MIÉRCOLES
(WASHINGTON)
Francis Kennedy se reunió con su equipo cuatro horas después del asesinato de su hija. Desayunaron en el comedor familiar de la Casa Blanca, con su pequeña chimenea y las paredes y las alfombras de un blanco amarillento. Eso no era más que un aspecto preliminar de la reunión más amplia a la que asistiría y en la que se incluiría a la vicepresidenta, los miembros del gabinete y los representantes del Senado y de la Cámara.
Eugene Dazzy, como jefe del estado mayor del presidente, había preparado un memorándum de recomendaciones del equipo, redactado durante las horas transcurridas desde el asesinato de Theresa Kennedy. Otto Gray había informado por teléfono a los líderes del Congreso, mientras que Wix había hecho lo mismo con el Consejo de Seguridad Nacional, el jefe de la CÍA y el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Christian Klee no había informado a nadie. La situación iba mucho más allá de cualquier teoría legal.
Mientras Kennedy leía el memorándum de Dazzy, los otros hombres tomaron el desayuno. Wix tomó leche y tostadas. Oddblood Gray trató de comer unos huevos con jamón y un pequeño bistec, pero lo dejó después de unos bocados. Dazzy y Klee ni siquiera se preocuparon por el desayuno y permanecieron mirando a Kennedy, que seguía leyendo el memorándum.
Al cabo de un rato, Kennedy dejó las seis páginas sobre la cartera de Dazzy. Ninguna de aquellas recomendaciones se acercaba siquiera a lo que él tenía intención de hacer. Pero debía llevar cuidado.
—Gracias —dijo—. Eso cubre todas las opciones que han podido prever. Pero yo estoy pensando en otra cosa. Les sonrió, como dándoles a entender que controlaba sus sentimientos, aunque sin saber lo ficticia que podía parecer la sonrisa en su pálido rostro.
—Señor presidente —dijo Eugene Dazzy—, ¿puede usted poner su inicial en el memorándum para demostrar que lo ha leído?
A Kennedy no le pasó por alto la formalidad de las palabras, y se dio cuenta de que era el producto del acontecimiento tan terrible ocurrido aquella mañana. Kennedy escribió «NO» con grandes letras sobre la primera página del memorándum, y estampó su firma completa.
Luego observó a cada uno de los presentes, uno tras otro, antes de hablar. Quería demostrarles lo sereno que se sentía, que no estaba actuando impulsado por un dolor colérico, que era racional, y que lo que se disponía a decirles no era más que una lógica abrumadora desprovista de toda clase de emociones personales. Habló con lentitud.
—Quiero decirles lo que voy a comunicar a todos los demás en la reunión que celebraremos después. Esto no es una consulta, sino un ruego de que apoyen mi propuesta. Quiero que todos nosotros estemos juntos en esto. Si cualquiera de ustedes tiene la impresión de no sentirse lo bastante fuerte como para continuar, quiero que dimita ahora mismo, antes de participar en esa reunión.
Kennedy esbozó rápidamente su propio análisis de la situación y expuso lo que se disponía a hacer. Observó que todos ellos se quedaron atónitos, incluso el propio Christian. No por el análisis, sino por la solución que propuso. Y también les sorprendió la brusquedad que mostró. Raras veces era ceremonioso en las reuniones con su equipo personal. La invitación que acababa de hacerles para que dimitieran en el caso de no poder seguir adelante, no se correspondía con su personalidad. Y eso fue algo que les dejó bien claro. Tendrían que apoyarlo sin discusión alguna o dimitir.
Esta exigencia del presidente, expuesta a los cuatro hombres que formaban su equipo personal, fue como una especie de insulto a un familiar cercano. Aquellos hombres habían sido elegidos personalmente por el presidente. Sólo eran responsables ante él. Podía nombrarlos y destituirlos. De ese modo, el presidente era como un cíclope con una cabeza y cuatro brazos. Su equipo personal constituía sus cuatro brazos. Funcionaba sin necesidad de que ellos aprobaran la decisión de Francis Kennedy. Pero era un insulto que se les prohibiera analizarla y discutirla. Después de todo, ellos no eran miembros del gabinete, que tenían que ser aprobados por el Congreso. El equipo personal del presidente tenía que hundirse o salvarse con el presidente.
