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Parecía casi imposible destituir al presidente de Estados Unidos en un plazo de veinticuatro horas, un procedimiento conocido como impeachment. Sin embargo, y durante varias horas después del ultimátum de Kennedy a Sherhaben, el Congreso y el club Sócrates creyeron tener la victoria al alcance de la mano.

Después de que Christian Klee abandonara la reunión, la sección de vigilancia computarizada de su división especial del FBI le entregó un informe completo de las actividades de los líderes del Congreso y de los miembros del club Sócrates. Se registraron tres mil llamadas telefónicas. En el informe también se incluían diagramas y registros de todas las reuniones celebradas. Las evidencias eran claras y abrumadoras. La Cámara de Representantes y el Senado de Estados Unidos intentarían destituir al presidente en las próximas veinticuatro horas.

Christian, temblando de rabia, se guardó los informes en la cartera y acudió presuroso a la Casa Blanca. Antes de marcharse, sin embargo, ordenó a Peter Cloot que sacara a diez mil agentes de sus puestos de servicio y los trasladara inmediatamente a Washington.

En ese mismo momento, en la noche del miércoles, el senador Thomas Lambertino, el hombre fuerte del Senado, se reunió en su despacho con su ayudante Elizabeth Stone y el congresista Alfred Jintz, el portavoz demócrata de la Cámara. También estaba presente Patsy Troyca, ayudante del congresista Jintz, para, como solía decir, cubrirle el trasero a su jefe, que podría hacer muchas idioteces. No cabía la menor duda de la astucia de Patsy Troyca, y no sólo para él mismo, sino también en Capitol Hill.

En aquella madriguera de legisladores, Patsy Troyca también era un destacado mujeriego y un elegante promotor de las relaciones entre ambos sexos. Troyca ya había observado que Elizabeth Stone, la ayudante jefe del senador, era una mujer hermosa, pero aún le faltaba por descubrir hasta dónde llegaba su fidelidad. Y en estos momentos no le quedaba más remedio que concentrarse en la tarea encomendada.

Troyca leyó en voz alta las frases pertinentes de la vigésimo quinta enmienda a la Constitución de Estados Unidos, suprimiendo frases y palabras extrañas. Leyó con lentitud y cuidado, con una voz de tenor muy bien controlada.

—El vicepresidente asumirá inmediatamente los poderes y deberes del puesto como presidente en funciones, siempre que el vicepresidente y la mayoría o bien de los funcionarios principales de los departamentos ejecutivos —hizo una pausa, se inclinó hacia Jintz y le susurró—: Eso es el gabinete. —Luego, su tono de voz se hizo más enfático al continuar—: o bien de algún otro cuerpo que el Congreso determine por ley, transmitan al Senado y a la Cámara de Representantes su declaración escrita de que el presidente se halla incapacitado para desempeñar los poderes y deberes de su cargo.

—Mierda —exclamó el congresista Jintz—. No puede resultar tan sencillo destituir al presidente.

—No lo es —dijo el senador Lambertino con voz tranquilizadora—. Continúe leyendo, Patsy.

Patsy Troyca pensó amargamente que era típico que su jefe no conociera la Constitución, por muy sagrada que fuese. Terminó por abandonar sus esfuerzos. Que se joda la Constitución; Jintz jamás lo entendería, así que tendría que explicarlo en lenguaje llano.

—Esencialmente —dijo—, el vicepresidente y el gabinete deben firmar una declaración de incompetencia para destituir a Kennedy. En tal caso, el vicepresidente se convierte en presidente. Un segundo más tarde, Kennedy emite una contra declaración y dice estar bien. Así, vuelve a ser presidente. Entonces, es el Congreso el que decide. Mientras tanto, Kennedy puede hacer lo que guste.

—Y con eso desaparece Dak —dijo el congresista Jintz.

—La mayoría de los miembros del gabinete firmarán la declaración —dijo el senador Lambertino—. Tendremos que esperar a ver qué hace la vicepresidenta. No podemos proceder sin su firma. El Congreso tendrá que reunirse no más tarde de las diez de la noche del jueves para decidir el tema a tiempo para impedir la destrucción de Dak. Y para ganar debemos contar con una votación favorablede dos tercios, tanto en la Cámara como en el Senado. Yo puedo garantizar el resultado en el Senado. ¿Podrá la Cámara hacer su trabajo?

—Desde luego —asintió el congresista Jintz—. He recibido una llamada del club Sócrates. Ellos se disponen a presionar a todos los miembros de la Cámara.

—La Constitución dice: «O bien de algún otro cuerpo que el Congreso determine por ley». ¿Por qué no evitar la firma de todo el gabinete y de la vicepresidenta y hacer que el propio Congreso sea ese cuerpo? En tal caso, podrían decidir sin dilaciones.

—Eso no funcionará, Patsy —dijo el congresista Jintz con paciencia—. No tiene que parecer como una venganza. El público votante puede estar del lado del presidente, y eso es algo que tendríamos que pagar más tarde. Recuerde que Kennedy es muy popular. Un demagogo siempre cuenta con esa ventaja en comparación con los legisladores responsables.

—No deberíamos tener ningún problema limitándonos a seguir el procedimiento —dijo el senador Lambertino—. El ultimátum del presidente a Sherhaben es demasiado extremista y demuestra una mente temporalmente desequilibrada por su propia tragedia personal. Por la que, desde luego, siento la mayor simpatía y pena, como, de hecho, nos sucede a todos.

—Mi gente en la Cámara tiene que presentarse a la reelección cada dos años —dijo el congresista Jintz—. Kennedy eliminaría a un buen puñado de ellos si fuera declarado competente después de ese período de treinta días. Tenemos que mantenerlo fuera del cargo.

El senador Lambertino asintió con un gesto. Sabía que los seis años de mandato de los senadores era algo que siempre molestaba a los miembros de la Cámara de Representantes.

