La televisión nunca había tenido una semana tan gloriosa. El domingo, la noticia del asesinato del papa se repitió multitud de veces en todas las emisoras, en los canales por cable, en los informes especiales de noticias. El martes, el asesinato de Theresa Kennedy se repitió de una forma incluso más continua, hasta el punto de que pareció flotar a través de las ondas del universo de un modo infinito. A la Casa Blanca llegaron millones de mensajes de adhesión. En las calles de todas las grandes ciudades de Estados Unidos aparecieron viandantes llevando brazaletes negros. Cuando, a últimas horas del miércoles, las emisoras de televisión alcanzaron el clímax de las noticias con la filtración del ultimátum del presidente Francis Kennedy al sultán de Sherhaben, grandes multitudes se fueron congregando en todo Estados Unidos, experimentando un salvaje frenesí de júbilo. No cabía la menor duda de que apoyaban la decisión del presidente. Los corresponsales de televisión que entrevistaban a los ciudadanos en la calle se vieron apabullados ante la ferocidad de los comentarios. El grito común era: «Acogotar a los hijos de perra». Finalmente, los jefes de los servicios de noticias de las redes de televisión impartieron órdenes para que no se retransmitieran más escenas callejeras y se detuvieran las entrevistas. Las órdenes tuvieron su origen en Lawrence Salentine, que había formado un consejo con los otros propietarios de los medios de comunicación.
En la Casa Blanca, al presidente Francis Kennedy no le quedó tiempo para llorar a su hija. Tuvo que ponerse en la línea roja con Rusia, para asegurar que no pretendían apropiarse de ningún territorio en el Oriente Medio. Llamó por teléfono a los otros jefes de Estado para rogarles su cooperación y para hacerles comprender que su propia posición era irrevocable, que el presidente de Estados Unidos no estaba fanfarroneando, que la ciudad de Dak sería destruida y que, si no se obedecía el ultimátum, Sherhaben también sería destruido.
Arthur Wix y Bert Audick ya se encontraban de camino hacia Sherhaben en un avión a reacción del que aún no disponía la industria aeronáutica civil. Oddblood Gray seguía haciendo esfuerzos frenéticos por conseguir que el Congreso apoyara al presidente, aunque al final de ese mismo día tuvo conciencia de su fracaso. Eugene Dazzy se ocupó serenamente de todos los memorándums que le llegaron de los miembros del gabinete y del departamento de Defensa, con los auriculares firmemente colocados sobre la cabeza para sustraerse de cualquier tipo de conversación innecesaria por parte del personal a sus órdenes. Christian Klee aparecía y desaparecía, encargado de misiones misteriosas.
El senador Thomas Lambertino y el congresista Alfred Jintz mantuvieron reuniones constantes con sus colegas durante todo el miércoles, tanto en la Cámara como en el Senado, para tratar sobre la acción de destituir a Kennedy. El club Sócrates se puso en contacto con todos los políticos sobre los que ejercía influencia. Cierto que la interpretación de la Constitución era un tanto turbia para que el Congreso se designara a sí mismo como cuerpo con capacidad de decisión, pero la situación exigía tal tipo de acción drástica. Era evidente que el ultimátum de Kennedy a Sherhaben se basaba en emociones personales y no en razones de Estado.
Al finalizar el miércoles ya se había logrado establecer la coalición. Ambas Cámaras, con apenas los dos tercios de los votos asegurados, se reunirían el jueves por la noche, pocas horas antes de que expirara el ultimátum de Kennedy de destruir la ciudad de Dak.
Lambertino y Jintz mantuvieron a Oddblood Gray plenamente informado, confiando en que, de ese modo, Francis Kennedy terminara por anular su ultimátum a Sherhaben, aunque el asesor del presidente les aseguró que éste no lo haría. Luego informó a Francis Kennedy.
—Otto —dijo Kennedy—, creo que usted, Chris y Dazzy deberían cenar conmigo esta noche, a última hora. Que sea hacia las once. Y calculen que no tardarán en regresar a casa.
El presidente y su equipo cenaron en la sala Amarilla, que era la favorita de Kennedy, a pesar de que eso significó una gran cantidad de trabajo adicional para la cocina y los camareros. Como era habitual, la cena fue muy sencilla para Kennedy, un pequeño filete a la plancha, un plato de tomates finamente cortados, y luego café con una variedad de crema y tarta de frutas. A Christian y a los demás se les ofreció la opción de tomar pescado. Ninguno de ellos comió más que unos pocos bocados.
Kennedy parecía sentirse perfectamente cómodo, mientras que los demás estaban inquietos. Todos ellos llevaban brazaletes negros sobre las mangas de las chaquetas, al igual que Kennedy. En la Casa Blanca, todos, incluidos los sirvientes, llevaban brazaletes idénticos, algo que a Christian le pareció arcaico. Sabía que Eugene Dazzy había enviado un memorándum ordenando que se hiciera así.
—Christian —dijo el presidente—, creo que ya es hora de que compartamos nuestro problema. Pero no irá más allá. Nada de memorándums.
—Se trata de algo grave —dijo Christian.
Les informó a todos de lo ocurrido con la amenaza de bomba atómica, y les dijo que los dos jóvenes en cuestión se habían negado a hablar, siguiendo el consejo de su abogado.
—¿Que han colocado un ingenio nuclear en la ciudad de Nueva York? —preguntó Oddblood Gray con incredulidad—. No me lo creo. Toda esta mierda no puede estar sucediendo al mismo tiempo.
—¿Está seguro de que realmente colocaron ese artefacto nuclear? —preguntó Eugene Dazzy.
—Creo que sólo hay un diez por ciento de posibilidades de que sea así —contestó Christian.
En realidad, creía que las posibilidades eran del noventa por ciento, pero no estaba dispuesto a decirlo.
—¿Qué va a hacer al respecto? —preguntó Dazzy.
—Tenemos trabajando a los equipos de investigación nuclear —contestó Christian—. Pero hay una cuestión de tiempo. —Se volvió, dirigiéndose directamente a Kennedy—. Aún necesito su firma para poner en marcha al equipo de interrogatorio médico que los someta a prueba.
Explicó a continuación la parte secreta contenida en la ley de Seguridad Atómica.
—No —dijo Francis Kennedy.
Todos quedaron asombrados ante la negativa del presidente.
—No podemos correr ese riesgo —dijo Dazzy—. Firme la orden.
—La invasión del cerebro de un individuo por parte de funcionarios gubernamentales es una acción peligrosa —dijo Kennedy con una sonrisa. Hizo una pausa, antes de añadir—: No podemos sacrificar los derechos individuales de un ciudadano basándonos únicamente en sospechas. Sobre todo cuando se trata de ciudadanos potencialmente tan valiosos como esos dos jóvenes. Cuando se disponga de mayor información, vuélvamelo a pedir, Chris. —Luego, dirigiéndose a Oddblood Gray, le pidió—: Otto, informe a Christian y a Dazzy sobre cómo marchan las cosas en el Congreso.
—Éste es su plan de acción —dijo Gray—. Ahora saben que la vice-presidenta no firmará la declaración de destitución acogiéndose a la enmienda vigesimoquinta. Pero la han firmado suficientes miembros del gabinete, de modo que aún pueden emprender la acción. Designarán al Congreso como el otro cuerpo con capacidad para determinar su incapacidad. Se reunirán el jueves por la noche y votarán la destitución. Sólo para evitar que continúe usted al frente de las negociaciones para conseguir la liberación de los rehenes. Su argumento consiste en afirmar que se encuentra usted bajo una tensión excesiva debido a la muerte de su hija.
»Una vez que lo hayan destituido, el secretario de Defensa dará contraorden acerca de sus órdenes de bombardear Dak. Cuentan con que Bert Audick convencerá al sultán para que libere a los rehenes durante ese período de treinta días. Es casi seguro que el sultán aceptará.
—Redacte una directiva —dijo Kennedy volviéndose a Dazzy—. Ningún miembro de este gobierno se pondrá en contacto con Sherhaben. Eso será considerado como traición.
—Teniendo en cuenta que la mayoría de los miembros de su gabinete están en contra de usted, no hay la menor posibilidad de que se cumplan sus órdenes —dijo Eugene Dazzy con suavidad—. En estos momentos no dispone usted de poder.
—Chris —dijo Kennedy volviéndose hacia Christian Klee—, necesitan los dos tercios de los votos para destituirme de mi cargo, ¿no es así?
—Así es —asintió Christian—. Pero, al no contar con la firma de la vicepresidenta, eso es básicamente ilegal.
—¿No hay nada que usted pueda hacer? —preguntó Kennedy mirándole directamente a los ojos. En ese momento, la mente de Christian Klee dio otro salto. Francis creía que él podía hacer algo, pero ¿qué era? A modo de prueba, dijo:
—Podemos convocar al Tribunal Supremo y decir que el Congreso está actuando en contra de la Constitución. El lenguaje de la enmienda vigesimoquinta es ambiguo. O podemos argumentar que el Congreso actúa en contra del espíritu de la enmienda, al constituirse a sí mismo como parte instigante después de que la vicepresidenta se negara a firmar. Puedo ponerme en contacto con el Tribunal Supremo, para que lo regule inmediatamente después de la votación del Congreso.
Observó la mirada de desilusión en los ojos de Kennedy y buscó furiosamente en su propio cerebro. Estaba pasando algo por alto.
—El Congreso va a atacarle por su capacidad mental —dijo Oddblood Gray con expresión de preocupación—. Sacarán a relucir la semana en que usted desapareció, poco antes de inaugurar su mandato.
—Eso no es asunto de nadie —dijo Kennedy.