Dejando aparte las distinciones oficiales, el equipo personal estaba siempre mucho más cerca del presidente que cualquier otro miembro del gabinete o del Congreso. De hecho, ese equipo había evolucionado en detrimento de las diferentes secretarías del gabinete. Y, en el caso de Kennedy, aquellos cuatro hombres eran sus más íntimos amigos. Desde la muerte de su esposa constituían prácticamente su única familia. Francis Kennedy sabía que acababa de insultarlos, y observó atentamente para ver cuáles eran sus reacciones.
Por lo que vio, a Christian Klee no le importaba. Christian era el amigo más querido y cercano de los cuatro, el único que siempre le había tenido una especie de reverencia. Eso era algo que aún seguía sorprendiendo a Kennedy, porque sabía que Christian valoraba la valentía física y conocía el temor de Kennedy ante el asesinato. Fue Christian quien rogó a Francis que se presentara para la presidencia y quien le garantizó su seguridad personal siempre y cuando lo nombrara fiscal general y jefe del FBI y del servicio secreto. Christian creía en las teorías políticas de Kennedy más como un patriota que como un idealista del ala izquierda. Kennedy, por su parte, sabía que Christian estaba a su lado.
La reacción que más temía era la de Arthur Wix, quien creía en la necesidad de analizar en profundidad toda situación. Lo había conocido diez años antes, cuando se presentó por primera vez para el Senado. Wix era un liberal de la costa Este, un profesor de ética y ciencia política en la universidad de Columbia. También era un hombre muy rico que sentía cierto desprecio por el dinero. La relación entre ambos se había transformado en una amistad basada en sus dotes intelectuales. Kennedy consideraba a Arthur Wix como el hombre más inteligente que hubiera conocido. Wix consideraba a Kennedy como un hombre de lo más moral en política. Eso no era, ni podía ser, la base de una cálida amistad, pero sí constituía el fundamento de una relación de confianza. Kennedy se dio cuenta de que Wix tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no protestar ante su ultimátum. Pero, una vez hecho el esfuerzo, estuvo de acuerdo con su propuesta por una simple cuestión de confianza.
En cuanto al tercer hombre, Eugene Dazzy, su jefe de estado mayor, Kennedy estaba seguro, debido a las realidades políticas implicadas en la situación. Diez años antes, Eugene había sido presidente de una gran empresa de computadoras, por la misma época en que Francis Kennedy entró por primera vez en la política. Había sido un hombre decidido, capaz de absorber a compañías rivales, pero procedía de una familia pobre, y conservaba su sentido de la justicia, más por sentido práctico que por idealismo romántico. Había llegado a creer que el dinero concentrado acumulaba demasiado poder en Estados Unidos y que eso destruiría a la larga la verdadera democracia. Así que cuando Francis Kennedy empezó a actuar en política enarbolando el estandarte de una verdadera democracia social, Eugene Dazzy se encargó de organizar el apoyo financiero que le permitió acceder a la presidencia.
Durante ese período se desarrolló entre ambos hombres una curiosa amistad. Dazzy era un excéntrico. Un gran hombre de negocios a quien no le importaban las apariencias externas, que se vestía con trajes y corbatas baratos y que cuando trabajaba en su despacho siempre llevaba unos auriculares para escuchar música. Le encantaba la música, y también las mujeres jóvenes, a pesar de que su matrimonio había durado ya treinta años. Su esposa afirmaba que a menudo llevaba los auriculares en las orejas para sustraerse de la conversación, y no para escuchar música. Pero nunca se refería a las amantes de su esposo.
Sin embargo, lo que más asombraba y fascinaba a Francis Kennedy de Eugene Dazzy era el hecho de que fuera tan paradójico. Era una extraña combinación de hombre de negocios duro y fiel estudiante de la literatura, con un amor apasionado por la poesía, especialmente la de Yeats. Había elegido a Dazzy para que formara parte de su equipo porque era un verdadero maestro de los «medios síes» y, a pesar de todo, poseía la sensibilidad para pronunciar un rotundo «no» sin crearse por ello ningún enemigo implacable. Se había configurado como el escudo del presidente contra el gabinete y el Congreso. El secretario de Estado y el portavoz de la Cámara tenían que contestar satisfactoriamente las preguntas planteadas por él antes de poder ver al presidente. Pero lo que permitió establecer una relación más personal entre ambos fue el ejercicio del indulto. Dazzy tamizaba el Comité Presidencial de Perdón creado para estudiar aquellos casos en los que un ciudadano había sido atropellado por el sistema judicial o por la burocracia, y convencía al presidente para que utilizara su prerrogativa de perdón.