—Eso es cierto —asintió—, pero recuerde que ya se habrá establecido que él tiene graves problemas psicológicos, y eso es algo que podremos utilizar para mantenerlo alejado del puesto, por el simple procedimiento de que el partido Demócrata le niegue la nominación.

Patsy Troyca había observado una cosa: Elizabeth Stone, la ayudante jefe del senador, no había dicho una sola palabra durante toda la reunión. Sin embargo, ella tenía un jefe con cerebro, no se veía obligada a proteger a Lambertino de sus propias estupideces.

—Si me permiten sintetizar —dijo Troyca—, diría que la vicepresidenta y la mayoría del gabinete votan a favor de destituir al presidente, para lo cual deberían firmar la declaración esta misma tarde. El equipo personal del presidente seguirá negándose a firmar. Sería de una gran ayuda que firmaran la declaración, pero no lo harán. Según el procedimiento constitucional, la única firma esencial es la del vicepresidente. Tradicionalmente, el vicepresidente aprueba toda la política del presidente. ¿Estamos absolutamente seguros de que ella firmará? ¿O que no tardará en hacerlo? Lo que cuenta aquí es el tiempo.

—¿Qué vicepresidente no desea convertirse en presidente? —replicó Jintz echándose a reír—. Ella se ha pasado los tres últimos años deseando que a él le diera un ataque al corazón.

Entonces Elizabeth Stone habló por primera vez:

—La vicepresidenta no piensa de ese modo. Es absolutamente leal al presidente —dijo con frialdad—. Cierto que es casi seguro que firmará esa declaración, pero lo hará por razones honradas.

El congresista Jintz la miró con una paciente resignación y le dirigió un gesto de apaciguamiento. Lambertino frunció el ceño. Troyca permaneció con el rostro impasible, pero interiormente se sintió encantado.

—Sigo diciendo que es mejor evitar a todo el mundo —insistió Patsy Troyca—. Que sea el Congreso el que vaya al fondo de la cuestión.

El congresista Jintz se levantó del cómodo sillón donde estaba sentado.

—No se preocupe, Patsy, no creo que a la vicepresidenta le falte tiempo para desembarazarse de Kennedy. Firmará. Lo que probablemente no le guste es aparecer como una usurpadora.

«Usurpador» era una palabra utilizada a menudo en la Cámara de Representantes para referirse al presidente Kennedy. El senador Lambertino observó a Troyca con aversión. No le gustaba la relativa familiaridad en la actitud de aquel hombre, el hecho de que cuestionara los planes de sus superiores.

—No cabe la menor duda de que esta acción para destituir al presidente es legal, aunque no tenga precedentes —dijo—. La vigésimo-quinta enmienda a la Constitución no especifica que se tengan que presentar pruebas médicas. Pero la decisión del presidente de destruir Dak es una buena prueba.

—Una vez que se haya hecho esto, existirá un precedente —dijo Patsy Troyca sin poderlo evitar—. De ese modo, una votación de dos tercios del Congreso podrá destituir a cualquier presidente. Al menos en teoría. —Observó con satisfacción que había logrado captar al menos la atención de Elizabeth Stone. Continuó diciendo—: Seríamos como otra república bananera, sólo que a la inversa, con el legislativo convertido en dictador.

—Eso, por definición, no puede ser cierto —dijo el senador Lambertino con sequedad—. El legislativo es elegido directamente por el pueblo, y no dicta nada, como lo puede hacer un solo hombre.

«No, a menos que el club Sócrates se te eche sobre el trasero», pensó Patsy Troyca con desprecio. Entonces se dio cuenta de lo que enojaba al senador. Por lo visto, el senador abrigaba sus propias aspiraciones presidenciales y no le gustaba que nadie dijera que el Congreso podría librarse del presidente cada vez que quisiera.

—Terminemos con esto de una vez —dijo Jintz—. Todos nosotros tenemos muchas cosas que hacer. En el fondo, esto no es más que un movimiento de consolidación de nuestra democracia.

Patsy Troyca aún no estaba acostumbrado a la simplicidad directa de los grandes hombres como el senador y el portavoz de la Cámara, y mucho menos cuando aquella sinceridad se correspondía con sus intereses egoístas más estimados. Observó una cierta expresión en el rostro de Elizabeth Stone y se dio cuenta de que ella pensaba exactamente lo mismo que él. Iba a tener que conseguirla sin que importara lo que le costase. Luego, con una humildad que concordaba con aquella sinceridad fingida, dijo:

—¿Cabe la posibilidad de que el presidente declare que el Congreso desobedece una orden ejecutiva con la que está en desacuerdo y que después desafíe el voto del propio Congreso? ¿Es posible que se dirija a la nación por televisión, antes de que se reúna el Congreso? Y puesto que el equipo personal de Kennedy se niega a firmar la declaración, al público le parecerá plausible que Kennedy se encuentra bien. Eso podría producir una gran cantidad de problemas, sobre todo si los rehenes son asesinados después de la destitución de Kennedy. Las repercusiones sobre el Congreso podrían ser tremendas.

Ni el senador ni el congresista parecieron sentirse muy impresionados por este análisis. Jintz le dio unas palmaditas en la espalda y le dijo:

—Patsy, lo tenemos cubierto todo, de modo que asegúrese de preparar el papeleo.

En ese momento sonó el teléfono. Elizabeth Stone lo tomó. Escuchó un momento por el auricular y luego dijo:

—Senador, es la vicepresidenta.

Antes de tomar su decisión, la vicepresidenta Helen du Pray decidió efectuar su carrera diaria.

Era la primera vicepresidenta de Estados Unidos, tenía cincuenta y cinco años y era una mujer extraordinariamente inteligente. Aún era hermosa, posiblemente porque se había aficionado a la comida sana a los veinte años, y después durante su embarazo de un ayudante de fiscal de distrito, su esposo. También se había aficionado a correr siendo adolescente, antes de casarse. Uno de sus primeros amantes la solía llevar a practicar sus ejercicios: correr ocho kilómetros diarios y no simplemente hacer jogging.

