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La división especial del FBI, a las órdenes directas de Christian Klee, llevaba a cabo una vigilancia por computadora del club Sócrates, los miembros del Congreso, el reverendo Foxworth y Whitney Cheever. Klee siempre iniciaba su jornada de trabajo revisando los informes que recibía de esa división especial, y él mismo manejaba la computadora de su despacho, que contenía expedientes personales bajo sus propios códigos secretos.

Esta mañana en particular, llamó a la pantalla la ficha de David Jatney. Klee se enorgullecía de su capacidad para los presentimientos, y ahora tenía el presentimiento de que Jatney podía constituir un problema. Estudió la imagen de vídeo del joven que apareció en su monitor, con aquel rostro de expresión sensible y unos ojos oscuros y hundidos. Observó cómo el rostro cambiaba de una cierta elegancia cuando estaba en reposo, a una expresión de asustada intensidad cuando se emocionaba. ¿Eran las emociones feas o sólo reflejaban la estructura del rostro? Jatney se encontraba sometido a una vigilancia superficial; después de todo, sólo se trataba de un presentimiento. Pero cuando Klee leyó los informes escritos en la computadora, experimentó una sensación de satisfacción. El terrible insecto oculto en el huevo de David Jatney estaba empezando a romper el cascarón.

Dos días después de que David Jatney asesinara a la efigie de cartón de Kennedy, fue expulsado de la universidad Brigham Young. Jatney no regresó a su hogar, en Utah, para vivir con unos padres mormones muy estrictos que eran propietarios de una cadena de lavanderías en seco. Sabía cuál sería allí su destino, puesto que ya lo había sufrido antes. Su padre creía en los beneficios de empezar desde abajo, manejando montones de ropas sudadas, pantalones de hombres, vestidos de mujeres, chaquetas que parecían pesar toneladas. A Jatney, toda aquella tela y algodón empapados con el calor de la carne humana le producía náuseas.

Y, al igual que otros muchos jóvenes, estaba más que harto de sus padres. Eran buena gente, y muy trabajadores; disfrutaban con sus amigos, el negocio que habían montado y la camaradería mormona. Pero para él eran las personas más aburridas del mundo.

Además, vivían una vida feliz, algo que irritaba a David Jatney. Sus padres le habían querido cuando era pequeño, pero en la adolescencia las cosas se pusieron tan difíciles que hasta llegaron a bromear diciendo que en el hospital les habían cambiado el hijo. Tenían vídeos de David Jatney en todas las fases de su desarrollo, como bebé gateando por el suelo, o como un pequeño que empieza a dar sus primeros pasos por la habitación, o el momento de dejarlo por primera vez en la escuela, el final de sus estudios primarios, cuando recibió un premio por una composición hecha en la escuela superior, una escena de pesca con su padre, y otra de caza con su tío.

Después de haber cumplido los quince años, se negó a que le siguieran filmando o fotografiando. Era un joven muy sensible y le horrorizaban las banalidades de su propia vida, registradas en vídeo, como un insecto programado para vivir una corta existencia en una eternidad de monotonía. Estaba decidido a no ser nunca como sus padres, sin darse cuenta de que eso también era otra banalidad más.

Desde el punto de vista físico, era el polo opuesto. Mientras que sus padres eran altos y rubios, y macizos en una edad media, David Jatney era de piel oscura, delgado y de aspecto nudoso. Sus padres le gastaban bromas por ello pero predecían que, con el transcurso del tiempo, se parecería cada vez más a ellos, algo que a él le llenaba de verdadero horror. A los quince años demostraba con respecto a ellos una frialdad que ya era difícil de ignorar. El afecto de ellos no disminuyó por eso, pero se sintieron ciertamente aliviados cuando David se marchó a la universidad Brigham Young.

Se convirtió en un joven agraciado, con un cabello oscuro que brillaba en su negrura. Sus rasgos eran perfectamente estadounidenses, es decir, la nariz no mostraba ninguna protuberancia, la boca era fuerte pero no demasiado generosa, la barbilla protuberante, sin llegar a ser intimidatoria. Lo que no mostraban sus fotografías era la continua movilidad de sus rasgos y de su cuerpo. Al principio, si sólo se le conocía desde hacía relativamente poco tiempo, parecía simplemente un joven vivaz. Parecía como si un pequeño motor pusiera en movimiento sus labios, su nariz, sus párpados. Movía las manos cada vez que hablaba. Su voz tenía una inflexión aguda y un tono insignificante. En otras ocasiones, en cambio, se hundía en una especie de lasitud que parecía dejarlo congelado en la apatía.

Su vivacidad e inteligencia le permitieron parecer atractivo para los otros estudiantes universitarios. Pero era demasiado osado en sus reacciones y en su seriedad; a veces se comportaba incluso de un modo insultante, y casi siempre condescendiente.

La verdad era que David Jatney experimentaba una verdadera angustia en su impaciencia por llegar a ser famoso, por convertirse en un héroe, por hacer saber al mundo que él era alguien especial.

Con las mujeres demostraba una tímida confianza que le permitía ganárselas en un principio. A ellas les parecía interesante, y así tuvo sus pequeñas relaciones amorosas. Pero no fueron relaciones duraderas. El se mostraba siempre distante; después de las primeras pocas semanas de vivacidad y buen humor, se hundía dentro de sí mismo. Incluso en el sexo se mostraba contenido, como si no quisiera perder el control de su propio cuerpo. Su mayor fracaso en el campo del amor consistía en que se negaba a adorar a la persona amada, incluso mientras la cortejaba, y cuando hacía todo lo posible por sentirse real y profundamente enamorado, daba la impresión de ser un criado que estuviera actuando sólo para conseguir una propina generosa.

Fue natural que se le votara como «cazador jefe» en la «cacería asesina» practicada cada año en la universidad de Brigham Young. Y fue precisamente su inteligente planificación la que dio como resultado la victoria. También supervisó la confección de la de Kennedy.

Con el asesinato de esa efigie y el posterior banquete de la victoria, David Jatney experimentó una verdadera revulsión de su vida estudiantil. Le pareció que había llegado el momento de seguir una carrera. Siempre había escrito poesía, y redactado un diario en el que tenía la sensación de que podría demostrar su ingenio e inteligencia. Puesto que estaba tan seguro de que algún día llegaría a ser famoso, lo de escribir un diario, con la mirada puesta en la posteridad, no era necesariamente inmodesto. Así pues, escribió en él: «Voy a dejar la universidad. Ya he aprendido todo lo que me pueden enseñar. Mañana emprenderé el camino a California para ver si puedo abrirme paso en el mundo del cine».

Cuando David Jatney llegó a Los Ángeles, no conocía absolutamente a nadie en esta ciudad. Eso le pareció muy bien y le agradó esa sensación. Al no tener que ocuparse de ninguna responsabilidad, pudo concentrarse en sus pensamientos y dedicarse a desentrañar el mundo. La primera noche la pasó en la pequeña habitación de un motel y luego encontró un diminuto apartamento de una sola habitación en Santa Mónica, mucho más barato de lo que había esperado. Consiguió encontrar el apartamento gracias a la amabilidad de una maternal mujer que trabajaba de camarera en una cafetería donde tomó su primer desayuno en California.

David Jatney comió con frugalidad, un vaso de zumo de naranja, pan tostado y café, y la camarera le vio estudiando la sección de anuncios de alquileres del Los Angeles Times. Le preguntó si andaba buscando un sitio donde vivir y él contestó que sí. Ella le anotó entonces un número de teléfono en un trozo de papel y le dijo que sólo se trataba de un apartamento de una habitación, pero que el alquiler era razonable porque los ciudadanos de Santa Mónica habían librado una larga batalla contra los intereses inmobiliarios y allí existía una dura ley de control de alquileres. Además, Santa Mónica era un lugar hermoso y él estaría a sólo unos pocos minutos de la playa de Venice y de su paseo, y eso sería muy divertido.

Al principio, Jatney se mostró un tanto receloso. ¿Por qué una persona extraña se mostraba tan interesada por su bienestar? Aquella mujer tenía un aspecto maternal, cierto, pero también lo tenía sexual. Desde luego, era muy vieja, pues debía de tener por lo menos cuarenta años. Pero no daba la impresión de que sintiera por él aquella clase de interés. Y le despidió alegremente cuando él se marchó. Aún tenía que aprender que, en California, la gente era capaz de hacer cosas así. El brillo constante del sol parecía ablandar a sus habitantes. Ablandamiento, de eso se trataba precisamente. A ella no le había costado nada hacerle aquel favor.

Jatney había conducido desde Utah en el coche que le habían dado sus padres para la universidad. En él tenía todas sus posesiones terrenales, a excepción de una guitarra que había intentado aprender a tocar en otro tiempo y que había dejado en Utah. La más importante de esas posesiones era una máquina de escribir portátil que utilizaba para escribir su diario, poesía, narraciones cortas y novelas. Ahora que estaba en California, intentaría hacer su primer guión de cine.

