9

Peter Cloot fue, sin lugar a dudas, el único funcionario en Washington que, en esta tarde del miércoles, casi no prestó ninguna atención a la noticia del asesinato de la hija del presidente. Tenía todas sus energías enfocadas en la amenaza de bomba nuclear.

Como subdirector del FBI ya tenía una responsabilidad casi completa sobre dicha agencia. Christian Klee era el jefe titular, pero sólo para sostener las riendas del poder, para sujetarlas con mayor firmeza bajo la dirección del despacho del fiscal general, cargo que también ostentaba. Esa combinación de cargos siempre había molestado a Peter Cloot, lo mismo que le molestaba el hecho de que el servicio secreto se hubiera puesto también bajo la dirección de Klee. Para el gusto de Cloot, eso suponía una excesiva concentración de poder. Por otro lado, sabía que en el organigrama del FBI existía una rama administrada directamente por Klee, y que ese brazo de seguridad especial se hallaba compuesto por los antiguos colegas de Christian Klee en la CÍA. Todo lo cual representaba una afrenta para él.

Pero la amenaza nuclear había quedado exclusivamente bajo la responsabilidad de Peter Cloot. Él y sólo él dirigiría ese espectáculo. Afortunadamente, existían directivas específicas para guiarle y había asistido a seminarios de especialistas donde se había abordado directamente el problema de las amenazas nucleares internas. Si en esta situación en particular había algún experto, ése era Cloot. Y no eran precisamente hombres lo que le faltaban. Durante el mandato de Klee se había multiplicado por tres el personal del FBI.

Cuando vio por primera vez la carta de amenaza, junto con los diagramas que la acompañaban, Cloot emprendió una acción inmediata ajustándose a las directrices de rigor en tales casos. También había experimentado un escalofrío de temor. Hasta el momento se habían recibido cientos de tales amenazas, pero sólo unas pocas parecieron plausibles, y ninguna tan convincente como ésta. Todas aquellas amenazas se habían mantenido en secreto, siguiendo, una vez más, las directrices establecidas.

Cloot entregó la carta inmediatamente al puesto de mando del departamento de Energía, en Maryland, utilizando los servicios especiales de comunicaciones establecidos únicamente para este propósito. También alertó a los equipos de investigación del departamento de Energía, con base en Las Vegas y conocidos por las siglas de NEST. Los miembros del NEST ya estaban volando hacia Nueva York con todas sus herramientas y equipo de detección. Otros aviones transportarían a la ciudad personal especialmente entrenado para, una vez allí, utilizar camionetas camufladas y cargadas con equipo complejo para explorar las calles de Nueva York. Se utilizarían helicópteros y hombres a pie, que llevarían maletines con contadores Geiger, con los que se recorrería toda la ciudad. Pero todo eso no le producía a Cloot ningún dolor de cabeza. Todo lo que tendría que hacer sería proporcionar hombres armados del FBI para proteger a los investigadores del NEST. La tarea de Cloot consistía en descubrir a los delincuentes.

La gente del departamento de Energía en Maryland había estudiado la carta, para transmitir un perfil psicológico del autor. Aquellos tipos eran realmente extraordinarios, pensó Cloot. Ni siquiera sabía cómo lo hacían. Desde luego, una de las claves evidentes era que en la carta no se exigía dinero, lo que significaba que se trataba claramente de una posición política. En cuanto recibió el perfil psicológico, puso a trabajar en ello a mil hombres.

El perfil decía que el autor de la carta era probablemente una persona muy joven y con un elevado nivel de conocimientos. Probablemente se trataba de un estudiante de física en una universidad destacada. Sobre la base de esta única información, Cloot pudo contar con dos buenos sospechosos en cuestión de horas; después, todo lo demás fue extrañamente fácil. Se había pasado toda la noche trabajando, dirigiendo desde el despacho a sus equipos. Cuando se le informó del asesinato de Theresa Kennedy, lo apartó inmediatamente de su mente, excepto para pensar de una forma fugaz que cabía la posibilidad de que todo aquello estuviera relacionado de alguna forma. Pero la tarea que le ocupaba esta noche consistía en descubrir al autor de la amenaza de bomba atómica. Gracias a Dios, aquel hijo de perra era un idealista. Eso hizo que le resultara más fácil seguir la pista. Había un millón de ávidos hijos de puta capaces de hacer algo así por dinero, y descubrirlos le habría resultado mucho más difícil.