Mens sana in corpore sano —le había dicho en latín, y le tradujo después—: La mente está sana si el cuerpo está sano.

Ella lo «descartó» como amante debido a su condescendencia con la traducción y al hecho de que se tomara tan en serio lo que decía la cita (¿cuántas mentes saludables se han visto convertidas en polvo por un cuerpo demasiado saludable?).

No obstante, igualmente importante era su disciplina dietética, que disolvía los venenos que penetraban en su sistema y generaba un alto nivel de energía, lo que le daba, además, el premio adicional de poseer una magnífica figura. Sus oponentes políticos bromeaban diciendo que ella no tenía desarrollado el sentido del gusto, pero eso no era cierto. Disfrutaba con un melocotón rosado, una pera madura y el sabor peculiar de las verduras frescas, y en los momentos oscuros del alma, de los que nadie escapa, era capaz de comerse un paquete entero de pastas de chocolate.

Se había convertido en aficionada a la comida sana por casualidad. En sus primeros tiempos como fiscal de distrito había denunciado al autor de un libro dietético por haber hecho afirmaciones fraudulentas e injuriosas. Con objeto de prepararse para el caso, investigó el tema, leyó todo lo que encontró sobre el campo de la nutrición, siguiendo la premisa de que, para detectar lo falso, se debe conocer lo que es verdadero. Consiguió que se condenara al autor en cuestión y le hizo pagar una multa enorme, pero siempre tuvo la sensación de haber quedado en deuda con él.

Ahora, incluso como vicepresidenta de Estados Unidos, Helen du Pray comía con frugalidad y siempre corría por lo menos ocho kilómetros al día. Los fines de semana doblaba esa distancia. Hoy, en lo que podría ser el día más importante de su vida, con la declaración de destitución del presidente esperando su firma, decidió correr para despejar la mente.

Su guardaespaldas del servicio secreto tuvo que pagar el precio. En un principio, el jefe de su destacamento de seguridad no creyó que aquellas carreras matutinas constituyeran ningún problema. Después de todo, sus hombres estaban en muy buena forma física. Pero la vicepresidenta Du Pray no sólo corría a primeras horas de la mañana a través de bosques por donde no podían seguirla los guardaespaldas, sino que su carrera de más de quince kilómetros una vez a la semana dejaba bastante rezagados a sus hombres de seguridad. Al jefe del destacamento le extrañó que esta mujer de más de cincuenta años pudiera correr con tanta rapidez y durante trayectos tan largos.

La vicepresidenta no quería que nada ni nadie interrumpiera su carrera; después de todo, se trataba de algo sagrado en su vida. Eso había sustituido la «diversión», es decir, el disfrute de la comida, el licor y el sexo, el calor y la ternura que habían desaparecido de su vida cuando su esposo murió seis años antes.

Había prolongado sus carreras y apartado de su mente toda idea de volver a casarse; había llegado demasiado alto en la escala política como para arriesgarse a aliarse con un hombre que pudiera ser una trampa cazabobos, con cadáveres secretos en el armario que también la arrastrarían a ella. Sus dos hijas y una vida social activa eran suficientes para ella, y tenía además numerosos amigos, tanto masculinos como femeninos.

Se había ganado el apoyo de los grupos feministas del país, no con la habitual demagogia política sin contenido, sino con una fría inteligencia y una integridad a toda prueba. Había montado un ataque sin tregua contra los antiabortistas y en los debates había llegado a crucificar a aquellos machistas que, sin tener que correr ningún riesgo personal, trataban de legislar lo que podían hacer las mujeres con sus propios cuerpos. Había ganado esa lucha y, en el transcurso del proceso, había seguido subiendo en el escalafón político. Durante toda su vida desdeñó las teorías según las cuales los hombres y las mujeres deberían ser más similares; a ella le encantaban sus diferencias. La diferencia era valiosa en un sentido moral, del mismo modo que lo es una variación musical, o una variación de los productos que se consumen. Sí, había una diferencia. A partir de su vida política, y de los años que pasó como fiscal de distrito, aprendió que las mujeres son mejores que los hombres en las cosas más importantes de la vida. Y disponía de estadísticas que así lo demostraban. Los hombres cometían muchos más asesinatos, robaban más bancos, se perjudicaban más a sí mismos, y traicionaban mucho más a sus amigos y personas queridas. Como funcionarios públicos, eran mucho más corruptos; como creyentes en Dios, mucho más crueles; como amantes, mucho más egoístas; y en todos aquellos campos en los que ejercían poder se comportaban de un modo mucho más despiadado. Era mucho más probable que fueran los hombres los que destruyeran el mundo con la guerra, porque temían a la muerte mucho más que las mujeres. Pero, dejando aparte estas cuestiones, ella no tenía ninguna antipatía hacia los hombres.

En este miércoles, Helen du Pray empezó a correr a partir del coche que el chófer había aparcado en los bosques de los suburbios de Washington. Parecía como si quisiera alejarse corriendo de aquel documento fatídico que le esperaba sobre la mesa de su despacho. Los hombres del servicio secreto se desplegaron, uno delante, otro detrás y dos más a los flancos, todos ellos a por lo menos veinte pasos de distancia. Había habido una época en la que ella disfrutó haciéndolos sudar para mantener el ritmo. Después de todo, ellos iban vestidos con traje, mientras que ella llevaba ropa deportiva, y además iban cargados con armas, municiones y equipo de comunicaciones. Lo pasaron bastante mal, hasta que el jefe del destacamento de seguridad, perdida ya la paciencia, reclutó a verdaderos corredores procedentes de pequeñas universidades, lo que escarmentó un poco a Helen du Pray.