Todo encajó con facilidad en su lugar. Consiguió el apartamento, un pequeño lugar con una ducha, aunque sin baño. Parecía como una casa de muñecas, con cortinas adornadas con volantes en la única ventana de que disponía y grabados de pinturas antiguas en la pared. Se hallaba situado en una hilera de casas de dos pisos, por detrás de la avenida Montana, y hasta podía aparcar el coche en la calle. Había tenido mucha suerte.

Se pasó las dos semanas siguientes deambulando por la playa y el paseo de Venice, llegando a veces hasta Malibú, sólo para ver cómo vivían los ricos y famosos. Se apoyaba contra la verja de eslabones de acero que separaba la Colonia de Malibú de la playa pública situada en este lado, y se quedaba allí un buen rato, mirando. Había una larga hilera de casas playeras que se extendían hasta bastante lejos al norte. Cada una de ellas valía tres millones de dólares o más y, sin embargo, parecían como verdaderas barracas campestres. En Utah no costarían más de veinte mil dólares. Pero tenían la arena, el océano púrpura, el cielo brillante, las montañas detrás, más allá de la autopista costera del Pacífico. Algún día él mismo estaría sentado en la terraza de una de aquellas casas, contemplando el Pacífico.

Por la noche, en su apartamento de juguete, se hundía en largos sueños acerca de lo que haría cuando él también fuera rico y famoso. Permanecía despierto hasta las primeras horas del amanecer, totalmente entregado a sus fantasías. Fue para él una época solitaria y curiosamente feliz.

Llamó a sus padres para darles su nueva dirección, y su padre le dio el número del productor de unos estudios cinematográficos, un amigo de la infancia llamado Dean Hocken. Jatney esperó una semana. Finalmente hizo la llamada y se puso al habla con la secretaria de Hocken, quien le pidió que esperara. Al cabo de un rato regresó al teléfono y le dijo que el señor Hocken no estaba en el despacho. Jatney sabía que era una mentira, que aquello sólo servía para quitárselo de encima, y sintió una oleada de cólera contra su padre por haber sido tan estúpido. Pero cuando la secretaria se lo pidió le dio su número de teléfono. Una hora más tarde, se encontraba aún reflexionando con enfado, tumbado en la cama, cuando sonó el teléfono. Era la secretaria de Dean Hocken, quien le preguntó si estaría libre a las once de la mañana del día siguiente para entrevistarse con el señor Hocken en su despacho. Dijo que estaba libre y ella le comunicó que dejaría un pase a su nombre en la puerta de entrada, para que pudiera dejar el coche en el aparcamiento de los estudios.

Después de colgar el teléfono, David Jatney quedó sorprendido ante la amabilidad con la que se le recibía. Un hombre al que nunca había visto, había honrado una antigua amistad de colegio. Y entonces se sintió avergonzado ante su propia gratitud degradada. Sin duda alguna, aquel tipo era alguien importante y su tiempo era valioso, pero ¿a las once de la mañana? Eso significaría que no se le invitaría a almorzar. Se trataría de una de aquellas típicas y cortas entrevistas de cortesía, destinada simplemente a impedir que el tipo se sintiera culpable por no haberle atendido, y para que sus parientes de Utah pudieran decir que no era orgulloso. Se trataba, por lo tanto, de una amabilidad mezquina, sin verdadero valor de fondo.

Pero al día siguiente todo resultó ser muy distinto a como lo había esperado. El despacho de Dean Hocken se hallaba en un edificio largo y bajo, dentro de los estudios cinematográficos, y era impresionante. Había una recepcionista en una gran sala de espera cuyas paredes aparecían cubiertas con carteles de películas antiguas. En otros dos despachos situados por detrás de la sala de espera había otras dos secretarias, y luego venía un despacho más grande que los anteriores. Este último estaba amueblado con gusto, había cómodos y mullidos sillones y sofás, así como alfombras, y en las paredes colgaban pinturas originales. Disponía de un bar con una gran nevera. En un rincón estaba la mesa de despacho, forrada en cuero. Sobre la pared, por detrás de la mesa, había una enorme fotografía en la que se veía a Dean Hocken estrechándole la mano al presidente Francis Xavier Kennedy. También había una mesita de café llena con revistas y manuscritos. El despacho estaba vacío.

—El señor Hocken estará con usted dentro de diez minutos —le dijo la secretaria que le había hecho pasar—. ¿Quiere que le prepare algo de beber o le sirva un café?

Jatney se mostró cortés en su negativa. Se dio cuenta de que la joven secretaria le dirigía una mirada halagadora, así que utilizó su mejor tono de voz, sabiendo que causaba una muy buena impresión. Al principio siempre caía bien a las mujeres. En su opinión, sólo cuando empezaban a conocerlo un poco mejor terminaba por no gustarles. Pero eso quizá fuera porque a él tampoco le gustaban cuando empezaba a conocerlas un poco mejor.

Tuvo que esperar quince minutos hasta que David Hocken entró en el despacho, después de abrir una puerta situada en el fondo y que era casi invisible. David Jatney se sintió realmente impresionado por primera vez en su vida. Allí estaba un hombre que parecía haber alcanzado verdadero éxito y poder, que irradiaba confianza y amabilidad mientras estrechaba cálidamente su mano.

Dean Hocken era alto y David Jatney maldijo su propia baja estatura. Hocken tenía casi dos metros de altura y parecía extrañamente juvenil, a pesar de que debía de tener más o menos la misma edad que el padre de Jatney, que había cumplido ya cuarenta y cinco. Llevaba ropas informales, pero su camisa blanca era más blanca de lo que Jatney hubiera visto nunca. La chaqueta era de una especie de lino y le sentaba muy bien sobre su estructura. Los pantalones también eran de lino y de color blanco. El rostro de Hocken no parecía tener una sola arruga y daba la impresión de que lo hubieran rociado con tinte bronceador.

Dean Hocken era tan afable como juvenil. Reveló diplomáticamente una cierta melancolía por las montañas de Utah, la vida de los mormones, el silencio y la paz de la existencia rural, las tranquilas ciudades del Tabernáculo. Y también reveló que en sus tiempos había cortejado a la madre de David Jatney.

—Tu madre era mi novia —dijo Dean Hocken—, y tu padre me la quitó. Pero eso fue lo mejor, porque ellos dos se amaban de veras y se han hecho muy felices el uno al otro.

Y Jatney pensó que, en efecto, sus padres se amaban de veras y que, con su amor tan perfecto, le habían excluido a él. En las largas noches de invierno, ambos buscaban el calor de su cama conyugal, mientras que él se quedaba viendo la televisión. Pero de eso hacía ya mucho tiempo.

Observó a Dean Hocken mientras hablaba y se mostraba encantador, y detectó la edad por debajo de aquel armazón cuidadosamente conservado de piel bronceada demasiado tirante como para que pudiera haber sido natural. El hombre no tenía nada de carne bajo la barbilla, y tampoco se le veía ninguna señal de la papada que le había salido a su padre. Se preguntó por qué razón aquel hombre se comportaba de un modo tan amable con él.

—He tenido cuatro esposas desde que salí de Utah —dijo Dean Hocken—, y creo que habría sido mucho más feliz con tu madre.

Jatney intentó descubrir las señales habituales de satisfacción, la insinuación de que su madre también habría podido ser mucho más feliz si se hubiera quedado con el hombre de éxito en que se convirtió Dean Hocken. Pero no observó ninguna de aquellas señales. Por debajo de aquel barniz californiano, el hombre seguía siendo un muchacho de Utah.

Jatney escuchó con amabilidad y rió las bromas. Trató a Dean Hocken de usted, hasta que el hombre le dijo que lo tuteara y le llamara «Hock», y luego ya no le llamó de ninguna forma. Hocken habló durante una hora y luego, de repente, miró su reloj y dijo bruscamente:

—Ha sido muy agradable haber visto a alguien que viene de casa, pero supongo que no has venido aquí para hablar de Utah. ¿A qué te dedicas?

—Soy escritor —contestó David Jatney—. Lo de siempre, una novela que terminé por tirar a la basura y algunos guiones. Todavía estoy aprendiendo.

En realidad, nunca había llegado a escribir una novela. Dean Hocken hizo un gesto de asentimiento ante la modestia del joven.

—Cada cual tiene que ganarse sus derechos. Mira, esto es lo que puedo hacer por ti ahora mismo. Puedo conseguirte un puesto de trabajo en el departamento de lectura. De ese modo estarías en la nómina de los estudios. Te dedicarías a leer guiones y a redactar una síntesis de tu opinión sobre lo que leyeras. Sólo media página sobre cada guión que leyeras. Así fue como yo mismo empecé. Empezarás a conocer a la gente y a aprender lo básico. Lo cierto es que nadie presta gran atención a esos informes, pero hazlo lo mejor que puedas. Sólo es un punto de partida. Ahora me ocuparé de todo esto y una de mis secretarias se pondrá en contacto contigo dentro de unos días. Dentro de poco cenaremos juntos. Transmíteles mis mejores saludos a tu madre y a tu padre.