Mientras esperaba a que le llegara la información, hizo pasar por la computadora las fichas de todas las anteriores amenazas nucleares. Nunca se había descubierto un arma nuclear, y los chantajistas atrapados en el momento en que intentaron recibir el dinero de su chantaje confesaron que jamás había existido tal arma. Algunos de ellos eran personas con conocimientos científicos básicos. Otros habían reunido información convincente, extrayéndola de una revista izquierdista en la que se publicó un artículo describiendo cómo fabricar un arma nuclear. Se había presionado a la revista para que no publicara aquel artículo, pero el asunto terminó en el Tribunal Supremo, donde se dictaminó que la supresión sería una violación de la libertad de expresión. Al pensar en ello, Peter Cloot temblaba de rabia, incluso ahora. Aquel jodido país parecía dispuesto a destruirse a sí mismo. Hubo un detalle que observó con interés. En ninguno de los más de doscientos casos aparecía implicada una mujer, un negro o un terrorista extranjero. Todos ellos eran jodidos hombres estadounidenses, ávidos y de raza blanca.

Una vez que hubo terminado de revisar las fichas computarizadas, pensó por un momento en su jefe, Christian Klee. En realidad, no le gustaba la forma que tenía de dirigir las cosas. Klee creía que la tarea del FBI consistía en proteger al presidente de Estados Unidos. Y para ello no sólo utilizaba a la división del servicio secreto, sino también destacamentos especiales en cada oficina del FBI existente en el país, cuya tarea principal consistía en husmear los posibles peligros que pudieran afectar al presidente. Para cumplir con esta tarea, Klee desviaba una gran cantidad de personal de otras operaciones del FBI.

Cloot observaba con suspicacia el poder de Christian Klee y su división especial de ex hombres de la CÍA. ¿Qué demonios hacían? Él no lo sabía, y creía tener todo el derecho a saberlo. Esa división informaba directamente a Klee y eso no era bueno para una agencia gubernamental tan sensible a la opinión pública como el FBI. Hasta el momento no había sucedido nada. Peter Cloot se pasaba buena parte de su tiempo cubriéndose las espaldas, cuidando de no verse atrapado en el fuego cruzado que se produciría cuando la división especial sacara a relucir alguna mierda que indujera al Congreso a lanzarse sobre sus cabezas con sus comités especiales de investigación.

A la una de la madrugada entró en su despacho el asistente directo de Cloot para informarle que había dos sospechosos bajo vigilancia, que se disponía de pruebas que confirmaban el perfil psicológico, y que también había otras pruebas circunstanciales. Sólo se necesitaba la orden para llevar a cabo la detención.

—Antes tengo que informar a Klee —le dijo Cloot a su ayudante—. Quédese aquí mientras le llamo.

Sabía que Klee estaría en el despacho de los consejeros del presidente o que, si no estaba allí, las omnipotentes telefonistas de la Casa Blanca no tardarían en encontrarlo. Consiguió ponerse en contacto con él al primer intento.

—Ya tenemos bien empaquetado todo lo relacionado con ese caso especial —le dijo Cloot—. Pero creo que debería informarle antes de practicar alguna detención. ¿Puede usted venir a verme?

—No, no puedo —contestó Klee con voz tensa—. Tengo que reunirme ahora con el presidente. Seguro que usted lo comprende.

—¿Quiere que siga adelante y le informe más tarde? —preguntó Cloot.

En el otro extremo de la línea se produjo una larga pausa. Finalmente, Klee contestó:

—Creo que habría tiempo si usted viniese aquí. Si no estoy disponible en ese momento, espere. Pero tiene que darse prisa.

—Salgo en seguida —dijo Peter Cloot.

Ninguno de ellos había tenido necesidad de sugerirle al otro que se diera el informe por teléfono. Eso quedaba descartado. Cualquiera podía captar los mensajes que se cruzaban por los infinitos caminos de transmisión del espacio.

Peter Cloot acudió a la Casa Blanca y fue escoltado hasta una pequeña sala de conferencias. Christian Klee le estaba esperando. Se había quitado la prótesis y se daba masaje en el muñón, por encima del calcetín.

—Dispongo de pocos minutos —dijo Klee—. Tengo una importante reunión con el presidente.