Cuanto más ascendía en el escalafón político, tanto más pronto se levantaba para correr. Su mayor placer lo experimentaba cuando la acompañaba una de sus hijas. De ese modo también se conseguían grandes fotos para los medios de comunicación. Todo contaba. La vicepresidenta había tenido que superar muchos obstáculos para alcanzar un puesto tan alto. Evidentemente, el primero de ellos fue el mismo hecho de ser una mujer, y luego el de ser hermosa, aunque ese obstáculo no fuera tan evidente. Debido a su poder externo, la belleza despertaba a menudo hostilidad en ambos sexos. Ella superó esa hostilidad con inteligencia, modestia y un sentido de la moralidad muy arraigado. También disponía de su propia dosis de astucia. En la política estadounidense era habitual que el electorado prefiriese a hombres agraciados y a mujeres feas como candidatos para cualquier puesto. Así pues, Helen du Pray había transformado una belleza seductora en la rígida elegancia de una Juana de Arco. Llevaba el cabello rubio platino bastante corto, mantenía su cuerpo delgado y juvenil, suprimía la protuberancia de los pechos con trajes hechos a medida. Las únicas joyas que se ponía eran un collar de perlas y el anillo de oro de casada. Un pañuelo de seda, una blusa suelta, y a veces guantes eran sus únicos signos exteriores de feminidad. Protegía aquella imagen de rígida feminidad hasta que sonreía o se reía, momentos en los cuales su sexualidad se desplegaba como un relámpago deslumbrador. Era femenina sin llegar al flirteo, y fuerte sin el menor atisbo de masculinidad. En resumen, constituía un verdadero modelo para ser la primera mujer presidenta de Estados Unidos. Y en eso se convertiría, si es que firmaba la declaración que la esperaba en su mesa.

Ahora se encontraba en la fase final de la carrera, saliendo de entre los bosques y corriendo por la carretera, hacia donde la esperaba otro coche. Los hombres del servicio secreto se acercaron, rodeándola como si fuera un diamante que corriese el peligro de estallar. Subió al coche y emprendió el camino de regreso hacia la mansión de la vicepresidencia. Después de ducharse, se puso las ropas de «trabajo», una falda y chaqueta de corte severo, y se dirigió a su despacho. La declaración la estaba esperando allí.

Pensó que aquello resultaba extraño. Había luchado desde siempre por escapar a una vida demasiado encajonada. Había desarrollado una brillante carrera como abogada, al mismo tiempo que tenía dos hijas; siguió una carrera política al tiempo que conservaba un matrimonio feliz y fiel. Había sido socia de una firma de abogados, luego representante, después senadora y, durante todo ese tiempo, siguió siendo una madre dedicada y cariñosa con sus hijas. Habíadirigido su vida de una forma impecable, sólo para convertirse en otra especie de ama de casa, la de ser vicepresidenta de Estados Unidos.

Como tal, tenía que seguir a su marido político, el presidente, y ejecutar las tareas domésticas para él. Recibía a los líderes de países pequeños, asistía a comités sin poder pero con títulos altisonantes, aceptaba los informes que se le transmitían de una forma condescendiente, ofrecía consejos que se aceptaban con cortesía, pero a los que no se daba una consideración respetuosa. Se veía obligada, en suma, a repetir las opiniones y apoyar las políticas de su esposo político.

Admiraba al presidente Francis Kennedy y se sentía agradecida por el hecho de que la hubiera elegido para formar parte de su candidatura, como vicepresidenta, pero discrepaba con él en muchas cosas. A veces le extrañaba que, como mujer casada, hubiera logrado escapar a la trampa de la desigualdad en la pareja, mientras que en el puesto político más alto alcanzado por una mujer estadounidense se viera subordinada a un esposo político por las leyes del país.

Hoy, sin embargo, se le presentaba la oportunidad de convertirse en viuda política y, desde luego, no podía quejarse en cuanto a la póliza de seguros que cobraría por ello: la presidencia de Estados Unidos. Después de todo, aquél había sido un «matrimonio» desgraciado. Francis Kennedy se había movido con excesiva rapidez, con demasiada agresividad. Helen du Pray había empezado a abrigar fantasías acerca de su muerte, como suelen hacer muchas esposas desgraciadas.

Pero al firmar esta declaración se convertiría en una divorciada política, y recibiría todo el botín. Podría ocupar el lugar del «esposo». Y eso habría constituido una milagrosa delicia para cualquier mujer inferior.

Sabía que era imposible controlar los ejercicios pragmáticos del cerebro, así que no se sentía realmente culpable en lo referente a sus fantasías, pero sí podía sentirse ante una realidad que ella misma había ayudado a producir. Cuando se extendieron los rumores de que Kennedy no se presentaría a la reelección, ella alertó a su propia red política. Luego Kennedy le había dado su bendición. Todo eso había cambiado. Ahora tenía que aclarar su mente. La mayoría de los miembros del gabinete ya habían firmado la declaración, incluyendo al secretario de Estado, los secretarios de Defensa, del Tesoro y otros. Faltaba Tappey, el jefe de la CÍA, aquel cerdo inteligente y falto de escrúpulos. Y, desde luego, Christian Klee, un hombre al que ella detestaba. Pero tenía que tomar una decisión de acuerdo con su propio juicio y conciencia. Tenía que actuar de acuerdo con el bien público y no con su ambición personal.

¿Podía firmar aquella declaración, cometer un acto de traición personal y conservar el respeto por sí misma? Pero lo personal debía ser ajeno a su decisión. Tenía que considerar únicamente los hechos.

Al igual que Christian Klee y muchos otros, había observado el cambio producido en Kennedy después de la muerte de su esposa, justo antes de su elección como presidente. Un cambio caracterizado por la pérdida de energía, de habilidades políticas. Helen du Pray sabía, como muchos otros, que sólo se consigue realizar un buen trabajo presidencial creando un consenso con el poder legislativo. Para eso se tiene que saber cortejar, atraer y quizá dar algunas patadas. Hay que maniobrar por los flancos, infiltrarse y seducir a la burocracia. Se tiene que controlar al gabinete, y los miembros del equipo personal tienen que formar un grupo de Atilas y Salomones. Hay que regatear, recompensar y arrojar unos pocos truenos. En cierto modo, se debe conseguir que todo el mundo diga: «Sí, por el bien del país y por mi propio bien».

