El presidente Francis Kennedy reflexionó sobre los problemas que tenía planteados y qué contramedidas podía tomar. Se sentía preocupado por las acusaciones hechas contra Christian Klee. Para él era evidente que se trataba de invenciones, y que tendría que detener el desarrollo de esa historia, pero no ahora.
Ahora tenía que decidir lo que quería hacer con Yabril y con aquellos dos jóvenes profesores, Adam Gresse y Henry Tibbot. El pueblo de Estados Unidos lanzaría vítores si ordenaba colgarlos de un balcón de la Casa Blanca, pero esa clase de poder no se podía ejercer en una democracia. Como presidente, podía perdonarlos, pero no mandarlos ejecutar. Mientras tanto, se había contratado a los abogados más exquisitos del país para que defendieran a esos hombres. Whitney Cheever, que se había hecho cargo de la defensa de Gresse y Tibbot, pro bono, sería un contrincante formidable. Pero Francis Kennedy sabía que en su mente había llegado a otra encrucijada. Disponía de cartas muy poderosas que podía jugar, pero ¿tenía la voluntad para jugarlas? ¿Podía descartar sus principios éticos y democráticos, tan inútiles en esta lucha concreta por el poder? ¿Podía llegar a ser tan despiadado como sus oponentes, como el Congreso, el club Sócrates y los criminales actualmente incomunicados por Christian Klee en los centros de detención? Claro que podía destruirlos a todos si disponía de la voluntad para hacerlo. Por un momento se sintió desesperado, y entonces recordó la impotencia que había sentido cuando murieron su esposa y más tarde su hija. Volvió a sentir como si su cerebro se viera comprimido por el odio, y pensó que nada tendría significado alguno si él volvía a sentirse impotente.
Aisló los peligros más inmediatos a los que tenía que enfrentarse. A principios de junio, el Congreso lanzó su primer ataque, precipitando así el final de la corta paz establecida tras la derrota de Yabril. Se formó un comité conjunto de la Cámara de Representantes y del Senado para investigar las circunstancias de la explosión de la bomba atómica en Nueva York. En los periódicos y en la televisión ya se habían filtrado rumores en el sentido de que la Administración Kennedy había cometido algún tipo de grave negligencia. Gresse y Tibbot, los dos jóvenes sospechosos de haber colocado la bomba atómica, fueron capturados veinticuatro horas antes de que se produjera la explosión. ¿Por qué no habían sido interrogados, para obligarles a revelar dónde se hallaba oculta la bomba? También había informes según los cuales los dos jóvenes físicos habían sido advertidos poco antes de su detención. ¿Quién les había advertido? ¿Había existido alguna clase de conspiración en los altos ámbitos gubernamentales? El preocupado equipo personal de Kennedy ya había aislado el tema, considerándolo «destructor» en la próxima campaña por la reelección.
También había un comité del Congreso investigando cuántas personas del servicio secreto se estaban utilizando para proteger al presidente. El Congreso afirmaba que eran más de diez mil. ¿Acaso Kennedy necesitaba realmente un ejército tan grande en una democracia como Estados Unidos?
En una reunión especial mantenida con los miembros de su equipo, Kennedy también convocó a la vicepresidenta Helen du Pray; al doctor Zed Annaccone, jefe del Instituto Nacional de Ciencias Médicas; a Theodore Tappey, el jefe de la CÍA, y a Matthew Gladyce, su secretario de Prensa.
Helen du Pray ya hacía tiempo que había descartado la definición masculina del honor. Era así de sencillo: cuando los hombres tenían una deuda con otro ser humano, ya fuera hombre o mujer, creían que pagar esa deuda constituía una deuda mayor que lo que debían al contrato social.
Las mujeres, por su parte, se tomaban el contrato social demasiado literalmente, es decir, creían que un ser humano debía subordinar sus motivos personales a las necesidades más amplias de sus semejantes. En ese sentido, las mujeres no poseían ese mismo sentido del «honor» que los hombres, como éstos insistían en afirmar con tanta frecuencia. Dentro de los límites dictados por la prudencia política, Helen du Pray despreciaba este concepto de soborno hipócrita. El hecho de que lo clasificara como un concepto masculino no la cegaba ante su poder y sus restricciones sobre su propio movimiento político.
En esta mañana de primeros de mayo, antes de que se produjera la reunión con el presidente, decidió correr sus ocho kilómetros para aclararse la cabeza, sabiendo que se había convertido en una heroína ante los asesores personales del presidente por haberse negado a firmar la petición para destituir a Kennedy. Pero también sabía que todos ellos lo consideraban como un acto de honor «masculino». En consecuencia, ella tendría que llevar mucho cuidado en la próxima reunión.
