7

MARTES

El martes por la mañana, al día siguiente al secuestro del avión y el asesinato del papa, el presidente Francis Kennedy acudió a la sala de proyecciones de la Casa Blanca para ver una película de la CÍA sacada clandestinamente de Sherhaben.

La sala de proyecciones de la Casa Blanca no era precisamente de lo mejor, con sillones verdes deslucidos y en no muy buen estado para los pocos elegidos, y sillas plegables de metal para todo aquel que no perteneciera al gabinete. La audiencia estaba compuesta por personal de la CÍA, el secretario de Estado y el de Defensa, con sus equipos respectivos, y todos los miembros del staff de la Casa Blanca.

Todos se levantaron cuando llegó el presidente. Kennedy se acomodó en uno de los sillones verdes y Theodore Tappey, el director de la CÍA, se colocó junto a la pantalla para comentar la proyección.

Dio comienzo la película. Apareció un camión de suministros que se acercó hasta la parte posterior del avión secuestrado. Los obreros dedicados a descargar las provisiones llevaban sombreros de ala ancha para protegerse del sol, e iban vestidos con pantalones marrones de dril y camisas de algodón de manga corta. Cuando abandonaban el avión, la película se detuvo, enfocando a uno de ellos. Por debajo de las alas del sombrero se distinguieron los rasgos de Yabril, el rostro oscuro y anguloso con ojos brillantes, la ligera sonrisa sobre los labios. Este subió al camión de suministros con los demás obreros. La película se detuvo y Tappey habló.

—Ese camión se dirigió hacia el recinto del palacio del sultán de Sherhaben. Según nuestra información, se les agasajó con un extraordinario banquete, con bailarinas incluidas. Más tarde, Yabril regresó al avión de la misma forma. No cabe la menor duda de que el sultán de Sherhaben es cómplice de estos actos de terrorismo.

La voz del secretario de Estado resonó en la oscuridad.

—Desde luego, sólo para nosotros. Las informaciones secretas de inteligencia siempre son dudosas. Y aun cuando pudiéramos probarlo, no podríamos hacerlo público. Ello alteraría el equilibrio político en el golfo Pérsico. Nos veríamos obligados a tomar represalias, lo cual iría en contra de nuestros intereses.

—¡Dios santo! —murmuró Otto Gray.

Christian Klee se echó a reír.

Todos los miembros del equipo del presidente odiaban al secretario de Estado, cuyo trabajo consistía fundamentalmente en aplacar a los gobiernos extranjeros.

Eugene Dazzy tomó notas en un cuaderno. Era capaz de escribir en la oscuridad, lo que evidenciaba su genio administrativo, como él mismo le decía a todo el mundo.

—Nosotros lo sabemos —dijo Kennedy con sequedad—. Eso es suficiente. Gracias, Theodore. Continúe, por favor.

—Más tarde recibirá usted los memorándums con todos los detalles —dijo el jefe de la CÍA—, pero nuestras informaciones indican que se trata de un destacamento operativo financiado por el grupo terrorista internacional conocido como los «Cien» o, a veces, los «Cristos de la Violencia». Repitiendo lo que ya dije en una reunión anterior, se trata de una operación conjunta llevada a cabo por grupos revolucionarios de diferentes países, que han suministrado «pisos francos» y material. Se ha limitado en su mayor parte a Alemania, Italia, Francia y Japón, y muy vagamente a Irlanda y Gran Bretaña. Pero, según nuestra información, ni siquiera los «Cien» conocían toda la amplitud de lo que se iba a realizar. Creyeron que la operación terminaría con el asesinato del papa. Así pues, hemos llegado a la conclusión de que esta conspiración se halla controlada sólo por ese tal Yabril, junto con el sultán de Sherhaben.

Siguió proyectándose la película. Se veía el avión aislado sobre la pista, rodeado por un anillo de soldados y armas antiaéreas que impedían la aproximación, y a la multitud, mantenida a más de quinientos metros de distancia. Mientras se proyectaba la película, se escuchó la voz del director de la CÍA.

—Tanto esta película como otras fuentes indican la imposibilidad de efectuar una misión de rescate. A menos que decidamos arrasar todo el Estado de Sherhaben. Y, desde luego, Rusia nunca lo permitiría, como probablemente tampoco lo harían otros Estados árabes. Además, se han empleado más de cincuenta mil millones de dólares estadounidenses en construir su ciudad de Dak, que es como otra especie de rehén que retienen. No vamos a volar por los aires cincuenta mil millones de dólares de inversión de nuestros ciudadanos. Además, está el hecho de que las rampas de misiles están manejadas en su mayor parte por mercenarios estadounidenses, aunque en este punto nos encontramos con algo aún más curioso.

Sobre la pantalla apareció una imagen movida del interior del avión secuestrado. Evidentemente, la cámara se había manejado a pulso, moviéndose a lo largo del pasillo de la sección turística para mostrar al grupo de pasajeros asustados, sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad. La cámara siguió avanzando hasta la cabina de primera clase y enfocó a un pasajero que había sentado allí. Entonces Yabril apareció en la imagen. Llevaba pantalones de algodón de color marrón claro y una camisa de manga corta, del mismo color del desierto próximo. La película mostró a Yabril sentándose junto a un pasajero solitario; entonces se vio que era Theresa Kennedy. Yabril y Theresa parecían hablar de forma animada y amistosa.

Theresa mostraba una sonrisa divertida y eso hizo que su padre, que estaba mirando la pantalla, casi apartara la vista de su rostro. Era una sonrisa que recordaba de su propia niñez, la de una persona atrincherada en los vestíbulos centrales del poder, que jamás soñaría que pudiera verse atacada por la maldad de un semejante. Francis Kennedy había visto esa misma sonrisa con mucha frecuencia en los rostros de sus tíos muertos.

—¿Cuándo y cómo se ha conseguido esta película? —preguntó el presidente al director de la CÍA.

—La película se ha tomado hace doce horas —contestó Theodore Tappey—. La compramos a un elevado precio, evidentemente a alguien cercano a los terroristas. Puedo darle los detalles en privado, después de la reunión, señor presidente. —Kennedy hizo un gesto de rechazo. No le interesaban los detalles. Theodore Tappey continuó—: Disponemos de más información. No se ha maltratado a ninguno de los pasajeros. También resulta curioso el hecho de que se haya sustituido a los miembros femeninos del grupo original de secuestradores, algo que, desde luego, ha tenido que hacerse con la connivencia del sultán. Considero este detalle un tanto siniestro.

—¿En qué sentido? —preguntó agudamente Kennedy.

—Los terroristas del avión son hombres. Ahora hay más, por lo menos diez. Y están fuertemente armados. Es posible que estén decididos a acabar con sus rehenes si se efectúa un ataque contra ellos. Se podría pensar que las terroristas no serían capaces de llevar a cabo una matanza. Pero según nuestra última evaluación de inteligencia, resulta muy arriesgado efectuar una operación de rescate por la fuerza.

—Quizá hayan sustituido algunos de sus miembros simplemente porque se encuentran en una fase diferente de la operación —comentó Christian Klee con voz penetrante—. O que Yabril se sienta más cómodo rodeado de hombres. Después de todo, es un árabe.

