En el mes de mayo, Francis Kennedy se había enamorado, ante su propio asombro e incluso consternación. No era éste el momento, ni la mujer era la más adecuada. Formaba parte del equipo legal de la vicepresidenta.
A Kennedy le agradaba su encanto natural, su sonrisa astuta, sus ojos pardos tan vivos y tan chispeantes de ingenio. Era muy aguda en sus argumentaciones, aunque a veces las planteaba demasiado como una abogada. Poseía belleza física, una voz encantadora, y el cuerpo de una Venus de bolsillo: largas piernas, con una cintura diminuta y un busto pletónco, a pesar de que no era una mujer muy alta. Podría ser deslumbrante completamente ataviada, pero vestida con más sencillez la mayoría de los hombres no se apercibirían de su legítima belleza.
Lanetta Carr poseía esa clase de ingenuidad y franqueza que podía bordear a veces la vulgaridad. Tenía el aire romántico de una beldad del sur, por debajo de una aguda inteligencia que la había conducido al estudio del Derecho. Acudió a Washington como abogada, y tras haber trabajado en agencias gubernamentales, dedicada a la aplicación de programas sociales y a los derechos de la mujer, se convirtió en una de las ayudantes más jóvenes del equipo de la vicepresidenta.
Durante un mandato de cuatro años, era costumbre invitar al menos a una gran recepción presidencial a todos los miembros del equipo de la vicepresidenta. Lanetta Carr había sido una de las cuatrocientas personas que recibieron la invitación para acudir a dicha recepción.
A ella le entusiasmó la perspectiva de ver a Francis Kennedy en carne y hueso. Ahora, al fondo de la hilera que entraba en la Casa Blanca, vio al presidente saludando a sus invitados. Para ella, era el hombre más atractivo que nunca hubiera conocido. Los planos de su rostro tenían esa encantadora simetría que sólo parecen haber heredado los irlandeses. Era alto, muy delgado y tenía que inclinarse un poco para decir unas pocas palabras corteses a cada uno de sus invitados. Observó que trataba a todo el mundo con una cortesía exquisita. Y entonces, mientras esperaba que le llegara el turno, él volvió la cabeza, sin verla aún, aparentemente sumido en un movimiento interno de aislamiento, y ella captó la mirada de tristeza en aquellos ojos celestes, el rostro congelado en alguna clase de dolor. Y un instante después, volvió a ser el político elegante y atractivo que la saludaba.
La vicepresidenta Helen du Pray estaba al lado de Kennedy y le murmuró que Lanetta Carr era una de sus ayudantes. Kennedy se mostró en seguida más cálido, más amistoso, al saber que pertenecía al equipo de su más directa colaboradora. Le apretó las manos con las suyas y ella se sintió tan atraída que, siguiendo un impulso, y aun sabiendo que se les había advertido a todos que nunca se hablara de aquel tema, dijo:
—Señor presidente, siento mucho lo ocurrido a su hija.
Se dio cuenta de la ligera mirada de desaprobación en el rostro de Helen du Pray. Pero Kennedy le contestó con serenidad.
—Gracias.
Le soltó la mano y ella continuó caminando. Lanetta se unió a otros compañeros del equipo de la vicepresidenta, que también asistían a la fiesta. Acababa de beberse un vaso de vino blanco cuando le sorprendió ver al presidente y a la vicepresidenta caminando lentamente por entre los invitados, charlando breves instantes con la gente a medida que avanzaban, pero dirigiéndose evidentemente hacia el grupo donde ella se encontraba.
Sus compañeros guardaron silencio inmediatamente. La vicepresidenta Helen du Pray presentó a los cinco miembros de su equipo, añadiendo ahora comentarios amistosos e íntimos sobre el valor del trabajo del que eran responsables. Por primera vez, Lanetta observó lo atractiva que era la vicepresidenta como mujer, lo femenina que podía llegar a ser. Con qué instinto se mostraba sensible a todas las necesidades psicológicas de su personal y, sobre todo, a la de ser destacados ante el presidente de Estados Unidos. Cómo parecía quedar envuelta en un aura sexual que ella no le había visto nunca hasta ese momento. Lanetta adivinó en seguida que eso se veía estimulado no por Kennedy, como hombre, sino por un hombre que tenía el poder supremo. A pesar de todo, experimentó un extraño aguijonazo de celos.