En el fondo de su corazón creía que la única solución a los males del mundo consistía en la transferencia de poder desde el patriarca. No abrigaba sueños alocados de que eso pudiera lograrse mientras ella viviera. Lo único que podía hacer era empujar unos pocos centímetros más y esperar a que se iniciara una nueva historia. O una nueva «feistoria», una palabra que les encantaba utilizar a las feministas ardientes, y que odiaban la mayoría de los hombres. Pero historia o «feistoria», a ella le daba igual. Su trabajo consistía en lograr que el mundo funcionara. Se preparó mentalmente para la reunión con Kennedy. Sabía que sería una ocasión importante y peligrosa.
El doctor Zed Annaccone temía esta reunión con el presidente Kennedy y los miembros de su equipo personal. Le ponía ligeramente enfermo hablar de ciencia y mezclarla con objetivos políticos y sociológicos. Jamás habría aceptado ser nombrado asesor médico-científico del presidente de no haber sido porque sabía que ésa era la única forma de asegurarse los fondos necesarios para el desarrollo de su querido Instituto Nacional de Investigación del Cerebro. Las cosas no se ponían tan feas cuando tenía que tratar directamente con Francis Kennedy. Aquel hombre era realmente brillante y demostraba cierta inclinación por la ciencia, aunque era totalmente absurda la afirmación que a veces hacían los periódicos, según la cual el presidente habría sido un gran científico. No obstante, sí comprendía los valores sutiles de la investigación y la forma en que eso podía afectar a todos los ámbitos de la vida. También era capaz de utilizar su imaginación para hacerse una idea de los resultados casi milagrosos que se podrían alcanzar con las teorías científicas, incluso con las más osadas. Kennedy no representaba el verdadero problema. El problema estaba en los miembros de su equipo, en el Congreso, y en todos aquellos dragones burocráticos, además de la CÍA y el FBI, que siempre le miraban por encima del hombro.
Hasta que no empezó a trabajar en Washington, el doctor Zed Annaccone no llegó a percibir el horrible abismo existente entre la ciencia y la sociedad en general. Era escandaloso que el cerebro humano hubiera podido dar un salto tan grande hacia adelante en todas las ramas de la ciencia, mientras que las disciplinas políticas y sociológicas habían permanecido casi estacionadas. La ciencia había solucionado muchos misterios del cuerpo y del cerebro y, sin embargo, la sociedad, en general, seguía perpleja y confundida, inmersa en la Era de la Oscuridad.
Le parecía increíble que la humanidad siguiera tolerando la guerra interna, a un coste enorme y sin ninguna ventaja. Era inconcebible que los individuos, hombres y mujeres siguieran asesinándose mutuamente, cuando había tratamientos capaces de eliminar las tendencias asesinas en los seres humanos. Le parecía despreciable que los políticos y los medios de comunicación atacaran la ciencia de la ingeniería genética, como si la manipulación del espíritu de la humanidad fuera una corrupción de alguna especie de espíritu santo. Sobre todo cuando era evidente que la raza humana estaba condenada, tal y como estaba constituida genéticamente en la actualidad.
El doctor Zed Annaccone había sido informado de lo que se trataría en la reunión. Aún quedaban algunas dudas sobre si la explosión de la bomba atómica había formado parte del complot terrorista por desestabilizar la influencia estadounidense en el mundo, y sobre si existía una conexión entre los dos jóvenes profesores de física, Gresse y Tibbot, y el líder terrorista Yabril. Se le preguntaría si se debería haber utilizado el escáner cerebral PVT para interrogar a los detenidos y determinar la verdad.
Eso hizo que el doctor Zed Annaccone se irritara. ¿Por qué no le habían pedido que aplicara el PVT antes de que estallara la bomba atómica? Christian Klee había dicho que se hallaba enfrascado en la crisis del secuestro, y que la amenaza de bomba no le había parecido tan peligrosa. Era el razonamiento propio de un asno. Y el presidente Kennedy se había negado a firmar la petición de Klee para que se aplicara el escáner cerebral PVT, aduciendo razones humanitarias. Sí, claro, si los dos jóvenes resultaban inocentes y se producía algún daño en sus cerebros durante el procedimiento, hubiera resultado ser un acto inhumano, pero Annaccone sabía que eso no era más que una justificación política para cubrirse las espaldas. Había informado detalladamente a Kennedy acerca del procedimiento, y el presidente le había comprendido. El escáner PVT era casi del todo seguro, y haría que el sujeto contestara ajustándose a la verdad. Podrían haber localizado y desarmado la bomba. Habría habido tiempo para hacerlo.