Hock acompañó luego a David Jatney hasta la puerta. Jatney pensó que no iban a almorzar juntos y que, en cuanto a la promesa de cenar algún día, se perdería en la noche de los tiempos. Pero al menos tendría un puesto de trabajo y habría conseguido poner un pie en la puerta de modo que, más tarde, cuando se dedicara a escribir sus guiones, todo pudiera cambiar de una forma espectacular.

Jatney se pasó un mes leyendo manuscritos que le parecieron de lo más inútil. Redactaba un breve resumen de media página y luego incluía su propia opinión. Se suponía que dicha opinión sólo debía estar formada por unas pocas frases, aunque habitualmente terminaba por utilizar todo el resto de la página.

Al final del mes, el supervisor se acercó a su mesa y le dijo:

—David, aquí no tenemos necesidad de conocer tu ingenio. Dos frases de opinión son más que suficientes. Y no te muestres tan despreciativo con esas personas; no se han meado en tu mesa, sino que sólo tratan de escribir guiones de películas.

—Pero son terribles —dijo Jatney.

—Claro que lo son —asintió el supervisor—, ¿acaso crees que te daríamos a leer los buenos guiones? Para eso contamos con personas más experimentadas que tú. Además, cada uno de esos guiones que tú consideras horrible ha sido presentado por un agente. Y un agente es alguien que espera ganar dinero con ellos, de modo que los guiones han pasado por una selección previa. No aceptamos guiones por libre, debido a los pleitos; aquí no somos como los editores. Así que, cuando nos los presenta un agente, tenemos que leerlos, sin que importe lo asquerosos que sean.

—Yo podría escribir guiones mejores —insistió Jatney.

—Lo mismo podríamos hacer todos —dijo el supervisor echándose a reír y, tras una pausa, añadió—: Cuando hayas escrito uno, déjame que lo lea.

Un mes más tarde eso fue precisamente lo que hizo David Jatney. El supervisor lo leyó en su despacho particular. Se mostró muy amable y le dijo con suavidad:

—David, esto no funciona, aunque eso no quiere decir que no puedas escribir. Pero no acabas de comprender cómo funciona lo de las películas. Eso se manifiesta en tus resúmenes y críticas, pero ahora también se ve en tu guión. Mira, estoy tratando de ayudarte. De veras. De modo que, a partir de la semana que viene, empezarás a leer las novelas publicadas que se han considerado posibles candidatas a servir en películas.

David Jatney le dio las gracias amablemente, pero sintió la sensación de rabia que ya empezaba a resultarle familiar. Una vez más, había hablado la voz del más viejo, del que se suponía que sabía más, de los que tenían el poder.

Apenas unos días más tarde, la secretaria de Dean Hocken le llamó y le preguntó si estaba libre esa misma noche para cenar con el señor Hocken. Eso le sorprendió tanto, que tardó un momento en contestar afirmativamente. Le dijo que la cena sería en el restaurante Michael’s, de Santa Mónica, a las ocho de la noche. Empezó a darle la dirección del restaurante, pero él la interrumpió diciéndole que vivía en Santa Mónica y sabía dónde estaba el local, lo que no era estrictamente cierto.

Pero sí había oído hablar del restaurante Michael’s. David Jatney leía todos los periódicos y revistas y escuchaba lo que se decía en el despacho. Michael’s era el restaurante de moda entre la gente del mundo de la música y el cine que vivía en la Colonia de Malibú. Después de haber colgado el teléfono, le preguntó al director si sabía exactamente dónde estaba Michael’s, mencionando de paso que iba a cenar allí aquella noche. Observó la impresión que eso causó en el director. Se dio cuenta entonces de que debería haber esperado a que se produjera aquella cena antes de presentarle su guión. De ese modo, lo habría leído en un contexto muy diferente.

Aquella noche, cuando David Jatney entró en el restaurante Michael’s, se sintió sorprendido al ver que sólo la parte delantera estaba bajo techo, ya que el resto del local formaba parte de un jardín hermosamente adornado con flores y grandes parasoles blancos que constituían un toldo seguro contra la lluvia. Toda la zona estaba brillantemente iluminada. Era un lugar hermoso, abierto al aire balsámico de abril, con las flores extendiendo su perfume e incluso una luna dorada en el cielo. Qué diferencia con respecto al invierno en Utah. Fue en ese preciso momento cuando David Jatney decidió no regresar nunca más a casa.

Dio su nombre a la recepcionista y le sorprendió que se le condujera directamente a una de las mesas del jardín. Había tenido la intención de llegar antes que Hocken; sabía cuál era su papel y tenía la intención de representarlo bien. Se mostraría absolutamente respetuoso y estaría en el restaurante, a la espera de que llegara el bueno y viejo Hocken; sería una forma de reconocer su poder. Aún seguía haciéndose preguntas acerca de Hocken. ¿Era un hombre realmente amable, o sólo un farsante de Hollywood que se muestra condescendiente para con el hijo de una mujer que en otro tiempo le rechazó y que ahora, desde luego, debía de estar lamentándolo?

Vio a Dean Hocken ante la mesa a la que fue conducido. Estaba en compañía de un hombre y una mujer. Lo primero que David Jatney observó fue que Hocken le había dado una cita deliberadamente más tarde para que no tuviera que esperar, una amabilidad extraordinaria que casi le conmovió. Porque, además de ser paranoide y de adscribir misteriosas motivaciones malvadas al comportamiento de los demás, David Jatney también podía alentar razones benevolentes.

Hocken se levantó para darle un abrazo de bienvenida y luego le presentó al hombre y a la mujer. Jatney reconoció en seguida al hombre. Se llamaba Gibson Grange y era uno de los actores más famosos de Hollywood. La mujer se llamaba Rosemary Belair, un nombre que a Jatney le sorprendió no reconocer, porque era lo bastante hermosa como para ser una estrella de cine. Tenía un reluciente cabello negro que dejaba caer largo sobre la espalda, y su rostro mostraba una simetría perfecta. Su maquillaje era profesional e iba vestida de una forma elegante, con un vestido de noche que formaba una especie de pequeña chaqueta.

Estaban bebiendo vino, con la botella colocada en un cubo de plata. Hocken le sirvió una copa a Jatney.

La comida fue deliciosa, el aire suave, el jardín sereno, y Jatney tuvo la sensación de que ninguna de las preocupaciones habituales del mundo exterior podrían penetrar hasta allí. Los hombres y mujeres sentados a las mesas exhalaban confianza en sí mismos; se trataba de personas que controlaban la vida. Se dijo que, algún día, él también sería como ellas.

Se pasó la mayor parte de la cena escuchando y hablando poco. Estudió a las personas sentadas a la mesa. Llegó a la conclusión de que Dean Hocken era tan legítimo y amable como parecía ser, aunque también pensó que eso no significaba necesariamente que fuera una buena persona. Fue consciente de que, aun cuando estaba claro que aquélla era una ocasión social, tanto Rosemary como Hock estaban tratando de convencer a Gibson Grange de que hiciera una película con ellos.

Al parecer, Rosemary Belair también era una productora; en realidad, se trataba de la productora más importante de Hollywood.

David Jatney escuchó y observó, sin tomar parte en la conversación; cuando permanecía inmóvil su rostro era tan agraciado como aparecía en las fotografías. Las otras personas sentadas a la mesa registraron ese hecho, pero él no les interesó como persona, y Jatney fue consciente de ello.

Y eso, por ahora, le parecía muy bien. Siendo invisible, podría dedicarse a estudiar este mundo tan poderoso que confiaba en conquistar. Hocken había organizado la cena para dar a su amiga Rosemary una oportunidad de hablar con Gibson Grange y convencerle de que hiciera una película con ella. Pero ¿por qué? Existía una cierta facilidad de trato entre Hocken y Rosemary, que no habría estado allí a menos que ambos hubieran pasado por un período de relación sexual. Se observaba en la forma en que Hocken sosegaba a Rosemary cuando ésta se excitaba demasiado en sus intentos por convencer a Grange. En un momento determinado, ella dijo a Gibson:

—Es mucho más divertido hacer una película conmigo que con Hock.

—Pasamos algunas épocas muy buenas, ¿verdad, Gib? —replicó Hocken echándose a reír.

—Sí, todo era trabajo —asintió el actor sin dejar de sonreír.

