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Sin duda alguna, los ricos de Estados Unidos son socialmente más conscientes que los ricos de cualquier otro país del mundo. Eso es cierto, sobre todo, en las personas extremadamente ricas, aquellas que poseen y dirigen enormes corporaciones, que ejercen su poderío económico en la política, que propagan todas las formas de cultura. Y eso era algo especialmente cierto de los miembros del club Sócrates.

El club Campestre Sócrates, de Tenis y de Golf del sur de California se había formado y fundado hacía ya casi setenta años a base de magnates inmobiliarios, de los medios de comunicación y de el mundo del cine y de la agricultura, y se había configurado en un principio como una organización de carácter político liberal dedicada al ocio. Se trataba de una organización exclusiva, y había que ser muy rico para pertenecer a ella. Técnicamente, se podía ser negro o blanco, judío o católico, hombre o mujer, artista o magnate. En realidad, había muy pocos negros y ninguna mujer.

El club Campestre Sócrates evolucionó finalmente hasta transformarse en un club privado para los muy ilustrados y los ricos muy responsables. Prudentemente, contaba con un ex subdirector de operaciones de la CÍA como jefe de sus sistemas de seguridad, y sus barreras de protección electrónica eran las mayores de Estados Unidos.

El club se utilizaba cuatro veces al año como lugar de retiro para unos cincuenta o cien hombres, que eran los propietarios efectivos de casi todo lo que existía en el país. Acudían a pasar una semana y, durante ese tiempo, el servicio se reducía al mínimo. Ellos se hacían las camas, se servían las copas y a veces hasta cocinaban su propia cena en las barbacoas al aire libre. Había, claro está, algunos camareros, cocineros y doncellas, así como los inevitables ayudantes de esos hombres importantes. Después de todo, el mundo de los negocios y la política no podía detenerse mientras ellos recargaban sus baterías espirituales.

Durante su estancia de una semana, estos hombres se reunían formando pequeños grupos y se pasaban el tiempo ocupados en discusiones privadas. Asistían a seminarios dirigidos por profesores distinguidos procedentes de las universidades más famosas, en los que se hablaba de ética, filosofía, la responsabilidad de la élite afortunada para con los menos afortunados de la sociedad. Famosos científicos les daban conferencias sobre los beneficios y peligros de las armas nucleares, la investigación cerebral, la exploración del espacio o la economía.

También jugaban al tenis, nadaban en la piscina, organizaban campeonatos de backgammon y de bridge y discutían hasta bien entrada la noche de toda clase de temas, desde la virtud y la maldad, el amor y las mujeres, hasta el matrimonio y la aventura. Se trataba de los hombres más responsables de la sociedad estadounidense. Pero trataban de hacer dos cosas: convertirse en mejores seres humanos al tiempo que recuperaban su adolescencia, y unirse en la tarea de conseguir una sociedad mejor, tal y como ellos percibían que tenía que ser.

Después de haber pasado una semana juntos, regresaban a sus vidas cotidianas, refrescados con nuevas esperanzas, con un deseo de ayudar a la humanidad y una percepción más aguda de cómo se podrían engranar todas sus actividades para preservar la estructura de su sociedad. Y establecer quizá al mismo tiempo una más estrecha relación personal que les ayudara en sus negocios.

Esta semana se había iniciado el lunes posterior al Domingo de Resurrección. La asistencia se había reducido, a menos de veinte, debido a la crisis en los asuntos nacionales, con el asesinato del papa y el secuestro del avión donde viajaba la hija del presidente, y su posterior asesinato.

George Greenwell era el más viejo de estos hombres. A la edad de ochenta años aún era capaz de jugar un partido de dobles en el tenis, aunque gracias a una cortesía cuidadosamente aprendida, no se imponía a los hombres más jóvenes que podrían verse obligados a jugar con un estilo condescendiente. Sin embargo, seguía siendo un tigre en las prolongadas sesiones de backgammon. Greenwell consideraba que ninguna crisis nacional era asunto suyo, a menos que tuviera algo que ver con el grano. Porque su compañía era propietaria y controlaba la mayor parte del trigo producido en Estados Unidos. Había alcanzado su momento de mayor esplendor treinta años antes, cuando Estados Unidos impuso el embargo de las ventas de grano a Rusia, como una medida de presión política, tendente a doblegar a Rusia en la guerra fría.