—Sabe usted tan bien como yo que esta sustitución es aberrante —dijo Tappey con una sonrisa—. Creo que hasta ahora sólo había sucedido en una ocasión. Sabe muy bien, por su propia experiencia en operaciones clandestinas, que esto descarta la posibilidad de un ataque directo para rescatar a los rehenes.

Christian no respondió.

Todos contemplaron el resto de la película, ya muy breve. Yabril y Theresa, que conversaban animadamente, parecían hacerlo cada vez con mayor amistad. Finalmente, Yabril llegó a tocarle el hombro, casi con un gesto afectuoso. Era evidente que la estaba tranquilizando, dándole alguna buena noticia, porque Theresa se echó a reír encantada. Luego Yabril le hizo casi una reverencia cortés, como un gesto que indicara que ella se encontraba bajo su protección y que no le pasaría nada.

—Ese tipo me da miedo —dijo Francis Kennedy—. Hay que sacar a Theresa de ahí.

Eugene Dazzy estaba sentado en su mesa de despacho, repasando todas las opciones de que disponía para ayudar al presidente Kennedy. Primero llamó a su amante para comunicarle que no podría verla hasta que no hubiera pasado la crisis. Después llamó a su esposa para repasar sus compromisos sociales y cancelarlo todo. Trasun largo período de reflexión, llamó a Bert Audick, que había sido uno de los enemigos más acerbos de la Administración Kennedy durante los tres últimos años.

—Tienes que ayudarnos, Bert —le dijo—. Te deberé un gran favor.

—Escucha, Eugene —replicó Audick—, en esto todos somos estadounidenses y debemos estar unidos.

Bert Audick siempre había sido un hombre relacionado con la industria del petróleo. Concebido en una zona petrolífera, criado en otra, alcanzó la madurez entre petróleo. Nació en el seno de una familia rica y multiplicó por cien su fortuna. Su compañía privada valía más de veinte mil millones de dólares, y él era el propietario del cincuenta por ciento de sus acciones. Ahora, a los setenta años, sabía más que nadie de petróleo. Conocía todos los lugares del globo donde hubiera petróleo oculto bajo la tierra.

En el cuartel general de su corporación, en Houston, las pantallas de las computadoras configuraban un mapa enorme del mundo en el que se mostraba la situación de los incontables petroleros que surcaban los mares, sus puertos de origen y de destino, quiénes eran sus propietarios, a qué precio se había pagado el petróleo que transportaban y cuántas toneladas transportaban. Podía suministrar a cualquier país mil millones de barriles de petróleo con la misma facilidad con que un hombre que acaba de llegar a la ciudad entrega al camarero una propina de cincuenta dólares.

Había hecho la mayor parte de su fortuna durante la crisis petrolífera de los años setenta, cuando el cártel de la OPEP pareció tener a todo el mundo bien sujeto por el cuello. Pero fue Bert Audick quien se aprovechó del apretón. Ganó miles de millones de dólares con una escasez que, por lo que sabía, no era más que fingida.

Pero eso no lo había hecho por pura avaricia. Le gustaba el petróleo y le enfurecía que se pudiera comprar tan barata aquella energía capaz de dar tanta vida. Ayudó a manipular el precio del petróleo con el ardor romántico de un joven que se rebelara contra las injusticias de la sociedad. Luego derivó una buena parte de su botín hacia valiosas obras de caridad.

Construyó hospitales gratuitos, residencias gratuitas para los ancianos, museos de arte. Estableció miles de becas universitarias para los menos privilegiados, sin tener en cuenta ni su raza ni su credo. Se ocupó también, desde luego, de su familia y sus amigos, y enriqueció incluso a primos segundos. Quería mucho a su país y a sus compatriotas, y nunca contribuyó con dinero para nada fuera de Estados Unidos. Excepto, naturalmente, para el necesario soborno de los funcionarios extranjeros.

No le gustaban ni los gobernantes políticos de su país, ni su aplastante maquinaria gubernamental, que a menudo se convertían en sus enemigos, con sus leyes reguladoras, sus pleitos antitrust, su interferencia en los asuntos privados. Bert Audick era un hombre ferozmente leal a su país, pero era su negocio, y su derecho democrático, estrujar a sus conciudadanos y hacerles pagar el petróleo que él adoraba.

Audick creía en la idea de conservar el petróleo bajo tierra durante todo el tiempo que fuera posible. A menudo pensaba cariñosamente en todos aquellos miles de millones de dólares que yacían en grandes bolsas debajo de las arenas del desierto de Sherhaben o en otros lugares de la tierra, tan a salvo como pudieran estarlo. Ayudaría a conservar aquellos vastos lagos de oro mientras fuera posible. Compraría el petróleo y las compañías petrolíferas de los demás. Efectuaría perforaciones en los océanos, compraría concesiones en las costas del mar del Norte o en Venezuela. Además, estaba Alaska. Sólo él conocía el tamaño de la gran fortuna que había bajo los hielos.

Según decían sus enemigos, Bert Audick ya se había tragado dos de las gigantescas compañías petrolíferas estadounidenses, como si fuera una rana tragándose moscas. Porque tenía el aspecto de una rana, con la boca ancha en un gran rostro con papada y unos ojos ligeramente abultados. Y, sin embargo, era un hombre impresionante, con una cabeza grande y maciza y con una quijada tan prominente como sus torres petrolíferas. Pero en asuntos de negocios se movía con la ligereza de un bailarín de ballet. Disponía de un aparato de inteligencia muy complejo, que le proporcionaba estimaciones acerca de las reservas de petróleo de la Unión Soviética mucho más exactas que las de la CÍA. Una información que no compartía con el gobierno de Estados Unidos. ¿Por qué iba a hacerlo? Después de todo, pagaba enormes cantidades para conseguirla, y el valor que tenía para él era precisamente su exclusividad. Al igual que muchos estadounidenses, creía realmente, y así lo proclamaba, que un ciudadano libre en un país libre tiene el derecho de situar sus intereses personales por delante de los objetivos de los gobiernos oficiales elegidos. Porque si cada ciudadano se dedicaba a fomentar su propio bienestar, ¿cómo podía dejar de prosperar el país?

Siguiendo las recomendaciones de Dazzy, Francis Kennedy estuvo de acuerdo en entrevistarse con este hombre. Audick era una de las personas más influyentes en Estados Unidos. No para el público, para quien no era más que una figura en la sombra, presentada en los periódicos y en la revista Fortune como un zar caricaturizado del petróleo. Pero ejercía una influencia enorme entre los representantes elegidos en el Senado y en la Cámara. También tenía numerosos amigos y asociados entre los pocos miles de hombres que controlaban las industrias más importantes de Estados Unidos y que formaban parte del club Sócrates. Los hombres pertenecientes a ese club controlaban los medios de comunicación impresos, la televisión, dirigían compañías desde las que se manipulaba la compra y el envío de grano, los gigantes de Wall Street, los colosos de la electrónica y de la automoción, los Templarios del Dinero, que dirigían los bancos. Y, lo más importante de todo, Audick era amigo personal del sultán de Sherhaben.

