidio me ha privado de mi única opción. Ahora la muerte es la única forma de escapar que me queda. Sebbediccio escuchó el resto de la cinta, en la que Romeo dejó que su madre le convenciera para ver a un sacerdote. Luego, cuando las cámaras de la televisión y los periodistas entraron en el despacho, apagó el magnetófono. El resto ya lo había visto en la televisión. Pero ahora tenía lo que andaba buscando.
La siguiente vez que visitó a Romeo estaba tan contento que cuando el carcelero abrió la celda entró dando un pequeño paso de baile y saludó a Giangi con una gran jovialidad.
—Giangi —le dijo—, te estás haciendo muy famoso. Se rumorea que cuando tengamos un nuevo papa pedirá clemencia para ti. Demuestra tu gratitud y dame alguna información que necesitamos.
—Qué mono es usted —replicó Romeo.
—¿Entonces es ésta tu última palabra? —preguntó Sebbediccio haciendo una inclinación ante él.
Fue perfecto. Tenía una cinta grabada en la que el propio Romeo decía que estaba pensando en suicidarse.
Una semana más tarde se dio a conocer a todo el mundo que el asesino del papa, Armando «Romeo» Giangi, se había suicidado ahorcándose en su celda.
Christian Klee llegó a Roma procedente de Londres para cenar con Sebbediccio. Observó que el hombre iba acompañado de por lo menos veinte guardaespaldas, algo que, sin embargo, no pareció afectar su apetito para nada. Sebbediccio estaba de muy buen humor.
—¿No ha sido afortunado que el asesino de nuestro papa se haya quitado la vida? —le preguntó a Christian Klee—. ¡Qué espectáculo habría sido su juicio, con todos esos izquierdistas manifestándose! Lástima que ese tipo, Yabril, no les haga a ustedes el mismo favor.
—Los nuestros son sistemas de gobierno diferentes —dijo Christian Klee echándose a reír—. Ya veo que tiene usted las espaldas bien cubiertas.
—Creo que ellos andan detrás de un juego mucho más amplio —dijo Sebbediccio tras encogerse de hombros—. Tengo algo de información para usted. Esa mujer, Annee, a la que habíamos dejado suelta, la hemos perdido de algún modo. Pero disponemos de cierta información que nos indica que ahora está en Estados Unidos.
Christian Klee experimentó un escalofrío de excitación.
—¿Sabe usted en qué puerto de embarque? ¿Qué nombre utiliza ahora?
—No —contestó Sebbediccio—, pero creemos que ahora es operativa.
—¿Por qué no la detuvieron ustedes? —preguntó Christian.
—Tenía grandes esperanzas depositadas en ella —contestó Sebbediccio—. Es una joven muy decidida y llegará muy lejos en el movimiento terrorista. Cuando la atrape quisiera utilizar una red muy grande. Pero usted tiene ahora un problema, amigo mío. Hemos oído rumores de que se ha montado una operación en Estados Unidos. Eso sólo puede ser contra Kennedy. Annee, por muy fanática que sea, no puede estar sola. En consecuencia, tiene que haber otra gente implicada. Conociendo la seguridad con que usted protege al presidente, se verán obligados a montar una operación que exija una buena cantidad de material y muchos pisos francos. No tengo información sobre eso, así que será mejor que se ponga a trabajar.
Christian Klee no preguntó por qué el jefe de la seguridad italiana no le había enviado esa información a Washington, a través de los canales regulares. Sabía que Sebbediccio no quería que la estrecha vigilancia a que había sometido a Annee formara parte de ningún registro escrito en Estados Unidos, ya que no confiaba en la ley de Libertad de Información de Estados Unidos. Además, también quería que Christian Klee le debiera un favor personal.
En Sherhaben, el sultán Maurobi recibió a Christian Klee con la mayor de las amabilidades, como si apenas unos meses antes no se hubiera producido ninguna crisis. El sultán se mostró afable, pero en guardia, y parecía sentirse un tanto desconcertado.