El resto del grupo guardó un respetuoso silencio y se limitó a mostrar sonrisas de agradecimiento ante las palabras de alabanza. Kennedy hizo algunos amables comentarios, pero se quedó mirando directamente a Lanetta. Así que ella dijo lo primero que se le ocurrió.
—Señor presidente, en todos los años que llevo en Washington, nunca había estado en la Casa Blanca. ¿Podría pedirle a uno de sus ayudantes que me la enseñara? Sólo las salas abiertas al público, desde luego.
No era consciente de la bella imagen que ofrecía, con unos ojos grandes en un rostro muy joven para sus años, una complexión extraordinaria, con la piel mostrando una mezcla de blanco cremoso y un exquisito rosado en las mejillas y las orejas. El presidente Kennedy sonrió; fue una sonrisa genuina, no política. Se sentía encantado sólo de verla. Y la voz de aquella mujer le atrajo. Era muy suave y apenas se notaba en ella una traza de acento sureño. De pronto se dio cuenta de que en los últimos años no había escuchado aquella clase de voz. Así que la tomó de la mano y le dijo:
—Yo mismo se la enseñaré.
La llevó por toda la planta baja, cruzaron la sala Verde, con la chimenea de repisa blanca y las sillas y canapés blancos; luego pasaron por la sala Azul, con la pared cubierta por seda azul y dorada; por la sala Roja, engalanada con seda del color de la cereza y una alfombra roja y marrón en el suelo, y a continuación por la sala Oval Amarilla, que, según le comentó él, era su favorita porque, según le dijo, las paredes amarillas, los tapices y sofás de colores similares parecían relajarle. Y durante todo ese tiempo no dejaba de hacerle preguntas sobre ella misma y de observarla.
Él se dio cuenta de que parecía mucho más interesada por la conversación que por el respeto que inspiraba la belleza de las salas. Que hacía preguntas inteligentes sobre las pinturas históricas y los diversos objetos antiguos. No parecía sentirse excesivamente impresionada por lo que la rodeaba. Finalmente, le mostró el famoso despacho Oval del presidente.
—Odio esta habitación —dijo Kennedy.
Ella pareció comprenderle. El despacho Oval se utilizaba siempre para las fotografías oficiales que publicaban todos los periódicos, las charlas con los dignatarios extranjeros de visita, la firma de leyes y tratados importantes. Eso le proporcionaba un aura de falta de intimidad.
Aunque no lo demostrara, Lanetta estaba muy emocionada con la visita, así como por hallarse en compañía del presidente. Era muy consciente de que ese tratamiento representaba algo más que una cortesía ordinaria.
En el camino de regreso hacia la gran sala de recepción, él le preguntó si le gustaría acudir a la semana siguiente a la Casa Blanca para asistir a una pequeña cena. Ella dijo que así lo haría.
En los días que siguieron, antes de la noche prevista para la cena, Lanetta esperaba que la vicepresidenta Helen du Pray la llamara para tener con ella una charla sobre cómo debía comportarse y preguntarle cómo había conseguido que el presidente la invitara. Pero la vicepresidenta no lo hizo. De hecho, ni siquiera parecía saber nada al respecto, aunque eso era algo que a ella no le parecía que pudiera ser cierto.
Lanetta Carr sabía, ¿qué mujer no lo sabría?, que Francis Kennedy tenía por ella un interés que era sexual. Indudablemente, no estaría pensando en ella para el cargo de secretaria de Estado.
La pequeña cena informal para ella en la Casa Blanca no fue un éxito. A cualquier mujer le habría parecido intachable el comportamiento que Francis Kennedy tuvo con ella. Fue persistente en su amistosa cortesía, la indujo a participar en la conversación dejando que las discusiones continuaran, y casi siempre se puso de su parte cuando ella discrepó de los miembros del equipo personal del presidente. Ella no se sintió temerosa por saber que aquellos hombres eran los más poderosos del país. Le agradó Eugene Dazzy, a pesar del escándalo que se había publicado sobre él en los medios de comunicación. Se preguntó cómo podía soportar su esposa el aparecer con él en público, después de aquello, pero eso era algo que no parecía incomodar a ninguno de los presentes. Arthur Wix se mostró reservado, pero discutieron de una forma civilizada cuando Lanetta dijo que, en su opinión, habría que recortar el presupuesto de Defensa a la mitad. Otto Gray le pareció encantador. Las esposas de ellos le parecieron mujeres dominadas por sus maridos.
