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El presidente Kennedy, seguro en el poder y en el cargo, con sus enemigos derrotados, contempló su destino. Aún había que dar un último paso, tomar una decisión final. Había perdido a su esposa y a su hija, y su vida personal había perdido todo significado. Lo que le quedaba era una vida entrelazada con el pueblo de Estados Unidos. ¿Hasta dónde deseaba llegar en ese compromiso?

Anunció que en noviembre se presentaría a la reelección, y organizó su campaña. Oddblood Gray recibió instrucciones de neutralizar al popular agitador negro, el reverendo Foxworth. A Christian Klee se le ordenó ejercer presión legal sobre todos los grandes negocios, especialmente los medios de comunicación, para impedir que interfirieran en el proceso electoral. La vicepresidenta Helen du Pray quedó encargada de movilizar a las mujeres del país. Arthur Wix, que tenía un gran poder en los círculos liberales del Este, y Eugene Dazzy, que controlaba a los líderes ilustrados de los negocios, se encargaron de movilizar el dinero. Pero Francis Kennedy sabía que, en última instancia, todo eso era secundario. Todo dependería de él mismo, de hasta qué punto estaría dispuesto el pueblo de Estados Unidos a seguir el camino con él, personalmente.

Había una cuestión crucial: esta vez, el pueblo debía elegir un Congreso que se mantuviera sólidamente tras el presidente de Estados Unidos. Kennedy sonrió y pensó que ahora no tenía necesidad de censurar su propio cerebro. Lo que deseaba era un Congreso que hiciera exactamente lo que él deseara que hiciese.

Así que Francis Kennedy tenía que percibir ahora los sentimientos más íntimos del país. Se trataba de una nación conmocionada. La explosión de la bomba atómica en Nueva York había sido un trauma psicológico nunca experimentado. Era desconcertante que tal acto hubiera sido cometido por dos de los más inteligentes y privilegiados de sus ciudadanos. Ese acto representaba la más calamitosa extensión de la filosofía de la libertad individual, de la que tanto se enorgullecía el país. Los derechos del individuo eran los más sagrados de la democracia estadounidense. Pero Francis Kennedy tenía la impresión de que el estado de ánimo del pueblo había cambiado.

Una vez pasada la conmoción y el horror, en las ciudades pequeñas y en las zonas rurales perduró una sobria satisfacción. Nueva York había recibido lo que se merecía. Había sido una pena que la bomba no hubiera sido más grande y hubiese volado toda la ciudad, con sus ricos hedonistas, sus semitas confabulados, sus negros criminales. Después de todo, al parecer había un Dios justo en el cielo. Un Dios que había elegido el lugar correcto para aplicar este gran castigo. Pero el país también estaba atenazado por el temor de que su destino, sus vidas, su propio mundo y su posteridad pudieran ser rehenes de unos cuantos semejantes que estuvieran locos. Kennedy percibió todo eso.

Cada viernes por la noche aparecía en televisión para transmitir un informe al pueblo. En realidad, se trataba de discursos de campaña hábilmente disfrazados, pero ahora ya no tenía problema alguno para acceder a las emisoras de televisión.

Anunció que durante su segundo mandato sería aún más duro con el crimen. Volvería a luchar para dar a cada estadounidense la oportunidad de comprarse una casa nueva, cubrir sus costes sanitarios y asegurarse de que sus hijos pudieran acceder a una educación superior. Y resaltó, sobre todo, que eso no era socialismo. El coste de todos estos programas sociales se pagaría, sencillamente, detrayéndolo de las grandes y ricas empresas de Estados Unidos. Declaró no abogar por el socialismo, y que sólo deseaba proteger al pueblo de Estados Unidos de sus ricos «regios». Y eso fue algo que dijo una y otra vez.

Los miembros del club Sócrates contemplaron todas estas apariciones en televisión con cólera y desprecio. Ya habían visto antes a otros demagogos similares, a los harapientos profetas políticos de las tierras del Sur, a los comunistas puritanos del corazón del Oeste, todos ellos predicando un evangelio que abogaba en favor de robar a los ricos. Esos movimientos siempre habían sido arrollados por el buen sentido del pueblo. Pero ahora había dos cosas que preocupaban al club Sócrates. Una era que un político, incluso un presidente, prometiera al electorado un lugar en el cielo, y otra muy distinta que ese hombre fuera Kennedy. Francis Kennedy era el orador más carismático que hubiera pasado nunca por la televisión. No sólo se trataba de su extraordinaria presencia física, de su estilo perfecto, o de la mezcla de rasgos patricios con los ordinarios. Además de eso, nunca dejaba de demostrar su buen humor. Poseía la alegre franqueza del mejor amigo, la familiaridad del hermano mayor favorito; establecía sus puntos de vista con un ingenio deslumbrante. Encantaba con todo esto a las audiencias de televisión, pero, sobre todo, proponía sus teorías de gobierno con una agudeza y claridad que permitían que el pueblo comprendiera lo que decía, así como sus objetivos.

Utilizó ciertas frases hechas y pequeños discursos que llegaban directamente al corazón.

—Declararemos la guerra a todas las tragedias cotidianas de la existencia humana —dijo—, no a otras naciones.

Repitió la famosa pregunta que ya había utilizado en su primera campaña:

—¿Cómo es posible que surja prosperidad en el mundo después de cada gran guerra, cuando se han gastado cientos de miles de millones de dólares, despilfarrándolos en la muerte? ¿Y si se hubiera utilizado todo ese dinero en la mejora de la humanidad?

Bromeó diciendo que, con el coste de un submarino nuclear, podrían construirse mil casas para los pobres. Con el coste de una flota de bombarderos Stealth se podrían financiar un millón de casas.

—Nos haremos a la idea de que todos esos artefactos se han perdido en maniobras —dijo—. Eso es algo que ya ha sucedido antes y, además, con la pérdida de valiosas vidas humanas. Simplemente, nos haremos a la idea de que ha sido así.

Cuando los críticos señalaron que se resentiría la defensa de Estados Unidos, dijo que los informes estadísticos del departamento de Defensa eran secretos, y que nadie lo sabría. Esta clase de réplicas, dichas a la ligera, enfurecían a los medios de comunicación mucho más que al Congreso o al club Sócrates.

Pero lo que el club Sócrates veía con la mayor alarma inmediata eran los nombramientos de Kennedy para la dirección de las agencias reguladoras; se trataba en su mayoría de izquierdistas que seguían la visión de Kennedy de limitar ampliamente el poder de las grandes corporaciones. Estaba además su programa para romper el monopolio de las emisoras de televisión, los periódicos y las compañías editoriales, que debían separar sus productos. Una misma corporación ya no podría mantener la actividad en las tres divisiones de los medios de comunicación. Si se era propietario de una emisora de televisión, sólo podía desarrollarse la actividad en la televisión; si se era propietario de una editorial, sólo se podía publicar libros, y lo mismo sucedía con los periódicos y los estudios cinematográficos. Francis Kennedy dirigió a la nación un fuerte discurso hablando de este tema. Citó el caso de Lawrence Salentine como ejemplo característico. Salentine no sólo era propietario de una gran cadena de televisión y algunas de las mayores compañías de televisión por cable del país, sino que también poseía un estudio cinematográfico en California, una de las mayores editoriales y una cadena de periódicos. Kennedy le dijo a su audiencia que el hecho de que un solo hombre controlara tantos medios de comunicación iba en contra del mismo principio de la democracia. Eso significaba tanto como conceder más de un voto a una sola persona.

El Congreso, el club Sócrates y casi todas las demás grandes empresas del país se unieron para oponerse a él. De ese modo se preparó el escenario para que se librara una de las mayores batallas políticas en la historia de Estados Unidos.

El club Sócrates decidió organizar un seminario en California acerca de cómo derrotar a Kennedy en las elecciones de noviembre. Lawrence Salentine estaba muy preocupado. Sabía que el fiscal general estaba preparando graves acusaciones sobre las actividades de Bert Audick y acumulaba sus investigaciones sobre los acuerdos financieros de Martin Mutford. Greenwell estaba demasiado limpio como para tener problemas, y Salentine no se sentía preocupado por él. Pero sabía lo muy vulnerable que era su propio imperio en los medios de comunicación. Se habían salido tanto con la suya durante tantos años, que se habían vuelto descuidados. Su compañía editora de libros y revistas no tenía ningún problema. Nadie le haría el menor daño a los medios impresos, ya que la protección constitucional era demasiado fuerte. Aunque, desde luego, un hombre tan astuto como Klee siempre podía aumentar las tarifas postales.

Pero lo que más preocupaba a Salentine era su imperio televisivo. Después de todo, las ondas pertenecían al gobierno, y era éste el que las distribuía. Las emisoras de televisión funcionaban sobre la base de una licencia. Para Salentine siempre había sido motivo de sorpresa que el gobierno permitiera a la empresa privada utilizar esas ondas y ganar tanto dinero, sin aplicar los impuestos correspondientes. Se estremeció ante la idea de que pudiera establecerse una Comisaría Federal de Comunicaciones bajo la dirección de Kennedy. Eso podía significar el fin de la televisión y las compañías de televisión por cable tal y como estaban constituidas ahora.

También se sentía preocupado por Louis Inch. Le molestaba su estupidez y falta de sensibilidad. ¿Cómo podía haberse enriquecido tanto un tipo tan obtuso? Era como uno de esos idiotas que poseían la misteriosa capacidad para resolver ecuaciones matemáticas. Aquel hombre era un verdadero genio para las operaciones inmobiliarias, y el sueño simplista de aquel idiota consistía en una única idea: construir siempre verticalmente, nunca horizontalmente.

El hombre no tenía ni la más remota sospecha de lo mucho que se le odiaba, incluso por sus colaboradores más cercanos, pero sobre todo por parte de las personas que vivían en los centros de las ciudades, por los negros e hispanos que habitaban en los barrios pobres, y por los blancos de la clase trabajadora que vivían en las zonas rurales y en las ciudades pequeñas. Parecía como si toda aquella gente fuera capaz de oler su avidez, su insensibilidad para con las necesidades humanas. Si las cosas empezaban a ir mal, aquel hombre podía convertirse en una carga onerosa. Pero lo necesitaban en la lucha que se avecinaba contra Kennedy. Louis Inch no tenía miedo de asomar la cabeza. Aquel hombre tenía verdadero valor. No tenía miedo de sobornar a nadie. Y eso siempre es una ventaja a tener en cuenta, tanto en una democracia como en una dictadura.