—Confío en que me traiga buenas noticias —le dijo a Christian Klee—. Después de tantas cosas lamentables como han sucedido, siento verdaderos deseos de recomponer las relaciones con Estados Unidos y, desde luego, con su presidente Kennedy. De hecho, confío que su visita tenga algo que ver con esta cuestión.
—He venido para ese mismo propósito —dijo Christian Klee sonriendo—. Creo que usted se encuentra en una buena posición para hacernos un servicio que podría llenar la brecha.
—Ah, me alegra mucho oírle decir eso —replicó el sultán—. Como sin duda alguna sabrá, yo no estaba informado de las verdaderas intenciones de Yabril. No tuve ningún conocimiento previo de lo que Yabril se proponía hacer a la hija del presidente. Desde luego, ya he declarado eso oficialmente, pero quisiera que le dijera personalmente al presidente que he sentido una gran pena por él en estos últimos meses. Me vi impotente para impedir la tragedia.
Christian Klee lo creyó. El asesinato no estaba incluido en los planes originales. Y por un momento se detuvo a pensar en cómo todos los hombres poderosos, como el sultán Maurobi y el propio Francis Kennedy, se veían impotentes ante los acontecimientos incontrolables y la voluntad de otros hombres.
—El hecho de que usted nos entregara a Yabril ha tranquilizado al presidente respecto a ese punto —le dijo ahora al sultán. Ambos sabían que aquéllas no eran más que palabras de cortesía. Klee hizo una pausa antes de continuar—: Pero he venido para pedirle que me haga un servicio personal. Como sabrá, soy el responsable de la seguridad de mi presidente. Dispongo de información según la cual hay un complot para asesinarle. Esos terroristas ya se han infiltrado en Estados Unidos. Pero sería muy útil si pudiera obtener información en cuanto a sus planes, su identidad y localización. Teniendo en cuenta los contactos de que usted dispone, pensé que podría haberse enterado de algo a través de sus agencias de inteligencia, que pudiera darnos alguna información. Permítame resaltar que esto sólo sería algo entre usted y yo. Sólo nosotros dos. No habría ninguna conexión oficial.
El sultán pareció asombrado. Su rostro inteligente se contrajo en una mueca de incredulidad.
—¿Cómo puede usted pensar una cosa así? —preguntó—. Después de todas las tragedias que han ocurrido, ¿iba yo a implicarme en actividades tan peligrosas? Soy gobernante de un país rico y pequeño, que no tiene ningún poder para seguir siendo independiente sin la amistad de las grandes potencias. No puedo hacer nada por usted, ni contra usted.
Christian Klee asintió, mostrando su acuerdo.
—Eso es cierto, desde luego. Pero Bert Audick vino a visitarle y sé que eso tuvo algo que ver con la industria petrolífera. Sin embargo, permítame decirle que el señor Audick está metido en graves problemas en Estados Unidos. Creo que será un mal aliado para usted durante los próximos años.
—¿Y usted lo sería muy bueno? —preguntó el sultán con una sonrisa.
—Desde luego —asintió Klee—. De hecho, yo soy el aliado que podría salvarle. Si es que coopera conmigo ahora, claro está.
—Expliqúese —pidió el sultán, evidentemente enojado por la amenaza que implicaban sus palabras.
Christian Klee habló con mucho cuidado.
—Bert Audick se encuentra bajo la acusación de conspiración contra el gobierno de Estados Unidos porque sus mercenarios, o los de su compañía, dispararon contra los aviones que bombardearon su ciudad de Dak. También hay otras acusaciones. Según nuestras leyes, su imperio petrolífero podría quedar destruido. No es un aliado fuerte en estos momentos.
—Acusado, pero no condenado —dijo el sultán con timidez—. Tengo entendido que eso será algo más difícil de conseguir.