Christian Klee le disgustó, aunque no supo por qué. Quizá fuera por la siniestra reputación que tenía ahora en Washington. Pero se dijo a sí misma que ella era la menos indicada para tener un prejuicio así, con toda su experiencia en Derecho. Las acusaciones sin pruebas no son más que habladurías, y él seguía siendo inocente. Lo que la repelía era su total ausencia de interés o respuesta hacia ella como mujer. Parecía estar siempre vigilante. Uno de los camareros que servían la cena se había inclinado por detrás de Klee durante un momento más prolongado de lo estrictamente necesario, y Klee volvió en seguida la cabeza y empezó a mover el cuerpo en la silla, deslizando hacia adelante el pie derecho. El camarero, que simplemente se había detenido allí para desplegar una servilleta, se sintió evidentemente sorprendido ante la mirada que le dirigió Klee.
Pero lo que hizo que la cena resultara desagradable para Lanetta fue la constante demostración de poder. Había hombres del servicio secreto en todas las puertas, e incluso en el comedor, situados ante la puerta.
Ella se había criado en el Sur, pero no en el Sur profundo, sino en una pequeña ciudad cultivada, civilizada y progresista que se enorgullecía de su relación con la gente de raza negra. No obstante, incluso de niña había podido captar los matices de una sociedad que creía que las dos razas debían estar separadas. Había captado aquellos pequeños restos de vileza con la que hasta los más civilizados de entre los privilegiados proclaman su superioridad sobre sus semejantes peor dotados, en la lucha humana por la supervivencia. Y eso era algo que aborrecía.
Aquí no percibía esa vileza, pero tenía la sensación de que debía de existir cuando un solo hombre poseía mucho más poder que cualquiera de los presentes, y ella estaba decidida a no sucumbir a esa clase de poder. Así pues, se resistió automáticamente al encanto de Kennedy, sin mostrarse más que brillante y amistosa.
Kennedy lo percibió así. Y ella se quedó asombrada cuando él le dijo:
—No ha pasado usted una muy buena velada. Lo siento.
—Oh, ha sido muy agradable. —Y a continuación, con la mejor y más tímida actitud de una belleza del Sur, dio por concluido el tema, añadiendo—: Creo que cuando sea vieja y canosa todavía les hablaré a mis nietos de esta velada.
Los otros invitados a la cena ya se habían marchado, y dos ayudantes esperaban para acompañar a Lanetta hasta su coche.
—Sé que todo esto es descorazonador —dijo Kennedy casi con humildad—. Pero démosle otra oportunidad. ¿Qué le parece si le preparo una cena en su casa?
Al principio, ella no lo comprendió. ¡El presidente de Estados Unidos le estaba pidiendo una cita! Estaba dispuesto a acudir a su apartamento, como cualquier otro amigo, y prepararle una cena en su cocina. La imagen le gustó tanto que se echó a reír y Francis Kennedy la acompañó en sus risas.
—De acuerdo —dijo ella al fin—. Ya veremos qué dicen los vecinos.
—Sí —dijo Francis Kennedy con una grave sonrisa—. Gracias. La llamaré cuando esté seguro de disponer de una noche libre.
A partir de aquella noche, los hombres del servicio secreto vigilaron la zona de su apartamento. Alquilaron dos apartamentos en su mismo rellano, así como en un edificio situado al otro lado de la calle. Christian Klee ordenó que pincharan su teléfono. Se investigó su historia, tanto por medio de documentos como entrevistando a todo aquel con quien ella hubiera trabajado, y con personas de su ciudad natal.
Christian Klee se encargó de supervisar personalmente esta misión, renunciando deliberadamente a colocar un micrófono oculto que registrara cualquier sonido en el apartamento de Lanetta. No quería que sus agentes del servicio secreto estuvieran escuchando cuando el presidente de Estados Unidos se bajara los pantalones.