Christian se dio cuenta de que los demás esperaban a que él hablara. Sabían que él había estado con el presidente durante aquella misteriosa semana.
—Lo que sucedió en aquella semana no nos hará ningún daño —dijo.
—Euge —dijo Francis Kennedy—, prepare los documentos necesarios para destituir a todo el gabinete, excepto a Theodore Tappey. Prepárelos en cuanto le sea posible, y los firmaré inmediatamente. Haga que el secretario de Prensa informe a los medios de comunicación antes de que se reúna el Congreso.
Eugene Dazzy tomó unas notas y luego preguntó:
—¿Qué me dice del presidente de la junta de Jefes de Estado Mayor? ¿También lo destituye?
—No —contestó Francis Kennedy—. Básicamente, estará con nosotros. Los otros lo habrán arrollado. El Congreso no podría hacer esto de no ser por esos hijos de perra del club Sócrates.
—Me he encargado del interrogatorio de los dos jóvenes —dijo entonces Christian—. Prefieren guardar silencio. Y si su abogado se mantiene firme, habrá que ponerlos en libertad bajo fianza mañana.
—En la ley de Seguridad Atómica hay una sección que le permite retenerlos —dijo Dazzy con brusquedad—. En esa sección se suspende el derecho de habeas corpus y las libertades civiles. Debe usted saber eso, Christian.
—En primer lugar —replicó Christian—, ¿de qué sirve retenerlos si el presidente se niega a firmar la orden de interrogatorio médico? Su abogado solicita la fianza y, si nos negamos, seguiremos necesitando la firma del presidente para suspender el derecho de habeas corpus en este caso. Señor presidente, ¿está usted dispuesto a firmar una orden de suspensión del habeas corpus?
—No —contestó Kennedy con una sonrisa—. El Congreso utilizaría eso contra mí.
Ahora, Christian se sintió más seguro. Sin embargo, y por un instante, percibió una ligera náusea y la bilis se le subió a la boca. Tragó saliva y se dio cuenta de lo que quería Kennedy; sabía lo que tenía que hacer.
Kennedy tomó un sorbo de café. Ya habían terminado de cenar, pero ninguno de ellos había probado más que unos pocos bocados.
—Discutamos sobre la crisis real —dijo Kennedy—. ¿Voy a seguir siendo presidente dentro de cuarenta y ocho horas?
—Rescinda la orden de bombardear Dak —dijo Oddblood Gray—, deje las negociaciones en manos de un equipo especial. En tal caso, el Congreso no emprenderá ninguna acción para destituirlo.
—¿Quién le ha ofrecido ese trato? —preguntó Kennedy.
—El senador Lambertino y el congresista Jintz —contestó Otto Gray—. Lambertino es un buen tipo, y Jintz es responsable en un asunto político como éste. No podrían engañarnos.
—Muy bien, ésa es otra opción —dijo Kennedy—. Eso y acudir al Tribunal Supremo. ¿Qué más?
—Aparecer mañana en la televisión y dirigirse a la nación, antes de que se reúna el Congreso —dijo Eugene Dazzy—. El pueblo estará con usted, y es posible que eso detenga al Congreso.
—Está bien —asintió Kennedy—. Euge, arréglelo con los de la televisión para que aparezca en todas las emisoras. Sólo quince minutos; eso es todo lo que necesitamos.
—Señor presidente —dijo Eugene Dazzy con voz suave—, nos disponemos a dar un paso terriblemente peligroso. El presidente y el Congreso enfrascados en una confrontación tan directa, y dirigirse a las masas para que emprendan alguna clase de acción. La situación puede complicarse mucho.
—Creo que el presidente está tomando la decisión correcta —dijo entonces Oddblood Gray—. Ese tal Yabril nos va a tener atados de pies y manos durante semanas, convirtiendo mientras tanto a este país en un buen montón de mierda.
—Se ha corrido el rumor de que uno de los miembros del equipo, presentes en esta sala, o bien Arthur Wix, se dispone a firmar esa declaración para destituir al presidente. Sea quien fuere, debería hablar ahora.
—Ese rumor es una estupidez —dijo Kennedy con impaciencia—. Si alguno de ustedes hubiera pensado en hacer eso, habría dimitido con anterioridad. Les conozco muy bien a todos. Ninguno de ustedes me traicionará.
Después de la cena, abandonaron la sala Amarilla y se dirigieron a la pequeña sala de proyecciones de la Casa Blanca. Francis Kennedy le había dicho a Dazzy que quería ver toda la información televisada de que se disponía acerca del asesinato de su hija.
En la oscuridad, la voz nerviosa de Eugene Dazzy dijo:
—La información televisada empieza ahora.
La pantalla apareció surcada durante unos segundos por unas rayas negras que parecían extenderse a todo lo largo.
Luego se iluminó con brillantes colores y las cámaras de televisión mostraron el enorme avión detenido sobre la pista, en medio de las arenas del desierto, como un bicho horroroso. Las cámaras enfocaron la figura de Yabril, que mostraba a Theresa Kennedy en la puerta del avión. Kennedy observó que su hija sonreía ligeramente y luego hizo un saludo con la mano hacia la cámara. Fue un saludo extraño, como tratando de tranquilizar, y, sin embargo, indicativo de su subyugación. Yabril estaba a su lado. Luego se situó ligeramente por detrás. Y entonces se produjo el movimiento del brazo derecho, en cuya mano aún no se veía el arma. Inmediatamente después, el estampido fulminante del disparo, la fantasmagórica nubecilla rosada y el cuerpo de Theresa Kennedy cayendo. Kennedy escuchó el gemido de la multitud, y lo reconoció como de dolor, y no de triunfo. Luego la figura de Yabril apareció en la puerta del avión. Empuñaba el arma, un tubo brillante y aceitoso de metal negro. La sostuvo como un gladiador habría empuñado una espada, pero no hubo vítores. La película terminaba ahí. El propio Eugene Dazzy la había editado con austeridad.
Se encendieron las luces, pero Francis Kennedy permaneció inmóvil. Le sorprendió percibir un debilitamiento de su cuerpo. Se sintió incapaz de mover las piernas o el torso. Pero su mente estaba clara, no se produjo ninguna conmoción, ningún desorden en su cerebro. No experimentó la impotencia propia de la víctima de una tragedia. Ya no tendría que luchar contra el destino o contra Dios. Sólo tenía que luchar contra sus enemigos en este mundo, y a ésos los conquistaría.
No permitiría que un hombre mortal lo derrotara. Cuando murió su esposa no pudo contar con ningún recurso contra la mano de Dios o los defectos de la naturaleza. Había inclinado todo su ser, aceptándolo. Pero esta muerte de su hija, cometida por un malvado, eso sí que recibiría su castigo y reparación. Eso entraba dentro de su mundo material. Esta vez no inclinaría la cabeza. ¡Ay de aquel mundo! ¡Ay de sus enemigos, de los malvados de este mundo!
Cuando fue finalmente capaz de levantar su cuerpo del sillón, sonrió tranquilizadoramente a los hombres que le rodeaban. Había logrado su propósito. Había hecho que sus amigos más íntimos y poderosos sufrieran con él. Ahora ya no se opondrían tan fácilmente a las acciones que debía llevar a cabo.
Christian pensó en aquel otro día, a principios de diciembre, de hacía tres años, en el que Francis Kennedy, presidente electo de Estados Unidos, que juraría su cargo en el siguiente mes de enero, lo había esperado a las afueras del monasterio, en Vermont. Pues aquél era el secreto al que tan a menudo se referían los periódicos y sus oponentes políticos: la desaparición de Kennedy durante una semana. Hubo especulaciones, según las cuales había estado bajo tratamiento psiquiátrico, se había desmoronado o había tenido una relación íntima secreta. Pero sólo dos personas conocían la verdad: el abad del monasterio y Christian Klee.
Fue una semana después de las elecciones cuando Christian condujo a Francis Kennedy al monasterio católico situado en las afueras de White River Junction, en Vermont. Salió a recibirles el abad, que era el único que conocía la identidad de Kennedy. Los monjes residentes vivían apartados del mundo, separados de todos los medios de comunicación, e incluso de la ciudad. Estos monjes sólo se comunicaban con Dios y con la tierra en la que cultivaban sus alimentos. Todos ellos habían hecho voto de silencio y no hablaban a no ser para rezar o para lanzar gritos de dolor cuando se ponían enfermos o se herían en algún accidente doméstico.
Sólo el abad disponía de un aparato de televisión y tenía acceso a los periódicos. Los programas de noticias de la televisión eran una fuente constante de diversión para él. Fantaseaba particularmente con el concepto de «Hombre Ancla» durante las emisiones nocturnas, y a menudo se imaginaba irónicamente a sí mismo como uno de aquellos «Hombres Ancla» de Dios. Utilizaba esta idea para recordarse a sí mismo la necesidad de la humildad.
Cuando llegó el coche, el abad los estaba esperando a las puertas del monasterio, flanqueado por dos monjes con viejas túnicas marrones y sandalias en los pies. Christian sacó la maleta de Kennedy del portaequipajes y observó al abad, que estrechó la mano del presidente electo. Aquel hombre parecía más un mesonero que un hombre santo. Les dirigió una mueca alegre para recibirlos y cuando Kennedy le presentó a Christian preguntó jocosamente:
—¿Por qué no se queda usted también? Una semana de silencio no le haría ningún daño. Le he visto en la televisión y debe de estar cansado de tanto hablar.