Gibson Grange era lo que en el mundo cinematográfico se denominaba una estrella con «gancho bancario»; es decir, cuando se acordaba hacer una película con él, esa película era financiada inmediatamente por cualquier estudio. Ésa era la razón por la que Rosemary lo perseguía tan ansiosamente. Su aspecto también era exactamente el correcto, un poco al estilo estadounidense de Gary Cooper, larguirucho, de rasgos francos; tenía el aspecto que habría tenido Lincoln, si Lincoln hubiera sido agraciado. Su sonrisa era amistosa y escuchaba a todos con atención cuando hablaban. Contó algunas anécdotas humorísticas sobre sí mismo, que hasta fueron divertidas. Ése era un gesto suyo especialmente atractivo. También vestía de acuerdo con un estilo más hogareño que el de Hollywood: pantalones muy holgados y un suéter ancho, aunque evidentemente caro, con la chaqueta de un traje viejo sobre una sencilla camisa de lana. Y, sin embargo, llamaba la atención de todos los presentes en el jardín. ¿Era quizá porque su rostro lo habían visto tantos millones de personas, y por haber sido captado de una forma tan íntima por la cámara? ¿Había misteriosas capas de ozono donde su rostro permanecería para siempre? ¿Se trataba de alguna clase de manifestación física no solventada todavía por la ciencia? El hombre era inteligente, eso lo podía ver hasta el propio Jatney. Mientras escuchaba a Rosemary, sus ojos tenían una expresión divertida, pero no condescendiente, y aunque siempre parecía estar de acuerdo con lo que ella decía, en ningún momento se comprometió con nada. Era el hombre que David Jatney soñaba con llegar a ser.

Se alargaron con el vino. Hocken pidió el postre, unas maravillosas pastas francesas; Jatney nunca había probado nada tan bueno. Tanto Gibson Grange como Rosemary Belair se negaron a tocar el postre, ella con un estremecimiento de horror, y él con una ligera sonrisa. Pero sería Rosemary la que, sin duda, se dejara tentar en el futuro. Grange era una persona más segura, pensó Jatney, y era capaz de no volver a tocar un postre en su vida si así lo decidía, pero la caída de Rosemary era inevitable.

Ante la insistencia de Hocken, David Jatney se comió los postres de los demás y luego siguieron hablando relajadamente. Hocken pidió otra botella de vino, pero sólo bebieron él y Rosemary, y entonces Jatney observó la existencia de otra corriente subterránea en la conversación. Rosemary estaba montando toda una representación para Gibson Grange.

Ella apenas si había hablado con Jatney durante toda la velada, y ahora lo ignoró de una forma tan completa, que él se vio obligado a charlar con Hocken sobre los viejos tiempos en Utah. Pero, finalmente, los dos se sintieron tan atraídos por la contienda entablada entre Rosemary y Gibson, que guardaron silencio.

A medida que fue transcurriendo la velada y Rosemary bebió más vino, ella montó toda una operación de seducción de una intensidad alarmante, en la que hizo un impresionante despliegue de voluntad. Presentó sus virtudes. Primero utilizó los movimientos del cuerpo y el rostro y, de algún modo, la delantera del vestido se deslizó un poco más hacia abajo, para mostrar un poco más de sus pechos. También hubo movimientos de las piernas, que se cruzaban y volvían a cruzar, y el vestido se elevaba un poco más con cada movimiento, para mostrar un atisbo del muslo. Movía las manos de un lado a otro, llegando a tocar el rostro de Gibson cuando se sentía entusiasmada con lo que ella misma decía. Mostró su ingenio, contó anécdotas divertidas, y reveló experiencia y madurez. Su hermoso rostro adquirió viveza para demostrar cada una de las emociones que sentía, su afecto por las personas con las que trabajaba, sus preocupaciones por los miembros de su familia inmediata, así como por el éxito de sus amigos. Se permitió incluso demostrar un profundo afecto por el propio Dean Hocken, hablando de lo bueno que había sido él al ayudarla en su carrera, recompensándola con buenos consejos e influencia. En ese punto, el bueno y viejo Hock la interrumpió para decir lo mucho que ella se merecía aquella ayuda gracias a lo duramente que había trabajado en sus películas y a la lealtad que le había demostrado y, mientras decía esto, Rosemary le dirigió una mirada de agradecido reconocimiento. En ese momento, Jatney, completamente encantado, dijo que debió de haber sido una gran experiencia para ambos, pero Rosemary, ávida por reanudar su insistente despliegue y persecución de Gibson, interrumpió a Jatney a mitad de la frase.

Jatney sintió una pequeña conmoción ante la rudeza de aquella mujer, pero, sorprendentemente, no experimentó resentimiento. Era tan hermosa, tan intensa a la hora de conseguir lo que deseaba… Además, lo que deseaba se estaba poniendo de manifiesto cada vez con mayor claridad. Quería tener aquella noche a Gibson Grange en su cama. Su deseo tenía la pureza y la franqueza de una niña, lo que hacía que su rudeza fuera casi atractiva.

Pero lo que Jatney admiró más fue el comportamiento de Gibson Grange. El actor era perfectamente consciente de lo que estaba ocurriendo. Observó la descortesía cometida con Jatney y trató de paliarla, diciendo:

—David, algún día también tendrás la oportunidad de hablar.

Con ello casi pareció pedir disculpas por el egocentrismo de los famosos, que no demostraban ningún interés por quienes no habían alcanzado aún la fama de la que ellos disfrutaban. Pero Rosemary también le interrumpió a él. Y Gibson la escuchó con amabilidad. Aunque, en realidad, fue algo más que amabilidad. Poseía un encanto innato que formaba parte de su ser. Consideraba a Rosemary con verdadero interés. Cuando ella le tocaba con las manos, él le daba unas palmaditas en la espalda. No dejó la menor duda al respecto: le gustaba aquella mujer. Su boca también aparecía partida en una sonrisa que desplegaba una dulzura natural que suavizaba un tanto el rostro nudoso hasta convertirlo en una máscara humorística.

Pero, evidentemente, no respondía de la forma adecuada para Rosemary. Ella estaba martilleando un yunque que no despedía chispas. Rosemary bebió más vino y finalmente se decidió a jugar su última carta: revelar sus sentimientos más íntimos.

Se dedicó a hablar directamente con Gibson, ignorando a los otros dos hombres presentes en la mesa. De hecho, había movido su cuerpo de forma que éste quedara muy cerca del de Gibson, aislándolos de David Jatney y Hocken.

Nadie podía dudar de la sinceridad apasionada de su voz. Había incluso lágrimas en sus ojos. Le estaba exponiendo su alma a Gibson.

—Quiero ser una persona real —dijo—. Quisiera abandonar de una vez por todas esta mierda de apariencias, este negocio del cine. No me satisface. Quiero dedicarme a conseguir que el mundo sea un lugar mejor donde vivir, como hicieron la madre Teresa o Martin Luther King. No estoy haciendo nada para ayudar al mundo a mejorar. Podría ser enfermera, o médico, o asistenta social. Odio esta clase de vida, estas fiestas, ese estar siempre en un avión para asistir a reuniones con personajes importantes. Ese continuo tomar decisiones acerca de alguna condenada película que no ayudará para nada a la humanidad. Quiero hacer algo real.

Y al decir esto, se inclinó hacia adelante y tomó a Gibson Grange de la mano.

A David Jatney le pareció maravilloso comprender por qué Grange se había convertido en una estrella tan poderosa en el mundo del cine, por qué controlaba las películas en las que aparecía. Porque, de algún modo, Gibson Grange había colocado su mano en la de Rosemary, se las había arreglado para apartar un poco la silla de ella y para ocupar la posición central en la mesa. Rosemary seguía mirándolo fijamente, con una expresión apasionada en el rostro, a la espera de su respuesta. Él le sonrió cálidamente y luego giróla cabeza hacia abajo y a un lado, dirigiéndose a Jatney y a Hocken.

—Ella es muy zalamera —dijo con un afectuoso gesto de aprobación.

Dean Hocken se echó a reír y David Jatney no pudo reprimir del todo una sonrisa. En un primer instante, Rosemary pareció quedarse atónita, pero se recuperó en seguida.

—Gib, nunca te tomas nada en serio, excepto tus condenadas películas —le dijo con un ligero tono de reproche.

Y para demostrarle que no se sentía ofendida por ello, extendió una mano que Gibson Grange besó gentilmente.

David Jatney estaba asombrado por todos ellos. Eran tan sofisticados, tan sutiles. Al que más admiraba era a Gibson Grange. El hecho de que pudiera rechazar a una mujer tan hermosa como Rosemary Belair era algo capaz de imponer respeto, pero que se pudiera burlar de ella con tanta facilidad era ya casi divino.

Rosemary había ignorado la presencia de Jatney durante toda la velada, aunque el joven reconoció su derecho a que lo hiciera así. Después de todo, se trataba de la mujer más poderosa del negocio más espectacular de todo el país. Tenía acceso a hombres mucho más valiosos que él. Por lo tanto, tenía todo el derecho a mostrarse un tanto ruda. Jatney se dio cuenta de que no lo hacía así por malicia, sino, simplemente, porque era como si él no existiera para ella.

A todos les sorprendió darse cuenta de que ya era casi medianoche y que se habían quedado casi solos en el restaurante. Hocken se levantó y Gibson Grange ayudó a Rosemary a ponerse de nuevo la chaqueta, que ella se había quitado en medio de su apasionado discurso anterior. Cuando Rosemary se incorporó se tambaleó un poco. Estaba bebida.

—Oh, Dios —exclamó—. No me atrevo a conducir yo sola. La policía de esta ciudad es tan terrible. Gib, ¿podrías llevarme de regreso a mi hotel?