Claro que era lamentable que tantas personas hubieran tenido que morir o resultar heridas. A pesar de todo, el doctor Annaccone sentía una furtiva admiración por aquellos dos jóvenes científicos. Hubiera deseado estar en su lugar, pues ellos habían dejado clara una cosa, algo lunático, desde luego, pero habían dejado claro que a medida que el hombre incrementa sus conocimientos, aumenta la posibilidad de que cualquiera provoque un desastre atómico. También era cierto que a la misma situación se podía llegar por la avidez del empresario individual, o la megalomanía de un líder político. Pero aquellos dos jóvenes pensaban, sin lugar a dudas, en los controles sociológicos, no en los científicos. Pensaban reprimir a la ciencia, detener su progreso. La verdadera respuesta, claro está, consistía en cambiar la estructura genética del hombre, de tal modo que la violencia se convirtiera en un acto imposible. Poner freno a los genes y al cerebro del mismo modo que se instalan frenos en una locomotora. Así era de simple.
Mientras esperaba en la sala de gabinete de la Casa Blanca a que llegara el presidente, el doctor Zed Annaccone se apartó del resto de los presentes, dedicándose a leer el montón de memorándums y artículos que había traído consigo. Siempre se mostraba reticente al personal del presidente. Christian Klee seguía los progresos del Instituto Nacional del Cerebro, y a veces daba una orden secreta para conocer los detalles de su investigación. Eso era algo que no le gustaba, y por ello utilizaba tácticas dilatorias siempre que podía. A menudo le sorprendía que Klee pudiera ser más listo que él en tales temas. Los otros miembros del equipo, Eugene Dazzy, Oddblood Gray y Arthur Wix, eran personas primitivas, sin una verdadera comprensión de la ciencia, inmersas en aquellas cuestiones comparativamente poco importantes de la sociología y el gobierno.
Observó la presencia de la vicepresidenta Helen du Pray, y también la de Theodore Tappey, el jefe de la CÍA. Siempre le había sorprendido que una mujer hubiera podido alcanzar la vicepresidencia del gobierno de Estados Unidos. Tenía la sensación de que la ciencia se opondría a una cosa así. En sus investigaciones sobre el cerebro, pensaba que algún día encontraría alguna diferencia fundamental entre el cerebro del hombre y el de la mujer, y le extrañaba no haberla encontrado ya. Le extrañaba porque si realmente la encontrara, las cosas marcharían de forma mucho más sencilla.
Siempre había considerado a Theodore Tappey un ejemplar de Neanderthal, con todas aquellas inútiles maquinaciones para conseguir una ligera ventaja en los asuntos exteriores, en contra de otros semejantes de la raza humana. A largo plazo, aquél era un comportamiento totalmente inútil.
El doctor Zed Annaccone extrajo unos documentos de su maletín. Había un artículo muy interesante sobre una partícula hipotética denominada taquión. Pensó que ninguno de los presentes habría escuchado jamás aquella palabra. Aunque su especialidad era el cerebro, el doctor Annaccone poseía un vasto conocimiento de todas las ciencias.
Ahora se dedicó a estudiar el artículo que trataba de los taquiones. ¿Existían realmente? Los físicos llevaban discutiendo el tema desde hacía veinte años. Los taquiones, si es que existían, resquebrajarían las teorías de Einstein, ya que viajarían con mayor velocidad que la luz, lo que era imposible, según Einstein. Claro que se había encontrado la justificación de que los taquiones ya se movían con más rapidez que la luz desde el principio, pero ¿qué significaba eso? Además, la masa de un taquión es un número negativo. Algo que, supuestamente, era imposible. Pero lo imposible en la vida real podía ser posible en el mundo misterioso de las matemáticas. Y entonces, ¿qué sucedería? ¿Quién podía saberlo? ¿A quién le importaba? Desde luego, no le importaría a nadie de los presentes en esta sala, consideradas como las personas más poderosas del planeta. Eso era una ironía en sí mismo. Los taquiones podrían cambiar la vida humana mucho más de lo que pudieran concebir cualquiera de estas personas.