Por toda respuesta, Christian se limitó a sonreírle, agradecido. Miró a Francis Kennedy cuando ambos se estrecharon las manos. El rostro elegante aparecía muy sereno, el apretón de manos no fue emotivo. Kennedy no era un hombre que demostrara mucho sus verdaderos sentimientos. No parecía estar afligido por la muerte de su esposa. Mostraba más bien la mirada preocupada de un hombre que se viera obligado a ingresar en un hospital para someterse a una operación sin importancia.
—Confiemos en poder mantener esto en secreto —había dicho Christian—. A la gente no le gustan estos retiros religiosos. Podrían pensar que se ha vuelto usted loco.
El rostro de Francis Kennedy se contrajo en una ligera sonrisa, con una cortesía controlada, pero natural.
—No lo descubrirán —dijo—. Y sé que usted me cubrirá las espaldas. Pase a recogerme dentro de una semana. Será tiempo suficiente. Christian pensó en lo que podría sucederle a Francis durante aquellos días. Estuvo a punto de llorar. Lo tomó por los hombros y preguntó:
—¿Quiere que me quede con usted?
Kennedy negó con un gesto de la cabeza y cruzó el umbral de la puerta de entrada al monasterio. Aquel día, Christian pensó que parecía sentirse bien.
El día después de Navidad amaneció tan claro y luminoso, tan limpio por el frío, que pareció como si todo el mundo estuviera encerrado en una urna de cristal, con el cielo como un espejo y la tierra de un color marrón acerado. Cuando Christian condujo el coche hasta la puerta del monasterio encontró a Francis Kennedy esperándole, sin equipaje, las manos extendidas sobre la cabeza, el cuerpo firme y enderezado. Parecía exultante en su libertad.
Christian bajó del coche para saludarlo Francis Kennedy le dio un rápido abrazo y casi le gritó una alegre bienvenida. La estancia en el monasterio parecía haberlo rejuvenecido. Le sonrió, y fue una de aquellas raras y brillantes sonrisas que encantaban a las multitudes. La sonrisa con la que le aseguraba al mundo que la felicidad se podía ganar, que el hombre era bueno, que el mundo podría continuar eternamente, mejorando cada vez más. Era una sonrisa que le inducía a uno a quererle, porque expresaba el encanto que sentía al verle a uno. Christian se había sentido muy aliviado al ver aquella sonrisa. Francis estaría bien. Sería tan fuerte como siempre lo había sido. Sería la esperanza del mundo, el guardián fuerte del país y de sus semejantes. Ahora podrían realizar grandes hechos juntos.
Y luego, con aquella misma sonrisa brillante, Kennedy tomó a Christian por el brazo, le miró a los ojos y casi de una forma divertida, como si realmente no quisiera significar nada, como si sólo le estuviera dando un pequeño detalle de información, se limitó a decirle:
—Dios no ha ayudado.
En aquella fría mañana de invierno, Christian comprendió por fin que algo se había quebrado en Kennedy, que ya nunca más volvería a ser el mismo hombre. Aquella parte de su mente era algo que parecía habérsele arrancado de cuajo. Sería casi el mismo, pero ahora había una diminuta protuberancia de falsedad que antes no había estado allí. Comprendió que ni siquiera el propio Kennedy se había dado cuenta de ello, y que nadie lo sabría. Y que él, Christian, sería el único en saberlo porque era el único que había estado allí, en ese preciso momento, para ver la sonrisa brillante y escuchar las palabras jocosas: «Dios no ha ayudado».
—Qué demonios —replicó Christian—. Si sólo le ha dado siete días.
—Y es un hombre muy ocupado —dijo Kennedy echándose a reír.
Subieron al coche. Pasaron un día maravilloso. Kennedy nunca se había mostrado más ingenioso, nunca había estado tan animado. Estaba lleno de planes, ansioso por nombrar a su Administración y conseguir que ocurrieran cosas maravillosas en los cuatro años siguientes. Parecía un hombre reconciliado consigo mismo, con su desgracia, después de haber renovado sus energías. Y eso casi convenció a Christian.
Ya entrada la tarde del jueves, Christian Klee salió sigilosamente de la frenética Casa Blanca durante unas pocas horas para hacer de una vez lo que tenía que hacer. Primero tenía que ver a Eugene Dazzy, luego a una tal Jeralyn Albanese, después a El Oráculo, y finalmente al gran doctor Zed Annaccone.
Arrinconó a Dazzy por unos pocos momentos en su despacho, eso le resultó fácil. Su siguiente visita fue al doctor Annaccone, en el edificio del Instituto Nacional de Ciencia, y eso era algo que deseaba hacer con rapidez. Tenía que estar de vuelta en la Casa Blanca cuando Kennedy convocara una última reunión estratégica antes de que el Congreso votara. Pensó con una mueca que esta tarde solventaría unos pocos problemas y le ofrecería a Francis Kennedy una oportunidad para luchar. Y entonces su mente le jugó una curiosa mala pasada. En algún momento de esta tarde tendría que interrogar en secreto a Adam Gresse y Henry Tibbot, pero su mente se negó a incluir a los dos jóvenes científicos en su apretada agenda. Tendría que hacerlo, pero no pensaría en ello, y eso no formaría parte de su agenda hasta que no lo decidiera así.
El doctor Zed Annaccone era un hombre bajo, delgado y con un fuerte torso. Su rostro estaba extraordinariamente alerta y la expresión que mostraba no es que fuera autosuficiente, sino que más bien reflejaba la confianza de un hombre que creía saber más que ningún otro sobre cosas importantes en este mundo. Lo que no dejaba de ser bastante cierto.
El doctor Annaccone era el asesor científico médico del presidente de Estados Unidos. También era director del Instituto Nacional de Investigación del Cerebro y jefe administrativo del Consejo Asesor Médico de la Comisión de Seguridad Atómica. En cierta ocasión, durante una cena en la Casa Blanca, Klee le había oído decir que el cerebro era un órgano tan complejo que poseía la capacidad de producir todos los productos químicos que necesitara el cuerpo. Y Klee se preguntó «¿Y qué?». El médico, como si le hubiera leído la pregunta en los ojos, le dio unas palmaditas en la espalda y dijo:
—Ese hecho es mucho más importante para la civilización que cualquier otra cosa que puedan ustedes hacer aquí, en la Casa Blanca. Y lo único que necesitamos para demostrarlo son mil millones de dólares. ¿A qué demonios equivale eso, a un portaviones?
Luego, le dirigió una sonrisa a Klee, dándole a entender que no había pretendido ofenderlo.
Ahora, sonrió cuando Klee entró en su despacho.
—Bien —dijo el doctor Annaccone—. Finalmente, hasta los abogados acuden a verme. ¿Se da usted cuenta de que nuestras filosofías son directamente opuestas?
Klee sabía que el doctor Annaccone estaba a punto de hacer alguna broma sobre la profesión legal, y se sintió ligeramente irritado. ¿Por qué razón la gente siempre tiene que hacer observaciones tan ingeniosas sobre los abogados?
—Me refiero a la verdad —siguió diciendo el doctor Annaccone sin dejar de sonreír—. Ustedes, los abogados, siempre tratan de ocultarla. Nosotros, los científicos, tratamos de ponerla al descubierto.
—No, no —dijo Klee sonriéndole aunque sólo fuera para demostrarle que también tenía sentido del humor—. Sólo he venido a buscar información. Nos encontramos ante una situación que exige la aplicación de ese estudio PVT especial, bajo la cobertura de la ley de Seguridad Atómica.
—Sabe que tiene que conseguir la firma del presidente para hacer eso —dijo el doctor Annaccone—. Personalmente, yo aplicaría el procedimiento en muchas otras situaciones, pero los defensores de las libertades civiles me darían de patadas en el trasero.
—Lo sé —asintió Christian. A continuación le explicó la situación de la bomba atómica y la detención de Gresse y Tibbot—. Nadie cree que haya realmente una bomba, pero si la hay, el factor tiempo será crucialmente importante. Y el presidente se niega a firmar esa orden.
—¿Por qué? —preguntó el doctor Annaccone.
—Debido a los posibles daños cerebrales que puedan producirse durante la aplicación del procedimiento —contestó Klee.
Eso pareció sorprender a Annaccone. Pensó por un momento.
—La posibilidad de que se produzca algún daño cerebral significativo es muy pequeña —dijo—. Quizá sea del diez por ciento. El mayor peligro es la rara incidencia de paro cardíaco, y el aún más raro efecto secundario, posterior a la aplicación del procedimiento, de que se produzca una pérdida de memoria total. Le he enviado informes al presidente hablando de ello. Confío en que los haya leído.
—Lo lee todo —le aseguró Christian—. Pero me temo que eso no le hará cambiar de opinión.
—Es una pena que no dispongamos de más tiempo —dijo el doctor Annaccone—. Estamos completando pruebas que tendrán como resultado la creación de un detector de mentiras infalible, basado en la medición computarizada de los cambios químicos producidos en el cerebro. La nueva prueba es muy parecida a la del PVT, pero sin ese diez por ciento de riesgo de producir daños. Será algo completamente seguro. Sin embargo, no la podemos utilizar ahora. Será poco segura hasta que dispongamos de mayor información para satisfacer las exigencias legales.
Christian experimentó un hormigueo de excitación.
—¿Cree que un tribunal admitiría un detector de mentiras seguro e infalible?
—Legalmente, no lo sé —contestó el doctor Annaccone—. Desde el punto de vista científico, la nueva prueba de detección cerebral de mentiras será tan infalible como las del ADN y las huellas dactilares, pero sólo después de que hayamos recopilado y analizado en profundidad todas las pruebas aportadas por las computadoras. Eso es una cosa. Pero conseguir que se admita en un procedimiento judicial, es otra cosa. Los grupos que defienden las libertades civiles se opondrán frontalmente a ello. Están convencidos de que no se puede utilizar a un hombre para que testifique en contra de sí mismo. ¿Y qué le parecería a la gente del Congreso la idea de que pudieran ser sometidos a una prueba así ante un tribunal criminal?