George Greenwell era un patriota, pero no un estúpido. Sabía que Rusia no podría soportar tal presión. También sabía que si Estados Unidos imponía el embargo, terminaría por arruinar a los agricultores estadounidenses. Así pues, desafió al presidente de Estados Unidos y exportó el grano prohibido, desviándolo hacia otras compañías extranjeras que lo transportaban a Rusia. Con ello se había ganado el odio del gobierno. En el Congreso se presentaron leyes tendentes a recortar el poder de su compañía, de propiedad familiar, para transformarla en pública y colocarla bajo alguna clase de control regulador. Pero el dinero con el que Greenwell había contribuido a las campañas de senadores y congresistas no tardó en terminar con todas aquellas insensateces.

A Greenwell le encantaba el club Campestre Sócrates porque era lujoso, pero no tanto como para incitar la envidia de los menos afortunados. También le gustaba porque no era conocido por los medios de comunicación, ya que sus miembros eran los propietarios de la mayoría de las emisoras de televisión, los periódicos y revistas. Y también le hacía sentirse joven, le permitía participar socialmente en las vidas de los hombres jóvenes que eran sus iguales en el uso del poder.

Había ganado grandes sumas de dinero extra durante aquel embargo de grano, comprando trigo y maíz a los sitiados agricultores estadounidenses, y vendiéndolo a precios elevados a una Rusia desesperada. Pero se había asegurado de que ese dinero beneficiara al pueblo de Estados Unidos. Lo había hecho por una cuestión de principios, el principal de los cuales consistía en creer que su inteligencia era superior a la de los funcionarios gubernamentales. El dinero extra, por valor de cientos de millones de dólares, se canalizó hacia museos, fundaciones educativas, programas culturales en la televisión, especialmente de música, que constituía la gran pasión de Greenwell. Se enorgullecía de ser civilizado, apoyándose en que lo habían enviado a las mejores escuelas y universidades, donde le habían enseñado el comportamiento social de los ricos responsables y se le había transmitido un sentimiento de civilidad y afecto por sus semejantes. El hecho de ser estricto en todos sus tratos de negocios no era más que su forma de practicar el arte, y las matemáticas de millones de toneladas de grano sonaban en su cerebro con la misma claridad y dulzura que la música de cámara.

Uno de sus pocos ataques de rabia innoble se produjo cuando un joven profesor de música de una de las universidades creadas por una de sus fundaciones, publicó un ensayo en el que se elevaba la música de jazz y de rock and roll por encima de la de Brahms y Schubert, y se atrevía a tildar de «fúnebre» a la música clásica. George Greenwell se prometió a sí mismo destituir a aquel profesor de su puesto, aunque finalmente prevaleció su cortesía aprendida. Luego el joven profesor publicó otro ensayo en el que aparecía la desgraciada frase: «¿Beethoven? ¿A quién le importa una mierda?». Eso ya fue el final. El profesor nunca llegó a saber lo ocurrido, pero lo cierto es que un año más tarde se encontró dando lecciones particulares de piano en San Francisco.

El club Campestre Sócrates tenía una originalidad: su elaborado sistema de comunicaciones. En la mañana en que el presidente Francis Kennedy anunció en la reunión secreta con sus asesores el ultimátum que se disponía a transmitirle al sultán de Sherhaben, los veinte hombres que estaban en el club recibieron la información al cabo de una hora. Sólo Greenwell sabía que esa información había sido transmitida por Oliver Oliphant, El Oráculo.

Era una cuestión de principios el que estos retiros anuales de grandes hombres no se utilizaran para planificar o conspirar, y que sólo sirvieran para comunicar objetivos generales, informar de intereses comunes, o aclarar posibles confusiones en cuanto al funcionamiento general de una sociedad tan complicada. Imbuido por ese espíritu, George Greenwell invitó el martes a otros tres grandes hombres a almorzar en uno de los alegres pabellones situados justo al lado de las pistas de tenis.

Lawrence Salentine era propietario de una gran cadena de televisión y de algunas compañías de televisión por cable; tenía periódicos en tres grandes ciudades, cinco revistas y uno de los mayores estudios cinematográficos. A través de otras empresas subsidiarias, era propietario de una gran editorial. También poseía doce estaciones locales de televisión situadas en grandes ciudades. Todo eso tan sólo en Estados Unidos. Además, ejercía su poderosa presencia en los medios de comunicación de otros países extranjeros. Sólo tenía cuarenta y cinco años de edad, y era un hombre delgado y elegante, con la cabeza cubierta de cabello plateado y una coronilla de rizos al estilo de los emperadores romanos, aunque eso era algo que ahora estaba muy de moda entre los intelectuales, los artistas y en Hollywood. Su aspecto y su inteligencia llamaban la atención, y era uno de los hombres más influyentes de Estados Unidos. No había congresista, o senador, o miembro del gabinete que no le devolviera las llamadas. Sin embargo, no había logrado entablar relaciones amistosas con el presidente Kennedy, quien parecía tomarse como cosa personal la actitud hostil demostrada por los medios de comunicación ante los nuevos programas sociales preparados por su Administración.