—Eso está en Beverly Hills. Yo y Hock vamos a mi casa, en Malibú. David te acompañará, ¿verdad, David?

—Desde luego —intervino Dean Hocken—. No te importará, ¿verdad, David?

—Claro que no —contestó David Jatney.

Pero sus pensamientos giraban a toda velocidad. ¿Cómo demonios se había llegado a esta situación? El bueno y viejo de Hock parecía sentirse en una situación un tanto embarazosa. Evidentemente, Gibson Grange había mentido. Lo que sucedía era que no deseaba acompañar a Rosemary a su casa porque no quería verse obligado a seguir rechazándola. Y Hock se sintió incómodo porque tuvo que seguir la mentira ya que, de no hacerlo así, podía enemistarse con una gran estrella, algo que un productor cinematográfico evitaba a toda costa. Luego vio que Gibson le dirigía una ligera sonrisa y comprendió lo que pensaba aquel hombre. Y desde luego, por eso había llegado a ser tan gran actor gracias a su capacidad para conseguir que el gran público pudiera conocer sus pensamientos sólo con un leve encogimiento de las cejas, un movimiento de la cabeza, una sonrisa deslumbradora. Sólo con aquella mirada, sin malicia alguna, pero con un buen humor celestial, le estaba diciendo a David Jatney: «Esta bruja te ha ignorado durante toda la velada, y se ha mostrado muy descortés contigo, así que ahora se lo voy a hacer pagar debidamente». Jatney miró a Hocken y observó que éste sonreía ahora y ya no se sentía incómodo. De hecho, parecía contento, como si él también hubiera comprendido la mirada del actor.

—Conduciré yo misma —dijo Rosemary con brusquedad, sin dignarse siquiera mirar a Jatney.

—No puedo permitir eso, Rosemary —dijo Dean Hocken con suavidad—. Eres mi invitada, y creo que te he servido demasiado vino. Si no te gusta la idea de que David te conduzca hasta tu hotel, entonces, desde luego, lo haré yo mismo. Desde allí pediré una limusina a Malibú para regresar.

Jatney se dio cuenta de la maestría con que se hizo todo. Por primera vez, detectó un matiz de insinceridad en el tono de voz de Hocken. Desde luego, Rosemary no podía aceptar la oferta de Hocken. Si lo hacía así estaría insultando gravemente al joven amigo de su mentor y causaría grandes inconvenientes, tanto a Hocken como a Gibson Grange. Y, de todos modos, tampoco habría conseguido su propósito inicial de lograr que Gibson la llevara a su hotel. Se encontró metida en una situación imposible.

Fue entonces cuando Gibson Grange le propinó el golpe final.

—Demonios, iré contigo, Hock. Echaré una cabezadita en el asiento de atrás para hacerte compañía en el viaje hasta Malibú.

Rosemary se volvió y dirigió una brillante sonrisa a David.

—Espero que no sea mucho problema para ti —dijo.

—No, no lo será —dijo David Jatney.

Hocken le dio una palmadita en el hombro, y Gibson Grange le dirigió una sonrisa luminosa y un guiño, transmitiéndole a Jatney otro mensaje. Aquellas dos personas estaban a su lado como hombres. Una mujer solitaria y poderosa había avergonzado a otro hombre, y ellos se encargaban de castigarla. Además, ella se había dedicado demasiado a Gibson, y no era propio de una mujer hacer eso con un hombre más poderoso que ella. Los dos hombres se habían limitado a administrarle un golpe patriarcal a su ego, para ponerla en su lugar. Y todo eso lo hicieron con un buen humor y una amabilidad maravillosas. Además, había otro factor. Estos hombres recordaban la época en que habían sido tan jóvenes e impotentes como el propio Jatney lo era ahora, le habían invitado a cenar para demostrarle que el éxito de ambos no les impedía tener fe en sus compañeros, los hombres, una práctica perfeccionada a lo largo de muchos siglos para impedir cualquier venganza envidiosa. Rosemary no había tenido en cuenta esa práctica, no había recordado la época en que sólo fue una mujer sin ningún poder, y esta noche, ellos se habían limitado a recordársela. Y, sin embargo, Jatney estaba de parte de Rosemary, a la que consideraba demasiado hermosa como para herirla.

Salieron juntos al aparcamiento y, una vez que los dos hombres se hubieron marchado en el Porsche de Hocken, David Jatney indicó a Rosemary el camino hasta donde estaba aparcado su viejo Toyota.

—¡Maldición! —exclamó Rosemary al ver el coche—. No puedo bajarme de un coche como ése delante del hotel Beverly Hills. —Miró a su alrededor y añadió—: Ahora voy a tener que encontrar mi coche. Mira, David, ¿te importaría conducirme en mi Mercedes? Está aparcado por aquí, en alguna parte, y pediré una limusina del hotel para que te traiga de regreso. De ese modo no tendré necesidad de enviar a nadie por la mañana a recoger mi propio coche. ¿Podríamos hacer eso? —preguntó sonriéndole con dulzura. Después introdujo la mano en el bolso y sacó unas gafas, que se puso. Señaló uno de los pocos coches que quedaban en el aparcamiento y dijo—: Es ése.

Jatney, que había visto el coche de ella casi desde el primer momento en que salieron, se quedó sorprendido al darse cuenta de que ella debía de ser muy corta de vista. Quizá fuera eso lo que le había inducido a ignorarlo durante la cena.

Le entregó las llaves de su Mercedes; él le abrió la puerta del lado contiguo al del conductor y la ayudó a subir. Percibió la mezcla del olor de vino y perfume de su cuerpo y sintió el calor de los huesos de ella como si fueran carbones ardiendo. Luego rodeó el coche hacia el otro lado para sentarse ante el volante, pero antes de poder utilizar la llave para abrir la puerta, ésta se abrió. Rosemary lo había hecho desde el interior del vehículo. Eso fue algo que a él le sorprendió, pues no lo había creído propio de su personalidad.

Tardó unos pocos minutos en averiguar cómo funcionaba el Mercedes. Pero le encantó la sensación que le produjeron los asientos, y el olor del cuero rojo. ¿Era un olor natural o acaso rociaba ella el coche con algún espray con perfume especial a cuero? El coche se manejaba muy bien y, por primera vez en su vida, comprendió el enorme placer que debían de sentir algunas personas al conducir.

El Mercedes pareció flotar sobre las calles oscuras. Disfrutó tanto de la conducción que la media hora que tardó en llegar al hotel Beverly Hills pareció haber transcurrido en un instante. Durante ese tiempo, Rosemary no le dijo nada. Se quitó las gafas, volvió a guardarlas en el bolso y permaneció en silencio. En una ocasión se giró para mirarle el perfil con una expresión halagadora. Luego se limitó a mirar directamente delante de sí. Por su parte, Jatney no se volvió hacia ella en ningún momento, ni le dijo nada. Estaba disfrutando del sueño de conducir a una mujer hermosa en un coche hermoso, en el corazón de la ciudad más espectacular del mundo.

Cuando se detuvo ante la entrada del hotel Beverly Hills, cubierta por un toldo, apagó el motor, sacó las llaves del arranque y se las entregó a Rosemary. Luego salió del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta. En ese momento, uno de los porteros acudió por el pasillo de entrada, cubierto con una alfombra roja, y Rosemary le entregó las llaves del coche. Jatney se dio cuenta de que debió de haberlas dejado en el arranque.

Rosemary empezó a subir por el pasillo alfombrado, dirigiéndose hacia la entrada del hotel, y Jatney se dio cuenta de que se había olvidado por completo de su presencia. Era demasiado orgulloso como para recordarle que le había ofrecido una limusina para regresar. La observó. Bajo el gran toldo de color verde, envuelta por la suavidad del aire de la noche, por el dorado de las luces, parecía una princesa perdida. En ese momento, ella se detuvo y se volvió. David Jatney la miró directamente a la cara, y le pareció tan hermosa que, por un instante, su corazón pareció dejar de latir.

Pensó que ella se había acordado de su presencia, que le invitaba a seguirla, pero volvió a darse la vuelta y trató de subir los tres escalones que la conducirían hasta la puerta de entrada. En ese momento, tropezó, el bolso salió despedido de entre sus manos y todo lo que contenía se desparramó por el suelo. Para entonces, Jatney se había precipitado sobre la alfombra roja, acercándose para ayudarla.

El contenido de aquel bolso parecía infinito, como si se tratara de algo mágico, a juzgar por la forma en que seguía vertiéndose. Había lápices de labios, cajitas de maquillaje abiertas con misterios empolvados propios, un llavero que se rompió y desparramó por lo menos veinte llaves sobre la alfombra. Había un frasco de aspirinas y otros envases de diferentes medicamentos. Y un enorme cepillo de dientes de color rosado. Había un encendedor, pero no vio cigarrillos, un tubo de Binaca y una pequeña bolsa de plástico que contenía unos panties azules y un artilugio de aspecto siniestro. Había innumerables monedas, algunos billetes y un pañuelo de lino blanco arrugado. Estaban las gafas, de montura dorada, un tanto fantasmagóricas sin el adorno del rostro de expresión clásica de Rosemary.