—A mí no me gustaría someterme a esa prueba —admitió Klee.
—Con ello, el Congreso habría firmado su propia sentencia de muerte política —dijo Annaccone con una risita—. Y, sin embargo, ¿dónde está la verdadera lógica? Nuestras leyes se hicieron para impedir la obtención de confesiones por medios ilícitos. No obstante, aquí estamos hablando de ciencia. —Hizo una breve pausa antes de continuar—: ¿Qué pasaría con los líderes del mundo de los negocios, o con los esposos y esposas infieles?
—Eso es un poco horripilante —admitió Klee.
—¿Y qué sucede entonces con todas esas viejas frases como: «La verdad te hará libre», o «La verdad es la mayor de las virtudes», o «La verdad es la propia esencia de la vida», o «El mayor ideal del hombre es la lucha por descubrir la verdad»? —El doctor Annaccone se echó a reír—. Una vez que hayamos verificado nuestras pruebas, apostaría a que nos recortarán el presupuesto.
—Ése es mi ámbito de competencia —dijo Christian—. Arreglaremos la ley. Especificaremos que su prueba sólo podrá utilizarse en casos criminales importantes. Restringiremos su uso al gobierno. Haremos que sea como una sustancia narcótica estrictamente controlada, o como la fabricación de armas. Así pues, si usted consigue demostrar científicamente la efectividad de la prueba, yo me encargaré de la legislación. En cualquier caso, ¿cómo demonios funciona eso?
—¿La nueva MVT? Es muy sencillo. No es un procedimiento físicamente invasor. Nada de cirugía con el escalpelo en la mano. Nada de cicatrices visibles. Sólo una pequeña inyección de una sustancia química en el cerebro, a través de los vasos sanguíneos. Sería como una especie de autosabotaje químico con productos psicofarmacéuticos.
—Eso es como vudú para mí —dijo Christian—. Debería estar usted en la cárcel, junto con esos dos jóvenes científicos.
—No hay la menor conexión —dijo el doctor Annaccone echándose a reír—. Esos jóvenes trabajan para volar el mundo. Yo trabajo para llegar a las verdades internas. Me dedico a descubrir cómo piensa el hombre en realidad, qué es lo que siente.
El doctor Zed Annaccone le había causado al presidente Kennedy más problemas políticos que ningún otro miembro de la Administración. La razón es que hacía demasiado bien su trabajo. Su Instituto Nacional de Ciencia había levantado una polvareda política al recoger órganos vitales de bebés muertos para utilizarlos en los trasplantes. El doctor Annaccone había utilizado fondos para experimentos de ingeniería genética en voluntarios humanos. Había efectuado trasplantes genéticos en personas proclives al cáncer, a la enfermedad de Alzheimer, a todas las enfermedades todavía misteriosas que afectaban a los riñones, el hígado, los ojos. Había propuesto un programa de experimentos genéticos que despertó la ira de la mayoría de las confesiones religiosas, del público en general, y de los poderes políticos. Y, en realidad, el doctor no sabía a qué venía tanto jaleo. Sólo sentía desprecio por sus oponentes, y no dejaba de demostrarlo. Pero hasta él sabía que una prueba de detección cerebral de mentiras traería consigo problemas legales.
—Esto quizá sea el descubrimiento más importante en la historia médica de nuestro tiempo —dijo—. Imagínese si pudiéramos leer el cerebro. Todos sus abogados se quedarían sin trabajo.
—¿Cree de veras que es posible determinar cómo funciona el cerebro?
—No —contestó el doctor Annaccone encogiéndose de hombros—. Si el cerebro fuera tan simple, nosotros seríamos demasiado simples para determinarlo. —Dirigió otra sonrisa a Christian—. Lo cierto es que nuestro cuerpo nunca se pondrá a la altura de nuestro cerebro. Debido a eso, no importa lo que suceda, porque la humanidad nunca podrá ser más que una forma superior del animal. —Y parecía como si ese hecho le llenara de alegría. Reflexionó un momento, antes de añadir—: Como usted sabe, «hay un fantasma en la máquina». Es una frase de Koestler. En realidad, el hombre tiene dos cerebros, el primitivo y el civilizado, que se superpone al primero. Sin duda alguna habrá observado que en los seres humanos existe una cierta malicia inexplicable. ¿Le parece que es una malicia inútil?
—Llame al presidente y háblele del MVT —dijo Christian—. Trate de convencerlo.
—Así lo haré —asintió el doctor Annaccone—. Realmente, se está mostrando muy puntilloso. El procedimiento no les causará ningún daño a esos jóvenes.
A continuación, Christian Klee fue a visitar a Jeralyn Albanese, propietaria de uno de los restaurantes más famosos de Washington DC, denominado, naturalmente, «Jera». Disponía de tres enormes comedores separados los unos de los otros por un delicioso salón bar. Los republicanos gravitaban hacia uno de los comedores, los demócratas hacia el otro, y los miembros del ejecutivo y de la Casa Blanca comían en el tercero. Lo único en lo que las tres partes parecían mostrarse totalmente de acuerdo era en lo deliciosa que resultaba la comida, lo excelente del servicio, y en el hecho de que la anfitriona fuera una de las mujeres más encantadoras del mundo.
Veinte años antes, Jeralyn, que entonces contaba con treinta años de edad, había sido empleada en la banca por un cabildero. Él se la había presentado a Martin Mutford, que aún no se había ganado el apodo de Reservado, pero que ya había iniciado su camino de ascenso. A Martin Mutford le encantó su ingenio, su descaro y su sentido de la aventura. Durante cinco años, ambos tuvieron una relación íntima que no interfirió para nada en sus vidas privadas. Jeralyn Albanese continuó su carrera como cabildera, una carrera mucho más complicada y refinada de lo que se suponía en general, y en la que se exigía una buena dosis de habilidad para la investigación y de genio para la administración. Por extraño que pareciera, uno de sus méritos más destacados fue el haber sido campeona universitaria de tenis.
Como ayudante del cabildero que la había empleado en la banca, se pasaba una buena parte de la semana acumulando datos financieros con los que convencer a los expertos del Comité de Finanzas del Congreso de la necesidad de aprobar una legislación favorable a la banca. Luego empezó a organizar, como anfitriona, cenas-conferencias con congresistas y senadores. Se quedó asombrada ante la alegría que eran capaces de desplegar aquellos legisladores serenos y judiciales. En privado armaban tanto jaleo como mineros del oro, bebían en exceso, cantaban a voz en grito y le echaban la mano al trasero, con el mejor espíritu popular de los antiguos tiempos. A ella le encantó su sensualidad. Como una consecuencia casi natural, empezó a marcharse a las Bahamas o a Las Vegas en compañía de los congresistas más jóvenes y atractivos, siempre bajo la apariencia de asistir a conferencias, e incluso en una ocasión llegó a ir a Londres, a una convención de asesores económicos de todo el mundo. No había que influir el voto sobre una ley, ni perpetrar una estafa, pero si la votación de una ley se presentaba muy reñida, y una mujer tan agraciada como Jeralyn Albanese ofrecía los habituales montones de artículos de opinión escritos por economistas eminentes, se contaba con una muy buena oportunidad de conseguir que esa ley se aprobara. Tal y como decía Martin Mutford: «De hecho, es muy duro para un hombre votar contra una mujer que la noche anterior le ha chupado la polla».
Fue Mutford quien le enseñó a apreciar las exquisiteces de la vida. Fue él quien la llevó a los museos de Nueva York, a los Hampton para que se mezclará allí con los ricos y los artistas, donde estaba el dinero viejo y el dinero nuevo, a donde acudían los periodistas famosos y los presentadores de televisión, los escritores que escribían novelas serias y los guionistas importantes de las grandes empresas cinematográficas. Otro rostro bonito no llamaba mucho la atención, pero el hecho de ser una buena jugadora de tenis le sirvió de trampolín.
Jeralyn consiguió que hubiera más hombres que se enamoraran de ella por el hecho de saber jugar al tenis, que por su belleza, con la gracia intrínseca de sus formas femeninas puesta más al descubierto gracias al tenis. Y se trataba de un deporte que a los hombres les encantaba practicar en compañía de mujeres agraciadas, sobre todo cuando eran «mercenarios», como solían ser la mayoría de políticos y artistas. En los dobles, Jeralyn podía establecer una relación deportiva con sus compañeros de juego, con su piel dorada y sus encantadoras piernas muy cerca de las de su compañero, unidos en la lucha por la conquista.
Pero llegó un momento en que Jeralyn tuvo que empezar a pensar en su futuro. No se había casado y, a los cuarenta años, los congresistas para los que tendría que trabajar ya eran poco atractivos, con sesenta o setenta años.
Martin Mutford deseaba promocionarla hacia los más elevados ámbitos de la banca, pero después de toda la excitación que había conocido en Washington, la banca le parecía algo aburrido. Los legisladores estadounidenses eran mucho más fascinantes, con su extraordinaria mendacidad en los asuntos públicos y su encantadora inocencia en las, relaciones sexuales. Fue Martin Mutford quien encontró finalmente la solución. Él tampoco deseaba perder a Jeralynen el dédalo de informes computarizados. El apartamento que ella tenía en Washington, muy bien amueblado, se había convertido para él en refugio de sus pesadas responsabilidades. Fue a Martin Mutford a quien se le ocurrió la idea de que ella tuviera y dirigiera un restaurante que pudiera convertirse en un centro político.