Bert Audick fue escoltado hasta la sala de reuniones, donde Francis Kennedy se hallaba reunido con su equipo y los miembros pertinentes del gabinete. Todos comprendieron que no acudía sólo para ayudar al presidente, sino también para advertirle. Era la empresa petrolífera de Audick la que tenía invertidos cincuenta mil millones de dólares en los campos petrolíferos de Sherhaben y en la ciudad principal de Dak. Poseía una voz mágica, amistosa, persuasiva y tan segura de lo que decía que parecía como si la campana de una catedral tañera al final de cada frase. Podría haber sido un político destacado de no ser por su incapacidad para mentir a la gente acerca de los temas políticos, y sus creencias eran tan de derechas que ni siquiera lo habrían elegido en los distritos más conservadores.

Empezó por expresarle a Kennedy su más profunda solidaridad, y lo hizo con tal sinceridad que no quedó la menor duda acerca de su principal razón para ofrecer sus servicios: el rescate de Theresa Kennedy.

—Señor presidente —le dijo a Kennedy—, he estado en contacto con todas las personas que conozco en los países árabes. Desaprueban este terrible asunto y nos ayudarán en todo lo que puedan. Soy amigo personal del sultán de Sherhaben y ejerceré sobre él toda la influencia que me sea posible. Se me ha informado que hay ciertas pruebas de que el propio sultán forma parte de la conspiración del secuestro del avión y el asesinato del papa. Le aseguro que el sultán está de nuestra parte, sin que importe lo que digan esas pruebas.

Estas palabras pusieron en guardia a Francis Kennedy. ¿Cómo sabía Audick de la existencia de pruebas contra el sultán? Esa información sólo la conocían los miembros del gabinete y su propio equipo, y se le había otorgado la máxima clasificación de seguridad. ¿Cabía la posibilidad de que Audick fuera el medio con que contaba el sultán para asegurarse la absolución una vez terminara el problema? ¿Que existiera un posible escenario en el que Audick y el sultán fueran los salvadores de su hija?

—Señor presidente —siguió diciendo Audick—, tengo entendido que está usted dispuesto a cumplir con las exigencias de los secuestradores. Creo que es una actitud prudente. Cierto que eso será un golpe para el prestigio estadounidense, para su autoridad. Pero eso es algo que se podrá reparar más tarde. Sin embargo, permítame darle mi garantía personal en la cuestión que más le preocupa: su hija no sufrirá ningún daño.

El tañido de la campana de la catedral que era su voz sonó con seguridad. Y fue la certidumbre de sus palabras lo que hizo que Kennedy dudara de él. A partir de su propia experiencia en la arena política, Kennedy sabía que la expresión de una confianza completa es la cualidad más sospechosa en cualquier clase de líder.

—¿Cree usted que debemos entregarles al hombre que asesinó al papa? —preguntó Kennedy.

La respuesta no importaba, puesto que ya había dado órdenes de conceder a Yabril todo lo que pidiera. Sin embargo, quería escuchar lo que este hombre tuviera que decirle. Audick malinterpretó la pregunta.

—Señor presidente, sé que es usted católico, pero recuerde que este país es fundamentalmente protestante. No hay por qué convertir el asesinato de un papa en la más importante de nuestras preocupaciones políticas desde el punto de vista de la política exterior. El futuro de nuestro país exige mantener abiertas las venas del petróleo. Necesitamos Sherhaben. Debemos actuar con mucho cuidado, inteligencia y sin apasionamientos. Y vuelvo a repetirle mi garantía personal: su hija está a salvo.

Sin lugar a dudas, aquel hombre era sincero y sus palabras impresionaban. Kennedy le dio las gracias y le acompañó hasta la puerta. Una vez que hubo abandonado la estancia, se volvió hacia Dazzy y le preguntó:

—¿Qué demonios ha estado diciendo?

—Sólo ha pretendido indicarle unos cuantos puntos —contestó Dazzy—. Y quizá desea que no tenga usted la idea de utilizar la ciudad de Dak, que vale cincuenta mil millones de dólares, como elemento de negociación. —Guardó un momento de silencio y añadió—: Creo que él puede ayudar.

Kennedy parecía perdido en sus pensamientos. Christian aprovechó el momento y dijo:

—Señor presidente, tengo que verle a solas.

Kennedy se disculpó ante los presentes y llevó a Christian al despacho Oval. Aunque no le gustaba utilizar la pequeña habitación, las demás estancias de la Casa Blanca estaban llenas de asesores y planificadores de estrategias, a la espera de instrucciones.

A Christian, en cambio, le gustaba el despacho Oval. La luz penetraba por los tres largos ventanales con cristales a prueba de balas; había dos banderas: la alegre roja, blanca y azul del país, situada a la derecha de la pequeña mesa de despacho, y la bandera presidencial, de un azul más oscuro, situada a la izquierda. Kennedy le indicó que se sentara. Christian se preguntó cómo era posible que aquel hombre pareciera tan sereno. Aunque habían sido muy buenos amigos desde hacía muchos años, no detectaba en él ningún indicador de emoción.

—Ha transcurrido una hora entera de discusión inútil —dijo Kennedy—. Ya he dejado bien claro que vamos a entregarles todo lo que pidan. A pesar de todo, ellos siguen discutiendo.

—Tenemos más problemas —dijo Christian—. Aquí mismo, en nuestro país. Me disgusta mucho tener que molestarle, pero es necesario. —A continuación informó a Kennedy acerca de la carta sobre la bomba atómica—. Probablemente no es más que una fanfarronada. Sólo hay una posibilidad entre un millón de que esa bomba exista. Pero si existe, podría destruir diez manzanas de la ciudad y matar a miles de personas. Además, la lluvia radiactiva convertiría la zona en un lugar inhabitable durante no se sabe cuánto tiempo. Así pues, tenemos que tomarnos muy en serio esa única posibilidad.

—Confío en que no vaya a decirme ahora que esto también está relacionado con el secuestro —dijo Kennedy con un suspiro.

—Quién sabe —se limitó a decir Christian.

—En cualquier caso, maneje el asunto de una forma sigilosa, y soluciónelo sin jaleo —dijo Kennedy—. Incluyalo en la clasificación de secreto atómico. —Kennedy apretó el botón del intercomunicador con el despacho de Dazzy—. Euge, tráeme copias de la ley clasificada de Secretos Atómicos, y también todos los archivos médicos sobre investigación cerebral. Prepárame una reunión con el doctor Annacone para después de esta crisis de los rehenes.

Kennedy apagó el intercomunicador. Se levantó y miró a través de los ventanales del despacho Oval. Con aire ausente, recorrió con los dedos la tela doblada de la bandera de Estados Unidos. Permaneció así durante largo rato, pensando.

A Christian le asombró la capacidad de aquel hombre para separar este asunto de todo lo que estaba ocurriendo.

—Creo que se trata de un problema interno, una especie de fallo psicológico predicho desde hace años por los estudios de los especialistas. Estamos investigando a algunos sospechosos.

Kennedy permaneció delante de la ventana unos minutos más. Cuando finalmente habló, lo hizo con suavidad.

—Chris, no comuniques nada de esto a ningún otro departamento del gobierno, y procura que no se enteren. Quiero que esto quede entre tú y yo. Ni siquiera deben saberlo Dazzy y los demás miembros de mi equipo personal. Sería contraproducente añadirlo a todo lo demás.

—Comprendo —dijo Christian.