Rosemary contempló todo aquello con horror y, de pronto, estalló en lágrimas. Jatney se arrodilló sobre la alfombra roja y empezó a meterlo todo en el bolso. Rosemary no le ayudó. Cuando uno de los porteros salió del hotel, Jatney le hizo sostener el bolso abierto mientras él iba metiendo todo lo que se había caído.

Finalmente, después de haberlo guardado todo, tomó el bolso ahora lleno de manos del portero, y se lo entregó a Rosemary, observando la humillación que ella sentía y extrañándose por ello. Ella se secó las lágrimas y le dijo:

—Sube a mi suite para tomar algo mientras llega la limusina. No he tenido la oportunidad de hablar contigo durante toda la velada.

Jatney sonrió. Recordó lo que había dicho Gibson Grange: «Es zalamera». Pero sentía curiosidad por el famoso hotel Beverly Hills y también deseaba permanecer junto a Rosemary. Las paredes, pintadas de verde, le parecieron extrañas y, en realidad, sucias para un hotel de tanta categoría. Pero cuando entraron en la enorme suite, quedó impresionado. Estaba hermosamente decorada y disponía de una gran terraza que, en realidad, era un balcón. También había un bar en un rincón. Rosemary se dirigió a él, se preparó una copa y luego, tras preguntarle qué quería tomar, se la preparó también a él. Jatney había pedido un escocés sencillo. Aunque raras veces bebía, ahora se sentía un poco nervioso. Ella abrió las puertas de cristal correderas que daban a la terraza y le condujo fuera. Había una mesa de cristal sobre cuatro patas blancas, y cuatro sillas del mismo color.

—Siéntate aquí mientras yo voy al cuarto de baño —dijo Rosemary—. Luego charlaremos un rato.

Y, tras decir esto, volvió a desaparecer en el interior de la suite.

David Jatney se sentó en una de las sillas y se dedicó a beber su escocés. Por debajo de él se extendían los jardines interiores del hotel Beverly Hills. Observó la piscina, las pistas de tenis y los caminos que conducían a los distintos bungalows. Había árboles y prados individuales; la hierba, más verde aún bajo la luz de la luna, y la iluminación que caía sobre las paredes del hotel pintadas de rosa, daban a todo una especie de brillo surrealista.

Rosemary reapareció apenas diez minutos más tarde. Se sentó en una de las sillas y tomó un sorbo de su vaso. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba unos pantalones sueltos muy holgados y un suéter de cachemira de color blanco. Se había subido las mangas del suéter por encima de los codos. Le sonrió, y fue una sonrisa seductora. Se había quitado el maquillaje de la cara y a él le gustó más así. Ahora sus labios no eran voluptuosos y sus ojos no parecían tan exigentes. Su aspecto parecía más joven y vulnerable. Al hablar, la voz sonó más suave y natural, menos exigente.

—Hock me ha dicho que te dedicas a escribir guiones —dijo—. ¿Tienes algo que quisieras enseñarme? Me lo puedes enviar a mi despacho.

—En realidad, no —dijo Jatney devolviéndole la sonrisa.

Nunca permitiría que ella lo rechazara.

—Pues Hock me dijo que habías terminado uno —insistió Rosemary—. Yo siempre ando buscando nuevos guionistas. Resulta muy difícil encontrar algo decente.

—Bueno, en realidad escribí cuatro o cinco, pero me parecieron tan malos que los tiré.

Permanecieron un rato en silencio. A David Jatney le resultaba fácil quedarse en silencio, ya que se sentía mucho más cómodo que hablando.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó finalmente Rosemary.

—Veintiséis —contestó David Jatney, mintiendo.

—Dios santo, desearía volver a ser tan joven —dijo ella sonriendo—. ¿Sabes?, cuando llegué aquí tenía dieciocho y quería ser actriz, y casi estuve a punto de conseguirlo. ¿Conoces esa clase de papeles de una sola línea en la televisión? ¿La vendedora a la que la heroína le compra algo en una tienda? Pues eso. Luego conocí a Hock y él me convirtió en su ayudante ejecutiva, y me enseñó todo lo que sé. Me ayudó a producir mi primera película y luego también me ayudó a lo largo de los años. Quiero mucho a Hock, y siempre lo querré. Pero es muy duro, como esta noche. Se puso del lado de Gibson en contra mía. —Rosemary sacudió la cabeza—. Yo siempre quise ser tan dura como él. Hice todo lo que pude para ser como él.

—Creo que es una persona muy agradable —dijo David Jatney.

—Pues tú le caes muy bien. De hecho, así mismo me lo dijo. Me comentó que te parecías mucho a tu madre y que actúas igual que ella. Dice que eres una persona realmente sincera, y no un buscavidas. —Guardó un momento de silencio, antes de añadir—: Yo también lo creo así. No puedes imaginarte lo humillada que me sentí cuando todo el contenido de mi bolso se desparramó por el suelo. Y luego te vi dedicado a recogerlo todo, sin dirigirme una sola mirada. Fuiste realmente muy dulce.

Se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Jatney percibió ahora que de su cuerpo emanaba una fragancia distinta.

Bruscamente, ella se incorporó y regresó a la suite. Él la siguió. Ella cerró la puerta cristalera que daba a la terraza, echó la llave y dijo:

—Pediré tu limusina.

Tomó el teléfono, pero en lugar de apretar el botón de llamada a la centralita, lo sostuvo en la mano y se volvió a mirar a David Jatney, que estaba de pie, muy quieto, lo bastante alejado como para no estar a su alcance.

—David, voy a preguntarte algo que puede parecerte extraño —dijo ella—. ¿Quieres quedarte conmigo esta noche? Me siento muy mal y necesito compañía, pero quiero que me prometas que no intentarás hacer nada. ¿Podemos simplemente dormir juntos, como amigos?

Jatney se quedó atónito. Nunca había soñado que una mujer tan hermosa pudiera desear a alguien como él. Se sentía aturdido por su buena suerte. Pero Rosemary se apresuró a añadir:

—Lo digo en serio. Sólo deseo que alguien amable como tú pase esta noche conmigo. Pero tienes que prometerme que no harás nada. Si lo intentas, me enfadaré mucho.

Era una situación tan confusa para Jatney que sonrió y, como si no hubiera comprendido, dijo:

—Me sentaré en la terraza o dormiré en el sofá, aquí, en el salón.

—No —dijo Rosemary—. Quiero a alguien que me abrace y duerma conmigo. Lo único que quiero es no sentirme sola. ¿Puedes prometérmelo?

—No tengo nada que ponerme —se escuchó decir a sí mismo David Jatney—. Quiero decir, en la cama.

—Pues entonces, toma una ducha y duerme desnudo —replicó Rosemary con brusquedad—. A mí eso no me importará.

Entre el salón y el dormitorio de la suite había un pequeño vestíbulo que contenía un cuarto de baño extra. Rosemary le dijo que se duchara allí. No quería que utilizara su cuarto de baño. Jatney se duchó y se cepilló los dientes usando jabón y pañuelos de papel. En la parte posterior de la puerta había un albornoz con el anagrama y el nombre del hotel bordado en letras elegantes. Se lo puso, entró en el dormitorio y descubrió que Rosemary todavía estaba en su cuarto de baño. Permaneció allí de pie, incómodo, sin saber qué hacer, no queriendo meterse en la cama de ella, que ya había sido preparada por la camarera del hotel. Finalmente, Rosemary salió del cuarto de baño llevando un batín de franela, tan elegante y bordado que le daba el aspecto de una muñeca en una tienda de juguetes.

—Vamos, acuéstate —le dijo—. ¿Necesitas un Valium o un somnífero?

El supo que ella ya se lo debía de haber tomado. Rosemary se sentó en el borde de la cama y finalmente se acostó. Jatney hizo lo mismo, aunque sin quitarse el albornoz. Permanecieron juntos el uno junto al otro y cuando ella apagó la luz de la mesita de noche, quedaron a oscuras.

—Abrázame —dijo ella. Él así lo hizo durante un largo rato. Luego ella se giró de costado hacia su lado de la cama y dijo con brusquedad—: Felices sueños.

David Jatney permaneció tumbado de espaldas, mirando fijamente el techo. No se atrevía a quitarse el albornoz; no deseaba que ella pensara que pretendía estar desnudo en su cama. Se preguntó si debería comentar lo que estaba sucediendo con Hock la próxima vez que lo viera, pero comprendió que se burlaría de él si supiera que había dormido con una mujer tan hermosa y no había sucedido nada. Además, quizá Hock pensara que mentía. Deseó haber aceptado el somnífero que Rosemary le había ofrecido. Ella ya se había quedado dormida y emitía unos ligeros ronquidos, apenas audibles.

Jatney decidió regresar al salón y se levantó de la cama. Rosemary se despertó y le dijo medio dormida:

—¿Podrías traerme un vaso de agua mineral?