—Santo Dios, siento mucho lo ocurrido —dijo Cloot—. ¿Cómo se lo ha tomado?

—Nunca se sabe con Francis —contestó Klee sacudiendo la cabeza—. Parece estar bien. —Volvió a sacudir la cabeza, como para alejar de sí la extrañeza, y luego dijo con brusquedad—: Está bien, veamos de qué se trata.

Miró a Cloot con una expresión de disgusto. El aspecto físico de aquel hombre siempre le irritaba.

Cloot nunca parecía estar cansado, y era uno de esos hombres cuya camisa y traje jamás se arrugaban. Llevaba corbatas de lana anudadas con nudos cuadrados, habitualmente de un color gris claro, y en ocasiones de un negro rojizo.

—Los hemos localizado —dijo Cloot—. Se trata de dos jóvenes, de unos veinte años, que trabajan en los laboratorios del MIT. Son genios, con coeficientes de inteligencia superiores a 160, proceden de familias ricas, pertenecen políticamente al ala izquierda y participan en las manifestaciones antinucleares. Tienen acceso a información clasificada. Encajan con el perfil psicológico que nos han indicado los especialistas. Están en su laboratorio de Boston, trabajando en algún proyecto gubernamental y universitario. Hace un par de meses acudieron a Nueva York, un tipo se los tiró y a ellos les encantó. El tipo en cuestión estaba seguro de que era la primera vez que lo hacían. Se trata de una combinación mortal: idealismo y las hormonas alborotadas de la juventud. En estos momentos los tenemos localizados y aislados.

—¿Dispone usted de alguna prueba definitiva? —preguntó Christian—. ¿Algo concreto?

—No los hemos interrogado y ni siquiera acusado —contestó Cloot—. Podemos efectuar un arresto preventivo, tal y como nos autorizan las leyes sobre bombas atómicas. Una vez que los presionemos a fondo, confesarán y nos dirán dónde han dejado el condenado artefacto, si es que existe. Yo no creo que exista. Creo que todo esto no es más que mierda. Pero, desde luego, fueron ellos los que escribieron la carta. Encajan con los perfiles. También concuerda la fecha de la carta, el mismo día que se registraron en el Hilton de Nueva York. Eso es concluyente.

A Christian a menudo le había extrañado la gran cantidad de recursos que poseían todas las agencias gubernamentales, con sus computadoras e instrumentos electrónicos complejos. Resultaba desconcertante que fueran capaces de escuchar a cualquiera, en cualquier parte, sin importar las precauciones que se hubieran tomado, o que las computadoras pudieran revisar los registros de los hoteles de toda la ciudad en menos de una hora. También hacían otras cosas más graves y complicadas. Desde luego, a costa de unos gastos enormes.

—Está bien, vayamos a por ellos —dijo Christian—. Pero no estoy tan seguro de que pueda hacerles confesar. Se trata de jóvenes astutos.

—Muy bien entonces —dijo Cloot mirando a Christian directamente a los ojos—. Es posible que no confiesen. Después de todo, estamos en un país civilizado. Sólo tenemos que dejar que explote la bomba y mate a miles de personas. —Sonrió por un momento, casi con malicia—. O acude usted ante el presidente y le hace firmar una orden de interrogatorio médico. Sección novena de la ley de Control de Armas Nucleares.

Que era precisamente lo que Cloot había pretendido desde el principio.

Christian se había pasado toda la noche tratando de evitar esa misma idea. Siempre le había conmocionado saber que un país como Estados Unidos pudiera disponer de una ley secreta como ésa. La prensa podría haberlo descubierto con facilidad, pero, una vez más, existía aquella alianza entre los propietarios de los medios de comunicación y los gobernantes del país: por eso la gente no conocía su existencia; lo mismo podía decirse de muchas otras leyes relacionadas con temas nucleares.

Christian conocía muy bien la sección novena. Como abogado que era, había quedado muy impresionado al estudiarla. Se trataba de aquella clase de salvajismo legal que a él siempre le había repelido.