—Considérelo desde el siguiente punto de vista —le dijo a Francis Kennedy—: el presidente de Estados Unidos tiene el poder para perdonar a cualquiera. El Congreso y los tribunales no pueden intervenir. Imagínese lo mucho que eso les duele. Aunque sólo sea por esa razón, tiene que utilizar ese poder todo lo que pueda.
Francis Kennedy no había estudiado ni practicado ese derecho sin que nunca le engañaran. Así que, al principio, se limitó a observar atentamente a Dazzy en todo lo relacionado con los perdones. No obstante, cada caso que Dazzy le presentaba tenía su propio mérito poético particular. Y raras veces estaban en desacuerdo. Así, esta misericordia especial y regia para con sus semejantes terminó por crear un lazo especial entre ambos.
Por ello Kennedy comprendió que Dazzy también estaría de acuerdo con su propuesta, y que no insistiría en mantener una discusión al respecto. Lo que sólo dejaba por dilucidar la posición de Oddblood Gray.
La asociación de Oddblood Gray con Francis Kennedy no se prolongaba en el tiempo más que la de éste con Wix y Dazzy. Cuando se conocieron por primera vez, Gray era un ardiente partidario de la izquierda del movimiento político negro. De físico alto e imponente, había sido un profesor brillante y un orador de primera en sus tiempos de universidad. Kennedy había detectado bajo su ardor a un hombre dotado de una cortesía y una diplomacia naturales, capaz de persuadir a los demás sin necesidad de proferir amenazas. Después, en una situación potencialmente violenta que se produjo en Nueva York, Kennedy se ganó la admiración y la confianza de Oddblood. Utilizó sus extraordinarias habilidades legales, su inteligencia, su encanto y su falta absoluta de prejuicios raciales para aminorar la peligrosidad de la situación, mediar para obtener un acuerdo, y ganarse la admiración de ambas partes en conflicto.
—¿Cómo diablos consiguió hacer eso? —le preguntó Oddblood Gray más tarde.
—Fue fácil —contestó Kennedy con una sonrisa—. Les convencí de que yo no tenía nada que ganar en ello.
Después de eso, Oddblood Gray fue desplazándose paulatinamente desde la izquierda hacia la derecha del movimiento, lo que disminuyó su poder en el seno de la organización, pero le situó en el centro del poder nacional. Apoyó a Kennedy en su carrera política y le estimuló para que se presentara a la presidencia. Kennedy lo nombró miembro de su equipo personal, como enlace con el Congreso, y encargado de la tarea de hacer aprobar las leyes del presidente.
Ahora, Oddblood Gray rindió su juicio a la confianza que tenía depositada en él.
Pero por encima de todo ello, incluso de la admiración que estos cuatro hombres sentían por Kennedy, por su personalidad moral, su inteligencia, encanto e inacabable lista de logros, se encontraba el respeto que sentían por la valentía con que se había enfrentado a la primera gran derrota de su vida: la enfermedad y muerte de su esposa Catherine. Kennedy perseveró en su campaña por la presidencia y mantuvo incólumes sus objetivos en favor de la reforma política y social. El afecto de estos hombres por él se hizo aún más profundo cuando, a la búsqueda de una cierta estabilidad personal, Kennedy los adoptó a los cuatro como su nueva familia.
Por lo menos uno de ellos cenaba cada noche con Kennedy en la Casa Blanca, y en otras muchas ocasiones ellos cenaban juntos, como amigos y sin formalidades. Llenos de entusiasmo, hacían planes para mejorar el país, discutían los detalles particulares de las leyes presentadas al Congreso, y delineaban estrategias para tratar con los países extranjeros. A menudo se sentían tan excitados como cuando eran jóvenes estudiantes universitarios, mientras tramaban confabulaciones contra la oligarquía de los ricos al tiempo que sufrían la anarquía de los pobres. Después de la cena, regresaban a sus casas soñando con un país nuevo y mejor que crearían entre todos.
Pero se habían visto derrotados por el Congreso y por el club Sócrates. Y eso le había sucedido no sólo al presidente Francis Xavier Kennedy, sino a todos ellos.
Así que ahora, cuando Kennedy los miró, reunidos alrededor de la mesa del desayuno, todos ellos asintieron y luego se prepararon para asistir a la reunión general que se celebraría en la sala de gabinete. En Washington, eran las once de la mañana del miércoles.