Louis Inch, que era, desde luego, el hombre más odiado en la ciudad de Nueva York, se ofreció voluntario para restaurar la zona de la ciudad afectada por la explosión atómica. Las ocho manzanas serían purificadas con monumentos de mármol distribuidos por una zona boscosa y verde. Lo haría a su costa, sin obtener beneficios, y el proyecto quedaría terminado en seis meses. Afortunadamente, la radiación había sido mínima.

Todo el mundo sabía que Louis Inch hacía las cosas mucho mejor que cualquier agencia gubernamental. Desde luego, él sabía que, con todo, ganaría una buena cantidad de dinero a través de sus empresas subsidiarias en la construcción, las comisiones de planificación y los comités asesores. Y la publicidad que se haría iba a ser de un valor inestimable.

Louis Inch era uno de los hombres más ricos del país. Su padre había sido el habitual propietario de viviendas de la gran ciudad, capaz de cortar la calefacción, disminuir los servicios y expulsar a los inquilinos para construir pisos mucho más caros. El soborno de los inspectores de la construcción era una habilidad que había aprendido sobre las rodillas de su progenitor. Más tarde, armado con un título universitario en dirección de empresas y en derecho, sobornó a los ediles municipales, los presidentes de distrito y sus equipos, e incluso a los alcaldes.

Fue él quien luchó contra las leyes de control de alquileres en Nueva York, el que estableció los acuerdos inmobiliarios que le permitieron construir rascacielos a lo largo de Central Park, un parque convertido ahora en una marquesina de monstruosos edificios de acero en los que se alojaban corredores de bolsa de Wall Street, profesores de prestigiosas universidades, escritores famosos, artistas de moda y los chefs de los restaurantes más caros.

El reverendo Foxworth acusó a Louis Inch de ser el responsable de los horribles barrios bajos de la parte superior del West Side, el Bronx, Harlem y Coney Island, debido simplemente a la gran cantidad de viviendas que había destruido en su peculiar reconstrucción de Nueva York. También le acusó de bloquear la rehabilitación del distrito de Times Square, al mismo tiempo que compraba en secreto edificios y manzanas enteras. Ante estas acusaciones, Inch replicó que el reverendo Foxworth representaba a gentes que siempre le pedirían a uno la mitad de lo que tuviera, aunque sólo fuera una bolsa llena de mierda.

Otra de las estrategias de Inch consistía en apoyar las leyes municipales que exigían que los propietarios alquilaran sus viviendas acualquiera, independientemente de la raza o el credo. Había pronunciado discursos apoyando esas leyes, porque eso ayudaba a eliminar del mercado a los pequeños propietarios. Un propietario que sólo tenía para alquilar el piso de arriba y/o el sótano de su casa, tenía que aceptar a borrachos, esquizofrénicos, traficantes de drogas, violadores y artistas del asalto a mano armada. Finalmente, esos pequeños propietarios se fueron sintiendo desilusionados, vendieron sus casas y se trasladaron a los suburbios.

Pero Louis Inch ya había dejado atrás todo eso, y ahora había ascendido de clase. Los millonarios abundaban, y él era una de las aproximadamente cien personas que tenían más de mil millones de dólares en Estados Unidos. Era propietario de compañías de autobuses, hoteles y hasta de una línea aérea. Poseía uno de los casinos-hotel más grandes de Atlantic City, así como edificios de apartamentos en Santa Mónica, California, aunque precisamente las propiedades de Santa Mónica eran las que le causaban mayores problemas.

Había pasado a formar parte del club Sócrates porque creía que sus poderosos miembros podrían ayudarle a solucionar sus problemas inmobiliarios en aquel lugar. El golf era un deporte perfecto para organizar conspiraciones. Se intercambiaban bromas, se hacía ejercicio sano y se llegaba a acuerdos. ¿Y qué otra cosa podía ser más inocente que practicar el golf? Ni los más fanáticos investigadores de los comités del Congreso, o los jueces-verdugo de la prensa podrían acusar a los golfistas de intencionalidad criminal.

El club Sócrates resultó ser mucho mejor de lo que Inch había sospechado. Entabló amistad con las aproximadamente cien personas que controlaban el aparato económico y la maquinaria política del país. Fue en el club Sócrates donde Louis Inch se hizo miembro de la Liga del Dinero, que tenía capacidad para comprar de una sola vez a toda una delegación del Congreso de un estado. Claro que no se les podía comprar por completo, ya que aquí no se hablaba de abstracciones, como el diablo y Dios, el bien y el mal, la virtud y el pecado. No, aquí se hablaba de política, de aquello que era posible hacer. Había momentos en que un congresista tenía que oponerse a otro para ganar la reelección. Cierto que el noventa y ocho por ciento de los congresistas resultaban reelegidos, pero siempre quedaba aquel otro dos por ciento que tenían que escuchar a sus votantes. Louis Inch tenía un sueño imposible. No, no quería llegar a ser presidente de Estados Unidos; sabía que nunca se borraría su estigma como propietario de viviendas de alquiler. El lavado que le dio al rostro de Nueva York fue un asesinato arquitectónico. Había millones de habitantes que vivían en barrios pobres en Nueva York, Chicago y, sobre todo, Santa Mónica a los que nada les gustaría más que lanzarse a las calles dispuestos a colocar su cabeza en una pica. No, su verdadero sueño consistía en convertirse en el primer hombre del mundo civilizado moderno que alcanzara una fortuna personal de cien mil millones de dólares. Ser un multimillonario plebeyo que habría ganado su fortuna con las manos encallecidas de un trabajador.

Inch sólo vivía para que llegara el día en que pudiera decirle a Bert Audick: «Ya tengo mil unidades». Siempre le había irritado que los petroleros texanos hablaran en unidades. En Texas, una «unidad» equivalía a cien millones de dólares. Después de la destrucción de la ciudad de Dak, Audick dijo: «Dios mió, he perdido allí quinientas unidades». Inch se había prometido a sí mismo que algún día le diría a Audick: «Demonios, ya tengo mil unidades en propiedades inmobiliarias», ante lo que, sin lugar a dudas, Audick lanzaría un silbido y diría: «Cien mil millones de dólares», a lo que Inch replicaría: «Oh, no, un billón de dólares. En Nueva York, una unidad son mil millones de dólares». Eso arreglaría para siempre todas aquellas tonterías de los de Texas.

Para convertir ese sueño en realidad, a Louis Inch se le ocurrió el concepto de «espacio aéreo». Es decir, compraría el espacio aéreo situado por encima de los edificios existentes y construiría sobre ellos. Ese espacio aéreo podía comprarse por casi nada. Se trataba de un concepto nuevo, del mismo modo que lo habían sido los terrenos pantanosos cuando su abuelo empezó a comprarlos, sabiendo que la tecnología solucionaría el problema de drenar las marismas y convertirlas en provechosas hectáreas para la construcción. Del mismo modo, Louis Inch sabía que podría construir encima de los edificios existentes de las grandes ciudades. El problema consistía en impedir que la gente y sus legisladores le detuvieran en sus proyectos. Eso le exigiría tiempo y una enorme inversión, pero confiaba en poder lograrlo. Cierto que ciudades como Chicago, Nueva York, Dallas o Miami se transformarían en gigantescas prisiones de acero y cemento, pero la gente no tenía por qué vivir allí, excepto la élite, a la que tanto le gustaban los museos, los cines, el teatro y la música. Naturalmente, habría pequeños barrios con tiendas para los artistas.

Y, desde luego, la cuestión era que si Louis Inch alcanzaba finalmente el éxito, ya no quedarían barrios pobres en la ciudad de Nueva York. Simplemente, porque los criminales y las clases trabajadoras no podrían pagar los alquileres. Tendrían que venir desde los suburbios, en trenes o autobuses especiales, y se marcharían al caer la noche. De ese modo, los inquilinos y propietarios de los edificios de apartamentos construidos por la Inch Corporation podrían salir para ir al teatro, las discotecas, los restaurantes caros, sin tener que preocuparse de las calles oscuras de la ciudad. Podrían pasear por las avenidas, e incluso aventurarse por las calles secundarias y los parques rodeados de una gran seguridad relativa. ¿Y qué pagarían por disfrutar de tales paraísos? Fortunas.

Louis Inch tenía una debilidad. Amaba a su esposa Theodora. Era una rubia opulenta, dotada de conciencia social y un corazón tierno. La había conocido cuando ella estudiaba en la universidad de Nueva York y él había pronunciado una conferencia sobre cómo los propietarios inmobiliarios afectaban a la cultura de las grandes ciudades. Como suele suceder con tantos hombres orientados hacia el dinero, Louis admiraba a las mujeres que consideraban el dinero como algo sin valor en sí mismo. Le gustó la conciencia social de Theodora, el amor que ella sentía por sus semejantes y su deseo de ayudarles. Le encantó su buen humor y su naturalidad. Y le gustó sobre todo su excelente sexualidad, gracias a la cual pasarse una o dos horas en la cama, antes de cenar, formaba una parte importante de un día constructivo para ella. Por la noche, ella estudiaba antes de acostarse, leía, escuchaba cintas educativas con los auriculares puestos y tomaba notas sobre lo que haría al día siguiente.

Ambos se complementaban a la perfección. Él era una rareza en la sociedad estadounidense, un hombre muy rico feliz en su matrimonio, feliz en su trabajo, encantado con las ambiciones de su esposa. De ese modo, pudo dedicar todos sus sueños a convertirse en multimillonario, porque, en el aspecto de la aventura y el riesgo, podía dedicarse a comprar el infinito espacio aéreo de las grandes ciudades.

La felicidad del matrimonio Inch duró diez años. La primera y pequeña grieta fue causada precisamente por el reverendo Foxworth. Theodora Inch lo admiraba como uno de los grandes líderes negros del país que seguía la tradición de Martin Luther King.