Lo que descubrió le tranquilizó por completo. Lanetta Carr había sido un modelo de comportamiento burgués hasta que acudió a la universidad. Allí se dedicó por alguna razón al estudio del Derecho y al terminar la carrera aceptó un puesto como defensora pública en la ciudad de Nueva Orleáns. En la mayoría de las ocasiones había defendido a mujeres. Había estado relacionada con el movimiento feminista, pero observó con satisfacción que había tenido tres relaciones amorosas serias. Se entrevistó a los amantes y todos coincidieron en decir que Lanetta Carr era una mujer estable y seria.
Durante la cena en la Casa Blanca, ella había dicho, con cierto enojo y desprecio:
—¿Sabe usted que en nuestro sistema el incumplimiento de un contrato no va contra la ley?
Lo dijo sin darse cuenta de que en aquella misma mesa había dos hombres, Kennedy y Klee, considerados entre las mentes legales más destacadas del país. Klee, que por un momento se sintió irritado ante la pregunta, replicó:
—¿Y qué?
—Pues que entonces la persona que sufre un incumplimiento de contrato, si quiere acudir ante la ley, tiene que gastar mucho dinero y habitualmente tiene que conformarse con menos de aquello a lo que tenía derecho bajo su contrato original. Y si el querellante es menos poderoso y tiene menos dinero, si se enfrenta con una gran corporación capaz de continuar con el caso durante años, es evidente que al final tiene que perder algo. Eso es puro y simple gangsterismo. —Hizo una breve pausa y añadió—: El propio concepto resulta inmoral.
—El derecho no es una disciplina moral —replicó Christian Klee—, sino una máquina que permite el funcionamiento de una sociedad.
Recordó que ella había apartado la cabeza hacia otro lado, con un gesto con el que dejaba bien a las claras que rechazaba su explicación.
Cuando se trataba de ofrecer seguridad al presidente, Christian Klee siempre exageraba. La noche de la cita de Francis Kennedy con Lanetta Carr, tenía a sus hombres apostados en dos apartamentos y había otros cien más vigilando las calles, los tejados de los edificios y hasta los pasillos del propio edificio de apartamentos. Pero sabía que el procedimiento tendría que cambiar, que estas «citas» no podrían continuar de esa manera. Si esta relación duraba, habría que reconducirla hacia la seguridad de la Casa Blanca. Por otra parte, le alegró que Francis hubiera encontrado por fin algo de felicidad personal. Confiaba en que todo se desarrollara bien. No le preocupaba en qué medida podría afectar la relación a los resultados electorales. A todo el mundo le gusta una persona enamorada, sobre todo cuando es tan agraciada y se ha visto tan afectada por la tragedia como Francis Kennedy.
La noche en que el presidente de Estados Unidos se disponía a prepararle la cena, Lanetta Carr apenas si se vistió con un poco más de cuidado de lo habitual. Llevaba un suéter amplio, unos pantalones de estar por casa y unos zapatos de tacón bajo. Claro que intentó parecer bonita; el suéter era italiano, y los pantalones los había comprado en Bloomingdale’s, de Nueva York. Se maquilló los ojos muy cuidadosamente y se puso su brazalete favorito. Y limpió a conciencia el apartamento.
Francis Kennedy llegó vestido con una chaqueta deportiva sobre una camisa blanca y abierta. Llevaba pantalones y zapatos que ella no había visto nunca, zapatos de vestir con suelas de goma y tacones, con un cuero muy suave y casi azul.
Después de haber charlado durante unos pocos minutos, Francis Kennedy empezó a preparar una comida muy sencilla: pollo asado con patatas fritas al horno, y una ensalada de judías y tomates, con aliño de vinagreta. Se echó a reír cuando Lanetta le ofreció un delantal, pero se quedó quieto como un muchacho cuando ella se lo colocó por encima de la cabeza y luego le hizo darse media vuelta para atárselo a la espalda, por la cintura.
Lanetta observó en silencio, mientras él llevaba a cabo los preparativos con la más completa concentración, y sonrió para sus adentros al darse cuenta de que a él le importaba realmente cómo saliera aquella cena. Mientras desde la sala llegaba la música suave de Pachabel Kanon, no pudo evitar comparar lo muy diferente que era este hombre con respecto a los otros con los que ella había salido. Desde luego, tenía mucho más poder que ellos, pero a lo que más respondía ella era a una profunda vulnerabilidad que percibía en sus ojos cuando no prestaba atención.