En la sala de gabinete se habían reunido los personajes políticamente más importantes del Gobierno para decidir qué debía hacer el país. Allí estaba la vicepresidenta Helen du Pray, los miembros del gabinete, el jefe de la CÍA, el jefe de la junta de Jefes de Estado Mayor, que habitualmente no asistía a tales reuniones pero que, en esta ocasión, había recibido instrucciones del presidente para que asistiera, transmitidas por Eugene Dazzy. Todos se levantaron cuando Kennedy entró en la sala.
El presidente les hizo señas para que se sentaran. Sólo permaneció de pie el secretario de Estado.
—Señor presidente —dijo—, todos los presentes deseamos comunicarle nuestro más sentido pésame por la pérdida de su hija, y le expresamos nuestro cariño, asegurándole la mayor devoción y lealtad en estos momentos de crisis personal y de crisis para nuestra nación. Estamos aquí para ofrecerle algo más que nuestro consejo profesional. Estamos aquí para expresarle nuestra solidaridad individual.
Había lágrimas en los ojos del secretario de Estado, y eso que era un hombre notable por su frialdad y reserva.
Kennedy inclinó un momento la cabeza. Era el único de los presentes que no parecía mostrar ninguna emoción, como no fuera por la palidez de su rostro. Los miró durante largo rato, como si reconociera a cada uno de los presentes, como aceptando sus sentimientos de afecto y comunicándoles su gratitud. Sin embargo, y aun sabiendo eso, se dispuso a hacer añicos esos buenos sentimientos.
—Quiero darles las gracias a todos —dijo—, y me siento agradecido también al poder contar con ustedes. Pero ahora les ruego que dejen de lado mi propia desgracia personal y no la tengan en cuenta en el contexto de esta reunión. Estamos aquí para decidir qué es lo mejor para nuestro país. En eso consiste nuestro deber y nuestra obligación más sagrada. Las decisiones que he tomado son estrictamente no personales.
Se detuvo un momento, permitiendo que la conmoción y el reconocimiento causado por sus palabras calaran hondo en lo que sólo él controlaba. «Oh, Dios mío, lo va a hacer», pensó Helen du Pray.
—En esta reunión veremos cuáles son nuestras opciones —siguió diciendo Kennedy—. Dudo mucho que acepte cualquiera de sus opciones, pero debo darles la oportunidad de argumentarlas. Antes, sin embargo, permítanme presentarles mi propio escenario. Diré que cuento en ello con el apoyo de mi equipo personal. —Guardó un momento de silencio, que empleó para proyectar todo su magnetismo. Después se enderezó y siguió diciendo—: En primer lugar, el análisis de los hechos. Los trágicos y recientes acontecimientos han formado parte de un plan maestro concebido con audacia y ejecutado sin piedad. El asesinato del papa el Domingo de Resurrección, el secuestro del avión en ese mismo día, la deliberada imposibilidad logística de cumplir con las exigencias para obtener la liberación de los rehenes, aun a pesar de que estuve de acuerdo en cumplirlas, y finalmente el asesinato innecesario de mi hija a primeras horas de esta mañana. Incluso la captura del asesino del papa aquí, en nuestro país, un acontecimiento que no hubiéramos debido controlar, también forma parte de un plan general para que ellos pudieran exigir la liberación del asesino. Las pruebas que apoyan este análisis son realmente abrumadoras.
Observó las miradas de incredulidad en sus rostros. Se detuvo un momento, antes de continuar.
—Pero ¿cuál podría ser el propósito de un plan tan terrorífico y complicado? En el mundo existe en la actualidad un gran desprecio por la autoridad, sobre todo la del Estado, pero, más específicamente, un desprecio por la autoridad moral de Estados Unidos. Se trata de algo que va mucho más allá del desprecio histórico por la autoridad expresado por los jóvenes y que a menudo es positivo, dentro de sus justos límites. El propósito de este plan terrorista consiste en desacreditar a Estados Unidos como figura de autoridad. No sólo en las vidas de miles de millones de personas comunes, sino también ante los ojos de los gobiernos del mundo. Debemos contestar a ese desafío en algún momento, y ese momento es ahora.