El American Sterling Trustees, un grupo de cabilderos que representaba los intereses bancarios, aportó los fondos necesarios en forma de un préstamo de cinco millones de dólares. Jeralyn hizo construir el restaurante siguiendo sus propias instrucciones. Sería como una especie de club exclusivo, un hogar auxiliar para los políticos de Washington. Muchos congresistas estaban separados de sus familias durante las sesiones del Congreso, y el restaurante «Jera» se convirtió en el lugar más adecuado para pasar sus noches solitarias. Además de los tres comedores, la sala de espera y el bar, había una sala con televisión y otra de lectura donde siempre había el último número de todas las grandes revistas publicadas en Estados Unidos e Inglaterra. Había otra sala para jugar al ajedrez o a las cartas. Pero lo más atractivo era el edificio residencial construido sobre el restaurante.
Tenía tres pisos de altura y contaba con veinte apartamentos. Esos apartamentos se alquilaban a los cabilderos quienes, a su vez, los prestaban a los congresistas y a los burócratas importantes para relaciones íntimas y secretas. «Jera» era conocido como la esencia misma de la discreción en tales cuestiones. Y la propia Jeralyn tenía las llaves.
A ella le asombraba el hecho de que aquellos hombres que trabajaban tanto, aún dispusieran de tiempo para tantas diversiones. Eran infatigables. Y precisamente los más viejos, con familias establecidas y algunos incluso con nietos, eran los que más activos se mostraban. A Jeralyn le encantaba ver en la televisión a esos mismos congresistas y senadores, tan serenos, con aspecto tan distinguido, dando conferencias sobre moralidad, despotricando contra las drogas y la permisividad, destacando la importancia de los antiguos valores. En realidad, a ella nunca le parecía que fuesen tan hipócritas. Después de todo, estos hombres que habían consumido tanto tiempo de sus vidas y gastado tanta energía trabajando por su país, se merecían un trato extraordinario.
Realmente no le gustaba la arrogancia, la autosuficiencia de los congresistas jóvenes, pero le encantaban los tipos viejos, como el senador de rostro rígido que jamás sonreía en público, pero que se revolcaba por lo menos dos veces a la semana con «modelos» jóvenes. O el viejo congresista Jintz, con el cuerpo como un zepelín lleno de cicatrices y un rostro tan feo que hacía creer a todo el país en su honestidad. Todos ellos parecían absolutamente terribles en privado, desprovistos de sus ropas. Pero a ella le encantaban. ¿Por qué los hombres seguían deseando hacer eso?
Las mujeres miembros del Congreso raras veces acudían al restaurante, y nunca hacían uso de los apartamentos. El feminismo aún no había avanzado hasta esos extremos. Para tratar de compensarlo, Jeralyn organizaba pequeños almuerzos en el restaurante, e invitaba a algunas de sus amigas de las artes, a actrices hermosas, cantantes y bailarinas.
El que aquellas mujeres jóvenes y bonitas establecieran relaciones amistosas con los altos servidores del pueblo de Estados Unidos, eso ya no era asunto suyo. Pero en cierta ocasión le sorprendió que Eugene Dazzy, el tan detestable jefe de consejeros personales del presidente, se liara con una bailarina joven y prometedora y consiguiera que Jeralyn le deslizara la llave de uno de los apartamentos situados sobre el restaurante. Y aún le asombró mucho más el que aquella aventura adquiriera el estatus de una «relación». No es que Dazzy tuviera tanto tiempo a su disposición, puesto que lo máximo que se quedaba en el apartamento eran unas pocas horas después del almuerzo. Y Jeralyn no se hacía ilusiones en cuanto a qué podría estar consiguiendo el cabildero a quien se lo había alquilado. No resultaba fácil influir en las decisiones de Dazzy, pero al menos, en raras ocasiones, aceptaría las llamadas telefónicas que aquél le haría a la Casa Blanca, de modo que sus clientes pudieran quedar impresionados al ver que disponía de un contacto de ese tipo.
Cada vez que chismorreaban, Jeralyn le pasaba toda la información a Martin Mutford. Quedaba entendido que la información intercambiada entre ambos no sería utilizada de ninguna forma y, desde luego, mucho menos para chantajear a nadie. Eso podría ser desastroso y destruir el propósito principal del restaurante, que consistía en fomentar una atmósfera de buen compañerismo, y de ganarse un oído dispuesto a escuchar para los cabilderos que trataran de hacer aprobar una ley determinada. Además, el restaurante constituía la fuente principal de ingresos para Jeralyn, y ella no estaba dispuesta a echarlo a perder.
Así pues, a Jeralyn le sorprendió mucho ver a Christian Klee aparecer por su restaurante en un momento en que éste estaba casi vacío, entre el almuerzo y la cena. Le recibió en su despacho. Klee le caía bien, aunque no acudía con frecuencia por allí y nunca había intentado hacer uso de los apartamentos de los pisos superiores. Pero eso no le producía a ella ningún recelo; sabía que él no podría reprocharle nada. Si se cocía algún escándalo, ella siempre quedaba al margen, sin que importara qué andaban buscando los periodistas, o qué diría alguna de las jóvenes.
Murmuró unas palabras de conmiseración por los momentos difíciles que sin duda alguna tendría que estar pasando, con aquellos asesinatos y el secuestro del avión, pero tuvo mucho cuidado de no dar la impresión de que trataba de pescar alguna información. Klee le dio las gracias.
—Jeralyn —dijo después—, nos conocemos desde hace mucho tiempo, y quiero avisarla para que se proteja. Sé que lo que voy a decirle la va a conmocionar tanto como a mí.
«Oh, mierda —pensó Jeralyn inmediatamente—. Alguien me está buscando problemas».
—Resulta que un cabildero de los intereses financieros es un buen amigo de Eugene Dazzy —siguió diciendo Christian—, y ha tratado de meterle en problemas. Presionó a Dazzy para que firmara un documento que le haría mucho daño al presidente Kennedy. Le dijo a Dazzy que, si no lo hacía, se daría a conocer la utilización que hacía de los apartamentos de este local, y que eso arruinaría su carrera y su matrimonio. —Klee se echó a reír—. Jesús, quién podría haberse imaginado que Eugene fuera capaz de una cosa así. Pero, qué demonios, supongo que todos somos humanos.
Jeralyn no se dejó engañar por el aparente buen humor de Christian. Sabía que debía tener mucho cuidado y que toda su vida corría el peligro de desaparecer por la cloaca. Klee era el fiscal general de Estados Unidos y se había ganado la reputación de ser un hombre muy peligroso. Podría causarle muchos más problemas de los que ella fuera capaz de resolver, a pesar de que su as en la manga fuera Martin Mutford.
—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo—. Demonios, eso no es más que una cortesía de la casa. No hay registros de ninguna clase. Nadie podría acusarme de nada, ni a Dazzy tampoco.
—Eso lo sé, desde luego —asintió Christian—. Pero ¿no comprende que ese cabildero nunca se habría atrevido a sacar a relucir esa mierda? Alguien más alto le habrá dicho que lo haga.
—Christian, le aseguro que yo nunca chismorreo con nadie —dijo Jeralyn con incomodidad—. Jamás pondría en peligro mi restaurante. No soy tan estúpida.
—Lo sé, lo sé —dijo Christian con voz tranquilizadora—. Pero usted y Martin han sido muy buenos amigos desde hace mucho tiempo. Es posible que le haya comentado algo, como un simple chismorreo.
Jeralyn se sintió entonces verdaderamente horrorizada. De pronto se encontró entre dos hombres poderosos que estaban a punto de iniciar una guerra. Y lo que más deseaba en el mundo era alejarse a toda prisa del campo de batalla. También sabía que lo peor que podía hacer era mentir.
—Martin nunca intentaría algo tan burdo —dijo—, y mucho menos con esa clase de chantaje estúpido.
Al decir esto, acababa de admitir que había comentado el tema con Martin, a pesar de lo cual aún podía negar haberlo confesado explícitamente.
Christian seguía manteniendo una actitud tranquilizadora. Comprendió que ella aún no se había dado cuenta del verdadero propósito de su visita.
—Eugene Dazzy le dijo al cabildero que se fuera al diablo. Luego me contó la historia y yo le dije que me ocuparía del asunto. Ahora, desde luego, sé que no pueden hacerle ningún daño a Dazzy. Y eso por una sencilla razón: porque yo me echaría sobre usted y este lugar y tendría la impresión de que le ha pasado un tanque por encima. La obligaría a identificar a toda la gente del Congreso que ha utilizado esos apartamentos. Se produciría un escándalo tremendo. Por lo visto, su amigo sólo confiaba en que Dazzy perdiera los nervios. Pero Eugene se lo imaginó así.
Jeralyn seguía sin poder creérselo.
—Martin nunca instigaría algo tan peligroso. Es un banquero.
Le sonrió a Christian, quien emitió un suspiro y decidió que había llegado el momento de mostrarse duro.
—Escuche, Jeralyn. El viejo y reservado Martin no es su habitual banquero conservador, imperturbable y amable. Ha tenido unos pocos problemas a lo largo de su vida. Y no ha ganado sus miles de millones de dólares jugando siempre con las espaldas cubiertas. En ocasiones anteriores ha tomado atajos. —Guardó un momento de silencio, antes de añadir—: Ahora anda metido en algo muy peligroso para usted y para él.
Jeralyn hizo un gesto despectivo con la mano.
—Usted mismo ha dicho estar convencido de que yo no tengo nada que ver con lo que él ande haciendo.