En ese momento, Eugene Dazzy entró en el despacho.

—Señor presidente —dijo Dazzy—, Sebbediccio, el jefe de seguridad italiano, se ha mostrado encantado al saber que vamos a entregar al asesino del papa a ese tipo de Sherhaben. Dice que ahora podrá descubrir y matar a ese hijo de perra.

La ciudad de Washington estaba abarrotada por la continua llegada de representantes de los medios de comunicación y sus equipos, procedentes de todas partes del mundo. Había una especie de murmullo en el aire, como en un estadio abarrotado; las calles aparecían llenas de gente que formaba vastas multitudes delante de la Casa Blanca, como si quisieran con ello compartir los sufrimientos del presidente. El cielo aparecía cruzado por aviones de transporte y aviones transcontinentales fletados especialmente. Los asesores gubernamentales y sus equipos personales volaban a países extranjeros para conferenciar acerca de la crisis. Lo mismo hacían los enviados especiales. Se trajo a la zona una división más de tropas del ejército para que patrullara la ciudad y protegiera todos los accesos a la Casa Blanca. Las enormes multitudes parecían dispuestas a permanecer en vela durante toda la noche, como si con ello trataran de asegurarle a Francis Xavier Kennedy que él no se encontraba solo con su problema. El ruido producido por esa multitud envolvía la Casa Blanca y sus terrenos circundantes.

La programación regular de televisión era interrumpida continuamente para informar sobre la crisis de los rehenes y para especular sobre el destino de Theresa Kennedy. Se había filtrado la noticia de que el presidente estaba dispuesto a entregar al asesino del papa, con tal de obtener la liberación de los rehenes y de su hija. Los expertos políticos convocados por las cadenas de televisión se mostraban divididos en cuanto a la prudencia de tal actitud, aunque todos ellos estaban de acuerdo en afirmar que el presidente Kennedy había actuado con precipitación, y que las primeras exigencias planteadas se hallaban, sin duda, abiertas a la negociación, como había sucedido en otras muchas crisis de rehenes durante los últimos años. También estaban más o menos de acuerdo en que el presidente había sentido pánico ante el peligro que corría su hija.

Algunos canales hicieron que grupos religiosos rezaran por la seguridad de Theresa Kennedy, y solicitaron a su audiencia que suprimiera todo sentimiento de odio por sus semejantes, sin que importara lo malvados que éstos pudieran ser. Hubo unos pocos canales, afortunadamente de pequeña audiencia, que presentaron satíricamente a Francis Kennedy y a Estados Unidos como personajes débiles desmoronándose ante la amenaza. Y luego estuvo la actitud de Whitney Cheever III, el eminente abogado izquierdista, quien dejó bien clara su posición: los terroristas eran luchadores por la libertad, eso estaba claro, y se habían limitado a hacer aquello que habría hecho cualquier revolucionario en la lucha contra la tiranía mundial de Estados Unidos. Pero el principal punto de vista de Cheever era que Kennedy se disponía a pagar un rescate enorme, sacándolo de los cofres del gobierno estadounidense, para liberar a su hija. ¿Podía creer alguien que el presidente se hubiera mostrado tan dócil si los rehenes no fueran parientes, o si fueran negros?, preguntó Cheever. En cuanto a la liberación del asesino del papa, Cheever no justificaba el asesinato, pero eso constituía un problema del gobierno italiano y no de Estados Unidos, donde existía una separación efectiva entre Iglesia y Estado. No obstante, Cheever terminó por aprobar la actitud tomada por Kennedy para liberar a los rehenes. Según él, eso podía conducir a un nuevo período de negociaciones y comprensión con las fuerzas revolucionarias del mundo actual. Y demostraba que la autoridad del Estado no podía arrastrar tan impunemente por el polvo los derechos individuales.

Todos estos programas fueron grabados por las agencias gubernamentales de control, y la película del discurso de Cheever se incluyó en un archivo especial que se envió a la atención del fiscal general, Christian Klee.

Mientras sucedía todo esto, la multitud expectante ante la Casa Blanca se iba haciendo cada vez mayor a medida que transcurría la noche. Las calles de Washington estaban colapsadas por los vehículos y peatones que convergían hacia el corazón simbólico de su país. Muchos de ellos llevaban comida y bebida para la larga vigilia que les esperaba. Aguardarían allí durante toda la noche, haciendo compañía a su presidente, Francis Xavier Kennedy.

La noche del martes, cuando Francis Kennedy se acostó estaba casi seguro de que los rehenes serían liberados al día siguiente. El escenario estaba preparado. Yabril ganaría la jugada. Se estaba preparando a Romeo para su traslado hacia Sherhaben y la libertad. Sobre la mesita de noche del presidente se habían amontonado los documentos preparados por la CÍA, el Consejo de Seguridad Nacional, el secretario de Estado, el secretario de Defensa y los memorándums redactados por su propio equipo personal. Cuando Jefferson, su mayordomo, le trajo el chocolate y los bizcochos, se acomodó en el sillón para leer aquellos informes.

Todos venían a decir lo mismo. Su capitulación completa representaba una enorme pérdida de prestigio para Estados Unidos. Se pondría de manifiesto que el país más poderoso del mundo había sido derrotado y humillado por un puñado de hombres decididos.

Apenas si se dio cuenta de que Jefferson entró en el dormitorio para limpiar la mesa. Después de haberle preguntado si deseaba más chocolate caliente, el mayordomo se despidió:

—Buenas noches, señor presidente.

Kennedy continuó leyendo y leyendo entre líneas. Sintetizó los puntos de vista aparentemente divergentes de las distintas agencias gubernamentales. Mientras leía estos informes, intentó colocarse en el papel de la potencia mundial rival.

Desde allí se vería a Estados Unidos como un país que se encontraba en su última fase de decadencia, como un gigante artrítico al que unos pilludos malévolos se atrevían a retorcerle la nariz. Dentro del propio país se estaba produciendo un drenaje interno de la sangre del gigante. Los ricos eran cada vez más ricos, mientras que los pobres se hundían cada vez más. La clase media luchaba desesperadamente por mantener su nivel de vida.

El mundo contemplaba con desprecio al gigante del dinero, esperando a que se desmoronara su propia y grasienta riqueza. Quizá eso no sucediera en una década, ni en dos o en tres, pero, de repente, se transformaría en un cadáver gigantesco carcomido por todos aquellos cánceres.

El presidente Francis Kennedy se dio cuenta de que esta última crisis, el asesinato del papa, el secuestro del avión y de su hija, las humillantes exigencias planteadas, eran acciones deliberadas, planificadas para asestar un golpe contra la autoridad moral de Estados Unidos.

Pero también había que tener en cuenta el ataque interno, la colocación de una bomba atómica de fabricación casera, si es que la había. El cáncer interior. Los perfiles psicológicos ya habían predicho la posibilidad de que pudiera suceder algo así, y se habían tomado precauciones. Pero no parecían suficientes. Y tenía que tratarse de algo interno; era una conspiración demasiado peligrosa para unos terroristas, un intento demasiado burdo para hacerle cosquillas al gigante obeso. Se trataba de una carta demasiado salvaje que los terroristas, por muy osados que fuesen, nunca se atreverían a utilizar. Eso podría abrir la caja de Pandora de la represión. Y ellos sabían muy bien que si los gobiernos suspendían las leyes que garantizaban las libertades civiles, especialmente el de Estados Unidos, podrían destruir con facilidad a cualquier organización terrorista.