El segundo hombre del grupo era Louis Inch, propietario de más edificios y terrenos en las grandes ciudades de Estados Unidos que cualquier otra compañía o individuo del país. Siendo un joven de sólo cuarenta años, había comprendido por primera vez la verdadera importancia de construir directamente hacia lo alto, hasta alcanzar casi alturas imposibles. Había adquirido derechos sobre muchos edificios existentes y luego había construido enormes rascacielos que incrementaban por diez el valor de los antiguos. Él, más que ningún otro, había cambiado la misma luz de las ciudades, construyendo oscuros y largos cañones entre edificios comerciales que demostraron ser más pobres de lo que nadie suponía. Elevó los alquileres en ciudades como Nueva York, Chicago y Los Ángeles hasta el punto de que no pudieron pagarlos las familias ordinarias, y limitaron la vida en esas ciudades a los ricos o a los económicamente fuertes. Halagó y sobornó a los funcionarios municipales para que le otorgaran exenciones de impuestos, y sus alquileres llegaron a ser tan altos que dijo fanfarroneando que el metro cuadrado valdría algún día tanto como en Tokio.

De todos los presentes en el pabellón, era el que menor influencia política tenía, a pesar de sus ambiciones. Disponía de una riqueza personal de más de cinco mil millones de dólares, pero su riqueza estaba tan inactiva como la tierra. Su verdadera fortaleza era mucho más siniestra. Su objetivo consistía en amasar riqueza y poder, sin asumir una verdadera responsabilidad para con la civilización en la que vivía. Había sobornado ampliamente a funcionarios públicos y sindicatos de la construcción. Era propietario de hoteles-casino en Atlantic City y Las Vegas, en los que se negaba la entrada a los jefes del hampa de esas ciudades. Al hacerlo así, y de la forma curiosa con que suele suceder en el proceso democrático, se había ganado el apoyo de las figuras secundarias de los imperios criminales. Todos los departamentos de servicios de sus numerosos hoteles tenían contratos con empresas que suministraban vajillas, servicios de lavandería, servicio doméstico, licores y alimentos. A través de subordinados, mantenía conexión con este submundo criminal. Desde luego, no era tan estúpido como para que esa conexión no fuera más que un hilo microscópico. Ningún atisbo de escándalo había manchado nunca el buen nombre de Louis Inch. Y ello lo debía no sólo a su sentido de la prudencia, sino también a la ausencia de todo carisma personal.

Por todas estas razones, se veía relativamente despreciado a nivel personal por casi todos los miembros del club Campestre Sócrates. Pero era tolerado porque, gracias a un aspecto particular de su magia, una de sus compañías era la propietaria de los terrenos circundantes del club, y siempre existía el temor subyacente a que pudiera construir allí viviendas baratas para cincuenta mil familias y ahogar la zona del club con hispanos y negros.

El tercer hombre, Martin Mutford, iba vestido con pantalones deportivos, camisa blanca con el cuello abierto y una chaqueta deportiva azul. Era un hombre de sesenta años y quizá fuera el más poderoso de los cuatro porque controlaba el dinero en numerosas áreas diferentes. De joven había sido uno de los protegidos de El Oráculo, y había aprendido muy bien sus lecciones. De él explicaba historias asombrosas que encantaban a la audiencia del club Campestre Sócrates.