»Por lo que sabemos, Rusia no ha formado parte del plan, como tampoco han participado en él los países árabes, excepto el sultanato de Sherhaben. Desde luego, el grupo terrorista clandestino mundial conocido como los “Cien” ha ofrecido su apoyo logístico y de personal. Pero todas las pruebas indican que sólo un hombre controla la operación y que, al parecer, ese hombre no acepta ser controlado, excepto quizá por el sultán de Sherhaben.
Volvió a detenerse. Por un momento, se sintió sorprendido ante su propia calma. Continuó hablando:
—Ahora sabemos con seguridad que el sultán es cómplice. Sus tropas se hallan desplegadas para proteger el aparato de ataques exteriores, no para ayudarnos con los rehenes. El sultán afirma actuar en favor de nuestros intereses, pero en realidad está implicado en todos estos actos. No obstante, y para ser justos, debo decir que no hay pruebas de que conociera la intención de Yabril de asesinar a mi hija.
Kennedy se calló de nuevo. Su pausa, sin embargo, no invitaba a la interrupción. Miró de nuevo a todos los presentes, impresionándolos con su serenidad. Luego continuó diciendo:
—Segundo: el pronóstico. No nos encontramos ante una situación habitual de rehenes. Esto forma parte de un plan mucho más inteligente que tiene la intención de humillar al máximo a Estados Unidos, conseguir que nuestro país ruegue la devolución de los rehenes después de haber sufrido una serie de humillaciones que parecen haberle dejado impotente. Es una situación que puede prolongarse durante semanas y perfectamente cubierta por los medios de comunicación de todo el mundo. Y no existe la menor garantía de que los rehenes que permanecen en el avión nos sean devueltos sanos y salvos. En tales circunstancias, no puedo imaginar a continuación más que el caos. Nuestro propio pueblo perdería la fe en nosotros y en nuestro país.
Una nueva pausa, lo suficiente para comprobar que ahora empezaba a impresionar a sus oyentes, que los presentes comprendían que estaba defendiendo una idea. Continuó hablando:
—Remedios: he estudiado el memorándum donde se sintetizan las opciones de que disponemos. Creo que se trata de los mismos recursos habituales y poco convincentes empleados en el pasado. Sanciones económicas, misiones armadas de rescate, presiones sobre el gobierno, concesiones otorgadas en secreto al mismo tiempo que se afirma que nunca negociaremos con los terroristas. La preocupación por la posibilidad de que la Unión Soviética se niegue a permitirnos efectuar un ataque militar a gran escala en el golfo Pérsico. Todas estas opciones implican que debemos someternos y aceptar nuestra profunda humillación ante los ojos del mundo. Y, en mi opinión, con ello se perdería la vida de más de un rehén.
—Mi departamento acaba de recibir una promesa definitiva del sultán de Sherhaben —le interrumpió el secretario de Estado—. Se nos asegura la liberación de todos los rehenes, una vez cumplidas las exigencias de los terroristas. Está encolerizado ante la acción de Yabril y asegura estar preparado para lanzar un asalto contra el avión. Se ha asegurado la promesa de Yabril de liberar a cincuenta rehenes, como una muestra de buena voluntad.
Kennedy lo miró fijamente por un momento. Los ojos cerúleos aparecían recorridos por venas con diminutos puntitos negros. Después habló con una voz fría y matizada por una tensa cortesía, pero tan controlada que las palabras casi sonaron metálicas.
—Señor secretario, cuando haya terminado, todos los presentes tendrán su oportunidad para hablar. Mientras tanto, le ruego que no me interrumpa. Esa oferta será desechada y no se dará a conocer a los medios de comunicación.
El secretario de Estado se quedó evidentemente sorprendido ante la reacción. El presidente jamás le había hablado antes con tanta frialdad, nunca había demostrado su poder de una forma tan descarada. El secretario de Estado inclinó la cabeza para estudiar su copia del memorándum y sus mejillas enrojecieron ligeramente. Kennedy continuó hablando:
—Solución: doy instrucciones al jefe de Estado Mayor para que dirija y planifique ahora mismo un ataque aéreo contra los campos petrolíferos de Sherhaben y su ciudad petrolífera industrial de Dak. La misión del ataque aéreo será la destrucción de todo el equipo petrolífero, las torres de perforación, los oleoductos, etcétera. La ciudad será destruida. Cuatro horas antes del ataque se dejarán caer hojas advirtiendo a la población para que evacué la ciudad. El ataque aéreo tendrá lugar exactamente dentro de treinta y seis horas a partir de ahora mismo. Es decir, a las once de la noche del jueves, hora de Washington.