No haber hecho esas cosas constituía el mayor defecto de Kennedy como presidente, así como el haberse adelantado demasiado a su tiempo y el haber procurado que su equipo personal lo hiciera mejor. Un hombre tan inteligente como Kennedy debería haber podido hacer las cosas de mejor modo. Y, sin embargo, percibía en los movimientos malogrados de Kennedy una especie de desesperación moral, una lucha encarnizada del bien contra el mal.

Después de sus derrotas, él se había retirado a su despacho como un niño malhumorado y, lo mismo que un niño, había hecho correr el rumor de que no volvería a presentarse para la reelección. Ella creía que en la muerte de la esposa de Kennedy se encontraba la raíz de los fracasos de su Administración, y al creerlo así confiaba en no estar efectuando una regresión hacia un sentimentalismo femenino pasado de moda. Pero ¿era posible que hombres tan extraordinarios como Kennedy se desmoronaran debido a una tragedia personal? La contestación a esa pregunta era afirmativa. O quizá la carga del poder de la presidencia había sido excesiva para él. Ella misma, que parecía nacida para la política, siempre había pensado que Kennedy no tenía todo el temperamento necesario. Era más un profesor, un científico, un erudito. Era demasiado idealista e ingenuo, en el mejor sentido de la palabra. Es decir, era un hombre en quien se podía confiar.

Pero había un hecho fundamental. Las dos cámaras del Congreso habían declarado una guerra brutal contra el poder ejecutivo, y habían ganado esa guerra. Pues bien, eso no le sucedería a ella.

Tomó la declaración que estaba sobre la mesa y la analizó. En ella se decía que Francis Xavier Kennedy era incapaz de ejercer los deberes de la presidencia debido a un colapso mental temporal causado por el asesinato de su hija, lo que había terminado por afectar a su buen juicio: su decisión de destruir la ciudad de Dak y amenazar con hacer lo mismo con una nación soberana constituía un acto irracional, totalmente desproporcionado, que sentaba un precedente peligroso que, necesariamente, volvería a la opinión pública mundial en contra de Estados Unidos.

Pero también había que tener en cuenta la argumentación de Kennedy, tal y como la había planteado en la conferencia celebrada con su equipo personal y el gabinete.

Aquello era una conspiración internacional en la que se había asesinado al papa de la Iglesia y a la hija del presidente de Estados Unidos. Los secuestradores mantenían en su poder a una serie de rehenes, y la conspiración podía tratar de prolongar la situación durante semanas e incluso meses. Estados Unidos se vería obligado a poner en libertad al asesino del papa. Eso significaría una enorme pérdida de autoridad para la nación más poderosa de la tierra, líder de la democracia y, desde luego, del capitalismo democrático.

Así pues, ¿quién podía afirmar que la respuesta draconiana propuesta por el presidente no era la correcta? Desde luego, si Kennedy no estaba echando un farol, sus medidas tendrían éxito. El sultán de Sherhaben tendría que ponerse de rodillas. ¿Cuáles eran los verdaderos valores que se jugaban aquí?

Primer punto: el daño. Kennedy había tomado su decisión sin haberla discutido adecuadamente con su gabinete, su equipo personal y los líderes del Congreso. Eso era algo muy grave, e indicaba la existencia de peligro. Era la reacción propia del jefe de una banda ordenando una venganza.

Pero él sabía que todos estarían en contra suya. Y estaba convencido de tener razón. El tiempo era escaso. Francis Kennedy mostraba ahora la decisión que había tenido en los años anteriores a alcanzar la presidencia.

Segundo punto: él había actuado en consecuencia con los poderes de que disponía como jefe ejecutivo. Su decisión era legal. Ninguno de los miembros de su equipo personal, las personas que estaban más cerca de él, había firmado la declaración para destituirlo. En consecuencia, la acusación de incompetencia e inestabilidad mental era una cuestión opinable basada únicamente en la decisión que él había tomado. Por lo tanto, esta declaración para destituirlo era un intento ilegal de burlar el poder existente en el gobierno. El Congreso no estaba de acuerdo con la decisión presidencial y, por lo tanto, intentaba anular su decisión destituyéndolo. Eso representaba una clara violación de la Constitución.

Ésos eran los temas morales y legales a tener en cuenta. Ahora tenía que decidir de acuerdo con sus mejores intereses, algo lógico en un político.

Conocía bien los mecanismos. El gabinete había firmado, de modo que, si ella firmaba esta declaración, se convertiría en presidente de Estados Unidos. Luego Kennedy firmaría su propia declaración y ella volvería a ser vicepresidenta. A continuación se reuniría el Congreso y con una votación de dos tercios destituiría a Kennedy y ella sería presidente durante por lo menos treinta días, hasta que hubiera pasado la crisis.

Debía tener en cuenta un factor añadido: sería la primera mujer que alcanzaría la presidencia de Estados Unidos, al menos durante unos breves momentos, y quizá durante el resto del mandato de Kennedy, que expiraba en el siguiente mes de enero. Pero no podía hacerse ilusiones. Una vez terminado ese plazo jamás lograría ser nominada para la presidencia.

Ella habría alcanzado la presidencia mediante lo que algunos considerarían como un acto de traición. Y, además, era una mujer. La literatura de la civilización hubiera presentado siempre a las mujeres como las causantes de la caída de los grandes hombres; que existe un mito siempre presente según el cual los hombres no pueden confiar nunca en las mujeres. Su actitud se consideraría como «infiel»: ese gran pecado de las mujeres, que los hombres nunca perdonan. Y habría traicionado el gran mito nacional de los Kennedy. Se habría convertido en otra Modred.

El pensar en ello la impresionó. Sonrió al darse cuenta de que se encontraba en una situación en la que no tenía nada que perder si se negaba a firmar la declaración.

Pero no se podía burlar al Congreso.