—Cierto —asintió Christian—, eso lo sé. Pero ahora Martin es un hombre al que tengo que vigilar. Y quiero que usted me ayude a vigilarlo.
—Y un cuerno —exclamó Jeralyn indignada—. Martin siempre me ha tratado decentemente. Es un verdadero amigo.
—No pretendo que se convierta usted en espía. No quiero ninguna información sobre sus negocios o su vida personal. Lo único que le estoy pidiendo es que si sabe algo o descubre alguno de los movimientos que se dispone a efectuar contra el presidente, me lo comunique.
—Oh, que lo jodan —exclamó Jeralyn—. Salga inmediatamente de aquí. Tengo que preparar el establecimiento para la cena.
—Desde luego —dijo Christian en tono amistoso—. Me marcho. Pero recuerde que soy el fiscal general de Estados Unidos. Nos encontramos en tiempos muy duros y a nadie le haría daño contarme entre sus amigos. Así que utilice su buen juicio cuando llegue el momento. Si sólo me da una pequeña advertencia, nadie lo sabrá nunca. Utilice su buen sentido.
Se marchó. Había logrado su propósito. Jeralyn podía contarle a Martin Mutford la entrevista que acababan de tener, lo que sería estupendo, porque con ello haría que Mutford fuera mucho más cauto. O no le diría nada a Martin y, llegado el momento, se pondría en contacto con él. En cualquier caso, él no tenía nada que perder.
Christian Klee no había estado más de treinta minutos con Jeralyn Albanese. Ya en su coche oficial, le pidió al chófer que pusiera en marcha la sirena. Tenía que regresar cuanto antes a la Casa Blanca. Kennedy le estaría buscando. Pero antes tenía que pasar por otro sitio. Había recibido un mensaje de El Oráculo en el que le decía, con frases perentorias, que pasara a verle por su mansión.
Mientras el coche adelantaba al tráfico haciendo sonar la sirena, fue mirando los monumentos, el edificio de mármol con columnas estriadas, los edificios majestuosos de las embajadas con las banderas ondeando, la arquitectura eterna con la que la autoridad establecida proclamaba su existencia y su poder supremo. Qué inútiles parecían ahora, a la espera de ser arrasados por las hordas bárbaras exteriores, si no física, al menos psicológicamente.
Revisó mentalmente la entrevista que había mantenido con Dazzy. El rumor de que uno de los miembros del equipo personal de la Casa Blanca pudiera firmar la petición para destituir a Kennedy había despertado la señal de peligro en su mente. Después de la reunión, había seguido a Eugene Dazzy hasta su despacho.
Estaba sentado ante la mesa, rodeado por tres secretarias que tomaban notas de las acciones que debía realizar su propio personal. Se había puesto los auriculares sobre las orejas, pero tenía apagado el sonido de la música. Y su rostro, habitualmente de buen humor, era hosco. Levantó la mirada y dijo:
—Hola, Chris. Es el peor momento para que vengas a husmear.
—Eugene, no juegues conmigo. Nadie parece sentir curiosidad por saber quién es el traidor que según se rumorea existe en nuestro equipo. Eso significa que lo sabe todo el mundo, excepto yo. Y yo soy quien debería saberlo.
Dazzy despidió a las secretarias. Se quedaron a solas en el despacho. Dazzy le sonrió.
—Nunca se me ocurrió pensar que no lo supieras. Te encargas de seguirle la pista a todo, con tu FBI y tu servicio secreto, tu cauteloso servicio de inteligencia y tus instrumentos de escucha. Con esos miles de agentes que el Congreso no sabe que están en tu nómina. ¿Cómo es posible que no lo sepas?
—Sé que te estás jodiendo a una bailarina dos veces a la semana en esos apartamentos del restaurante de Jeralyn.
—De eso se trata —asintió Dazzy con un suspiro—. Ese cabildero que me prestó el apartamento vino a verme. Me pidió que firmara el documento de destitución del presidente. No se mostró tosco, no hubo amenazas directas, pero la implicación estaba clara. Firma o mis pequeños pecados saldrían publicados en los periódicos y en la televisión. —Dazzy se echó a reír—. Casi no podía creérmelo. ¿Cómo pueden ser tan estúpidos?
—¿Qué respuesta le diste? —preguntó Christian.
—Taché su nombre de mi lista de «amigos» —contestó Dazzy con una sonrisa—. Le he prohibido que se acerque a mí. Y le dije que le daría su nombre a mi buen amigo Christian Klee, por considerarlo como una amenaza potencial para la seguridad del presidente. Luego se lo dije a Francis. Me dijo que me olvidara del asunto.
—¿Quién envió a ese tipo? —preguntó Christian.
—La única persona que podría atreverse a una cosa así sería un miembro del club Sócrates. Y ése sería, con toda probabilidad, nuestro viejo amigo Martin Reservado Mutford.
—Él es demasiado astuto para hacer eso.
—Claro que lo es —asintió Dazzy con hosquedad—. Todo el mundo es astuto, hasta que se siente desesperado. Desde que la vicepresidenta se negó a firmar el memorándum de destitución están desesperados. Además, nunca se sabe cuándo hay alguien a punto de derrumbarse.
A Christian seguía sin gustarle.
—Pero ellos te conocen. Saben que eres un tipo duro por debajo de toda esa grasa. Te he visto en acción. Dirigías una de las compañías más grandes de Estados Unidos, y hace apenas cinco años que le abriste un nuevo agujero en el culo a la IBM. ¿Cómo pueden pensar ellos que estabas a punto de derrumbarte?
—Siempre hay alguien que cree ser más duro que los demás —contestó Dazzy encogiéndose de hombros—. Tú mismo lo crees así, aunque no vayas pregonándolo por ahí. Yo también. Lo mismo sucede con Wix y con Gray. Francis no lo piensa así, pero, sencillamente, él sí puede serlo. Y nosotros debemos vigilar por él. Debemos vigilar para que no sea tan duro.
El chófer desconectó la sirena y cruzaron las puertas de entrada a la propiedad de El Oráculo. Christian observó que había tres limusinas esperando en el camino circular de acceso. Y le pareció curioso que los conductores estuvieran sentados detrás de los volantes y no fuera de los coches, fumando un cigarrillo. Junto a cada coche había un hombre alto y bien vestido. Christian los catalogó en seguida: guardaespaldas. De modo que El Oráculo tenía visitas importantes.
El mayordomo salió a recibirle y lo condujo a un salón amueblado como para celebrar una conferencia. El Oráculo estaba en su silla de ruedas, esperándole. Sentados alrededor de la mesa había cinco miembros del club Sócrates. Christian se sorprendió al verlos. Según sus últimos informes, los cinco se encontraban en California.
El Oráculo puso en marcha la silla de ruedas motorizada, dirigiéndola hacia la cabecera de la mesa.
—Christian, te ruego que me disculpes por este pequeño engaño —dijo—. Tuve la impresión de que era importante que te reunieras con mis amigos en estos momentos tan críticos. Están ansiosos por hablar contigo.
Los sirvientes habían preparado la mesa de conferencias con café y bocadillos. También se habían servido bebidas. El Oráculo podía llamar a los sirvientes apretando un botón que tenía debajo de la mesa. Los cinco miembros del club Sócrates ya habían tomado algo. Martin Mutford había encendido un enorme puro, se había aflojado el nudo de la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa. Parecía un tanto sombrío, pero Christian sabía que aquellas expresiones en un rostro eran a menudo fruto de la tensión de los músculos para ocultar el temor.
—Martin, Eugene Dazzy me ha dicho que uno de sus cabilderos le ha dado hoy un mal consejo. Confío en que usted no tuviera nada que ver con eso.
—Dazzy es capaz de arrancar el bien del mal —dijo Mutford—. De otro modo no podría ser jefe de los consejeros del presidente.
—Claro que puede —asintió Christian—. Y no necesita que yo le dé ningún consejo sobre cómo debe aplastar pelotas. Pero lo que sí puedo hacer es echarle una mano.
Christian comprendió que ni El Oráculo ni George Greenwell sabían de qué estaba hablando. Pero Lawrence Salentine y Louis Inch sonrieron ligeramente.
—Eso no es importante —dijo Louis Inch con impaciencia—, y tampoco relevante para nuestra reunión de esta noche.
—¿A qué demonios viene todo esto? —preguntó Christian.
Fue Lawrence Salentine quien le contestó, con una voz calmada y suave. Estaba acostumbrado a manejar confrontaciones.
—Estamos en unos momentos difíciles —dijo—, creo que incluso peligrosos. Todas las personas responsables debemos trabajar juntas para encontrar una solución. Todos los aquí presentes estamos a favor de deponer al presidente Kennedy durante un período de treinta días. El Congreso lo votará mañana por la noche, en una sesión especial. La negativa de la vicepresidenta Du Pray a firmar dificulta las cosas, pero no las imposibilita. Sería muy útil que usted firmara, como miembro del equipo personal del presidente. Y eso es lo que le pedimos que haga.
Christian se sintió tan asombrado que ni siquiera pudo contestar. Entonces intervino El Oráculo:
—Estoy de acuerdo. Será mejor para Kennedy no tener que ocuparse de esta cuestión particular. Su iniciativa de hoy ha sido completamente irracional, y tiene su origen en el deseo de venganza. Puede conducirnos a todos a acontecimientos terribles. Christian, te imploro que escuches a estos hombres.
—No hay ni la menor posibilidad de que yo haga una cosa así —dijo Christian Klee con un tono de voz muy decidido. Luego, volviéndose directamente hacia El Oráculo, añadió—: ¿Cómo puedes formar parte de esto? ¿Cómo tú, de entre todos, puedes estar en contra mía?