La propia Theodora se convirtió en una de las líderes del grupo de mujeres ricas decididas a devolver el dinero de sus maridos a los pobres, y a organizar una enorme fiesta social en beneficio de los que no tenían hogar. Las entradas se vendían a diez mil dólares la pareja y lo recaudado se emplearía para construir un enorme refugio para los desamparados. El baile se celebraría en el hotel Plaza y sería uno de los mayores acontecimientos sociales en la historia de Nueva York. También demostraría que a la familia Inch le importaba mucho el bienestar social de Nueva York.

Theodora Inch solicitó la ayuda del reverendo Baxter Foxworth para asegurar la presencia en el baile de los representantes del poder negro. Con una divertida amabilidad, el reverendo le dijo que había muy pocos negros lo bastante ricos como para permitirse pagar el precio de la entrada. Theodora Inch le aseguró que le entregaría gratis un talonario de cincuenta entradas. El reverendo aceptó.

Los periódicos se vieron plagados de noticias intrigantes sobre el acontecimiento; se exigiría que los participantes acudieran ataviados con vestimentas de época para representar las diferentes etapas históricas de la ciudad de Nueva York. Llevarían disfraces de antiguos alcaldes, políticos famosos y barones del robo. Al baile asistirían mil personas, aunque, en realidad, se habían vendido más entradas. Todas las grandes corporaciones comprendieron que tenían que comprar varias entradas para asegurarse la buena voluntad de los funcionarios municipales y del imperio inmobiliario Inch. Las empresas de Wall Street se mostraron especialmente generosas; los corredores de bolsa estaban cansados de acudir a trabajar para tropezar con borrachos que dormían en las plazas ornamentadas de los hermosos rascacielos que Louis Inch había construido para ellos.

La noche del baile, todo estaba preparado. Las unidades móviles de la televisión rodeaban el hotel Plaza, y las largas hileras de limusinas se extendían y embotellaban la zona hasta la calle Setenta y dos, para llegar a la entrada del Plaza, en la Cincuenta y nueve. Cuando las limusinas llegaban a la altura de la Sesenta, eran saludadas por enjambres de hombres y mujeres sin hogar, vestidos con sucios harapos, que limpiaban los parabrisas de las limusinas y luego extendían las sucias palmas de sus manos en busca de una propina. Y no recibían nada.

La audiencia de televisión no comprendió que los muy ricos casi nunca llevan dinero en metálico. ¿Quién no ha conocido a algún personaje famoso que se ha visto obligado a pedir prestado un dólar para dárselo de propina a la persona que atiende los lavabos? Pero lo cierto es que la imagen televisiva que se vio en Estados Unidos fue la de la gente pobre rechazada por los muy ricos.

Ésa fue la pequeña chanza del reverendo Foxworth. El bueno del reverendo había reclutado a alcohólicos y drogadictos, los había llevado hasta los alrededores del hotel Plaza, en camionetas especiales, y los había soltado por allí para que mendigaran. El mensaje que dirigía al imperio Inch era que no se podía comprar a la oposición con tanta facilidad.

Al día siguiente, Louis Inch contraatacó. Ordenó que se fabricaran un millón de chapas con la leyenda «QUIERO A NUEVA YORK», en forma de enormes óvalos blancos y rojos, y las distribuyó gratuitamente a todo el mundo en sus hoteles y corporaciones.

Pero su esposa quedó encantada con esta broma humillante y, al día siguiente, al encontrarse con el reverendo Baxter Foxworth con la intención de reprochárselo, se convirtió en su amante secreta.

Convocado a la reunión del club Sócrates en California, Louis Inch inició un viaje por Estados Unidos para conferenciar con las grandes corporaciones inmobiliarias de las grandes ciudades. Obtuvo de ellas la promesa de contribuir con dinero para lograr la derrota de Kennedy. Pocos días más tarde, al llegar a Los Ángeles, decidió hacer un viaje a Santa Mónica, antes de acudir al seminario.

Santa Mónica era una de las ciudades más hermosas de Estados Unidos, gracias, sobre todo, a que sus ciudadanos habían logrado resistir con éxito los esfuerzos de los intereses inmobiliarios por construir rascacielos, y a que votaron leyes para estabilizar los alquileres y controlar la construcción. Un apartamento estupendo en la avenida Ocean, que da al Pacífico, sólo costaba una sexta parte de los ingresos de un ciudadano. Esta situación estaba volviendo loco a Inch desde hacía veinte años. Para él, lo de Santa Mónica era una afrenta, un insulto al espíritu estadounidense de la libre empresa; aquellas viviendas podrían alquilarse a diez veces su precio actual, teniendo en cuenta las presentes circunstancias. Él había comprado muchos de los edificios de apartamentos. Se trataba de encantadores complejos de estilo español, pródigos en su uso de unos valiosos terrenos, dotados de patios y jardines interiores, con alturas escandalosamente bajas de sólo dos pisos. El espacio aéreo sobre Santa Mónica valía miles de millones, y la vista del océano Pacífico podría hacerle ganar mucho dinero. A veces se le ocurrían ideas extravagantes para construir verticalmente en el mismo océano. Eso era algo que le daba vértigo.

Desde luego, no trató de sobornar directamente a los tres concejales municipales a los que invitó a Michael’s (cuya comida era deliciosa, pero el espacio que ocupaba el restaurante era un escandaloso desperdicio de valiosos terrenos inmobiliarios). Sin embargo, sí les comunicó sus planes, y les demostró cómo todos podrían ser multimillonarios sólo con cambiar algunas leyes. Se sintió consternado cuando ellos no demostraron el menor interés. Pero eso no fue lo peor de todo. Cuando Louis Inch subió a su limusina, se produjo una gran explosión. El cristal se esparció por todo el interior del vehículo: la ventanilla trasera se desintegró, en el parabrisas apareció de pronto un gran agujero y las telarañas se extendieron por el resto del cristal.

Cuando llegó la policía, le dijeron a Inch que el daño lo había causado una bala de rifle. Al preguntarle si tenía enemigos, Louis Inch les aseguró con toda sinceridad que no tenía ninguno.

Al día siguiente comenzó el seminario especial del club Sócrates sobre «La demagogia en la democracia».

Estaban presentes Bert Audick, sometido ahora a un procesamiento preventivo; George Greenwell, que tenía el mismo aspecto que el trigo viejo almacenado en sus gigantescos silos del Medio Oeste; Louis Inch, con el rostro pálido a causa de lo cerca que había estado de la muerte el día anterior; Martin Reservado Mutford, con un traje de Armani que no podía ocultar su incipiente gordura, y Lawrence Salentine.

Bert Audick fue el primero en tomar la palabra.

—¿Quiere alguien explicarme cómo es posible que Kennedy no sea un comunista? —preguntó—. Kennedy pretende socializar la medicina y la construcción de viviendas. Incluso se ha atrevido a procesarme. No debemos darle más vueltas, sino afrontar un hecho fundamental: constituye un peligro inmenso para todo aquello que defendemos los que estamos aquí. Tenemos que tomar medidas drásticas.

—Podrá procesarle, pero no podrá condenarle —dijo George Greenwell con serenidad—. En este país aún funciona la legalidad judicial. Sé que ha soportado usted una gran provocación, pero le aseguro que si escucho en esta reunión cualquier conversación peligrosa, me marcharé inmediatamente. No quiero escuchar nada que sea traicionero o sedicioso.

—Quiero a mi país más que nadie de los presentes —replicó Bert Audick, sintiéndose ofendido—. Eso es lo que más me afecta. La acusación dice que actué de una forma traicionera. ¡Yo! Mis antepasados ya vivían en este país cuando los jodidos Kennedy aún estaban comiendo patatas en Irlanda. Yo ya era rico cuando ellos no eran más que contrabandistas de licores en Boston. Aquellos artilleros dispararon contra aviones estadounidenses sobre Dak, pero no siguiendo mis órdenes. Claro que le ofrecí un acuerdo al sultán de Sherhaben, pero actuaba en armonía con los intereses de Estados Unidos.

—Sabemos que Kennedy es el problema —dijo Lawrence Salentine con sequedad—. Estamos aquí para discutir una solución. Eso es algo a lo que tenemos derecho, y es un deber para nosotros.

—Lo que Kennedy le está diciendo al país es pura mierda —dijo Martin Mutford—. ¿De dónde va a salir el capital necesario para llevar adelante todos esos programas? Está hablando de una forma modificada de comunismo. Si pudiéramos martillear esa idea en los medios de comunicación, el pueblo le volvería la espalda. Todos los hombres y mujeres de este país creen que algún día serán millonarios, y ya andan preocupados por el mordisco de los impuestos.

—Entonces, ¿cómo es que todas las encuestas señalan que Francis Kennedy ganará en noviembre? —preguntó Salentine con irritación.

Como ya le había sucedido en muchas otras ocasiones, le asombraba la torpeza de los hombres poderosos. No parecían haberse dado cuenta del enorme encanto personal de Kennedy, de su apelación a la masa del pueblo, sencillamente porque ellos eran impermeables a ese encanto. Se produjo un silencio y al fin tomó la palabra Martin Mutford.

—He podido echarle un vistazo a toda la legislación que se está preparando para regular el mercado de valores y los bancos. Si Kennedy consigue que se apruebe, se producirá una fuerte disminución de beneficios. Y si consigue poner en acción a la gente de sus agencias reguladoras, las cárceles se llenarán de gente muy rica.

—Estaré allí esperándoles —dijo Audick sonriendo. Estaba de muy buen humor, a pesar de las acusaciones en su contra—. Para entonces confiarán en mí; me aseguraré que tengáis flores en las celdas.

Inch le respondió con impaciencia:

—Estarás en una cárcel de lujo jugando con ordenadores para controlar tus petroleros.

Louis Inch nunca le había caído bien a Audick. No podía gustarle una persona que se dedicaba a amontonar a gente, desde los sótanos hasta las alturas, cobrándoles además un millón de dólares por pisos cuyo tamaño no era mayor que una escupidera.

Audick dijo:

—Estoy seguro de que mi celda será más grande que uno de tus elegantes pisos. Y una vez que me encuentre en ella, no estés tan jodidamente seguro de que tendrás suficiente petróleo como para calentar tus rascacielos. Y otra cosa: seguro que me saldrá todo mejor en la cárcel que en tus casinos de Atlantic City.