En la sala se produjo un silencio mortal que abarcó a las más de treinta personas que tenían los resortes del poder en Estados Unidos. Kennedy continuó hablando:
—El secretario de Estado se pondrá en contacto con los países necesarios para obtener la aprobación de sobrevuelo. Dejará bien claro que cualquier negativa por su parte implicará el cese automático de toda clase de relaciones económicas y militares con este país, y que las consecuencias de esa negativa serían calamitosas.
El secretario de Estado pareció levitar de su asiento, como disponiéndose a protestar, pero se contuvo a tiempo. Entre los presentes se extendieron los murmullos, que fueron de sorpresa o conmoción.
Kennedy levantó las manos, casi en un gesto de cólera, pero no dejó de sonreír, una sonrisa con la que parecía querer tranquilizarlos a todos. Su actitud se hizo menos exigente, más informal, y sonrió al secretario de Estado, dirigiéndose directamente a él.
—El secretario de Estado —siguió diciendo— me enviará inmediatamente al embajador del sultán de Sherhaben. Yo mismo le comunicaré lo siguiente al embajador: el sultán debe entregar los rehenes mañana por la tarde. Se ocupará también de entregar al terrorista, Yabril, de una forma que éste no pueda quitarse la vida. Si el sultán se niega, Sherhaben será totalmente destruido. —Kennedy volvió a hacer una pausa. La sala estaba en el más absoluto silencio—. Esta reunión tiene la clasificación de máxima seguridad. No quiero que se produzca ninguna filtración. Si la hubiere, se tomarán las medidas más extremas que permita la ley. Ahora pueden ustedes hablar.
Se dio cuenta de que todos los presentes se habían quedado mudos ante sus palabras, que los miembros de su equipo personal habían bajado las miradas, negándose a mirar a los ojos a todos los demás.
Kennedy se sentó, arrellanándose en el sillón de cuero negro, extendió las piernas por fuera de debajo de la mesa y miró hacia un lado, en dirección al Jardín Rosado, mientras la reunión continuaba. Desde esa posición, escuchó la voz del secretario de Estado.
—Señor presidente, me permito discutir de nuevo su decisión. Eso sería un desastre para Estados Unidos. Si utilizáramos la fuerza para aplastar a una nación pequeña, nos convertiríamos en parias entre las naciones.
La voz siguió hablando durante largo rato, pero él ya no escuchaba las palabras. Después, escuchó la voz del secretario del Interior, una voz que sonó casi monótona y que, sin embargo, exigía atención.
—Señor presidente, si destruimos Dak, destruimos cincuenta mil millones de dólares estadounidenses, es decir, el dinero de una compañía petrolífera de este país, dinero que la clase media estadounidense ha invertido en compra de acciones de las compañías petrolíferas. También restringimos con ello nuestras disponibilidades de petróleo. El precio de la gasolina se duplicará para los consumidores nacionales.
Se escuchó el balbuceo confuso de otros argumentos. ¿Por qué se tenía que destruir la ciudad de Dak antes de que se obtuviera alguna clase de satisfacción? Aún quedaban por explorar numerosos caminos. El mayor peligro consistía en actuar con precipitación. Kennedy miró su reloj. Ya llevaban más de una hora discutiendo. Se levantó.
—Les agradezco a todos sus consejos —dijo—. Desde luego, el sultán de Sherhaben podría salvar a su país cumpliendo inmediatamente con mis exigencias. Pero no lo hará. La ciudad de Dak tendrá que ser destruida para que no se ignoren nuestras amenazas. La alternativa para nosotros sería gobernar un país al que podría humillar cualquier hombre con valor y unas pocas armas.
»Y en cuanto a los cincuenta mil millones de dólares en pérdidas para los accionistas estadounidenses, es Bert Audick quien dirige el consorcio que posee esa propiedad. Ese hombre ya ha ganado sus cincuenta mil millones y mucho más. Haremos todo lo posible por ayudarlo, desde luego. Permitiré al señor Audick una oportunidad para salvar su inversión de alguna otra forma. Voy a enviar un avión a Sherhaben para recoger a los rehenes y otro avión militar para transportar a los terroristas a este país y someterlos a juicio. El secretario de Estado invitará al señor Audick a volar a Sherhaben en uno de esos aviones. Su tarea consistirá en ayudar a convencer al sultán para que acepte mis condiciones. Persuadirlo de que la única forma de salvar la ciudad de Dak, el sultanato de Sherhaben y la compañía petrolífera estadounidense consiste en acceder inmediatamente a mis demandas. Ése debe ser el trato.