—Eso es cierto —admitió Christian Klee—, pero Francis Kennedy será reelegido dentro de pocos meses. Su popularidad le permitirá disponer de un Congreso que ratificará sus programas. Será el presidente más poderoso en la historia de Estados Unidos. En tal caso, Audick está condenado, se lo puedo asegurar. Y la estructura de poder de la que él forma parte también será destruida.
—Sigo sin lograr comprender cómo puedo ayudarle —dijo el sultán, y luego, más imperiosamente, añadió—: o de cómo puede usted ayudarme. Tengo entendido que usted mismo se encuentra en una posición delicada en su país.
—Eso es algo que puede ser cierto o no —dijo Christian Klee—. En cuanto a mi posición, por muy delicada que sea, quedará resuelta en cuanto el presidente Kennedy haya sido reelegido. Soy su amigo y consejero más íntimo, y Kennedy es bien conocido por su lealtad. En cuanto a cómo podemos ayudarnos mutuamente, permítame ser directo sin mostrar por ello ninguna falta de respeto. ¿Me lo permite?
—Desde luego —contestó el sultán, que apareció impresionado y al mismo tiempo extrañado ante tanta cortesía.
—En primer lugar, y lo más importante —siguió diciendo Klee—, he aquí cómo puedo ayudarle: puedo ser su aliado. Tengo acceso al presidente de Estados Unidos y cuento con su confianza. Y ahora vivimos tiempos difíciles.
—Yo siempre he vivido tiempos difíciles —le interrumpió el sultán.
—Por lo tanto, podrá apreciar mucho mejor lo que significa contar con un buen aliado —replicó Klee astutamente.
—¿Y si su presidente Kennedy no alcanza sus objetivos? —preguntó el sultán—. Pueden producirse accidentes. El cielo no siempre es misericordioso.
Christian Klee se mostró frío al contestar.
—Lo que me está diciendo en realidad es: ¿qué sucederá si tiene éxito el complot contra Kennedy? Estoy aquí para decirle que ese complot no tendrá éxito. No importa lo astutos y atrevidos que sean los asesinos. Y si lo intentan y fracasan y hay alguna pista que conduzca hasta usted, entonces será destruido. Pero las cosas no tienen por qué ser de ese modo. Soy un hombre razonable y comprendo su posición. Lo que le propongo es un intercambio de información entre usted y yo, sobre una base estrictamente personal. No sé lo que ha podido proponerle Audick, pero le puedo asegurar que yo represento una apuesta mejor. Si Audick y los suyos ganan, usted seguirá ganando. Él no sabe nada de esta entrevista. Si Kennedy gana, me tendrá usted como aliado. Yo soy su póliza de seguros.
El sultán asintió y a continuación le invitó a un banquete suntuoso, durante el cual le hizo innumerables preguntas sobre Kennedy. Finalmente, casi de una forma dubitativa, preguntó por Yabril. Klee le miró directamente a los ojos.
—No hay forma alguna de que Yabril escape a su destino. Si sus compañeros terroristas creen que van a poder liberarle reteniendo incluso al más importante de los rehenes, dígales que se olviden de eso. Kennedy jamás lo dejará en libertad.
—Su Kennedy ha cambiado —comentó el sultán con un suspiro—. Ahora parece un hombre que ha perdido los estribos. —Klee guardó silencio. El sultán siguió hablando, muy despacio—. Creo que me ha convencido usted —dijo—. Pienso que ambos deberíamos ser aliados.
Cuando Christian Klee regresó a Estados Unidos, la primera persona a la que acudió a ver fue a El Oráculo. El anciano le recibió en su dormitorio, sentado en la silla de ruedas motorizada, con un té inglés servido sobre la mesa, delante de él, y un cómodo sillón esperando a Christian.
El Oráculo le saludó con una ligera indicación para que se sentara. Christian le sirvió el té, un pequeño trozo de pastel y un diminuto bocadillo. Luego se sirvió él mismo. El anciano tomó un sorbo de té y se metió el pequeño trozo de pastel en la boca. Permanecieron sentados en silencio durante largo rato.