El Congreso, actuando posiblemente de un modo ilegal al no contar con su firma, destituiría a Kennedy y, en tal caso, la Constitución decretaba que ella accediera a la presidencia. Pero, en tal caso, ella habría demostrado su «fidelidad», y si Francis Kennedy era restaurado en su puesto al cabo de los treinta días, ella seguiría contando con su apoyo. Aún tendría detrás de su nominación el apoyo del poder de Kennedy. En cuanto al Congreso, eran sus enemigos, sin que importara lo que hiciera. Entonces, ¿por qué ser su Jezabel política? ¿Su Dalila?

A medida que reflexionaba, su situación se le fue aclarando más y más. Si firmaba la declaración, el público votante jamás se lo perdonaría y los políticos la mirarían con desprecio. Y luego, si es que se convertía en presidente, lo más probable es que trataran de realizar con ella el mismo acto de castración. Pensó que probablemente la acusarían basándose en las características de su sexo, y cualquier cruel expresión masculina sería tema de inspiración para hacer chistes y burlas por todo el país.

Entonces tomó su decisión. No firmaría la declaración. Eso demostraría que ella no era ávidamente ambiciosa, que era leal.

Empezó a redactar la declaración que entregaría a su ayudante administrativo para que la preparara. En ella escribió simplemente que no podía firmar, con la conciencia clara, un documento que la elevaría a un poder tan alto. Que permanecería neutral en esta lucha. Pero incluso eso podía ser peligroso. Arrugó la hoja que había estado escribiendo. Simplemente se negaría a firmar, y el Congreso tendría que seguir adelante sin ella. Hizo una llamada al senador Lambertino. Después llamaría a otros legisladores y explicaría su posición. Pero no les entregaría nada por escrito. La negativa de la vicepresidenta Helen du Pray a firmar la declaración fue un golpe que dejó aturdidos al congresista Jintz y al senador Lambertino. Sólo una mujer podía ser tan contradictoria, tan ciega a la necesidad política, tan cerrada como para no aprovechar esta oportunidad de convertirse en presidente de Estados Unidos. Pero tendrían que seguir adelante sin ella. Repasaron sus opciones y llegaron a la conclusión de que debían seguir adelante. Patsy Troyca había seguido un camino correcto en su análisis, y ahora tenían que eliminar todos los pasos preliminares. El Congreso tendría que designarse a sí mismo como el cuerpo facultado para decidir, ya desde el principio. Pero Lambertino y Jintz seguían buscando una fórmula para que el Congreso pareciera imparcial. Ni siquiera se dieron cuenta de que, en ese momento, Patsy Troyca se había enamorado de Elizabeth Stone.

«Nunca te tires a una mujer de más de treinta años», había sido siempre el credo de Patsy Troyca. Ahora, por primera vez en su vida, creía que la excepción podría ser la ayudante del senador Lambertino. Era alta y cimbreante, con grandes ojos grises y un rostro de expresión dulce cuando estaba en reposo. Era una mujer evidentemente inteligente y, sin embargo, sabía mantener la boca cerrada. Pero lo que le hizo enamorarse de ella fue que cuando recibieron la noticia de que la vicepresidenta no firmaría la declaración, Elizabeth le dirigió a Patsy una sonrisa de reconocimiento como profeta por el hecho de haber propuesto la solución correcta.

Para Troyca había muchas y buenas razones que justificaban su postura. Una de ellas era que, en realidad, a las mujeres no les gustaba joder tanto como a los hombres, ya que siempre se arriesgaban más en formas muy diferentes. Pero antes de los treinta años, las mujeres poseían más jugo y menos cerebro. Después de los treinta, sus ojos miraban más de soslayo, se hacían más habilidosas, empezaban a pensar que los hombres se lo pasaban demasiado bien, y extraían lo mejor de la naturaleza y de las relaciones con la sociedad. Uno nunca sabía si se estaba haciendo el tonto, o si se firmaba alguna clase de nota prometedora. Pero Elizabeth Stone parecía recatadamente dura, de esa forma virginal que tienen a veces las mujeres y, además, tenía más poder que él. No tendría que preocuparse por la posibilidad de que ella actuara con precipitación. Y tampoco importaba que estuviera ya cerca de los cuarenta años. Mientras planificaba la estrategia con el congresista Jintz, el senador Lambertino observó que Troyca se sentía interesado por su ayudante femenina. Eso no le molestó. Lambertino era uno de los hombres personalmente virtuosos del Congreso. No tenía líos de faldas, estaba casado desde hacía treinta años y tenía cuatro hijos mayores. Tampoco tenía problemas financieros y era rico por derecho propio. En cuanto a la política, estaba tan limpio como puede estarlo cualquier político en Estados Unidos, pero lo que sí sentía era un genuino interés por el pueblo de su país. Cierto que era ambicioso, pero ésa era la esencia de la vida política. Su virtud no le convertía en inocente con respecto a las maquinaciones del mundo.

La negativa de la vicepresidenta a firmar la declaración asombró al congresista Jintz, pero el senador no se dejó sorprender con tanta facilidad. Siempre había pensado que la vicepresidenta era una mujer muy inteligente. Le deseaba que todo le fuera bien, sobre todo porque estaba convencido de que ninguna mujer poseía las conexiones políticas duraderas o los mecenas financieros necesarios para alcanzar la presidencia. Sería una oponente muy vulnerable en la lucha por la próxima nominación.

—Tenemos que movernos con rapidez —dijo el senador—. El Congreso debe designar a un grupo, o designarse a sí mismo con capacidad para declarar incompetente al presidente.

—¿Qué le parecen diez senadores en un panel con cinta azul? —preguntó el congresista Jintz con una tímida sonrisa.

—¿Y si es un comité de cincuenta miembros de la Cámara de Representantes con las cabezas en el trasero? —replicó el senador con irritación.

—Tengo una sorpresa tranquilizadora para usted, senador —dijo Jintz tratando de calmarlo—. Creo poder conseguir que uno de los miembros del equipo personal del presidente firme la declaración para destituirlo.