Esencialmente, la sección novena daba al presidente el derecho de ordenar un examen químico del cerebro para conseguir de cualquier persona la verdad, como si se colocara en el cerebro un detector de mentiras. La ley se había elaborado especialmente para obtener información sobre la colocación de ingenios nucleares, y encajaba a la perfección en el presente caso. No había tortura, y la víctima no sufría ningún daño físico. Simplemente se medían las neuronas del cerebro de tal modo que invariablemente dirían la verdad cuando se plantearan las preguntas. Se trataba de un procedimiento humano, que tenía como único inconveniente el que nadie sabía realmente el estado en que quedaría el cerebro una vez aplicado. Los experimentos indicaban que, en algunos casos excepcionales, podría producirse alguna pérdida de memoria, una ligera pérdida de capacidad de funcionamiento. La persona a la que se le hubiera aplicado se vería afectada en sus facultades, eso era incuestionable, pero, como decía el viejo chiste, así empezaban todas las lecciones de música. El mayor peligro consistía en que había un diez por ciento de posibilidades de que se produjera una pérdida de memoria. Amnesia total y a largo plazo. Todo el pasado del sujeto quedaría borrado.

—Sólo se trata de una remota posibilidad —dijo Christian—, pero ¿es posible que esto esté relacionado con el secuestro del avión y el asesinato del papa? Hasta el hecho de haber capturado a ese tipo en Long Island parece un truco. ¿No podría formar parte esto también de una cortina de humo, de una trampa cazabobos?

Cloot lo miró durante largo rato, estudiándolo, como si debatiera mentalmente la respuesta que debía darle. Pero cuando la expresó no hubo la menor duda en su tono de voz:

—Ninguna posibilidad. Esto no es más que una de esas fatales coincidencias que se producen en la historia.

—Y que siempre conducen a la tragedia —comentó Christian con sequedad.

—Estos dos jóvenes no son más que locos a su propio estilo genial —siguió diciendo Cloot—. Son políticos. Están obsesionados por el peligro nuclear a que se ve sometido el mundo. No les interesan las actuales disputas políticas. No les importa una mierda ni los árabes, ni Israel, ni los pobres o los ricos de Estados Unidos. Ni los demócratas ni los republicanos. Lo único que quieren es que el globo gire más de prisa, sobre su eje. Ya sabe a qué me refiero. —Sonrió con aire de suficiencia—. Todos ellos creen ser como dioses. Nada puede conmoverlos.

Pero la mente de Christian se había detenido en una cosa. Si Cloot no sospechaba de la existencia de una relación entre este condenado asunto de la bomba atómica y los secuestradores, era porque no existía. Normalmente, Cloot sospechaba de todo y de todos. Y entonces se le ocurrió otro pensamiento. Con aquellos dos problemas que tenían entre manos, había metralla política volando por todas partes. «No actúes demasiado de prisa», pensó. Francis se encontraba ahora en un peligro terrible, y él tenía que protegerlo. Quizá pudieran conseguir que unos actuaran contra otros.

—Escuche, Peter —le dijo a Cloot—, quiero que ésta sea la más secreta de las operaciones. Aíslela de todas las demás. Quiero que se detenga a esos dos jóvenes y se los instale en los servicios de detención hospitalaria que tenemos aquí, en Washington. Sólo estaremos enterados usted, yo y los agentes de la división especial que tengamos que utilizar. Muéstreles a esos agentes la ley de Seguridad Atómica, bajo absoluto secreto. Que nadie vea a esos jóvenes, que nadie hable con ellos, excepto yo mismo. Me encargaré personalmente del interrogatorio.

Cloot le dirigió una mirada de extrañeza. No le gustó que la operación quedara en manos de la división especial de Klee.

—El equipo médico querrá ver una orden presidencial antes de introducir los productos químicos en los cerebros de esos jóvenes.

—Se la pediré al presidente —dijo Christian.

—El tiempo es crucial en este asunto —dijo Cloot con naturalidad—, y dice que nadie les interrogará excepto usted. ¿Me incluye eso a mí? ¿Y si usted está ocupado con el presidente?

—No se preocupe —contestó Christian sonriéndole—. Estaré ahí. Y recuerde, Peter, sólo yo. Y ahora, infórmeme de los detalles.

Tenía otras cosas en la cabeza. Poco después se reuniría con los jefes de su división especial del FBI y les ordenaría montar una vigilancia electrónica y computarizada de los miembros más importantes del Congreso y del club Sócrates.