Finalmente, el presidente hizo su entrada y todos los presentes se levantaron. El doctor Annaccone dejó a un lado sus papeles. Probablemente disfrutaría de esta reunión si se mantenía alerta y contaba los parpadeos que se produjeran. La investigación demostraba que los parpadeos podían revelar si una persona estaba mintiendo o no. Y tenía la impresión de que en esta reunión habría muchos parpadeos.
Francis Kennedy acudió a la reunión vestido con unos cómodos pantalones deportivos, una camisa blanca cubierta por un chaleco de cachemira azul, y un humor extraordinario para ser un hombre tan agobiado por las dificultades.
La vicepresidenta Helen du Pray se preguntó cómo era posible que el hecho de estar enamorado pusiera tan alegres a los hombres y produjera tanta tensión entre las mujeres.
Después de haberlos saludado, el presidente dijo:
—Tenemos hoy con nosotros al doctor Annaccone para ver si podemos aclarar la cuestión de si el terrorista Yabril estuvo relacionado de algún modo con la explosión de la bomba atómica. También está aquí para responder a las acusaciones aparecidas en los periódicos y en la televisión, según las cuales nosotros podríamos haber descubierto la bomba antes de que explotara. Y ahora, para empezar como es debido, Christian, ¿existe alguna prueba que indique la conexión con Yabril?
«Eso ya lo hemos discutido muchas veces», pensó Christian Klee. Francis sólo deseaba que su respuesta quedara registrada en este momento, y específicamente ante el doctor Annaccone.
—No, no hay ninguna prueba clara —contestó Christian.
El doctor Annaccone se dedicaba a garabatear unas ecuaciones matemáticas sobre el bloc que tenía delante. Kennedy le dirigió una sonrisa amistosa.
—Doctor Annaccone, ¿qué piensa usted al respecto? Quizá pueda ayudarnos. Y, como una deferencia hacia mí, le ruego que deje de calcular los secretos del universo en ese bloc suyo. Ya ha descubierto suficientes cosas como para causarnos problemas. El doctor Annaccone se dio cuenta de que aquella observación era un rechazo, aunque disfrazado de cumplido.
—Sigo sin comprender por qué no firmó usted la orden para que se aplicara el procedimiento del escáner PVT antes de que explotara la bomba nuclear —dijo—. Los dos jóvenes ya habían sido detenidos y usted disponía de la autoridad necesaria, de acuerdo con la ley de Seguridad Atómica.
—Le recuerdo que nos encontrábamos en medio de lo que consideramos como una crisis mucho más importante —se apresuró a intervenir Christian—. Pensé que eso podía esperar otro día más. Gresse y Tibbot afirmaron ser inocentes, y nosotros sólo disponíamos de pruebas suficientes para detenerlos, pero no para acusarlos. Luego, el padre de Tibbot recibió consejos y nos encontramos con un puñado de abogados muy caros que nos han amenazado con crearnos muchos problemas. Así que pensamos que sería mejor esperar a que hubiera concluido la otra crisis, y quizá mientras tanto hubiéramos podido conseguir más pruebas.
—Christian —dijo la vicepresidenta Helen du Pray—, ¿tiene usted alguna idea de cómo se le aconsejó actuar al señor Tibbot?
—Estamos revisando todos los registros de la compañía telefónica en Boston para comprobar el origen de las llamadas recibidas por el señor Tibbot. Por el momento no hemos tenido suerte.
—Teniendo en cuenta todo su equipo tan complejo, ya debería haberlo descubierto —dijo Theodore Tappey, el jefe de la CÍA.
—Helen, nos ha desviado usted a una cuestión secundaria —dijo Kennedy—. Atengámonos a lo principal. Doctor Annaccone, permítame contestar su pregunta. Christian está tratando de encubrirme, lo que, desde luego, es su obligación como miembro de mi equipo personal. Pero fui yo quien tomó la decisión de no autorizar la aplicación de la prueba cerebral. Según parece, existe un cierto peligro de dañar el cerebro, y yo no quise arriesgarme a que sucediera eso. Los dos jóvenes lo negaron todo, y no había ninguna prueba de que esa bomba existiera, a excepción de la carta de advertencia. En realidad, nos encontramos aquí ante un ataque difamatorio lanzado por los medios de comunicación y apoyado por los miembros del Congreso. Quiero plantear una cuestión específica. ¿Eliminamos cualquier confabulación entre Yabril y los profesores Tibbot y Gresse utilizando la prueba cerebral PVT en todos ellos? ¿Resolvería eso el problema?