—No estoy en contra tuya —dijo El Oráculo sacudiendo la cabeza.
—Ese hombre no puede destruir cincuenta mil millones de dólares sólo porque ha sufrido una tragedia personal —intervino Salentine—. La democracia no es eso.
Christian había recuperado su compostura. Tras un momento de silencio y con un tono de voz razonable, dijo:
—Eso no es cierto. Francis Kennedy ha razonado su posición. No quiere que los secuestradores se estén burlando de nosotros durante semanas, utilizando tiempo de televisión en sus cadenas, señor Salentine, mientras Estados Unidos se ve sometido al ridículo. Por el amor de Dios, ellos han matado al papa de la Iglesia católica, han asesinado a la hija del presidente de Estados Unidos. ¿Y pretenden negociar con ellos ahora? ¿Quieren ver libre al asesino del papa? ¿Y ustedes se consideran patriotas? ¿Y dicen que se preocupan por este país? No son más que un puñado de hipócritas.
—¿Y qué me dice de los otros rehenes? —preguntó George Greenwell, hablando por primera vez—. ¿Está dispuesto a sacrificarlos?
—Sí —replicó Christian sin pensárselo dos veces. Hizo una pausa y añadió—: Creo que la forma de actuar del presidente es la mejor oportunidad posible para conseguir que regresen vivos.
—Como sabe, Bert Audick está ahora en Sherhaben —dijo George Greenwell—. Nos ha asegurado que podrá convencer a los secuestradores y al sultán de Sherhaben para que dejen en libertad a los rehenes que quedan.
—Yo también le oí decir al presidente que Theresa Kennedy no sufriría ningún daño —replicó Christian con desprecio—. Y ahora está muerta.
—Señor Klee —dijo Salentine—, podríamos estar discutiendo estos puntos menores hasta el día del Juicio Final. Pero no disponemos de ese tiempo. Confiábamos en que usted se uniera a nosotros y facilitara las cosas. Lo que se tiene que hacer, se hará, tanto si usted está de acuerdo como si no. Eso se lo puedo asegurar. Pero ¿por qué dividirnos más en este enfrentamiento? ¿Por qué no servir al presidente uniéndose a nosotros?
—No trate de enredarme —dijo Christian Klee mirándolo fríamente—. Permítanme decirles una cosa: sé que todos ustedes tienen un gran peso en este país, pero su peso no es constitucional. Mi departamento se encargará de investigarles a todos en cuanto haya pasado la crisis.
George Greenwell emitió un" suspiro. La ira violenta y sin sentido de los hombres más jóvenes resultaba un aburrimiento para un hombre de su experiencia y su edad.
—Señor Klee —le dijo—, todos le agradecemos que haya venido. Y confío en que no haya ninguna animosidad personal en esto. Actuamos tratando de ayudar a nuestro país.
—Están actuando para salvar los cincuenta mil millones de dólares de Audick —replicó Christian.
Tuvo entonces una visión reveladora. Aquellos hombres no abrigaban una verdadera esperanza de reclutarle. Esto era, simplemente, una intimidación. Le estaban indicando que permaneciera neutral. Y entonces captó el sentido del temor de aquellos hombres, unos hombres que le temían. Sabían que él tenía el poder y, lo que era más importante, la voluntad. Y la única persona que había podido advertirles acerca de él era El Oráculo.
Todos permanecieron en silencio. Entonces El Oráculo dijo:
—Puedes marcharte, sé que tienes que regresar. Llámame y hazme saber lo que esté ocurriendo. Manténme al corriente.
—Podrías haberme advertido tú —dijo Christian, dolido por la traición de El Oráculo.
—En tal caso no habrías venido —dijo El Oráculo sacudiendo la cabeza—. Y no pude convencer a mis amigos de que no firmarías. Tenía que darles su oportunidad. Te acompañaré.
Hizo rodar la silla de ruedas y salió de la sala, seguido por Christian. Sin embargo, antes de abandonarla, Christian se volvió hacia los miembros del club Sócrates.
—Caballeros, se lo ruego, no permitan que el Congreso haga eso.
Y les dirigió una mirada tan amenazadora, que nadie se atrevió a hablar.
Una vez que El Oráculo y Klee estuvieron a solas, sobre la parte superior de la rampa que conducía al vestíbulo de entrada, aquél se sujetó con las manos a los brazos de la silla de ruedas. Levantó la cabeza, manchada por el color amarronado de la piel avejentada, y le dijo a Christian.
—Eres mi ahijado y mi heredero. Todo esto no cambia para nada el afecto que siento por ti. Pero quedas advertido. Quiero a mi país y percibo a tu Francis Kennedy como un gran peligro.
Por primera vez en su vida, Christian Klee sintió amargura contra este hombre viejo al que siempre había apreciado.
—Tú y tu club Sócrates tenéis a Francis cogido por los huevos —dijo—. Vosotros sois el verdadero peligro.
—Pero tú no pareces sentirte preocupado por ello —dijo El Oráculo, estudiándolo—. Christian, te ruego que no te precipites. No hagas nada que sea irrevocable. Sé que tienes mucho poder y, lo que es más importante, una gran astucia. Estás bien dotado, lo sé. Pero no trates de arrollar a la historia.
—No sé de qué me estás hablando —dijo Christian.
Ahora tenía prisa. Aún le quedaba una última visita que hacer antes de regresar a la Casa Blanca. Tenía que interrogar a Gresse y a Tibbot.
—Recuerda que seguirás teniendo mi afecto, pase lo que pase —dijo El Oráculo suspirando—. Eres la única persona viva a la que quiero. Y si está dentro de mi poder, no permitiré que jamás te ocurra nada. Llámame y manténme al corriente.
Christian volvió a sentir el viejo afecto que siempre había sentido por El Oráculo. Encogió los hombros y dijo:
—Qué diablos, esto sólo es una diferencia política, y eso es algo que ya nos ha ocurrido antes. No te preocupes, te llamaré.
—Y no te olvides de mi fiesta de cumpleaños —dijo el anciano dirigiéndole una sonrisa tortuosa—. Cuando todo esto haya pasado, si es que los dos aún estamos vivos.
Y, ante su asombro, Christian vio cómo las lágrimas aparecían sobre el apergaminado rostro del anciano. Se inclinó para besar aquella mejilla tan arrugada, que estaba fría como el cristal.
Cuando Christian Klee regresó a la Casa Blanca, se dirigió directamente al despacho de Oddblood Gray, pero la secretaria le dijo que Gray estaba reunido con el congresista Jintz y con el senador Lambertino. La secretaria parecía asustada. Había escuchado rumores de que el Congreso intentaba destituir de su cargo al presidente Kennedy.
—Llámelo —dijo Christian—, dígale que es importante y permítame utilizar su mesa y su teléfono. Vaya usted al lavabo de señoras.
Gray contestó al teléfono, pensando que se trataba de su secretaria.
—Será mejor que sea importante —dijo.
—Otto, soy Chris. Escucha. Algunos tipos del club Sócrates acaban de pedirme que firme el memorándum de destitución. A Dazzy también le pidieron que firmara, y trataron de chantajearlo con ese asunto de la bailarina. Sé que Wix está de camino hacia Sherhaben, de modo que no podrá firmar esa petición. ¿Qué vas a hacer tú?
La voz de Oddblood Gray sonó muy sedosa.
—Resulta curioso, los dos caballeros que están en mi despacho acaban de pedirme que firme. Ya les he dicho que no lo haría. Y también que ningún miembro del equipo personal del presidente lo haría. Ni siquiera he tenido necesidad de preguntártelo.
Había un cierto sarcasmo en su voz. Christian le replicó con impaciencia.
—Sabía que no firmarías, Otto, pero tenía que preguntártelo. Mira, sácate algunos rayos y truenos de la manga. Diles a esos caballeros que, como fiscal general, me dispongo a lanzar una investigación sobre la amenaza de chantaje contra Dazzy. Y también que dispongo de una gran cantidad de información sobre esos congresistas y senadores, y que esa información no quedaría muy bien en los periódicos si la dejara filtrar. Me refiero, sobre todo, a sus conexiones de negocios con los miembros del club Sócrates. Para decirles todo eso, no es necesario que utilices tu inglés de Oxford.
—Gracias por el consejo, compañero —dijo Oddblood Gray con suavidad—. Pero ¿por qué no te ocupas de tus propios asuntos y dejas que yo me ocupe de los míos? Y no le pidas a los demás que agiten tu espada de un lado a otro. Agítala tú mismo.
Siempre había existido un sutil antagonismo entre Oddblood Gray y Christian Klee. Desde el punto de vista personal, se gustaban y se respetaban mutuamente. Ambos tenían físicos impresionantes. Gray poseía, además, valor social, y lo había alcanzado todo por sí mismo. Christian Klee ya había nacido rico, aunque se negara a llevar una vida de acuerdo a su posición. Había sido un oficial físicamente valiente y luego director de campo de la CÍA, directamente implicado en operaciones clandestinas. Ambos eran hombres respetados en el mundo. Y fieles a Francis Kennedy. Y también eran abogados muy hábiles.
Y, sin embargo, ambos se mostraban cautelosos el uno con el otro. Oddblood Gray tenía depositada la mayor fe en el progreso de la sociedad a través de la ley, razón por la que se había convertido en un hombre tan valioso como enlace del presidente con el Congreso. Y siempre había desconfiado de la consolidación del poder que Klee había acumulado. Era demasiado que en un país como Estados Unidos alguien pudiera ser director del FBI, jefe del servicio secreto y también fiscal general. Cierto que Francis Kennedy había explicado sus razones para permitir esta concentración de poder. Lo consideraba necesario para proteger al propio presidente de cualquier amenaza de asesinato. Pero a Gray seguía sin gustarle.