En el puesto de mando del departamento de Energía, en Maryland, conocido oficialmente como Equipo de Coordinación de Acción de Emergencia, se disponía de perfiles psicológicos de posibles terroristas con bombas atómicas. Allí había fichas de psicóticos y de cómo podrían reunir conocimientos suficientes como para plantear una amenaza plausible; de idealistas que pudieran intentar hacer explotar un arma nuclear; de cazadores de fortunas que exigirían dinero, de agentes de organizaciones terroristas extranjeras capaces de decidirse a cometer un acto tan terrible. Disponían de perfiles que encajaban casi exactamente con los casos de Adam Gresse y Henry Tibbot. Eso facilitó mucho la tarea de Peter Cloot y sus tres mil agentes.

Adam Gresse y Henry Tibbot fueron declarados genios científicos a la edad de doce años, y se les había proporcionado la más exquisita educación que puede suministrar un gobierno federal rico y con capacidad de apoyo. Habían recibido educación en humanidades, arte, derecho y la lucha inmortal de los personajes más destacados de la historia, desde Antígona, Baudelaire, Sacco y Vanzetti, hasta Martin Luther King. Estaban tan perfectamente educados como lo había permitido la civilización.

Pero eran jóvenes y sus alocadas hormonas agitaban sus sensibilidades. Las vulgaridades de la vida, lo político y lo intelectual, producían en ellos lo que sólo puede describirse como un desprecio por el mundo existente, que tendría que mejorarse.

Tuvieron que admitir, incluso ante sí mismos, que la excitación de robar los materiales de los programas oficiales en los que trabajaban, la gratificación de solucionar los problemas técnicos que se les plantearon, y la excitación de construir finalmente una bomba nuclear viable de dos kilotones, les proporcionó tal sensación de poder, que eso no hizo más que fundamentar su decisión final de utilizarla. Pero, en realidad, jamás habían tenido la intención de hacerla explotar.

Colocarían la bomba. Enviarían una carta al New York Times en la que comunicarían su intención. Dirían que aquello era una advertencia de que si las naciones continuaban fabricando armas atómicas para fomentar sus propios y estrechos intereses, entonces el individuo también tendría derecho a desarrollar sus propias armas nucleares para detener a los dictadores e impedirles convertir el mundo entero en cenizas. No poseían el menor conocimiento sobre las medidas elaboradas y secretas tomadas por las agencias gubernamentales para impedir precisamente tales amenazas. Tampoco poseían mucho conocimiento sobre cómo funcionaba en realidad el mundo en concreto. No podían concebir ese submundo de la vida cotidiana, donde los descuidos aparentemente inconsecuentes tenían consecuencias calamitosas. Quedaba fuera de su comprensión la posibilidad de que un empleado del New York Times encargado de la correspondencia recibiera el paquete de cartas con dos días de retraso y, de ese modo, retuviera la carta de advertencia. Tampoco pensaron que la carta pudiera ser enviada inmediatamente al FBI.

Así pues, colocaron su diminuta bomba atómica, que habían fabricado con mucho trabajo e ingenuidad. Se sintieron quizá tan orgullosos de su trabajo, que no pudieron resistir la tentación de utilizarla para una causa tan elevada.

Adam Gresse y Henry Tibbot no dejaron de leer los periódicos, pero su carta no apareció publicada en la primera página del New York Times. No se publicó ninguna noticia al respecto. No se les dio la oportunidad de conducir a las autoridades hasta donde estaba la bomba, una vez cumplida su petición. Fueron ignorados. Eso les asustó, y también les encolerizó. Ahora, la bomba explotaría y causaría miles de muertos. Pero posiblemente eso fuera lo mejor. ¿De qué otro modo podía alertarse al mundo acerca de los peligros de utilizar la energía atómica? ¿De qué otra forma podrían actuar los hombres con autoridad para imponer las salvaguardas adecuadas? Habían calculado que la bomba destruiría entre cuatro y seis manzanas de la ciudad de Nueva York. Lamentaban que eso pudiera costar una cierta cantidad de vidas humanas. Pero sería el pequeño precio que tendría que pagar la humanidad para comprender el error de su forma de actuar. Debían establecerse salvaguardias inexpugnables, y todas las naciones del mundo debían prohibir la fabricación de bombas atómicas.