Martin Mutford basó su carrera en inversiones bancarias y ya desde el principio despegó como tiburón, gracias, según él, a la influencia de El Oráculo. Cuando joven, había sido sexualmente muy vigoroso y así lo había demostrado. Ante su sorpresa, los esposos de algunas de las mujeres a las que había seducido acudieron a verle no para vengarse, sino para pedirle un préstamo bancario. Con una pequeña sonrisa en sus rostros, se presentaban de muy buen humor. Siguiendo su propio instinto, les concedía los préstamos personales aun sabiendo que nunca se los devolverían. En aquella época no sabía aún que los funcionarios bancarios encargados de los préstamos aceptaban regalos y sobornos para otorgar préstamos inseguros a pequeños negocios. Resultaba fácil camuflar el papeleo. Quienes dirigían los bancos deseaban prestar dinero, ése era su negocio y de ahí obtenían su beneficio, así que sus reglas estaban redactadas a propósito para facilitar el trabajo de los encargados de los préstamos. Claro que tenía que haber una buena cantidad de papeleo, memorándums de entrevistas y todo lo demás. Pero Martin Mutford le costó al banco unos pocos centenares de miles de dólares antes de que fuera transferido a otro departamento, en otra ciudad, algo que a él le pareció una circunstancia afortunada pero que, a juzgar por lo que averiguó más tarde, no fue más que un encogimiento de hombros condescendiente por parte de sus superiores.

Una vez dejados atrás los errores de la juventud, perdonados y olvidados, y bien aprendidas sus lecciones, Mutford se elevó muy alto en su mundo.

Treinta años más tarde, Mutford se sentaba en el pabellón del club Campestre Sócrates, y se había convertido en la figura financiera más poderosa de Estados Unidos. Era presidente de un gran banco, propietario de una cantidad sustancial de acciones en emisoras de televisión, él y sus amigos poseían el control de la gigantesca industria automovilística y había establecido conexiones con la industria del transporte aéreo. Utilizó el dinero para tejer una telaraña con la que envolver grandes participaciones en empresas de electrónica. Incluso en aquellas áreas que no controlaba siempre existía algún que otro delgado filamento suyo que demostraba que, al menos, lo había intentado. También dominaba las grandes compañías de inversiones de Wall Street, en las que se cerraban tratos para comprar enormes grupos que se añadían a otro igualmente enorme. Cuando estas batallas se encontraban en sus momentos álgidos, Martin Mutford enviaba una oleada de dinero tan torrencial como el mar para dejar solucionado el tema. Al igual que los otros tres hombres, «poseía» a algunos miembros del Congreso y del Senado. Los cuatro hombres se sentaron ante la mesa redonda del pabellón, junto a las pistas de tenis, rodeados por el verdor y el esplendor de las flores de California y Nueva Inglaterra.

—¿Qué piensan ustedes de la decisión del presidente? —les preguntó George Greenwell.

—Es una condenada vergüenza lo que le han hecho a su hija —dijo Martin Mutford—. Pero destruir por ello cincuenta mil millones de dólares en propiedades me parece desproporcionado.

Un camarero anotó lo que querían beber. Era un hispano vestido con pantalones blancos y una camisa de seda también blanca de manga corta, con el logotipo del club.

—Si hace eso, el pueblo estadounidense creerá que Kennedy es un héroe y lo reelegirá por mayoría abrumadora.

—Pero es una respuesta demasiado drástica —dijo George Greenwell—, y todos lo sabemos. Las relaciones exteriores se verán afectadas durante muchos años.

—El país está funcionando maravillosamente bien —dijo Martin Mutford—. El poder legislativo ha conseguido por fin imponer un cierto control sobre el poder ejecutivo. ¿Se beneficiaría el país si se produjera un desplazamiento del poder en sentido opuesto?

—¿Qué demonios puede hacer Kennedy aunque salga reelegido? —preguntó Louis Inch—. Es el Congreso el que lo controla, y nosotros tenemos mucho que decirles. En la Cámara no hay más de cincuenta miembros que no hayan sido elegidos con nuestro dinero. Y en el Senado no hay nadie entre ellos que no sea millonario. No tenemos que preocuparnos por el presidente.

George Greenwell había estado mirando más allá de las pistas de tenis, hacia el maravilloso azul del océano Pacífico, tan sereno y mayestático. Un océano surcado en estos momentos por barcos que transportaban su grano, por valor de miles de millones de dólares, hacia todo el mundo. El pensamiento de que poseía la capacidad para alimentar o dejar morir al mundo de hambre le proporcionaba una ligera sensación de culpabilidad.

Se disponía a hablar cuando acudió el camarero trayendo las bebidas. Greenwell era prudente a su edad, y había pedido agua mineral. Tomó un sorbo de su vaso y, una vez que se hubo retirado el camarero, habló con tonos cuidadosamente modulados. Siempre se comportaba de un modo exquisitamente cortés, la cortesía propia de un hombre que, desgraciadamente, ha tomado decisiones brutales en su vida.

—No debemos olvidar nunca que el puesto de presidente de Estados Unidos puede llegar a constituir un gran peligro para el proceso democrático.