En razón de su edad y mayor experiencia en tratos con el gobierno, George Greenwell se consideró obligado a cambiar el cauce de la conversación.

—Considero que, con los recursos de nuestras empresas y otros que movilicemos, deberíamos financiar con la máxima generosidad la campaña del rival de Kennedy. Martin, creo que deberías ofrecerte como director de la campaña.

Martin Mutford repuso:

—Primero deberíamos decidir de qué cantidad hablamos y cuál será la contribución de cada uno.

Greenwell contestó:

—¿Qué opinaríais de quinientos millones?

Intervino Bert Audick:

—Poco a poco. Acabo de perder cincuenta mil millones y pretendes que aporte otra «unidad».

—Eso es una unidad, Bert —replicó Louis Inch con malicia—. ¿Es que la industria petrolífera se va a echar atrás? ¿Es que ustedes los tejanos no pueden sacar unos piojosos cien millones?

—El tiempo en televisión cuesta mucho dinero —dijo Salentine—. Si pretendemos saturar las ondas desde ahora hasta noviembre, eso significa que nos quedan cinco meses. Va a ser algo muy caro.

—Y su emisora de televisión se llevará un buen bocado de todo eso —dijo Louis Inch con agresividad. Se enorgullecía de su reputación como feroz negociador—. Ustedes, los de la televisión, aportan su participación sacándola de un bolsillo y como por arte de magia se la meten por el otro. Creo que eso es algo a tener en cuenta en el momento de contribuir.

—Miren, estamos diciendo tonterías —intervino Martin Mutford.

Reservado Mutford era famoso por su forma caballerosa de tratar los asuntos de dinero. Para él, sólo significaba un télex ordenando el trasvase de una especie de sustancia espiritual de un cuerpo etéreo a otro. No tenía realidad. Regalaba a amantes ocasionales un Mercedes nuevo, un detalle excéntrico que había aprendido de los tejanos ricos. Si tenía una amante durante un año, le compraba un apartamento para asegurarle la vejez. Otra amante había recibido una casa en Malibú, otra un castillo en Italia y un apartamento en Roma. A un hijo ilegítimo le había comprado un casino en Inglaterra. Todo eso no le había costado nada, excepto firmar simples trozos de papel. Y siempre disponía de un lugar donde alojarse cuando viajaba. Albanese le debía su famoso restaurante y edificio de apartamentos, que había conseguido de la misma forma. Y había otras muchas. El dinero no significaba nada para Reservado Mutford.

—Yo ya he pagado mi parte con la destrucción de Dak —dijo Audick agresivamente.

—Bert, no está usted delante de un comité del Congreso argumentando la necesidad de conseguir concesiones petrolíferas —le recordó Mutford.

—No le queda otra elección —le dijo Louis Inch a Audick—. Si Kennedy es elegido y consigue el Congreso que quiere, irá a parar a la cárcel.

George Greenwell volvió a preguntarse si no debería disociarse oficialmente de estos hombres. Después de todo, era demasiado viejo para estas aventuras. Su imperio del grano corría menos peligro que los campos de actividad de los otros. La industria petrolífera había chantajeado de una forma demasiado evidente al gobierno para obtener beneficios escandalosos. Su propio negocio del grano era algo apenas conocido. La gente no sabía que sólo eran cinco o seis grandes compañías privadas las que controlaban el pan del mundo. Greenwell temía que un hombre precipitado y beligerante como Bert Audick pudiera meterlos a todos en graves problemas. Sin embargo, disfrutaba con la vida del club Sócrates, de los seminarios celebrados en largos fines de semana, llenos de discusiones interesantes sobre los asuntos del mundo, de las sesiones de backgammon y las estratagemas del bridge. Pero ya había perdido ese duro deseo de obtener lo mejor de sus semejantes.

—Vamos, Bert —dijo Inch—, ¿qué demonios significa una piojosa «unidad» para la industria del petróleo? Ustedes han estado mamando del público con sus concesiones de extracción de petróleo desde hace por lo menos cien años.

—¿Y qué hay de nuestro amigo Reservado? —preguntó Salentine con sequedad—. Tiene más dinero que todos nosotros juntos. Nosotros podemos echar mano del Tesoro gubernamental, pero él hace lo mismo con el producto interior bruto. La banca y Wall Street serán los primeros en recibir una patada en el trasero. Han sido tan descarados, que Kennedy podría colgarlos a todos de las farolas de Wall Street, y los ciudadanos lo celebrarían con una fiesta haciendo ondear las cintas de cotizaciones.

Reservado —dijo Inch con una mueca—, sus compañeros del dinero están enfurecidos. El último descenso del mercado, que usted dirigió, costó a los accionistas por lo menos doscientos mil millones de dólares.

—Dejen de decir tonterías —exclamó Martin Mutford echándose a reír—. Todos estamos juntos en esto. Y todos palmaremos juntos si Kennedy gana. Olvidémonos del dinero y vayamos al meollo del asunto. ¿Qué me dicen de su fracaso para actuar a tiempo ante esa amenaza de bomba atómica, a impedir la explosión? ¿Y el hecho de que nunca haya habido una mujer en su vida desde la muerte de su esposa? ¿No estará tirándose en secreto a mujeres liberales en la Casa Blanca, como hacía su tío Jack? ¿Y qué me dicen de otro millón más de cosas? ¿Y los miembros de su equipo personal? Tenemos mucho trabajo que hacer.

Sus palabras les distrajeron. Audick dijo con expresión reflexiva:

—No tiene a ninguna mujer. Eso ya lo he comprobado yo. Quizá sea uno de esos maricones.

—¿Y qué? —replicó Salentine.

Algunas de las mejores estrellas de sus emisoras de televisión eran gays, y él era sensible al tema. El lenguaje empleado por Audick le ofendía. Pero, inesperadamente, Louis Inch apoyó el punto de vista de Audick.

—Vamos —le dijo a Salentine—, al público no le importa que uno de sus estúpidos comediantes sea gay, pero ¿el presidente de Estados Unidos?

—Llegará el momento —dijo Salentine.

—No podemos esperar —dijo Mutford—. Y, además, el presidente no es gay. Se encuentra en una especie de hibernación sexual. Por otra parte, me han llegado rumores de que empieza a sentirse interesado por una joven dama.

—¿Muy joven? —preguntó Louis Inch ávidamente.

—No lo suficiente para nuestros propósitos —contestó Mutford con sequedad—. Creo que nuestra mejor posibilidad consiste en atacarlo a través de su equipo personal. —Reflexionó un momento y añadió—: Tengo a algunas personas comprobando al fiscal general, Christian Klee. Es un tipo un tanto misterioso para ser una figura pública. Es muy rico, mucho más de lo que se imagina la gente. Le he echado un vistazo a sus cuentas bancarias, no oficialmente, claro. No gasta mucho, no mantiene a ninguna mujer, no está metido en drogas; todo eso se habría reflejado en su liquidez. Es un abogado brillante a quien, en realidad, no le importa mucho la ley. Sabemos que es fiel a Kennedy, y la forma en que protege al presidente es una maravilla de eficiencia. Pero esa misma eficiencia dificulta la campaña de Kennedy, porque Klee no le permite poner toda la carne en el asador. En conjunto, yo me concentraría sobre Klee.

—Klee fue de la CÍA —dijo Audick—. Alcanzó un alto puesto en operaciones. He oído contar algunas historias extrañas sobre él.

—Quizá esas historias puedan convertirse en nuestra munición —dijo Mutford.

—Sólo son historias —replicó Audick—, y nunca lograremos sacar nada de los archivos de la CÍA, y mucho menos con ese Tappey dirigiendo el espectáculo.

—Resulta que yo poseo cierta información sobre el jefe de los consejeros del presidente —dijo George Greenwell con naturalidad—, ese tal Dazzy lleva una vida personal algo liada. Su esposa y él andan peleados, y él se ve con una joven.

«Oh, mierda —pensó Mutford—, tengo que alejarles de esto». Jeralyn Albanese le había contado que Christian Klee parecía dispuesto a dejar caer todo su peso en el asunto.

—Eso es algo sin importancia —dijo—. ¿Qué saldríamos ganando si consiguiéramos hacer saltar a Dazzy? El público no se revolvería contra el presidente sólo porque un miembro de su equipo personal se está tirando a una joven, no a menos que se trate de violación.

—Pues entonces entramos en contacto con la chica, le damos un millón de dólares y hacemos que grite: «¡Violación!» —dijo Audick.

—Sí, pero resulta que lleva tres años tirándosela y pagando sus cuentas —replicó Mutford—. Eso no resultaría.

Fue George Greenwell quien aportó la contribución más valiosa.

—Deberíamos concentrarnos en la explosión de la bomba atómica en Nueva York. Creo que el congresista Jintz y el senador Lambertino deberían crear sendos comités de investigación en la Cámara y en el Senado, y hacer comparecer a todos los funcionarios gubernamentales. Aunque no hallen nada concreto, habrá coincidencias suficientes como para que los medios de comunicación encuentren un buen campo de batalla. Ahí será donde tenga usted que utilizar toda su influencia —le dijo a Salentine—. Ésa es nuestra mejor esperanza. Y ahora sugiero que todos nos pongamos a trabajar. Ponga en marcha sus comités de campaña —le dijo a Mutford—. Le garantizo que recibirá mis cien millones. Es una inversión muy prudente.

Cuando finalizó la reunión sólo Bert Audick pensaba en medidas mucho más radicales.

Poco después de esta reunión, Lawrence Salentine fue llamado por el presidente Francis Kennedy. Salentine se preparó para la reunión conferenciando previamente con sus compañeros propietarios de cadenas de televisión.

—Caballeros —les dijo—, va a darme malas noticias, del mismo modo que yo se las di a él una vez. Nos hallamos todos metidos en grandes problemas.

Y así fue. Francis Kennedy le dijo a Salentine que se tomarían medidas contra las cadenas de televisión por haber impedido ilegalmente el acceso del presidente de Estados Unidos a la audiencia el día en que el Congreso votó su destitución. El fiscal general ya estaba redactando los pliegos de cargos. También le dijo que la política reguladora flexible era cosa del pasado. Todas las cadenas de televisión y emisoras de televisión por cable dedicaban demasiados minutos a la publicidad. Eso se recortaría a la mitad.