«Eso sería suficiente», pensó Troyca. Pero ¿de quién podría tratarse? No serían ni Klee, ni Dazzy. Tenían que ser Oddblood Gray, o Wix, el del Consejo de Seguridad Nacional. Finalmente, pensó: «No, Wix está en Sherhaben».

—Hoy tenemos que realizar un deber muy doloroso —dijo Lambertino con brusquedad—. Un deber histórico. Será mejor que empecemos. A Troyca le sorprendió que Lambertino no preguntara el nombre del miembro del equipo personal del presidente. Entonces se dio cuenta de que el senador no quería saberlo.

—Ahí va mi mano por eso —dijo Jintz, extendiendo el brazo para darle el apretón de manos famoso por ser la expresión de un trato inquebrantable.

Albert Jintz había alcanzado importancia como portavoz de la Cámara por ser un hombre de palabra. Los periódicos publicaban a menudo artículos al respecto. Un apretón de manos de Jintz era mejor que cualquier documento legal que atara las manos. Aunque tenía el aspecto de la caricatura de un malversador de fondos alcohólico, de baja estatura y grueso, de nariz enrojecida y la cabeza surcada por hebras de cabello blanco, lo que le hacía parecer como un árbol de Navidad bajo una tormenta de nieve, políticamente se le consideraba como el hombre más honorable del Congreso. Cuando prometía un trozo de cerdo extraído del barril sin fondo de los presupuestos, ese cerdo se entregaba. Cuando un congresista compañero quería bloquear una ley y Jintz le debía un favor político, esa ley quedaba bloqueada. Si un congresista quería ver aprobada una ley personal y estaba dispuesto a pagar su quid pro quo, se cerraba el trato. Cierto que a veces filtraba a la prensa información sobre temas secretos, pero ésa era también la razón por la que se publicaban tantos artículos sobre su famoso apretón de manos.

Esta tarde, Jintz tenía que encargarse de asegurarse el voto de la Cámara favorable a la destitución del presidente Kennedy. Tendría que hacer cientos de llamadas telefónicas y miles de promesas para asegurarse las dos terceras partes de los votos. No es que el Congreso no pudiera hacerlo, pero había que pagar un precio por ello. Y se tenía que hacer todo en menos de veinticuatro horas.

Patsy Troyca se movió por entre la suite de despachos del congresista, repasando mentalmente todas las llamadas telefónicas que tenía que hacer y todos los documentos que tenía que preparar. Sabía que se hallaba implicado en un asunto histórico y que, si se producía algún cambio terrible, podría significar el fin de su carrera. Le extrañaba que hombres como Jintz y Lambertino, por los que sentía un cierto desprecio, pudieran tener el valor suficiente como para situarse en la primera línea de batalla. Se disponían a dar un paso muy peligroso. Apoyados en una turbia interpretación de la Constitución, se preparaban para transformar el Congreso en un cuerpo con capacidad para destituir al presidente de Estados Unidos.

Cruzó por entre la luz verde y fantasmagórica de una docena de computadoras manejadas por el personal administrativo. Menos mal que disponían de computadoras; ¿cómo era posible que antes se hicieran las cosas sin ellas? Al pasar junto a una de las operadoras, le tocó ligeramente el hombro, con un gesto de camaradería que nadie habría tomado por una insinuación.

—No quedes con nadie para esta noche —le dijo—. Estaremos aquí hasta la mañana.

La sección de la revista del New York Times había publicado recientemente un artículo sobre las costumbres sexuales vigentes en Capítol Hill, el edificio donde se alojaban el Senado y la Cámara de Representantes, junto con sus equipos administrativos. En el artículo se comentaba que entre los 100 senadores y los 435 congresistas elegidos, así como sus enormes equipos humanos, la población ascendía a varios miles, de los que más de la mitad eran mujeres.

El artículo sugería que existía una gran cantidad de actividad sexual entre estos ciudadanos libres, y que el personal hacía muy poca vida social, debido a las largas horas y a la tensión de trabajar casi siempre con plazos políticos muy cortos, de modo que se veían obligados a buscar un poco de distracción en el trabajo. También indicaba que los despachos de los congresistas y las suites de los senadores estaban equipados con divanes. El artículo explicaba que en las oficinas gubernamentales había clínicas médicas especiales y médicos entre cuyos deberes se encontraba el discreto tratamiento de las infecciones venéreas. Las cifras, desde luego, eran confidenciales, pero el autor afirmaba que había logrado echar un vistazo, comprobando que el porcentaje de infecciones era superior a la media nacional, algo que él mismo atribuía no tanto a la promiscuidad como al ambiente social incestuoso. A continuación, el autor se preguntaba si toda esta fornicación no estaría afectando a la calidad de la tarea legislativa que se desarrollaba en Capítol Hill, edificio al que se refería denominándolo «Madriguera de Conejos». Patsy Troyca se tomó el artículo a nivel personal. Realizaba una jornada media de dieciséis horas diarias durante seis días a la semana, y siempre estaba disponible los domingos. ¿Acaso no tenía derecho a llevar una vida sexual normal como cualquier otro ciudadano? Maldita sea, no le quedaba tiempo para ir a fiestas, para cortejar a las mujeres, para comprometerse con una relación. Todo eso tenía que suceder aquí, en las incontables suites y pasillos, bajo la humeante luz verde de las computadoras y los timbres militares de los teléfonos. Eso era algo que había que encajar entre unos pocos minutos de bromas, una sonrisa significativa o el desarrollo de las estrategias de trabajo. Seguro que aquel condenado articulista del Times acudía a todas las fiestas de los editores, participaba en largos almuerzos, conversaba tranquilamente con periodistas colegas y podía hacer lo que quisiera sin que los periódicos informaran hasta de los detalles más asquerosos.