—Eso son tonterías —intervino Salentine—. Los otros funcionarios del gobierno le impedirán tomar una decisión personal. Los militares, por muy ignorantes que sean, no se lo permitirán a menos que sea razonable. Y eso lo sabe usted muy bien, George.

—Es cierto, desde luego —asintió George Greenwell—. En épocas normales. Pero piensen por ejemplo en Lincoln. Durante la guerra de Secesión llegó a suspender el derecho de habeas corpus y las libertades civiles. Y piensen también en Franklin Roosevelt, que nos metió en la Segunda Guerra Mundial. Piensen en los poderes personales del presidente. Tiene el poder de perdonar cualquier crimen. Y eso es el poder de un rey. ¿Saben lo que puede hacerse con ese poder? ¿Saben las lealtades que eso puede crear? Si no existiera un Congreso lo bastante fuerte como para controlarlo, podría disponer de poderes casi infinitos. Afortunadamente, disponemos de un Congreso así. Pero tenemos que mirar hacia el futuro, tenemos que asegurarnos de que el ejecutivo continúe subordinado a los representantes debidamente elegidos por el pueblo.

—Si Kennedy intentara algo dictatorial, no duraría un solo día con la televisión y los demás medios de comunicación —dijo Salentine—. Sencillamente, no dispone de esa opción. Hoy en día, la creencia más fuerte que existe en este país es el credo de la libertad individual. —Hizo una pausa y añadió—: Como sabe usted muy bien, George. Fue usted quien desafió aquel infame embargo.

—Se está desviando del tema —dijo Greenwell—. Un presidente audaz puede superar esos obstáculos. Y Kennedy está siendo muy audaz en esta crisis.

—¿Está diciendo que debiéramos presentar un frente unido contra el ultimátum de Kennedy a Sherhaben? —preguntó Louis Inch con impaciencia—. Personalmente, me parece muy bien que se muestre tan duro. La fuerza funciona, la presión funciona, tanto sobre los gobiernos como sobre la gente.

Al principio de su carrera, y cada vez que quería desalojar los edificios, Louis Inch ponía en práctica tácticas de presión sobre los inquilinos de las viviendas cuyos alquileres controlaba. Cortaba la calefacción, el agua corriente y prohibía el mantenimiento, haciendo muy incómoda la vida de miles de personas. Había «promocionado» ciertos sectores de los suburbios, inundándolos de negros para hacer salir a los residentes blancos; sobornado a gobiernos municipales y estatales, y enriquecido a los inspectores federales. Sabía muy bien de qué estaba hablando. El éxito se basaba en la aplicación de la presión.

—Vuelve a desviarse del tema —dijo George Greenwell—. Dentro de una hora tendremos una conferencia audiovisual con Bert Audick. Les ruego que me disculpen por habérselo prometido sin consultarles. Me pareció demasiado urgente como para esperar. Los acontecimientos se están desarrollando con rapidez. Son los cincuenta mil millones de dólares de Bert Audick los que se destruirán en esta operación, y él está terriblemente preocupado. Es importante tener en cuenta el futuro. Si el presidente puede hacer eso a Audick, también nos lo puede hacer a nosotros.

—Kennedy está incapacitado —dijo Martin Mutford pensativamente.

—Creo que deberíamos llegar a alguna clase de consenso antes de celebrar la conferencia audiovisual con Audick —dijo Salentine.

—Está realmente obsesionado con la conservación de su petróleo —dijo Inch.

Siempre había tenido la impresión de que, de algún modo, el petróleo entraba en conflicto con los intereses de los bienes inmuebles.

—Le debemos a Bert nuestra más completa consideración —dijo Greenwell.

Los cuatro hombres se hallaban reunidos en el centro de comunicaciones del club Campestre Sócrates cuando la imagen de Bert Audick parpadeó y apareció sobre la pantalla de televisión. Les saludó con una sonrisa, pero el rostro de la pantalla aparecía con un tono rojizo muy poco natural, aunque eso podía deberse o bien a la sintonización del color, o a algún acceso de rabia. La voz de Audick, sin embargo, sonó serena.

—Voy a ir a Sherhaben —dijo—. Es posible que sólo sea para echar un último vistazo a mis cincuenta mil millones de pavos. Los hombres que se encontraban en la sala podían hablarle a la imagen como si él estuviera presente en el club. Podían ver sus propias imágenes en el monitor, y sabían que ésa era la imagen que Audick estaría viendo en su despacho. Así pues, tenían que controlar sus rostros tanto como sus voces.