Francis Kennedy estudió los informes que sintetizaban los datos conocidos de grupos terroristas y de las naciones que les prestaban su apoyo. Le sorprendió ver que China ofrecía a los grupos terroristas árabes más apoyo financiero que Rusia. Pero, después de todo, eso era comprensible. El eje ruso-árabe se hallaba cogido en una trampa. Los rusos tenían que apoyar a los árabes en contra de Israel porque Israel significaba la presencia estadounidense en el Oriente Medio. A los regímenes feudales árabes les preocupaba que Rusia quisiera hacer desaparecer sus propios Estados por el comunismo. Pero había organizaciones específicas que en estos momentos no parecían estar relacionadas con la operación de Yabril, a la que consideraban demasiado extraña y sin ventajas concretas para el coste que implicaba, lo que constituía un aspecto negativo. Los rusos nunca habían defendido la libre empresa en cuestiones de terrorismo. Pero existían grupos árabes desgajados, el Frente de Liberación Árabe, al-Saiqa, el FPLP-G y la pléyade de otros grupúsculos designados únicamente con iniciales. Estaban también las Brigadas Rojas, la japonesa, la italiana y la alemana; esta última se había tragado a todos los pequeños grupos desgajados, después de una guerra interna de aniquilación mutua. Y luego estaban los famosos «Cien», que, según la CÍA, no existían, sino que se trataba simplemente de una conexión internacional flexible. Yabril y Romeo fueron clasificados como pertenecientes a ese grupo, también conocido como «Cristos de la Violencia». Hasta China y Rusia contemplaban con horror a esos infames «Cien».

Pero lo más curioso de todo era que ni siquiera los «Cien» parecían poder controlar a Yabril, quien había planificado y ejecutado la operación por su propia cuenta. Cierto que había utilizado hombres y material de las Brigadas Rojas, pero eso lo había hecho a través de Romeo, quien, desde luego, parecía haber sido su mano derecha, sin que trascendiera nada más, a excepción de la conexión, final y sorprendente, con el sultán de Sherhaben.

Finalmente, todo eso fue demasiado para Kennedy. A la mañana siguiente, el miércoles, se habrían terminado las negociaciones y los rehenes quedarían libres. Ahora ya no cabía nada más que esperar. Eso ocuparía más tiempo que las veinticuatro horas exigidas, pero todo estaba acordado. Seguramente los terroristas serían pacientes.

Antes de quedarse dormido, pensó en su hija Theresa y en su luminosa sonrisa de confianza mientras hablaba con Yabril; era como la sonrisa reencarnada de sus propios tíos muertos. Terminó por caer en un sueño torturado en el que habló en voz alta, pidiendo auxilio. Cuando Jefferson acudió corriendo al dormitorio, observó fijamente el rostro dormido del presidente, que mostraba una expresión de agonía, esperó un momento y luego lo despertó de su pesadilla. Le trajo otra taza de chocolate caliente y le dio a Kennedy el somnífero que le había recetado el médico.

MIÉRCOLES POR LA MAÑANA

SHERHABEN

Cuando Francis Kennedy se quedó dormido, Yabril se despertó. Le encantaban las primeras horas de la mañana en el desierto, el frescor que remitía bajo el fuego interno del sol, el cielo que adquiría un tono rojo incandescente. En estos momentos siempre pensaba en el Lucifer de Mahoma, llamado Azazel.

El ángel Azazel, encontrándose ante Dios, se negó a adorar la creación del hombre, y Dios lo arrojó fuera del Paraíso para que encendiera las arenas del desierto y las convirtiera en fuego del infierno. «Oh, ser como Azazel», pensó Yabril. Cuando aún era joven y romántico, había utilizado el apodo de «Azazel» como primer nombre operativo.

El sol, inflamado de calor, le aturdió en esa mañana. A pesar de estar en la puerta del avión, dotado de aire acondicionado y situado a la sombra, una terrible oleada de aire caliente le hizo retroceder. Sintió náuseas y, por un momento, se preguntó si no sería por eso por lo que se disponía a actuar. Ahora cometería el último acto irrevocable, la última jugada de su partida de ajedrez que no le había comunicado ni a Romeo, ni al sultán de Sherhaben, ni a los componentes de las Brigadas Rojas que le ayudaban. Un último sacrilegio.

Más allá, observó el perímetro de las tropas del sultán, que tenían la terminal aérea como punto de apoyo y mantenían a raya a los miles de periodistas y reporteros de televisión. Contaba con la atención de todo el mundo, tenía en su poder a la hija del presidente de Estados Unidos. Disponía de una audiencia mucho mayor que la de cualquier gobernante, cualquier papa o profeta. Abarcaba con sus manos todo el globo. Yabril se volvió hacia el interior del avión, apartándose de la puerta abierta.

Cuatro de los hombres de su nuevo equipo estaban desayunando en la cabina de primera clase. Habían transcurrido ya veinticuatro horas desde que emitiera su ultimátum. El tiempo se había agotado. Los hizo levantar a toda prisa para que cumplieran sus órdenes. Uno de ellos se dirigió hacia donde estaba el jefe de seguridad del perímetro militar, llevando una orden escrita por Yabril en la que se autorizaba a los equipos de televisión a acercarse más al avión. Entregó a otro de sus hombres un montón de hojas impresas en las que se proclamaba que, puesto que no se habían cumplido las exigencias planteadas por Yabril dentro de las veinticuatro horas, se procedería a la ejecución de uno de los rehenes.

Ordenó a dos de sus hombres que llevaran a la hija del presidente desde la primera fila de asientos de la cabina de la clase turista, aislada del resto del aparato, hasta la de primera clase.

Cuando Theresa Kennedy entró en la cabina de primera clase y vio a Yabril esperando, su rostro se relajó en una sonrisa de alivio. Yabril se preguntó cómo podía estar tan encantadora después de haber pasado tanto tiempo en el avión. Pensó que debía de tratarse de la piel; su piel no tenía grasa que pudiera acumular la suciedad. Le devolvió la sonrisa y con un tono amable y medio en broma, le dijo:

—Está usted muy hermosa, aunque un poco desarreglada. Refrésquese, póngase algo de maquillaje y péinese. Las cámaras de televisión nos esperan. Nos estará viendo todo el mundo y no quiero que nadie piense que la hemos tratado mal.

La dejó entrar en el lavabo del avión y esperó. Ella tardó casi veinte minutos. Desde el otro lado de la puerta, escuchó el sonido del agua corriente y se la imaginó sentada, como una niña pequeña. Eso le hizo sentir un aguijonazo de dolor en el corazón y rogó: «Azazel, Azazel, permanece conmigo ahora». Después escuchó el gran rugido tumultuoso de la multitud bajo el deslumbrante sol del desierto; habían leído las octavillas. Escuchó también el ruido producido por las unidades móviles de televisión que se acercaban al aparato.