Luego trató de sonreír, con un ligero movimiento de los labios, con una piel tan muerta que apenas si podía moverse.
—Te has metido en un buen lío por tu jodido amigo Kennedy —dijo.
Aquella vulgaridad, expresada como si hubiera salido de la boca de un niño inocente, hizo sonreír a Christian. Se preguntó una vez más si el hecho de que El Oráculo, que nunca había empleado obscenidades, hablara ahora tan libremente, era una muestra de senilidad o de un cerebro en decadencia. Esperó antes de contestar hasta haber terminado de comer uno de los bocadillos y tomado un sorbo de té.
—¿En qué lío? Estoy metido en muchos.
—Estoy hablando de lo de la bomba atómica —dijo El Oráculo—. El resto de la mierda no tiene importancia. Pero te están acusando de ser el responsable de la muerte de miles de ciudadanos de este país. Al parecer, te tienen atrapado, pero me niego a creer que hayas sido tan estúpido. Inhumano, sí; después de todo, estás metido en política. ¿Lo hiciste realmente?
La expresión del rostro del anciano no indicaba ningún juicio de valor, sino sólo curiosidad. ¿A qué otra persona del mundo podía decírselo? ¿Quién podría comprenderle?
—Lo que más me asombra es la rapidez con la que han llegado hasta mí —dijo Christian Klee.
—La mente humana da saltos cuando se trata de comprender el mal —dijo El Oráculo—. Te sorprende porque en todo hecho malvado hay siempre una cierta inocencia. Cree que una acción tan terrible sería inconcebible para cualquier otro ser humano. Pero eso es lo primero que piensan todos los demás. El mal no es ningún misterio; el amor, en cambio, sí lo es.
Guardó silencio, intentó hablar de nuevo pero luego se relajó en su silla de ruedas, con los ojos medio cerrados, como si dormitara.
Klee repuso:
—Debes comprender que dejar que algo suceda es mucho más fácil que hacer algo. Había una crisis, y el Congreso iba a destituir a Francis Kennedy. Y yo pensé, sólo por un segundo, que si aquella bomba atómica explotaba, podía cambiar el curso de las cosas. Fue en ese momento cuando le dije a Peter Cloot que no interrogara a Gresse y Tibbot, que yo mismo lo haría. Toda la cuestión se produjo en ese único instante, y después ya estuvo todo hecho.
—Sírveme un poco más de té caliente y dame otro trozo de pastel —pidió El Oráculo. Se llevó el pastel a la boca, con unas diminutas migajas apareciendo sobre sus labios delgados, como cicatrices—. ¿Y qué sucede con el testimonio de Peter Cloot de que regresaste y los interrogaste, obtuviste la información y luego no hiciste nada al respecto?
—Sólo eran unos muchachos jóvenes —dijo Christian con un suspiro—. Los dejé secos en cinco minutos. Ésa fue la razón por la que no podía permitir que Cloot estuviera presente en el interrogatorio. Pero yo no quería que la bomba explotara. Sólo que todo ocurrió rápidamente.
El Oráculo se echó a reír. Fue una risa curiosa, incluso para un anciano como él. Se expresó como una serie de gruñidos: «¡Je, je, je!».
—Tienes el culo al revés —dijo después—. Mentalmente ya habías tomado la decisión de que dejarías que la bomba explotara. Antes de decirle a Cloot que no los interrogara. Eso no sucedió en un segundo, sino que lo planeaste.
Christian Klee se asombró. Lo que acababa de decir El Oráculo era cierto. ¿Cómo había podido percibirlo en su propia mente?
—Tienes que comprender cómo sucedió —le dijo—. Yo no estaba seguro de que fuera a suceder. Si lo hubiera estado, lo habría impedido. Supongo que me agarré a alguna clase de esperanza de que algo pudiera solucionar la situación de Kennedy.