—¿Va a ir de veras? —preguntó Louis Inch.

—Sí —contestó Audick—. El sultán es amigo mío y ésta es una situación muy delicada. Mi presencia allí puede hacer un gran bien a nuestro país.

—Según los corresponsales que trabajan en mis medios de comunicación, la Cámara y el Senado están intentando vetar la decisión del presidente —dijo Lawrence Salentine—. ¿Es eso posible?

—No sólo posible, sino casi seguro —contestó la imagen de Audick, que les sonrió—. He hablado con miembros del gabinete. Proponen que se destituya temporalmente al presidente alegando que la razón de su venganza personal muestra un desequilibrio mental transitorio. Eso es legal, según una enmienda de la Constitución. Sólo necesitamos las firmas del gabinete y de la vicepresidenta para presentar una petición en tal sentido, que el Congreso ratificaría. Aunque la destitución sólo sea por treinta días, podemos detener la destrucción de Dak. Y yo garantizo la liberación de los rehenes cuando me encuentre en Sherhaben. Pero creo que todos ustedes deberían ofrecer su apoyo al Congreso para que éste destituya al presidente. Eso es algo que le deben a la democracia de este país, del mismo modo que yo se lo debo a mis accionistas. Todos nosotros sabemos muy bien que si hubieran asesinado a alguien que no fuera su hija, jamás habría elegido esta vía de acción.

—Bert —dijo George Greenwell—, los cuatro hemos hablado de este asunto, y estamos de acuerdo en apoyarle, así como al Congreso. Lo consideramos como nuestro deber. Haremos las llamadas telefónicas necesarias, y coordinaremos nuestros esfuerzos. Pero Lawrence Salentine tiene que hacer algunas observaciones pertinentes que le gustaría plantear.

El rostro de Audick sobre la pantalla mostró una expresión de cólera y disgusto.

—Larry, créame, no es momento para que sus medios de comunicación se sienten sobre la verja a contemplar lo que sucede —dijo Audick—. Si Kennedy puede costarme cincuenta mil millones de dólares, es posible que llegue el día en que todas sus emisoras de televisión se queden sin licencia federal, y entonces no le quedará más remedio que joderse. No levantaré un dedo para ayudarle.

George Greenwell parpadeó ante la vulgaridad y la franqueza de la respuesta. Louis Inch y Martin Mutford sonrieron. Lawrence Salentine no demostró la menor emoción. Contestó con una voz serena y suave.

—Bert, estoy con usted, no le quepa la menor duda. Creo que un hombre capaz de destruir cincuenta mil millones de dólares para poner en práctica una amenaza está indudablemente desequilibrado y no es la persona adecuada para dirigir el gobierno de Estados Unidos. Estoy con usted, se lo aseguro. Los medios televisivos interrumpirán sus programas para emitir boletines informativos anunciando que el presidente Kennedy está siendo analizado desde el punto de vista psiquiátrico, y que es posible que el trauma de la muerte de su hija le haya trastornado temporalmente. Eso preparará el terreno para el Congreso. Pero éste es un tema en el que poseo algo más de experiencia que la mayoría. El pueblo estadounidense aceptará la decisión del presidente, con la reacción popular natural a todos los actos de poderío nacional. Si el presidente tiene éxito en su acción y consigue la liberación de los rehenes, obtendrá con ello incontables alianzas y votos. Kennedy posee inteligencia y energía, y si consigue pasar un pie por la puerta puede barrer al Congreso. —Salentine se detuvo un momento, tratando de elegir sus palabras con todo cuidado—. Pero si su amenaza fracasa, se asesina a los rehenes, y no se soluciona el problema, entonces Kennedy estará políticamente acabado.

Sobre la pantalla, la imagen de Bert Audick parpadeó. Tras un momento de silencio, dijo con un tono de voz grave y calmado:

—Eso no es una alternativa. Si llega tan lejos, habrá que salvar a los rehenes, y nuestro país tendrá que ganar la partida. Además, en un caso así ya se habrán perdido los cincuenta mil millones de dólares. Es posible que no quieran llevar a cabo una misión tan drástica, pero una vez que la hayan iniciado tenemos que procurar que alcance el éxito.