Theresa Kennedy apareció. Yabril vio una mirada de tristeza en su rostro. También de tenacidad. Ella había decidido que no diría nada, que no permitiría que la obligara a grabar su vídeo. Se había arreglado, estaba bonita y tenía fe en su propia fortaleza. Pero había perdido algo de su inocencia. Le sonrió a Yabril y dijo:

—No hablaré.

—Sólo quiero que la vean —dijo Yabril tomándola de la mano.

La condujo hasta la puerta abierta del avión y se quedaron allí, sobre el reborde. El aire enrojecido del sol del desierto quemaba sus cuerpos. Seis tractores móviles de la televisión parecían proteger al avión como monstruos prehistóricos, casi bloqueando a la enorme multitud que esperaba más allá del perímetro.

—Sonríales —dijo Yabril—. Quiero que su padre vea por sí mismo que está usted a salvo.

En ese momento, él le puso una mano en la espalda, sintiendo el cabello sedoso, tirando ligeramente de él para descubrirle la nuca. La piel blanca y marfileña estaba terriblemente pálida y la única mancha era un pequeño lunar negro que le descendía hacia el hombro.

Ella se encogió un poco al sentir el contacto de su mano, y se volvió para ver lo que estaba haciendo. Yabril la sujetó con más fuerza y la obligó a dirigir el rostro hacia adelante, de modo que las cámaras de televisión pudieran captar su belleza. El sol del desierto pareció enmarcarla en sus tonos dorados, con el cuerpo de él como formando su sombra.

Levantó una mano para sujetarse en la parte superior de la puerta y conservar el equilibrio, y apretó la parte delantera de su cuerpo contra la espalda de ella, de tal modo que ambos quedaron en el mismo borde, muy juntos, pero con un contacto tierno. Extrajo la pistola con la mano derecha y la sostuvo contra la piel de la nuca, puesta al descubierto. Y entonces, antes de que ella pudiera comprender qué significaba el roce del metal, apretó el gatillo y dejó que el cuerpo de Theresa Kennedy se separara del suyo.

En un primer instante, ella pareció flotar hacia arriba, hacia el sol, envuelta en el halo de su propia sangre. Luego, su cuerpo dio una sacudida de tal modo que las piernas señalaron hacia el suelo y, finalmente, en el aire, se giró de nuevo antes de golpear contra el cemento de la pista, quedando allí tendido, aplastado más allá de toda mortalidad, con la cabeza destrozada y abierta en un enorme agujero bajo el sol ardiente. Al principio, el único sonido que se escuchó fue el girar de las cámaras de televisión y el movimiento de las plataformas móviles. Luego, como arena que rodara sobre el desierto, llegó el gemido de miles de personas, en un grito interminable de terror.

Aquel sonido primitivo, en el que no percibió la nota de júbilo esperada, sorprendió a Yabril. Retrocedió, apartándose de la puerta, hacia el interior del avión. Vio a los hombres de su destacamento mirándole con expresiones de horror, de asco, con un terror casi animal.

—Alá sea alabado —les dijo. Pero ellos no le contestaron. Esperó durante un largo rato y después añadió con sequedad—: Ahora el mundo sabrá que actuamos en serio. Ahora nos darán todo aquello que pidamos.

Pero en su mente anotó el hecho de que el rugido de la multitud no había sido de éxtasis, tal y como había esperado. La reacción de sus propios hombres también parecía ominosa. La ejecución de la hija del presidente de Estados Unidos, la extinción de aquel símbolo de autoridad, violaba un tabú que él no había tenido en cuenta. Pero daba igual que fuera así.

Pensó por un momento en Theresa Kennedy, en su rostro dulce y el olor a violetas de su cuello blanco; pensó en su cuerpo atrapado ahora por el halo rojo del polvo. Y pensó: «Que se quede para siempre con Azazel, lejos del dorado marco del cielo, allá abajo, en las arenas del desierto». En su mente permaneció la última imagen de su cuerpo, con los pantalones blancos y anchos arracimados alrededor de las pantorrillas, dejando al descubierto los pies calzados con sandalias. El fuego del sol seguía envolviendo el avión y él estaba empapado en sudor. Y en ese momento, pensó: «Soy Azazel».

WASHINGTON

En el amanecer del miércoles, profundamente atenazado por una pesadilla, envuelto en el rugido angustiado de una enorme multitud, el presidente Kennedy se despertó al ser ligeramente agitado por Jefferson. Extrañamente, y aunque aún no estaba despierto del todo, siguió escuchando el ruido de voces tempestuosas que penetraban las paredes de la Casa Blanca.

La actitud de Jefferson parecía algo diferente; ya no tenía el aspecto del mayordomo que le preparaba el chocolate caliente, le cepillaba las ropas y se comportaba como un sirviente deferente. Parecía más bien un hombre que hubiera tensado su cuerpo y su rostro, preparado para recibir un golpe terrible.

—Señor presidente, despierte, despierte —repetía una y otra vez.

Kennedy ya estaba despierto.

—¿Qué demonios es ese ruido? —preguntó.

Todas las luces del dormitorio estaban encendidas, desde la araña del techo hasta los candelabros de las paredes, y había un grupo de hombres detrás de Jefferson. Reconoció al oficial naval que era médico de la Casa Blanca, al oficial de órdenes a quien se confiaban las claves nucleares, y también estaban Eugene Dazzy, Arthur Wix y Christian Klee. Sintió que Jefferson casi le levantaba en vilo de la cama para ponerlo en pie, deslizándole luego el batín con un movimiento rápido. Las piernas le temblaron por alguna razón desconocida, y Jefferson lo sostuvo.

Todos los presentes parecían conmocionados, con los rasgos de sus rostros contraídos, con un color blanco fantasmal y los ojos tan abiertos que no se les veían los párpados. Kennedy permaneció de pie ante ellos, asombrado, y entonces experimentó un terror abrumador. Por un momento perdió todo sentido de la visión, del oído: aquel terror envenenó todos los sentidos de su ser. El oficial naval abrió su maletín negro y extrajo una jeringuilla ya preparada.

—No —dijo Kennedy. Miró a los otros hombres, uno tras otro, pero ninguno de ellos habló. Luego, sin mucha confianza en sus palabras, dijo—: Estoy bien, Chris. Sabía que lo haría. Ha matado a Theresa, ¿verdad?

Esperó que Christian le dijera que no, que se trataba de alguna otra cosa, que se había producido una catástrofe natural, o había explotado una instalación nuclear, o había muerto un gran jefe de Estado, se había hundido un barco de guerra en el golfo Pérsico, o producido algún devastador terremoto, inundación, incendio o epidemia. Cualquier otra cosa. Pero Christian, con el rostro muy pálido, se limitó a contestar:

—Sí.

Y a Kennedy le pareció como si de pronto hubiera estallado una larga enfermedad incubada, una fiebre abrasadora. Sintió que su cuerpo se inclinaba y luego se dio cuenta de que Christian estaba a su lado, como para protegerlo del resto de los presentes, porque tenía el rostro anegado en lágrimas y abría la boca para intentar respirar. Luego todos parecieron acercársele más, el médico le hundió la aguja en el brazo, y Jefferson y Christian recostaron su cuerpo sobre la cama.