—Si el sultán no está de acuerdo, eso significa que perderemos otros dos aviones, a Audick y a los rehenes —dijo el secretario de Defensa.
—Es muy probable —asintió Kennedy—. Veremos si Audick tiene el valor para hacerlo. Pero es astuto. Él sabrá tan bien como yo que el sultán no tendrá más remedio que estar de acuerdo. Y estoy tan seguro de ello que le voy a enviar al consejero de Seguridad Nacional, el señor Wix.
—Señor presidente —dijo el jefe de la CÍA—, debe usted saber que las armas antiaéreas instaladas alrededor de Dak son manejadas por estadounidenses con contratos civiles del gobierno de Sherhaben y las compañías petrolíferas estadounidenses. Se trata de compatriotas entrenados para manejar puestos de lanzamiento de misiles y es posible que opongan resistencia.
—Audick les transmitirá la orden de evacuar —dijo Kennedy—. Claro que, como estadounidenses, si luchan serán considerados como traidores y los compatriotas que les pagan también serán acusados como traidores ante los tribunales. —Se detuvo un momento para que sus palabras calaran hondo. Eso significaba que Audick sería acusado ante los tribunales. Se volvió hacia Christian—. Chris, puede usted empezar a trabajar en los aspectos legales del caso.
Entre los presentes había dos miembros de la Cámara legislativa, el líder de la mayoría del Senado, Thomas Lambertino, y el portavoz de la Cámara de Representantes, Alfred Jintz. El senador fue el primero en hablar.
—Creo que se trata de un plan de acción demasiado drástico como para tomarse sin que se haya discutido previamente en ambas cámaras.
—Con todos los debidos respetos, debo decirle que no hay tiempo para eso —replicó Kennedy con cortesía—. Y entra dentro de mis poderes como jefe ejecutivo el emprender esta acción. No cabe la menor duda de que las cámaras legislativas podrán revisar más tarde la decisión y emprender la acción que juzguen conveniente. Pero confío sinceramente en que el Congreso me apoyará a mí y a la nación en esta situación extrema.
—Esto es una calamidad —dijo el senador Lambertino—. Las consecuencias son muy graves. Señor presidente, le imploro que no actúe con tanta rapidez.
Por primera vez durante la reunión, Francis Kennedy no se mostró tan amable.
—Durante los tres años de mi administración no he ganado una sola batalla planteada en el Congreso —dijo—. Podemos emplear el tiempo discutiendo toda clase de complicadas opciones hasta que los rehenes estén muertos y Estados Unidos se vea ridiculizado antecada país y cada pequeño pueblo en el mundo. Me mantengo firme en mi análisis y en mi solución. Y mi decisión entra dentro de los poderes que me han sido conferidos como jefe del Estado. Una vez haya terminado la crisis, me presentaré ante los representantes del pueblo y les ofreceré un informe completo. Hasta entonces, vuelvo a recordarles a todos ustedes que esta discusión está sometida a la clasificación de máximo secreto. Y ahora, estoy seguro de que todos ustedes tendrán mucho trabajo que hacer. Informen de sus progresos al jefe de mis consejeros.
En ese momento, fue Alfred Jintz, el portavoz de la Cámara de Representantes, el que habló:
—Señor presidente, había confiado en no tener que decir esto, pero el Congreso insiste ahora en que usted quede al margen de estas negociaciones. En consecuencia, debo advertirle que en este mismo día el Congreso y el Senado harán todo lo que esté en su mano para impedir que se lleve a cabo su decisión, sobre la base de que su propia tragedia personal le hace incompetente para el caso.
Kennedy permaneció de pie, mirándolos a todos. Su rostro, con líneas hermosamente delineadas, estaba congelado en una máscara. Sus satinados ojos azules eran tan ciegos como los de una estatua.
—En tal caso, lo hará usted arrostrando sus propios peligros, y haciendo pasar por ellos a Estados Unidos.
Y tras decir estas palabras abandonó la sala.
Todos los presentes se pusieron de pie hasta que la puerta se cerró tras él y sus dos guardaespaldas del servicio secreto.