El miércoles, Gresse y Tibbot estuvieron trabajando en el laboratorio hasta que todos se hubieron marchado a casa. Después discutieron si debían hacer una llamada telefónica para advertir a las autoridades. Al principio no habían tenido intención de permitir que la bomba explotara. Habían querido ver publicada su carta de advertencia en el New York Times, y entonces irían a Nueva York para desarmar la bomba. Pero ahora parecía haberse planteado una guerra de voluntades. ¿Los iban a tratar como a niños, se iban a burlar de ellos cuando podían conseguir tantas cosas para la humanidad? ¿O iban a hacer que los escucharan? En pura conciencia, no podían continuar con su trabajo científico si éste iba a ser mal utilizado por el poder político.

Habían elegido castigar a la ciudad de Nueva York porque en sus visitas allí se habían sentido horrorizados ante la sensación de maldad que parecía impregnar las calles. Los amenazadores mendigos, los conductores insolentes de los coches, la rudeza de los empleados de las tiendas, los incontables robos, asaltos callejeros y asesinatos. Se habían sentido particularmente inquietos en Times Square, aquella zona tan atestada de gente que les pareció como un enorme sumidero lleno de cucarachas. Los chulos, los camellos y las prostitutas de Times Square les parecieron tan amenazadores que Gresse y Tibbot se retiraron asustados a su habitación del hotel, en un barrio distinguido.

Y así, con una cólera plenamente justificable, decidieron colocar la bomba en la misma Times Square. Se habrían sentido horrorizados y dolidos si se les hubiera señalado que la mayoría de los rostros que habían visto en Times Square eran negros.

Adam Gresse y Henry Tibbot quedaron tan conmocionados como el resto del país cuando las cámaras de televisión mostraron el asesinato de Theresa Kennedy. Pero también les molestó que eso desviara la atención de su propia operación, que consideraban mucho más importante para el destino de la humanidad.

No obstante, se habían puesto nerviosos. Adam había escuchado unos tintineos muy peculiares en su teléfono. Observó que alguien parecía seguirle en su coche, percibió una cierta perturbación eléctrica cuando ciertos hombres pasaban a su lado en la calle. Habló con Tibbot de lo que había observado.

Henry Tibbot era un joven muy alto y delgado. Parecía estar hecho de hilos de alambre unidos por jirones de carne y de piel transparente. Tenía una mente científica más aguda que la de Adam, y unos nervios más fuertes.

—Estás reaccionando como todos los criminales —le dijo—. Eso es normal. Cada vez que oigo un golpe en la puerta, pienso que son los federales.

—¿Y si se da el caso de que lo sean? —preguntó Adam Gresse.

—Mantén la boca cerrada hasta que llegue el abogado —le aconsejó Henry Tibbot—. Eso es lo más importante. Podrían caernos veinticinco años, sólo por haber escrito esa carta. Así que si la bomba explota sólo serán unos pocos años más.

—¿Crees que pueden descubrirnos? —preguntó Adam.

—No hay la menor posibilidad —le aseguró Henry Tibbot—. Nos hemos librado de todo aquello que pudiera utilizarse como prueba. Dios santo, ¿somos o no somos más listos que ellos?

Eso tranquilizó a Adam, aunque aún vaciló un poco.

—Quizá debiéramos hacer una llamada telefónica y decirles dónde está —dijo.

—No —replicó Henry—. Ahora ya están alertados. Estarán preparados para localizar nuestra llamada. Ésa sería la única forma de atraparnos. Recuerda que si las cosas salen mal, debes mantener la boca cerrada. Y ahora, pongámonos a trabajar.

Adam Gresse y Henry Tibbot se habían quedado a trabajar hasta tarde en el laboratorio porque deseaban estar juntos y a solas. Querían hablar de lo que habían hecho, de los recursos de que disponían. Eran hombres jóvenes, dotados de una voluntad intensa, y habían sido educados para tener el valor de defender sus convicciones, para odiar a cualquier autoridad que se negara a dejarse convencer con un argumento razonable. Aunque habían conjurado la fórmula matemática capaz de cambiar el destino de la humanidad, no tenían ni la menor idea de las complicadas relaciones de la civilización. Jóvenes de éxitos gloriosos, aún no habían madurado para alcanzar un grado de humanidad. Cuando ya se disponían a marcharse sonó el teléfono. Era el padre de Henry Tibbot.

—Hijo, escucha cuidadosamente —le dijo a Henry—. Estás a punto de ser detenido por el FBI. No les digas nada hasta que te permitan ver a tu abogado. No digas nada. Sé que…

En ese preciso momento se abrió bruscamente la puerta de la estancia y unos hombres armados entraron precipitadamente.