Jatney fue al salón y preparó dos vasos de agua mineral con hielo. Bebió de su vaso y volvió a llenarlo. Luego regresó al dormitorio. A la luz del vestíbulo distinguió la figura de Rosemary, sentada en la cama, sujetando las sábanas alrededor de su cuerpo. Le ofreció el vaso de agua y ella extendió un brazo desnudo para tomarlo. En la habitación a oscuras, él tocó la parte superior de su cuerpo antes de encontrar la mano para darle el vaso. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda. Mientras ella bebía, se metió de nuevo en la cama, pero esta vez dejó que el albornoz se deslizara hasta caer al suelo.

La escuchó dejar el vaso de agua sobre la mesita de noche y entonces él extendió una mano y tocó su carne. Sintió la espalda desnuda y la suavidad de sus nalgas. Ella se giró hacia él y se acurrucó entre sus brazos, pecho contra pecho. Rosemary lo rodeó con sus brazos y el calor de sus cuerpos les hizo apartar las sábanas mientras se besaban. Se besaron durante largo rato, con la lengua de ella en la boca de él, hasta que él ya no pudo esperar más y se encontró encima de ella y la mano de Rosemary, tan suave como el satén, lo guió hacia su interior. Hicieron el amor casi en silencio, como si alguien los estuviera espiando, hasta que los cuerpos de ambos se arquearon en el vuelo que los llevaba hacia el clímax y luego volvieron a quedar tumbados de espaldas sobre la cama, separados.

—Y ahora quédate dormido —susurró ella finalmente dándole un beso suave en la comisura de los labios.

—Quiero verte —dijo él.

—No —susurró Rosemary.

David Jatney extendió la mano hacia su mesita de noche y encendió la luz. Rosemary cerró los ojos. Seguía estando hermosa. Incluso con el deseo saciado, a pesar de haberse desprendido de todos los artificios de la belleza, de los elementos que aumentaban la coquetería, de toda clase de luz especial, seguía siendo hermosa, aunque era una belleza diferente.

Él había hecho el amor por necesidad animal y proximidad, como una expresión física natural de su cuerpo. Ella había hecho el amor como una necesidad de su corazón, como resultado de algo que le diera vueltas en la cabeza. Ahora, bajo el brillo de la lámpara de la mesita de noche, su cuerpo desnudo ya no parecía tan formidable. Sus pechos eran menudos, dotados con pezones diminutos, su cuerpo era más pequeño, sus piernas no tan largas, sus caderas no tan anchas, sus muslos un poco más delgados. Finalmente ella abrió los ojos, mirándole directamente, y él le dijo:

—Eres muy hermosa.

Le besó los pechos y, mientras lo hacía, ella alargó la mano y apagó la luz. Volvieron a hacer el amor, y luego se quedaron dormidos.

Cuando Jatney se despertó y se removió en la cama, ella ya se había levantado. Se vistió y se puso el reloj. Eran las siete de la mañana. La encontró en la terraza, embutida en ropa deportiva para correr, cuyo color rojo contrastaba con el negro de su cabello, que parecía de carbón. El servicio de habitaciones había entrado una mesita con ruedas sobre la que había una cafetera de plata, una jarra de leche y una serie de pequeños platos cubiertos para mantener caliente su contenido.

—Te he pedido el desayuno —le dijo Rosemary sonriéndole—. Me disponía a despertarte ahora. Tengo que correr un rato antes de empezar a trabajar.

Él se sentó ante la mesa y ella le sirvió el café. Descubrió uno de los platos, que contenía huevos y trozos de fruta cortada. Luego se bebió su zumo de naranja y se levantó.

—Tómate todo el tiempo que necesites —le dijo—. Y gracias por haberte quedado anoche. David Jatney hubiera deseado que ella desayunara con él, hubiera querido demostrarle que realmente le gustaba, hubiera preferido tener una oportunidad para hablar, para contarle su vida, para decirle algo que pudiera despertar el interés de ella por él. Pero Rosemary se puso una banda sobre la frente, sujetándose el cabello negro, y se abrochó las zapatillas deportivas. Se levantó. Sin saber que su rostro se retorcía por la emoción, David Jatney dijo:

—¿Cuándo volveré a verte?

Y en cuanto hubo hecho la pregunta se dio cuenta de que acababa de cometer un terrible error. Rosemary se dirigía ya hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió a mirarle.

—Voy a estar terriblemente ocupada durante las próximas semanas. Tengo que ir a Nueva York. Cuando regrese te llamaré.

Ni siquiera le pidió su número de teléfono. Luego pareció ocurrírsele otra idea. Levantó el teléfono y pidió una limusina para que llevara a Jatney de regreso a Santa Mónica.

—Eso lo cargarán en mi cuenta —le dijo a él—. ¿Necesitas algo en efectivo para darle una propina al conductor?

Jatney se la quedó mirando fijamente durante largo rato. Ella tomó el bolso, lo abrió y preguntó:

—¿Cuánto necesitarás para la propina?

Jatney no pudo evitarlo. No sabía que su rostro estaba contorsionado por una expresión maliciosa llena de odio que casi asustaba.

—Eso es algo que tú sabrás mejor que yo —dijo con un tono insultante.

Rosemary cerró el bolso de golpe y salió de la suite.

Él nunca volvió a saber nada de ella. Esperó durante dos meses y un buen día la vio salir del despacho de Hocken, en compañía de Gibson Grange y Dean. Esperó cerca del aparcamiento reservado para Hocken, de tal forma que se vieran obligados a saludarlo. Hocken le dio un pequeño abrazo, dijo que pronto tendrían que volver a cenar juntos y le preguntó cómo le iba el trabajo. Gibson Grange le estrechó la mano y le ofreció una sonrisa tímida aunque amistosa, con su agraciado rostro irradiando su buen humor natural. Rosemary lo miró sin sonreír. Y lo que más le dolió a Jatney fue que, durante un momento, tuvo la impresión de que ella le había olvidado por completo.

David Jatney había disparado su rifle contra Louis Inch debido a una mujer joven llamada Irene Fletcher. Irene se quedó encantada de que alguien hubiera tratado de matar a Inch, aunque nunca supo que fue su amante quien hizo el disparo. Y eso a pesar de que cada día ella le suplicaba que le contara sus pensamientos más íntimos.

Se habían conocido en la avenida Montana, donde ella era una de las vendedoras de la famosa tienda Fioma Bake, que vendía el mejor pan que se hacía en Estados Unidos. David Jatney entró para comprar bizcochos y rollos y charló un momento con Irene cuando ella le sirvió. Un día, ella le dijo:

—¿Te gustaría salir conmigo esta noche? Podemos cenar en un restaurante holandés.

Jatney le sonrió. Ella no era una de aquellas típicas jóvenes californianas rubias. Tenía un rostro redondo y agraciado, con una mirada decidida, una figura apenas un poco rolliza y tenía el aspecto de ser un poco mayor que él. En realidad, tenía veinticinco o veintiséis años, pero sus ojos grises mostraban una viveza chispeante y siempre sostenía una conversación inteligente, de modo que él asintió. La verdad era que se sentía muy solo.

Iniciaron una relación amorosa casual y amistosa. Irene Fletcher no disponía de tiempo para nada más serio, y tampoco la inclinación. Tenía un hijo de cinco años y vivía en casa de su madre, y también era muy activa en la política local y en religiones orientales, algo que no era nada insólito entre la gente joven del sur de California. Para Jatney fue una experiencia refrescante. A menudo, Irene se llevaba a su hijo, Jason Campbella, a aquellas reuniones que, en ocasiones, duraban hasta bien entrada la noche. Ella se limitaba a abrigar a su hijo en una manta india y lo dejaba durmiendo en el suelo, mientras argumentaba con vigor sus puntos de vista sobre los méritos del candidato del Consejo de Santa Mónica, o los últimos acontecimientos ocurridos en Oriente Medio. A veces Jatney también se acostaba a dormir en el suelo, con el hijo de ella.

Aquello constituía para él una relación perfecta: ninguno de los dos tenía nada en común con el otro. Jatney odiaba la religión y despreciaba la política. Irene detestaba las películas y sólo parecía interesarse por los libros, las religiones exóticas y los estudios sociales de izquierdas. Pero se hacían compañía el uno al otro, y encajaban en los huecos de su existencia. Cuando tenían relaciones sexuales eran siempre un tanto improvisadas, pero siempre amistosas. A veces, mientras practicaban el sexo, Irene sucumbía a una cierta ternura de la que más tarde se disculpaba inmediatamente.

Fue muy útil para ambos que a Irene le encantara hablar y a David Jatney permanecer en silencio. Se quedaban tumbados en la cama, e Irene hablaba durante horas mientras que David se limitaba a escuchar. A veces, lo que ella decía resultaba interesante y en otras ocasiones no lo era. Fue interesante que existiera una continua lucha de guerrillas entre los intereses inmobiliarios y los propietarios e inquilinos de las pequeñas casas y apartamentos de Santa Mónica. Jatney podía simpatizar con ellos. Le encantaba Santa Mónica, le gustaba mucho el perfil de edificios de dos pisos de altura, las villas de aspecto español, el ambiente general de serenidad, la total ausencia de edificios religiosos fríos como los tabernáculos mormones de Utah. Le encantaban las numerosas vistas del océano, con el gran Pacífico libre de aquellas cataratas de cristal y piedra de los rascacielos que impedían contemplarlo. Irene le parecía una heroína que luchaba por conservar todo esto, en contra de los ogros de los intereses inmobiliarios.