En la sala de gabinete se produjeron movimientos de nerviosismo y se escucharon cuchicheos de voces. Oddblood Gray formaba un corrillo con el senador Lambertino y el congresista Jintz. Pero sus rostros eran sombríos, y sus voces, frías.
—No podemos permitir que suceda esto —dijo el congresista—. Creo que el equipo personal del presidente ha faltado a su deber al no convencerle para que no emprenda este curso de acción.
—Él mismo me convenció de no estar actuando bajo el impulso, de ninguna cólera personal —dijo Oddblood Gray—. Me convenció de que ésa era la solución más efectiva para el problema. Es una calamidad, desde luego, pero así son los tiempos. No podemos permitir que la situación se nos escape de las manos. Eso sería catastrófico.
—Es la primera vez que veo a Francis Kennedy actuar de una manera tan despótica —dijo el senador Lambertino—. Siempre fue un presidente muy cortés para con las Cámaras legislativas. Podría haber aparentado al menos que tomábamos parte en el proceso de decisión.
—Se encuentra sometido a una gran tensión —dijo Oddblood Gray—. Sería muy útil que el Congreso no contribuyera a aumentar esa tensión.
«Lo que no es nada probable», pensó al tiempo que decía lo anterior.
—Precisamente el tema que hay que tratar aquí es el de la tensión —comentó el congresista Jintz con rostro preocupado.
«Oh, mierda», pensó Oddblood Gray, que se apresuró a despedirse y regresó rápidamente a su despacho para hacer cientos de llamadas telefónicas a los miembros del Congreso.
Arthur Wix, el consejero de Seguridad Nacional, estaba tratando de sondear al secretario de Defensa para asegurarse de que se celebraría inmediatamente una reunión de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Pero el secretario de Defensa parecía sentirse tan atónito ante el curso de los acontecimientos, que se limitó a murmurar apenas unas respuestas, asintiendo, pero sin asegurar nada.
Eugene Dazzy había observado las dificultades de Oddblood Gray con los legisladores. Iba a haber grandes problemas. Miró a su alrededor, en busca de Christian Klee. Pero éste se había desvanecido, lo que sorprendió a Dazzy, ya que no era propio de él desaparecer en un momento tan crucial como éste. Se volvió hacia Helen du Pray.
—¿Qué le parece a usted? —le preguntó.
Ella le miró fríamente. «Es una mujer muy hermosa», pensó Dazzy. Algún día tendría que invitarla a cenar.
—Creo que tanto usted como el resto de su equipo personal han dejado solo al presidente —contestó ella finalmente—. Su respuesta a la crisis es demasiado drástica.
—Su posición tiene lógica —replicó Dazzy con enojo—, y tenemos que apoyarle aunque estemos en desacuerdo.
No le hizo ningún comentario acerca del ultimátum que el presidente había planteado a los miembros de su equipo.
—Así es como lo ha presentado él —dijo Helen du Pray—. Evidentemente, el Congreso intentará arrebatarle las negociaciones de las manos. Luego tratará de suspenderlo de su cargo.
—Sólo podrá hacerlo sobre las tumbas de su equipo —replicó Dazzy.
—Le ruego que sea usted muy cuidadoso —dijo Helen du Pray con serenidad—. Nuestro país se halla en grave peligro.
Ya en su despacho, Dazzy puso a trabajar a sus secretarios e hizo que sus ayudantes informaran al resto del personal de lo que se iba a hacer. Su trabajo consistiría en coordinarlo todo para el presidente. Cuando sonó el teléfono de la línea directa con el presidente, contestó con tal rapidez que los papeles que tenía en la mano volaron por los aires y cayeron al suelo.
—Sí, señor presidente —dijo.
Escuchó la voz serena de Francis Kennedy pronunciando las palabras que sabía iba a decir, pero que había temido escuchar.
—¿Euge? —dijo Kennedy con un tono amistoso en el interrogante—. Quisiera que los miembros de mi equipo personal se reunieran conmigo en la sala Oval Amarilla. Dispóngalo todo para ver el vídeo de televisión sobre la muerte de mi hija.
—Señor, quizá fuera mejor que lo viera usted solo, sin la presencia de nadie-dijo Eugene Dazzy.
—No —repuso el presidente—. Quiero que todos nosotros lo veamos juntos.
—Sí, señor.
No le dijo que los miembros de su equipo personal ya habían visto la película del asesinato de Theresa Kennedy.