Troyca entró en su despacho privado, se dirigió al cuarto de baño y emitió un suspiro de alivio al sentarse sobre la taza del water, con un bolígrafo en la mano. Garabateó unas notas sobre todo lo que tenía que hacer. Se lavó las manos, haciendo juegos malabares con la libreta y el bolígrafo; sintiéndose algo mejor (la tensión de destituir a un presidente le había producido un nudo en el estómago), se dirigió al pequeño carrito de los licores, tomó hielo del pequeño refrigerador y se preparó un gin tonic. Pensó entonces en Elizabeth Stone. Estaba seguro de que no había nada entre ella y su jefe, el senador. Y era una mujer astuta, mucho más que él, que había sabido mantener la boca cerrada.

La puerta de su despacho se abrió y entró la joven a la que había tocado en el hombro. Traía un montón de hojas impresas por computadora. Patsy Troyca se sentó ante su mesa para repasarlas. Ella permaneció de pie a su lado. Troyca sintió el calor de su cuerpo, un calor generado por las largas horas que ella se había pasado aquel día ante la computadora.

El propio Patsy Troyca había entrevistado a esta joven cuando se presentó para ocupar el puesto. Decía a menudo que si las chicas que trabajaban en la oficina siguieran siendo tan guapas como lo eran el día en que las entrevistaba, podría hacer que aparecieran todas en Playboy. Y si continuaran siendo tan coquetas y dulces, se casaría con ellas. Esta joven se llamaba Janet Wyngale, y era realmente hermosa. El primer día que la vio, una frase de Dante cruzó por la mente de Patsy Troyca: «He aquí a la diosa que me subyugará». Desde luego, no permitió que ocurriera tal desgracia. Pero así de hermosa le pareció aquel primer día. A partir de entonces ya nunca volvió a ser tan hermosa. Su cabello seguía siendo rubio, pero no dorado; sus ojos aún tenían aquel azul extraño, pero ahora llevaba gafas y estaba un poco más fea sin aquel primer maquillaje perfecto con que la había conocido. Sus labios tampoco eran tan rojos como entonces. Su cuerpo no parecía tan voluptuoso como el primer día, algo natural, puesto que ella trabajaba duro y ahora se vestía más cómodamente para aumentar su eficacia. Pero, en conjunto, él había tomado una buena decisión. Aquella mujer todavía no había aprendido a mirar de soslayo.

Janet Wyngale, qué nombre tan grande. Ahora se inclinaba por encima del hombro de él, para señalarle algunos detalles en las hojas impresas. Troyca se dio cuenta de que desplazó los pies de tal modo que se situó más junto a él que detrás de él. El cabello dorado le rozó la mejilla, con una calidez sedosa y un olor a flores desmenuzadas.

—Tienes un perfume fantástico —dijo Patsy Troyca, casi temblando a causa del calor del cuerpo de la mujer, que le envolvía.

Ella no se movió, ni dijo nada. Pero su cabello era como un contador Geiger sobre la mejilla de él, captando la irradiación del placer de su cuerpo. Era un placer amistoso, como el de dos compañeros que se corren una juerga juntos. Podían pasarse toda la noche repasando hojas computarizadas, contestando una gran cantidad de llamadas telefónicas, convocando reuniones de emergencia. Lucharían lado a lado.

Sosteniendo las hojas computarizadas con la mano izquierda, Patsy Troyca dejó que la mano derecha tocara la parte posterior del muslo, por debajo de la falda. Ella no se movió. Los dos miraban intensamente las hojas computarizadas. Dejó la mano allí, perfectamente quieta, permitiendo que quemara la piel satinada que electrificaba su escroto. No se dio cuenta de que las hojas se le habían caído sobre la mesa. El cabello inundaba su rostro, él se giró ligeramente y las dos manos se metieron bajo la falda, como pequeños pies que recorrieran aquel campo satinado bajo el nailon sintético de los panties. Más abajo, hacia el vello púbico y la húmeda y angustiada dulzura de la carne que había por debajo. Patsy Troyca pareció levitar de su asiento y tuvo la impresión de permanecer suspendido en el aire, con su cuerpo formando un nido de águila sobrenatural en el que Janet Wyngale terminó por descansar sobre su regazo, con un movimiento de aleteo. Milagrosamente, quedó sentada directamente sobre su polla, que había surgido de una forma misteriosa, y ambos se encontraron frente a frente, besándose, él hundiéndose en las flores desmenuzadas y rubias, gimiendo con pasión, y Janet Wyngale repitiendo apasionadas palabras de ternura que él acabó por comprender.

—Cierra la puerta con llave —le estaba diciendo.

Patsy Troyca liberó la mano izquierda húmeda y apretó el botón electrónico que los dejó encerrados a ambos en aquel momento de éxtasis breve y perfecto. Se tumbaron en el suelo tras un grácil buceo, ella le envolvió la nuca con las largas piernas y él pudo ver los muslos, blancos como la leche, moviéndose ambos a un ritmo unísono y perfecto, mientras Patsy Troyca susurraba extasiado:

—Ah, cielos, cielos.

Luego, milagrosamente, los dos se encontraron de pie, con las mejillas encendidas, los ojos reluciendo de placer, con las miradas renovadas, jubilosas, preparados ya para afrontar las largas y penosas horas de trabajo que les esperaban. Con galantería, Patsy Troyca le entregó el gin tonic que se había preparado, con su alegre tintineo de cubitos de hielo. Graciosa y agradecida, ella se humedeció la boca reseca.

—Eso ha sido maravilloso —dijo Patsy Troyca, sincero y agradecido.

Amorosa, ella le acarició la nuca y le besó.

—Sí, ha sido estupendo.

Momentos más tarde se encontraban ambos ante la mesa, estudiando las hojas computarizadas, esta vez en serio, concentrados en el lenguaje y en las cifras. Janet era una trabajadora maravillosa. Patsy Troyca sintió una enorme gratitud y le murmuró con una genuina cortesía:

—Janet, estoy verdaderamente loco por ti. En cuanto haya terminado esta crisis tenemos que acordar una cita, ¿vale?

—Hmmm —murmuró Janet dirigiéndole una cálida sonrisa. Una sonrisa amistosa—. Me encanta trabajar contigo —le dijo.