Cuando Salentine le dijo al presidente que el Congreso no lo permitiría, Kennedy le sonrió con una mueca.

—Este Congreso no, pero tenemos unas elecciones en noviembre. Y voy a presentarme para la reelección. También haré campaña para que el pueblo vote un Congreso que apoye mis puntos de vista.

Lawrence Salentine regresó a entrevistarse con sus compañeros propietarios de las cadenas y les dio las malas noticias.

—Sólo podemos hacer dos cosas —dijo—. Empezar a ayudar al presidente en cuanto a cómo y cuándo informar de sus acciones y políticas, o bien permanecer libres e independientes y oponernos a él cuando lo creamos necesario. Es posible que éstos sean unos tiempos muy peligrosos para nosotros. No se trata sólo de una pérdida de ingresos, o de restricciones reguladoras, sino de que en el caso de que Kennedy llegara demasiado lejos podríamos incluso perder nuestras licencias.

Eso fue demasiado. Era inconcebible que se pudieran perder las licencias de las cadenas, como los colonos de los primeros tiempos de la frontera perdían sus tierras a manos del gobierno. La garantía de las licencias de emisión y el libre acceso a las ondas era algo que siempre les había pertenecido. Ahora les parecía como si fuera un derecho natural. En consecuencia, los propietarios tomaron la decisión de no someterse servilmente al presidente de Estados Unidos y seguir siendo libres e independientes.

Además, denunciarían al presidente por la grave amenaza en la que, sin duda alguna, se había convertido para el capitalismo democrático estadounidense. Lawrence Salentine comunicaría esta decisión a los miembros más importantes del club Sócrates. Salentine reflexionó durante varios días sobre cómo podía montar en su propia cadena una campaña televisiva contra el presidente, sin que pareciera demasiado evidente. Después de todo, el público del país creía en el fair play, y se revolvería si se diera cuenta de que se había hecho un trabajo chapucero. El pueblo creía en el debido proceso de la ley, aunque fuera el populacho más criminal del mundo.

Se movió con precaución. Lo primero que debía hacer era poner de su parte a Cassandra Chutt, que dirigía el programa nacional de noticias con índice de audiencia más elevado. Desde luego, no sería directo, ya que los presentadores de televisión se protegen celosamente contra toda interferencia abierta. Sin embargo, no habían alcanzado aquellas alturas sin haber jugado en connivencia con la alta dirección. Y Cassandra Chutt conocía muy bien ese juego.

Salentine había alimentado su carrera durante los últimos veinte años. La había conocido cuando ella trabajaba en los programas iniciales de la mañana, y también se encontró con ella más tarde, cuando pasó a los noticieros de la noche. Era una mujer desvergonzada en su persecución del éxito. Se decía de ella que en cierta ocasión se había agarrado del cuello de un secretario de Estado, anegada en lágrimas, gritándole que si no le concedía una entrevista de dos minutos perdería su trabajo. Había halagado, flirteado y chantajeado a los personajes célebres para que aparecieran en su programa de entrevistas, y luego los había asaltado con preguntas personales y vulgares. Lawrence Salentine creía que Cassandra Chutt era la persona más descortés que había conocido en el negocio de la televisión.

La invitó a cenar a su apartamento. Disfrutaba estando en compañía de personas descorteses.

A la noche siguiente, cuando llegó Cassandra, Salentine estaba montando una cinta de vídeo. La hizo pasar a su estudio, donde tenía el mejor equipo de vídeos y televisores, paneles de control y mezcladoras, todo ello dirigido desde pequeñas computadoras.

—Oh, mierda, Lawrence —dijo Cassandra sentándose en una silla—, ¿quiere que vuelva a verle cortar Lo que el viento se llevó?

Por toda respuesta, él le ofreció una copa que sirvió en el pequeño bar situado en un rincón de la estancia.

Lawrence Salentine tenía una afición. Tomaba cintas de vídeo de una película (poseía una colección de lo que consideraba como las cien mejores películas que se hubieran hecho) y las recortaba para mejorarlas. Incluso en sus películas favoritas encontraba una escena o un diálogo que no le parecían bien hechos, o que creía innecesarios, y entonces los cortaba con los artilugios de que disponía. Ahora, dispuestas en la estantería de su salón, había cien cintas de vídeo de las mejores películas, algo más cortas que las originales, pero perfectas. A algunas de ellas les había cortado incluso el final, si éste no le parecía satisfactorio.

Mientras él y Cassandra tomaban la cena servida por un mayordomo, hablaron sobre sus programas futuros. Eso era algo que siempre ponía de buen humor a Cassandra. Habló a Salentine de sus planes para visitar los Estados árabes y conseguir hacer un programa con sus representantes y el de Israel. Luego haría un programa con tres primeros ministros europeos, charlando con ella. También se mostró entusiasmada con la idea de ir a Japón para entrevistar al emperador. Salentine la escuchó pacientemente. Cassandra Chutt tenía delirios de grandeza, pero de vez en cuando daba un golpe asombroso. Finalmente la interrumpió:

—¿Por qué no incluye al presidente Kennedy en su programa? —le preguntó.

—No me dará esa oportunidad después de lo que le hicimos —contestó ella perdiendo de repente el buen humor.

—Las cosas no salieron bien —asintió Salentine—. Pero si no consigue a Kennedy, entonces, ¿por qué no pasar al otro lado de la verja? ¿Por qué no entrevistar al congresista Jintz y al senador Lambertino para que expliquen su versión de la historia?

—Astuto hijo de perra —le dijo ella sonriéndole—. Ellos perdieron. Son perdedores, y Kennedy los hará trizas en las elecciones. ¿Por qué voy a incluir a perdedores en mi programa? ¿Quién demonios quiere ver a perdedores en la televisión?

—Jintz me ha comentado que tienen información muy importante sobre la explosión de la bomba atómica, una información que quizá sea indicio de que la Administración metió la pata. Que no utilizaron adecuadamente los equipos de investigación nuclear que podrían haber localizado la bomba antes de que explotara. Eso es lo que podría decir en su programa. Conseguiría usted salir en los titulares de todo el mundo.

Cassandra Chutt lo miró atónita. Luego se echó a reír.

—Oh, Cristo —exclamó—. Es algo terrible, pero inmediatamente después de que usted dijera eso la única pregunta que se me ocurrió que haría a esos perdedores sería: «¿Cree usted honradamente que el presidente de Estados Unidos es responsable de la muerte de diez mil personas, como consecuencia de la explosión de una bomba atómica en Nueva York?».

—Ésa es una muy buena pregunta —asintió Lawrence Salentine.

En el mes de junio, Audick viajó a Sherhaben en su avión privado, para discutir la reconstrucción de Dak con el sultán, quien le atendió regiamente. Hubo bailarinas, comida exquisita y un consorcio de financieros internacionales reunidos por el sultán, dispuestos a invertir su dinero en una nueva Dak. Bert Audick se pasó una semana maravillosa de duro trabajo, sacándoles de los bolsillos una «unidad» de cien millones de dólares aquí y otra allá, pero el verdadero dinero tendría que salir de su propia empresa petrolera y del sultán de Sherhaben.

La última noche antes de partir, él y el sultán se encontraron a solas en el palacio. Antes de que se iniciara la cena, el sultán despidió de la sala a todos los sirvientes y guardaespaldas.

—Creo que ahora deberíamos abordar el verdadero asunto que nos preocupa —le dijo a Bert Audick—. ¿Ha traído usted lo que le pedí?

—Quisiera que comprendiera usted una cosa —contestó Bert Audick—. No estoy actuando en contra de mi país. Sólo tengo que librarme de ese hijo de perra de Kennedy, o terminaré pudriéndome en la cárcel. Y estoy seguro de que va a investigar todos los pros y los contras de nuestros tratos en los últimos diez años. De modo que lo que hago, lo hago en buena medida por su propio interés.

—Lo entiendo —asintió el sultán con amabilidad—. Y no vamos a estar lejos de los acontecimientos que ocurrirán. ¿Se ha asegurado de que estos documentos no puedan implicarle de ninguna manera?

—Desde luego —asintió Bert Audick.

Entregó al sultán un maletín de cuero que tenía al lado. El sultán lo tomó y extrajo del interior una carpeta que contenía fotografías y diagramas. Observó el material con atención. Eran fotografías de los interiores de la Casa Blanca, y diagramas en los que se indicaban los puestos de control de las diferentes partes del edificio.

—¿Están actualizados los datos? —preguntó el sultán.

—No —contestó Bert Audick—. Después de que Kennedy accediera al cargo, hace tres años, Christian Klee, el jefe del FBI y del servicio secreto, cambió muchas cosas. Añadió otro piso a la Casa Blanca, para residencia presidencial. Por lo que sé, ese cuarto piso es como una caja fuerte. Nadie conoce su disposición. Nunca se ha publicado nada al respecto y estoy convencido de que nunca lo dirán. Todo es secreto, excepto para los asesores y amigos íntimos del presidente.

—En tal caso, esto no sirve de gran cosa —dijo el sultán.

—Puedo ayudar con dinero —dijo Audick encogiéndose de hombros—. Necesitamos una acción rápida, preferiblemente antes de que Kennedy sea reelegido.

—A los «Cien» siempre les viene bien el dinero. Me ocuparé de hacérselo llegar. Pero debe comprender usted que esa gente actúa movida por su propia y verdadera fe. No son asesinos a sueldo. Así que tendrán que creer que el dinero procede de mí, como pequeño país oprimido. —Sonrió—. Después de la destrucción de Dak, creo que Sherhaben se merece ese calificativo.

—Ése es otro de los temas que he venido a discutir —dijo Bert Audick—. La destrucción de Dak significó para mi compañía una pérdida de cincuenta mil millones de dólares. Creo que deberíamos recomponer el acuerdo al que habíamos llegado sobre su petróleo. La última vez fue usted bastante duro.

El sultán se echó a reír, aunque de una forma amistosa.