Ella hablaba de sus actuales gurúes indios y reproducía las cintas en las que tenía grabados sus mantras y conferencias. Esos gurúes eran mucho más agradables y humorísticos que los rígidos ancianos de la Iglesia mormona a los que había escuchado de pequeño, y sus creencias parecían más poéticas, sus milagros más puros y espirituales, más etéreos que la famosa biblia de oro de los mormones y que el ángel Moroni. Pero, en último término, le resultaban tan aburridos como los otros, con su rechazo de los placeres de este mundo, de la fama sobre la tierra, de todo aquello que Jatney deseaba tan desesperadamente.

Irene, que nunca dejaba de hablar, alcanzaba una especie de éxtasis autoinducido cuando hablaba incluso de las cosas más ordinarias. A diferencia de Jatney, la vida le parecía demasiado importante, aun a pesar de lo ordinaria que fuera la suya.

A veces, cuando ella se dejaba arrastrar y diseccionaba sus emociones durante toda una hora, sin interrupción, él tenía la impresión de que ella era una estrella de los cielos que se fuera haciendo más grande y luminosa, mientras que él mismo caía en un oscuro agujero negro e infinito que era el universo, hundiéndose cada vez más en la oscuridad, sin que ella se diera cuenta siquiera. También le gustaba que ella fuera generosa en cuanto a las cosas materiales, pero muy ahorrativa a la hora de desplegar sus emociones personales. En realidad, ella nunca caería en el pesar o en aquella oscuridad universal. Su estrella estaría en una expansión continua, y jamás perdería su luz propia. Él se sentía agradecido de que fuera así. No deseaba la compañía de ella cuando se sentía envuelto por aquella oscuridad.

Una noche salieron a dar un paseo por la playa, justo al otro lado de Malibú. A David Jatney le pareció extraño que allí estuviera este gran océano a un lado, y al otro aquella hilera de casas y luego las montañas. No parecía natural que hubiera montañas casi al borde de un océano. Irene había traído consigo mantas y una almohada, y a su hijo. Se tumbaron en la playa y el niño, envuelto en las mantas, se quedó durmiendo.

Irene y David Jatney, tumbados sobre la manta, se dejaron envolver por la belleza de la noche. Durante ese breve momento, estuvieron enamorados el uno del otro. Observaron el azul oscuro del océano a la luz de la luna, y las diminutas aves aleteando por encima de las olas.

—David —dijo Irene—, tú nunca me has contado nada de ti mismo. Quisiera amarte, pero tú no me dejas que te conozca.

David Jatney sólo tenía veintiún años, y aquello le emocionó. Se echó a reír con cierto nerviosismo y luego contestó:

—Lo primero que debes saber de mí es que soy un mormón de las diez millas.

—Ni siquiera sabía que fueras mormón.

—Si a uno lo educan como mormón, se le enseña que no debe beber alcohol, ni fumar ni cometer adulterio —dijo David—. De modo que si uno hace esas cosas, debe asegurarse primero de estar por lo menos a diez millas de distancia de cualquier persona que te conozca.

A continuación le habló de su niñez y de lo mucho que odiaba a la Iglesia mormona.

—Le enseñan a uno que está bien mentir, siempre y cuando eso ayude a la Iglesia —dijo David Jatney—. Y luego, esos cerdos hipócritas le ofrecen a uno toda esa mierda sobre el ángel Moroni y una biblia de oro. Y llevan esa ropa interior ángel en la que, debo admitirlo, nunca creyeron mis padres, pero la puedes ver donde cuelgan la ropa a secar. Es lo más ridículo que puedas haber visto nunca.

—¿Qué es la ropa interior ángel? —preguntó Irene, que le sostenía la mano para animarle a seguir hablando.

—Es una especie de túnica que se ponen para no disfrutar cuando folian —contestó David Jatney—. Y son tan ignorantes que ni siquiera saben que los católicos del siglo dieciséis tenían la misma clase de vestimenta, una túnica que cubría todo el cuerpo, a excepción de ese único agujero, de tal forma que uno pudiera follar supuestamente sin disfrutarlo. Cuando era niño podía ver ropa interior ángel colgando en todos los tendederos. Debo admitir que mis padres no aceptaban esa mierda, pero como él era uno de los ancianos en la iglesia, tenían que colgar igualmente la ropa interior ángel. —Jatney se echó a reír y luego dijo—: ¡Dios santo, qué religión!

—Es fascinante, aunque parece un poco primitivo —dijo Irene.

«¿Y qué demonios hay de civilizado en tu creencia en todos esos jodidos gurúes —pensó él—, que te dicen que las vacas son sagradas, que eres una reencarnación, pero que esta vida no significa nada y todo no es más que esa mierda de karma?». Ella se dio cuenta de su tensión y quiso seguir animándole a que hablara. Introdujo las manos por dentro de su camisa y sintió el corazón de Jatney, que latía furiosamente.

—¿Los odiabas? —le preguntó.

—Nunca odié a mis padres —contestó él—. Ellos siempre fueron buenos conmigo.

—Me refiero a los de la Iglesia mormona.

—Odié a la Iglesia desde que tengo uso de razón —contestó David Jatney—. Los odié desde que era un niño pequeño. Odié los rostros de los ancianos, y la forma en que mi padre y mi madre les besaban el culo. Odié sus hipocresías. Si uno está en desacuerdo con las reglas de la Iglesia, ellos pueden conseguir incluso que lo asesinen a uno. La religión es un tema en el que todos están unidos. Así fue como se enriqueció mi padre. Pero te voy a decir qué fue lo que más me disgustó. Disponen de unciones especiales y los ancianos principales reciben en secreto esas unciones, de modo que pueden subir al cielo antes que los demás. Es como si alguien se colara hasta el primer puesto de la cola mientras uno espera pacientemente su turno para el taxi o para ocupar una mesa en un restaurante muy concurrido.

—La mayoría de las religiones son así —dijo Irene—, excepto las de la India, en las que lo único que tiene que hacerse es vigilar el cumplimiento del karma. —Guardó un momento de silencio antes de continuar—: Ésa es la razón por la que yo trato de mantenerme pura con respecto a la avidez del dinero, o por qué no puedo competir con otros seres humanos por la posesión de bienes terrenales. Debo mantener mi espíritu puro. Estamos teniendo reuniones especiales. En estos precisos momentos hay unas discusiones terribles en Santa Mónica. Si no nos mantenemos alerta, los intereses inmobiliarios terminarán por destruir todo aquello por lo que hemos luchado y esta ciudad se llenará de rascacielos. Entonces aumentarán los alquileres y tú y yo nos veremos obligados a abandonar nuestros apartamentos.

Ella continuó hablando incansablemente, y David Jatney la escuchó experimentando una sensación de paz. Podía permanecer para siempre en esta playa, perdido en el tiempo, perdido en la belleza, en la inocencia de esta muchacha que no sentía el menor miedo de lo que pudiera sucederle en este mundo. Ella le estaba hablando de un hombre llamado Louis Inch que estaba tratando de sobornar al consejo municipal para que cambiaran las leyes de alquileres y de construcción de edificios. Parecía saber muchas cosas sobre aquel tal Inch. Al parecer, lo había investigado. Aquel hombre era como uno de los ancianos de la Iglesia mormona. Finalmente, Irene dijo:

—Si no fuera demasiado malo para mi karma, yo misma mataría a ese hijo de puta.

David Jatney se echó a reír.

—Pues yo asesiné en una ocasión al presidente. —Le contó el juego del asesinato que se practicaba en la universidad, durante el que fue héroe por un día—. Y los ancianos mormones, que dirigían el lugar, me hicieron expulsar.

Pero Irene estaba ocupada ahora con su pequeño hijo que tenía una pesadilla y se había despertado gritando bajo la luz de la luna, sin comprender dónde estaba. Ella le tranquilizó y después le dijo a Jatney:

—Ese tal Inch cena mañana por la noche con algunos de los miembros del consejo municipal. Los ha invitado a Michael’s y ya sabes lo que significa eso. Tratará de sobornarlos. Realmente, me gustaría mucho dispararle a ese hijo de puta.

—Pues yo no estoy nada preocupado por mi karma —le dijo David Jatney—. Si quieres, yo me encargaré de dispararle.

Ambos se echaron a reír.

A la noche siguiente, David Jatney limpió el rifle de caza que se había traído desde Utah y efectuó el disparo que hizo añicos el parabrisas de la limusina de Louis Inch. En realidad, no apuntó contra nadie en particular y el disparo se acercó mucho más de lo que él hubiera querido. Lo único que sintió fue curiosidad por saber si tendría valor suficiente para hacerlo.