—Estoy de acuerdo —dijo Salentine, aunque, en realidad, no lo estaba—. Absolutamente de acuerdo. Aún queda otra cuestión. Una vez que el presidente comprenda el peligro representado por el Congreso, lo primero que querrá hacer será dirigirse a la nación por televisión. Sean cuales fueren los defectos de Kennedy, es un verdadero mago en la pequeña pantalla. Una vez que haya presentado su argumentación por esa pantalla, el Congreso se encontrará con grandes problemas. ¿Qué sucederá si el Congreso inhabilita a Kennedy durante treinta días? Existe, además, la posibilidad de que el presidente tenga razón en su lectura, de que los secuestradores conviertan este asunto en algo de largo alcance, con Kennedy como un tema marginal. —Salentine volvió a hacer una pausa, tratando de llevar cuidado con lo que decía—. En tal caso, Kennedy se convertiría en un héroe aún mayor. Lo mejor que podemos hacer es dejarle que gane o pierda él solo. De ese modo, la estructura política de este país no sufrirá ningún daño a largo plazo. Quizá sea eso lo mejor.

—Y de ese modo yo pierdo cincuenta mil millones, ¿no es así? —replicó Bert Audick.

El rostro de la pantalla estaba enrojeciendo de cólera. No, no había ningún defecto en la sintonización del color.

—Es una suma de dinero muy considerable —admitió Mutford—, pero eso no es el fin del mundo.

En la pantalla, el rostro de Bert Audick adquirió un rojo asombrosamente sanguinolento. Salentine volvió a pensar que quizá fueran los controles del aparato, que ningún hombre podía adquirir unos tonos tan vivos, y que aquel condenado maníaco del petróleo no era un bosque de otoño. Pero entonces la voz de Audick reverberó en la sala de comunicaciones.

—Que le jodan, Martin, que le jodan. Y se trata de algo más que de cincuenta mil millones. ¿Qué me dice de las pérdidas de ingresos mientras reconstruimos Dak? ¿Me prestarán sus bancos el dinero sin intereses? Dispone usted de más liquidez que el Tesoro de Estados Unidos, pero ¿me entregaría cincuenta mil millones? Y una mierda me los daría.

—Bert, Bert —se apresuró a intervenir George Greenwell—, estamos contigo. Salentine sólo estaba indicando unas pocas opciones en las que posiblemente no hayas pensado teniendo en cuenta la presión de los acontecimientos. En cualquier caso, no podemos detener la acción del Congreso aunque lo intentemos. El Congreso no permitirá que el ejecutivo domine en un tema de tanta importancia. Y ahora, todos tenemos mucho trabajo que hacer, de modo que sugiero dar por terminada esta conferencia.

—Bert —dijo Salentine con una sonrisa—, esos boletines informativos anunciando el estado mental del presidente se emitirán por televisión dentro de tres horas. Las otras emisoras seguirán nuestra misma línea. Llámeme y dígame lo que piensa. Es posible que se le ocurra alguna idea. Y otra cosa más, si el Congreso vota por deponer al presidente antes de que éste solicite tiempo en la televisión, las emisoras le negarán ese tiempo, sobre la base de que se le ha declarado mentalmente incapacitado y de que ya no es el presidente.

—Hágalo así —dijo Audick con su rostro ahora ya de un color natural.

La conferencia terminó con despedidas corteses.

—Caballeros —dijo finalmente Lawrence Salentine—, sugiero que nos dirijamos todos a Washington en mi avión. Creo que deberíamos hacerle una visita a nuestro viejo amigo Oliver Oliphant.

El Oráculo —dijo Martin Mutford con una sonrisa—. Mi viejo mentor. Él nos dará algunas respuestas.

Una hora más tarde volaban ya hacia Washington.

A Sherif Waleeb, embajador de Sherhaben, convocado por el presidente Kennedy, se le enseñaron vídeos secretos de la CÍA en los que se veía a Yabril cenando con el sultán en el palacio de éste. El embajador quedó verdaderamente conmocionado. ¿Cómo podía estar implicado el sultán en una tentativa tan peligrosa? Sherhaben era un país pequeño, apacible y amante de la paz, como era prudente para una nación militarmente débil.

La reunión tuvo lugar en el despacho Oval, ante la presencia de Bert Audick. El presidente estaba acompañado por dos miembros de su equipo personal, Arthur Wix, asesor de Seguridad Nacional, y Eugene Dazzy, jefe de sus consejeros.

Tras haber sido formalmente presentado, el embajador de Sherhaben le dijo a Kennedy:

—Mi querido señor presidente, créame que no tenía el menor conocimiento de esto. Le ruego acepte mis más sinceras disculpas personales y mi rechazo por lo ocurrido. —El hombre estaba a punto de echarse a llorar—. Pero debo añadir algo en lo que creo. El sultán no puede haber estado de acuerdo en causarle ningún daño a su hija.