—Sí —contestó el doctor Annaccone con expresión crispada—. Pero ahora se encuentra usted en una circunstancia diferente. Estaría utilizando el interrogatorio médico para reunir pruebas que utilizar en un juicio criminal, no para descubrir dónde se oculta un ingenio nuclear. La ley de Seguridad Atómica no autoriza el empleo del escáner PVT bajo esas circunstancias.
El presidente Kennedy le dirigía una sonrisa fría.
—Doctor, como usted sabe, admiro mucho su trabajo científico, pero en realidad no posee usted conocimientos suficientes de derecho. —Kennedy pareció ponerse rígido, erguirse un poco más antes de añadir—: Escúcheme cuidadosamente. Ahora quiero que Gresse y Tibbot sean sometidos a la prueba cerebral. Y, lo que es más importante, quiero que se someta también a Yabril. Las preguntas que se les harán son las siguientes: «¿Hubo una conspiración? ¿La explosión de la bomba atómica formaba parte del plan de Yabril?». Si las respuestas son positivas, las implicaciones son enormes. Es posible que esa conspiración aún continúe y pueda afectar a algo mucho más amplio que la ciudad de Nueva York. Otros miembros del grupo terrorista de los «Cien» podrían colocar otros ingenios nucleares. ¿Comprende usted ahora?
—Señor presidente —dijo el doctor Annaccone—, ¿cree usted realmente en esa posibilidad?
—Tenemos que eliminar toda posible duda —contestó Kennedy—. Decidiré que las investigaciones médicas del cerebro se justifiquen con la ley de Seguridad Atómica.
—Se producirá un gran jaleo —dijo Arthur Wix—. Dirán que es como practicar una lobotomía.
—¿No es eso lo que estamos haciendo? —replicó secamente Eugene Dazzy.
De repente, el doctor Annaccone se sintió tan encolerizado como podría permitírselo cualquiera en presencia del presidente de Estados Unidos.
—No es una lobotomía —dijo—. Es un escáner del cerebro practicado con intervención química. El paciente continúa siendo exactamente el mismo una vez terminado el interrogatorio.
—A menos que se produzca algún pequeño problema —dijo Dazzy.
—Señor presidente —dijo Matthew Gladyce, el secretario de Prensa—, el resultado de la prueba indicará qué tipo de publicidad daremos a la prensa. Debemos ser muy cuidadosos. Si la prueba demuestra que había una conspiración que relaciona a Yabril, Gresse y Tibbot, nuestra posición habrá quedado justificada. Si la prueba demuestra que no hubo confabulación, nos limitaremos a hacer una declaración en ese sentido, sin mencionar la prueba.
—No podemos hacer eso, Matthew —dijo el presidente con suavidad—. Habrá un registro por escrito de que yo he firmado la orden. Sin duda alguna, nuestros oponentes lo descubrirán en el futuro, y entonces se produciría un problema terrible.
—No tenemos por qué mentir —insistió Matthew Gladyce—. Simplemente, no lo mencionemos.
—Pasemos a otro punto —dijo Kennedy, cortándolo.
Eugene Dazzy leyó el memorándum que tenía ante sí.
—El Congreso quiere convocar a Christian para que se presente ante uno de sus comités de investigación. El senador Lambertino y el congresista Jintz pretenden echársele encima. Afirman que el fiscal general Christian Klee es la clave de toda iniciativa extraña que se haya realizado, y ésa es la idea que han transmitido a los medios de comunicación.
—Invoco el privilegio ejecutivo —dijo Kennedy—. Como presidente, le ordeno que no comparezca ante ningún comité del Congreso.
El doctor Annaccone, aburrido con aquellas discusiones políticas, dijo burlón:
—Christian, ¿por qué no se presenta usted voluntario para nuestro escáner PVT? Así podrá demostrar su inocencia de modo irrevocable. Y confirmar la moralidad del procedimiento.
—Doctor —replicó Christian—, no estoy interesado en demostrar mi inocencia, como usted dice. La inocencia es esa jodida cosa que su ciencia nunca será capaz de establecer. Y tampoco me interesa la moralidad de la prueba cerebral que determinará la veracidad de otro ser humano. Aquí no estamos discutiendo ni de inocencia ni de moral. Discutimos sobre el empleo del poder para mejorar el funcionamiento de la sociedad, otro aspecto en el que su ciencia resulta totalmente inútil. Tal y como me ha dicho con tanta frecuencia, no se meta en algo en lo que no es un experto. Así que jódase.