Lanetta había observado que Francis Kennedy no era un hombre a quien la comida le pareciera interesante. Ella había comprado una botella de vino decente. Se sentía tan excitada como pudiera estarlo cualquier mujer, pero también estaba un poco aterrorizada. Sabía que él esperaba algo de ella, y estaba segura de que no podría responderle como esperaba. Y, sin embargo, ¿cómo rechazar a un presidente? Percibía en sí misma una sensación interna de respeto, y temía que terminara por entregarse a él debido a ese respeto. Pero, al mismo tiempo, se sentía curiosa y excitada en cuanto a lo que podía ocurrir, y tenía la suficiente confianza en sí misma como para creer que todo terminaría felizmente. La velada fue extraordinariamente sencilla. Él la ayudó a limpiar la mesa de la cocina del apartamento, y luego tomaron café en el salón.
Lanetta se sentía orgullosa de su apartamento. Lo había amueblado poco a poco, pero con buen gusto. Había reproducciones de pinturas famosas en las paredes, y estanterías hechas a medida en todos los rincones del salón.
Durante la cena, Francis Kennedy no hizo ninguno de los movimientos propios de un hombre que corteja a una mujer, y Lanetta tampoco se mostró seductora. Kennedy había sabido captar todas sus señales en comportamiento y forma de vestir.
Pero a medida que fue transcurriendo la velada, se fueron sintiendo cada vez más cerca el uno del otro. Él era muy hábil para hacerla hablar de sí misma, de su vida familiar en el Sur, de sus experiencias en Washington, de su trabajo como asesora legal de la vicepresidenta. Y lo que más la impresionó, incluso más que su atractivo físico, fue que él siempre tuvo el buen gusto de no hacer preguntas directas, sino simplemente insinuaciones para que ella le dijera lo que deseara decirle.
No hay nada más agradable que cenar con alguien deseoso de escuchar la historia de su vida, de conocer sus verdaderas creencias, esperanzas y penas. Lanetta se lo estaba pasando muy bien cuando, de pronto, se dio cuenta de que él no había dicho nada sobre sí mismo. Ella se había olvidado de su buena educación.
—No he hecho más que hablar de mí misma, una oportunidad que tienen pocas personas —dijo—. ¿Cómo resulta eso de ser presidente de Estados Unidos? Apostaría a que es algo terrible.
Dijo aquellas últimas palabras con tal sinceridad, que Kennedy se echó a reír.
—Fue terrible —contestó él—, pero las cosas van mejorando.
—Ha tenido usted muy mala suerte.
—Pero mi suerte también está cambiando, tanto política como personalmente.
Ambos se sintieron un tanto azorados ante este comentario que reflejaba una inexperiencia en la declaración. Kennedy se dispuso a reparar el daño, pero lo hizo quizá de la peor manera posible.
—Echo de menos a mi esposa y a mi hija. Quizá usted me recuerde a mi hija. No lo sé.
Cuando se despidieron, él se inclinó, sin poderlo evitar, y le rozó los labios con los suyos. Ella no le respondió, así que preguntó:
—¿Podemos volver a cenar juntos?
Y Lanetta, que le gustaba, pero que no estaba segura, se limitó a asentir con un gesto de la cabeza.
Una vez a solas, miró por la ventana y le sorprendió observar tanta gente en una calle por lo demás bastante tranquila. Cuando Kennedy abandonó el edificio, lo hizo precedido por dos hombres, y otros cuatro salieron detrás de él. Había dos coches esperándolo, cada uno de ellos rodeado por cuatro hombres. Kennedy subió a uno de los coches y el vehículo salió disparado. Más abajo, en la misma calle, otro coche aparcado precedió al de Kennedy. Los demás coches lo siguieron, y luego, los demás hombres que iban a pie doblaron las esquinas y desaparecieron. Para Lanetta, aquello fue un ofensivo despliegue de poder; no entendía que un solo ser humano pudiera ser protegido tan celosamente. Permaneció junto a la ventana, luchando con sus propios sentimientos, y luego recordó lo amable y cariñoso que él había sido en esta velada pasada a solas con ella.