—Señor Audick, las empresas petrolíferas estadounidenses y británicas se pasaron más de cincuenta años arrebatando su petróleo a los países árabes. Ustedes entregaron unos pocos centavos a los ignorantes jeques árabes y con ello ganaron miles de millones. Realmente, fue una vergüenza. Ahora sus compatriotas se indignan cuando pretendemos cobrar lo que vale el petróleo. Como si nosotros tuviéramos algo que decir acerca del precio de su equipo pesado y sus habilidades tecnológicas, que cobran tan caras. Pero ahora le ha llegado a usted el turno de pagar adecuadamente, e incluso de ser explotado, si es que quiere emplear esa expresión. Le ruego que no se ofenda, pero estaba pensando en pedirle que «dulcifique» nuestro acuerdo.

Se sonrieron el uno al otro, de una forma amistosa. Ambos reconocían en el otro a alguien de su misma clase; eran hombres dispuestos a negociar y que nunca dejaban pasar por alto una oportunidad para seguir una negociación.

—Supongo que el consumidor estadounidense tendrá que pagar la factura por haber elegido para el cargo a un presidente tan loco —dijo Audick—. Créame que aborrezco mucho hacerles eso.

—Pero lo hará —dijo el sultán—. Después de todo, es usted un hombre de negocios, no un político.

—Camino de convertirme en pájaro enjaulado —dijo Audick echándose a reír—, a menos que tenga suerte y Kennedy desaparezca. No quiero que me malinterprete. Haría cualquier cosa por mi país, pero no voy a permitir que los políticos me empujen por todas partes.

—Del mismo modo que yo no se lo permitiría a mi Parlamento —dijo el sultán con una sonrisa de asentimiento. Dio una palmada para llamar a los sirvientes y luego le dijo a Audick—: Y ahora, creo llegado el momento de divertirnos un rato. Ya está bien de estos sucios negocios de gobierno y poder. Disfrutemos de la vida mientras aún la conservemos.

No tardaron en hallarse sentados ante una sofisticada cena. Audick disfrutaba con la comida árabe y no era aprensivo. Los sesos y los glóbulos de los ojos de las ovejas eran para él como leche de madre. Mientras comían, le dijo al sultán:

—Si tiene usted a alguien en Estados Unidos, o en cualquier otra parte, que necesite un trabajo o alguna otra clase de ayuda, envíeme un mensaje. Y si necesita dinero para alguna causa que merezca la pena, puedo arreglar las cosas para efectuar una transferencia sin que se pueda averiguar su origen. Para mí es muy importante que podamos hacer algo con respecto a Kennedy.

—Le comprendo por completo —dijo el sultán—. Pero ahora, no sigamos hablando de negocios. Tengo un deber que cumplir como su anfitrión.

Annee, que se había ocultado con su familia en Sicilia, se vio sorprendida al ser convocada a una reunión con otros miembros compañeros de los «Cien».

Se reunió con ellos en Palermo. Eran dos hombres jóvenes a los que había conocido cuando todos ellos eran estudiantes universitarios en Roma. El mayor, que ahora contaba unos treinta años de edad, siempre le había gustado mucho. Era alto, aunque de espaldas encorvadas, y llevaba gafas de montura dorada. Había sido un estudiante brillante, y detestado por haber hecho una notable carrera como profesor de estudios etruscos. Era suave y amable en las relaciones personales. Su violencia política surgía de una mente que detestaba la ilógica crueldad de la sociedad capitalista. Se llamaba Giancarlo.

Al otro miembro de los «Cien» lo conocía por haber sido uno de los más ardientes izquierdistas de la universidad. Le gustaba demasiado hablar en voz alta y era un orador brillante que disfrutaba induciendo a las multitudes a la violencia, pero él era de hecho un inepto para la acción. Esa actitud suya había cambiado después de haber sido detenido y duramente interrogado por la policía especial antiterrorista. En otras palabras, pensó Annee, le habían sacado la mierda a patadas y lo habían enviado al hospital durante un mes. A partir de entonces, Sallu, pues ése era su nombre, empezó a hablar menos y actuar más. Finalmente, fue admitido como uno de los «Cristos de la Violencia», uno de los sagrados «Cien».

Tanto Giancarlo como Sallu vivían ahora en la clandestinidad, para eludir a la policía antiterrorista italiana. Y habían organizado esta reunión con mucha precaución. Habían convocado a Annee en la ciudad de Palermo, y le dieron instrucciones de que se dedicara a pasear y a visitar la ciudad hasta que alguien estableciera contacto con ella. Al segundo día de estancia allí, se encontró con una mujer llamada Livia en una boutique; y ésta la llevó a una reunión en un pequeño restaurante en el que ellos eran los únicos comensales. El restaurante había cerrado sus puertas al público, y era evidente que tanto el propietario como el único camarero formaban parte de la organización. Entonces Giancarlo y Sallu aparecieron, saliendo de la cocina. Giancarlo iba vestido de chef de cocina y en sus ojos había una chispa de diversión. Llevaba en las manos un enorme cuenco de espaguetis, cocinados con tinta de calamar troceado. Sallu, detrás de él, llevaba una cesta de madera con pan de semilla de sésamo y una botella de vino.

Annee, Livia, Giancarlo y Sallu se sentaron a almorzar. No se les podía ver desde la calle porque unas cortinas les protegían de las miradas de los transeúntes. Giancarlo sirvió los espaguetis del cuenco. El camarero les trajo ensalada, un plato de jamón dulce y un queso grumoso, blanco y negro.

—El hecho de que luchemos por un mundo mejor no quiere decir que tengamos que morirnos de hambre —dijo Giancarlo, sonriente y aparentemente cómodo.

—Ni morirnos de sed —dijo Sallu sirviendo el vino.

Al hacerlo, se le notaba nervioso. Las mujeres dejaron que les sirvieran, como una cuestión de protocolo revolucionario. No les divertía nada cumplir con el papel femenino estereotípico. Pero aquello las divirtió. Estaban allí para recibir órdenes de los hombres.

Mientras comían, Giancarlo dio por abierta la conferencia.

—Vosotras dos habéis sido muy astutas —dijo—. Al parecer, no se os ha relacionado con la operación de Semana Santa. Así pues, se ha decidido utilizaros para una nueva misión. Las dos estáis muy bien cualificadas. Tenéis la experiencia, pero, lo que es más importante aún, también la voluntad. Por eso se os ha llamado. Pero debo advertíroslo. Esto es bastante más peligroso que lo de Semana Santa.

—¿Tenemos que ofrecernos voluntarias antes de conocer los detalles? —preguntó Livia.

—Sí —contestó Sallu con brusquedad.

—Siempre nos hacéis pasar por esta rutina —dijo Annee con impaciencia—. ¿Creéis acaso que hemos venido aquí sólo a comer estos malditos espaguetis? Si venimos es porque nos presentamos voluntarias. Así que ya podéis continuar.

Giancarlo asintió con un gesto. Aquella reacción le gustó.

—Desde luego, desde luego. —Sin embargo, se tomó su tiempo. Comió y al cabo de un rato dijo contemplativamente—: Los espaguetis no están tan malos. —Todos se echaron a reír, e inmediatamente después añadió—: Esta vez la operación va dirigida contra el presidente de Estados Unidos. El señor Kennedy ha relacionado a nuestra organización con la explosión de la bomba atómica en su país. Su gobierno está organizando equipos de operaciones especiales para darnos caza en todo el mundo. Acabo de venir de una reunión en la que nuestros amigos de todo el mundo han decidido cooperar en esta operación.

—¿En Estados Unidos? —dijo Livia—. Eso es imposible para nosotras. ¿De dónde vamos a sacar el dinero, las redes de comunicación, cómo vamos a encontrar pisos francos y a reclutar personal? Y, sobre todo, ¿cómo conseguiremos la información necesaria? No disponemos de ninguna base en Estados Unidos.

—El dinero no es ningún problema —dijo Sallu—. Se nos han suministrado fondos. En cuanto al personal, será infiltrado y sólo tendrá un conocimiento limitado de nuestros planes.

—Livia, tú serás la primera en marcharte —dijo Giancarlo—. Disponemos de apoyo secreto en Estados Unidos. Se trata de gente muy poderosa. Te ayudarán a encontrar pisos francos y a crear redes de comunicación. Dispondrás de fondos en ciertos bancos. Y tú, Annee, irás más tarde, como jefa de operaciones. Así que tendrás que realizar la parte más delicada.

Annee sintió un delicioso escalofrío. Por fin iba a ser jefa operativa. Por fin sería alguien como Romeo y Yabril. La voz de Livia interrumpió sus pensamientos.

—¿Cuáles son nuestras posibilidades? —preguntó.

—Las tuyas son muy buenas, Livia —le contestó Sallu tranquilizadoramente—. Si nos descubren, te dejarán en libertad para intentar descubrir toda la operación. Pero para cuando Annee sea operativa, tú ya estarás de regreso en Italia.

—Eso es cierto —asintió Giancarlo mirando a Annee—. Tú, en cambio, correrás un mayor riesgo.

—Lo comprendo —dijo Annee.

—Yo también —dijo Livia—. Pero me refería a cuáles eran nuestras posibilidades de éxito.

—Muy pequeñas —le contestó Giancarlo—. Pero aunque fracasemos, habremos ganado. Habremos confirmado nuestra inocencia.

Se pasaron el resto de la tarde repasando todos los planes operativos, los códigos utilizables, los planes para el desarrollo de redes especiales.

Era ya de noche cuando terminaron y Annee hizo la pregunta que no se había planteado durante toda la reunión.

—Decidme, ¿cabe la posibilidad de que ésta sea una misión suicida en el peor de los casos?

Sallu inclinó la cabeza. Los ojos suaves de Giancarlo se posaron en los de Annee y luego asintió.

—Podría ser —afirmó—, pero eso será decisión tuya, no nuestra. Romeo y Yabril siguen con vida, y confiamos en liberarlos. Y prometo hacer lo mismo contigo si eres capturada.

El presidente Francis Kennedy dio instrucciones a Oddblood Gray para que contactara con el reverendo Foxworth, el líder negro más carismático e influyente del país. El voto negro podría ser crucial.