Era muy raro que en estas reuniones hubiera alguien que expresara sus emociones de una forma tan desatada. Y mucho más raro que se utilizara un lenguaje tan vulgar cuando estaba la vicepresidenta Helen du Pray. No es que ella fuera una mujer remilgada. En cualquier caso, a los presentes en la sala de gabinete les sorprendió el arranque de Christian Klee.
El doctor Annaccone se vio pillado por sorpresa. Sólo había hecho un comentario jocoso. Le gustaba Christian Klee, como le sucedía a la mayoría de la gente. Era un hombre civilizado y parecía más inteligente que la mayoría de los abogados. A pesar de ser un gran científico, el doctor Annaccone se enorgullecía de su serena comprensión de todo lo existente en el universo. Ahora sufrió la lamentable y mezquina vulnerabilidad humana de ver heridos sus sentimientos. Así que, sin pensárselo dos veces, dijo:
—Antes estaba usted en la CÍA, señor Klee. En el edificio del cuartel general de la CÍA hay una placa de mármol que dice: «Conoce la verdad, y la verdad te hará libre».
Christian, sin embargo, había recuperado con rapidez su buen humor.
—No fui yo quien escribió eso. Y dudo que sea cierto.
El doctor Annaccone también se recuperó. Había empezado a analizar. ¿Por qué una respuesta tan furiosa a una pregunta planteada en tono burlón? ¿Acaso el fiscal general, el funcionario más importante del sistema judicial, tenía algo que ocultar? Le habría encantado someterle a la prueba.
Francis Kennedy había observado este intercambio de frases con mirada grave y extrañada. Ahora intervino, hablando con suavidad:
—Zed, cuando haya perfeccionado la prueba del detector cerebral de mentiras, de modo que pueda aplicarse sin efectos secundarios, puede que tengamos que enterrarla. En este país no existe ningún político que pueda vivir con eso.
—Todas estas cuestiones son irrelevantes —dijo el doctor Annaccone—. El proceso ya ha sido descubierto. La ciencia ha iniciado su exploración del cerebro humano. Ese proceso ya no podrá detenerse nunca, como se demostró con los luditas que intentaron detener la Revolución Industrial. No se pudo poner fuera de la ley el uso de la pólvora, como muy bien aprendieron los japoneses cuando prohibieron las armas de fuego durante cientos de años, y se vieron arrollados por el mundo occidental. Una vez que se descubrió el átomo, ya no se pudo impedir la fabricación de la bomba. La prueba del detector cerebral de mentiras está aquí, y aquí se quedará. Eso es algo que les puedo asegurar a todos.
—Viola la Constitución —dijo Christian Klee.
—Es posible que tengamos que cambiar la Constitución —dijo el presidente con brusquedad.
—Si los medios de comunicación escucharan esta conversación podrían hacernos salir corriendo de la ciudad —dijo Matthew Gladyce con una expresión de horror en el rostro.
—Su trabajo consiste en decirle al público lo que hemos dicho, utilizando un lenguaje apropiado —le dijo el presidente Kennedy—, y en el momento adecuado. Recuérdelo siempre. El pueblo de Estados Unidos decidirá. De acuerdo con la Constitución. Y ahora creo que la respuesta a todos nuestros problemas consiste en montar un contraataque. Christian, agilice la acusación contra Bert Audick. Se acusará a su compañía de conspiración criminal en connivencia con Sherhaben para defraudar al pueblo de Estados Unidos, creando ilegalmente escasez de petróleo para aumentar los precios. Eso es lo primero. —Luego se volvió hacia Oddblood Gray—. Encárguese de refregarle la nariz al Congreso, con la noticia de que la Comisión Federal de Comunicaciones denegará la renovación de las licencias de las grandes cadenas de televisión cuando les venza el plazo que tienen concedido. Y hágales saber también que las nuevas leyes que se promulgarán se encargarán de controlar esos acuerdos de pasillo en Wall Street y entre los grandes bancos. Les daremos algo de lo que preocuparse, Otto.
Helen du Pray sabía que tenía todo el derecho a mostrarse en desacuerdo en las reuniones privadas, aun cuando como vicepresidenta tenía la obligación de mostrarse públicamente de acuerdo con el presidente. Sin embargo, vaciló antes de decir cautelosamente:
—¿No cree usted que nos estamos creando demasiados enemigos al mismo tiempo? ¿No sería mejor esperar hasta que hayamos sido elegidos para un segundo mandato? Si consiguiéramos un Congreso que simpatizara más con nuestra política, ¿por qué luchar contra el Congreso actual? ¿Por qué poner en contra nuestra todos los intereses empresariales, de una forma innecesaria, cuando no tenemos una posición de fuerza?