Esperaron a que Francis Kennedy se recuperara de la conmoción. Finalmente les dio instrucciones para reunir al personal de todas las secciones necesarias, para establecer contactos con los líderes del Congreso, para alejar a las multitudes de las calles de la ciudad y de los alrededores de la Casa Blanca, para impedir el acceso de los medios de comunicación, y para que prepararan una reunión con todos ellos a las siete de la mañana.

Poco antes del amanecer, Francis Kennedy hizo que todo el mundo se marchara de su dormitorio. Luego Jefferson le trajo una bandeja con chocolate caliente y bizcochos.

—Estaré al otro lado de la puerta, señor presidente —dijo Jefferson—. Pasaré cada media hora a comprobar cómo se encuentra, si le parece bien.

Kennedy asintió con un gesto y Jefferson se marchó.

Después, Kennedy apagó todas las luces. El dormitorio estaba envuelto en la penumbra gris del cercano amanecer. Hizo un esfuerzo por pensar con claridad. El dolor que sentía era un ataque calculado de un enemigo, y trató de rechazarlo. Observó los largos ventanales ovales y recordó, como siempre hacía, que se trataba de cristales muy especiales, de modo que él podía mirar hacia el exterior, pero nadie podía verle desde fuera. Eran cristales a prueba de balas. Los terrenos de la Casa Blanca y los edificios situados más allá estaban ocupados por personal del servicio secreto, y el parque era recorrido por focos especiales y patrullas con perros. Él estaría siempre a salvo. Christian había cumplido su promesa. Pero no había habido forma de salvar a Theresa.

Ya todo había terminado. Ella estaba muerta. Y ahora, tras la oleada inicial de dolor, le asombró observar la calma que sentía. ¿Era porque ella había insistido en llevar su propia vida después de la muerte de su madre? ¿Se había negado a compartir la vida de su padre en la Casa Blanca porque se situaba demasiado a la izquierda de los dos partidos y, en consecuencia, era su oponente político? ¿Se trataba acaso de una falta de amor por su hija?

Se absolvió a sí mismo. Quería a Theresa, y ella había muerto. Lo que sucedía era que, en los últimos días, se había preparado para aquella noticia. Su inconsciente, su astuta paranoia, enraizada en la historia de los Kennedy, le había enviado señales de advertencia.

Se había producido la coordinación del asesinato del papa y el secuestro del avión en el que viajaba la hija del líder de la nación más poderosa de la tierra. Se había retrasado la presentación de las exigencias para permitir que el asesino del papa se encontrara en su lugar previsto y pudiera ser detenido en Estados Unidos. Luego había surgido la deliberada arrogancia de la exigencia de libertad para el asesino.

Haciendo un esfuerzo supremo de voluntad, Francis Kennedy desterró de su mente todo sentimiento personal. Trató de que sus pensamientos siguieran una línea lógica. En realidad, todo era muy sencillo.

Desde un punto de vista superficial, el papa y una joven habían perdido la vida. Esencialmente, aquello no era importante a escala mundial. A los líderes religiosos se les puede canonizar, y también se puede lamentar la muerte de las jóvenes, si acaso con una sensación de dulce pena. Pero allí había algo más. Todos los pueblos del mundo sentirían desprecio por Estados Unidos y sus líderes. A partir de lo sucedido, se podrían lanzar otros ataques en formas todavía no previstas. Una autoridad a la que se ha escupido no es capaz de mantener el orden. Una autoridad burlada y derrotada no puede presumir de sostener el tejido de su civilización particular. ¿Cómo se defendería?

La puerta del dormitorio se abrió y la luz procedente del pasillo inundó la estancia. Pero la habitación ya estaba iluminada ahora por el sol naciente. Jefferson, con camisa y chaqueta limpias, empujó la mesita con ruedas y le preparó el desayuno. Dirigió al presidente una mirada penetrante, como si le preguntara si debía quedarse o no. Finalmente, se marchó.

Kennedy sintió lágrimas en el rostro y se dio cuenta, de pronto, de que eran lágrimas de impotencia. Observó de nuevo la ausencia de dolor y eso le extrañó. Luego volvió a sentir conscientemente las oleadas que llenaban su cerebro de sangre, llevando consigo una rabia terrible, como jamás hubiera conocido en toda su vida; una rabia que él desdeñaba en los demás. Y que trató de resistir.

Pensó entonces en la forma en que su equipo había tratado de consolarlo.

Christian le había demostrado su afecto personal, compartido a lo largo de tantos años, abrazándole y ayudándole a acostarse. Oddblood Gray, habitualmente tan frío e impersonal, le había tomado por los hombros y le había susurrado apenas:

—Lo siento, lo siento terriblemente.

Arthur Wix y Eugene Dazzy se habían mostrado más reservados. Le habían tocado fugazmente y murmurado unas palabras que él no pudo escuchar. Y Kennedy observó el hecho de que Eugene Dazzy, como jefe de sus inmediatos colaboradores, fue de los primeros en abandonar el dormitorio para empezar a organizar las cosas en el resto de la Casa Blanca. Wix se había marchado con Dazzy. Como jefe del Consejo de Seguridad Nacional le esperaba trabajo urgente y quizá temía escuchar de su presidente alguna orden salvaje de represalia, procedente de un hombre abrumado por el dolor de padre.

En el breve espacio de tiempo transcurrido hasta que Jefferson regresó con el desayuno, Francis Kennedy supo que su vida sería completamente diferente a partir de entonces, y que quizá estuviera incluso fuera de su control. Trató de eliminar la cólera mediante un proceso de razonamiento.

Recordó sesiones estratégicas en las que se discutieron tales acontecimientos. Arthur Wix fue el que apoyó con mayor ahínco una acción fuerte. En una de tales sesiones, recordó el caso del antiguo presidente, Jimmy Carter.

—Cuando Irán tomó aquellos rehenes, Carter debería haber emprendido una acción fuerte, sin que importara el coste —dijo Wix—. Cuando volvió a presentarse a la reelección, el público le dio la espalda porque no pudo perdonarle los meses de humillación que había tenido que soportar y el hecho de que ellos, la nación más fuerte de la tierra, hubieran tenido que tragarse la mierda que un pequeño país les había ido administrando a paletadas.

—Carter lo sabía —intervino Otto Gray—, y se comportó de forma muy decente. Logró el regreso con vida de los rehenes antes de presentarse a la reelección.

—Claro que fue decente —replicó Wix con sorna—, ¿y qué? No era ése el trabajo que tenía que haber hecho. Al público estadounidense no le importaba que los rehenes vivieran o no. No al precio que tuvimos que pagar.

—Todo salió bien —dijo Dazzy—. Ninguno de los rehenes resultó muerto. Todos regresaron sanos y salvos a sus familias.

—Pasas por alto la verdadera cuestión —replicó Wix—. Carter perdió las elecciones. Y todo lo que tenía que haber hecho era ordenar un ataque militar y matar a un puñado de iraníes, aunque los rehenes hubieran resultado muertos en el proceso. Luego habría sido reelegido por abrumadora mayoría.

—Sabes que también podría haber sido de otro modo —dijo Eugene Dazzy con una actitud reflexiva—. Carter podría haber sido rechazado y, de todos modos, los rehenes habrían muerto. Luego se le habría apartado del cargo, a pesar de toda su buena conciencia.