El reverendo Foxworth tenía cuarenta y cinco años y era tan agraciado como una estrella de cine. Su cuerpo era ligero, y su piel mostraba la infusión de la sangre blanca que él tanto imploraba derramar a sus compatriotas negros, por supuesto, figurativamente. Su cabello era rizado y formaba una enorme mata de aspecto afro que contrastaba con su aspecto caucásico.

—Por fin en la Casa Blanca —dijo al ser introducido en el despacho de Oddblood Gray—. Algún día, hermano, usted y yo estaremos en ese despacho Oval, ocupándonos de toda esta mierda.

Su voz era tan dulce como las aves de su nativa Louisiana. Oddblood Gray se levantó para saludar al predicador y estrecharle la mano. El reverendo siempre le había irritado, pero ambos estaban del mismo lado, aliados en la misma batalla. Oddblood Gray era demasiado inteligente como para no darse cuenta de que los métodos del reverendo, por muy contrarios que fueran a los suyos, eran tan necesarios como éstos en la batalla que estaban librando.

Culodelado, hoy no tengo tiempo para tonterías —le dijo al reverendo—. Esto es algo informal, entre usted y yo.

El reverendo Foxworth nunca perdía la sangre fría con los blancos, y a Oddblood Gray lo consideraba tan blanco como a Simón Legree. No le ofendió el que se utilizara su apodo. Si Gray se hubiera dirigido a él llamándolo reverendo Culodelado habría habido grandes problemas, aunque estuvieran en la Casa Blanca.

El apodo Culodelado tenía su origen en la forma en que se movía el reverendo en los tiempos en que había sido uno de los grandes bailarines de Nueva Orleáns. Tenía los movimientos de un gato y cruzaba lateralmente los pies, uno sobre el otro, avanzando de lado. En realidad, fue su propio padre quien le puso el apodo. Tanto el padre de Gray como el suyo habían tenido constituciones poderosas, se habían burlado de la religión, fueron severamente disciplinados y despreciaron la rebeldía espiritual de Baxter Foxworth.

Foxworth era un tema que hacía saltar chispas entre los líderes políticos blancos y negros debido a su actitud escandalosa. Era su extremismo el que le impedía presentarse para ocupar altos cargos políticos, pero eso no era algo que él apeteciera, o así lo afirmaba.

Al principio de la Administración de Francis Kennedy, el reverendo Foxworth creyó que se podría hacer algo por los negros pobres del país. Pero esa esperanza desapareció. Había apoyado a Kennedy y lo había respetado. Y Kennedy lo había intentado, pero el Congreso y el club Sócrates demostraron ser demasiado para él. Así que Foxworth se encontraba ahora a la espera, acumulando una buena pila de carbón para cuando se encendiera el fuego la próxima vez.

Luchaba a favor de la causa de todos y cada uno de los negros, con razón o sin ella. Fue el reverendo Foxworth quien encabezó marchas de protesta en favor de asesinos convictos atrapados con las manos ensangrentadas. Fue él quien solicitó el procesamiento de los policías que disparaban y mataban a los criminales negros. Según decía el reverendo en público y en televisión, con aquella mueca suya tan especial: «Para mí todo es en blanco y negro».

Todo eso se podía aceptar; de hecho, formaba parte de la exquisita tradición liberal e incluso tenía cierta lógica, puesto que la policía siempre era sospechosa en la sociedad estadounidense; de vez en cuando, la flecha lanzada casualmente se clavaba en una diana sensible. Lo que convirtió al reverendo Foxworth en tema de editoriales de condena y le apartó de los dos grandes partidos fue su ligero antisemitismo. Daba a entender que los judíos extraían el dinero de los que sudaban en los guetos, que controlaban el poder político en las grandes ciudades. Los judíos sacaron a las sirvientas negras, apartándolas de su cultura, para dedicarse a limpiar sus casas y fregar sus platos. Según decía el reverendo, aquello era mucho peor que en el viejo Sur. Al menos en el Sur, los amos les confiaban a los niños blancos. En realidad, el reverendo siempre comparaba favorablemente al viejo Sur con el Norte moderno.

Por lo tanto, no fue ninguna sorpresa, ni siquiera para él mismo, que terminara siendo odiado por muchos blancos del país. Y no culpaba a la gente por odiarlo. Después de todo, aquello era una partida de dados y ellos lo ocultaban, como solía decir, dando a entender una analogía que inflamaba a las dos partes. El reverendo Baxter Foxworth estaba restregando el cáncer de la sociedad estadounidense, hasta que el dolor produjera la cura. Al principio de la Administración de Francis Kennedy se contuvo un tanto, pero cuando vio que todas las medidas sociales de Kennedy eran derrotadas en el Congreso, arengó a las multitudes, diciendo que este Kennedy era como los demás, impotente contra los grandes del dinero en el Congreso. Y entonces se desmandó, tanto más en cuanto que había apoyado a Kennedy, inducido por Oddblood Gray. Así que en este momento en particular no se sentía muy a gusto con éste.

—Es muy agradable que uno de nuestros hermanos esté en este bonito despacho en la Casa Blanca —le dijo a Gray—. Los hermanos esperaban que hiciera usted mucho por nosotros, pero no ha hecho una mierda. Y ahora resulta que yo soy lo bastante amable como para acudir a su llamada, y además permito que me llame por mi apodo. ¿Qué puedo hacer esta vez por usted, hermano?

Oddblood Gray había vuelto a sentarse y el reverendo también se acomodó. Le dirigió una mirada ceñuda al reverendo.

—Le he dicho que no empiece a decir tonterías. Y no me llame hermano. En nuestro idioma eso significa tener el mismo padre y la misma madre. Utilice nuestro idioma. Es usted como uno de esos izquierdistas de los viejos tiempos, uno de esos comunistas judíos a los que tanto odia, que solían llamar camarada a todo el mundo. Hoy hablamos de cosas serias.

—¿No le parece que la palabra «amigo» resultaría un poco fría? —replicó el reverendo sin molestarse lo más mínimo—. Ese culo blanco de Kennedy, ¿no es como un hermano? Si no fuera así, ¿por qué estaría usted apoyando todas esas estupideces que está haciendo? Otto, nos conocemos desde hace mucho tiempo, y puede usted llamarme Caradelado si quiere. Pero si no fuera usted tan grande y delgado, su apodo sería Caratiesa. —El reverendo lanzó una risotada, sintiéndose inmensamente regocijado. Luego, con un tono de voz más natural, añadió—: ¿Cómo es que un hombre tan negro como usted lleva el apellido Gray, que resulta tan gris? Es usted el único negro que conozco que se llame Gris. Se nos han puesto apellidos de todos los colores, incluso el de «Black», y, ciertamente, no podemos ser más negros. Pero ¿cómo es que usted se llama Gris?

Oddblood Gray sonrió. Por alguna razón, el reverendo le alegraba. Quizá fuera por el buen humor de aquel hombre, por su energía inquieta que le había inducido, antes de sentarse, a recorrer el despacho, emitiendo con la lengua chasquidos burlones ante las placas especiales en las que se citaba su nombre, los ceniceros de la Casa Blanca, e incluso el par de cartas con el membrete de la Casa Blanca que había tomado de la mesa y que él se apresuró a quitarle de las manos. No se fiaba del reverendo.

Mucho tiempo antes habían sido buenos amigos, pero se habían separado debido a sus diferencias políticas. El reverendo se precipitaba demasiado para el gusto de Oddblood Gray, demasiado revolucionario; Gray creía que los negros debían ocupar su lugar en la estructura existente. Habían discutido muchas veces sobre eso, y habían seguido siendo amigos, a veces incluso aliados. El propio reverendo había expresado la diferencia.

—El problema con usted, Otto, es que tiene fe, mientras que yo no la tengo.

Y así había sido. El reverendo se había adornado a sí mismo con el manto santo, del mismo modo que un caballero se coloca la armadura para participar en un torneo. Nadie se atrevía a llamar embustero, ladrón o fornicador a un hombre de la Iglesia, ni siquiera en la televisión o en los más burdos dibujos satíricos. Estados Unidos y sus medios de comunicación seguían demostrando el mayor de los respetos por la autoridad establecida de la Iglesia de Dios. Era como una especie de instinto vudú, pero eso también se veía apoyado por el hecho de que las Iglesias de cada religión poseían una amplia cobertura financiera y disponían de unos cabilderos muy caros. Las leyes especiales exoneraban de impuestos los ingresos de la Iglesia.

Oddblood Gray sabía todo esto y en público trataba al reverendo Foxworth con el mayor de los respetos. Pero en privado podía mostrarse más familiar, porque eran amigos desde hacía mucho tiempo y porque sabía que Foxworth no tenía el menor atisbo de sentimiento religioso. Además, se habían hecho muchos favores mutuos a lo largo de los años, y poseían una comprensión básica el uno del otro. Así que ahora, después de los escarceos iniciales, se pusieron a hablar en serio.

—Reverendo —dijo Oddblood Gray—, voy a hacerle un favor, y le voy a pedir otro. Es usted lo bastante astuto como para saber que vivimos tiempos peligrosos.

—Eso no es ninguna broma —dijo el reverendo, sonriendo.

—Si continúa usted armando jaleo, puede encontrarse metido en graves problemas —siguió diciendo Oddblood Gray—. En estos momentos, el tema que más preocupa es el de la seguridad nacional, y si usted promueve cualquiera de sus motines y manifestaciones, es posible que ni siquiera el Tribunal Supremo pueda ayudarle. No exactamente ahora. De hecho, el F B I, la Seguridad Nacional y hasta la CÍA están empezando a hacer preguntas y a prestarle una especial atención. Ése es el favor que le hago, advertirle que ponga sordina a sus actividades.

—Aprecio el favor, Otto —dijo el reverendo, ahora serio—. ¿Así de mal están las cosas?

—Sí, así de mal —asintió Oddblood Gray—. Este país está muy asustado después de la explosión de la bomba atómica. El pueblo apoyaría cualquier acción represiva que emprenda el gobierno. No tolerarán nada que implique el menor signo de rebelión contra la autoridad establecida. Olvídese ahora de los derechos constitucionales. Y no crea que ese abogado blanco suyo podría utilizar cualquiera de sus trucos.