—Espero que eso sea cierto —dijo Francis Kennedy con gravedad—, porque en tal caso estará de acuerdo con mi propuesta.

El embajador escuchó con un recelo que era más personal que político. Se había educado en una universidad estadounidense y era admirador del estilo de vida de Estados Unidos. Le gustaba la comida, las bebidas alcohólicas, las mujeres estadounidenses y su rebeldía ante el yugo masculino, la música y las películas de Estados Unidos. Había entregado dinero a todos los que pudo utilizar y enriquecido a los burócratas del departamento de Estado. Era un experto en petróleo y amigo personal de Bert Audick.

Ahora estaba desesperado más por su propia desgracia personal que por Sherhaben o su sultán. Lo peor que podría suceder serían las sanciones económicas. Probablemente la CÍA montaría operaciones encubiertas para desplazar al sultán del poder, pero eso incluso podría representar una ventaja para él. Por eso se sintió profundamente conmocionado al escuchar el discurso cuidadosamente articulado que le dirigió Kennedy.

—Debe usted escucharme con toda atención —dijo Francis Kennedy—. Dentro de tres horas estará usted a bordo de un avión con destino a Sherhaben para transmitirle al sultán un mensaje personal. Le acompañarán el señor Bert Audick, a quien usted conoce, y Arthur Wix, mi asesor de Seguridad Nacional. Y el mensaje es el siguiente: su ciudad de Dak será destruida dentro de veinticuatro horas.

El embajador, horrorizado, con la garganta encogida, no pudo decir una sola palabra.

—Se tiene que liberar a los rehenes y se nos tiene que entregar a Yabril. Vivo. Si el sultán no lo hace así, el Estado de Sherhaben dejará de existir.

El embajador parecía tan conmocionado, que Kennedy pensó que quizá tuviera problemas para comprender. Kennedy se detuvo un momento y luego continuó con un tono tranquilizador:

—Todo eso estará escrito en los documentos que enviaré a través de usted para que le sean entregados al sultán.

—Señor presidente —dijo por fin el embajador, aturdido—, discúlpeme, ¿ha dicho que va a destruir Dak?

—En efecto —asintió Kennedy—. Su sultán no creerá en mis amenazas hasta que no vea las ruinas de la ciudad de Dak. Permítame repetirlo: los rehenes tienen que ser liberados, Yabril debe entregarse y se le debe vigilar para que no se suicide. Y no habrá negociaciones.

—No puede usted amenazar con destruir un país libre —dijo el embajador con incredulidad—, por muy pequeño que sea. Y si destruye Dak, habrá destruido inversiones estadounidenses por valor de cincuenta mil millones de dólares.

—Eso puede ser cierto —dijo Kennedy—. Ya veremos. Asegúrese de que el sultán comprenda que mi posición es inamovible en esta cuestión. Ésa es su misión. Señor Audick, señor Wix, ustedes viajarán en uno de mis aviones particulares. Les escoltarán otros dos aviones. Uno para traer de regreso a los rehenes y el cuerpo de mi hija. El otro para traer a Yabril.

El embajador no pudo decir nada más; en realidad, apenas si podía pensar. Aquello debía de ser una pesadilla. El presidente se había vuelto loco. Una vez que se quedó a solas con Bert Audick, éste le comentó:

—Ese hijo de perra habla muy en serio, pero aún nos queda por jugar una carta. Hablaré con usted en el avión.

En el despacho Oval, Eugene Dazzy estaba tomando notas.

—¿Ha dispuesto el envío de todos los documentos al despacho del embajador y al avión? —le preguntó Francis Kennedy.

—Hemos maquillado un poco el mensaje. La destrucción de Dak ya es una noticia bastante mala, pero no podemos decir por escrito que destruiremos todo el país de Sherhaben. Sin embargo, su mensaje está claro. ¿Por qué enviar a Wix?

—El sultán sabrá que hablo muy en serio cuando vea que le envío a mi asesor de Seguridad Nacional —contestó Kennedy sonriendo—. Y Arthur repetirá mi mensaje verbalmente.

—¿Cree usted que funcionará? —preguntó Dazzy.

—Esperará a ver cómo queda destruida Dak —contestó Kennedy—. Entonces seguro que se pondrá a trabajar como un demonio, a menos que se haya vuelto loco. —Guardó un momento de silencio y añadió—: Dígale a Christian que quiero cenar con él antes de que veamos esa película, esta misma noche.