—Porque no podemos esperar —contestó Kennedy—. Van a atacarnos hagamos lo que hagamos. Van a seguir intentando impedir mi reelección, y la de mi Congreso, y no importa lo conciliadores que seamos ahora. Al atacarlos, les haremos reconsiderar su posición. No podemos permitir que sigan adelante como si no tuvieran nada de qué preocuparse en el mundo. —Todos permanecieron en silencio. Finalmente, Kennedy se levantó y dijo—: Pueden ustedes trabajar en los detalles y preparar los memorándums necesarios.
Fue entonces cuando Matthew Gladyce habló de la campaña de los medios de comunicación, inspirada por el Congreso, para atacar al presidente Kennedy sobre la base de los muchos hombres y el mucho dinero que se empleaba y se gastaba para proteger al presidente.
—Todo el impulso de su campaña —dijo Gladyce— tiende a presentarle como una especie de César, y a su servicio secreto como una especie de guardia palaciega imperial. Al público le parece excesivo que se utilicen diez mil hombres y se gasten cien millones de dólares para proteger sólo a un hombre, aunque sea el presidente de Estados Unidos. Desde el punto de vista de las relaciones públicas, produce una imagen débil.
Todos permanecieron en silencio. El recuerdo de los dos tíos asesinados de Francis Kennedy hacía que éste fuera un tema particularmente delicado. Como todos ellos estaban tan cerca de Kennedy, también eran conscientes de que el presidente se preocupaba un poco por su integridad. Por eso se vieron sorprendidos cuando Francis Kennedy se volvió hacia el fiscal general y dijo:
—En ese caso creo que nuestros críticos tienen razón. Christian, sé que le garanticé el veto acerca de cualquier cambio en la protección, pero ¿y si anunciamos que recortaremos a la mitad la división del servicio secreto en la Casa Blanca? Y, en consecuencia, también la mitad del presupuesto. Me gustaría que no utilizara su veto en esto.
—Quizá me haya excedido un poco, señor presidente —contestó Christian con una sonrisa—. Yo no utilizaría un veto que usted siempre puede vetar.
Todos se echaron a reír. Pero Matthew Gladyce pareció sentirse un tanto preocupado por esta victoria aparentemente tan fácil.
—Señor fiscal general, no puede usted decir que hará una cosa así y luego no hacerla. El Congreso revisará nuestro presupuesto y nuestras cifras —dijo.
—Está bien —asintió Christian—. Pero cuando transmita el comunicado de prensa asegúrese de remarcar que se ha hecho en contra de mi voluntad y destaque que ha sido el presidente el que se ha inclinado ante las presiones del Congreso.
—Les doy las gracias a todos —dijo Kennedy—. Doctor Annaccone, concédame treinta minutos a solas en la sala Amarilla. Dazzy, al servicio secreto no se le permitirá entrar en esa sala, como tampoco a ninguna otra persona.
Casi dos horas más tarde Kennedy llamó por el intercomunicador a su jefe de consejeros para decirle:
—Dazzy, acompañe al doctor Annaccone. Se marcha ahora.
Así lo hizo Dazzy, quien observó que el doctor parecía sentirse realmente asustado por primera vez. Al parecer, el presidente le había conmocionado.
El coronel Henry Canoo (retirado), director del despacho militar de la Casa Blanca, era el hombre más alegre e imperturbable de la Administración. Era alegre porque realizaba lo que creía ser el mejor trabajo del país. No era responsable más que ante el propio presidente de Estados Unidos, y controlaba los fondos secretos presidenciales acreditados por el Pentágono, no sometidos a auditoría externa más que por él mismo y el presidente. Él era, estrictamente, un administrador, no decidía cuestiones de política y ni siquiera tenía que ofrecer consejo. Era el que se ocupaba de organizar todos los aviones, helicópteros y limusinas para el presidente y su equipo; el que suministraba los fondos para la construcción y mantenimiento de los edificios utilizados por la Casa Blanca, clasificados como secretos. Dirigía la administración del «Fútbol», el oficial de órdenes y su maletín, que contenía los códigos de la bomba atómica para el presidente. Cada vez que el presidente deseaba hacer algo que costara dinero y no deseaba que lo supiera el Congreso o los medios de comunicación, Henry Canoo desembolsaba el dinero sacándolo del fondo secreto y sellaba las hojas fiscales con la más alta clasificación de confidencialidad.