—El viejo Whitney Cheever Número III —dijo Foxworth chasqueando la lengua—. Cómo me gusta ese hombre. ¿Lo ha visto alguna vez en la televisión? Juro por Dios que parece más estadounidense que las barras y estrellas. Si se imprimiera su nombre y su rostro en el papel moneda, cualquiera lo aceptaría. Y es astuto, y sincero. Es uno de los mejores abogados de este país. Le gusta todo aquel que infringe la ley, sobre todo si es por el progreso social, y más aún si es por robar un vehículo blindado y cargarse a tres guardias. Es capaz de convertir a los acusados en Martin Luther King y seguir hablando en serio. Por eso me gusta tanto ese hombre.

—No confíe en él —dijo Oddblood Gray—. Si las cosas se ponen duras, será el primero en padecer las consecuencias.

—¿Whitney Cheever III? —replicó Foxworth con incredulidad—. Eso sería como encerrar a Abraham Lincoln.

—No confíe en él —repitió Oddblood Gray.

—Bueno, yo nunca confío en él. Es la peor combinación que puede existir. Es blanco y es rojo. Lo que pasa es que es negro antes que blanco. Pero comprendo que es rojo antes que negro.

—Quiero que usted se tranquilice —dijo Oddblood Gray— y que coopere con esta Administración, porque van a suceder cosas que le van a encantar. Y también porque quiero que salve su pellejo.

—No se preocupe por mi pellejo —dijo Foxworth—. Sé lo suficiente como para permanecer tranquilo por ahora. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

—Voy a ser nombrado para el gabinete —dijo Gray—. ¿Y sabe en qué puesto? Seré el nuevo secretario de Salud, Educación y Bienestar Social. Y dispondré de todo un mandato de cuatro años. En este país, todo el mundo dejará de pasar hambre, nunca le faltará atención médica y siempre tendrá una casa, tanto si es negro como si es blanco.

Foxworth lanzó un silbido y luego le sonrió a Gray. Era la misma y vieja canción de siempre.

—Cientos de miles de nuevos puestos de trabajo. Hermano, usted y yo vamos a hacer grandes cosas juntos. Debemos mantenernos en contacto.

—Puede apostar a que así será —asintió Oddblood Gray—. Pero manténgase tranquilo.

—No voy a poder mantenerme tan tranquilo —dijo Foxworth—. Otto, sé que está usted básicamente de nuestro lado, pero ¿por qué se comporta así siendo tan negro? ¿Por qué es tan precavido cuando sabe que las cosas no están bien? ¿Por qué no está en la calle, con nosotros, participando en la auténtica lucha?

Ahora estaba hablando muy en serio. No había en sus palabras el menor atisbo de burla.

—Porque algún día voy a tener que salvarle a usted el pellejo —contestó Oddblood Gray encogiéndose de hombros—. Mire, reverendo, de vez en cuando tengo que escuchar a Arthur Wix hablando de Israel y de cómo tenemos que apoyarlo. Él dice que nunca podrá producirse otro holocausto. Y yo quisiera decirle que si en este país se instauraran los campos de concentración y los hornos crematorios, no sería para meter en ellos a los judíos, sino a nosotros, los negros. ¿No lo comprende? Si alguna vez se produjera una gran catástrofe, si perdiéramos una guerra o algo más, los negros nos convertiríamos en los chivos expiatorios de este país. Lo puede comprobar usted mismo en las películas, en la literatura. Oh, claro, no es nada que se diga abiertamente, no. Nadie lo dice así, tan a las claras. Ellos no son tan claros como usted cuando va por ahí predicando su mensaje antiblanco. Pero eso es lo que más temo que pueda suceder.

El reverendo le escuchaba con mucha atención. Se adelantó, apoyándose sobre la enorme mesa de despacho, y miró a Oddblood Gray directamente a los ojos.

—Déjeme decirle una cosa —espetó enojado—, nuestros hermanos no entrarán en esos campos como entraron los judíos. Incendiaremos las ciudades y nos llevaremos a muchos por delante.

—Nunca sabrán lo que les ha golpeado —dijo Oddblood Gray con suavidad—. No tiene usted ni la menor idea de lo que puede reunir un gobierno en poder, en engaño, en división, en crueldad despiadada. No, no tiene ni la menor idea.

—Claro que la tengo —dijo el reverendo—. Los tipos como usted serán los Judas, que es lo que está practicando ahora mismo.

—Oh, jódase, Caradelado —dijo Gray—. Yo estaba hablando de miles, no de uno. Bien, éste es el favor que quiero que me haga. Kennedy se presenta para la reelección. Le necesitamos para que salga reelegido por la más abrumadora mayoría que se haya conseguido jamás. Y para que pueda disponer de su propio Congreso.

Whitney Cheever III era un abogado brillante, muy WASP[4], firmemente convencido de que la forma del gobierno de Estados Unidos era equivocada. Creía en el comunismo, creía que el capitalismo constituía ahora el gran mal, que la obtención de dinero se había convertido en el gran cáncer de la psique humana. Pero era un hombre civilizado, es decir, disfrutaba de los placeres de la vida, la música clásica, la cocina francesa, la literatura, de un hogar exquisitamente amueblado, con esculturas, pinturas y mujeres jóvenes. Había crecido en el seno de una familia rica y disfrutado de ello, pero ya de joven había observado las humillaciones de los sirvientes de su familia, en su forzada deferencia, y con un destino que estaba en las manos de su madre y de su padre. De modo que todo aquello que era un placer en su vida estaba manchado de sangre y de mierda.

Whitney Cheever sabía que había muchas clases de abogados. Había luchadores a quienes les encantaba estar presentes en los tribunales, aunque ésos eran pocos. Había abogados que creían en la santidad de la ley, capaz de perdonarlo todo en esta tierra, excepto el quebrantamiento de sus formas, y ésos también eran pocos. Había los abogados rutinarios que se prostituían entre la maleza de la civilización, eran los guardianes de los bienes inmuebles, los vendedores de casas, los árbitros de divorcios entre marido y mujer, o entre socios de negocios, y que cumplían otros muchos menesteres. Había los abogados criminalistas, fiscales y defensores, de ojos un tanto legañosos y de espíritu exhausto, que no escapaban del pozo legamoso en que ellos mismos se habían metido. Había los abogados constitucionalistas, que aspiraban a un alto puesto en la judicatura, y había también los feroces guardianes de las grandes estructuras corporativas del país, que eran tan feroces como santos. Y finalmente estaban los abogados convencidos de que el cambio duradero y beneficioso sólo podría alcanzarse luchando contra la ley. Whitney Cheever III se contaba orgullosamente entre estos últimos.

Era un hombre elegante, de rostro nudoso y con un cabello gris y alborotado, que se ponía las enormes gafas negras sobre la cabeza cuando no tenía que leer. En televisión, eso le daba un aspecto gallardo e intelectual. Siempre se veía acusado de comunista, de fomentar los intereses de la Unión Soviética, bajo la piel de oveja del luchador por las libertades civiles. Él nunca contestaba a esos ataques, tratándolos con algo más que desprecio. En conjunto, producía una impresión favorable incluso entre los telespectadores más conservadores. Cuando se le atacaba por defender a los criminales negros, o a cualquier criminal en el que hubiera un trasfondo político, decía que su deber como abogado y como estadounidense consistía en creer en la Constitución.

Cheever se hallaba en un restaurante de Nueva York, cenando con el reverendo Baxter Foxworth y escuchando el relato que éste le hacía de la entrevista mantenida en el despacho de Oddblood Gray. Una vez que el reverendo hubo terminado, Whitney Cheever dijo:

—¿No le habló usted de la brutalidad con que se reprimieron las manifestaciones que hubo en Nueva York después de que explotara la bomba atómica?

El reverendo Foxworth estudió por un momento aquel rostro nudoso, con las gafas sujetas sobre su cabello. «¿Está hablando enserio este tipo? —se preguntó—. ¿Tendrá que ocuparse Otto de la misma mierda con esa gente para la que trabaja en Washington?».

—No —contestó—, me dijo que me mantuviera tranquilo.

—Bueno, usted y yo siempre hemos cooperado en estas cosas —dijo Whitney Cheever—. Creo que deberíamos tomar la iniciativa, que deberíamos hacer algo respecto a la brutalidad de la policía.

—Señor Cheever —dijo Foxworth, quien la mayoría de las veces se comportaba de un modo formal con los hombres blancos, preservando así el mutuo respeto—, no fue la policía la que disparó, sino la Guardia Nacional.

—Pero la policía también estaba presente —replicó Whitney Cheever—. Su deber consiste en proteger a los ciudadanos, no sólo contra el crimen, sino también proteger sus derechos civiles.

Con una cierta exasperación, Foxworth se dio cuenta de que aquel hombre hablaba en serio. Luego tomó conciencia de que la discusión le conducía a una posición insostenible.

—No va usted a hacer nada —se limitó a decir—. No, porque aquello no fue una manifestación o una asamblea libre. Allí había saqueadores que trataban de aprovecharse de un desastre nacional. Si tratáramos de explotar esa situación, nos haríamos más daño que bien a nosotros mismos. Claro que un par de ellos resultaron muertos y hubo cientos que acabaron en la cárcel, ¿y qué? Se lo merecieron. Si los defendiéramos, lo único que haríamos sería debilitar nuestra causa.

—Pero no se disparó ni se detuvo a los blancos —dijo Cheever—. No cabe la menor duda de que eso quiere decir algo al respecto.

—Lo que quiere decir es que los blancos no necesitan saquear —replicó el reverendo Foxworth—. No iremos a parar a ninguna parte si hace usted algo.

—Está bien —asintió Cheever—. Estoy de acuerdo en que posiblemente no sea el momento más adecuado. Por otra parte, llevo algo entre manos que me mantendrá ocupado, algo con lo que usted no desearía estar asociado de ninguna forma.

—¿De qué se trata? —preguntó Foxworth.

Cheever se colocó las gafas ante los ojos y se apartó un poco de la mesa.

—He decidido defender a esos dos jóvenes inmaduros que colocaron la bomba atómica. Pro bono.

—¡Santo Dios! —exclamó el reverendo Foxworth.