—Y todo por salvar a tu héroe, a Francis Kennedy —dijo El Oráculo—. El hombre que no puede hacer nada mal, hasta que incendie todo el mundo. —El anciano había dejado sobre la mesa una caja de finos habanos. Christian tomó uno de ellos y lo encendió—. Tuviste suerte —siguió diciendo—. La mayoría de las personas que murieron no valían para nada. Los borrachos, los que no tenían hogar, los criminales. Eso hace que el crimen no sea tan terrible, al menos en la historia de nuestra raza humana.
—En realidad, fue Francis quien dio el visto bueno para seguir adelante —dijo Christian Klee.
Aquellas palabras hicieron que El Oráculo tocara el botón de su silla de ruedas para enderezar el respaldo, que irguió su cuerpo, haciéndole ponerse más alerta.
—¿Tu bendito presidente? —preguntó—. En buena medida, él es una víctima de su propia hipocresía, como les sucedió a todos los Kennedy. Nunca habría podido formar parte de un acto así.
—Quizá sólo esté tratando de encontrar excusas —dijo Christian—. No fue nada explícito. Pero recuerda que conozco a Francis íntimamente, que somos casi como hermanos. Le pedí que me firmara la orden para que el equipo de interrogatorio médico pudiera aplicar la prueba cerebral química. Eso habría solucionado de inmediato todo el problema de la bomba atómica. Y Francis se negó a firmar esa autorización. Claro que expuso sus motivos, buenos motivos humanitarios y de libertades civiles. Eso estaba en consonancia con su personalidad. Pero eso fue antes de que su hija fuera asesinada. Después cambió. Recuerda que para entonces ya había ordenado la destrucción de Dak. Lanzó la amenaza de que destruiría toda la nación de Sherhaben si no se liberaba a los rehenes. Así pues, su personalidad había cambiado. Su nueva personalidad habría firmado la orden para proceder al interrogatorio médico. Y cuando se negó a hacerlo me dirigió una mirada que no podría describir, pero fue casi como si me estuviera pidiendo que dejara que sucediese.
Ahora, El Oráculo estaba completamente vivo. Habló con un tono de acritud.
—Todo eso no importa. Lo que importa es que salves el culo. Si Kennedy no sale reelegido, es posible que tengas que pasar años en la cárcel. Y aunque salga reelegido podrías correr algún peligro.
—Kennedy ganará estas elecciones —dijo Christian—. Y una vez que eso haya sucedido, yo estaré bien. —Guardó un momento de silencio y añadió—: Le conozco bien.
—Conoces al viejo Kennedy —repuso El Oráculo. Luego, como si hubiera perdido interés por el tema, preguntó—: ¿Y qué hay de mi fiesta de cumpleaños? Ya tengo cien años de edad y a nadie parece importarle una mierda.
—A mí me importa —afirmó Christian echándose a reír—. No te preocupes. Después de las elecciones tendrás tu fiesta de cumpleaños en el Jardín Rosado de la Casa Blanca. Una fiesta de cumpleaños digna de un rey.
El Oráculo sonrió placenteramente, y después comentó con malicia:
—Y tu Kennedy será el rey. Supongo que sabes que si es reelegido y logra los candidatos que desea para el Congreso, se convertirá, de hecho, en un dictador, ¿verdad?
—Eso es muy improbable —dijo Christian Klee—. Nunca ha habido un dictador en este país. Tenemos salvaguardas, a veces creo que incluso demasiadas.
—¡Ah! —exclamó El Oráculo—. Éste aún es un país joven. Tenemos tiempo. Y el mal adquiere muchas formas seductoras.
Permanecieron largo rato en silencio y finalmente Christian se levantó, dispuesto a marcharse. Siempre se tocaban las manos antes de separarse, puesto que la del anciano era demasiado frágil para soportar un apretón.
—Ten cuidado —dijo El Oráculo—. Cuando un hombre alcanza el poder absoluto, suele desembarazarse de aquellos que están más cerca de él, aquellos que conocen sus secretos.