A últimas horas de una tarde de mayo, cuando el fiscal general Christian Klee entró en su despacho, Henry Canoo le saludó cálidamente. Ambos habían hecho cosas juntos con anterioridad, y alprincipio de su mandato el presidente le había dado a Canoo instrucciones para que entregara al fiscal general cualquier cosa que necesitara de los fondos secretos. Las primeras veces que se planteó una situación así, Canoo lo comprobó con el presidente, pero luego dejó de hacerlo.
—Christian —dijo jovialmente—, ¿anda usted buscando información o liquidez?
—Ambas cosas —contestó Christian—. Antes el dinero. Vamos a prometer públicamente que recortaremos en un cincuenta por ciento la división del servicio secreto, así como el presupuesto de seguridad. Tengo que pasar por todo esto. Pero se tratará de una transferencia sobre el papel, porque en el fondo no cambiará nada. Sin embargo, no quiero que el Congreso se huela una sola pista financiera. Así que su oficina de Asesoría Militar se encargará de echar mano del presupuesto del Pentágono para obtener el dinero. Luego, selle la orden con la máxima clasificación de confidencialidad.
—¡Jesús! —exclamó Henry Canoo—. Eso es mucho dinero. Puedo hacerlo, pero no por mucho tiempo.
—Sólo será hasta las elecciones de noviembre —dijo Christian—. Después de eso, o ya nos los habremos quitado de encima, o el Congreso será demasiado fuerte como para que importe. Pero en estos momentos tenemos que causar buena impresión y que todo parezca limpio.
—De acuerdo —asintió Canoo.
—Y ahora la información —dijo Christian—. ¿Alguno de los comités del Congreso ha estado últimamente por aquí, olfateando?
—Oh, claro —contestó Canoo—. Más de lo habitual. Siguen tratando de descubrir de cuántos helicópteros dispone el presidente, cuántas limusinas, cuántos aviones y cosas de ésas. Intentan descubrir qué es lo que está haciendo el ejecutivo. Si supieran todo lo que tenemos se echarían las manos a la cabeza.
—¿Qué congresista, en particular? —preguntó Christian.
—Jintz —contestó Canoo—. Tiene a ese ayudante administrador, ese tal Patsy Troyca, un pequeño hijo de perra muy listo. Dice que quiere saber cuántos helicópteros tenemos, y yo le contesto que tres. Entonces dice que ha oído rumores por ahí de que tenemos quince, y yo le pregunto que qué demonios haría la Casa Blanca con quince. Pero se ha acercado bastante, porque tenemos dieciséis.
—¿Y qué demonios hacemos con dieciséis? —preguntó Christian Klee sorprendido.
—Los helicópteros siempre se averian —explicó Canoo—. Y si el presidente necesita uno, ¿voy a decirle que no puede ser porque está en el taller? Además, siempre hay alguien del equipo que pide uno. Usted no los utiliza mucho, Christian, pero Tappey de la CÍA y Wix los emplean en todo momento. Y Dazzy también, aunque no sé por qué razón.
—Y es mejor que no lo sepa —dijo Christian—. Quiero que me informe de cualquier husmeador del Congreso que intente descubrir el apoyo logístico de la misión presidencial. Eso afecta a la seguridad. Infórmeme personalmente y dele confidencialidad máxima.
—De acuerdo —asintió Henry Canoo alegremente—. Y si alguna vez necesita que se le haga algún trabajo en su residencia, también podemos conseguir los fondos para eso.
—Gracias, pero dispongo de mi propio dinero —dijo Christian.
La noche del mismo día, el presidente Francis Kennedy estaba sentado en el despacho Oval fumando su delgado puro habano. Revisó los acontecimientos del día. Todo había salido tal y como lo había planeado. Había mostrado la mano sólo lo suficiente para ganarse el apoyo de los miembros de su equipo personal.
Klee había reaccionado adecuadamente, como si hubiera leído la mente de su presidente. Canoo se lo había comunicado. Annaccone se mostró más difícil de convencer. Helen du Pray podía constituir un problema si no llevaba cuidado, pero necesitaba de su inteligencia y de su base política entre las organizaciones femeninas.
A Francis Kennedy le sorprendió darse cuenta de lo bien que se sentía. Ya no tenía ninguna depresión y su nivel de energía era más alto de lo que había sido desde que muriera su esposa. ¿Era porque había encontrado finalmente a una mujer que le interesaba, o era porque finalmente había recuperado el control de la enorme y compleja maquinaria política de Estados Unidos?