Por su parte, Christian Klee siempre se había mostrado un tanto impaciente con la atención escrupulosa de Gray hacia las legalidades. Gray podía permitirse desempeñar el papel de estadista puntilloso. Trataba con políticos y con problemas políticos. Pero Christian Klee tenía la sensación de tener que estar quitando a paladas la mierda asesina de la vida cotidiana. La elección de Francis Kennedy había hecho salir de sus madrigueras a todas las cucarachas del país. Sólo él conocía los miles de amenazas de muerte que había recibido el presidente. Sólo él era capaz de aplastar a todas aquellas cucarachas. Y, para hacer su trabajo, no siempre podía detenerse en los aspectos más exquisitos de la ley. Eso era, al menos, lo que él creía.
Ahora se planteaba un caso similar. Klee deseaba utilizar el poder, Gray prefería emplear el guante de terciopelo.
—Está bien —asintió finalmente Christian—. Haré lo que tenga que hacer.
—Estupendo —dijo Oddblood Gray—. Y ahora tú y yo podemos ir juntos a ver al presidente. Nos quiere ver en la sala del gabinete en cuanto yo haya terminado aquí.
Oddblood Gray se había mostrado deliberadamente indiscreto mientras estuvo hablando por teléfono con Christian Klee. Tras colgar el teléfono, se volvió hacia el congresista Jintz y el senador Lambertino y les dirigió una sonrisa de disculpa.
—Siento mucho que hayan tenido que escuchar eso —les dijo—. A Christian no le gusta nada este asunto de la destitución, pero cuando se trata de una cuestión que afecta al bienestar del país, lo convierte en algo personal.
—Aconsejé que no se dijera nada a Klee —dijo el senador Lambertino—, pero, francamente, pensé que tendríamos una oportunidad con usted, Otto. Cuando el presidente le nombró enlace con el Congreso, pensé que había hecho una tontería, sobre todo teniendo en cuenta a todos nuestros colegas del Sur, pero ahora debo admitir que usted ha sabido ganárselos a lo largo de estos últimos tres años. Si el presidente le hubiera hecho caso, sus programas no habrían tenido que pasar por el Congreso.
Oddblood Gray mantuvo el rostro impasible.
—Me alegro de que hayan venido a verme —dijo con su voz sedosa—, pero creo que el Congreso está cometiendo un gran error al llevar adelante ese procedimiento para la destitución. La vicepresidenta no ha firmado. Seguramente habrán logrado ustedes el apoyo de casi todos los miembros del gabinete, pero ninguno del equipo personal del presidente. En consecuencia, el Congreso tendrá que votar para convertirse en cuerpo con capacidad para emitir la destitución. Eso es dar un paso muy grande. Significará que el Congreso puede arrollar el voto expreso del pueblo de este país.
Oddblood Gray se levantó y empezó a pasear por el despacho.
Habitualmente nunca lo hacía cuando estaba negociando. Sabía la impresión que eso causaba. Era demasiado poderoso físicamente y casi parecería un gesto ofensivo de dominación. Medía un metro noventa y cinco de altura, sus ropas estaban hechas a medida y su físico era el de un atleta olímpico. Apenas si tenía un toque de acento inglés. Su aspecto era exactamente el de esos poderosos ejecutivos que aparecen en los anuncios de televisión, excepto por el hecho de que su piel era de color café, en lugar de blanca. No obstante, en esta ocasión deseaba introducir un cierto matiz de intimidación.
—Ustedes dos son hombres a los que he admirado en el Congreso —dijo—. Siempre nos hemos entendido bien. Como saben, aconsejé a Kennedy no ir adelante con sus programas sociales hasta que no hubiera preparado mejor el terreno. Los tres comprendemos una cosa importante: que no hay una apertura mayor para la tragedia que un ejercicio estúpido del poder. Ése es uno de los errores más habituales entre los políticos. Y eso es exactamente lo que va a hacer el Congreso al destituir al presidente. Si tienen éxito, habrán sentado un precedente muy peligroso en nuestro gobierno, un precedente que puede conducir a repercusiones fatales cuando algún presidente adquiera un exceso de poder en el futuro. En un caso así puede que su primer objetivo consista en mutilar al Congreso. Y, en resumen, ¿qué ganan ustedes aquí? Impiden la destrucción de Dak y de los cincuenta mil millones de inversión de Bert Audick. Y el pueblo de este país les despreciará, porque, no cometan también ese error, el pueblo apoya la acción de Kennedy. Quizá lo haga por razones equivocadas. Todos sabemos que el electorado se deja llevar con excesiva facilidad por emociones evidentes, emociones que nosotros, como gobernantes, tenemos que saber controlar y reorientar. En estos momentos, Kennedy podría ordenar que se arrojaran bombas atómicas sobre Sherhaben, y el pueblo de este país lo aprobaría. Parece estúpido, ¿verdad? Pero así es como sienten las masas. Eso lo saben ustedes muy bien. Así que lo mejor que puede hacer el Congreso es quedarse quieto, ver si las acciones de Kennedy consiguen liberar a los rehenes y traer a los secuestradores a nuestras prisiones. En tal caso, todo el mundo se sentirá feliz. Si esa política fracasa, si los secuestradores asesinan a los rehenes, entonces podrán ustedes destituir al presidente y aparecer como héroes.
Oddblood había intentado su mejor jugada, a pesar de que sabía que era inútil. Gracias a su larga experiencia, sabía que hasta los hombres y las mujeres más prudentes hacen una cosa una vez que se han decidido a hacerla. Ninguna forma de persuasión sería capaz de cambiar sus mentes. Harían lo que deseaban hacer, simplemente porque ésa era su voluntad.
El congresista Jintz no le desilusionó.
—Está usted argumentando en contra de la voluntad del Congreso.
—Realmente, Otto —añadió el senador Lambertino—, lucha usted por una causa perdida. Conozco su lealtad para con el presidente. Sé que si todo hubiera salido bien, el presidente le habría nombrado miembro del gabinete. Y permítame decirle que, en tal caso, el Senado habría dado su aprobación. Eso aún puede suceder, pero no con Kennedy.
Oddblood Gray asintió con la cabeza, en un gesto de agradecimiento.
—Aprecio mucho sus palabras, senador, pero no puedo acceder a su petición. Creo que el presidente está justificado en la acción que ha decidido emprender. Creo que esa acción será efectiva. Creo que los rehenes serán liberados y que los criminales serán entregados para ser juzgados.
—Eso no tiene nada que ver con el asunto —exclamó de pronto Jintz con brusquedad y crudeza—. Lo que no podemos hacer es permitirle que destruya la ciudad de Dak.
—No se trata sólo del dinero —añadió el senador Lambertino con suavidad—. Un acto tan salvaje dañaría nuestras relaciones con todos los demás países del mundo. Eso es algo que usted debe comprender, Otto.
—No soy yo quien tiene que preocuparse por las relaciones exteriores —replicó—. Yo sólo me ocupo de tratar con el Congreso por el presidente. Y me doy cuenta de que ustedes no están de acuerdo conmigo. Así que permítanme decirles lo siguiente: a menos que el Congreso cancele su sesión especial de mañana, a menos que retire su moción de destitución, el presidente apelará directamente al pueblo de Estados Unidos por televisión. Y ya saben ustedes lo bueno que es el presidente en la pantalla. Machacará al Congreso. Y entonces, ¿quién sabe lo que puede suceder? Sobre todo si sus planes salen mal y los rehenes son asesinados de todos modos. Les ruego que se lo comuniquen así a sus compañeros de cámara. —Y se contuvo, antes de añadir—: Y a los miembros del club Sócrates.
Se separaron con aquellas expresiones de buena voluntad y afecto que forman parte de las buenas maneras políticas desde el asesinato de Julio César. Luego, Oddblood Gray se dirigió a recoger a Christian Klee para acudir ambos a la reunión con el presidente.
Pero su último discurso había conmocionado al congresista Jintz. El congresista había acumulado una gran riqueza durante los muchos años pasados en el Congreso. Su esposa era socia o accionista de compañías de televisión por cable en el estado de donde ambos procedían, y la firma de abogados de su hijo era una de las mayores del Sur. No tenía problemas económicos. Pero le encantaba la vida que llevaba como congresista; eso le proporcionaba placeres que no podían comprarse simplemente con dinero. Lo más maravilloso de ser un político de éxito consistía en que en la edad madura se podía ser tan feliz como en la juventud. Incluso como anciano que chochea, con el cerebro flotando en un flujo de células seniles, todo el mundo le sigue respetando a uno, le escucha y hasta le besa el trasero. Se dispone de los comités y los subcomités del Congreso, y siempre se puede meter la mano en los barriles de carne de cerdo. Se puede ayudar incluso a dirigir el curso del mayor país del mundo. A pesar de tener un cuerpo viejo y débil, los hombres más jóvenes y viriles tiemblan ante uno. Jintz sabía que su apetito por la comida, la bebida y las mujeres se desvanecería en algún momento, pero si en el cerebro aún le quedaba una sola célula viva, podría seguir disfrutando del ejercicio del poder. ¿Y cómo puede temerse la proximidad de la muerte cuando los semejantes le siguen temiendo a uno?
Así que Jintz se sentía preocupado. Si ocurría alguna catástrofe, ¿era posible que perdiera su escaño en la Cámara? No había forma de salir de aquello. Ahora, toda su vida dependía de la destitución de Francis Kennedy de su cargo.
—No podemos permitir que el presidente salga mañana por televisión —le dijo al senador Lambertino.