—Cubierto de alquitrán y emplumado —dijo Wix con su habitual tono de desdén para todo aquel que fuera ineficaz—. Le habrían cortado las pelotas.

Francis Kennedy no recordaba lo que él mismo había dicho en aquella discusión. Pero ahora su mente retrocedió casi cuarenta años. Era un niño de siete años que jugaba en el prado y alrededor de los pórticos de la Casa Blanca, corriendo por entre las flores, la hierba y sobre el rico mármol, jugando con los hijos del tío John y del tío Bobby. Y los dos tíos, tan altos, ágiles y agraciados habían jugado con ellos durante unos minutos, antes de subir al helicóptero que los esperaba, como dioses. De niño siempre le había gustado más su tío John porque había conocido todos sus secretos. En cierta ocasión le había visto besar a una mujer, para conducirla después al interior de su dormitorio. Y los había vuelto a ver salir de allí una hora más tarde. Nunca olvidaría la expresión del rostro del tío John; era una expresión de felicidad, como si hubiera recibido algún regalo inolvidable. Ninguno de ellos se dio cuenta de la presencia del niño, oculto tras una de las mesas del vestíbulo. En aquella época de inocencia, el servicio secreto no estaba siempre tan cerca del presidente.

Y también recordaba otras escenas de su niñez, como cuadros vividos de poder. Sus dos tíos siendo tratados como reyes por parte de hombres y mujeres mucho más viejos que ellos. El inicio de la música cuando su tío John pisaba el prado, con todos los rostros vueltos hacia él, y la interrupción de todas las conversaciones hasta que él hablaba. Sus dos tíos compartiendo el poder y la gracia de saberlo ostentar. Con qué confianza esperaban a que los helicópteros descendieran del cielo, con qué seguridad parecían rodeados por hombres fuertes que les protegían de todo daño, cómo eran elevados hacia los cielos, con qué actitud grandiosa descendían desde las alturas…

Sus sonrisas despedían luz, su divinidad refulgía conocimiento y sus miradas emitían órdenes; el magnetismo irradiaba de sus cuerpos. Y, a pesar de todo eso, disponían de tiempo para jugar con los niños y niñas que eran sus propios hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, y lo hacían con la mayor seriedad, como dioses que visitaran a diminutos mortales que estuvieran a su cuidado. Y entonces. Y entonces…

El presidente John Fitzgerald Kennedy, nacido rico, casado con una mujer hermosa, líder de la nación más poderosa de la tierra, había sido destruido por un pequeño hombre insignificante armado con un tubo de hierro barato y delgado. Un pequeño hombre sin recursos, con apenas el dinero necesario para comprar un rifle. Y de ese modo, un niño pequeño, Francis Xavier Kennedy, se había visto expulsado de la tierra de hadas del poder y la felicidad que él creía durarían eternamente.

Cuarenta años más tarde, Francis Kennedy recordó aquel día terrible. Él estaba jugando con otros niños y se apartó algo de ellos para sentarse en el Jardín Rosado, absorto en la tarea de ir arrancando pétalos sedosos de las flores. Y entonces, de repente, un grupo de mujeres que lloraban histéricamente los arrastraron a todos al interior de la Casa Blanca. Recordó que los condujeron a la sala Roja, llena de gente que lloraba, hasta que apareció su madre y se lo llevó de allí. Y ya no volvió a ver a sus pequeños amigos, nunca volvió a jugar en el prado, ni a deambular por las columnas del pórtico o sobre los suelos de mármol. Junto con su madre llorosa, había visto en la televisión el funeral del tío John, el armón de artillería llevando el féretro, el caballo sin jinete, los millones de personas afligidas, y también había visto a su pequeño compañero de juegos como uno de los actores de aquella representación a nivel mundial. Y a su tío Bobby, y a su tía Jackie. En algún momento, su madre lo tomó en sus brazos y le dijo:

—No mires, no mires.

Y se vio cegado por el largo cabello de su madre y por las pegajosas lágrimas.

Pocos años más tarde, su tío Bobby también fue asesinado, y su madre lo llevó entonces a una cabaña de cazadores, en las montañas Sierra, donde no había televisión. Hasta que no fue un adulto no contempló los vídeos de aquel asesinato. Y, una vez más, fue un hombre insignificante, con un tubo de hierro barato, el que destruyó lo que quedaba del mundo de su madre.

Ahora, el dardo de luz amarillenta que penetraba por la puerta abierta interrumpió sus recuerdos y vio que Jefferson entraba empujando una nueva mesita con ruedas.

—Llévate eso y dame una hora —dijo Francis Kennedy con serenidad—. No me interrumpas hasta entonces.

Raras veces le había hablado a Tefferson de un modo tan brusco y rígido. El mayordomo le dirigió una mirada de aprecio.

—Sí, señor presidente.

Hizo dar media vuelta a la mesita con ruedas y cerró la puerta.

El sol ya era lo bastante fuerte como para iluminar la habitación, aunque no para dar calor. Pero el latido de Washington entró en el dormitorio. Los vehículos de la televisión llenaban las calles, más allá de las verjas, y la riada de coches producía un murmullo como un enjambre gigantesco de insectos. Los aviones volaban constantemente en el cielo, todos ellos militares, ya que el espacio aéreo se había cerrado al tráfico civil.

El presidente Francis Kennedy trató de luchar contra la rabia abrumadora que experimentaba, contra la bilis amarga y nauseabunda que sentía en la boca. Lo que se suponía iba a ser el mayor triunfo de su vida había resultado ser su mayor desgracia. Había sido elegido para la presidencia y su esposa había muerto antes de asumir el cargo. Sus grandes programas para unos Estados Unidos utópicos habían sido hechos pedazos por el Congreso, y no había tenido la fuerza suficiente para invocar su voluntad, su fortaleza y su inteligencia y superar aquella derrota. Ahora su hija había pagado el precio de su ambición y sus sueños. Aquella saliva nauseabunda le produjo náuseas al pasarla por la lengua y los labios. Su cuerpo parecía lleno de un veneno que debilitaba cada uno de sus miembros, y sólo la rabia le hacía sentirse bien. En ese momento, algo sucedió en su cerebro, como una descarga eléctrica que luchara contra la agonía de sus células. Su cuerpo se vio inundado por tal flujo de energía que extendió los brazos con los puños apretados hacia las ventanas cubiertas por el sol.

Tenía poder, y utilizaría ese poder. Podía hacer que sus enemigos temblaran, que la saliva tuviera un sabor amargo en sus bocas. Podía arrollar a todos los hombres pequeños e insignificantes con sus tubos de hierro baratos, a todos aquellos que habían provocado tanta tragedia en su vida y en la de su familia.

Se sintió como un hombre que, después de una larga enfermedad, se viera finalmente curado y se despertara una buena mañana con toda su fuerza finalmente recuperada. Experimentó una oleada de vigor, y una sensación de paz que casi no había sentido desde la muerte de su esposa. Se sentó en la cama y trató de controlar sus sentimientos, de recuperar la precaución y el curso racional de los pensamientos. Ya más calmado revisó sus opciones y todos sus peligros, y finalmente supo lo que debía hacer, y qué riesgos tendría que asumir. Aún percibió un último aguijonazo de dolor al pensar que su hija ya no existía. Luego abrió la puerta y llamó a Jefferson.